martes, 12 de julio de 2016

De la belleza y otros secretos: Lo desconocido y el temor a la barca de Caronte. Algunas reflexiones sobre la incertidumbre como mito.





Mi amigo G. sufre de un profundo e invalidante miedo a la muerte. Tan arraigado y tan duro de sobrellevar, que le tomó años incluso admitir que lo sufre. Se trata de una fobia irracional que no le permitió asistir al sepelio de su padre y le impide incluso visitar su tumba. Cuando me lo comenta, lo hace entre avergonzado y desconcertado.

— Simplemente no puedo tolerar la idea de la muerte — me confía — de verdad, no puedo aunque lo intento. No puedo…digerir que moriré. Que no importa lo que haga, cuanto me cuide o todas las precauciones que tome, moriré.

Incluso explicarme eso, lo sume en un estado de nerviosismo que me preocupa. Toma un sorbo de café, aprieta la taza entre las manos con dedos temblorosos, el rostro se le llena de sudor. No sé que decir a eso y lo único que se me ocurre es tan poco reconfortante que prefiero también tomar un sorbo de café hirviendo.

Según los celtas, la muerte es el único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre quizás el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo, la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho que es imposible ignorar a pesar de todos los intentos que hagamos para lograrlo. La muerte, como tal, es un concepto integro, tal vez uno de los pocos por completo absolutos que posee la realidad analizada como forma de comprender la realidad. Recuerdo que cuando era una niña, la primera vez que afronté la idea de la muerte — una de las mejores amigas de mi abuela murió y acudí al funeral de mano de mi madre — no pude entender porque Margarita simplemente dejó de estar en el presente. No lo pensé tal vez con términos tan exactos o complejos, pero sin duda el pensamiento fue que la anciana que me obsequiaba galletas de avena o me cuidaba de vez en cuando, había dejado de “estar”. En el Hoy, en el presente, en el tiempo de todos los días. Y fue esa elemental aceptación, lo que me aterró. El hecho que Margarita ahora solo existiría en lo que yo pudiera recordar de ella, en los pocos objetos que le pertenecían, en las fotografías donde continuaría sonriendo, estática y muda, por muchas décadas más. Fue esa sensación de lo inapelable, lo tajante de la muerte lo que me hizo llorar, lo que me dejó muda y asombrada por días enteros. La sensación de saber que en algún momento, yo también desaparecería de la misma manera, dejaría de “ser”, para solo poder ser recordada.

Una idea escalofriante sin duda. Pero pensemos que nuestros ancestros, que no tenían la capacidad reflexiva que tenemos — o se supone deberíamos tener — en la actualidad: probablemente se manejaban por intuición y aceptaban este momento con naturalidad por el sólo hecho de vivir inmersos en un cosmos marcado por la transitoriedad de todas las cosas, y que los llevaba a asimilarse al resto de los seres. No obstante, la muerte como idea, parece resistirse a toda interpretación humana. Ocurre como parte de la naturaleza — la transitoriedad aparente — y sin embargo, nos lleva un supremo esfuerzo aceptarla.

— Sé que para ti no es lo mismo — comenta mi amigo con una sonrisa — para ti la muerte es algo bonito.

En realidad, no sé si la palabra sea “bonito”, pienso. Pero al menos si me provoca una curiosidad irremediable. No sólo se trata del hecho que la muerte es parte de la vida de una manera tan definitiva que es imposible definir una sin pensar en la otra, sino que además, asume un peso específico en nuestra comprensión de quiénes somos. Quizás por eso, siempre habrá dos maneras de entender a la muerte: desde la adoración y el temor. La vida que significa transformación, final y tránsito y avanza hacia una concepción de la mortalidad como parte de la belleza de lo nos sobrevive. Aún así, la muerte sigue siendo la muerte.

Una percepción clarísima de un destino universal, de un trayecto que todos recorreremos tarde o temprano.
Hará un par de días, leía un artículo sobre la necesidad de cuidados paliativos en pacientes terminales. El autor investigó en numerosos hospitales estadounidenses hasta concluir un hecho que por obvio, redunda: nuestra cultura ignora y trata de restar importancia el hecho físico y emocional de la muerte. No sólo ocultamos a quienes se encuentran en tránsito de agonía, sino que además, los cuidados que se prodigan a quienes están a punto de morir están destinados a evitar el sufrimiento físico, como si el mental no fuera también otra de las manifestaciones de esa suprema angustia de mortalidad que engendra la posibilidad cercana de fallecer.

— Creo que es necesario pensar en la muerte para asumir cuánta importancia tienes en lo que haces o no — le explico a mi amigo — la muerte es quizás la única idea que se resiste a toda explicación, a todo análisis formal y moral. Mueren los buenos y los malos, los héroes y los villanos. Los imprescindibles y los olvidados. Todos morimos.

Él no se toma bien el comentario. Noto como aumenta su nerviosismo, la manera como mis palabras parecen abrumarlo más de lo que puede admitir. Suspiro, un poco avergonzada.

— Oye, sé que para ti es dificil.
 — No entiendo como para ti es fácil — me responde.

Se suele decir que el hombre es uno de los pocos animales que puede y encuentra la muerte de manera consciente. Un nivel de racionalidad que los animales no puede alcanzar y que nos distingue en esa percepción de la muerte como elemento de la vida. O al menos, eso es la idea general. Proust solía decir que “la muerte ilumina la otra frontera de la vida, sus comienzos, el nacimiento.” En otras palabras la vida sólo existe porque aceptamos la muerte — y su posibilidad — y disfrutamos la vida a plenitud en contraposición. Una idea muy romántica sin duda, pero que resume esa percepción de la muerte como un concepto elemental para analizar los hilos que mueven nuestra conciencia.

Vivo en la ciudad más peligrosa del mundo. Cada fin de semana, asesinan a unos 100 ciudadanos en actos de violencia espontáneos, pasionales, de una simplicidad inusitada. Para mi, la muerte — y el riesgo de morir — no es una abstracción con la que deba lidiar de manera emocional, sino que me acompaña en todas partes. Cada día, la recuerdo como un riesgo, una amenaza cierta. Un pensamiento al borde de lo cotidiano que termina siendo abrumador.

Para la cultura hindú, esa cierta “supra conciencia” de la muerte suele definirse como una aceptación tardía de nuestros límites. Todo ser vivo morirá y “renacerá” como parte de la idea general de las cosas. Un pensamiento optimista que sin embargo, esconde ideas mucho más mórbidas sobre lo que ocurre al morir e inmediatamente después. Quizás ese sea el motivo por el cual para los indígenas norteamericanos sea necesario vestir al cadáver con ropa nueva y luego pintar su piel de rojo. La ropa celebra la vida que comienza y el color rojo, el regreso al útero esencial: la tierra. En el budismo Tibetano, el cuerpo se lava, se coloca en posición fetal y se envuelve en una tela blanca, de manera que la mente — o la conciencia — pueda abandonar la carne y elevarse en diferentes estratos de iluminación. Pero la carne queda por supuesto y esa identidad abstracta que se asume ineludible, sigue siendo una idea que nunca llega a resolverse con claridad. Para el Zoroastrismo incluso la percepción sobre la muerte es mucho más inquietante: el cuerpo es cubierto por una sábana blanca y se invoca a un “perro de cuatro ojos” para que se asegure que no quedan restos de vida. Una y otra vez, el pensamiento estructurado sobre la muerte admite que la única visión que puede idealizarse es el destino final del cadáver. Esa noción de ultima morada que suele ser tan desconcertante como dolorosa.

— La última vez que visité la tumba de mi padre, vomité nada más pisar el cementerio — me cuenta mi amigo con un suspiro cansado — no sé que me provoca una reacción física y emocional tan violenta, tan insoportable. Tan abrumadora. Pero es real. El miedo se transforma en una sensación de dolor. Sé que estoy vivo y por tanto, voy a morir.

La tanatofobia de mi amigo no es un caso único, aunque sí por supuesto, quizás uno muy fuerte. La psiquiatría moderna atribuye el pánico a la muerte a una idea concreta y meditada sobre el tránsito real el hecho que podemos morir. La muerte ocurrirá — antes o después — y el hombre debe lidiar con esa certeza. La pregunta es: ¿es capaz el hombre de poner en armonía este hecho con su sentimiento por la vida?
Mi padre me contó una vez que cuando asistió al sepelio de un querido amigo suyo en Nueva Orleans (EEUU), se sorprendió que el cortejo que acompañaba el féretro incluyera a una banda de instrumentos de cuerda y viento que tocaban himnos funerarios. Poco después de enterrar el cuerpo, la banda cambió de tono y comenzó a entonar alegres piezas de Jazz mientras la multitud de dolientes abandonaban el cementerio entre vítores. Cuando mi padre preguntó a uno de los parientes del fallecido que significaba todo aquello, el hombre le dedicó un guiño malicioso. “Recordamos que estamos vivos” explicó.
El escritor Stephen King suele decir que el temor a la muerte es el último monstruo debajo de la cama. Un terror del cual se reflexiona apenas pero que siempre existe ¿cómo pudo primero el hombre soportar el horror que la muerte le producía? ¿Cómo pudo usar ese terror como una herramienta para valorar la vida, construir ideas constructivas al respecto e incluso analizar la visión sobre su identidad a partir de esa percepción del final?

La antropóloga Margaret Mead escribió una vez que al principio, todos los dioses y diosas de los panteones primitivos estaban relacionados con la vida y con la muerte. Se trataba de una adoración al hecho físico y real dos manifestaciones que no podían explicar: Nadie entendía muy bien el principio que regía la vida — lo que hacía que una mujer se embarazara y diera a luz un bebé — o el que determinaba la muerte. Así que los Dioses — violentos, amantes, torturadores, extraordinarios — tenían la capacidad de dar vida y también la muerte como parte de su poder. A partir de allí, la evolución a divinidades que pudiera nacer o matar, pero jamás morir, fue una transición que reflejó las creencias y los temores culturales de una manera muy clara. Los monstruos — después llamados demonios — habían cambiado para transformarse en deidades ctónicas del destino, en las que la muerte y la vida conviven en una armonía primordial.

— Creo que precisamente por ese motivo me obsesiona la muerte: Me hace sentir muy viva — respondo con un suspiro. Mi amiga enarca una ceja incrédulo cuando me escucha — En serio: mientras más cercana es la posibilidad de la muerte, mucho más quiero vivir. Y quizás eso resume un viejo pensamiento humano.
En los funerales ghaneses se celebra la vida antes que la muerte. Y se hace justo por el pensamiento insistente que se trata de un tránsito necesario entre dos estados de conciencia que se complementan entre sí. Los féretros ghaneses tiene formas de objetos cotidianos y buscan asumir la percepción que la vida continúa a pesar de la desaparición física de quien muere. ¿Cuántas imágenes ha creado el ser humano para proyectar su idea de la muerte? ¿Cuantas cientos de ideas que no están directamente relacionadas con la vida y la muerte se entrecruzan para sostener la idea que tenemos sobre nuestra permanencia.

— ¿Cómo puedes pensar en la vida y la muerte al mismo tiempo? — protesta G. con una impaciencia muy cercana al pánico — Creo que se trata de una negación a lo que somos. El hombre busca la vida precisamente porque no quiere ni pensar en la muerte.

No necesariamente, pienso aunque no se lo digo. No sé por qué, su comentario me recuerda a la obra de Edgar Herzog, que dedicó una complicada y hermosa investigación sobre la figura de la muerte personificada y sus misteriosas implicaciones en nuestro cultura: Hel (la diosa de los muertos y del Mundo Subterráneo entre los escandinavos) y Calipso derivan de una misma raíz indoeuropea: kel(n), que significa “esconder (en la tierra)”. Los pueblos paleoasiáticos conocen un demonio, o demonios, Kalan, Kala (éste último con cara de perro) que personifican la muerte y la enfermedad. La diosa Hel es hermana del lobo Fenrir, aquél que se desatará hacia el fin de los tiempos, y tendrá un rol destacado en el combate entre los dioses y las fuerzas del Mal. Para empezar, devorará al sol.

También Jung teorizó sobre lo mismo: para el psiquiatra, incluso las costumbres más cotidianas de nuestra vida — como tener mascotas, sentir afinidad por nuestro animales de compañía, los símbolos que representan al bien y la lealtad en muchas culturas — están basados en ideas que rinden homenaje de una manera y otra, a la muerte. Con frecuencia, El perro y el lobo aparecen como un acompañante al más allá, muchas veces, un protector. Así, Anubis con cabeza de chacal es en realidad el portador de la resurrección, y en la creencia azteca un perro amarillo o rojo, Xolotl, trae de nuevo a la vida a los muertos que están en el más allá. En India, Siva, destructor y dios de la muerte, es llamado “señor de los perros”, aunque si profundizáramos en la figura de Siva veríamos que es relativa esa asociación. Virgilio dice en la Eneida que en realidad el perro de los infiernos Cerberos “es” la tierra que absorbe a los muertos.

Incluso en el mundo cristiano, el hecho de la muerte parece ser tan evidente como en culturas más antiguas. Desde el hecho que Cristo crucificado sea el símbolo de la transición de la vida y la muerte, hasta que la percepción del aspecto terrorífico de la muerte — y que incluye la promesa de la vida eterna y la resurrección — parece referirse de manera directa a la idea de esa percepción de la muerte como enemigo a vencer. Un pensamiento clásico que por siglos fue parte de todo tipo de religiones y creencias paganas.
— Pienso que es indispensable saber que podemos morir para comprender cuan necesario es apreciar cada momento que estamos vivos — digo y hasta a mi misma, la frase me suena a un inevitable cliché. Pero aún así, no puedo decirla de otra manera o analizarla de una forma más simple — vivo y quiero vivir porque es probable que sea la única trascendencia que pueda alcanzar. Que más allá de esta fugaz idea sobre la conciencia del ahora y el después, la muerte sea lo único seguro.

Mi amigo no responde y yo tampoco lo hago. Noto su terror y lo respeto y al mismo tiempo, siento un alivio indefinible hacia esa idea que analizamos, esa muerte ideal que ninguno de nosotros entiende en realidad. Y recuerdo esa insistencia de Margaret Mead al analizar la muerte. Para la antropóloga, la actitud de las tribus primitivas hacia lo desconocido — esa idea que se articula y cambia en una imagen de lo “otro”, la reacción a la ausencia — es tan natural como profunda. Como si esa percepción que tenemos de nuestro final — que pocas veces analizamos como un hecho real — dejara de ser tan importante como sus implicaciones. Esa mirada hacia la posibilidad de la incertidumbre, lo que no existe, el misterio supremo. La muerte velada, implacable que forma parte de nuestras vidas.

El velo que cubre el miedo más antiguo de todos, quizás.

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