sábado, 31 de diciembre de 2016

El despertar de las mariposas y otras historias de brujería.








Camino por el sendero de piedrecillas blancas con paso lento y torpe. Cuando me detengo frente a la vieja reja de metal envejecido, un hilo de miedo me recorre la espalda. ¿Que encontraré más allá? me pregunto. ¿Que espera por mi entre las puertas cerradas, los pasillos irreconocibles, las ventanas que miran aún hacia la montaña pero no me reconocen? Un nudo amargo me cierra la garganta, aprieto las manos contra las caderas. Por un momento deseo retroceder, quizás huir. Sin mirar atrás, olvidar ese instante duro y tan doloroso, que me roba el aliento, que me deja a solas con mis pensamientos y una angustia tan intima como desconocida. Tal vez debería hacerlo, me digo. Tal vez el pasado no tiene otro significado que una brecha brumosa en medio de nuestros pensamientos. Tal vez, lo que tememos y olvidamos deba ocupar un lugar perdido en el salón de los recuerdos más preciados.

Pero no lo hago. Me inclino, aprieto el botón del timbre. Escucho el sonido de las campanillas, tan distinto y al mismo tiempo tan idéntico a como lo recuerdo. Y aguardo. Los ojos entrecerrados. Los dientes apretados. No llores, me digo. Escucha, recuerda, atesora. La vida es un trayecto que te ha traído hasta aquí.

***

La última vez que visité la casa de mi abuela, fue unos meses después que mi madre la vendió a una pareja de desconocidos. Habían transcurrido dos años después de su muerte y la decisión de mi madre había sido irrevocable. Necesaria, me insistí más de una vez. La casa había estado vacía desde que mi abuela había muerto y comenzaba a deteriorarse. Y es que nadie quería volver a ella, ahora que Celia ya no estaba. Que el jardín había perdido su voz, que los pasillos enmudecieron sin el sonido de sus pasos. En la ausencia de mi abuela, el hogar que había conocido, con sus risas y olores, con sus palabras elevándose en espiral en todas partes, había desaparecido, se había transformado en otra cosa. Ahora sólo era una casa, con las paredes llenas de moho, puertas rotas y las ventanas sucias. Un lugar hecho de ruinas y sombras que ninguna de las brujas de mi familia quería volver. Así que cuando mi madre decidió venderla, no me opuse. Me insistí que era lo natural, que la vida continuaba a pesar de todo. Me obligué a aceptarlo como se aceptan los pequeños dolores, a la fuerza, con las manos apretadas contra el pecho.

Aún así, perder la casa donde había crecido,  me produjo un sufrimiento secreto que no supe como expresar, que me lastimó por tanto tiempo que llegó a convertirse en uno de esos pequeños pesares que llevamos a todas partes, que atesoramos sin saber por qué. De vez en cuando, me encontraba de pie en mi pequeño apartamento, recordando mi habitación de niña, con sus muebles de estuco y su ventana enorme con su marco de madera roto. Las ramas del árbol que rozaban el cristal cada madrugada y que me ayudaban a dormir. La montaña alzándose más allá, una linea verde e inolvidable abarcándolo todo. O de pronto, me llegaban los olores de la casa en ráfagas, venidos de algún lugar misterioso de mi mente. El orégano de la cocina, la albahaca de las sábanas y muebles, la cera derretida de las velas que llenaban los rincones. El murmullo de la biblioteca desordenada, la risa misteriosa del jardín desordenado de mi abuela. La claridad del recuerdo me confundía, me abrumaba. Todo lo bueno en mi, lo más querido, parecía haberse quedado allí, entre la luz diáfana de las tardes inolvidables, junto a la voz de mi abuela, las pequeñas escenas de mi infancia cada vez más lejanas, imprecisas.

En una ocasión, me había encontrado conduciendo sin saber como, por la vieja calle hasta la fachada de la vieja casa. Había estado pensando en ella durante todo el día, con una sensación agria que me llevaba esfuerzos comprender. ¿Se trataba de pura añoranza? ¿O de la sensación que aún había mucho por decir y recordar a pesar de la ausencia?  No lo sabía.   La casa se me aparecía en todas partes, una imagen irremediable que encontré incluso en los lugares más imprevisibles. La casa, en los paisajes de una ciudad cada vez más inhóspita y dura. La casa, en mitad de una frase, a medio recordar, rodeada en pequeños trozos de algo más amplio. La casa y sus recuerdos, en mi piel, en el rostro pálido y preocupado de la mujer joven en que me convertí. ¿Quién soy? me preguntaba con frecuencia, sentada en la oscuridad de mi habitación de adulta, rodeada de libros y de fotografías. ¿Quién seré? ¿Que deseo ser?

Me detuve frente a la vieja casona con el corazón latiendome muy rápido. La vieja y amada silueta de la fachada pareció emerger de entre las sombras, dibujarse en pequeñas variaciones de luz.  Estaba por anochecer y las luces de las ventanas del piso superior estaban encendidas.  Una figura solitaria caminaba entre el resplandor, con paso lento, la espalda encorvada. Más arriba, las tejas brillaban con el último resplandor de la tarde. Y el olor del jardín, me dije apretando el circulo de goma del volante con un gesto casi desesperado. Allí, el olor. Cerré los ojos para disfrutarlo. Las begonias en flor, de un Julio especialmente caluroso. El árbol de mango más allá, que ya comenzaba a dar frutos. El feo Rosal de mi abuela, que quizás comenzaba su lento ascenso hacia la luz desde la muralla del fondo. El dolor me recorrió duro, pleno. Irradió desde un punto misterioso de mis manos abiertas hasta más arriba, hacia mi mente, hacia mi espiritu. Hacia todas las heridas abiertas. Las lágrimas tan cerca de la superficie. La voz de una niña en mi mente. Que reía, que abría los brazos para correr y...

Parpadeé. Encendí el automovil con un gesto brusco que casi me hace estrellarme contra la acera demasiado alta. Maniobré de derecha a izquierda y salí dando tumbos hacia la cercana autopista. Basta, me ordené con los dientes apretados. Basta. Ya has crecido. Ya eres una mujer. La niña ya no está, los recuerdos tampoco. Basta, ya. No puedes continuar mirando hacia atrás siempre. Basta ya.

Mi tia L. me miró desconcertada cuando me encontró sentada en la puerta de su casa. Era casi el filo de la medianoche cuando finalmente se asomó por la ventana y me encontró allí, sentada en uno de los peldaños de cemento que daban hacia su taller de arcilla. Escuché sus pasos en el piso de parquet, el sonido sinuoso de sus pies desnudos. Luego, el rumor de su ropa holgada, el olor fresco de su cabello.

- ¿Que te pasa bruja? -  se sentó a mi lado. No parecía asombrada de encontrarme allí. Tampoco me reprochaba nada. Sus ojos castaños, adormilados pero aún así vivaces, me miraron con interés. Me encogí de hombros.
- Fui a la casa de...de mi abuela - le expliqué en un susurro. Tia suspiró y luego revolvió entre su bata de paño de dormir, buscando entre los bolsillos algun objeto invisible. Mi madre y yo le habíamos regalado esa bata: una bella pieza hindú con arabescos y una luna bordada a un costado. Un paisaje lunar extrañamente pacifico - no sé por qué lo hice.
- Porque lo necesitas. Eso no tiene discusión.

Encendió un cigarrillo. El olor a menta se elevó entre nosotras, como un rizo blanco y gris con olor a noche fresca. Sacudí la cabeza, me cubrí el rostro con las manos. El dolor, de nuevo. Escarbando en la superficie, palpitando tan cerca del límite de la angustia que apenas podía soportarlo. Reprimí un gemido de angustia.

- No sé que necesito. La recuerdo tan claro. No sé si sea majaderias mias o que pasa. Pero no puedo soportarlo. No sé como manejarlo.

Tia fumó en silencio. Y le agradecí me escuchara con esa apacible ferocidad suya. Nunca podría haberle dicho algo semejante a mi madre, malhumorada y fría. O a una de mis tías, que me habrían hablado de pasos del ser y la tenacidad de comprender. ¿Qué ocurría conmigo que los viejos recuerdos me dolían de esa manera? No lo sabía. Nunca lo había entendido bien. Me lo preguntaba sentada frente a las velas de la Celebración de Luna llena, bailando desnuda en la primer rayo del Sol de los solsticios y equinoccios. A solas, con las manos extendidas hacia las estrellas. ¿Que ocurre en mi corazón?

- Lo que necesitas es hacer las paces con tu espíritu - me contestó mi tia al cabo de un rato - eres una mujer de tu época que fue educada en creencias ancestrales. Eres una mujer que sobrevive en un país hostil, en un década indiferente. Y el corazón te conduce hacia tus propias preguntas, hacia la necesidad de mirar más allá de todo lo que temes, de lo que te desconcierta. Necesitas encontrar el origen de todo eso. De volver a crecer, confiar, mirar al infinito sin temor ni dolor.

Tia L. no era mi tia realmente, sino la mejor amiga de mi madre. Aún así, era mi pariente más querida, tan cercana a mi como lo hubiese sido si compartieramos sangre y carne. También, era una bruja, aunque ella jamás lo aceptara y se burlara de mi insistencia en llamarle así. Era prolífica escultura, una artista consumada, un espíritu libre y salvaje. Y sin duda, una de las personas más importantes de mi vida. De manera que la escuché, entre desconcertada y abrumada, sin saber que responder. Incliné la cabeza y la escondí en el cuenco de mis brazos.

- Hablas como de una travesía espiritual o algo semejante - protesté en voz baja - quizás sólo me siento sola, a ratos incomprendida. Herida por...no lo sé, por sentir que falta una pieza en mi vida que no sé donde podría encajar.

Tia soltó otra bocanada de humo. Se levantó y caminó por su pequeño jardín impecable. Llevaba el cabello entrecano y abundante, despeinado y suelto sobre los hombros. Tenía un aspecto entrañable, con el rostro limpio de maquillaje, los pies desnudos, apretándose la bata de paño en el pecho con una mano pecosa.

- Todos somos producto de lo que recordamos y añoramos, de eso se trata madurar - me respondió - todos miramos hacia atrás y comenzamos a hacernos preguntas, a levantar piezas perdidas, a intentar encontrar otras. Al final, lo que anhelamos es hacer las pases con nuestro pasado. Asumir los pequeños dolores y alegrías y continuar el trayecto hacia el futuro, nada más.

- ¿Que necesito entonces? - insistí. Tia soltó una de sus carcajadas rotundas, peligrosas.

- No lo sé, bruja. ¿No te dejó tu abuela una gran lección sobre el tema?

Cuando mi abuela vivía, Tia solía visitarla con frecuencia. Ambas conversaban por horas, reían a carcajadas. Mi tia solía decir que mi abuela era "una romántica irremediable" y mi abuela lo aceptaba de buena gana. Ambas compartían el gusto por el arte, por el blues de Nueva Orleans y la comida picante. Y también, una cierta mirada profunda sobre el mundo, una noción sobre la belleza sutil de la realidad que las hacia comprenderse muy bien. Mi abuela solía decir que tia era "una mujer poderosa, a pesar de no saberlo" y yo le creía.

Solté una carcajada. Me quité las pesadas botas de tela que calzaba y apoyé los pies sobre la hierba fresca. Moví los dedos sobre la tierra húmeda. La deliciosa sensación me recorrió como un suspiro, un hilo de placer que me reconfortó. Me encogí de hombros.

- Ya sabes como era mi abuela. Lo sabía todo. Pero yo no.
- Lo sé. Así que creo que te debió dejar una lección por allí.

Suspiré. Hundí un poco más los pies en el barro. Un escalofrío me recorrió.

- Una vez me dijo que todas las brujas recorren el mundo para volver al lugar donde fueron más felices - murmuré entonces - que buscas lo que perdiste en el lugar donde aprendiste a desear encontrarlo. Que cada bruja recorre su historia a trozos, a fragmentos, en escenas. Todos igual de necesarios.

- Las brujas son depositarias de un tipo de sabiduría abstracta y que podría resultar confusa, sino fuera por esa aspiración a la belleza con que las educan - dijo mi tia - toda mujer que concibe una idea poderosa sobre si misma, sabe que cada pequeña idea, cada sueño, cada pensamiento, cada forma de comprender el mundo es valiosa y necesaria. Porque te crea, porque le brinda sentido a lo que crees y asumes es real. Entonces sí, Celia tiene razón. Si algo falta en tu vida, regresa al origen. Recuerda, perdona, continúa. Vive.

Silencio. Uno enorme que pareció abarcar el cielo. Me sequé las lágrimas con disimulo.

- Entonces, abuela siempre tenía la razón - dije. Tia se acercó y me acarició con un gesto rápido y firme el cabello.
- ¿No lo sabias? era su mayor defecto.

Suspire. La noche pareció hacerlo conmigo. El dolor palpitó, creció, me recordó que estaba allí.
El origen.

***

La anciana me miró boquiabierta cuando se acercó a la reja desvencijada. Me dedicó una mirada desconfiada y lenta.

- ¿Y usted dice que quiere entrar...a mirar?
- Sólo un ratito. Vivi aquí de niña y...necesito mirar otra vez la casa. Sólo una vez. Prometo no molestarla - le aseguré.

Me pregunté que veía la anciana. Una mujer pálida y despeinada con expresión ansiosa mirandola desde la calle. Me pregunté por qué llevaba a cabo esa pequeña expedición al pasado, si todavía tenía oportunidad de regresar...si aún...

- Ya le abro Mija.

El sonido de la cerradura me sorprendió. Me quedé allí, paralizada y pálida. La anciana aguardó, con gesto impaciente e incómodo.

- ¿Va a entrar?

Entré.

El pasado pareció florecer a mi alrededor, hacerse mucho más real que presente. La anciana malhumorada me condujo por el jardín - que parpadeó al reconocerme  - hacia la casa que sonrío cuando me abrió los brazos para recibirme. Y es que de pronto, no hubo mañana. No hubo hoy. No hubo ayer. Hubo una sensación extraordinaria de reconocimiento. Hubo una sonrisa que cien días perdidos y vueltos a encontrar. De recuerdos que de pronto, cobraron vida a mi alrededor. La niña que corría entre los pasillos como un vendaval, llevando un par de alas sucias colgadas a la espalda. La Dama de cabello cobrizo entrecano que cantaba al cocinar. La silueta de tia E. dibujandose en la penumbra del Jardín, mientras podaba con delicadeza sus amadas begonias. El paso fuerte de bisabuela, apoyada en su bastón. La sonrisa enigmática de mi tatarabuela, sentada bajo el árbol de mango. ¡Allí estaban todas! ¡Todas los pequeños fragmentos perdidos de mi vida! ¡Y la esperanza! ¡Y la fe! ¡Y el miedo que podía vencer! ¡Y cada pequeña puerta abierta a una vivencia preciada! El primer libro que leí, aquí. El sabor del chocolate con especias, entre las sombras. La Luz de la Luna llena, perdido entre las paredes recien pintadas y desconocidas. Aquí y aquí, cada una de mis imagenes añoradas. Aquí y aquí, los abrazos y los suspiros. La mirada asombrada. Aquí y aquí, cada lágrima y cada risa. Aquí y aquí, todo lo perdido que vuelvo a recuperar.

Y lloré, en silencio, sentada en el jardin radiante, tan vivo como siempre, que quizás no esperaba recibirme y lo hizo con el olor del pasado, reconfortante y delicioso. A reí, por la niña que brincaba y se caía entre las hojas jugosas, que se raspó la rodilla con las piedrecitas perdidas. Y de pronto, no hubo pasado, no hubo otra cosa, que esta sensación de comprender que todo vive, si la memoria lo conserva. Que todo trasciende su sabemos su valor. Si todo se eleva, más allá de las estrellas. En esta sensación de reconocimiento y agradecimiento, en esta pequeña celebración.

- ¿Está muy distinta la casa a como la conoció? - me preguntó la ancianita cuando me acompañó de nuevo a la puerta para despedirme. Sonreí, al salón vacío, donde aún las brujas me miran desde las sombras. Donde aún mi infancia vive y se eleva, tan real, tan presente. Tan verdadera. Sacudí la cabeza. Las manos apretadas de emoción contra las caderas. La mirada azul del recuerdo tan profunda y tan dolorosa. Tan real.

- Nada cambia quizás - le respondí - todos somos los mismos, quizás sin saberlo.

Lo pienso, sentada frente a las velas de un ritual silencioso. Con el cabello trenzado cayendome sobre los hombros. Y es que hay un origen para todas las cosas, me digo. Y también el principio de un nuevo ciclo. Todo entre mis manos, todos en lo que espero y aspiro. Un recorrido circular en la esperanza. Un trayecto que recorro en mi espíritu, una y otra vez.

Sonrío, al futuro. A la bruja que soy.

Así sea.

viernes, 30 de diciembre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Diciembre: Mujeres sin fronteras. Sor Juana Inés de la Cruz.





Se dice que  Juana Inés de Asbaje - quien sería después la inmortal Sor Juana Inés de la Cruz  - dedicaba tantas horas a estudiar que su madre debía arrancarle los libros de las manos. Enfurecida, la niña exigía no sólo leer sino también aprender, algo que no sólo preocupó sino incluso atemorizó en su familia. Tan fuerte llegó a ser ese deseo - y el valor que la niña le otorgaba - que según cuenta su biógrafo y amigo Diego Calleja Juana decidió cortarse el cabello por cada libro que no podía leer, porque  "no le parecía bien que la cabeza estuviese cubierta de hermosuras si carecía de ideas." Una frase que parece resumir esa visión sobre el poder del conocimiento que la impulsó durante toda su vida. Ese afán por sabiduría que la definió mejor que cualquier otra cosa.


Porque antes de ser poetisa e incluso de tomar los hábitos, ya Sor Juana Inés de la Cruz era considerada una mujer "sabía", todo una rareza para la época y sobre todo, una idea peligrosa a la que tuvo que enfrentarse apenas comenzó a mostrar su independencia intelectual.  Tal vez se debió a que llevaba a cuestas una historia familiar tan poco tradicional como escandalosa: sus padres  Pedro Manuel de Asbaje y Vargas-Machuca e Isabel Ramírez de Santillana jamás se unieron en matrimonio, lo que quizás provocó que Juana comprendiese desde muy joven que necesitaba abandonar los límites de la moral provinciana en la que nació para alcanzar la ilustración que aspiraba. Una idea que la acompañó por el resto de su vida y que quizás es el elemento más reconocible de su obra.

Y es que Juana  rebelde por voluntad y creadora por necesidad  - comprendió muy pronto que su vocación de aprender y crecer en lo académico era un rasgo insólito que le acarrearía no pocos sinsabores. Aún así, lo celebró y atesoró por encima de cualquier otro.  Durante toda su vida dio muestras de un carácter férreo que sorprendió a la corte Antonio de Toledo y Salazar, marqués de Mancera de la que formaba parte y muy pronto, fue evidente que la futura Sor Juana Inés de la Cruz no sólo era una mujer de prodigiosa capacidad intelectual sino además, un espíritu libre que sorprendía - y por supuesto, escandalizaba - a la época que le tocó vivir. Tal vez por ese motivo, sus protectores y mecenas intentaron protegerla de la mejor forma que pudieron y la que le aseguraría según los parámetros de su tiempo, la libertad para aprender que tanto ansiaba: La vida Monascal.

“Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió Sor Juana Inés en una oportunidad, probablemente abrumada por el peso de la tradición y la cultura que le exigía otra cosa. Porque para Sor Juana, intelectual hasta la médula y obsesionada con el conocimiento más que por cualquier otra cosa, debió ser un suplicio esa existencia reservada para las mujeres como ella. Esposa y madre apenas rozando los primeros años de la adolescencia y después, una muerte apacible, como sombra de un marido en una cultura que le prohibió de origen, su único irreductible deseo: aprender.

Se dice que Juana llegó a decir en más de una ocasión que su afán por aprender era más un suplicio que un triunfo de la imaginación. Con toda seguridad lo creyó, exhausta en medio de la batalla contra el peso de la sociedad que soportar desde niña. Aficionada a la lectura desde niña, durante la adolescencia descubrió la biblioteca de su abuelo paterno - en Panoaya, donde la familia tenía una hacienda - y se obsesionó sin remedio con los libros. Aprendió por cuenta propia y a riesgo de castigos y recriminaciones, todo lo que era conocido en su época: para Juana aprender era un trayecto interior, una búsqueda de libertad a la que nunca renunció a pesar de la sofocante represión de su género. Desesperada por el agobio de aprender - esa insistencia intelectual insaciable que desconcertaba por su valor - intentó convencer a su madre que la enviase a la Universidad disfrazada de hombre. Cuando no lo logró, su biógrafo Diego Calleja cuenta que comprendió debía tomar los votos religiosos. "No como una forma de fe, no puedo ocultarlo" - escribió a su amigo - "sino en la búsqueda del verdadero aprendizaje."


Pero Sor Juana Inés no sólo rechazó esa noción de la mujer anónima sino que batalló contra ella con una asombrosa voluntad que aún hoy sorprende. Y aunque no fue la única  mujer que luchó - y triunfó - contra la limitada visión histórica sobre lo femenino que intentó aplastar su talento y poder creativo, si es que quizás el de mayor relevancia histórica. Porque la poetisa elaboró una renovada visión sobre lo que una mujer con talento artístico, le brindó una dimensión mucho más profunda y más allá de eso, le otorgó un valor real en medio de la árida percepción sobre la obra femenina a la que tuvo que enfrentarse. Y es que Juana, abrumada por la necesidad de aprender que la acompañó hasta la muerte,  decidió tomar los votos eclesiásticos no por la fe - y jamás lo ocultó - sino en la búsqueda de un espacio interior que le permitiera crear. Una razón insólita para una mujer atrapada en los límites de la tradición pero que fue para ella quizás el único camino viable para construir una idea profunda sobre sí misma.


Convertida en Sor Juana Inés de la Cruz, fue evidente que la poetisa en ciernes estaba más interesada en su obra - esa rasgo de egocentrismo imperdonable para la fe - que en cualquier otra cosa. Buscó quizás el resquicio que le permitiera construir su propia manera de ver el mundo, quizás sin lograrlo verdaderamente. Y es que Juana, prodigio y con esa libertad interior de los fuertes, decidió pasar de la tutela del padre y el marido a la Dios, quizás en esa época mucho más exigente y dura. Encerrada detrás de los barrotes del convento, Juana no encontró paz — quizás no la encontraría en ninguna parte, sino la posibilidad de ordenar las piezas de su propia inquietud, esa tan duradera y dolorosa que la hizo distinta desde muy niña y que la transformó en una mujer atormentada después.

A pesar de eso, para Juana el conocimiento era una forma de lucha. Enfundada en el hábito encontró en la religión un atajo al mundo de las letras, por completo masculino e intentó construir a partir de la inocente percepción de la mujer sometida a la religión, un camino propio hacia la erudición. Al principio, no lo logró. Al llegar al convento, fue enviada a la cocina porque según la Madre Superiora de la Congregación, su inteligencia no era asunto de nadie más allá de su confesor. Con todo, Juana no cejó en el empeño y continuó esforzándose hasta que su obra trascendió los límites del hábito y sorprendió al mundo literario, para quien el talento de Juana - esos extraordinarios versos de impecable belleza y conmovedora fuerza - era de todo insólito en un mundo donde la mujer carecía de rostro y toda cualidad. Desde las paredes de la Orden de San Jerónimo, deslumbró no sólo por sus verso precisos, pulcros y llenos de sensibilidad sino por el poder de su inteligencia, impensable en una mujer, asombrosa para una mujer de la Iglesia. Una y otra vez, Sor Juana Inés demostró el valor de su lucha callada y paciente por la creación. El poder de la perseverancia en un mundo que insistía en infravalorar su contundencia.

Se cuenta que Sor Juana Inés no era religiosa, sino más bien escéptica. Que encontró en las palabras la fe perdida que ningún eclesiástico supo brindarle.  Como si la literatura pudiera consolar cierto vacío existencial que sufrió desde el aislamiento, esa soledad del intelectual que debe enfrentarse al prejuicio y a la restricción como una forma de vida. Juana, más que otra cosa, fue una artista atrapada en una época donde la mujer no podía utilizar el arte como espejo. Un espíritu moderno en medio de la frontera de la tradición a la que nunca se doblegó. Hija natural, culta y hermosa, sin vocación por el matrimonio Juana fue una mujer "sabia" en una época donde era un pecado serlo y quizás su obra - esa mirada delicada, humorística, barroca, profunda que la hace inolvidable - sea su máxima forma de rebeldía. Un reflejo minucioso de la vida que aspiro y que sólo pudo tener a medias. Una forma de creencia tan antigua como dolorosa: El amor imperecedero por la capacidad para la creación.

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jueves, 29 de diciembre de 2016

Delirios de fin de ciclo: Las costumbres y celebraciones de fin de año a través del mundo ¿Cuál es la tuya?





Mi tía abuela solía subirse a una silla y justo a la medianoche del treinta y uno de diciembre, saltaba gritando “Voy a viajar”. Mi prima E. también saltaba pero además, comía apresuradamente un racimo de Uvas, símbolo de la prosperidad. En casa de mi amiga J., en cambio, la costumbre de año nuevo era comerse una buena cucharada de lentejas muy calientes, para asegurar la bonanza y la alegría en los meses siguientes. Y es que al parecer, todos los rituales de fin de año, parecen resumir ese deseo casi privado de disfrutar de doce meses de felicidad y buenos momentos, con una serie de símbolos auspiciosos que nadie sabe muy bien de donde provienen pero que igualmente toman por ciertos. Costumbres que de una u otra manera todos practicamos y disfrutamos como parte de ese ambiente extravagante que parece preceder a la última noche del año.


Probablemente, los rituales del fin de año tengan mucha relación con la idea que el último día de año simboliza el fin de una etapa y el comienzo de otra. Para buena parte del mundo Occidental, la noche del treinta y uno del doceavo mes del año, es la más propicia para recordar el tiempo transcurrido y agradecer lo recibido, lamentar lo perdido y probablemente, mirar con esperanza el futuro. Definitivamente, hay algo de primitivo en esa necesidad de comprender el tiempo como pequeños trozos de historia y escenas: una visión de nuestra vida como parte de algo más grande y presumiblemente misterios. Con toda probabilidad, de allí la necesidad de encontrar en las pequeñas costumbres y tradiciones, una metáfora de nuestra incertidumbre hacia lo que vendrá, esa incógnita un poco difusa que durante la última noche del año, nos parece más real que nunca. Y es que quizás, al filo de la medianoche, con el cielo nocturno abriéndose hacia el futuro promisor, es mucho más sencillo de creer que más allá de nosotros mismos, hay una promesa de esperanza a punto de hacerse realidad.

¿Y cuales son los rituales que parecen forman parte de esas tradiciones domésticas que todos practicamos al menos una vez? Preguntando por aquí y por allá, me encontré que la gran mayoría de las familias cree en las mismas cosas, aunque bajo sus propios matices y al final, los rituales de fin de año parecen el resultado de una combinación de historia familiar mezclada con esa noción de lo misterioso que todos tenemos. ¿El resultado? Una extrañísima combinación de ideas que reflejan muy bien la visión que nuestra cultura tiene sobre el futuro:

Las Doce Uvas de la prosperidad:
Nadie parece coincidir en cual momento de la noche del treinta y uno de diciembre se deben comer las doce Uvas que para muchas culturas, simbolizan prosperidad y alegría: Algunos los hacen unos minutos antes de la Medianoche, otros durante el primer minuto del año nuevo. Probablemente deudoras de las Uvas de la Abundancia del Dios Baco — que en manos de la Divinidad simbolizaban felicidad y fertilidad — el racimo de Uvas es un elemento tradicional en la mayoría de las celebraciones de año nuevo Venezolanas. Dependiendo de la opinión familiar, cada Uva puede simbolizar un deseo o simplemente, un buen pensamiento por cada mes del año que apenas comienza. Una de mis vecinas, española de Nacimiento y fervorosa caraqueña por adopción, me contó que a pesar que la costumbre tiene raíces españolas, en Venezuela se hace con mayor alegría y entusiasmo que en la Madre España.

- En Venezuela todo tiene un sabor distinto y mucho más burlón — me explicó. En la mesa decorada para agasajar el año nuevo, la copa con las Uvas ocupa un vistoso lugar — de manera que comer las Uvas de la Prosperidad no es solo masticar: es una celebración de risas y chistes.
Es verdad. Sonrío al recordar todas las ocasiones que he terminado riendo, masticando apresuradamente varias uvas a la vez, mientras todos en la celebración reímos por aquel improvisado y caótico banquete. Una imagen que creo forma parte de muchas de las fiestas navideñas de mi país.

Besos para sonreír:
Uno de mis amigos estadounidenses, me comentaba hace poco que ya comienza a sentir la inevitable ansiedad de no tener a quien besar como parte de la celebración de año nuevo. Cuando le pregunté vía correo electrónico porque era tan importante la costumbre, me dedicó una improvisada llamada telefónica para explicarlo.

- Es una manera de celebrar el año recordando que lo mejor de tu vida, es sin duda las personas que forman parte de ella — me comentó. Y no era precisamente un comentario romántico. Me habló que la costumbre incluye efusivos besos y abrazos entre amigos, parientes y vecinos, como una manera de recordar que el año que comienza estará lleno de momentos profundamente emocionales.

Investigando un poco, encontré que nadie sabe muy bien de dónde procede la costumbre, aunque algunas fuentes la sitúan en la Saturnalia Romana — fecha muy próxima al año nuevo — donde todos los asistentes se besaban al menos una vez como parte de la celebración.

La Lenteja y la prosperidad:
Para muchas culturas, las lentejas son símbolo de dinero, muy probablemente porque durante el Medioevo era un grano que junto a la sal, solo podían permitirse los más adinerados. La costumbre en muchos pueblos, era por tanto, compartir un plato de las suculentas lentejas para anunciar un año próspero y lleno de felicidad.

El ritual se mantuvo casi intacto por siglos y eventualmente, cruzó el charco para formar parte de las costumbres de fin de año del Nuevo continente. En casa, el plato de lentejas debe comerse calientes — a riesgo de algún que otro accidente culinario — y casi al filo de la medianoche, para asegurar que el año que comienza estará lleno de buenos augurios y momentos inolvidables.

- No olvides agregar mucho laurel, para asegurarte que el año que comienza, te traiga muchas risas — me sugirió mi prima L. mientras revolvía el cuenco de lentejas que mañana comeremos en familia. No puede evitar imaginarme la misma escena, dos siglos atrás, bajo el fuego navideño de una chimenea. Y me hizo sentir curiosamente emocionada la sensación de comprender que lo que heredamos — y forma parte de nuestra vida — son trozos vivos de historia.

La Vajilla al suelo:
Hace un par de años, celebré el año nuevo junto a varios amigos de la familia Griegos. La celebración, además de mucho más bulliciosa que lo habitual — y más divertida -, estuvo salpicada de una costumbre que curiosamente, comparten con el pueblo Danés: arrojar platos al suelo. La tradición que parece provenir de la costumbre Griega de quemar todo lo que podría recordar el pasado y también, de una vieja tradición Danesa de arrojar contra la puerta de los seres queridos la vajilla, para asegurar buenos augurios en el año que comenzaba. Cualquiera sea el origen, confieso que me resultó sorprendente y hasta un poco desconcertante, arrojar platos y tazas al suelo mientras todos celebraban a gritos el fin del año.

- ¿No lo sabes? — comentó mi amiga J. mientras tomaba un plato y lo arrojaba casi con elegancia al suelo — la vida solo te brinda si dejas caer lo que llevas a cuestas.

Un pensamiento hermoso, pensé en esa ocasión. Y lo sigo pensando. Tal vez mañana, me atreva a romper una taza, tal vez con esa extraña sensación de jolgorio que brinda el caos, para recibir la sonrisa del año que comienza.

El Monstruo que sonríe:
Uno de mis amigos se mudó el año pasado a Edimburgo y como es lógico, le preocupaba muchísimo cómo sería pasar las primeras fiestas navideñas sin encontrarse en compañía de su familia. Eso, claro, hasta que se encontró en mitad de una multitud callejera disfrutando del célebre “Hogmanay”, una celebración callejera multitudinaria de origen ancestral, cuyo origen aún no se conoce con precisión. Algunos expertos insisten en tiene reminiscencias francesas, otros celtas pero la gran mayoría coincide en que tiene mucha semejanza con una antigua celebración normanda al Sol.

Según J., la celebración es una mezcla de circo ambulante y una monumental obra de teatro: incluye desde una cabalgata de luz, con actores vestidos de vikingos y llamada “Torchlight Procession”, el encendido de la hermosa Royal Mile, calle por excelencia de la ciudad y las danzas de “Off Kilter” una mezcla de bailes antiguos y contemporáneos que parecen resumir la variopinta visión que la ciudad tiene de sí misma.
- No te haces una idea de lo extraño que es encontrarte en mitad de una celebración medieval en año nuevo, de conocer a la ciudad a través de una sola tradición — me comentó un entusiasmado J., que este año tomó precauciones para disfrutar de la celebración a plenitud y desde ayer se encuentra fotografiando los preparativos — es como una parte muy esencial de toda la ciudad e incluso país.

Puedo imaginarlo. Y es que la imagen de los antiguos Vikingos, copa en mano y riendo a carcajadas mientras bailaban alrededor de grandes hogueras, con toda la inocente franqueza del jolgorio, se hace muy clara en mi mente. Quizás, todas las culturas son un poco ingenuas al momento de celebrar.

Puntualidad Inglesa:
Cuando mi tio L. me contó cómo se celebra el año nuevo en Londres, me reí a carcajadas. Y es que nada parece reflejar con mayor claridad esa curiosa y elegante idiosincrasia del británico que su manera de celebrar el año nuevo: Durante el “first footing”, todos intentan ser el primero en visitar y desear feliz año nuevo en la casa de familiares y amigos, y debe hacerlo justo después de escucharse las últimas campanadas de la medianoche. La celebración incluye obsequios pero también la curiosisima costumbre de llevar una caja de carbón para homenajear la casa que se visita.

- Recuerda que por mucho tiempo, el Carbón fue un lujo inalcanzable para muchas familias — me explicó tio L. mostrándome la caja que le obsequió uno de sus mejores amigos el año anterior. Los trozos de carbón envueltos primorosamente en papel de regalo me conmueven — de manera que obsequiar carbón simboliza prosperidad, amor y buenos deseos.

La escena me parece idílica e incluso romántica: La familia abrazándose bajo un fuego brillante y cálido, risas y abrazos en medio de esa sensación de esperanza que parece extenderse más allá de la puerta abierta. Una manera de mirar el mundo como parte de nuestra historia o lo que es más hermoso, parte de nuestra esperanza.

Coloco con cuidado las uvas que comeré, dentro de la taza que romperé e incluso un trocito de carbón que obsequiaré al primer pariente o amigo que abrace durante la celebración de fin de año. Y siento una emoción como de niña, al pensar que hay un poco de historia en cada gesto, una manera de mirar el futuro con una sonrisa y más allá, de creer que el mundo tiene el rostro nuevo que soñamos, al menos, una vez al año.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Una historia desde las estrellas: Gracias Leia querida, por demostrar el poder de la (verdadera) fuerza.




Cuando eres una niña pequeña en latinoamérica, no tienes muchas opciones para jugar. O son muñecas — la célebre Barbies, la mayoría de las veces — o algo igual de femenino, como cocinas de plástico, estuches de maquillaje infantil o algo por el estilo. Cuando tienes diez años en latinoamérica lo que se espera de ti es que sostengas entre los brazos un muñeco calvo con los labios fruncidos en su rostro de bebé. Que te quedes a un lado mientras los muchachos lanzan pelotas, corren, se encaraman en los árboles, conducen automóviles imaginarios. Que comiences tu papel de mujer decente lo más pronto que puedas.

Dicho así, todo lo anterior parece un cliché. Ese tipo de discursos frenéticos y furiosos que se suele tachar de “feminazis” o “machorro”. Pero en realidad, cualquier mujer latinoamericana lo sabe. Desde niña sientes la presión insoportable de encajar en un estereotipo, de llevar de un lado a otro el peso de una tradición que no sabes de donde proviene, pero que debes aceptar. Esa obligatoriedad que está en todas partes, desde las pequeñas cosas hasta las más grandes e importantes. Te ocurre cuando debes soportar los cepillazos bien intencionados que intentan domar tu cabello desordenado o te enfundan — también con mucha buena intención — en esa preciosa ropa de niña que se supone debes usar con gusto. Y no es que esté mal: desde luego no. Pero en determinado momento, descubres que hay pocas opciones. Que más allá del bebé de plástico recién nacido, la Barbie sonriente, el set color rosa de maquillaje, una niña latinoamericana — y quizás de cualquier parte del mundo — debe asumir que hay una historia que se escribió para ella desde mucho antes de su nacimiento. Una que te recuerda que estás hecha para ser madre, que tu deber — invisible e imposible de rechazar — te convierte en buena esposa, en mujer abnegada. Que a medida que creces, te espera una aventura muy específica que está allí para ti, aunque en realidad no sea lo que desea. Aunque en realidad, no tengas una idea clara de lo que quieres para esa mujer en la que te convertirás y que a la distancia, parece difusa, confusa y sin rostro. Así que mejor prepararse pronto, con las muñequitas y los lacitos. El brillo en los labios, las brazos cubiertos de pulseras de cuentas. Y esa noción — insistente y desdibujada — que serás lo que la cultura donde naciste, espera de ti.

Uno no entiende esas cosas — jamás las piensas — hasta que ocurre algo que te las revela de golpe. Y esa revelación me llegó de un lugar inesperado, imposible de imaginar: de una galaxia muy, muy lejana. La encarnaba una mujer que llevaba un vestido blanco, el cabello recogido en el peinado más extraño imaginable y un arma en la mano. Leia Organa, Princesa de Alderaan, corrió por el puente de una nave espacial extraordinaria y me recordó a mi y a todas las niñas del mundo, que había algo más que las chicas frágiles y pudorosas. Las jovencitas en desgracia, las princesas tristes en su castillo. Que había una historia que contar para esa raza misteriosa y en ocasiones estrafalarias de niñas que se hacían preguntas sin respuestas. Como yo. Y a las que Leia las encarnaba todas.

Crecí admirando a Leia, fascinada por el dinámico, extraño y sobre todo, siempre en evolución universo de Star Wars. Me convertí en fan de la saga y la mitología que le rodea no sólo por mi natural afición a la Ciencia Ficción sino también, por intentar comprender el poder de esa Princesa guerrera que luchaba en pantalla por liberar a la Galaxia mientras la mayoría de las mujeres del cine, eran meras imágenes secundarias. Había algo poderoso y simbólico en Leia, que no necesitaba que nadie la rescatara y no se sentía en el deber de agradecer la ayuda cuando la recibía. Algo de fundamental importancia en un personaje de tres dimensiones más preocupado por intereses y todo tipo de aspiraciones idealistas que por los habituales tópicos femeninos que suelen achacarse a las mujeres cinematográficas. Leia brillaba con luz propia en medio de un drama épico con resonancias griegas, donde las intrincadas ramificaciones de un poderoso clan familiar intergaláctico parecía dominarlo todo. Pero Leia era Leia y a pesar de eso, se enfrentó a las intrigas, las batallas espaciales y al obligado subtexto romántico, para debatirse en preocupaciones y obsesiones genuinas. George Lucas dotó a su personaje no sólo de legítimo poder — como senadora de la República y parte de la realeza de un Planeta de especial significado — sino que además, le brindó la oportunidad de desenvolverse con libertad en medio de los habituales tópicos del género. Con su traje cerrado hasta la barbilla, la mirada concentrada y su personalidad férrea, Leia sabía que hacer para luchar y batallar frente a los esbirros del malvado Imperio. Y lo hizo en cada oportunidad que pudo.

Vi “The New Hope” muchas veces. Tantas como para memorizarla y encontrar significados ocultos — y quizás imaginarios — en su historia sencilla y por momentos básicas. Pero lo que nunca perdió su poder fue esa capacidad de Leia para aglutinar todo un nuevo lenguaje sobre lo femenino. Uno que sigue siendo revolucionario y que las películas actuales heredaron como un elemento necesario para su estructura. Leia, que encarnó el rol de Princesa en un universo cinematográfico donde todo parece relacionado con un oscuro villano capaz de controlar cada aspecto del poder, luchó contra esa noción absoluta de la maldad sin perder un ápice de credibilidad. Leia, que para las niñas como yo que se hacían preguntas sobre por qué debían de jugar con muñecas cuando querían encaramarse en los árboles o correr descalzas, era el símbolo de una nueva dimensión de las cosas. Una respuesta a esa pregunta cultural que nadie podía responder en realidad y que este nuevo ideal de mujer — arma en mano, muy consciente de su poder, con la mirada puesta en la galaxia — encarnó mejor que cualquier otro símbolo o ícono.

Para entonces, ya era una adolescente y Star Wars parecía algo de otra generación, no digamos Leia, con toda su carga sustancial de mensajes y pequeñas reflexiones sobre lo femenino. Por entonces, ya comenzaba a hacerme preguntas sobre roles y la manera como la cultura donde nací asume — y analiza — el género y me preocupaba como a cualquier muchacha de mi edad, si esa serie de inquietudes y preocupaciones estaban reñidas con mi feminidad. Con quince o dieciseis años no es sencillo analizar tu comportamiento y tu manera de pensar más allá de lo obvio. Y lo evidente — al menos en mi caso — es que necesitaba saber si los obligatorios roles de hija, madre y esposa de alguien más era todo lo que podía aspirar. Ya para entonces había encontrado otros ídolos mucho más consistentes y profundos que Leia de Alderaan, mujeres que desde las páginas de mis libros favoritos se hacían preguntas semejantes a las mías. Pero había algo en Leia — en todo lo que el personaje representaba — que me hacía volver a esa primera imagen de la niñez, de la Leia poderosa y firme. En toda su sencillez de fenómeno Pop, la Leia de Carrie Fisher continuaba siendo el emblema de una cierta rebeldía primigenia, una oposición elemental hacia algo más complejo que me llevó años comprender.

No es fácil explicar todo lo anterior cuando eres una adolescente flacucha e insegura, preocupada por encajar pero también, que no puede evitar cuestionarse sobre temas concretos tan profundos como inevitables. Cuando creciste con la insistencia de ser “decente”, de ser “una niña bonita”, una “muchacha de bien”. Cuando pasaste buena parte de tu infancia esquivando las críticas y la presión cultural para ser la mujer que se espera de ti. Hay un peso real y muy específico que debes llevar a cuestas. Una sensación muy clara que debes cumplir con esa percepción de la mujer que se lleva a todas partes como un fardo muy pesado.

Tal vez por ese motivo, a veces veía “The New Hope” por la necesidad de reencontrarme con esa rebeldía originaria, con Leia que había sido heroína durante toda mi infancia. Porque en Latinoamérica, las heroínas de ficción pertenecen a un único molde sencillo que se repite tantas veces como para resultar irritante. En las novelas televisivas y los dramones cinematográficos la mujer reproduce el tópico habitual de quien sufre por amor o es objeto de disputa amorosa. La mujer que es engañada, seducida, violada, maltratada. La que sufre y debe sufrir para complacer cierta obsesión colectiva sobre la fragilidad femenina. En lugar de eso, Leia era un personaje dinámico, que desafía a los símbolos de poder y lo hace con un desparpajo que asombra y deja muy claro que Leia no vino a este mundo — galáctico — a sufrir o aceptar nada. Recuerdo que llegué aprender de memoria el diálogo entero de su primer y memorable encuentro con Moff Tarkin (encarnado por Peter Cushing) “Noté su repugnante olor a cuervo carroñero en cuanto me trajeron a bordo”. Lo dice además, sin amilanarse ante el peligro ni tampoco por un mero arrebato de temeridad. Leia sabe su lugar en el mundo y buena parte del mérito de esa certeza — fortaleza — es de una jovencísima Carrie Fisher, sosteniendo a pulso y con su infalible sentido de la oportunidad y el buen humor un personaje exquisito.

Me hice adulta sin renunciar del todo a esa percepción de esa primera gran heroína que admiré y a la mujer que se desdibuja detrás de ella. En ocasiones pienso que crecí admirando a Leia hasta que conocí a Carrie Fisher, que con dificultad intentaba sostener el mito de la princesa más intrépida de la galaxia. Fisher, actriz, escritora y guionista era la dimensión más humana del mito, la realidad física de la Princesa Leia demostró que esa capacidad humorística y su persistente voluntad de crear un espacio propio tenía mucho que ver con la mujer que la encarnó. La extraña, en ocasiones herida por el propio peso de su fama y en medio de dolorosas debacles emocionales heroína que se construyó a sí misma.

***
Cuando tenía veintiséis años me diagnosticaron un severo trastorno de pánico, tan grave que me hizo recluir durante meses en casa, aterrorizada y confusa por los síntomas que padecía. Fue un periodo especialmente duro en mi vida: recibir un diagnóstico psiquiátrico jamás es sencillo y mucho menos, cuando durante buena parte del tiempo, intentas por todos los medios a tu alcance ignorar su existencia. Las primeras semanas, resultó enloquecedor e invalidante asumir que sufría de un padecimiento del que sabía muy poco. Pero más allá de eso, me agobió el miedo: no dejaba de preguntarme con una frecuencia extenuante si lograría tener una vida normal a pesar de todo. Si tendría la oportunidad de alcanzar cierto equilibrio en el futuro.

Mi psiquiatra me escuchó con amabilidad. Era casi tan joven como yo y estaba muy preocupado por la angustia que me provocaba la mera idea del trastorno. Cuando no tuve nada más que decir, se levantó y se acercó hacia impecable biblioteca de oficina. Lo vi ir y venir, buscando lo que supuse sería un libro. Cuando lo hizo, me lo extendió con un gesto rápido y firme. No supe que decir cuando encontré a Leia Organa mirándome desde la portada.

— Wishful Drinking — leí en voz alta. Mi médico sonrió.
 — No eres la única que a veces tiene que enfrentarse al lado oscuro de la fuerza.

De manera que por segunda ocasión en mi vida, Leia estuvo allí para demostrarme cierto tipo de esperanza que no comprendía muy bien pero que sabía que necesitaba. Leyendo sus sinceras y en ocasiones descarnadas confesiones, descubrí que detrás del personaje que tanto amaba de niña, había una mujer atormentada, divertida, de una fuerza asombrosa y una capacidad para la esperanza que no podía entender muy bien. De nuevo, fue Leia, reconvertida en la locuaz e inteligente Carrie, quién me habló sobre las posibilidades reales más allá de la angustia, la que guió a través de un complicado camino hacia encontrar un cierto tipo de paz que jamás que me llevó esfuerzos comprender. Y fue Leia, magnífica y rebelde a quien encontré en las páginas de un libro lleno de dolores y pesares pero también de una profunda integridad. Una heroína de un viaje accidentado, largo pero finalmente, hermoso.

Leia de nuevo, me recordó el motivo que sostiene las verdaderas épicas, los relatos extraordinarios que transcurren en medio de la tormenta y la borrasca. Los grandes sufrimientos y las pequeñas batallas diarias. Y fue Carrie Fisher, el alter ego de la primera mujer que admiré, la que me demostró que la vida continúa a pesar de todo. Que hay un poder real, misterioso y sincero que habita en medio de las cicatrices de esas luchas invisibles que enfrentamos en la soledad de nuestra mente.

***
Toda la trilogía original tiene una clara relación con la fortaleza de Leia. La ambición de Leia, la inteligencia de Leia, su firme decisión de no dejarse vencer en medio de la debacle bélica que la rodea. Es Leia quien toma las decisiones, la que lleva consigo los planos robados de un arma inimaginable. Y es Leia la que rompe todos los estereotipos, la que empuña el valor con la misma destroza que un arma de plasma.
Sonrío al recordar todas las veces que siendo una niña, me peiné como la princesa de Alderaan para recordar que siempre hay un motivo para luchar. Las infinitas ocasiones en que hizo sonreír recordar mi admiración por ella. El enorme cariño que le profesa la adulta que le convertí. Tal vez allí está el gran triunfo de esta mujer extraordinaria, convertida en mito, fuera y dentro de la pantalla: continuar llevando esperanza, aún sin saberlo, quizás sin saberlo. Un símbolo de lo que podemos ser y lo que podemos alcanzar por pura tenacidad. Una princesa guerrera que trascendió a la cultura pop para convertirse en algo más.

martes, 27 de diciembre de 2016

Entre hojas y anaqueles: Los favoritos del año (segunda parte)




Este año leí mucho más libros de Ciencia Ficción y terror que de cualquier otro género. No sólo porque son mis favoritos, sino también, porque encontré en muchas de las historias una mirada simbólica sobre los cambios y transformaciones que definen a nuestra época. La fantasía, el miedo y sobre todo, las especulaciones científicas, siempre parecen tener la capacidad de reflexionar con muchísima más claridad que cualquier otra propuesta sobre los dolores y temores de la cultura que nos tocó vivir y sobre todo, la época incompleta y en ocasiones caótica que atravesamos. En mi recopilación anterior (que puedes leer aquí) me preguntaba sobre lo que hace a un libro extraordinario, inolvidable o simplemente imprescindible por encima de otro. Y llegué a la conclusión que no hay una respuesta para eso: después de todo, lo que leemos es un reflejo de nuestro mundo personal, el recorrido intelectual que llevamos a cabo y sobre todo, esa expectativa espiritual que nos hace encontrar nuestro un lugar — emocional, privado — entre las páginas de un libro. Con todo, creo que estas pequeñas retrospectivas nos permiten comprender nuestro trayecto como lectores y sobre todo, la manera como asumimos nuestra relación con la literatura. Un hábito — espejo que nos muestra lo mejor — y quizás, lo más privado — de nuestra forma de mirar al mundo.

De manera que estas pequeñas listas recopilan esa mirada asombrada de la literatura sobre el mundo y sus vicisitudes. Ese complejo devenir entre lo que somos y lo que la imaginación puede construir a partir de esa identidad difusa que consideramos nuestra. No están todos los que son y mucho menos, todos los que me gustaría incluir, pero siempre me será complicado llevar a cabo una recopilación de mis lecturas favoritas. Para mí, la lectura siempre ha sido el viaje, el renacimiento, el poder de evocación, la compañía, la alegría, la sabiduría, la ignorancia, el poder de creer. De manera que recopilar mis libros favoritos — y sobre todo, de mis géneros favoritos — siempre resulta en listas incompletas, en amigos injustamente olvidados, en pequeños silencios de libros perdidos en la memoria. Igualmente, quise llevar a cabo esta pequeña selección, para celebrar no solo el hábito — la pasión — por la fantasía, el miedo, lo grotesco y lo sublime, sino también mirarme a través de todos los rostros que nacen en las páginas, comprender quién soy y a donde voy a través de ellas.

Así que sin orden particular y por supuesto terriblemente incompleta, estas son un par de lista pequeñitas y muy sucintas de lo mejor del Género de Ciencia Ficción y terror que leí durante el año 2016:





All the Birds in the Sky de Charlie Jane Anders:

Es quizás el más “dulce” de los libros que leí este año o eso parece ser hasta que de pronto, encuentras que se trata de una complejísima mezcla de desesperación, ciencia y magia. Es un libro extravagante, durísimo en ocasiones pero también de una belleza que deja sin aliento. Favorito para el futuro.















The Invisible Library de Genevieve Cogman:

Como lectores, sabemos del peculiar poder de los libros para transportarnos y transformar el mundo en algo por completo original. En el libro “La librería Invisible” de Cogman, el poder se hace real, asombroso y sobre todo, inevitable. Una de las historias más inteligentes que he leído durante los últimos años.



















Too Like the Lightning de Ada Palmer:

Una inteligentísima mezcla de costumbres del siglo XVIII y lo que se descubre como una aventura interplanetaria del siglo XXI. Palmer no sólo logra unir ambos espacios temporales con enorme éxito, sino además dotar a la historia de un poder emocional que conmueve y emociona. Favorita para el futuro.
















The Gradual de Christopher Priest: 

Este libro es una pequeña maravilla que me hizo llorar a mares y sorprenderme por su naturaleza sencilla y ambigua: A primera vista, parece una sencilla historia sobre las diferencias de zona horaria en el mundo, pero en realidad se trata de una extraordinaria reflexión sobre viajes, envejecimiento y pérdida.











Borderline de Mishell Baker:

Con sus versiones y reflexiones sobre la naturaleza humana, los pequeños misterios cotidiano y la fantasía como una puerta abierta a la trascendencia “Bordeline” cuenta una historia caleidoscópica que construye un universo alterno a través de la fantasía urbana. Lo hace además, con una prosa elegante y precisa que sorprende por su inteligencia. Cada palabra y frase parece sostener no sólo el cuidadoso ritmo sino además, delinear con un gusto impecable escena tras escena, hasta lograr una narración impecable como un mecanismo de relojería. La novela es mucho más que un ejercicio de imaginación, aunque lo parezca. Se trata de una reflexión sobre el sufrimiento físico, la esperanza y la indestructible capacidad del ser humano para enfrentarse a sus limitaciones. Y todo bajo la noción de la fantasía — y una elegante mezcla de símbolos y mitologías — que hacen a la novela una mirada profunda hacia la capacidad de la mente humana para crear y creer.







Everfair de Nisi Shawl:
Shawl combina con acierto géneros y subgéneros en una novela que sorprende por su versatilidad. Entre un cuidado contexto steampunk, una ucronía construída con habilidad y toques de misterios victorianos, la novela cautiva por su negativa a seguir caminos comunes para reflexionar sobre el miedo, los choques culturales, la tolerancia y sobre todo, la diversidad en una serie de ingeniosas escenas hilvanadas con habilidad para crear una narración consistente y fluída. Nada es lo que parece en este inteligente juego de espejos que cautiva por su vitalidad y sobre todo, su sereno pulso para concebir una historia llena de exquisitos matices.










The Arrival (de la colección de cuentos “Historias de tu vida”) de Ted Chiang

La mejor historia que leí en el año y creo que la década. No sólo por su enorme belleza, inteligencia y manejo insólito de símbolos y formas de expresión, sino por su manera para crear metáfora para algo mucho más grande — en SF y fantasía — sobre nuestra capacidad para comprendernos como raza.






Del Terror y otras miradas a la oscuridad:

¿Y mis libros favoritos de terror? También incluyo por aquí una lista muy incompleta y sencilla sobre los mejores libros del género que leí este año:








Hex de Thomas Olde Heuvelt: 
Mezclando en partes iguales historia de horror gótico y pesadilla distópica en medio de un estado policiaco, la retorcida visión de Heuvelt de la oscuridad suburbana fue uno de mis libros favoritos de este año Y quizás de la década.













The Brotherhood of the Wheel, de R.S. Belcher: 

Con esta oscura fantasía de terror, Belcher mezcla la historia secreta de América y sus carreteras y además, le añade numerosas leyendas urbanas, teorías de conspiración e incluso algunos de los trozos más oscuros de la historia de la norteamérica profunda para crear un raro híbrido entre géneros que sorprende por su fuerza. Si te gustan las Creepypastas y leyendas urbanas, este libro es para ti.











The Fireman de Joe Hill
Joe Hill (Hijo del maestro Stephen King) crea un tipo de horror postapocalíptico tan original como para sorprender a los fanáticos del género: El escritor no sólo analiza los límites del horror paranoico sino que además, reflexiona sobre nuestros temores culturales a través del prisma del miedo recurrente e invisible. Densa y abrumadora, es una épica densa donde el terror y maravilla se mezclan misma medida. Por cierto que, el libro tiene una de las enfermedades de ficción más inusuales e imaginativas de la historia reciente.










Nightmares, editado por Ellen Datlow:

Ellen Datlow tiene más de una década escribiendo un tipo de ficción oscura e inquietante. Con “Nightmares” no sólo recopila una maravillosa selección de cuentos de terror, sino que además muestra una nueva visión sobre su rara perspectiva sobre lo que nos produce miedo, repugnancia e inquietud: su recopilación ofrece una serie de lecturas cortas y aterradoras, que abarcan comedias negras, sueños febriles, absurdo, ficción gótica y más. Una maravilla que además se lee muy rápido y con gusto.








La fábrica de pesadillas de Thomas Ligotti:

Ligotti sólo escribe cuentos y lo hace, desde la periferia y el misterio. Poco se sabe de este escritor extraordinario que mezcla los dolores existencialistas y tétricos de Poe con el terror Lovecraftiano para crear algo asombroso y adictivo. Cada cuento es un horror revelado y cada escena, contiene una rara belleza. Otro nuevo favorito del año.












Sin duda, se trata de una recopilación que tiene una enorme deuda intelectual con la abundante literatura de género publicada durante un prolífico 2006. Y no obstante, creo que quizás esa sea la ventaja de estas pequeñas retrospectivas personales: la oportunidad de reencontrarte con viejos conocidos, algunos tesoros olvidados y comenzar otra vez, ese recorrido anecdótico hacia esa pasión invisible y poderosa que sólo puede satisfacer la página de un libro. Una forma de comprender esos espacios inexplorados de nuestra mente.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Entre hojas y anaqueles: Los favoritos del año.


No podría decir qué hace a un libro mejor que otro. Por supuesto, no me refiero sólo a lo que puede brindarle mayor o menor valor literario a un libro, sino al peso de su historia. A esa cualidad que no sólo lo hace más cercano, comprensible y sobre todo preciado, por encima de cualquier otro. Esa Capacidad misteriosa y significativa de cautivar al posible lector. Sí, se trata de una visión elemental y quizás muy simple, pero es la más sencilla sobre la que puedo ponderar. Y la razón para esa visión tan ingenua, con toda seguridad es una sola: Soy una lectora devota.

Soy de los lectores que siempre desean leer. Por cualquier excusa, motivo y en todos los momentos posibles. De los que siempre se encuentran en compañía de sus libros favoritos y los que aún debe descubrir. De los que lleva siempre un par de libros en el morral, o los deja en el escritorio de trabajo, para hojearlos a la menor oportunidad. De las que tienen una mesa de noche rodeada de libros a medio leer, llenos de anotaciones y hojas medio arrugadas con sus párrafos favoritos copiados a manos. De las que considera a las librerías un hogar. De las que despierta a mitad de la noche para continuar leyendo un libro que dejó a la mitad. O de las que sencillamente no van a dormir para poder terminarlo. De las que atesora los libros como pequeños fragmentos de historia personal.

De manera que hablar sobre “libros favoritos” siempre me parecerá una temeridad, sobre todo todo, porque estoy convencida que cada libro brinda un mensaje, una idea nueva, una dimensión del mundo inolvidable. Incluso los más sencillos, los aparentemente tópicos, siempre abrirán puertas desconocidas en nuestra imaginación. Así que al momento de redactar una pequeña lista sobre mis historias favoritas durante el año 2016, me encontré que no sólo se trata de escoger sobre la calidad narrativa, semántica e incluso de un libro sobre otro, sino de una visión sorprendió — quizás fascinó — mucho más que otras. ¿Qué tan válido resulta escoger un libro sólo por la capacidad que tuvo para cautivar mi imaginación? No lo sé. Pero es quizás la manera más sincera que tengo que hacerlo, la más cercana a la manera como percibo los libros y lo que pueden brindarme: Una lugar por descubrir en mi mente. Un paisaje por completo desconocido que descubro — y paladeo — gracias a las palabras.

Siendo así, ¿Cuáles podrían ser mis historias favoritas en un año lleno de extraordinarias propuestas? Quizás los siguientes:

Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin

La escritora Lucia Berlin sorprende por su capacidad para mirar desde la periferia lo cotidiano, analizar sus bordes incómodos, las historias que quizás nadie querría escuchar y pero sobre todo, por su percepción sobre la melancolía y la pérdida. El libro “Manual para mujeres de la limpieza” resume con precisión esa perspectiva sobre el mundo a las sombras y además lo hace con profunda comprensión de esa oscuridad perenne, en la cual reflexiona desde con sentido del humor y un amargo cinismo no exento de belleza. En conjunto, sus relatos llenos de marginados son una obra autobiográfica que disimula con una prosa deliciosa y llena de alegorías más o menos dolorosas sobre el mundo que se desploma a su alrededor. Para Berlin, nada humano es ajeno y esa comprensión meridiana sobre la naturaleza espiritual de sus personajes, es el núcleo emocional de una obra repleta de referencias al dolor, los pequeños desastres cotidianos, las tragedias anónimas que pueblan una dimensión casi onírica del sufrimiento espiritual. Cada una de las escenas que la escritora describe en sus relatos — casi todos ambientados en una atemporalidad fragmentada y deprimente — son un reflejo no sólo de su propia vida, sino también de las cientos de vicisitudes misteriosas por las cuales atraviesa cualquier adulto contemporáneo. Y quizás en ese silencio a dos bandas, esa noción sobre la angustia existencialista y algo mucho más terrenal y sucio, es el motivo el triunfo de una obra concebida para la reflexión sobre la travesía del espíritu humano hacia una redención mínima, en ocasiones sin sentido y siempre banal. Un libro inolvidable de una escritora perspiscaz y conmovedora que sorprende por su buen hacer literario.


Patria de Fernando Aramburu

La palabra Patria puede definir un país pero también un estado de ánimo y esa dicotomía sobre la que Fernando Aramburu reflexiona en un libro durísimo y descarnado sobre los infinitos lazos que nos une no sólo al lugar donde nacemos sino al contexto histórico al que pertenecemos. Pero Aramburu no cae en lugares comunes ni tampoco se permite la salvedad del cliché histórico: su obra atraviesa una inhóspito análisis sobre el sufrimiento, el ideario político y cultural que nos sostiene y algo más duro de comprender como lo es esa percepción sobre la identidad que se crea a partir del gentilicio. La novela se transforma entonces en una mirada al dolor, el pensamiento cultural y sobre todo, el amor y la muerte. ¿Qué otra cosa puede ser la Patria — esa entelequia abstracta que puede definir o no nuestra individualidad — que un conjunto de imprecisas relaciones entre el miedo y la lealtad? ¿Qué otra cosa puede ser la aspiración ideológica y política que la búsqueda de nuestro reflejo en esa movediza expresión cultural que consideramos nuestra? Aramburu no se detiene en lo superficial del punto de vista y avanza más allá, a las profundidades complicadas de lo que somos como ciudadanos emocionales y legales. Lo hace con tanto tino y tan descarnado compromiso que su patria parece abarcar no sólo las vicisitudes de sus personajes sino todos los pequeños conflictos que destrozan y sacuden la raíz de ese reflejo perpetuo que consideramos parte de nuestra vida. Una obra inteligente, durísima pero sobre todo conmovedora sobre los límites de la emoción que nos une a la tierra que consideramos nuestras y todos los pequeños elementos que la crean como un paisaje borroso de nuestra mirada al futuro.


The Girls de Emma Cline

La crónica sobre los crímenes cometidos por Charles Manson ha sido contada en cientos de formas de distintas. Como moraleja sobre el temor, la utopía distorsionada y el horror de la violencia en estado puro. Como documento que retrata los alcances de la crueldad y lo despiadado. Incluso, como una anécdota sangrienta en una época obsesionada con el amor, la fraternidad y la armonía espiritual. No obstante, pocas veces se analiza el entorno de un asesino carismático capaz de convencer a un grupo de cometer un crimen desconcertante. Esa confraternidad fanática que no sólo obedeció a ciegas a Manson sino que además, lo hizo con una entrega que bordea lo insólito. En contadas ocasiones, se reflexiona sobre un asesinato semejante — tan desnaturalizado, cruel, barbárico — desde el punto de vista de esa conexión cómplice y peligrosa que convirtió a unos cuantos chicos adolescentes en asesinos. Que los hizo empuñar un arma y matar con un abandono primitivo que continúa sorprendiendo e intrigando incluso veinte años después. ¿Quienes eran los seguidores de Charles Manson? ¿Por qué obedecieron sus órdenes sin réplica ni resistencia alguna?

Emma Cline (Sonoma, 1989) intenta responder a todo lo anterior con su primer libro “Las chicas” convertido en un best sellers instantáneo y en un indudable libro de temporada. Cline reflexiona con un buen pulso que ha sorprendido a crítica y público, sobre el grupo que rodeó a un asesino carismático y desmenuza las motivaciones que tuvieron para obedecer incluso a ciegas, sin resistencia y con absoluta complacencia. Lo hace además, con una mirada profunda y fría que abarca la adolescencia, sus temores y dolores. Con enorme madurez, la escritora analiza la psicología de sus personajes y les brinda una sustancia y corporeidad que delinea no sólo su comportamiento sino también, las implicaciones que puedan tener. Como novela, “Las chicas” refleja esa noción sobre la vulnerabilidad de la psiquis adolescente y la equipara con esa transformación emocional que sufre en el tránsito hacia la adultez. Pero el análisis no se conforma con mirar los cambios y transformaciones físicas y psicológicas, sino que además, pondera sobre sus consecuencias. ¿Qué puede ocurrir con esa dependencia psicológica y emocional del adolescente cuando se nutre de algo más peligroso que la simple percepción ideal sobre el mundo? Cline asume el riesgo de llevar la premisa más allá. Tomándose algunas libertades sobre la historia oficial del caso Manson, avanza sobre esa percepción de la fragilidad intelectual de la primera juventud y dibuja un paisaje tenebroso hacia algo mucho más duro de asimilar que la pérdida de la gracia. La destrucción moral que comienza sobre en las pequeñas grietas íntimas de nuestra conciencia.

Private Citizens de Tony Tulathimutte.

Las tribus culturales y sociales han sido motivo de estudio y reflexión durante buena parte de nuestra década, sobre todo por su capacidad de reflejar la época que les brinda contexto y sentido. Los Millennials — con toda su carga simbólica de criaturas recién nacidas en un ámbito periférico novedoso — son quizás las que han soportado un escrutinio más violento y una crítica más empecinada. Como emblema de una cultura banal, hipertecnificada y reconvertida en una noción postrera sobre los alcances de la soledad moderna, la nueva generación de hombres y mujeres nacidos al borde del milenio refleja no sólo los pesares de una época hueca sino también, el insistente sin sentido que se le atribuye como símbolo de su existencia. Una percepción lenta y a menudo esquemática sobre la incertidumbre del futuro.
Tony Tulathimutte construye una poderosa ficción a base de la premisa y la profundiza gracias a un grupo de poderosos personajes que reflejan el miedo y profunda angustia espiritual de un grupo de hombres y mujeres abrumados por la desazón existencialista. Hay una búsqueda consciente de la justificación a ese vacío perenne que parece ser el sino de nuestra época y Tulathimutte no se toma concesiones en elucubrar sobre sus motivos. La historia avanza entre una sucesión de vicios, terrores modernos, una moralidad ajena y remota que termina creando una percepción sobre nuestra cultura temible e incompleta. La historia avanza en una serie de descripciones despiadadas sobre drogas, abusos sexuales y miradas ausentes sobre un Universo hedonista que no termina de sostenerse sobre la frugalidad del cinismo sino que más bien, parece a punto de derrumbarse justo por ese motivo. Tulathimutte no brinda concesiones a su durísima visión sobre la realidad alternativa de nuestra época y quizás encuentra su mayor triunfo en sus maravillosos diálogos llenos de un brillante dolor espiritual. Una mirada elemental hacia quienes somos o mejor dicho, las heridas abiertas de una generación que se hizo adulta en medio del desconcierto y el bombardeo de puro nihilismo vacuo de una época sin nombre.


Sangre en el ojo de Lina Meruane


Lina Meruane es considerada una de las mejores novelistas chilenas: su capacidad para la prosa precisa pero conmovedora hace cada una de sus novelas una travesía emocional de alto calibre. Y “Sangre en el ojo” no es sólo su proyecto más osado hasta la fecha, sino el de mayor penetración emocional. Un desgarrador relato semi biográfico en el que la escritora utiliza su propia ceguera para crear una realidad alterna donde la visión no es otra cosa que un excusa para la comprensión de la complejidad de la pérdida de la identidad y la caída en los infiernos personales. No obstante, la reflexión de la escritora no se resume al obvio miedo a la transformación a través del dolor y la enfermedad, sino a la búsqueda incesante de la identidad perdida a través de la angustia y el terror emocional. La escritora avanza alrededor de un mundo abstracto de signos y oscuridades para contar una historia que desborda los límites de la no visión y crea algo nuevo. Meruane no intenta contar o describir la ceguera que tanto su personaje como ella misma sufre, sino que avanza hacia espacios interiores repletos de grietas y heridas a medio curar. Contada en un presente continuo que parece construirse a medida que el lector lee la historia, la novela tiene la evidente intención de incomodar y dejar bastante claro que asume su cualidad como hija bastarda de una narración mucho más compleja que apenas adivinamos entre líneas. Las frases parecen incompletas, a medio construir, sin mucho sentido hasta que se unen para dibujar el paisaje en tinieblas que tanto escritor como personaje atraviesan a tientas. Es entonces cuando Meruane crea lo mejor de su obra: Una noción ambivalente y a medio construir de los terrores de una falsa nocturnidad, una percepción ambivalente sobre el amor, el poder y el orden invisible de las cosas que nos unen a nuestra propia circunstancia. Desordenada, con piezas que no parecen encajar en ningún sitio, la novela crea una mezcla desconcertante de fragmentos de muchas otras cosas: una novela que no lo es del todo, un alegato que termina desapareciendo en el dolor y por último, una breve percepción sobre los pesares del amor y la tragedia personal, todo dibujado gracias a una sutileza casi dolorosa en su belleza. Una mirada desgarradora de cómo somos quizás, nuestros propios monstruos en medio de las tinieblas de nuestros horrores inconfesables.

Willful Disregard de Lena Andersson


A breves pinceladas entre la obsesión, la conexión intelectual y el miedo a la intimidad, Andersson crea una historia de amor tan dolorosa como confusa. No sólo se trata de una narración que no se reconoce a sí misma como un reflejo emocional, sino que además, recorre un lento trayecto hacia una percepción sobre el amor profano, hiriente y por necesidad destructor. La escritora no brinda concesiones en su análisis sobre los motivos por los cuales amamos y sobre todo, se regodea en la parquedad elemental de construir un escenario emocional árido. Sus personajes avanzan entonces en un recorrido circunstancial hacia la pérdida pero sobre todo, la angustia elemental que los transforma en una idea mucho más profunda que mero reflejos de lo que una relación emocional puede ser. Entre lo intelectual, lo emocional y la crueldad implícita en toda relación de pareja, la novela parece desviarse de los caminos habituales del tópico para asumir los dolores y sufrimientos de lo que realmente puede ser el amor moderno. Una conexión intelectual donde el sexo prima por sobre la palabra y la búsqueda esencial. O esa parece ser la cínica opinión de esta pareja de personajes abrumados por sus cuitas pero sobre todo por la perenne soledad. Pero que nadie se engañe “Willful Disregard” no es una novela que intente dar respuestas sobre nuestros desatinos emocionales y lo evita con un buen hacer que sorprende por su pulcritud. Cada parte de la historia parece concebida para mirar las emociones de nuestra época desde un cristal acérrimo y escéptico. Una noción perpendicular sobre nuestra identidad conjuntiva, social y moral.


The Gustav Sonata de Rose Tremain

En un año donde en el que parecieron resurgir todo tipo de prejuicios sociales y morales, la escritora Rose Tremain dibujo con una prosa delicadísima y entrañable quizás uno de los manifiestos más profundos sobre la tolerancia, la justicia y sobre todo el respeto a la diferencia. Tomando como punto de partida la amistad de dos muchachos suizos durante la Segunda Guerra Mundial — un cristiano y un judío — Tremain evita los clichés habituales y se atreve a profundizar sobre los motivos reales de la segregación histórica y cultural. Y lo hace, con una cuidadosa epopeya doméstica de una madre antisemita que debe luchar contra sus propios terrores y demonios para asumir el valor de sus principios más profundos. La novela avanza durante décadas enteras y analiza las infinitas implicaciones del dolor social, el rechazo y la muerte moral que a menudo provoca el odio étnico. Una pequeña gran obra de arte sobre el horror social y otras formas de temor que a pesar de las distancias históricas, continúan siendo parte del conjunto de los dolores de nuestra época.


El Universo de Cristal de Dava Sobel

Una maravillosa novela sobre el siempre discutido e invisible tema del aporte femenino a la ciencia. Dava Sobel construye una historia convincente sobre las vivencias de un grupo de mujeres del siglo XIX con un enorme talento científico, empleadas como “calculadoras humanas” en el Harvard College Observatory. Encargadas de interpretar las observaciones sobre el espacio que los científicos masculinos hacían a través del telescopio del instituto, este grupo de pioneras científicas dieron forma a la astronomía actual. Con gran inteligencia y sentido del humor, Sobel medita sobre las vidas y vicisitudes de las mujeres que desempeñaron una parte integral en descubrimientos innovadores sobre la ciencia de nuestra época. No obstante, también se trata de un manifiesto sobre la invisibilización de la mujer científica y sus aportes al mundo científico actual. Una memoria continuada a través de cartas, documentos originales y una detallada reconstrucción de este grupo de científicas sin nombre que moldearon la astronomía tal y como la conocemos.


A Woman Looking At Men Looking At Women de Siri Hustvedt


Hustvedt lleva a una nueva dimensión la llamada “mirada masculina literaria” y lo hace con una pulcritud de propósitos y una mirada objetiva sobre la creación de espacios intelectuales y emocionales que asombra por su precisión. Esta colección de ensayos — que analizan el arte, el sexo, los elementos que forman parte de nuestra mente y mucho más — crean un espacio tridimensional donde el análisis conceptual parece reconstruir la noción de la identidad y cómo la comprendemos a través de un frío cinismo y un extraño sentido del humor. Descarnada, en ocasiones en apariencia obscena en su crudeza, el libro que crea una brillante e inteligentísima mirada sobre nuestra época, reconvertida en una construcción complejísima sobre nuestros temores y absurdas batallas morales de corta o inexistente amplitud intelectual. Sorprende además que Hustvedt medite sobre lo femenino y lo masculino no desde la perspectiva básica del género sino que lo haga a través de una búsqueda implacable de ideas y puntos de vista novedosos. La escritora se convierte entonces en una cronista de la condición humana con una habilidad única para elaborar una visión sobre el temor y la debilidad del hombre — como su propio dolor y reflejo — y algo más elocuente: una noción profunda sobre la identidad bastarda y disruptiva de nuestra cultura.

Hag-Seed de Margaret Atwood

Atwood regresa a uno de sus temas favoritos: la fugacidad de las emociones humanas y la permanencia de las obsesiones despiadadas. Los amantes de Shakespeare estarán especialmente cautivados por este relato de The Tempest: Felix intenta encontrar en el arte una forma de curar sus heridas y sobre todo, analizar el durísimo contexto de su vida — como creador y como hombre golpeado por una serie de escenas temibles — a través de lo estético. Entonces la tragedia golpea, dejándolo viviendo solo en el bosque, obsesionado por los recuerdos de su hija perdida — mientras que también planea su venganza. Y en medio de toda la tragedia y un dolor abrumador, encuentra una redención peligrosa y delirante que crea lo que es quizás una de las más profundas miradas sobre nuestra naturaleza escindida — entre el hombre y lo salvaje — que se haya hecho en la literatura reciente. Una mirada profunda al horror y a la angustia humana en medio de la desolación.




Una lista corta, sin duda, que por supuesto no resume del todo mi trayecto por el mundo de la palabra este año. Aún así, se trata de un recorrido profundo, emocional y como siempre privado que me demostró de nuevo el poder de la literatura para crear, ennoblecer y sobre todo consolar como una forma de arte de infinita belleza. Una manera de soñar.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Danza en el bosque de los silencios y otras historias de brujería.





Escuché el sonido de las celebraciones a la distancia. Me acurruqué aún más entre los objetos cubiertos por las sábanas. Me obligué a no llorar. La irritación me coloreó las mejillas, me dejó rígida y agotada. Me encorvé aún más en el rincón. Quería desaparecer, en medio de esa oscuridad polvorienta y triste del sótano, volverme invisible y sin nombre.  No llores, me repetí con los dientes apretados. No llores.

Escuché los pasos de mi abuela al bajar las escaleras. Desee que no me encontrara, que se fuera. Me cubrí la cabeza con los brazos, contuve la respiración. Tampoco quería hablar con ella, aunque sabía seguramente tendría las palabras justas para consolarme, que sabría como abrirse paso en la enmarañada sensación de dolor y tristeza que me abrumaba. Pero quizás yo no quería que nadie me consolara, me dije furiosa. Quizás lo único que necesitaba era quedarme allí, a solas, intentando ordenar mi mente. Avanzar en ese terreno espacio enorme y lleno de zigzagueos que era mi mente en ese preciso instante. De manera que no me moví, continué oculta en mi rincón, esperando que mi abuela pensara no me encontraba allí y se fuera a otra parte.

No lo hizo, desde luego.

Mi abuela era una mujer muy sabia. Y también, claro, era una bruja. Una mujer con un gran conocimiento sobre el mundo misterioso de lo mágico, de la sabiduría de las plantas y los árboles, el lenguaje de las estrellas. Sabía cientos de invocaciones misteriosas, grandes frases que hablaban sobre el Sol y La Luna, que celebraban el mar y el fuego. Sabía escuchar al viento, conocía el secreto de las celebraciones del año. Conocía mejor que nadie el ritmo de la Tierra: cuando plantar la semilla de la Manzana para que nacieran delicadas florecitas blancas o como evitar que las hojas de las albahacas se chamuscaran al sol. Pero además de eso, era mi abuela. La que me arropaba por las noches, me cocinaba las mejores galletas de avena del mundo, me obsequiaba libros. La que me escuchaba con más atención que nadie. La que sabía que decir para consolarme y hacerme reír. La persona que más amaba en el mundo.

Por eso sabía, que me encontraba allí y que debía esperar, de pie en la Oscuridad, hasta que yo decidiera salir de mi rincón. Por eso no se movió, paciente y calma, bajo el haz de luz amarillenta del bombillo solitario que colgaba del techo. Por eso no dijo nada ni tampoco se movió, hasta que yo, cansada y al borde del llanto, me arrastré pasito a pasito de la esquina donde estaba escondida y me quedé de pie en la oscuridad, con la respiración agitada. Me miró simplemente, con sus grandes ojos color miel. Con su expresión calma y serena. Con ese aire de amor y complicidad que siempre me dedicaba.

- ¿Como te sientes?
- Muy mal.
- Debiste dejarla hablar.
- ¿Y que tiene que decirme? Ya dijo todo lo que tenía que decir.

Me refería a mi mamá. Hacia unas horas y mientras todas celebrábamos el último día del año en la sala de mi casa, había levantado su copa con licor de limón para llamar la atención de quienes se encontraban en la sala. Luego carraspeó la garganta, incómoda y espero en silencio. Mis tias y primas la miraron expectantes. Mi abuela preocupada. Yo, sorprendida. Mi madre era una mujer muy reservada y callada, que muy pocas veces expresaba sus pensamientos en voz alta. Verla allí, con una sonrisa nerviosa, el rostro sonrojado de emoción y la copa levantada me pareció una imagen bella pero incomprensible.

- ¿Que ocurre hija? - le preguntó mi tia E., impaciente como siempre. Mi Bisabuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Creo que para nadie es un secreto lo que tiene que contarnos - dijo con malicia. Hubo risitas y murmullos emocionados. Las miré a todas sin entender. No tenía idea a que se refería mi bisabuela o que provocaba el clima de entusiasmo a mi alrededor. Mi abuela me dedicó una mirada preocupada, rápida pero que me preocupó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué mi madre parecía tan nerviosa y a la vez tan feliz? Jamás le había visto tener ese aspecto radiante, esa sonrisa temblorosa. No comprendía nada de lo que al parecer estaba a punto de suceder.
- No es nada grave - comenzó mi mamá. Tomó una bocanada de aire - y sí, muy bueno. Como creo que ya lo saben, por casi dos años J. y yo hemos conversado sobre nuestro futuro. Han sido dos buenos años de compañía, amor y confianza.

Me sobresalté y me moví de un lado a otro, subitamente incómoda en la silla de madera donde estaba sentada. Mi madre se refería a J. su novio o algo parecido. Habían sido amigos desde niños, para luego dejarse de ver por años y reencontrarse hacia unos cuantos meses atrás. Se habían hecho muy buenos amigos y salían juntos con mucha frecuencia.  Mi madre hablaba mucho sobre él e incluso lo había invitado a comer en nuestro pequeño apartamento. Había sido una velada extraña pero divertida: J. parecía muy incómodo pero feliz y tartamudeaba al hablar. Mi mamá reía en voz alta y le había contado sobre las películas que nos gustaban y los libros que yo solía leer. Luego, más tarde esa noche y luego que J. se había ido, me había preguntado si el hombre me agradaba.

- Me cae bien - dije no muy interesada. La verdad era que me simpatizaba mucho, con sus amables ojos negros y su timidez. Lo que no me agradaba tanto es que le gustara tomar la mano de mi madre, que le pasara el brazo por los hombros, que la hiciera reír. Por momentos, me había sentido un poco fuera de lugar en la cena, como si ambos estuvieran disfrutando de su mutua compañía sin incluirme. Me alegraba que de nuevo sólo fuéramos mi mamá y yo.
- ¿Te gustaría pasar más tiempo con él?
- No...no lo sé - respondí intranquila. Me cubrí la cabeza con la sábana - ¿Me puedo dormir ya?

Mi mamá soltó una pequeña carcajada, me dio un abrazo rápido y apagó la luz de la habitación. Me quedé en la oscuridad un poco incómoda, preguntándome que sucedía. Apreté los ojos, hundí la cabeza en la almohada. De pronto tuve mucho miedo que las cosas cambiaran en mi vida, que lo que consideraba hermoso y sobre todo mio, se transformara en otra cosa. No me atreví a pensar como podía cambiar, si es que llegaba a suceder. Pero el miedo fue muy nítido, claro y doloroso. Me pregunté que me lo provocaba.

Seguía sin saberlo esa noche de fin de año, mientras esperaba que mi mamá dijera lo que al parecer estaba deseando contarle a todas las mujeres de la casa. Apreté los dedos contra la madera de la silla, apreté los labios. Recordé rapidamente todas las visitas de J. a casa, la ocasión en que me había ido a buscar al colegio y me había llevado a casa de mi abuela, conversando conmigo en voz baja. Era un hombre amable, tranquilo, inteligente. Pero no le comprendía. En realidad, no comprendía bien que papel ocupaba en la vida de mi madre. O sí lo sabía - de una manera muy brumosa e imprecisa - y por ese motivo, dejé de sonreírle. De escuchar sus chistes simples, de responder a su pregunta. Me alejé más y más, a medida que el pasaba mucho más tiempo en compañía de mi madre, que formaba parte de mi vida de una manera que no podía comprender bien. Me temía lo que podría ocurrir a continuación. Me asustaba el pensamiento de lo que habría más allá de las risas de mi madre, de la callada fidelidad de J., su mirada nerviosa. Y donde encajar yo allí.

- ¿Entonces? - dijo mi tia M. con impaciencia. Mi mamá tomó una bocanada de aire. La noté paralizada por el nerviosismo. El miedo se hizo más fuerte en mi interior.

- J. me pidió me casara con él. Y le dije que sí. ¡Nos casaremos el año próximo!

El mundo se detuvo a mi alrededor. Escuché como si proviniera de un lugar muy lejano, las risas y la algarabia de las mujeres de mi familia, rodeando a mi mamá para abrazarla y felicitarla. Pero yo me quedé allí, atolondrada y aturdida. Y de pronto, furiosa. Mi abuela me miró por encima de todas las cabezas que reían y se movian de un lado a otro. Me dedicó una de sus miradas penetrantes, que parecían comprender todo y a todos. La vi acercarse, moviendose entre la pequeña multitud feliz, como en un sueño. Mi madre le seguía, aún sonriendo.

- ¡Te odio! ¡Te odio!

Me llevó unos segundos entender que quien gritaba, era yo. Todas las en la sala me miraron, un poco desconcertadas. Mi madre se quedó de pie, con mi abuela a su lado, mirándome con los ojos muy abiertos. Comencé a llorar.

- ¡Te vas a casar con ese señor y me vas a dejar! - dije, a gritos, con esa potencia única de las lágrimas de un niño - ¡Te odio!
- Hija escuchame...
- ¡No!

Corrí como un vendaval por el pasillo. Más allá de las ventanas abiertas, la ciudad celebraba el año nuevo. Los fuegos artificiales coloreaban la noche y Capitán, nuestro perro, ladraba lastimeramente a las luces. Sentí que todo eso me lastimaba, como si esa gran brillo incandescente simbolizara un tipo de dolor muy privado que no sabía como expresar. Corrí y corrí, hasta que me encontré acurrucada en el una de las esquinas del sotano, acurrucada entre las sábanas sucias. No llores, me repetí. No vale la pena llorar.

Me lo repetí cuando mi abuela me abrazó. Me aferré a ella, temblando de angustia, sin saber como explicar el miedo que me provocaba lo que acaba de ocurrir. ¿Que significaba que mi mamá contrajera matrimonio?¿Que ocurriría después? ¿Donde encajaba yo en esa nueva vida que se extendía enorme y aterrorizante al filo del nuevo año? Mi abuela me acarició el cabello con cuidado, me acunó con esa enorme ternura suya que yo apreciaba más que ninguna otra cosa.

- Tengo miedo - balbuceé - tengo mucho miedo que...

Miedo a esa soledad del pequeño apartamento de mi madre. Miedo de sus risas y sus miradas cariñosas al hombre desconocido. Miedo de no encajar en esa nueva rutina. Miedo de llegar a casa para encontrar a J. como parte de todo lo que hasta entonces había pertenecido sólo a mi madre y a mi. Miedo de esa sensación de vacío. Miedo de perder esa intimidad dulce de las mañanas antes de ir a la escuela, de la última hora antes de dormir. Miedo de perder a mi madre, quizás. Sacudí la cabeza la cabeza, no supe como explicar aquello.

- Es natural que lo sientas.
- Tengo que miedo que no quiera más ahora que lo tiene a él.
- Eso es imposible.
- ¿Como lo sabes?
- Los hijos son un tesoro irreemplazable.

Sacudí la cabeza. Mi abuela me acarició las mejillas, me beso en la frente. Suspiré.

- Tengo miedo que ya no me quiera.

Mi abuela me abrazó más fuerte, me levantó en sus brazos. Luego se sentó conmigo en su regazo en una vieja silla rota que durante años había estado oculta en el sotano. Le pasé los brazos por el cuello. Escondí la cabeza en su hombro.

- ¿Recuerdas que te conté una vez de la bruja que se perdió en un Bosque por cien años? - me preguntó. Asentí. Esa historia me había gustado mucho: Una bruja joven había seguido a una luciérnaga a lo más profundo del bosque. La siguió hasta que sólo hubo oscuridad y no supo como regresar en medio de la noche. Se tendió en el suelo, entre las hojas frondosas de los árboles que le rodeaban y durmió. Y al hacerlo, los árboles creyeron que venía a escuchar los secretos del viento. Levantaron entonces las ramas, dejando que el viento llegara para susurrarle a la bruja sus misterios.  Y el viento se quedó junto a ella, mejilla con mejilla, hablándole de todo lo que conocía y había visto. Los árboles les escucharon y no despertaron a la bruja cuando amaneció. Ni tampoco cuando volvió a anochecer. Ni esa semana, ni la siguiente. Ni en los meses que transcurrieron. Ni en los años que pasaron. Finalmente el viento dijo todo lo que tenía que decir y se fue. Y en la soledad del bosque, la bruja despertó sobresaltada. No recordaba cuanto había dormido, pero sabía, con ese instinto de las sabias, que había sido más de una noche. Corrió por el bosque hacia su choza, gritando el nombre de su familia, los brazos abiertos, el corazón angustiado...

- Y solo encontró las puertas cerradas - completé - los retratos de los que se habían ido. Si, recuerdo la historia.
- ¿Qué hizo la bruja una vez que entendió había transcurrido un siglo?
- Siguió queriendo los recuerdos de los perdidos - murmuré - ella...
- Lo que amamos, de verdad, jamás lo olvidamos. Jamás dejamos de amar, incluso a quien se va, a pesar de los cambios y lo que se transforma. No importa si los árboles se vuelven dorados y ancianos o el cielo cambia de color - dijo mi abuela. Me abrazó con más fuerza y el olor a azahar de su cabello me rodeó, como una caricia - el corazón y el espíritu jamás olvida. El amor siempre es una buena razón. Siempre es una buena noticia. Siempre se hace más grande, siempre es preciado, siempre te enseña.

No dije nada. El silencio se extendió en todas direcciones. Más allá, escuché los petardos de año nuevo, las celebraciones y las risas. El mundo entero recordando una nueva oportunidad. Un nuevo momento que comenzar. Me sequé las lágrimas con el dorso de las manos.

- Por ese motivo las brujas encendemos una vela blanca por el año que termina y otra roja por el año que comienza - me dijo con ternura - la blanca para recordar que cerramos un ciclo de aprendizaje y la roja para llenarnos de pasión y esperanza por vivir. El amor que te tiene tu madre es imperecedero y enorme. Y ambas van a comenzar una nueva aventura. Nada acaba, todo se transforma. Todo madura y crece.

No dije nada. Mi abuela me beso en la frente de nuevo y luego me dejó en el suelo. Se levantó y se enderezó con una sonrisa.

- Puedes quedarte aquí si quieres, ya sé que estás bien. Pero yo regreso a celebrar que un nuevo ciclo comienza.

Dio algunos pasos hacia la escalera. Me apresuré a seguirla. Me extendió la mano en la oscuridad.

- Sigo teniendo miedo.
- Siempre habrá un motivo para tenerlo. Pero siempre habrá un motivo para vencerlo, también.

En el salón, todas me dedicaron miraditas suspicaces, otra francamente airadas. Mi madre aguardó, sentada en el sillón, con el rostro triste y la expresión cansada. Me senté a su lado.

- Debí decirtelo antes - murmuró. Le tomé de la mano.
- ¿Me vas a seguir queriendo? - pregunté. Mi madre apretó los labios, con un gesto tenso.
- Te voy a querer toda mi vida. Y contraer matrimonio con J. o nada de lo que ocurra después, cambiará eso.

Me tomó de la mano. Me aferré a su apretón cálido, querido.

- Tengo miedo - musité. La respiración se me convirtió en un jadeo - mucho miedo.
- Yo también.

Me abrazó. Un abrazo dulce, fuerte. Cálido. Su mano en mi cabello. Su mejilla en la mía. Más allá, el último petardo ruidoso del año que terminaba, se escuchó con toda claridad.

Encendimos juntas la vela roja, de la pasión, la creación y la oportunidad. Mi mamá me miró sobre la llamita, con una sonrisa lenta, amable y nerviosa.

- Que cada día sea para aprender - comenzó a recitar. Tomé la vela entre las manos.
- Que cada día sea para soñar.
- Así sea - murmuramos juntas.

La línea azul de la medianoche extendiéndose sobre la montaña y el nuevo año, creándose a partir de cien deseos de estrellas. Más allá lo desconocido, pensé. Que continuaba dándome miedo, que me hacia aún preguntarme que encontraría en el primer rayo de luz del amanecer. Una promesa de esperanza, me dije aún sosteniendo la vela, la mano de mi madre en el hombro. O simplemente una mirada más allá de todo temor, en un nuevo amanecer.

C'est la vie.