sábado, 30 de septiembre de 2017

La danza de la Luna y otras historias de brujería.






Una vela para la historia del viento. Una vela para el canto del mar. Una vela para la Tierra fértil. Una vela para el fuego que crea y se eleva en la oscuridad. 


Con cuidado, mi abuela encendió una a una las velas que nos rodeaban. Asombrada, miré el circulo parpadear en medio de las sombras, radiante y cálido. Tuve una extraña sensación de reconocimiento, aunque con diez años cumplidos,  era la primera vez que me unía al circulo de la Luna Llena. Y sin embargo, la imagen del circulo parpadeante, con sus llamitas bailando en la penumbra llevaba mi nombre. Ese nombre enigmático que aún no me atrevía a pronunciar en voz alta, grabado a fuego en mi memoria. Me estremecí, emocionada y desconcertada, como si esa sensación fuera tan adulta que no podía comprenderla a cabalidad. Pero allí estaba: muy real y concisa. El circulo de la Luna Llena, esta vez invocado en mi nombre, para recibir a la bruja más joven de la familia que escucharía su voz.

Una rama de un árbol muy viejo, elevándose hacia el camino de las estrellas. 

Me quedé muy quieta, atemorizada de dar un paso, incluso de romper aquel exquisito silencio que parecía provenir de todos los rincones del jardin antipático de mi abuela. La luz de la luna se enredada entre las ramas de los árboles, salpicando con un resplandor plateado el aire de la noche. Durante meses, había leído todo lo que había podido sobre el ritual en el Libro de las Sombras de mi abuela y aún así, me asustaba estropear su belleza con mi torpeza de niña de rodillas rasguñadas, con esa inquietud mía que me hacia tropezarme con ideas filosas en más de una oportunidad. De manera que continué de pie, bajo la luna, con el viento revolviéndome el cabello, esperando. ¿El qué? realmente no lo sabía.

El viento reconoce tu nombre.

¿Qué clase de pensamiento es ese? pensé sobresaltada. Miré a mi abuela mientras colocaba con mucho cuidado los objetos que utilizaríamos durante el ritual. La oscuridad ondulaba a mi alrededor, olorosa y fresca, con esa matiz lozano del viento recién nacido que bajaba de la montaña. Aguardé, intentando recordar todo lo que había aprendido. Una vela para la esperanza...una vela...

La Tierra te acoge con amor.

La luz de la Luna se hizo más fuerte, más alta y su resplandor me rodeó en un instante radiante. Cerré los ojos y de pronto, sentí nitídamente la luz, como un aliento cálido a mi alrededor, envolviéndome. ¿Era el calor de las velas o en realidad había algo más allí, en ese silencio dulce y tan intimo? El jardín entero pareció suspirar, recibirme. El mundo giro un poco bajo mis pies desnudos y fui muy consciente del olor a vainilla de mi cabello, de la hierba húmeda que me sostenía. Cuando abrí de nuevo los ojos, el mundo pareció flotar a mi alrededor, ingrávido y tenue.

El fuego es tu nombre, hija de la Luna. Hoy, la historia de tu sangre, viene por ti. 

Me repregunté si ese extraño momento realmente había ocurrido. ¿Me lo había imaginado? Seguramente sí. Solía imaginarme cosas muy reales, como si existieran a partir de mi mente, nacieran en colores y formas con un mero esfuerzo de voluntad. Mi abuela me miraba,  con una de sus beatíficas sonrisas. Entiéndome, sin duda, con esa complicidad suya tan cálida que parecía abarcar el mundo.

- Todo esta bien mi niña, estamos en paz - dijo mi abuela en voz baja. Se sentó con gestos lentos sobre la hierba y con una seña, me invitó a acompañarla. A nuestro alrededor, las llamitas de las velas parecían parpadear, abrirse camino en la penumbra hacia un destello pequeñísimo, exquisito. Le obedecí, con el aire fresco de la montaña acariciándome las mejillas. Tuve una extraña sensación de tranquilidad, como si la noche púrpura y tachonada de estrellas, me envolviera en un suspiro maternal.

Había soñado muchas veces con esa noche. La había imaginado en cien formas distintas: la primera vez en que celebraría luna llena bajo el circulo de luz. Con los ojos de mi mente, había contemplado la cúpula azul añil de la noche extendiéndose sobre el mundo, con la Luna en plata elevándose en medio de ella, para recibirme en mi primer ritual. Imaginé también el olor de las velas de cera, el chisporroteo de la llamas en el silencio de la medianoche, rodeándome, en un susurro que parecería brotar de la tierra. Magia vieja, antigua, inolvidable. Era una imagen extraordinaria, infantil, carente de matices pero que yo asumía como real. Sería la primera vez que podría llamarme bruja, esa palabra misteriosa y exquisita que representaba tantas cosas en mi familia, que en mi mente, tenía la resonancia de una bendición.

Pero esa primera Luna Llena que celebré en mi vida, descubrí que todo era distinto a como lo había soñado. Y quizás, eso la hacia entrañable, intima. Inolvidable. El cielo de Caracas se alzaba en vertical, interminable con sus estrellas tristes y queridas. La linea verde recio del Ávila abarcaba el mundo y parecía bajar para rodearnos, envolvernos con su dulzura melancólica. Y las velas, algunas altas y serenas, otras pequeñitas y gordas, eran como pequeños fragmentos de luz en  la oscuridad. Le sonreí a mi abuela, con las manos aún húmedas de puro nerviosismo.

- Abuela, pero este no se parece a uno de tus grandes rituales - le dije - es todo más...chiquito.

Sin duda lo era. Mi abuela solía preparar celebraciones de Luna Llena extraordinarias, con manteles bordados de lunas y estrellas que le llevaba semanas terminar, vasos y copas de cristal, las dagas doradas de la familia. Pero en este círculo - mi primero círculo - todo era mucho más sencillo, pero no menos hermoso. Las velas parpadeaban en colores,  el pequeño mantel tenía un sol y una luna bordados de aspecto muy antiguo y los vasos y escudillas eran de arcilla, los preferidos de mi abuela. Pero su daga, esa gran pieza de orfebrería dorada y plata que siempre me había gustado tanto, estaba allí, cuidadosamente envuelta en servilletas de tela. El símbolo imperecedero de esa historia que nos unía, que ambas compartíamos y que esa noche, comenzaba a ser también, parte de mi futuro. Mi abuela me dedicó uno de sus guiños humorísticos, mientras bendecía el té y el pan que tomaríamos en nombre de la Diosa.

- La primera lección en la Brujería es que la magia no proviene de los objetos que utilizas, sino de la bruja que eleva las manos hacia la Luna - me explicó. Con cuidado, levantó un pequeño cuenco con miel y echó un poco sobre las hogazas de pan. El olor denso y delicioso de pan caliente lo lleno todo y lo aspiré, con la sensación que la noche se hacia rica en aromas y sensaciones, como si el mero hecho de encontrarme dentro del circulo de luz, agudizara mis sentidos. Miré entre fascinada y un poco desconcertada, los reflejos dorados que brillaban sobre el pan, como si su belleza fuera parte de la noche o mejor dicho, solo pudiera apreciarse realmente en la oscuridad.

- Pero ¿Y que es la magia entonces? - pregunté. Tomé el pan con miel que me extendía y le di un buen mordisco. El sabor se derramó en mi boca cálido y profundo - Si la magia está en la bruja ¿Qué es entonces?

- ¿Te gusta imaginarte cosas verdad mi niña? - dijo mi abuela - ¿te gusta leer y soñar despierta después, contemplando en mente lo que la página del libro te contó?

- Sí, ¡Me encanta! - me entusiasmé. Era mi cosa favorita del mundo. Me encantaba tenderme bajo el sol con un libro sobre las rodillas e imaginar un mundo fabuloso que rebasaba por mucho el real. ¡Y que extraordinario era esa plenitud radiante de un mundo creándose a partir de la palabra! ¡Era inmenso, sin limites! ¡No terminaba nunca, incluso cuando terminaba de leer la última página del libro! Algo de la historia siempre se quedaba conmigo. Iba a todas partes para perfumar el día, para hacer más bello lo que me rodeaba.  Masticando el pan con miel, intenté pensar como explicarle a mi abuela todas esas cosas - El mundo nace de la página de un libro como el árbol  de la Tierra.

Mi abuela sonrío al escucharme. Una sonrisa muy ancha y feliz. Su rostro arrugado se llenó de una expresión de paz tan hermosa que la miré atontada, como si no pudiera reconocerla. Decidí que bajo la luz de la Luna, todo tenía un aspecto distinto. Todo era más más fuerte, más denso, más colorido. Me gusto esa idea: me imaginé a la Madre Luna danzando en la oscuridad, las muñecas sobre la cabeza y brindando al mundo ese brillo sutil del sueño.

- Ese poder mi niña, es la magia. Esa necesidad de construir el mundo a tu medida, ese sueño de libertar, de imaginar, de crecer. Eres semilla fértil de un mundo de ideas, eres árbol Joven de un bosque recio y antiguo. Eres el rostro más joven de una larga herencia - dijo entonces mi abuela. Me extendió el vaso con té y lo bendijo en voz alta. Palabras tan antiguas que me provocaron escalofríos en la noche. ¿Cuantas brujas las habían repetido antes? ¿Cuantas veces lo había hecho una anciana de cabello blanco para su pequeña nieta en un ciclo interminable? La luz de la Luna en mis manos, Diosa Madre. Que canta y danza en mi voz. Soy tu hija, quien sueña y aspira. La esperanza renace en mi espíritu y en mi necesidad de creación. ¿Cuantas veces los árboles habrían escuchado esa canción diminuta, sutil, enredándose entre sus ramas? La noche pareció sonreír cuando las repetí en voz baja. ¿Me reconocen verdad? quise decir ¿Escuchan de nuevo mi invocación?

- Pero...¿Por qué yo? - dije de pronto. Temí ser irrespetuosa, con la luz, con la Luna, con la Dama Misteriosa que llamamos Diosa, incluso con abuela. Pero no había podido contenerme - ¿Por qué no todas las mujeres del mundo levantan los brazos para cantar a la Luna? ¿No deberían?

- ¡Lo hacen mi niña querida! - mi abuela rio a carcajadas, con esa risa suya con olor a tierra nueva, a hierba viva - ¡Lo hacen! Aunque no lo sepan, cada mujer escucha el canto del viento, los brazos en alto, el espíritu atento! La mujer que escucha cuida a su bebé, apretado junto a pecho y reconoce el divino lenguaje que le une a su bebé. La mujer que canta, que crea, que pinta. La mujer que construye su propio camino, la mujer que sueña, que lucha, que se esfuerza. La mujer que ríe, que sacude el cabello bajo la luna, la que grita su nombre al mar.

Parpadeé asombrada y maravilla. Y es que por un momento, imaginé a todas esas mujeres desconocidas, unidas a mi a través de la noche, como si el mundo se abriera como una flor extraordinaria bajo la luz de la Luna. Esa herencia de lo femenino, de la Tierra fértil viva, tan viva donde la creatividad, la imaginación, la esperanza se elevaba para saludar y cuidar del espíritu de cada una de ellas. Lo vi con tanta claridad que sentí esa conexión  definitiva, enorme y profunda no sólo con la noche llena de promesas sino con el futuro, con la mujer que sería, la deseaba ser. Me imaginé con claridad: ella, la joven de rostro fresco y pálido y cabello en desorden que recorrería el mundo para encontrar la palabra perdida, para construir un deseo en imágenes. Los ojos se me llenaron de lágrimas y cuando mi abuela me tomó de las manos, no las disimulé.

- Cada noche, cada día, la esperanza vuelve a nacer en todos nosotros - dijo. Me apretó contra su pecho, me beso en la frente, me acarició el cabello - La brujería es esa convicción que el pasado y el futuro se crean a partir del camino que creamos cada día. En esa brillante linea que nos une a quienes fuimos y a quienes seremos. Y habrá, mi niña, cien promesas para ti, una cada noche y cada día. Y mil rostros de ti misma que comprender y que mirar. Y siempre habrá un momento para mirar dentro de ti misma y pensar que el brillo de la Luna, vive en ti.

El circulo pareció brillar a mi alrededor, hacerse enorme, infinito. Entendí entonces, que estamos unidos por una historia interminable, que forma parte de cada uno de nosotros. Que el circulo de velas, con su sencillez y su ternura, simbolizaba ese eterno caminar, esa visión del ayer y del ahora, en un solo lugar, bajo un mismo cielo. Claro que, era muy niña para pensar en términos tan complejos, muy inocente quizás para comprender el verdadero valor de esa idea trascendental. Pero si supe, desde entonces, sentada en la Tierra nudosa y fresca del jardín de mi abuela - la sabia, la bruja - que el poder de cada idea, que la belleza de cada pensamiento reside en su capacidad para crear un Universo, para mirar el mundo con esperanza, para soñar con el poder de construir lo que deseamos, quienes seremos. Que pequeño secreto ese, pensé contemplando la Luna pendular sobre mi Caracas querida, ese el de conocer el poder que habita en el silencio de cada uno de nosotros, el que se eleva más allá de todo límite. La sonrisa misteriosa. La huella de las estrellas, en cada uno de nosotros.

Una vela para palabra. Una vela para cada sueño. Una vela para cada esperanza, que nace y se renueva en mí.

Y me miro, la mujer que soy de rostro pálido y cabello alborotado, de pie frente al circulo de luz y que aún recuerda esa pequeña lección de la niña que fui. Porque cada estrella tiene un nombre, cada vela un sentido y quizás, cada bruja una esperanza.

El sueño de todas las noches de Luna Llena, en mí.

Así sea.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Desnudos, provocación y una dosis de intelectualidad postmoderna: Las diez entrevistas icónicas de la Revista Playboy.





Se suele decir que los medios de comunicación y las herramientas de difusión de la información, son el mejor reflejo de su época. Y lo son por mostrar sus contradicciones y posiblemente, sus puntos más complejos. Por ese motivo, a la revista Playboy se le conoce sobre todo por sus portadas de desnudos y sus famosas páginas centrales, en las que la moral norteamericana encontró una respuesta inmediata y directa a los ideales morales de la postguerra. No obstante, más allá de la envoltura provocativa, Playboy también fue el espacio ideal para la publicación de literatura alternativa durante una época en la que las opciones editoriales eran pocas y restrictivas. Poco a poco, la revista se convirtió en una platea para no sólo la difusión de material literario de enorme importancia histórica sino también, el espacio predilecto de escritores y todo tipo de creadores de renombre para brindar entrevistas de corte íntimo de enorme valor histórico. El resultado es una mirada al mundo literario de casi seis décadas desde una perspectiva única pero sobre todo, una asombrosa colección de historias y reflejos de la sociedad norteamericana desde un original punto de vista. Desde su peculiar perspectiva, Playboy logró reunir a los principales figuras del mundo intelectual norteamericano y abrir las puertas a una segunda revolución a la sombra de la polémica: la del debate de ideas a un estrato por completo nuevo, en medio de una mezcla de enorme valor creativo e histórico.

Por supuesto, que se trató de un movimiento medido y analizado desde la posibilidad que el sustrato cultural brindara una nueva dimensión a una revista nacida del escándalo. Para 1954, la revista ya había llevado un primer experimento exitoso sobre el particular: entre marzo y mayo de 1954, la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury había sido publicada por entregas en la revista, con un éxito considerable de crítica y también de ventas. El experimento resultó tan redituable (el tiraje de la revista aumentó casi al doble y despertó el interés de todo el mundillo literario estadounidense) que Hefner decidió plantearse la posibilidad de crear un espacio específicamente literario entre las fotografías provocadores, un golpe de efecto que llevó a la revista a un nuevo estrato creativo. En 1956, Hefner contrató a Auguste Comte Spectorsky como editor de la revista y también curador de contenido literario. La primera decisión de Spectorovsky fue la de reclutar como “play patner” a lo más granado del mundo literario estadounidense, una labor ímproba e incómoda que le llevó años completar. Para los últimos años de la década de los cincuenta, el velo del escándalo de la revista era tan notorio como para preocupar a la mayoría de los autores invitados a colaborar. Aún así, varios nombres de considerable importancia como Margaret Atwood, Truman Capote y Joyce Carol Oates decidieron unirse al experimento literario y prestar sus plumas y voces para las secciones más densas de la revista. El resultado fue una asombrosa combinación de análisis literario de alto calibre que brindó un renovado peso a Playboy como publicación y la convirtió, en un extraño híbrido entre la polémica superficial y la reflexión de la época que trataba de recrear y también transformar a golpe de provocación.

De pronto, Playboy se convirtió en un espacio sofisticado que más allá de la inevitable polémica, ofrecía una discusión de altura para un tipo de noción literaria muy cercana a la profundidad académica. La combinación creó una extraña visión sobre negocios, marca y divulgación intelectual que Hefner llevó a un curioso extremo al incluir fotografías cada vez más escandalosas (en más de una ocasión, tuvo que enfrentar demandas y acusaciones de organizaciones puritanas) al tiempo que también publicaba relatos de Kurt Vonnegut, reportajes de Ernest Hemingway, artículo de Henry Miller y toda una pléyade de asombrosos recursos literarios que transformaron a la revista — hasta entonces considerada inmoral e incluso inmoral — en un material de discusión de sofisticada factura. Todo en un formato barato y accesible, que convertían al lector promedio en un testigo involuntario de su tiempo. Hefner logró convertir a su revista no sólo en un símbolo de una extraña revolución moral sino también en una visión renovada sobre la curiosidad intelectual.
A través de las décadas, buena parte del mundo editorial norteamericano y también mundial, ha formado parte de las ediciones más peculiares e importantes de Playboy. La combinación creó un placer irreverente en la narración para todo tipo de autores que a través de las décadas, brindaron sentido e identidad a toda una nueva época literaria.

¿Y quienes han sido los principales protagonistas de esta revolución literaria desde la polémica? Quizás los siguientes:

Gabriel Gabriel Marquez: (Puedes leer la entrevista aquí)
En 1971, el autor publicó en la revista el conocido cuento “Ahogado más hermoso del mundo”, que causó revuelo entre los lectores y sorprendió por su extrañísima combinación de fatalismo latinoamericano y narración en estado puro. En 1981 fue entrevistado para la revista por la periodista Claudia Dreifus, escritora estrella de the New York Times. La entrevista fue publicada en la edición 51 de la revista — en febrero de 1983 — y a lo largo de 18 páginas, Gabriel García Márquez habla no sólo sobre sus orígenes y pininos como autor, sino sus influencias y referencias inmediatas, temas que hasta entonces habían sido debate — e incluso controversia — al momento de analizar la obra del autor. Además, García Márquez habló por primera vez sobre sus opiniones sobre la guerra fría, el enfrentamiento de Estados Unidos y Rusia, su visión sobre el conflicto Colombiano e incluso, su controversial amistad con el dictador Fidel Castro. La entrevista se convirtió de inmediato en un suceso y abrió las puertas para otros autores del continente a las páginas de Playboy.

Roald Dahl: (Puedes leer sobre los cuentos adultos del escritor aquí)
En el año 1959 comenzó la colaboración entre Dahl y la revista, gracias a la cual el autor pudo demostrar su talento para el relato adulto y delinear las primeras a uno de sus personajes más conocidos, el tío Oswald Hendrycks Cornelius. También en las páginas de la revista, publicó entre 1958 y 1974 relatos de corte maduro y siniestro como “Un buen hijo” (conocido también como Génesis y catástrofe), El visitante (de un alto y ambiguo contenido erótico) , El último acto y El gran cambiazo. Para Dahl, conocido esencialmente por su obra infantil (que incluye ‘Charlie y la fábrica de chocolate’, ‘Matilda’ y ‘El Fantástico Sr. Zorro’) Playboy fue una manera de explotar su vertiente menos conocida y apuntalar su fama y reconocimiento como autor integral.

Ian Fleming: (Puedes leer la entrevista aquí)
Ian Fleming publicó en varias ediciones de ‘Playboy’ historias de James Bond, personaje que le hizo mundialmente famoso. Pero no se trató sólo de una colaboración natural entre un símbolo de la nueva masculinidad de la época y la revista que parecía reflejar como una idea muy clara, sino además, una visión precisa sobre los cánones que caracterizaban a la publicación. Para “Playboy” Fleming escribió relatos en los que James Bond encarnaba el tipo de masculinidad que celebraba la revista — y de alguna manera el héroe literario encarnaba — y además, fue entrevistado en diciembre de 1964 en una larga conversación en la que el escritor habló no sólo de sus orígenes — “Fui un chico tímido con un alter ego voraz, llegaría a decir — sino sus aspiraciones como autor. Toda una rareza para el muy privado escritor, que hasta entonces había sido muy renuente a hablar sobre su vida personal y literaria.

Jack Kerouac: (puedes leer y oír la entrevista aquí)
En 1954, Jack Kerouac publicó en la revista el relato “Antes del camino”, considerada la precuela de su obra más famosa “ En el camino’. También brindó a la revista una interesante entrevista en que la que puntualiza que casi todos sus libros tienen una relación directa con la única pregunta existencialista que le atormenta: ¿Qué debo hacer para estar a salvo? Es en esta larga conversación con un periodista anónimo, que Kerouac analiza su visión sobre sus profundas inquietudes espirituales y señala que espera que “Dios le muestre su rostro”, lo que señaló era el principio de todo lo que buscaba la generación Beat. La entrevista continúa considerándose una rara muestra sobre la belleza, la complejidad y el dolor que identificó a la obra literaria de Kerouac.

Truman Capote: ( Puedes leer la entrevista aquí)
“Al principio, Capote, con sus exóticas vestimentas europeas y su voz aguda, era visto de reojo por los residentes locales, quienes a menudo exigían ver sus escasas credenciales -una carta de recomendación del presidente de la Universidad Estatal de Kansas y un pasaporte estadounidense estropeado con visas para más de 30 naciones — para creer en sus buenas intenciones”. Con este corto párrafo, la revista Playboy no sólo resume el extraño tránsito hacia la fama de un jovencísimo Truman Capote en busca de la consagración definitiva sino también, su especulación sobre la violencia y los dolores culturales. A mitad de camino entre el desparpajo y una genuina necesidad de comprender a la Norteamérica profunda, Truman Capote mostró en Playboy la ingenuidad de un joven escritor en combinación de un hombre cruel y frío en busca del sentido del horror invisible en medio de lo cotidiano. Para Capote — obsesionado por la fama, abrumado por la posibilidad de tenerla — se mostró en Playboy profundamente entristecido por la soledad del temor individual, toda una rareza para la época. Además de la antológica entrevista, Truman Capote escribió en 1984 el ensayo “Recordando a Tennessee” en honor Tennessee Williams.

Margaret Atwood (Puedes leer un análisis pormenorizado del cuento aquí)
Para desconcierto de cientos de grupos feministas, Margaret Atwood aceptó publicar en Playboy y no sólo lo hizo sino que además, le brindó la exclusividad de uno de sus cuentos más extraños y debatidos “The Bog Man”, una extrañísima visión sobre la masculinidad, el amor y la belleza que sorprendió por su profundidad psicológica. Además, Atwood asumió el reto de escribir para Playboy dentro de una perspectiva neutra: su cuento no sólo carece de cualquier ideología de género sino que además, elabora toda una singular visión sobre las emociones colectivas. Todo un triunfo de la imaginación.


Arthur C. Clarke: (Puedes leer la entrevista aquí)
El icono de la Ciencia Ficción publicó una una serie de cuentos cortos en la revista, en los que analizó el futuro desde una curiosa perspectiva basada en el miedo al control político y moral. Más sorprendente resultó la entrevista publicada en Julio de 1986, en la que no sólo habló sobre viajes especiales, la realidad virtual, la incertidumbre del futuro e incluso, la teorías sobre robots futuristas sino también sobre su “experiencia bisexual” a la que catalogó como capital en su vida y en su forma de ver el mundo. “Todo el mundo debería atravesar alguna vez” insistió.

La entrevista de Alex Haley (autor del libro “Raíces” ) a Martin Luther King, Jr. en el año 1965. (Puedes leer la entrevista aquí)
Se trató quizás de una de las entrevistas más asombrosas y emotivas publicadas por la revista: King contó a Haley la primera vez que recordó haber sido víctima del racismo ( y por curioso que parezca, se trató de una experiencia similar a la vivida por Rosa Parks que más tarde provocaría un Boicot de autobuses) además de reflexionar sobre los derechos civiles y los dolores colectivos del racismo en EEUU. Una pieza histórica de enorme relevancia social.

Kurt Vonnegut (puedes leer la entrevista aquí)
Fue en Playboy donde se publicó por primera vez un extracto de la colección póstuma de Kurt Vonnegut: se trata de una recopilación de cuentos nuevos, una carta del autor a sus familiares durante su Segunda Guerra Mundial, dibujos e incluso, un discurso escrito antes de su muerte. También incluye una entrevista para la Revista, que asombra por su sinceridad e ingenuidad.

Marshall McLuhan (Puedes leer la entrevista aquí)
Se trata de una pieza periodística única, llena de conceptos extraordinarios sobre la incertidumbre del futuro, los medios de difusión y la visión sobre el bien y el mal divulgativo, analizados a través de la visión del filósofo Marshall McLuhan. El autor además explora cómo el hecho de la tecnología ha transformado el paisaje y la visión de los medios americanos, ponderando sobre la crítica como elemento “unidimensional” para comprender el tiempo y el espacio creativo en medio de la difusión de la información. Un ensayo que asombra por su poder para analizar el futuro de la comunicación y sus posibles consecuencias.

Con la llegada de la virtualidad — sus implicaciones y la fragmentación del mercado del cual dependía Playboy como comunicación — y sobre todo, con la muerte de Hugh Hefner resulta complicado que la revista pueda revivir sus días de gloria pero sobre todo, continuar siendo el ícono de cierto estrato intelectual estadounidense. Con todo, la extraordinaria historia que lleva a cuestas y que reflejó los cambios y transformaciones de la revista hacia cierta toma de conciencia de la identidad colectiva, continuarán siendo su mayor legado. En medio del debate sobre la moral incierta de nuestra época, el desparpajo de Playboy continúa siendo un epítome para la comprensión de la identidad sexual y moral actual. Y por supuesto, todavía habrá la escritura. Un debate académico de una singular importancia intelectual.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Sexo, época y una habitación privada: Una breve historia de cómo Playboy y Hugh Hefner cambiaron al mundo para siempre.






Hace unos años, la filósofa Beatriz Preciado — experta en la llamada “política del cuerpo” y autora del magnífico ensayo “Pornotopía” — ponderó la forma en que Hefner revolucionó la sexualidad y la arquitectura cultural estadounidense durante la Guerra Fría. Además de eso, reflexionó sobre el poder del sexo — como símbolo y alegoría social — en medio de las décadas que transformaron la historia reciente de Estados Unidos de Norteamérica. Para Preciado, Hefner fue un visionario, no sólo por la manera en que reconstruyó la moral y otorgó un valor profundamente existencialista a la posibilidad de lo sexual, sino por el hecho de convertir a la pornografía en una cultura de masas. Pero además de eso, usó el señuelo del sexo — que vende y es irresistible para la psiquis colectiva — para mostrar una forma sofisticada de comprender el hedonismo. Para Hefner no se trató sólo de analizar el tiempo y la época que le tocó vivir desde una perspectiva de poder — la capacidad adquisitiva, el cuerpo desnudo como metáfora, el hecho cierto del sexo como vehículo único de placer — sino que además, modeló a un nuevo tipo de hombre: el perfecto soltero consagrado a una vida de ocio y consumo orgiásticos. A la distancia, Hefner creó una precisión sobre lo ético rayano en lo sensual y ese es quizás, su mayor logro.

Recuerdo todo lo anterior mientras leo con tristeza la noticia de su muerte. La nota no específica mayor cosa y sólo anuncia que murió de “manera pacífica”. Pero no puedo evitar imaginar al hombre de batín de seda color vino tinto, deambulando por una mansión convertida en fantasía sexual mundial, sonriendo por última vez a la vida. O despidiéndose quizás, de la noción sobre el bien y el mal que ayudó a reelaborar. Una contradicción que sustenta el mito y que sin duda, será la forma en cómo se le recordará en el futuro.

La otra habitación:
Para bien o para mal, Hefner se apropió del concepto del cuarto “privado” de Virginia Woolf como centro creativo y emancipación de los derechos personales para transformarlo en otra cosa. De pronto, el hombre soltero norteamericano (que hasta entonces, había sido una especie de tránsito perenne hacia el padre de familia y sobre todo, hacia una figura de autoridad definida a través de su estatus civil) se convirtió en algo más. Con Playboy — y su percepción sobre la belleza, el sexo puro y duro pero sobre todo, la cualidad de lo sensual como una forma de poder — Hugh Hefner creó toda una percepción novedosa sobre la identidad del hombre y elaboró una idea más profunda sobre su búsqueda de individualidad. Un hábitat natural que celebraba al hombre sin ataduras, sin responsabilidades directas, que concebía su vida y su forma de mirar el mundo, desde una cierta libertad ambivalente que desconcertó a una generación de postguerra, convencida del deber moral. Pero Hugh fue mucho más de eso: convirtió al norteamericano promedio, en una nueva versión de patrones estéticos y éticos elaborados a partir de una independencia de pensamiento muy cercano a lo provocador. Un seductor misterioso, inquietante y sofisticado, capaz de apreciar la buena literatura y la buena música, pero también un amante erótico y poderoso. La combinación de ambas cosas no sólo brindó sentido al concepto de Playboy como marca, sino que además, sustentó esa nueva comprensión sobre el público que consumía una inédita versión sobre el sexo como hecho consumible. Con un algo tan sencillo como forjar una identidad erótica poderosa, Hugh Hefner cambió al mundo.

Por supuesto, toda visión sobre el nuevo hombre y el objeto sexual como hecho extraordinario, fue clave y necesaria en la liberación sexual de una época aplastada por el dogma moral de los muy severos años ’50. Para Hefner, la percepción sobre el sexo era muy gráfica, directa y sobre todo, profundamente idealizada sobre la fantasía masculina, lo convirtió a la publicación en una especie de icono de lo clandestino y lo marginal. Con todo, la revista se convirtió en un medio de divulgación de enorme importancia para un tipo de lenguaje que desconcertó por su cualidad provocativa y poderosa. Una noción sobre el poder de lo erótico como fenómeno cultural pero sobre todo, expresión de individualidad que sigue vigente hasta hoy.
Sin duda, Hefner — el hombre y el Playboy — eran una única marca, mezcladas y construidas a la medida de un mercadeo muy específico pero sobre todo, analizadas bajo la tutela de una idea creciente sobre el poder del escándalo. Hugh Hefner se enfrentó a la intolerancia moral más amplia y también, a la ridiculización de la imagen masculina a través de cierta percepción infantil que Playboy destruyó con un sólo golpe de efecto. Para Hefner, la búsqueda de una versión de la realidad independiente a la percepción de una moral ascética y dura, se convirtió en una forma de elaborar todo un nuevo parámetro sobre la lujuria y lo erótico como mensaje público. Hefner creó su propia producción y puesta en escena como obra cumbre de una percepción extraordinaria sobre el sexo, lo sensual y la liberación del tabú. Un legado que le trasciende y sin duda, por el que será recordado como elemento elemental para comprender las últimas décadas del siglo pasado. Hefner no sólo exorcizó el puritanismo estadounidense de los medios de difusión masiva, sino que abogó por una comprensión de lo sexual como parte esencial del espíritu de una nueva Era.

El imposible teorema de lo sensual y lo intelectual.
En 1960, Arthur C. Clarke escribió en un artículo en la revista Playboy que “la tecnología ha cambiado y cambiará radicalmente nuestras vidas”. Por supuesto, el escritor se refería a sus profecías literarias, que ya por entonces anunciaban un vasto mundo de avances científicos que con toda probabilidad, convertirían la vida como se conocía entonces, en algo más. ¿Qué era el algo más? Durante una época rebelde como los tempranos sesenta, la promesa parecía llena de posibilidades. Y sin embargo, Clarke no podía imaginar en realidad los alcances de esa ráfaga de transformaciones que anunciaba. Lo que esperaba en escasas décadas para convertir el futuro en algo más que un sueño de la Ciencia Ficción.

Resulta curioso que el vaticinio estuviera incluido en una revista que para entonces, estaba llamada a sacudir aspectos vitales de la cultura a un nivel que todavía no estaba del todo claro. Una publicación que desde el escándalo había logrado sacudir la moral intelectual y formal de una sociedad tradicional como la de EE UU por el simple método de la provocación. ¿Qué era lo que realmente veía el padre de 2001, una Odisea en el espacio al señalar las posibles revoluciones de las décadas siguientes desde una revista como Playboy? ¿Y qué puede significar ahora, cuando su vaticinio no sólo se cumplió sino haciéndolo, destruyó el potencial de polémica que sostuvo a la Revista durante décadas? Asombra la ironía de una profecía que no fue concebida para serlo y sus implicaciones. Pero aún más, el hecho que Clarke — con toda seguridad sin saberlo — señaló el capítulo final de lo que fue hasta hace poco, una noción cultural sobre la moralidad, los prejuicios y la hipocresía hacia lo erótico.

Porque Hugh Hefner, padre del concepto Playboy — y quizá, una versión edulcorada y mucho más cerebral del celebérrimo Marqués de Sade y su capacidad para combinar lo sexual con cierto pragmatismo — comprendió recién que el tiempo para el escándalo — al menos de la manera como Playboy lo concibe — había terminado. Como si la frase de Clarke tomara sentido de la manera más sorprendente, Hefner declaró lo esencial que mantenía con cierta vitalidad a su creación, ya no tenía razón de ser. No más mujeres desnudas en la portada, mucho menos en la página central. El final de una época pero también de una propuesta sobre lo erótico que sacude ciertos cimientos sobre lo que creemos esencial en nuestra mirada cultural sobre el sexo. Para sorpresa y quizás tristeza de una buena cantidad de seguidores y lectores, Hefner se encontró de frente con el futuro. Con el esa nueva mirada contemporánea sobre la sexualidad, Internet y la muerte de la mujer idealizada por lo erótico — o al menos, su progresiva desaparición — convirtieron a la revista en un objeto caduco, vacío y la mayoría de las veces, una reliquia de una lucha contra los tabúes que como bien apuntó Hefner “se luchó y se ganó”. De manera que a Playboy no la venció la pacatería o la pudibundez, sino el mismo fenómeno que ayudó a crear: esa absoluta destrucción del límite moral y ese señuelo de piel y erótico hacia algo más profundo que la simple desnudez aparente.
Todo un juego de espejos donde Hefner ha tenido la sabiduría de abandonar antes que Playboy pudiera morir por ignominioso olvido, un pensamiento lamentable si se analiza su impacto cultural en retrospectiva. Como veterano en el juego de la manipulación, para Hefner debió ser más que evidente el cebo sexual que siempre pareció arrastrar al lector de Playboy a algo más que un paraíso de mujeres desnudas, había terminado. Atrás quedaron las viejas glorias, la literatura de vanguardia confundida entre lo erótico sin cortapisas que convirtió a Playboy en algo más que la lectura prohibida sino también, en el lugar donde lo audaz parecía transformarse también en una opinión intelectual.

Playboy fue una combinación de tantas ideas con tantas implicaciones distintas, que su muerte — o su lenta agonía, como se quiera interpretar — resulta lamentable para cualquiera mínimamente interesado en la evolución de la cultura pop. Después de todo, fue Playboy quien abrió sus páginas para Ernest Hemingway, la maldición de la generación Beat — que sin el impulso de Playboy tal vez carecería de su brillo y trascendencia — , y toda una revisión de lo que la literatura fue durante una época rutilante donde todo parecía novedoso. Todo, mientras escandalizaba con sexo adolescente, con una colección de portadas que ofendieron y decantaron a la sociedad norteamericana en dos bandos: los lectores de Playboy y quienes querían leerla. Enfrentando al puritanismo desde lo básico, Hefner supo manejar no sólo el medio sino el mensaje y construyó un público heterogéneo que convirtió a la revista en un curioso objeto del deseo. No sólo se trató de la sustanciosa combinación de descaro y sexo, que por otro lado siempre ha funcionado muy bien durante toda la historia, sino además, de convertir el sexo en un producto deseable. En una noción intelectual.

La revista usó a partes iguales esa percepción del sexo como elemento inevitable. El sexo adolescente, caliente, sin tapujos. La mujer deseable y convertida en objeto para la lujuria. Pero más allá de eso, Playboy capturó la imaginación de toda una generación convirtiéndose en pecado, en una tentación, en esa brecha de lo prohibido que siempre parece ser tan deseable como inevitable. Pero Hefner no se conformó sólo con captar la atención de esa amplia brecha de público que de inmediato captó gracias a lo obvio, sino a la otra que logró atraer con la promesa de la provocación desde otra perspectiva. Rompiendo records de publicación — llegó a alcanzar un tiraje de 7 millones de ejemplares durante los años setenta — Playboy también meditó sobre la sociedad siendo también un producto disfrutable. Hefner sabía a dónde apuntar y lo hizo con un pulso impecable. La provocación bajo los desnudos incluyó un replanteamiento editorial que transformó la percepción sobre lo publicable en un país conocido por su devoción por las elites. Incluyó relatos de un novel Truman Capote — que ya por entonces se debatía con los fantasmas de la fama — , una columna de Marshall McLuhan (que debió sentirse fascinado por el alcance de una revista cuya venta estaba prohibida en la mayoría de los estanquillos públicos) e incluso se tomó el atrevimiento de rozar el esnobismo académico incluyendo poemas de Goethe en su versión inglés. La revista se transformó en una joya intelectual, se replanteó como una brecha en un país acostumbrado al secretismo del sexo y afrontó el puritanismo no sólo desde el desnudo sino también, desde el arma intelectual de la nueva vanguardia literaria estadounidense.

Hefner supo jugar con sus piezas con enorme cuidado y habilidad. Hijo de un ambiente ultracristiano, el editor tenía muy claro cuales eran los límites que debía romper pero sobre todo, qué debía desafiar para abarcar no sólo un nuevo mercado, sino construir una nueva versión del hombre que consume pornografía pero también es capaz de debatir sobre sus intereses a pesar de eso. En una sociedad de negros y blancos como la Norteamericana en el año 1953 — fecha de la creación de la revista — , el nacimiento de Playboy no sólo pulverizó la remilgada moral imperante sino que dio un decidido empuje a la revolución sexual de la década siguiente. Ya por entonces, Estados Unidos miraba con asombro las polémicas de una Europa que comenzaba a reconstruirse tras una larguísima posguerra y cuya cultura parecía atravesar un rápido trayecto hacia la liberación de viejos tabúes. Es entonces cuando Hefner elaboró una Revolución sexual a su medida, de hombres para los hombres y sobre todo, bajo una mirada masculina. A pesar de sus escarceos con el feminismo recién nacido, Hefner supo crear y mantener esa premisa de lo deseable y usó el cuerpo femenino — en la acepción más cruda del termino — como punta de lanza de una lucha que tenía por único objetivo una mirada renovada sobre el sexo. Entre escándalo y escándalo, Hefner supo encontrar el equilibrio entre lo primitivo — sexo por el sexo — y algo más profundo que quizás aseguró el éxito rotundo de la revista.
La apuesta de Hefner fue alta: no sólo se planteó la idea de vender y comercializar el sexo como comercialmente accesible, sino en sus palabras componer una “una filosofía y un modo de entender la vida”, que parecía muy relacionada con una generación que comenzaba a despertar de la pudibundez restrictiva de los años 50 y a luchar contra ella. Maniobrando entre la censura, las presiones del poder, el hecho práctico que el sexo duro y puro siempre ha sido marginado por la cultura, encontró una línea de pensamiento que de alguna forma, legitimizó su experimento editorial. Hefner construyó una idea de la masculinidad que no sólo buscaba la gratificación inmediata — y podía obtenerla — sino que pensaba. Los lectores de Playboy, podían catalogarse así mismo como cultos. Como hombres que además de disfrutar de la chica de portada — y lo hacían — también podían comprender los intrincados análisis culturales que la revista incluía. En otras palabras, brindó una excusa al lector y transformó las relaciones entre el sexo y algo más sustancioso en algo por completo válido: El hombre amante del Playboy leía además de ver. Lo demás, es historia: En 1972 la publicación llegó a 7 millones de revistas. Y la industrias basada en el concepto se convirtió en una fuente de ingentes beneficios en si misma.

Pero Hefner quizá jamás previó que el futuro que Clarke vaticinó llegaría no en la forma de tecnología directa, sino en una ruptura con viejos esquemas que transformó la sensibilidad, la connotación de lo sexual y sobre todo, esa mirada exclusiva que logró mantener por sus casi cuarenta años de fructífera existencia editorial. Lo prohibido se transformó, el sexo se trivializó y perdió el misterio sutil que lo hacía mercadeable. El desnudo ya no sorprende ni mucho menos escandaliza y de pronto Playboy, con toda su carga de rebeldía implícita, dejó de tener sentido. Incluso, sus portadas, que en otros tiempos provocaron debates y enfrentamientos, se convirtieron en objetos románticos sin mayor trascendencia. La desnudez que Hefner sacó de la oscuridad terminó por transformarse en su peor enemiga.

Porque la revolución que dio pie Playboy no sólo rebasó las expectativas sino que se convirtió en el principal problema al que tuvo que enfrentarse. ¿Qué podía ofrecer Playboy a una generación para quien el sexo es algo tan normalizado que no despierta el menor interés real? El morbo que Playboy siempre supo manejar con tanta habilidad se desplomó ante un monstruo inmanejable: una revolución sexual donde no existen los límites. O que sólo existen para demostrar que tan rápido pueden romperse.

En los tiempos de Internet, los smartphone, las conexiones ultra rápidas, el sexo dejó de ser tabú e incluso un objeto de deseo. Se encuentra tan alcance de la mano que resulta casi inocente suponer que pueda ocasionar trasnochos morales, debates éticos e incluso, sorprender. Mucho más el erotismo, la sutileza y la belleza edulcorada de Playboy que ahora mismo resulta conmovedora. Para la pornografía actual, accesible, descarnada, explícita a niveles de crudeza inaudita, Playboy resulta una reliquia incomprensible.

Veterano de mil batallas, Hefner lo supo incluso antes que su mercado. Se retira del ruedo aún con un tiraje cercano al millón de copias y aún, con algunas reminiscencias de sus antiguo brillo. Quizás por ese motivo, se trata de la muerte de una época, de la caída del último velo de lo que hasta ahora, fue el símbolo de una revolución que abandonó los estanquillos para alcanzar lo doméstico. De la definitiva despedida de una batalla cuyo triunfo condenó al olvido su principal héroe, ahora reconvertido en un mártir de ocasión.

Con la muerte de Hugh Hefner, termina una época y nace quizás otra, en la que la marca quizás no llegue a sobrevivir incólume. En un mercado tan variopinto y fragmentado como lo es Internet y sus implicaciones en el mundo, es difícil imaginar que Playboy pueda capitalizar de nuevo los deseos y apetencias de generaciones para quienes el sexo no guarda ningún misterio. No obstante, su legado continúa allí: La revista publicó cuentos de Margaret Atwood y Haruki Murakami, antes que la fama les convirtiera en celebridades continúa siendo una improbable combinación de escándalo e inteligencia. Con un archivo de entrevistas entre quienes se cuenta a Malcolm X, Vladimir Nabokov, Martin Luther King Jr. y Jimmy Carter, Playboy continuará siendo un icono de la cultura popular y Hugh Hefner el abanderado de una nueva forma de concebir el sexo como expresión política, cultural y social. Nada mal para un soltero empedernido que llegó a decir que su gran objetivo “era jamás ir solo a la cama” ni una sola vez en su vida.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

El mal primigenio y otras metáforas de la belleza oscura en “Nosferatu” de Werner Herzog





Decía Paul Barber — investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como símbolo de esa aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en Estado puro, parece incluso trascender a esa idea: Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.

Nosferatu — esa recreación del vampiro que Murnau creó a obra y semejanza del Drácula de Stoker — es quizás uno de los personajes más inquietantes del género del terror justo por ser el rostro de un mal ambiguo, convertido en alegoría del sufrimiento. Para el momento en que el director Alemán decidió elaborar una versión libre del célebre libro de vampiros, la imaginación popular ya tenía una imagen muy clara del tradicional bebedor de sangre. Altivo, elegante, cruel, profundamente perverso. Una espíritu envilecido capaz de beber la sangre de jóvenes desvalidas — y atentar contra su pureza — bajo las mismísimas luces del mundo moderno. Y no obstante, tal vez en una decisión que muestra de qué manera concebía el miedo y la maldad, Murnau creó una criatura tímida, fea, casi ingenua, que se debate entre su sed de sangre y una inocencia casi inconcebible. Porque la maldad de Murnau, nace de la Tierra, de los misterios, la noche abierta y despejada de parajes exóticos, de la insinuación del deseo e incluso de una mirada casi obsesiva sobre la fragilidad humana.

Muy probablemente Werner Herzog — incansable cuestionador, un observador minucioso del mundo — encontró en la película de Murnau una manera de asumir su propia interpretación sobre lo bello, lo obsceno y como no, el bien y el mal. Y es que Herzog — quien durante años se ha dedicado a analizar la naturaleza profunda del hombre y su circunstancia — debió asumir la metáfora de este vampiro brutal, desagradable y casi repugnante como una visión exacta de la naturaleza del hombre moderno. No en vano, Herzog consideraba el Nosferatu de Murnau como la película más importante que se había realizado en Alemania. Cuestionado al respecto, Herzog insistió que la obra de Murnau no sólo resumía un tipo de existencialismo muy doloroso y profundo, sino que además, era una mirada vanguardista a algo tan elemental como el eterno cuestionamiento sobre el temor del hombre a la muerte. “Nosferatu es el más allá, lo sobrenatural en estado puro”, llegó a decir. La frase, inquietante y precisa, es toda una declaración de intenciones de esa noción de Herzog sobre la fragilidad del hombre e incluso, sobre la notoria necesidad del cine de desentrañar el misterio del espíritu humano.

No sorprende por tanto, la decisión de Herzog de llevar a cabo una reinvención del mito vampírico a la medida de Murnau. Incansable, Herzog disfruta de una sorprende capacidad para construir su propuesta cinematográfica a partir de sus inquietudes inmediatas. Eso podría explicar — aunque no de manera suficiente — la enorme variedad de géneros y formatos que el director ha explorado durante su carrera. Desde documentales y ese híbrido que para el director es la realidad ficcionada, el género, policiaco, el cine de aventuras, el terror, el meta análisis social y cultural del hombre y su circunstancia, el cine subjetivo el cine político, el director ha elaborado un complicado lenguaje cinematográfico que parece tocar todos los registros y variaciones. Y es que además de creador visual, Herzog es sin duda un hombre ecléctico, un revisionista y un artista en constante transformación, obsesionado con los grandes temas filosóficos pero también, con esa ternura del hombre que intenta comprenderse a través de su obra. Sin duda, una búsqueda infatigable de la razón esencial de lo que puede comprenderse como arte — ese reflejo de quien lo crea y quien lo percibe como lenguaje — pero también, una personal aproximación al espacio y tiempo visual como forma de expresión directa. El vampiro de Herzog por tanto, no sería tanto un monstruo que habita en la fantasía sino un símbolo carnal, literal y probablemente doloroso, de esa ansiosa necesidad de introspección y radical análisis con el que el director parece estar obsesionado.

Sin disimular su referencia inmediata, Herzog rinde tributo a Murnau no sólo en su aproximación al mito sino en las concesiones que se toma para analizar la idea sobre la eternidad y la trascendencia, encarnado por una criatura vil y desagradable que inquieta, antes de seducir. Eso, a pesar que ya existía una firme tradición cinematográfica de atribuir al vampiro belleza, elegancia y una sagacidad casi diabólica, producto por supuesto, de esa eternidad que encarna. El vampiro de Herzog al contrario y de la misma manera que en su momento lo imagino Murnau, encarna la eternidad pero bajo un aspecto mucho más originario, primitivo. La criatura de Herzog carece no sólo de atractivo físico, sino que además, parece sometido a sus propios impulsos, a la violencia de un instinto que es incapaz de controlar. Para Herzog, la naturaleza de la eternidad carece de belleza y poesía: hay una cierta banalidad en ese instinto de supervivencia que instiga a su vampiro a sobrevivir, pese a todo y quizás, debido a todo. Cada paso en su vida, es sólo una repetición de un ciclo interminable, nunca completado que se extiende sin término ni resolución. En contraposición con otros vampiros literarios y cinematográficos, el Vampiro de Herzog carece de un ingrediente lírico que justifique el absurdo y quizás eso acentúa el elemento de confusión y dolor que es sin duda su principal característica.
Y es esa renuncia — insensata, injustificada, irreductible -a la simplicidad de la esperanza, lo que hace al Nosferatu de Herzog, una historia destinada al dolor y al terror. Porque su vampiro, incapaz de asumir su propia naturaleza monstruosa como algo más que un accidente venial, fruto del azar cósmico y que carece del menor sentido, elabora su propia formula de destrucción. El eterno, el sobreviviente a siglos de hastío, en el vacío del terror y la angustia de una inevitable irracionalidad, asume entonces que su aislamiento le resulta insoportable. En una extraordinaria interpretación del texto de Stoker, Herzog se cuestiona en imágenes lentas y cada vez más brumosas, sobre las motivaciones que hacen que Nosferatu, exhausto por su propia inmortalidad superflua, decida dar un paso definitivo hacia una transformación definitiva, la muerte en la forma de una decisión que lo aleje de su mundo mínimo, restringido y monótono. Herzog insiste en analizar el caos existencial desde la perspectiva del no ser, no estar, no existir. Un silencio esencial que Nosferatu es incapaz de soportar y al cual solo sobrevive el impulso, la pasión, lo visceral.

Como estructura cinematográfica, el Nosferatu de Herzog se mira a sí mismo como un paisaje desolado. La soledad que se extiende y conmueve, no sólo en larguísimos planos de paisajes de incomparable belleza, sino en la cámara fija, lenta, meticulosa, que parece desmenuzar ese lento devenir de las horas eternas, donde nada ocurre, nada cambia, todo parece exactamente igual a como lo fue en un inexacto “antes”. Nosferatu, vampiro y víctima, deambula entre el presente que no comprende, el pasado que no recuerda, el futuro que no puede imaginar, tropezando de un lado a otro con la torpeza de un ser que ha perdido los últimos refinamientos de un espíritu sensible. Y Herzog, abre el compás aún más, se obsesiona con esa voluptuosidad animal de una criatura para quien la pasión es sólo desenfreno, un instinto que saborea con la misma glotonería brutal de la sangre. Con una intrigante concepción sobre el deseo, el miedo y el impulso redentor, Herzog toma decisiones estéticas y narrativas que brindan a la película una identidad única: desde esa Lucy — una espléndida Isabelle Adjani, que comprende la profunda dualidad de su personaje a la perfección — que se convierte en inevitable objeto del deseo para una criatura brutal y ciega, hasta esa reinvención del mito, donde el vampiro no muere a través de la inevitable violencia del instinto, sino al amor. Una pasión que le ata de manera irremediable y que por último le hace sucumbir a su propia debilidad, a esa frugalidad de una existencia confusa y fragmentada, donde el instinto se confunde con la simple futilidad del ser.

En más de una ocasión, se ha insisto que el Nosferatu de Herzog, carece de verdadera elocuencia, que su tempo lento y contemplativo, convierte al film en una secuencia de escenas tediosas y casi soporíferas. Y no obstante, el director encontró con este ritmo mesurado y minucioso, la manera de mostrar el mundo a través de una inmortalidad carente de verdadera belleza, que no es otra cosa que un accidente físico que convierte al Vampiro, no en una criatura sabia gracias al transcurrir de los siglos, sino en una doliente metáfora de la futilidad del hombre. La larguísima e interminable mirada a esa ausencia de todo significado, un enorme paraje arrasado donde la violencia y la melancolía se mezclan en una visión improbable de la vida, la muerte y lo sobrenatural.

Mención aparte merece la actuación del magnifico Klaus Kinski, que alejado de su usual histrionismo, dibuja un personaje contenido y sobretodo, profundamente intrigante. El actor logra dotar al vampiro no sólo de cierta dignidad trágica sino de una profunda melancolía, víctima de lo que considera una condena eterna y que le aplasta bajo su peso cada noche y cada hora en que logra sobrevivir al tiempo natural “La muerte no es lo peor, es mucho más cruel no poder morir” llega a decir el Vampiro, atormentado por su naturaleza dual y más aun, por su incapacidad para comprenderla.

martes, 26 de septiembre de 2017

El desenfreno, la euforia y la derrota: la película “Trainspotting 2” y la idea generacional.





Hace dos décadas, Mark Renton redefinió la juventud, el existencialismo y el dolor del desarraigo corriendo por las calles de Edimburgo a toda la velocidad que se lo permitían sus flacas piernas. Pragmático, traidor, en medio de una resaca existencialista de considerable envergadura, el personaje no sólo reconstruyó la comprensión sobre la juventud y sus dolores, sino que lo convirtió en algo más amargo y doloroso. Con su memorable visión sobre el bien y el mal, los terrores del futuro y la comprensión sobre la individualidad, hay una percepción extrañamente lógica sobre la incertidumbre que la película “Trainspotting” (Danny Boyle -1996) explotó hasta sus últimas consecuencias. El resultado es una comprensión generacional de la pérdida de la identidad, poderosa e inolvidable que definió todo una forma nueva de comprender la percepción colectiva sobre la soledad moderna. Una lucidez errática que demostró el poder de la concepción del mundo a través de cierta poetización de lo vicioso y lo temible.

Transcurridos veinte años, Danny Boyle intentó crear una atmósfera similar para la secuela de la película, en una especie de reinvención del mito urbano que ayudó a forjar, pero carente de la vitalidad, el magnetismo y el sarcasmo de la anterior. Aún así, “Trainspotting 2” asume el riesgo de contar la historia dentro de la historia y consumar la comprensión de sus personajes como símbolos de toda una original reflexión sobre quienes somos y hacia dónde nos conduce el caos existencial tan propio de nuestra época. A pesar de sus buenas intenciones, “Trainspotting 2” no logra profundizar lo suficiente en la infelicidad, la derrota existencialista y el resto de los temas que hicieron a su predecesora un clásico bastardo y vulgar. Con el transcurrir de dos décadas, no queda sino preguntarse en qué triunfó la primera gloriosa versión de Boyle sobre el dolor y el aislamiento, que hace tan evidente la carencias de su más reciente revisión. ¿Perdió la historia el ímpetu de contar esa percepción vulgar sobre la cultura a fragmentos que refleja? ¿O se trata de algo más profundo? Porque, a pesar de ser una película correcta y de estupenda factura — con un apartado visual especialmente llamativo — la historia de este grupo de cansados testigos de su historia carece de la firme solidez de la original y sobre todo, de su capacidad alegórica. Como si el tiempo hubiese desgastado las aristas de su furiosa necesidad de comprenderse a sí misma a través de la provocación y el escándalo, la historia de los cuatro gamberros de Edimburgo, regresa mucho más complaciente y blanda, casi desdibujada en sus pequeños bajones de ritmo. Una visión simple de la realidad.

De la vida al dolor: todo lo “Trainspotting” en seis escenas.
En una ocasión, le preguntaron al director británico Danny Boyle como se definía. El llamado chico malo del cine independiente, acusado de gamberro, grosero, incluso vulgar, se revolvió en su silla de entrevistado y suspiro, lo pensó un poco y después respondió “Un tipo que casi fue sacerdote, pero que al final, decidió no serlo”. Y es que, ya fuera obra de la casualidad o un destino divino, Boyle pareció predestinado desde muy pequeño a construirse su propia identidad como rebelde o mejor dicho, como transgresor por derecho propio. Porque Danny Boyle de hecho si estuvo a punto de hacerse seminarista, luego de pasar la niñez como monaguillo y más tarde, meditar sobre la idea de complacer a su madre y hacerse hombre de Dios. Pero no lo hizo: cuenta el mismo Boyle — con esa vocación por el escándalo a la que tanto le ha sacado provecho — que los mismos sacerdotes le aconsejaron que no lo hiciera — aunque nunca detalla bajo qué argumentos le convencieron y que curado de espanto, pasó al teatro. Luego al cine y lo demás es historia. Porque Boyle, simplemente “perdió el camino” — se ríe a carcajadas cuando lo dice — y se convirtió probablemente en el director más original de su generación.

Para Boyle, el cine de hecho, es una forma de rebeldía. No lo dice intentando simplificar el lenguaje cinematográfico a lo resulta directamente provocador sino que aspira a que siempre se mire así mismo como una interpretación al borde, la ruptura del lenguaje cotidiano, esa visión del otro — o por el otro — que debería siempre ser nueva y reinventada para la ocasión. Pero con Boyle nada es sencillo y menos aparente. Incluso lo que podría parecer directo y brutal: el Universo del director está poblado de Heroinómanos, zombis y criminales indios. junto con la búsqueda del cambio constante. Cada una de sus películas parece meditar justamente en la transformación, en la visión de algo más profundo que lo superficial, un análisis desde las costuras de lo que se asume real, de lo que se predica obvio y que la mayoría de las veces no es otra cosa que una visión endeble de la realidad. “Lo maravilloso del cine es la oportunidad única de ver algo extraordinario” , afirma casi con candor. Pero este es el mismo hombre que afirma que el “cine agoniza” y también que lo cinematográfico corre el riesgo de volverse “secuencial”. Aun así, hay un hilo con el que el director ata toda su carrera: “En mis películas siempre hay un personaje que se enfrenta a un reto imposible y lo supera”. Suena a religión, a fanatismo religioso y sí, a monaguillo. Pero no: es cine.

Y esa noción de lo extraordinario, disimulado bajo una idea mucho más llana, lo que hace que cada una de sus películas sean un manifiesto profundamente meditado sobre lo ordinario, lo común y la épica privada de rebelarse contra la normalidad supuesta. Su visión cinematográfica parece obsesionada por encontrar la manera de eludir lo que se califica como banal o quizás asumirlo para transformarlo en algo más sustancioso. Es por ese motivo que Danny Boyle siempre está en transformación, a medio camino de otra cosa. Como sus películas, el mensaje del director nunca está complejo, jamás es suficiente. Quizás allí radique su manera de asumir el tiempo, la realidad y el espíritu humana: nada es real y mucho menos irreal, sino algo entre ambas cosas, una mezcla incomprensible de una especie de discurso personal que lleva esfuerzos asimilar.
Muy probablemente por ese motivo ‘Trainspotting’ se convirtió en una obra de culto casi desde su estreno. Fue todo un fenómeno social allí donde fue proyectada, eso a pesar que en la misma medida que fue celebrada, también fue criticada y menospreciada. Pero es que la película, que avanza a tropezones entre un drama existencial y una comedia gamberra de mal gusto, crea una visión del vicio, lo urbano y el mero vacío de la vida moderna que sorprendió a buena parte del público y escandalizó a otros más. La trama, basada en el libro homónimo del autor Irvine Welsh es una combinación de viaje salvaje y caída moral, una lúcida interpretación de la furia del sino, del yo que no existe, del egocentrismo de lo que consideramos simple y personal, de la banalidad que la cultura glorifica. Todo lo anterior, claro está, en clave de retorcido humor, bordeando el ridículo y la autoparodia sin caer realmente en el absurdo. Porque lo más asombroso de ‘Trainspotting’ es que se sostiene con firmeza entre todos los matices que la crea, se mira así misma con una agudeza que es lo que quizás, le brinde la sustancia e incluso una especie de sórdida belleza. La película de hecho, jamás se toma en serio así misma: atraviesa las más disparatadas escenas y también furiosas reflexiones existencialistas sin definir jamás un tono, saltando con entusiasmo de un discurso a otro sin que exista una ruptura real sobre lo que se asume verdadero. La narración, rompe esquemas, atraviesa discursos y estructuras cinematográficas, para analizarse desde una perspectiva profundamente sensorial: produce asco, produce repulsión, pero también interesa. Es inevitable, sentir una profunda fascinación por lo que ocurre, por la lenta caída en la degradación de los personajes, por ese derrumbe sin sentido, casi errático de la historia hacia el dolor patético y caótico de una nada desigual y casi repulsiva.

Porque ‘Trainspotting’ no es una película sencilla de digerir. Ni tampoco intenta serlo. Hereda el ambiente opresivo, claustrofóbico y directo del libro, pero lo lleva a otra dimensión, lo hace cada vez más inquietante, desigual pero tan poderoso que la historia parece avanzar a una velocidad propia, a un ritmo abrumador que sube y baja por minutos, pero siempre tirando al extremo. A lo insoportable. La voz en Off, que el director utiliza con tino y muchísima inteligencia, crea un ambiente desconcertante, donde lo que cuenta la historia parece surgir en paralelo a lo que muestra el metraje. Los personajes se debaten en lo absurdo, en un existencialismo fragmentado, frágil y visceral. No hay nada real, no hay nada comprensible. Solo existe ese camino frenético que conduce al desastre, que avanza directamente a lo que Renton, a través de un monólogo casi desconcertante, deja muy claro: una inevitable caída en el no ser, en la demencia, en el dolor o simplemente en esa región arrasada donde la locura parece ser la última medida. “. Elige tu futuro. Elige la vida. Pero, ¿por qué iba a querer hacer algo así?. Yo elegí no elegir la vida. Yo elegí otra cosa, y las razones: No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?” se regodea Renton, quizás como el epilogo no de la historia sino de su propia vida.

La película marcó un hito cinematográfico que incluso sorprendió a su propio director: con su estilo salvaje, desenfrenado y durísimo causó conmoción no sólo en el mundo del cine, sino que también, se convirtió en un feómeno social por peso propio. Nadie sabia explicar muy bien el calibre del impacto ¿Se trataba de su vulgaridad, tan carente de complejos que podía ser interpretado como una forma de cine totalmente desprejuiciado? ¿O el hecho que su lenguaje visual escatológico y por momentos insoportable supo sostener una historia tan dura como lo que muestran las agobiantes escenas? Cual sea la explicación, el escándalo que causo alrededor del mundo fue suficiente para demostrar que su forma de afrontar esa soledad insoportable de nuestra era, el sin razón que parece destrozar la mente humana en una destructora futilidad, aún es un tema que se mira de reojo, que se intenta disimular con esfuerzo.

‘Trainspotting’ es de hecho, una muestra magistral del arte sin complejos, de ese postmodernismo a dos bandas que tanto se alega y se fomenta, pero que pocas veces se muestra. El arte por el arte, la provocación sin otro motivo que la provocación. Pero también esa ausencia de elementos clásicos, una reinvención de la estructura narrativa que no hace más que brindar sustancia y poder a lo que las imágenes cuentan. Secuencia tras secuencia ‘Trainspotting’ parece estar al servicio no sólo de la trama que sostiene con enorme habilidad sino de sus personajes, de esa oscuridad interior que disfruta y analiza con enorme descaro. No hay una sola escena en ‘Trainspotting’que no intente crear una visión fatua y cruel sobre el mundo y a la vez, de provocar. De la combinación entre ambas cosas, surge una interpretación elemental sobre su propia dualidad, esa perspectiva de lo que escandaliza, inquieta y lo que simplemente es una pieza más de un complejo mecanismo dispuesto para desconcertar.

Sin duda, Danny Boyle, el gamberro, el hombre que no quiso ser sacerdote y que decidió rebelarse a través de las imágenes, logró con ‘Trainspotting’ una curiosa mezcla de visiones de la realidad, lo urbano, lo venial y lo patético. No obstante más allá de eso, el director logró construir un discurso visual que sacudió esa visión del cine aletargada en lo tradicional, casi clásico y creo algo totalmente nuevo: una frenética carrera hacia el desastre, divertida, arrolladora, por momentos tétrica y casi insoportable. Más allá, quizás se trate de sólo provocación, sólo pirotecnia visual, como se le acusado tantas veces durante la última década y media. O quizás no. Al final de todo, la sonrisa picara de Renton — un Ewan McGregor en estado de gracia y carisma — esa cualidad camaleónica suya para el dolor, la salvaje euforia y finalmente la furia, describa mejor que cualquier otra, la esencia de la película.

lunes, 25 de septiembre de 2017

El reflejo entre dos espejos: Del autorretrato al lenguaje íntimo. Cuando la fotografía es una forma de maravilla.







Tomo la cámara y luego de un largo tiempo, me miro a través de ella. Cuando dejas de fotografiar — o al menos, a mi me ocurre así — hay una parte de tu mente que se queda en silencio, que pierde significado de a poco, que se desliza con lentitud a cierto mutismo doloroso y afligido que no sé muy bien cómo ordenar. De manera que encontrar ese fragmento de mi mente perdido en la imagen, siempre será un acontecimiento de verdadera importancia, una celebración. Una forma de mirarme con mayor claridad que nunca. Un alivio a las heridas mentales y espirituales que la mayoría de las veces me agobian aunque no lo sepa.

Uno de mis personajes favoritos de la película “Todo sobre mi Madre” de Pedro Almodóvar, es Agrado, transexual y prostituta. Provocadora, con la melena teñida de rojo y siempre en minifalda, es probablemente el alter ego de ese Almodóvar trepidante y Kitsch tan ausente pero tan real en este melodramón de lágrimas y risas, que sin duda es una de las obras más conmovedoras del director manchego. Porque Agrado es mucha Agrado, con sus taconazos, su durísimo acento andaluz y su visión tan dura y crítica de la vida. La adoré desde la primera escena, golpeada y maltrecha, pero sin duda entró a formar parte del altar de mi memoria, gracias al monólogo que Almodóvar le obsequió al personaje y la convirtió en un símbolo del poder, del querer y del crear más allá de la ilusión del cuerpo y la piel.

La escena es más o menos así: Agrado llega al escenario donde nadie la espera y se planta en pie. Pequeña, diminuta y torpe, mira al público que la mira desconcertado. Entonces, comienza lo bueno. Porque Agrado — Almodóvar, abre su corazón y su espíritu para crear, para añorar, para reverdecer esa visión del yo que brota del espíritu, del inolvidable, del que duele. Y lo hace con estas palabras inolvidables:

“Por causas ajenas a su voluntad, dos de las actrices que diariamente triunfan sobre este escenario hoy no pueden estar aquí, pobrecillas. Así que se suspende la función. A los que quieran se les devolverá el dinero de la entrada pero a los que no tengan nada mejor que hacer y pa una vez que venís al teatro, es una pena que os vayáis. Si os quedáis, yo prometo entreteneros contando la historia de mi vida.
Adiós, lo siento, eh (a los que se marchan).

Si les aburro hagan como que roncan — así: Grrrrr — yo me cosco enseguida y para nada herís mi sensibilidad (eh, de verdad!) Me llaman la Agrado, porque toda mi vida sólo he pretendido hacerle la vida agradable a los demás. Además de agradable, soy muy auténtica. Miren qué cuerpo, todo hecho a medida: rasgado de ojos 80.000; nariz 200, tiradas a la basura porque un año después me la pusieron así de otro palizón… Ya sé que me da mucha personalidad, pero si llego a saberlo no me la toco. Tetas, 2, porque no soy ningún monstruo, 70 cada una pero estas las tengo ya superamortizás. Silicona en labios, frente, pómulos, caderas y culo. El litro cuesta unas 100.000, así que echar las cuentas porque yo, ya las he perdio… Limadura de mandíbula 75.000; depilación definitiva en láser, porque la mujer también viene del mono, bueno, tanto o más que el hombre! 60.000 por sesión. Depende de lo barbuda que una sea, lo normal es de 2 a 4 sesiones, pero si eres folclórica, necesitas más claro… bueno, lo que les estaba diciendo, que cuesta mucho ser auténtica, señora, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.”

La escena me ha hecho llorar una docena de veces. Y seguramente lo hará muchas otras en el futuro. La recuerdo, cada vez que me tomo un autorretrato, que me siento ante la cámara y me miro, frágil y aterrorizada, desde el lente de la cámara hacia mi espíritu. ¿Quién es esta mujer pálida y temblorosa que quiere contar una historia? ¿Quién es este espíritu inquieto que desea mostrar una idea? No lo sé. Pero me construyo a partes, me levanto sobre mi miedo y me creo como un rostro que calca mi imagen mental sobre mi misma. Que hace que me mire y disfrute, profundamente, de lo que soy y de quien soy. Que nace y muere en mis deseos, solo para volver a renacer. Cuando finalmente me fotografío, estoy temblando. Con el cuerpo y con lo invisible. Y me veo a mi, a la mujer que habita en mi mente y en todas partes, la mujer que soy y que seré. La mujer del verbo y de la imagen.

Me he autorretratado durante buena parte de mi vida, aunque supongo que comencé a hacerme autorretratos propiamente dichos, cuando entré en la adolescencia. En una época donde la identidad parece diluirse, que apenas te reconoces en la ráfaga de cambios que te golpean a diario, la belleza es en lo último que piensas. Ya para entonces, tenía mi vieja Canon EF — que todavía conservo — y tenía una noción bastante vaga, pero aun así, evidente, que estaba documentando mi vida como un proceso artístico. Que con cada fotografía, me miraba de una manera totalmente distinta a como podía hacerlo en el espejo, a través de las palabras o incluso, a través de las opiniones de los demás. Porque mi Querido diario durante la adolescencia tenía el sonido de un click y la consistencia del film. Mirándome, crecer, transformarme, de fotografía en fotografía, comprendí más de mi misma que de cualquier otra forma. Me vi reflejada de mil maneras distintas, fui testigo de mi crecimiento y fue la manera más sincera que encontré de decirle adiós a mi adolescencia cuando terminó.

Siendo ya una joven mujer, el autorretrato fue mi refugio. Y no hablo de una construcción narcisista donde adoré y apuntalé mi yo para encontrar un significado más o menos coherente de las esquinas y formas de mi mente. En realidad fotografiarme fue una manera de aprender del mundo, observando el único objeto de observación del cual podía abusar, maltratar y a la vez, consolarme. Me miré fijamente entre lágrimas, cuando murió mi abuela. Me sacudió el temor agudo cuando sufrí un asalto y comprendí la situación real que vive mi país. Me miré, una y otra vez, navegando entre emociones, entre palabras, gritos, risas, suspiros, angustia, desazón, belleza, alegría, satisfacción, amor, desnudez, soledad. Y me vi, con una frialdad de pesadilla, corriendo en un salón de espejos interminable, escapando de mi misma, cubriéndome la cabeza de pánico y quizá de puro miedo. Miedo por lo que veía, miedo por lo que me hacia sentir esa imagen que se deformaba, crecía se hacía única. Mi propio mundo desmenuzado, analizado y vuelto a construir a través de la fotografía. ¿Es necesario el autorretrato para expresar no sólo mi punto de vista sino el proceso de construcción y deconstrucción que todo artista atraviesa? ¿Es el autorretrato una búsqueda legítima de vocación artística o se trata de algo más? ¿Qué tanta importancia tiene un documento personalísimo como es el autorretrato dentro del movimiento fotográfico general? Lo pienso, luego de haber luchado durante años contra el prejuicio y la visión tergiversada del autorretrato como algo menos que una celebración al ego sin mayor trascendencia. Lo analizo, desde esta vocación por narrar mi propia historia en imágenes.

¿Cual es la importancia del autorretrato para un fotógrafo en constante búsqueda de comprensión de su identidad como lo soy yo? ¿Qué intento encontrar en medio de esa especulación creativa de mi propia imagen? La idea parece reflejarse y reconducirse en cientos de maneras distintas en mi trabajo. En mi manera de comprenderlo y sobre todo, en mi forma de interpretar lo que quiero expresar a través de la fotografía y el arte como herramienta creativa.

Todos los rostros secretos: ¿Por qué se infravalora el autorretrato?
Ayer, un amigo hizo retweet a uno de sus seguidores de una frase que decía algo como esto: “Tal vez, entonces, realizar autorretratos sea una simple forma de Narcisismo o algo parecido”. Leí la frase, estando rodeada casualmente de un montón de negativos de mis fotografías más antiguas, que decidí ordenar para comenzar lo que supongo será un arduo trabajo de escaneo y organización. Como siempre que leo algo semejante, sentí una mezcla de angustia, irritación y tristeza pero esta vez, también un ligero asombro. Asombro por el hecho que el autorretrato sea aún tan menospreciado como para pensarse que quien toma la decisión dolorosa de mirarse así mismo como objeto fotográfico tiene como único objetivo, pensarse como hermoso, quizá atractivo. Y quizá ese asombro simboliza no solo ese concepto fragmentado que el autorretrato parece reflejar — el yo visto por el yo — sino además, la idea que la exploración del mundo interno pueda solo reflejar belleza.

Como comenté antes, me tomo autorretratos desde niña. De hecho, me parece que podría decir que comencé antes, con la torpeza de mi vieja polaroid y una pequeña cámara Kodak que me habían obsequiado en algún cumpleaños. Por supuesto, no sabía lo que hacía — o porque lo hacía — pero mirarme en imágenes siempre me produjo sobresaltos. Tal vez existe una definitiva dicotomía entre la imagen — o la percepción — que tienes de ti mismo en tu mente y la que te ofrece la realidad. O se trate de una cierta sorpresa filosófica. El caso es que siempre existe un genuino temor, una sensación de puro desconcierto que da paso a algo más. A preguntas, a pequeños cuestionamientos. A ideas que se crean en si mismas a través de esas imágenes que reflejan una cierta idea personal que nunca termina de completarse. Porque un autorretrato es, ante todas las cosas, un concepto a medio terminar de tu mente, de tu propio mundo, de tu espíritu.

Pero a los diez años, nadie piensa en esas cosas. Yo no lo hacía, al menos. Me tomaba autorretratos como quien intenta comprender una palabra especialmente difícil. Lo intentaba porque no sabía que me hacía sentir tan triste — o feliz — , o porque me ponía tan nerviosa en esas fotografías. De esa época conservo las interminables polaroids, de una niña medio borrosa de grandes ojos asombrados. De noche. De día. De pie en la calle. Tal vez una alegoría de esa sensación confusa de reconocimiento, esa borrosa imagen de la niña que apenas comienza a comprenderse. Un ojo que sobresale. Un mechón de cabello que vuela en el aire.

De nuevo la eterna pregunta: ¿Quién eres?
De manera que, cuando leo que el autorretrato es un acto de puro narcisismo — de ese de la belleza, de la autocomplacencia, del regodeo en la belleza del reflejo en el espejo — continuó preguntándome si estoy equivocada en la manera en que construido mi memoria visual hasta ahora, o simplemente debería entender que este documento visual caprichoso, doloroso y personal hasta lo inaudito es parte de un mundo enorme y brusco, que lleva esfuerzos explicar y mucho más, comprender.

Claro está, comprendo el planteamiento de mi amigo. Después de todo, vivimos en una sociedad obsesionada con su propio reflejo, una cultura que se sostiene sobre un egocentrismo elaborado a base de una conclusión masificada sobre el ego. Pero si miramos más allá, esa búsqueda podría tener un origen mucho más profundo. ¿Por qué nos autorretratos? ¿Qué intentamos descubrir a través de esa sobre exposición insistente sobre la imagen y nuestra identidad? ¿Es lo mismo que me anima a continuar autorretrándome tantas veces como para resultar en ocasiones confuso? Por supuesto, elaboro una noción concreta sobre el auto documento espejo — el motivo por el cual nos fotografiamos o elaboramos una ideal visual sobre nuestra identidad — no sólo es parte esencial de por qué fotografío sino del constante cuestionamiento al que me someto al crear visualmente. Porque es inevitable, hacerte todo tipo de preguntas, sobre los motivos que te llevan a elaborar visiones y reflexiones visuales sobre quien eres. Pero mucho más allá lo es, cuando decides asumir que la fotografía puede ser de hecho reflejo de algo más profundo que un tópico o una idea esencial sobre lo que somos o quienes somos.

Con frecuencia, el autorretrato se considera un tipo de género fotográfico menor, cuando no, por completo superficial. Un prejuicio que parece muy relacionado con ideas muy vagas y abstractas sobre el hecho que el autorretrato es un reflejo de cierta vanidad esencial o algo tan simple, como una imagen que ensalza la belleza o un tópico estético determinado. En realidad, el autorretrato es un documento de enorme valor personal y artístico. Una meditada reflexión sobre los elementos que componen nuestra personalidad y más allá, de cómo nos concebimos.

Y es que analizar un autorretrato — o lo que nos hace tomarnos uno — es parte de un trayecto emocional muy profundo y complejo, porque refleja, entre otras ideas, la manera como asumimos la diferentes dimensiones del Ego, los paisajes intrincados de nuestra mente, esas regiones luminosas y sombrías de nuestra individualidad. El autorretrato no sólo responde a una serie de cuestionamientos muy precisos sobre el ideario personal, sino que además, plantea toda una serie de inquietudes acerca de cómo nos percibimos a través de símbolos. Nada es casual en un autorretrato, aunque parezca accidental, fruto del azar o incluso, de decisiones estéticas superficiales. Un autorretrato es de hecho, una aproximación insistente a lo que se muestra como concepto artístico y que atañe a cada objeto de observación de nuestro mundo particular. Todo un autorretrato es una declaración de intenciones y también, un argumento sobre el quién somos y cómo aspiramos a ser comprendidos.

¿Qué intentamos encontrar al fotografiar?
Crecí admirando las imágenes de Cartier Bresson. Es decir, no por decisión, sino por inevitable. E inevitablemente, me enamoré de su estética, de su cuidada simetría, de esa aparente espontaneidad de lo hermoso que sin duda era obra de un ojo fotográfico privilegiado. Por allí, a eso de los doce, descubrí a Erwitt y fue como si el asombro que siempre me causó Bresson se transformara en algo más. En poder y belleza. En descubrir en lo cotidiano, esa enigmática estética que nacía de las cosas más sencillas. Con Capa descubrí la violencia, el documento, el valor de mirar el mundo en toda su crudeza. Con Robert Doisneau , sentí un arrobador amor por ese gran drama súbito del mundo a mi alrededor. Con Brassai amé la noche. Con Margaret Burke -White aprendí que cada imagen es parte de tu memoria, de tu capacidad para tomar tus propia historia y recrearla en imágenes. Un sentido del valor de lo anecdótico, quizá. Después llegó Francesca Woodman y me enamoré de su dolor. Y también Sally Mann y me enamoré de esa infancia atemporal que documentó con fruición, fotografía a fotografía. Un mundo provocador, una especie de silencio con olor a hojas frescas, a humedad de lluvia, a carcajadas de niños.

Por supuesto, fue inevitable que mis primeras fotografías intentaran imitar — sin lograrlo — aquella enorme riqueza visual de los maestros. Me esforcé claro está, pero sentía que escribía sobre las líneas de alguien más, cuando intentaba captar los juegos de sombra que no me interesaban, o a mis primas jugando a gritos en una playa desierta, sin que sintiera una sincera necesidad de decir nada con aquellas imágenes. Porque no eran mías al fin y al cabo. A veces veo esas imágenes quinceañeras, tan contrastadas, con tanta necesidad de cumplir un patrón, que siento claustrofobia. Porque me obsesioné con el Precioso París de Brassai, con las pequeñas escenas de Doisneau, con la exquisita fuerza de Bresson…sin comprenderla. Y que angustioso era preguntarme porque no podía encontrar en mis propias fotografías esa vitalidad. Obviamente, además del desconocimiento de la técnica, de mis temores presentes y futuros sobre mi capacidad fotográfica, había allí un tema de lenguaje, una búsqueda incesante de decir lo que quería decir a mi manera, o de la manera que prefiriera, que quizá es lo mismo. Pero no sabía como hacerlo. Me llevó tiempo aprenderlo.

Por entonces me hacía autorretratos, desde luego. Como siempre. Pero eran “otra cosa” o así los clasificaba en mi mente. Eran algo “más”, una idea sin sentido. Era “vagancia” , porque no eran no perfectos, ni eran escenas de calle, ni tampoco eran esas moduladas criaturas místicas de Francesca Woodman, emergiendo en pura y prístina belleza de su imaginación. Era yo, aterrada de mi misma, medio escondida entre el cabello, los ojos muy abiertos, temblando. Las manos extendidas. Eran mis pies y mis manos. Era ese ínfimo dolor de la adolescente, era esa idea que nace y muere en tu propio rostro. ¿Y que era aquello con respecto a las espléndidas escenas de Bresson, al brillo de la Brassai de una París infinitamente perfecta? ¿De las calles abiertas a la interpretación de Atget? Nada, o eso me parecía, al menos.

Una especie de dolor pequeño, en el ojo que crea y en la voz imaginaria que desea hablar.

Con quince años, pocos ahorros y muchas ganas de aprender fotografía sin saber donde podría hacerlo, me hice asidua a la Biblioteca Nacional. Por extraño que parezca y siendo el lugar menos artístico que pueda imaginarse, encontré allí muchísimo más de lo que esperé en cuanto a fotografía se refiere. Allí conocí por primera vez las fotografías de Luis Brito — en viejas copias de catálogos destartalados que me asombraron — y también a Sergio Larraín. Y escuché por primera vez el término estrafalario y absolutamente maravilloso de la “estética de lo feo”, nacido de la mente insólita de Nelson Garrido. Investigué mucho, por horas, en tardes muertas que me escapaba del colegio solo por el placer de mirar y mirar fotografías. De pensar que hacer con esa pasión que estaba en todos los momentos de mi vida, si era que debía hacer algo. También en la Biblioteca Nacional sufrí mi crisis de angustia sobre si lo que hacía era fotografía o no, y quien me respondió no fue un encumbrando bibliotecario o uno de los archivos que hacían vida en los pasillos y que solían mirarme con indiferencia sino uno de los pasantes, un ser tan anónimo como yo en aquel lugar enorme y a quien parecía intrigarle aquella niña delgaducha que pedía solo libros de fotografías. Así decía mi ficha, la cual por cierto encontré hace poco.

Solo libros de fotografía.

El chico, alto, lleno de granos y un poco sudoroso, me escuchó en silencio cuando le pedí me ayudara a buscar algo sobre “mujeres fotógrafas”. Le hablé de Margaret Burke- White, Dorothea Lange y Diane Arbus y le pregunté si “había otras”, que fueran más…como yo. Aunque no tuviera idea quien era yo entonces claro. El caso es que él, en toda su gloria de sus veintitantos me observó y sonrió.
- ¿Por qué quieres ver más mujeres fotógrafas? — me preguntó. Así, muy simple. Me ofendí, desde luego.
- Porque así voy a aprender — le respondí. Era muy altanera y malhumorada a esa edad. Él me observó, asintió. Y se fue. Si, eso búscame mis libros, pensé furiosa.

Pero cuando volvió no me trajo libros de fotografía. Me trajo libros de mujeres. Recuerdo tan nítida la escena que incluso he soñado con ella. Frida Kahlo, Georgia O’Keefe, Manuela Saenz, Sor Juana Inés de la Cruz, La Malinche incluso. Me puso la pila en los brazos. Pesada, como si lo que contuviera fueran un peso vivo. Lo miré boquiabierta.

- ¿Qué es esto?
- Si no aprendes con esto, bota la cámara.

Se fue. A su escritorio, a seguir pasando hojas y a bromear con el público. Yo permanecí de pie, un poco regañada, un poco confusa y como no, disgustada, pero luego me fui a la mesa y me senté. Me temblaban las manos cuando abrí el libro de Frida Kahlo ( una incompleta recopilación que según el sello de la primera página, había sido donado por la Universidad de México ) y contemplé a aquella mujer dura, hermosisima, de pie muy erguida, devolviéndome la mirada desde una fotografía más antigua que yo, sin sonreír. Y sentí amor. Un indecible amor, por sus pinturas diminutas, deformes, toda belleza y significado.

No sé cuánto tiempo estuve allí. No sé cuantas semanas más regresé, cada tarde, puntual, a seguir leyendo de mujeres. A seguir mirando obras de arte. Hasta que dejé de ir. El pasante dejó de estar, supongo que regresó a sus aulas de la Central, pero yo seguí pensando en sus palabras. “Si no aprendes con esto, bota la cámara”. Y seguí recorriendo librerías, bibliotecas ajenas, comprando con dificultad libros y mirando pinturas, historias, leyendo en voz alta poesía. Y mirando mis fotografías con mayor amor y compasión. Y fue un descubrimiento, un renacimiento, una forma de fe extraordinaria, comprender de donde proviene el nombre de mi vida, de donde nace cada forma de pensamiento, de que es cada idea que se hace y se construye. De cómo es lo que nutre el arte en tus venas, en tu forma de ver el mundo y lo que existe más allá.

¿Esperanza quizá? ¿Poder de creación?

No lo sé, quizá no lo sabré jamás.

Hoy camino la tercera década de mi vida. Y como la magnífica Agrado, soy la mujer de mis sueños, más auténtica de lo que nunca he sido por parecerme más de lo que jamás esperé a mis pequeños y personales ideales. Todavía llevo la cámara entre mis manos. Todavía me tomo autorretratos. Todavía continúo insistiendo en descubrirme a través de ellos. Todavía lucho contra el prejuicio que provoca esa reiteración de la imagen propia. Otra historia nueva que soñar en el espíritu. Y más allá de la belleza de los maestros que me hicieron soñar, estoy yo. Está la esencia de lo que me hace fotografiar cada día, de lo que me impulsa a mirar a través del lente y capturar un momento que vivirá para siempre.

Una forma de expresión. Un lenguaje personal.

Amor, simplemente.

sábado, 23 de septiembre de 2017

La vida en las estrellas y otras historias de brujería.





Cuando tenía nueve años, llevé a mi amiga Flor a la casa de mi abuela - la bruja, la sabía - por primera vez. Ella se sorprendió por la invitación. Después de todo, hasta entonces nunca lo había hecho antes y era lo bastante reservada como para que a pesar de llevar más de un año compartiendo aula y recreo, hablara muy poco sobre mi familia. Me miró entusiasmada.

- ¿Qué veremos allá?
- Las cosas...que hay en mi casa.

Se me calentaron las orejas. Ya sabía que la casa familiar no era un lugar corriente o al menos, del tipo en el que solían vivir el resto de mis compañeras. Mi abuela y mis tías se llamaban a sí mismas brujas a quien quisiera escucharlas y además, la casa era un lugar curioso, por decir lo menos. Con mis tímidos ochos años, sabía muy bien que las escobas colgadas en la pared, la enorme biblioteca repleta de libros polvorientos, las estrellas talladas en puertas y ventanas, los tapices de paisajes marinos con la Luna Llena que brillaba al fondo, no era algo común en las casas de quienes conocía. Pero sobre todo, estaba esa festiva y rara manera de ver la vida de la que disfrutaba cada miembro de mi familia. En casa de mi abuela se debatían en voz alta temas que a otra gente les parecía incómodos y sobre todo, toda idea era bien recibida. Religión, el misterio de lo Divino, lo que ocurría después de la muerte eran discusiones habituales en la mesa, entre opiniones más o menos escandalosas. Más de una vez, me pregunté que pensarían las duras y estrictas monjas francesas con que me eduqué sobre el hecho que mi abuela pensara que Dios era una mujer o que una de mis tías estuviera convencida que al morir no íbamos al cielo, sino que regresábamos a la tierra - o incluso a otro planeta, solía decir tía con toda tranquilidad - a continuar el lento aprendizaje que abarcaba el universo entero. La mayoría de las veces el pensamiento me hacía sonreír, otras me hacía sentir incómoda. Casi siempre, me confundía.

- Cosas ¿de bruja? - insistió Flor con los ojos brillantes de entusiasmo. Me encogí de hombros.
- Supongo que sí.

Claro está, a Flor ya le había dicho que las mujeres de mi casa eran brujas y me sorprendió lo bien que se lo había tomado. Desde que lo había hecho, me seguía a todas partes haciéndome preguntas, a cual más extravagante, que demostraban que para mi amiga ser bruja era algo a medio camino entre una fabulosa criatura mitologica y algo más serio. Cuando le expliqué que mi abuela jamás había convertido a nadie en sapo - que yo supiera al menos - y que nadie que yo conociera podía lanzar rayos por los dedos de las manos, se desinfló un poco.

- Entonces ¿Por qué se llaman brujas?

Esa era una buena pregunta. Podría explicarle que mi abuela se consideraba "una mujer sabia" y que había dedicado buena parte de su vida a reflexionar sobre los asuntos realmente importantes de la vida y aprender de sus errores. O eso era lo que decía mi abuela en todas las ocasiones en que le había preguntado sobre el asunto. También podría decirle que para tia E., ser bruja era una combinación de sabiduría ancestral con un enorme sentido común cotidiano. "Mucho de aprender que el tiempo tiene su propio ritmo, su propia manera de enseñarte lo bueno y lo poderoso de cada día que vives" me explicó una vez, ambas sentadas junto al enorme árbol de mango del jardín antipático de abuela. "Ser bruja es comprender que somos piezas de un mecanismo gigantesco de comprensión del poder del espíritu. Somos partes una de las otras, palabras de una historia que se hace cada vez más rica y compleja. Cada bruja es imprescindible en ese lento trayecto hacia el origen mismo de todo saber. De toda visión de lo profundo y lo valioso que nace de tu espíritu".

- ¿O sea que toda bruja es...como parte de una familia?

Tia E. se golpeó con los dedos la barbilla, el gesto que siempre hacia cuando pensaba en lo que ella llamaba "asuntos extraordinarios". Se quedó un buen rato mirando el paisaje irregular de la hierba mal cortada. Del brillo oloroso del rocío sobre las flores que nacían como manchas de colores en mitad del follaje. Movió la cabeza con lentitud.

- No sólo somos una gran familia, somos una fuente de conocimiento ancestral. Somos la voz que recuerda por qué la tierra celebraba a una mujer que parió el mundo. La que celebra que la Luna Llena fue el símbolo del vientre fecundo y de las montañas inalcanzables de nuestra mente. Somos la consciencia que recuerda que nuestra mente es útero fecundo, que en el espíritu de cada bruja hay fuego primigenio. Un aprendizaje lento y trabajoso que le lleva a recorrer el camino más complicado: el de reconocerse a sí misma como parte de una tradición. Ninguna bruja está sola nunca, aunque lo crea. Ninguna  bruja está muy lejos del centro de todo conocimiento, que es el poder ancestral que habita en su curiosidad. De manera que sí, somos una familia. Una bruja siempre encontrará a otra bruja. Una bruja siempre extenderá la mano para sostener la de otra. Una bruja nunca olvida que es el reflejo de una historia mucho más vieja que la suya.

Pero no sabía cómo explicarle todas esas cosas a Flor. Como explicarle que las brujas de mi casa eran grandes lectoras, científicas, devotas de la filosofía, dedicadas artistas, mujeres con un espíritu extraordinario. Mujeres curiosas, con los brazos abiertos a cualquier aprendizaje, con la mirada asombrada a todo lo que ocurría a su alrededor. Eso no se parecía demasiado a las misteriosas mujeres de los cuentos, esas que vivían en bosques y montañas, con el cabello desgreñado y la nariz ganchuda.  Las brujas, las de verdad (o al menos las de mi familia) era mujeres espléndidas, luminosas por derecho propio y sobre todo, con la osadía ciega y certera de saber que la magia reside en su manera de mirar, crear y saltar hacia lo desconocido.

Claro está, una niña de ocho años no piensa en términos tan complejos y yo no era la excepción. Tenía la vaga sensación que las mujeres de mi familia era espléndidas y fuertes, aunque no podía definir muy bien en qué consistía esa energía, era radiante capacidad para sonreír y siempre avanzar, esa sabiduría bajo la sonrisa, la mirada atenta, las manos inquietas. Era algo formidable, enorme y que por supuesto, rebasaba mis ideas sencillas sobre el conocimiento, el poder de la imaginación y esa clarísima percepción sobre la fe y la tradición que era fundamental en el seno de mi familia.

- Se llaman brujas porque saben cosas - dije por último - porque las aprenden todos los días y porque les gusta enseñarlas. Porque para una bruja, aprender es algo muy importante. Es tu manera de crecer, de mirar al cielo...y saber que guarda muchos secretos para ti.

Flor parpadeó confusa. Era una niña despierta, práctica y muy inquieta y supongo que toda aquella palabrería tuvo que haberle parecido la mar de aburrida. Pero ¿Qué otra cosa podía decirle? Continuamos caminando por el patio del colegio. El resto de las niñas nos dedicaban miradas curiosas. Ya por entonces, Gloria - la niña más popular de la escuela - me había puesto el remoquete de "loca de las escobas" y la mayoría tenía una idea más o menos clara que había algo curioso conmigo. Algo lo suficientemente peculiar como para que yo insistiera en mantener una distancia prudencial de todas ellas. En un ocasión, Gloria me  había intentado arrebatar el pentáculo que llevaba colgado al cuello y cuando me resistí, me señaló con el dedo entre risas.

- La niña chiquita defiende su estrellita - se burló - ¡Eres una estupida! ¡Es una estrella de metal nada más!
- ¡Es un pentáculo! ¡Símbolo de las brujas! - grité sin pensarlo demasiado. Gloria parpadeó y esbozo una maliciosa sonrisa.
- ¿Símbolo de las brujas? - repitió lo suficientemente alto como para que todas las niñas del patio se dieran la vuelta a mirar - ¿Por qué dices algo tan feo?

No supe que responder a eso. Sabía que para la mayoría de la gente, la palabra "bruja" describía a una mujer malvada, cruel y la mayoría de las veces, capaz de las peores fechorías. Lo había leído en mis cuentos favoritos, lo había visto en las películas. ¿Cómo explicar al coro de niñas que me miraban desconcertadas que una bruja era algo por completo distinto? ¿Como hablarle de mi abuela con los brazos llenos de flores, de mis tías que cantaban bajo la Luna Llena? ¿Cómo hablarle de los libros de las Sombras, que guardaban la sabiduría de generaciones de mujeres que sonrían al pensar en el futuro? ¿Como hablarle de lo que me hacia sentir levantar los brazos a la noche e invocar junto a mi familia el poder del viento? ¿Por qué había algo mal en eso? Me mordí los labios, con el corazón latiendo muy rápido y apretando el pentáculo entre los dedos empapados de sudor nervioso.

- Las brujas no son algo feo.
- ¡Son mujeres horribles! - chilló Gloria, fingiendo miedo - ¡Y tú eres la loca de las escobas! ¡Tú eres la loca de las brujas!

Hubo risas burlonas, carcajadas ofensivas, pero también miradas sobresaltadas. Me sentí más avergonzada que nunca en mi vida y me prometí nunca, nunca volver a decir en voz alta nada sobre las brujas. Cuando le conté lo ocurrido a mi tia P. me miró escandalizada y entristecida.

- Ser bruja es parte de tu vida. ¿Cómo lo vas a ocultar?
- No sé. Me esconderé.

Me llevé la mano al pecho. Bajo la camiseta sentí el peso frío del pentáculo contra la piel. Me pregunté si sería tan sencillo como esconder entre las ropas mi estrellas. Si en adelante, me cuidaría muy bien de todo lo que diría o de todo lo que hacia, para evitar que nadie supiera la forma como mi familia miraba al mundo. Sacudí la cabeza, incómoda.

- No quiero que nadie se burle de mi - dije bajito - no quiero que nadie más vuelta a...

Recordé lo mucho que me había dolido las burlas que me acompañaron por semanas en los pasillos de la escuela. Las risitas disimuladas que dejaban escapar las niñas cuando me veían pasar. Y sobre todo, la forma como Gloria se regodeaba en cada oportunidad posible, llamándome a gritos "Loca de las Escobas". ¿Será que yo no era tan valiente como el resto de las mujeres de mi familia? Tragué saliva, abrumada por la idea. Tia me tomó de la mano con ternura.

- Toda bruja alguna vez se tendrá que enfrentar a la desconfianza del resto de la gente - dijo en voz amable y franca - una bruja contradice todo, siempre señala, siempre se opone, siempre mira las cosas de manera distinta. Una bruja recorre el camino más difícil, el menos transitado, el que está lleno de dificultades y de peligros. Y lo hace porque es su manera de demostrar que el valor consiste en enfrentarte al miedo pequeño, al de todos los días.

"Las brujas en ocasiones temen decir que lo son, pero sin embargo, esa magia y poder interior les hace hacerlo. Es inevitable. Lo hacen a pesar de los prejuicios, de los temores que despierta la palabra bruja. Lo hacen a pesar de la incomodidad, de las miradas irritadas y de lo escandaloso que pueda resultar que una mujer se declare a sí misma libre de toda atadura y de todo estigma. Porque una bruja es poderosa en la medida que asume su independencia mental. Su capacidad creadora. Su visión sobre todo lo que hace, todo lo que espera, todo lo que sueña. Una bruja es pura fuerza de voluntad, es pura mirada hacia lo que es y lo que desea crear. Una bruja jamás se detiene, una bruja siempre avanza, siempre mira a la distancia. Una bruja se arroja al vacío con los brazos abiertos, se aterroriza, se emociona por el poder de la osadía. Tal vez no te llames bruja, pero lo serás. Y actuarás en consecuencia".

Me quedé en silencio, maravillada por la forma como mi tía describía el valor y el coraje. Y de pronto, me sentí muy tonta de intentar ocultar quizás lo más poderoso que había en mi espíritu, esa fuerza invisible que me hacía siempre hacer algo nuevo, intentar lo que en ocasiones me provocaba miedo. Sonreí más animada.

- ¿Y tu crees que está bien decirle a todo el mundo que soy bruja?
- Esta bien jamás ocultar quien eres por ningún motivo - respondió mi tía - y sobre todo, está bien siempre volar por encima del miedo y lo que te hace sentir insegura. Inténtalo y verás.

Gloria me miró sorprendida unos días después cuando volví a pasearme por el patio del colegio con el pentáculo bien a la vista. Me señaló otra vez con el dedo y se burló como solía hacerlo...solo que en esta ocasión, no me di por aludida. Le dediqué una larga mirada aburrida - aunque el miedo y la vergüenza me quemaban las mejillas - y seguí leyendo sentada en uno de los bancos de piedra del patio del colegio. Ella pareció sorprendida pero claro está, no se dio por vencida. Luego de varios intentos fallidos se acercó a donde me encontraba, con los brazos en jarra y los ojos ardiendo de furia impaciente.

- ¿Ahora te la das de importantísima? - me dijo casi a los gritos - ¡Eres una loca y tu familia también lo es!



Seguí sin responder. Sentí que algo amargo y duro me cerraba la garganta y que la cólera me hacia temblar los dedos, pero perseveré en no mirarla, en seguir concentrada en lo que leía y sobre todo, conteniendo el impulso de esconder mi pentáculo debajo de la ropa. Gloria soltó una risotada burlona.

- Todas las brujas son mujeres terribles. Eso es lo que son.
- Bueno, aquí yo soy la bruja y eres tu la que estás insultándome - dije entonces. Lo dije con una voz seca, dolorida. Apreté aún más el libro entre las manos y sentí el cartón de la portada crujir por el maltrato - ¿Quién es la terrible aquí?

Gloria parpadeó. Varias de las niñas a nuestro alrededor le dedicaron miradas inquisitivas.  La vi morderse el labio como siempre hacia cuando estaba realmente furiosa. Por último, se encogió de hombros y volvió a reír. Pero ya no se le veía muy segura.

- ¡Eres una estupida y una loca! - me acusó - ¡Eso es lo que eres!


Esta vez no dije nada. Ella pateó el suelo con fuerza, enfurecida y corrió a reunirse con su grupo de amigas, que me dedicaban miradas torvas. Tomé una bocanada de aire cuando todas decidieron darme la espalda ysseguir jugando sin mirarme otra vez. El alivio me invadió como una ráfaga. Me gustó lo que me hizo sentir dejar de sentir miedo, ser libre para decir lo que sea que pensaba y quería expresar en voz alta. Ese mismo día, invité a Flor a mi casa.

- Bueno ya, no me expliques más cosas - su voz de pito me hizo volver al presente. Seguía de pie a unos pasos de donde me encontraba, con los ojos muy abiertos y brillantes de emoción - claro que quiero ir a tu casa. Y quiero ver a todas las brujas. Quiero aprender.

Su entusiasmo me hizo sonreír. Pero también me hizo preguntarme porque no me temía o pensaba cosas feas sobre las brujas. Flor se limitó a encogerse de hombro, con un gesto de mujer adulta que la hizo parecer incluso más pequeña y desgarbada de lo que era.

- Si, también me las sé ¡Pero a quién le importa eso! - puso los ojos en blanco - ¡Oye! ¡Yo quiero que las brujas me cuenten su historia!

Muchos años después, recordaría esa frase. Y cuando lo hice, me pregunté si no sería un anuncio de mi pasión por contar historias de brujas - las mías, las de todas las que conocía  - a la que dedicaría mi vida.  Un ciclo radiante de conocimiento, tal vez.

***

Como es natural, Flor se sorprendió por las estatuillas de Diosas y Dioses que había en todas partes de la casa, el calderito de mi abuela - de hierro forjado y curado, un caldero de bruja de verdad - y el pentáculo de madera pegado a la pared. Cuando me preguntó de qué iba todo aquello, le respondí con toda la naturalidad del mundo que como todas las mujeres de mi familia éramos brujas, practicábamos la brujería. Mi abuela, que nos escuchaba desde el salón, sonrío con su acostumbrada malicia. Flor me miró con los ojos muy abiertos, desconcertada y luego de un largo minuto de silencio, soltó la pregunta que pareció le atormentaba luego de la, para ella, asombrosa revelación.

- ¿Vuelan en escobas?

No supe que decir. Miré a mi abuela, que se levantó del sillón donde estaba sentada y vino junto a nosotras. Sonreía con benevolencia.

- No, barremos con las escobas.
- ¿Se les pone la piel verde en luna llena? - insistió Flor. Mi abuela intentó contener la carcajada, de verdad lo intentó, pero yo noté que la risa estaba allí, muy cerca de su boca.
- No. Tampoco comemos niños y ni tenemos verrugas - respondió mi abuela. Flor escuchó todo aquello con la boca muy abierta.
- Pero son brujas.
- Sí, de las de verdad.
- Ya.

Un par de horas después, Flor no recordaba su curiosidad y comía las famosas galletas de jengibre y pasitas de mi abuela pero a mi, sus preguntas me siguieron intrigando, a pesar que las había escuchado mil veces. Supongo que es muy distinto leer cosas semejantes en libros y verlas en televisión a escucharla de tu amiga más querida. Miré a Flor curiosa, mientras recorría la casa, tocando y señalando con el dedo todo lo que le llamaba la atención. Mi abuela respondió cada una de sus preguntas, lanzándome miradas curiosas porque yo permanecía a cierta distancia, sólo observando. En más de una ocasión, le noté preocupada. Pero no dijo nada.

- ¡Tu casa es de fábula! - gritó Flor después, cuando se subió al automóvil de su madre - ¡Invitame otra vez!

Su madre sonrío y sacudió la cabeza, un poco avergonzada. Mi abuela, a mi lado soltó finalmente la carcajada.

- Siempre estás invitada. Siempre puedes venir. Mi casa tiene las puertas abiertas a todo el que desea visitarla.

Eso sonaba muy distinto a lo que solía decirse sobre las brujas. Fue un pensamiento lento y pesaroso. Una idea muy concreta. Miré el coche de la mamá de Flor alejarse, preguntándome por qué se decía tantas cosas extrañas sobre las brujas, por qué de pronto me parecía tan importante eso. Recordé la mirada de Gloria al ver mi pentáculo, su grito de furia cuando me acusó de "cosas horribles". Me pregunté que había tan mal en lo que éramos para provocar algo semejante.  Cuando nos quedamos solas, le pregunté a mi abuela de donde salían aquellas ideas extravagantes sobre las brujas. Mi abuela me miró largo rato y ahora pienso, que probablemente intentaba resumir en una explicación que pudiera entender una niña de diez años, siglos de supersticiones. No lo logró, de manera que me abrazó con esa calidez suya que todavía extraño.

- La gente cree lo que quiere y siempre ha sido así. Lo diferente asusta y preocupa, pero para saber porque, hay que vivir. Cuando seas más grande, encontrarás la respuesta a eso.

Cuando sea más grande, pensé un poco fastidiada por esas palabras que siempre me habían impacientando. Pero resultó que al menos en ese respecto, si necesitaba ser más grande para comprender.  Y me ha llevado buena parte de mi vida hacerlo.

Porque crecí escuchando que mis creencias eran "malas", que las brujas "eran del diablo", que mi sentido de la fe eran supercherías. Seguirían ocurriendo cosas como las burlas de Gloria y a veces, mucho más graves. A los doce, una monja intentó obligarme me quitara el pentáculo que desde que recuerdo llevo al cuello, porque era "símbolo del demonio". A los quince, la madre de una amiga me pidió nunca más fuera a su casa porque era parte de una secta. En la Universidad, un profesor me insultó a su manera sutil, llamándome "primitiva e ignorante". Ha sido un camino largo, extraño, singular, duro y bello a la vez. Porque desde el momento en que decidí en que llevaría mis creencias como una banda de honor, bien visible, que sonreiría al decir la palabra bruja, que no tenía que ocultar mi manera de creer y confiar, ha sido una lucha discreta, diaria y sincera, por demostrar que lo diferente es tanto hermoso como duradero y que el poder de la fe no tiene rostro ni tampoco, discrimina.

Pero también hubo grandes momentos, como la ocasión en que varias de mis amigas más queridas de la Universidad celebraron mi cumpleaños alrededor del fuego de Equinoccio, maravilladas con la oportunidad de celebrar un viejo ritual. O como esa otra, en que una anciana desconocida me abrazó con enorme afecto al ver mi pentáculo sobre la ropa. O cuando recibí un largo correo donde una mujer me contaba como mis pequeñas reflexiones sobre la brujería, le habían permitido asumir que había una parte de sí misma definitivamente mágica. Una y otra vez, hubo momentos en que la palabra bruja - su poder y su recuerdo - se enfrentó al temor y creo algo nuevo. Una mirada profunda sobre la identidad de todas las mujeres que llevamos el nombre y la tradición como parte de nuestra vida y sobre todo, esa necesidad de comprender el poder de la esperanza, de la sabiduría íntima. De las manos abiertas hacia el infinito.

No ha sido sencillo por supuesto. Tampoco esperé que lo fuera. Porque a pesar que mi país es bastante ecléctico en lo que a creencias religiosas se refiere, es también y de una manera bastante contradictoria, muy conservador. Hay una cierta desconfianza hacia lo que no es común, hacía lo que no se entiende, y sobre todo, a eso que no podemos clasificar a primera vista. Pero cada vez que llevo el pentáculo al cuello, cada vez que realizo un ritual, cada vez que respondo "soy bruja" cuando me preguntan en qué creo, doy un paso hacia adelante para abandonar esa región de lo marginal, lo prejuiciado, lo que se discrimina. Cada vez que me atrevo a copiar un ritual y publicarlo, a hablar con total libertad de mis creencias, encuentro una manera de crear, de construir un camino propio que seguir. Y quizá,  sea esa necesidad de creer y confiar, lo que sea la verdadera magia, la esencia real de esa fe que de alguna manera me define y que durante toda mi vida adulta, le ha dado un lugar y una identidad a mi manera de ver el mundo.

A veces, todavía recuerdo esa primera tarde con Flor , comiendo galletas de jengibre, mientras mi abuela quemaba albahaca en su caldero de hierro - que heredé - y tejía un tapiz para envolver sus cartas de Tarot. Y siento un amor enorme, radiante, por esa linea de conocimiento que heredé, por esa visión de las cosas que llevo a todas partes y en todo lo que hago con profunda convicción. Y es que tal vez la bruja que soy - la niña que fui, la adulta en que convertí - es parte de ese juego de espejos que con tanta ingenuidad, llamamos madurez.

C'est la vie.