lunes, 18 de marzo de 2019

Crónicas de la nerd entusiasta: La oscuridad y los secretos de un mundo mágico: Todo lo que debes saber sobre el documental “Leaving Neverland” de Dan Reed.






La imagen forma parte de la cultura pop de una manera tan profunda que resulta reconocible para casi cuatro generaciones: el hombre delgado y ágil, que lleva puesta una chaqueta de plástico roja, baila con asombrosa habilidad en una calle llena de la multitud de zombies en harapos. El hombre sacude los hombros, se desliza a través del pavimento como si careciera de peso. El grupo de criaturas que le siguen imitan sus movimientos con impecable refinamiento. La canción se convierte en un estribillo rápido, pegajoso y que termina estallando en todas las emisoras radiales del mundo el El 23 de enero de 1984. Para marzo del mismo año “Thriller” se convirtió en un fenómeno de popularidad de proporciones desconocidas y a Michael Jackson, en el cantante pop más conocido del siglo XX. Una figura estelar de proporciones por completo nuevas, acababa de nacer.

Michael Jackson fue famoso la mayor parte de su vida. En una entrevista, el cantante afirmó que “no recordaba un sólo día de su vida sin que alguien le hubiese fotografiado o hecho preguntas”. No se trataba sólo de una estrella pop, sino el símbolo de toda una cultura que Jackson encarnaba a la perfección: Jackson descubrió el poder del videoclip, dio pasó a la Era de MTV y otros tantos canales de música, abrió la posibilidad de convertir el pop en un conjunto de referencias de carácter generacional. Fue el rostro de Pepsi Cola, incluyó en sus videos musicales a las grandes estrellas del espectáculo de la época, incluso escribió y llevó a cabo la primera gran iniciativa de caridad con colaboración de lo mejor del mundo de la música mundial. “We are the World” no sólo se convirtió en uno de los grandes éxitos musicales de todos los tiempos, sino que además, demostró el poder de Jackson dentro de la industria. Producida por Quincy Jones y grabada por un gran grupo de más de treinta músicos famosos con la intención de recaudar fondos para el USA for Africa (United Support of Artists for Africa), se convirtió en un éxito rotundo y brindó a la figura de Michael Jackson de un aire de mítica leyenda musical. Corría el año 1985, hacia casi un año que Jackson había alcanzado el absoluto estrellato con su quinto disco en estudio “Thriller”, el album que se convirtió en el más vendido de la historia. De pronto, la figura de Jackson era el símbolo de un tipo de poder y fama difícil de definir en sus alcances e implicaciones.

Pero detrás del brillo, había una historia trágica y levemente siniestra de la que nadie hablaba demasiado. Michael Jackson y sus hermanos, habían sido parte de una banda familiar, en la que el más joven de la familia había entrado a formar parte a los cinco años. Se hablaba del padre tiránico, la madre indiferente, el grupo de hermanos sometidos a extenuantes rutinas de ensayos y presentaciones. Del maltrato que Michael Jackson había sufrido desde la infancia e incluso, hubo disparatados rumores que insistían que su privilegiada voz de soprano se debía a una castración química a la que su padre Joseph Jackson — manager del grupo “Los Cinco de Jackson” y después del cantante como solista — le había sometido durante la niñez para conservar su magnífica voz después de la adolescencia. Las habladurías provenían directamente del entorno de los Jackson y más de una ocasión, saltaron a los tabloides amarillistas, en la forma de pequeños fragmentos de información “privilegiada”. Pero el triunfo de Jackson era tan extraordinario que la crónica negra sobre su durísima infancia quedó oculta bajo la larga lista de éxitos y logros. Para cuando alcanzó los veinticinco años​, Jackson había sido incluido en dos ocasiones en el Salón de la Fama del Rock and Roll como el único bailarín de música pop y rock. De hecho, toda su carrera hacia el estrellato, está plagada de récords imbatibles y todo tipo de hitos históricos: desde varios récords guinness en la venta de sus sencillos y álbumes , hasta convertirse en el primer artista en la historia en tener un top 10 en el Billboard Hot 100 en diferentes momentos de cinco décadas diferentes. Jackson no era sólo un hombre público: era la encarnación del sueño americano convertido en algo mucho más poderoso y extraordinario.

Pero de la misma forma que los rumores de su infancia, una serie de comentarios sobre su extraña vida personal, comenzaron a propagarse entre tabloides amarillistas y después, algún que otro artículo de cierta relevancia pública. La piel del cantante se hizo más clara a medida que se hizo adulto, por lo que se le acusó de usar procedimientos químicos para blanquearla, de la misma manera que se hizo notorio que Jackson se había sometido a un considerable número de procedimientos quirúrgicos para transformar su rostro. Desde afinarse la nariz hasta cambiar la estructura de su rostro en general, Jackson parecía transformarse frente a los ojos del mundo, que juzgó sus excentricidades como parte de su obsesión con la perfección y quizás, la presión mediática a la que se encontraba sometido desde su niñez. Jackson ignoró los comentarios y siguió siendo fuente de una continúa controversia, que jamás logró explicar lo suficiente y que incluso, llegó a utilizar como parte del mito de su figura pública. Para la última década del siglo pasado, Jackson siguió siendo una extraña figura mitad de un éxito resonante y un evidente aislamiento que le convirtió en una figura trágica, que la mayoría del público admiraba a pesar de su extravagante comportamiento e historia.

No obstante, en el año 1993, la percepción sobre la figura de Michael Jackson cambiaría para siempre luego de ser acusado de abuso infantil. El escándalo estalló de inmediato y de pronto, la casi ingenua figura del cantante de aspecto aniñado que procuraba rodearse de niños, una moderna encarnación del mítico Peter Pan, se transformó en algo más siniestro. En la primera acusación, Jackson fue señalado de cometer “abusos graves” contra al menos tres niños, asiduos visitantes de su Rancho “Neverland”. Después se habló de sus hábitos y su manifiesta conducta pederasta, un rumor insistente durante años debido a su costumbre de rodearse de niños pequeños tanto en su rancho Neverland como en los largos meses de giras que llevaba a cabo en compañía de un singular séquito de “amigos especiales” que con frecuencia no incluía a los padre de los invitados. Los rumores sobre la conducta sexual de Jackson de pronto saltaron de los habituales tabloides a la prensa especializada. Se habló sobre todo tipo de conductas perversas de Jackson con varios de los niños que solían frecuentar el Rancho e incluso, los que le acompañaban durante sus conciertos y giras. No obstante, la mayoría de las acusaciones fueron desestimadas: dos llegaron a cuantiosos acuerdos económicas. Para cuando los rumores surgieron con mayor fuerza en el año 2005 y desembocaron en un nuevo juicio, el jurado le declaró inocente de todos los cargos. Pero los rumores persistieron y al momento de su muerte en el año 2009, eran más insistentes que nunca.

Durante la última década, el debate sobre la conducta sexual de Jackson y sus consecuencias continuó siendo motivo de análisis y la conclusión al exhaustivo análisis de sobre su vida pública, parece encontrar una conclusión en el documental “Leaving Neverland” del director Dan Reed, el cual analiza desde el punto de vista de las víctimas, la conducta criminal de Jackson. Basado en los relatos de James Safechuck y Wade Robson, dos de los niños — ahora adultos — que formaban parte del grupo que solía acompañar a Jackson en giras y frecuentaban los terrenos de Neverland, el documental muestra no sólo el mundo privado de Jackson, sino las circunstancias y el alcance de los abusos a que fueron sometidos por más de diez años por el cantante. Dan Reed muestra no sólo el testimonio de Safechuck y Robson, sino también las implicaciones del silencio, complicidad y manipulación del entorno de Jackson, que actuó como círculo de protección para los abusos cometidos por el cantante. “Leaving Neverland” no se trata sólo de un análisis sobre los actos criminales cometidos por Jackson al amparo de la fama, sino también, del hecho evidente que su conducta fue ocultada, protegida y disimulada por todos los que conocieron las circunstancias, entre los que se cuentan su familia y por supuesto, productores, músicos y gran parte del equipo técnico de Jackson. Además, el documental — que ha sido criticado y ha levantado una oleada de controversia desde su estreno — deja claro un hecho aún más preocupante: la responsabilidad de las familias de las víctimas al ocultar información sobre la conducta de Michael Jackson y los alcances de sus actos criminales.

No obstante, el documental evita analizar de inmediato las responsabilidades legales y omisiones morales en el caso de Jackson y se concentra directamente, en el daño emocional y físico con el que sus víctimas han tenido que lidiar durante la mayor parte de su vida. Tanto Safechuck como Robson, narran con terrible detalle todo tipo de agresiones sexuales, sufridas a manos de Jackson en un período de cinco años y que según el testimonio, fueron conocidas — y ocultadas — por quienes rodeaban al cantante. Jackson convenció a ambos niños que las aberraciones sexuales a las que eran sometidos, era parte de una relación “romántica” que debían mantener en secreto. Dividido en dos partes, el documental no sólo engloba la conducta criminal de Jackson sino las condiciones que permitieron ocurriera durante casi dos décadas. Una perspectiva inquietante que analiza el uso de la fama de Jackson para ocultar su conducta criminal y también, la retorcida perspectiva que el cantante y su entorno, construyeron una sofisticada maquinaria para captar posibles víctimas y además, asegurarse de su silencio.

Por supuesto, la mera idea resulta asombrosa e incluso, por momentos casi increíbles. Pero a medida que el documental avanza, se hace cada vez más claro que los crímenes de Jackson tiene una inmediata relación con la forma en que se percibía su figura: El cantante no sólo se convertía en amigos de los niños y sus familias, sino además en su benefactor — económico y también, en influencias en el mundo del espectáculo — , lo que creaba un vínculo aún más profundo y desconcertante entre sus víctimas y el cantante. La dependencia emocional y monetaria era absoluta: las fotografías de la época muestran al cantante sentado en medio de un círculo de niños y padres sonrientes. Al menos tres de los menores de las imágenes, fueron víctimas y partes de los casos que llegaron a diferentes juzgados estadounidenses.

Porque Jackson “era más grande que la vida” y era esa visión lo que englobaba el abuso y también, la conexión violenta que le unía a sus víctimas. La frase se repite una y otra vez en el documental, repetida por las víctimas y también, la exhaustiva investigación del director sobre el momento histórico que propició y facilitó los crímenes de Jackson. Por entonces — entre el año 1987 y 1992 — Jackson era la celebridad más poderosa del planeta, la más mediática y con mayor influencia del mundo del espectáculo. Y también la más querida: Reed muestra a las multitudes que le aclamaban con los brazos extendidos, los conciertos repletos de fanáticos que coreaban el nombre de Jackson en frenesí de pura admiración. Pero a la vez, la imagen del Jackson que sólo conocían sus víctimas se entremezcla la imagen idealizada. Reed no deja de recordar en cada oportunidad posible que bajo la imagen radiante del bailarin de asombrosas habilidades y un carisma extraordinario, se escondía un depredador sexual que usaba esas mismas cualidades para atacar a sus víctimas. La combinación resulta desconcertante y por momentos, insoportable. Los testimonios de las víctimas se superponen a imágenes de conciertos y videos. Poco a poco, ambas líneas narrativas crean algo más abrumador y ambicioso, pero sobre todo impactante. El mítico Michael Jackson se transforma poco a poco en un pederasta con un poder e influencia infinitos, en un hombre con un poder de manipulación temible que sólo hasta ahora se muestra en toda su dureza.

Por supuesto, “Leaving Neverland”, depende por completo del testimonio de Robson y Safechuck: la narrativa entera se enlaza con la credibilidad y el poder para sostener su testimonio de ambas víctimas. Y logra hacerlo: las narraciones de ambos — llenas de escabrosos detalles — resultan no sólo convincentes sino que se complementan entre sí. De la misma manera en que lo hicieran en un artículo de Vanity Fair del año 1994, ambas víctimas logran describir para el espectador una retorcida serie de abusos, cometidos bajo el contexto de una confianza artificial y creada a base de la presión, la manipulación y en cierta medida, del amor. Para las víctimas, Jackson demostraba su amor a través de los crímenes sexuales a los que les sometió. Más adelante, comprobar que habían sido sólo parte de un grupo mucho más grande de víctimas, les destrozó intelectual y moralmente.

El documental entero es un retrato de un tipo de crimen que se relaciona directamente con la mirada de la niñez bajo del ojo del espectáculo que resulta preocupante: Safechuck y Robson conocieron a Jackson en medio de concursos y comerciales. Formaban parte del circuito de audiciones desde desde muy pequeños y ambos estaban acostumbrados a complacer a los adultos y sobre todo, a los que tenían algún tipo de poder y relevancia en el ámbito al que deseaban pertenecer. El documental plantea la inquietante hipótesis que el círculo del espectáculo, condiciona la posibilidad de abusos por el simple motivo que se educa a los niño para obedecer y amoldarse a las exigencias de adultos con autoridad. Para las víctimas, los avances sexuales de Jackson eran parte de una idea más amplia sobre la obediencia, la aceptación del maltrato e incluso, una retorcida concepción sobre la competencia. “Sentí celos” admite tanto Safechuck como Robson, cuando hablan de la llegada de nuevos niños al círculo de Jackson. “Creí era el único” añaden, ambos con idénticas expresiones de miedo, frustración y angustia, incluso treinta años después de lo ocurrido.

Reed, como director, decide tomar la vía más directa para contar la historia y deja claro de inmediato que el documental no se tomará concesiones con respecto a la culpabilidad de Jackson. No hay “supuestos” en medio de la gran cantidad de situaciones que las víctimas describen, a pesar que el núcleo de la película es lo suficientemente controversia como para suscitar la inevitable discusión: Safechuck y Robson fueron parte de las víctimas que declararon en el juicio del 1993 y afirmaron que Jackson era del todo inocente de las acusaciones que se le imputaban. Treinta años después, admiten que se encontraban presionados, aterrorizados y sobre todo, convencidos del “amor” que Jackson les profesaba. El documental no ignora la cuestión y la clara de entrada: Ambas víctimas fueron aleccionadas por Jackson que de revelar lo sucedido irían a la cárcel. Una y otra vez, Michael Jackson les convenció que su vida y libertad, dependía de la capacidad de sus niños “favoritos” para mantenerse en silencio. “No imaginaba la posibilidad de acusarle” explica Safechuck con la voz temblorosa. “Imaginaba que iría a la cárcel y que yo también lo haría” dice Robson, que durante todo el documental tiene el rostro pálido y angustiado, que le hace parecer muy joven y desvalido. La narrativa del documental elabora una teoría sobre la contradicción y sostiene la versión que el abuso infantil, incluye también un tipo de manipulación difícil de comprender para un adulto y que explicaría el testimonio de ambos niños, luego de años bajo la influencia de Jackson. Una y otra vez, el director se asegura de dejar claro que la compulsión por ocultar un “secreto vergonzoso” es lo que suele sostener el dominio de un depredador sobre sus víctimas. Una mirada al comportamiento de Jackson que sorprende por su verosimilitud y solidez.

El documental no tiene otro objetivo que mostrar el dolor de las víctimas o al menos, en eso insiste su director. Y lo hace: Safechuck como Robson son el rostro de los al parecer, cientos de niños de lo que Michael Jackson abusó y que condenó a un tipo de trauma que se extiende en el tiempo como un peso emocional y mental con el que muy pocos pueden lidiar. Safechuck lo deja claro: Pasó buena parte de su adolescencia y primera juventud atormentado por la culpa, el miedo y la repugnancia. Lo mismo que Robson, aterrorizado por la posibilidad de ser “encarcelado” y después, bajo el ojo público que cuestionaba las dolorosas experiencias de su vida. Tanto como el otro, resultan reivindicados en “Leaving Neverland” o eso intenta el documento entero, que enfila todo su hilo discursivo hacia el debate del Monstruo que se escondía detrás de un talento extraordinario. Y esa es quizás la mayor interrogante que se esconde bajo todo lo que plantea el documental: ¿Quién era Michael Jackson en realidad? Quizás nunca lo sabremos. O al menos, tendremos que atenernos a su gran acto público: su extraña muerte, tan parecida a un suicidio sin serlo. Una declaración de aparente culpa imposible de comprender a la distancia pero que quizás revista cierta simbología que llevará años comprender a cabalidad.

lunes, 4 de marzo de 2019

La loca del ático y otros misterios victorianos: Todo lo que deberías saber sobre las mujeres escritoras del siglo XIX.




La mujer se acercó al último escalón de la larga escalera y miró hacia abajo. La oscuridad era total, como si los escalones se disolvieran en la colección de sombras triples que llenaban la enorme estancia. Era el aspecto de un mar en calma, oscuro y profundo, del que no se regresa. La muerte sería rápida, pensó casi con alivio. El olor de su sangre le llenó la nariz. Pero la última palabra, fue escrita.

El 10 de enero de 1859, una mujer sin nombre murió en el infame Hospital Real de Bethlem, luego de ser sometida a todo tipo de torturas que intentaban “curarle” de su terrible afección: escribir. La paciente, de la que jamás pasó se supo otro dato que su amor por la escritura, se negaba a separarse de sus hojas y papeles, luego de los garabatos que escribía en las paredes de su celda — con sangre y después excrementos — y al final, de sus manos cubiertas de pequeñas heridas: palabras talladas con piedra filosas en la piel. El último día de su vida, la mujer tomó una pieza de metal de una de las camas del pabellón principal, se abrió la vena del muslo y escribió sobre el suelo “Escribo”. Luego se arrojó desde las escaleras que coronaban el vestíbulo de la institución. Una sola palabra que las enfermeras y médicos se apresuraron a borrar del suelo de piedra, pero que perduró por años en la memoria de todos los que pudieron leerla. Casi dos siglos después, aún se recuerda la anécdota en los libros que hablan sobre la medicina psiquiátrica de la época, como una de las más terribles y más evidentes de los rigores a la que se sometían a las mujeres creativas. A las “locas” que utilizaban la palabra como una forma de liberación.

Tal vez por eso, cuando en una ocasión, se le preguntó a Mary Shelley como había logrado escribir una novela tan insólita, que en apariencia, había nacido de la inspiración súbita como lo era “Frankenstein o el moderno prometeo”, la escritora no dudo en cuál podía ser la respuesta. Corría el año 1849 y ya por entonces, Mary con toda seguridad se encontraba acostumbrada a cuestionamientos semejantes. Aunque le llevó casi dos décadas, finalmente había logrado que su nombre figurara en uno de los libros más extraños publicados para su época: la historia de un monstruo creado por la ambición y avaricia amoral de un creador obsesionado con la muerte. A la distancia, que una mujer pudiera haber escrito algo semejante, no era poca cosa, pero aún más asombroso resultaba que Mary Shelley hubiese establecido, casi sin saberlo, una de las líneas más frecuentes de la Ciencia Ficción contemporánea: la percepción de la locura como una forma de expresión creativa. De modo, que no resulta sorpresivo que la escritora respondiera a la pregunta con una sonrisa triste y cierto cansancio “Enloqueciendo” dijo. Y esa única palabra resume la lucha que llevó a cabo como escritora para encontrar un lugar en medio del mundo literario de su época. O mejor dicho, un espacio al cual llamar suyo en medio de una estructura que negaba la mera existencia de la mujer. Con todo su enorme talento, Mary Shelley fue una de las primeras mujeres en asumir la noción de la escritura como identidad, pero sí, tal como lo afirmó en una carta personal a Mary Diana Dods, tuvo que enloquecer un poco para hacerlo. La locura como base de algo más grande, más elaborado, más duro de entender que la mera proyección de una capacidad artística.

Shelley era el nuevo rostro de todo un entramado complicado que rodeaba a la escritura femenina — y a la novela gótica — de cierto aire misterioso y aprensivo. Después de todo, el relato gótico como tal había nacido casi un siglo atrás y era parte de la cultura europea desde mucho antes, cuando carecía de nombre y en realidad no era otra cosa que un conjunto de imágenes sugerentes unidas entre sí. Para 1790, lo gótico y la escritura femenina parecían unidas por un vinculo enorme, complejo y extraño. Y por supuesto, por la locura: la mayoría de las mujeres de gótico temprano — las poquísimas que escribían sobre el tema y las que aparecían en medio de las escabrosas narraciones — estaban muy cerca de perder la cordura. O eso era lo que sugerían los cuentos, fragmentos, narrativas en las que la demencia tenía un papel fundamental. Entre el castillo en ruinas, el tirano que gobernaba con puño de hierro y la damisela en desgracia, la locura era el elemento que permitía amalgamar la pretensión del gótico en desmenuzar la realidad objetiva en temores. Estratos y dimensiones del miedo, en el que la pérdida de la capacidad para comprender la realidad, era uno de los más temibles.

La ficción gótica era sin duda, el escenario ideal para hacerlo: La Revolución Francesa dotó al género de toda su eléctrica condición de terror sustancioso y convertido en algo más doloroso. De pronto, los proto relatos de mujeres etéreas encerradas y destruidas por la maldad, sólo para ser rescatadas por un héroe inesperado, se hicieron más elaborados y convincentes. Y sobre todo, rompieron la línea invisible que permitía a los relatos tener un orden y una construcción predecible. El horror dejó de encontrarse entre las sombras y pasó a abarcar un amplio abanico de cuestionamientos y la mera incertidumbre. Y Mary Shelley parecía muy consciente de ese antecedente. En Frankenstein, subraya en “La rima del viejo marinero” el tipo de emoción que buscaba el gótico: “Como uno que va con miedo y horror/ por una solitaria senda/ y luego de mirar atrás, aprieta el paso/ y nunca más voltea;/ porque sabe que un demonio atroz/ pegado a él camina.”

Pero la incertidumbre del gótico no era un hecho casual, sino una consecuencia inmediata a todo un proceso invisible que encontró en el género una conclusión inmediata. Para las escritoras del siglo XIX, el mundo literario se encontraba sólo cerrado a cualquier acceso, sino también, desprovisto de toda influencia femenina, lo que hacía que acceder a la mera percepción de la mujer que escribe como una imposibilidad. Enclaustradas en una cultura que dominó la actuación y el comportamiento de la mujer desde el hogar hasta cada una de sus actuaciones en la sociedad, escribir se convirtió no sólo en un acto de liberación y una comprensión de la arquitectura que cerraba los espacios para el talento femenino. Para la gran parte de las escritoras de la época, escribir era un síntoma de demencia y también, una percepción permanente y desconcertante sobre su naturaleza dividida: entre el ideal que se exigía y la naturaleza creativa, existía una brecha notable que amalgamaban una buena cantidad de prejuicios, la mayoría de índole restrictivos sobre la conducta femenina. La mayoría de los manuales psiquiátricos de la época, insistían que una mujer que escribía “demostraba graves problemas espirituales y el alma torturada”, pero lo que resultaba aún más preocupante, un inequívoco síntoma “de falta de control sobre sí misma”. La incertidumbre sobre lo que pueda acaecer — o no — en la forma en su vida. Escribir se convirtió en un impulso, pero también, en una necesidad desesperada de reivindicación y de poder. Escribir no era sólo una forma de expresar el impulso creativo — que lo era — , sino también de romper la rígida moral que imponía un voto restrictivo a cualquier actividad de expresión femenina. Con seudónimos masculinos, la ayuda de esposos y hermanos, las escritoras de siglo XIX batallaron con todas las armas a su disposición contra la imposición de un veto de silencio histórico que les resultaba insoportable.

La voz y el silencio: la opción de la escritora loca.
La mujer escribe inclinada sobre el escritorio de madera. Los hombros rígidos, las manos manchadas de tinta. Pero sonríe, el corazón latiendo muy rápido por un tipo de emoción que rara vez experimenta. Escribe, mientras las palabras brotan de la pluma barata en borbotones, como si un fuego iniciático y desconocido brillara entre los dedos apretados. Escribo, piensa mientras sonríe, los ojos doloridos por la tenue luz de la vena, la espalda encorvada hasta lo abrumador en la silla sin forma. El pulgar quemado, el anular con la piel llena de ampollas por la presión de la madera. Escribo.

Para el siglo XIX, la autoría femenina era una figura legal difusa en Europa, sobre todo en Inglaterra, país en el que fenómeno de la “escritora loca” tuvo el mayor auge. Cualquier producción artística creada por una mujer, era en parte, responsabilidad y propiedad del padre, el marido o en caso de faltar ambos, el hermano mayor. De modo que en buena parte del continente, la noción de la mujer que crea (o que era capaz de sostener una producción artística coherente en cualquier ámbito), no sólo era algo imposible sino también, poco comprensible. De hecho, ninguna mujer podía ejercer derechos legales de compra y venta, poseer por cuenta propia alguna propiedad o reclamar regalías, lo que obligaba a buena parte de las mujeres escritoras, a crear en lo doméstico y asumir que su obra, sería parte del mundo masculino por necesidad.

Pero, lo realmente interesante de semejante rigidez legal — que además desconocía la capacidad de la mujer para dedicarse al ámbito del arte — era el hecho, que obligó a una buena parte de las escritoras de la época a recrear la situación en sus obras. Por ejemplo en “Jane Eyre” de Charlotte Brontë (que en su momento fue publicada por la editorial Smith, Elder & Company bajo el seudónimo de Currer Bell), el personaje de Bertha Mason fue un símbolo directo de la locura, pero también, la ausencia de límites y una búsqueda de libertad desesperada que se entremezcla con la necesidad de la autora de expresar — de un modo u otro — el peso que le causaba el anonimato. Bertha (que en la novela es de hecho, el obstáculo para la felicidad de la protagonista), tiene una extraña visión del bien y del mal, lo cual brinda a su ambigüedad una connotación metafórica. Bertha no es sólo la locura encarnada, sino el reflejo que convierte a Rochester en el héroe estereotipado de las novelas de la época. Pero Charlotte juega fuerte y analiza a Bertha desde varios tipos de sustratos: no sólo es la mujer contenida y disminuida por la locura — una figura habitual en la Europa de la época — sino además, de ella depende el movimiento real de lo que ocurre dentro de la trama. Como si eso no fuera suficiente, su encierro tiene mucho de simbólico: A Bertha la consume la locura y para Jane, es una figura paradójica. Entre ambas, hay una considerable distancia y también, un intrincado juego de espejos que analiza y convierte la percepción sobre la figura femenina a extremos casi dolorosos. Mientras Jane languidece y aguarda, Bertha desespera. Y es esta correlación de sentimientos — la electricidad latente en una historia que depende de la muerte de una para la felicidad de la otra — lo que hace a la historia, una mezcla de metáforas y una durísima crítica contra la sociedad restrictiva en la que fue publicada.

El caso de “Jane Eyre” no pasó desapercibido: en 1979, Sandra Gilbert y Susan Gubar analizaron el texto y otros tantos bajo la perspectiva feminista en el libro “La loca en el ático: La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX”. El texto, convertido en icónico al momento de brindar sentido a la escritura de la mujer en el siglo XIX, además reflexiona sobre la incapacidad de la mujer para mostrarse fuera de los estereotipos masculinos en un mundo literario dominado por hombres. Para ambas autoras, la mayoría de los personajes femeninos debían debatirse entre el “ángel” — desapasionado y sumiso — y mucho más cercano a la mujer ideal del período victoriano o al monstruo, su contraparte y némesis, apasionado y sensual. Jane Eyre, con toda su historia trágica a cuestas, parece ser el prototipo de la mujer que la cultura europea deseaba ver reflejada en las novelas y relatos de la época, aunque en realidad se trata de algo más complejo. Amable, decorosa, pálida, sufrida, era el rostro de la beatitud que se expresaba como parte de algo más elaborado y complejo sobre lo femenino, que no llegaba a mostrarse del todo y se confinaba bajo la percepción de “la perfección”. En cuanto al monstruo — como “La Mandrágora” de Hanns Heinz Ewers y la misma Bertha de Brontë — era sensual, apasionado, rebelde y decididamente incontrolable: cualidades inaceptables para la época victoriana pero sobre todo, para la percepción y la configuración de la identidad femenina de la época.

Pero Brontë apostó a crear algo nuevo y quizás por ese motivo, su obra trascendió la mera idea de la novela trágica al uso. Con sus inconfundibles elementos góticos — no faltaban cumbres pedregosas y hostiles, personajes retorcidos y damiselas en desgracia — también dotó a su Jane, de una profunda personalidad que rompió el estatus establecido sobre la posibilidad del “ángel” y sus implicaciones. Porque aunque Jane es una mujer delicada, llena de dolores y exquisita en su vulnerabilidad, también apasionada, independiente y valiente. No sólo lucha contra el estándar de la mujer en su época — e incluso, el rasante clasista que podría haberla confinado a ser simplemente un modelo de conducta genérico — sino que además, utiliza la ira, la cólera y el dolor para recorrer su camino hacia el futuro. De la misma manera que Bertha (atrapada en la locura, llena de sufrimientos y violencia espiritual), Jane se mira a sí misma desde un reflejo de portentoso poder. Incluso desde la Escuela Lowood se llama “niño”, un evidente intento de Brontë por dejar claro — y romper el canon — que su personaje era algo más que una excusa para el héroe y sus dolores mundanos. La decisión de Brontë de mezclar al “ángel” y al “monstruo” en personajes matizados y estratificados, fue un acto de sublevación sin precedentes que abrió una grieta en la literatura que permitió a otras tantas mujeres hacer lo mismo. Resuelto el problema del “monstruo” Brontë brindó a todas las escritoras que siguieron su ejemplo, a crear un tipo de personaje más ajustado a la mujer extraordinaria — basada en la apoteosis de los sentimientos — que al reflejo simple de lo femenino ideal que por siglos, fue el único acercamiento posible al tema.

La pluma escondida: el misterio de la mujer que escribe.
La joven miró con los ojos muy abiertos la hoja que le extendía su padre. Su nombre brillaba en caracteres casi rudimentarios y mal impresos. Pero era su nombre, junto a sus poemas. Miro el pequeño facsímil con la sensación que las largas horas de vigilia, miedo y dolor de pronto valían la pena. Su voz escapa de entre las sombras. Podía llamarse escritora.

En su libro “Las calamidades del Autor” publicado en 1812, Isaac Disraeli insiste en que “De todas las penas que puede sufrir un personaje femenino, nunca sufrirá más que la autora que le dio vida”. La rarísima frase, encierra la forma como buena parte del mundo literario comprendía la labor de la escritura en una época en que el impulso creativo era un estigma. En un mercado literario compuesto esencialmente por hombres y controlado hasta el último paso por hombres, la mujer escritora debía atravesar un violento estandar de crítica que la convertía en un sujeto improbable de producción imposible. A pesar de eso, a finales del siglo XIX (para ser más exactos entre los años 1871 y 1891) el número de mujeres que se autodenominaba escritoras en el censo de Londres pasó de 255 a 660, una cifra tan alta que llevó a la cámara de los Lores a escribir un reclamo sobre “la permisividad de los maridos y los padres”. En el corto sermón, se instaba a los “tutores masculinos” a “prestar especial atención” a las actividades creativas femeninas. “Siendo que su aumento anuncia descontrol y sin duda impudicia”.

No se trata de una frase casual, por supuesto. Buena parte de las escritoras victorianas comenzaron sus carreras en el mundo de la literatura gracias a la colaboración y el apoyo de los hombres de su vida. Elizabeth Barrett Browning (1806–1861), publicó por primera vez su epopeya homérica “La batalla de maratón” en una edición privada publicada por su padre y que tuvo veinte ejemplares. Con todo, siendo que el mundo editorial continuaba siendo caótico y no se encontraba estructurado bajo legislación alguna que regulara sus límites y capacidades, el mero hecho de ser publicada convirtió a la jovencísima poeta de apenas trece años en escritora. Lo mismo ocurrió con Christina Rossetti (1830–1894), que publicó su primera selección de poemas a los diecisiete años, gracias al esfuerzo de su abuelo, que logró imprimir la colección y lograr su venta en diversas librerías. También, ambas poetas tuvieron acceso a revistas la New Monthly Magazine, que publicó poemas selectos de tanto una como otra autora, lo que se convirtió en un hito de su época. Para Rossetti, la situación incluso se hizo más elaborada y cercana al ámbito artístico, cuando comenzó a participar como colaboradora directa en la revista “Pre-Raphaelite The Germ”, fundada por su hermano Gabriel y que acogía y publicaba todo tipo de textos relacionados con el arte y la belleza utópica de la época.

Las escritoras se volvieron cada vez más audaces: Margaret Oliphant (1828–1897) escribió su primera novela a los dieciséis años y la envió a varias editoriales, bajo seudónimo, en donde fue publicada de inmediato. A los veintiún, escribió y publicó “Pasajes en la vida de Margaret Maitland” (1849) que se convirtió en un éxito instantáneo, que se reflejaría en Katie Stewart (1852), una novela episódica publicada por la revista especializada Blackwood. Una y otra vez, las mujeres escritoras encontraron en la publicación de revistas y privada, un medio de acceder al gran público y aunque la mayoría terminaría por escribir bajo seudónimo a pedido de grandes editoriales, su esfuerzo abrió una puerta para la literatura femenina, que nunca volvió a cerrarse.

La loca, la santa, la puta, la mujer que escribe:
La mujer escribe con rapidez, el teclado de la portátil suave y silencioso bajo la yema de sus dedos. Frente a la ventana, la ciudad pende sobre la noche, brillante y severa, pero hermosa. Y la mujer escribe, con el corazón lleno de una emoción que nadie más podrá entender. Las palabras escapando de los dedos entreabiertos, elevando montañas y mundos imposibles. Respondiendo preguntas secretas. Escribo, piensa. Y sonríe. Escribo dice mirando la pantalla y siente un tipo de alegría secreta que quizás, poca gente podrá comprender en realidad.

Sandra Gilbert y Susan Gubar utilizaron a la Bertha de Bronte como una forma de mostrar a la loca escondida que durante el siglo XIX fue el símbolo de la mujer creativa. Una figura enloquecida, salvaje, maravillosamente viva, capaz de romper todas las reglas y disposiciones con la misma facilidad con que se arrancaba la ropa que le cubría el cuerpo. Una mujer poderosa y tan viva como para construir una mirada hacia la belleza y el poder de crear por completo nueva. Las autoras, demostraron que la literatura femenina no es una anomalía ni tampoco subsidiaria de la masculina, sino una que tiene una historia por completo distinta. Una versión inédita de la historia capaz de construir y reconocer el significado de la palabra para la mujer como una forma de liberación y también, un tipo de esperanza.

viernes, 1 de marzo de 2019

Crónicas de la lectora devota: The Source of Self-Regard: Selected Essays, Speeches, and Meditations de Toni Morrison.




Todo libro es un acto de voluntad y capacidad para dialogar con el mundo al que intenta reflejar. O al menos, esa ha sido la premisa de la llamada “Gran novela americana” desde que se acuñó el término a mediados del siglo XX. No obstante, también es un símbolo: Una mirada que analiza la época que lo engendra y el supremo acto de poder que supone un acto espiritual supremo. Por ese motivo Toni Morrison siempre ha sido una metáfora formidable sobre la necesidad de escribir para desmenuzar el tiempo y sus vicisitudes, no sólo por su laureada carrera, sino por su capacidad para aglutinar los conceptos sobre la comunidad afroamericana, sus tópicos y dolores bajo una misma visión literaria. Morrison quien cumplió 88 años a principios de Febrero y jamás ha dejado de escribir desde que comenzó, es un monumento vivo al poder de las literatura para enfrentarse al prejuicio y la segregación, tan habitual en un país como el suyo en el que aún la tensión sobre el tema racial es considerable. Pero la escritora, además, es el rostro de un tipo de batalla intelectual que la lleva a convertirse — quizás sin desearlo — en una metáfora sobre el poder de la voluntad creativa para romper límites en una cultura esencialmente restrictiva. Desde sus humildes orígenes hasta alcanzar el reconocimiento mundial gracias a su prodigiosa mezcla de talento, ojo crítico y crudeza al contar el dolor, Morrison se ha convertido en interlocutor de un tipo de mensaje que trasciende las fronteras de lo racial y lo social, algo no muy común en norteamérica, en el que la tensión sobre el tema resurge cada cierto tiempo y con mayor virulencia.

De Toni Morrison se suele decir que “no debe nada”, una percepción sobre su vida y los alcances de su carrera que evade una explicación simple. “No debe nada” a la comunidad afroamericana, aunque la representa, ni tampoco al mundo literario que la celebra. Cada uno de sus logros, han sido el fruto de un eminente y decidido esfuerzo por narrar historias de enorme contenido emocional, pero también con la suficiente fuerza para romper límites invisibles. Con la publicación de su primera novela “Blue eyes” en 1970, Morrison dejó claro que su objetivo era contar la realidad, modularla hasta crear una confesión misteriosa sobre los dramas invisibles que durante décadas, llevó a cuestas. Las obras de la escritora nunca son sencillas, mucho menos su insistente análisis de la realidad como una puesta en escena elaborada a trozos entre el desarraigo y la violencia. Toni Morrison, víctima de una hogar roto, una agresión sexual y un cuadro depresivo que le llevó muy cerca del suicidio, compone en cada uno de sus libros una percepción sobre el sufrimiento realista y descarnada. No hay nada sencillo en el punto de vista de Morrison. Ni tampoco la escritora pretende que lo sea. “El dolor en el mundo es real y tanto, como un reflejo de lo que nos sujeta a la vida” dijo en una entrevista al New York Times en 1996. Una frase que podría resumir no sólo su propósito al escribir sino también, su decidida convicción de mostrar el sufrimiento desde lo descarnado y lo profundamente significativo.

Quizás para celebrar casi un siglo de vida o porque la gran Dama de la literatura estadounidense comienza a recopilar los trozos de su memoria, el libro “The Source of Self-Regard” — publicado casi en paralelo con su cumpleaños — es un recorrido por su vida literaria y también, por la forma en que la escritora construyó su propio legado a partir de una firme observación del mundo contemporáneo. Compuesto por ensayos, relatos cortos, meditaciones a fragmentos, la recopilación recorre cada estrato de la vida literaria y pública de la escritora para hacer énfasis en sus opiniones políticas, sobre la mujer y la sociedad norteamericana. Morrison no es una escritora sencilla — no pretende serlo — pero en esta ocasión, el nivel de complejidad de su obra se traduce a través de una mirada crítica sobre la identidad del hombre norteamericano y la cultura que nace a partir de él. En conjunto, las obras tienen un sentido aleccionador — es notorio que se tratan de discursos y textos escritos con deliberada y puntual intención — pero nunca, sermoneador. Morrison no se considera una autoridad, sólo una observadora. Y una además, cuya mirada va transformándose con una rapidez asombrosa. Es esa contemplación de lo efímero y de lo sutil de lo que crea y sostiene la cultura es quizás lo más eficaz de un libro duro de asimilar.

“ The Source of Self-Regard” ha sido comparado con “La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres” de Siri Hustvedt, quizás por la riqueza con que ambas mujeres lidian con temas en apariencia dispares entre sí pero que se complementan como un único bloque de información. Tanto para Hustvedt como para Morrison, los ensayos son reflexiones de largo alcance sobre temas atemporales que son por completo válidos tanto en el momento en que se escribieron como después. Morrison sobre todo, tiene la capacidad de extrapolar hechos disímiles con una comprensión sutil de sus implicaciones. De la misma forma que el libro de Hustvedt, “ The Source of Self-Regard” atraviesa el incómodo terreno de la aseveración en estado puro — Morrison es muy elocuente y elabora todo tipo de ideas sobre temas amplios — pero a la vez, construye una opinión creíble sobre casi todos ellos. La selección es rica, muy variada y casi al final, resulta agotadora en su puntilloso análisis sobre los temas preferidos de la escritora, que van desde el mundo femenino hasta la influencia de la cultura afroamericana en la literatura. Entre una y otra cosa, hay una amplia colección de tópicos que Morrison analiza con cuidado y delicadeza. Para la escritora, es de capital importancia encontrar el elemento humano en cada tema que toca y en “ The Source of Self-Regard” lo logra por completo.

Por supuesto, Morrison vuelve a sus temas favoritos: hay varios ensayos y discursos dedicados en exclusiva al racismo, a la virulenta relación de la ley con el prejuicio e incluso, un cuidadoso análisis sobre el conflicto fronterizo de México y EEUU del 1996 que podría ser por completo pertinente en la actualidad. Morrison dedica tiempo e interés a cada uno de sus puntos de vista y el resultado es una colección de ensayos de enorme riqueza argumental, temática y lingüística. Cada una de las 43 obras — divididas en temas y también, géneros — es un recorrido por cada punto de vista de Morrison sobre su crítica a la sociedad estadounidense — presente en todas sus novelas — , la compasión en el mundo moderno — un tema al que regresa cada cierto tiempo — pero sobre todo, la representatividad étnica. Morrison es una mujer negra que creció en un mundo violento: esa versión de la realidad colinda con sus éxitos literarios. La combinación de ambas cosas, crean una perspectiva única, capaz de mirar la oscuridad de la cultura norteamericana pero también, la más brillante. Morrison conoce a los monstruos del país que ama y teme, pero también sus más radiantes virtudes. Entre ambas cosas, “The Source of Self-Regard” actúa como puente y enlace de ideas que se complementan entre sí y elaboran conceptos de asombrosa lucidez sobre las obsesiones tradicionales de la escritora.

Resulta asombroso que aunque la mayoría de los ensayos tienen al menos una década de antigüedad, todos pueden predecir el futuro cultural y social con absoluta propiedad. Morrison utilizó su punzante criterio sobre lo colectivo, para crear hipótesis creíbles y al final, verídicas sobre un país cada vez más radicalizado. Es desconcertante el tino y la directa precisión de Morrison, para predecir sucesos como “el debate del racismo en los medios de comunicación” y hacerlo, desde una connotación lúcida sobre el hecho que EEUU aún se debate en una percepción de la raza y la representatividad escindida e incompleta. Pero además, Morrison tiene gustos muy variados y realiza un recorrido casi retrospectivo por la cultura pop y del espctáculo, lo que permite englobar sus reflexiones más severas en un ámbito/contexto muy específico. De modo que mientras se hace preguntas sobre la vida de Chinua Achebe y su influencia sobre la cultura negra de finales de los ’80, reflexiona sobre los medios de comunicación y el racismo sempiterno en su forma de estructurar la visión sobre la realidad. Para Morrison la cultura abarca todo y esa gran mirada hacia la identidad como parte de lo social, es lo que hace al libro “The Source of Self-Regard” tan pertinente.

Por supuesto, Morrison es una mujer consciente de su lugar en la historia, por lo que algunos de los ensayos, son homenajes concretos a las grandes figuras y corrientes que marcaron su vida o que sostienen su obra, aún activa a pesar de su edad. Su delicadísima devoción a la memoria de Martin Luther King Jr. se extrapola a una versión sobre las luchas civiles que tiene mucho de épica privada. “En que cada hogar, debe existir la conciencia sobre la percepción de lo étnico como parte de lo que somos” escribe, a la vez que avanza hacia el controvertido tema del “Black Matter” y termina en una disquisición sobre la herencia afroamericana, que poco tiene que envidiar a cualquiera realizada con respecto al racismo evidente de Donald Trump o la llegada del tema al gran público gracias a la película “Black Panther” de Ryan Coogler. La forma en que Morrison entrelaza los temas entre sí, les brinda una formidable solidez y además, una extensa capacidad para abarcar todo tópico como una red articulada y coherente.

Morrison no es una mujer interesada en temas triviales y eso es notorio en que la escritora, lo trascendental ocupa buena parte de sus intereses privados. En la última parte de su libro, Morrison medita sobre el alcance de la divinidad, la potencia del amor y la espiritualidad en un reconocimiento a la obra y trabajo del escritor James Baldwin. Pero no lo hace de manera directa sino a través de la capacidad del artista como traductor de la realidad en un axioma semejante al propuesto por Arthur Rimbaud dos siglos atrás. Como el poeta francés, Morrison está convencida que el papel del artista es una mirada profunda e inquieta sobre lo misterioso del espíritu humano, a la vez que un recorrido doloroso a través de su oscuridad. Como si de una memoria continua se tratara, Morrison pasa de un tema a otro, enlazándolos entre sí a través de su particular visión sobre lo moral y lo espiritual. En más de una ocasión, la misma escritora insiste que cada uno de sus libros forman parte de la “conciencia de América” y no lo hace desde algún tipo de posición arrogante, sino del hecho básico que cada una de sus novelas de ficción y otras, han profundizado sobre la naturaleza del amor, el dolor y el miedo en un país golpeado por sus propios demonios.

Claro está, “The Source of Self-Regard” es un placer en sí mismo, sin necesidad de cualquier otro análisis. El sólo hecho de conocer los pensamientos y puntos de vista de una de las personas más lúcidas del mundo, lo convierte en un mapa de ruta por una mente llena de una brillante percepción sobre la historia, el peso de la palabra en el mundo y la notoria necesidad de nuestra sociedad de cuestionarse en todas las maneras posibles. Morrison está allí para recordarlo y lo hace haciéndose las preguntas adecuadas — y más de una vez — sobre todos los temas posibles: la mujer (negra o blanca), lo femenino y su poder, el racismo, la posibilidad de la escritura como acto redentor. La escritora es imaginativa y todos los tópicos que toca, se mezclan de manera elocuente para crear algo más formidable y sagaz. Inmensa, encantadora, profundamente humana, Toni Morrison demuestra en “The Source of Self-Regard” la plenitud de sus capacidades mentales y literarias, pero también la delicadeza de su espíritu. Una combinación que conmueve por el mero hecho de mantenerse íntegra a sus ideales, en una época que como ella misma reconoce “todo cambia de manera incesante”. Una mirada al amor a través de la literatura y de la literatura a través de un espíritu perspicaz y lleno de fuerza.