lunes, 18 de marzo de 2019

Crónicas de la nerd entusiasta: La oscuridad y los secretos de un mundo mágico: Todo lo que debes saber sobre el documental “Leaving Neverland” de Dan Reed.






La imagen forma parte de la cultura pop de una manera tan profunda que resulta reconocible para casi cuatro generaciones: el hombre delgado y ágil, que lleva puesta una chaqueta de plástico roja, baila con asombrosa habilidad en una calle llena de la multitud de zombies en harapos. El hombre sacude los hombros, se desliza a través del pavimento como si careciera de peso. El grupo de criaturas que le siguen imitan sus movimientos con impecable refinamiento. La canción se convierte en un estribillo rápido, pegajoso y que termina estallando en todas las emisoras radiales del mundo el El 23 de enero de 1984. Para marzo del mismo año “Thriller” se convirtió en un fenómeno de popularidad de proporciones desconocidas y a Michael Jackson, en el cantante pop más conocido del siglo XX. Una figura estelar de proporciones por completo nuevas, acababa de nacer.

Michael Jackson fue famoso la mayor parte de su vida. En una entrevista, el cantante afirmó que “no recordaba un sólo día de su vida sin que alguien le hubiese fotografiado o hecho preguntas”. No se trataba sólo de una estrella pop, sino el símbolo de toda una cultura que Jackson encarnaba a la perfección: Jackson descubrió el poder del videoclip, dio pasó a la Era de MTV y otros tantos canales de música, abrió la posibilidad de convertir el pop en un conjunto de referencias de carácter generacional. Fue el rostro de Pepsi Cola, incluyó en sus videos musicales a las grandes estrellas del espectáculo de la época, incluso escribió y llevó a cabo la primera gran iniciativa de caridad con colaboración de lo mejor del mundo de la música mundial. “We are the World” no sólo se convirtió en uno de los grandes éxitos musicales de todos los tiempos, sino que además, demostró el poder de Jackson dentro de la industria. Producida por Quincy Jones y grabada por un gran grupo de más de treinta músicos famosos con la intención de recaudar fondos para el USA for Africa (United Support of Artists for Africa), se convirtió en un éxito rotundo y brindó a la figura de Michael Jackson de un aire de mítica leyenda musical. Corría el año 1985, hacia casi un año que Jackson había alcanzado el absoluto estrellato con su quinto disco en estudio “Thriller”, el album que se convirtió en el más vendido de la historia. De pronto, la figura de Jackson era el símbolo de un tipo de poder y fama difícil de definir en sus alcances e implicaciones.

Pero detrás del brillo, había una historia trágica y levemente siniestra de la que nadie hablaba demasiado. Michael Jackson y sus hermanos, habían sido parte de una banda familiar, en la que el más joven de la familia había entrado a formar parte a los cinco años. Se hablaba del padre tiránico, la madre indiferente, el grupo de hermanos sometidos a extenuantes rutinas de ensayos y presentaciones. Del maltrato que Michael Jackson había sufrido desde la infancia e incluso, hubo disparatados rumores que insistían que su privilegiada voz de soprano se debía a una castración química a la que su padre Joseph Jackson — manager del grupo “Los Cinco de Jackson” y después del cantante como solista — le había sometido durante la niñez para conservar su magnífica voz después de la adolescencia. Las habladurías provenían directamente del entorno de los Jackson y más de una ocasión, saltaron a los tabloides amarillistas, en la forma de pequeños fragmentos de información “privilegiada”. Pero el triunfo de Jackson era tan extraordinario que la crónica negra sobre su durísima infancia quedó oculta bajo la larga lista de éxitos y logros. Para cuando alcanzó los veinticinco años​, Jackson había sido incluido en dos ocasiones en el Salón de la Fama del Rock and Roll como el único bailarín de música pop y rock. De hecho, toda su carrera hacia el estrellato, está plagada de récords imbatibles y todo tipo de hitos históricos: desde varios récords guinness en la venta de sus sencillos y álbumes , hasta convertirse en el primer artista en la historia en tener un top 10 en el Billboard Hot 100 en diferentes momentos de cinco décadas diferentes. Jackson no era sólo un hombre público: era la encarnación del sueño americano convertido en algo mucho más poderoso y extraordinario.

Pero de la misma forma que los rumores de su infancia, una serie de comentarios sobre su extraña vida personal, comenzaron a propagarse entre tabloides amarillistas y después, algún que otro artículo de cierta relevancia pública. La piel del cantante se hizo más clara a medida que se hizo adulto, por lo que se le acusó de usar procedimientos químicos para blanquearla, de la misma manera que se hizo notorio que Jackson se había sometido a un considerable número de procedimientos quirúrgicos para transformar su rostro. Desde afinarse la nariz hasta cambiar la estructura de su rostro en general, Jackson parecía transformarse frente a los ojos del mundo, que juzgó sus excentricidades como parte de su obsesión con la perfección y quizás, la presión mediática a la que se encontraba sometido desde su niñez. Jackson ignoró los comentarios y siguió siendo fuente de una continúa controversia, que jamás logró explicar lo suficiente y que incluso, llegó a utilizar como parte del mito de su figura pública. Para la última década del siglo pasado, Jackson siguió siendo una extraña figura mitad de un éxito resonante y un evidente aislamiento que le convirtió en una figura trágica, que la mayoría del público admiraba a pesar de su extravagante comportamiento e historia.

No obstante, en el año 1993, la percepción sobre la figura de Michael Jackson cambiaría para siempre luego de ser acusado de abuso infantil. El escándalo estalló de inmediato y de pronto, la casi ingenua figura del cantante de aspecto aniñado que procuraba rodearse de niños, una moderna encarnación del mítico Peter Pan, se transformó en algo más siniestro. En la primera acusación, Jackson fue señalado de cometer “abusos graves” contra al menos tres niños, asiduos visitantes de su Rancho “Neverland”. Después se habló de sus hábitos y su manifiesta conducta pederasta, un rumor insistente durante años debido a su costumbre de rodearse de niños pequeños tanto en su rancho Neverland como en los largos meses de giras que llevaba a cabo en compañía de un singular séquito de “amigos especiales” que con frecuencia no incluía a los padre de los invitados. Los rumores sobre la conducta sexual de Jackson de pronto saltaron de los habituales tabloides a la prensa especializada. Se habló sobre todo tipo de conductas perversas de Jackson con varios de los niños que solían frecuentar el Rancho e incluso, los que le acompañaban durante sus conciertos y giras. No obstante, la mayoría de las acusaciones fueron desestimadas: dos llegaron a cuantiosos acuerdos económicas. Para cuando los rumores surgieron con mayor fuerza en el año 2005 y desembocaron en un nuevo juicio, el jurado le declaró inocente de todos los cargos. Pero los rumores persistieron y al momento de su muerte en el año 2009, eran más insistentes que nunca.

Durante la última década, el debate sobre la conducta sexual de Jackson y sus consecuencias continuó siendo motivo de análisis y la conclusión al exhaustivo análisis de sobre su vida pública, parece encontrar una conclusión en el documental “Leaving Neverland” del director Dan Reed, el cual analiza desde el punto de vista de las víctimas, la conducta criminal de Jackson. Basado en los relatos de James Safechuck y Wade Robson, dos de los niños — ahora adultos — que formaban parte del grupo que solía acompañar a Jackson en giras y frecuentaban los terrenos de Neverland, el documental muestra no sólo el mundo privado de Jackson, sino las circunstancias y el alcance de los abusos a que fueron sometidos por más de diez años por el cantante. Dan Reed muestra no sólo el testimonio de Safechuck y Robson, sino también las implicaciones del silencio, complicidad y manipulación del entorno de Jackson, que actuó como círculo de protección para los abusos cometidos por el cantante. “Leaving Neverland” no se trata sólo de un análisis sobre los actos criminales cometidos por Jackson al amparo de la fama, sino también, del hecho evidente que su conducta fue ocultada, protegida y disimulada por todos los que conocieron las circunstancias, entre los que se cuentan su familia y por supuesto, productores, músicos y gran parte del equipo técnico de Jackson. Además, el documental — que ha sido criticado y ha levantado una oleada de controversia desde su estreno — deja claro un hecho aún más preocupante: la responsabilidad de las familias de las víctimas al ocultar información sobre la conducta de Michael Jackson y los alcances de sus actos criminales.

No obstante, el documental evita analizar de inmediato las responsabilidades legales y omisiones morales en el caso de Jackson y se concentra directamente, en el daño emocional y físico con el que sus víctimas han tenido que lidiar durante la mayor parte de su vida. Tanto Safechuck como Robson, narran con terrible detalle todo tipo de agresiones sexuales, sufridas a manos de Jackson en un período de cinco años y que según el testimonio, fueron conocidas — y ocultadas — por quienes rodeaban al cantante. Jackson convenció a ambos niños que las aberraciones sexuales a las que eran sometidos, era parte de una relación “romántica” que debían mantener en secreto. Dividido en dos partes, el documental no sólo engloba la conducta criminal de Jackson sino las condiciones que permitieron ocurriera durante casi dos décadas. Una perspectiva inquietante que analiza el uso de la fama de Jackson para ocultar su conducta criminal y también, la retorcida perspectiva que el cantante y su entorno, construyeron una sofisticada maquinaria para captar posibles víctimas y además, asegurarse de su silencio.

Por supuesto, la mera idea resulta asombrosa e incluso, por momentos casi increíbles. Pero a medida que el documental avanza, se hace cada vez más claro que los crímenes de Jackson tiene una inmediata relación con la forma en que se percibía su figura: El cantante no sólo se convertía en amigos de los niños y sus familias, sino además en su benefactor — económico y también, en influencias en el mundo del espectáculo — , lo que creaba un vínculo aún más profundo y desconcertante entre sus víctimas y el cantante. La dependencia emocional y monetaria era absoluta: las fotografías de la época muestran al cantante sentado en medio de un círculo de niños y padres sonrientes. Al menos tres de los menores de las imágenes, fueron víctimas y partes de los casos que llegaron a diferentes juzgados estadounidenses.

Porque Jackson “era más grande que la vida” y era esa visión lo que englobaba el abuso y también, la conexión violenta que le unía a sus víctimas. La frase se repite una y otra vez en el documental, repetida por las víctimas y también, la exhaustiva investigación del director sobre el momento histórico que propició y facilitó los crímenes de Jackson. Por entonces — entre el año 1987 y 1992 — Jackson era la celebridad más poderosa del planeta, la más mediática y con mayor influencia del mundo del espectáculo. Y también la más querida: Reed muestra a las multitudes que le aclamaban con los brazos extendidos, los conciertos repletos de fanáticos que coreaban el nombre de Jackson en frenesí de pura admiración. Pero a la vez, la imagen del Jackson que sólo conocían sus víctimas se entremezcla la imagen idealizada. Reed no deja de recordar en cada oportunidad posible que bajo la imagen radiante del bailarin de asombrosas habilidades y un carisma extraordinario, se escondía un depredador sexual que usaba esas mismas cualidades para atacar a sus víctimas. La combinación resulta desconcertante y por momentos, insoportable. Los testimonios de las víctimas se superponen a imágenes de conciertos y videos. Poco a poco, ambas líneas narrativas crean algo más abrumador y ambicioso, pero sobre todo impactante. El mítico Michael Jackson se transforma poco a poco en un pederasta con un poder e influencia infinitos, en un hombre con un poder de manipulación temible que sólo hasta ahora se muestra en toda su dureza.

Por supuesto, “Leaving Neverland”, depende por completo del testimonio de Robson y Safechuck: la narrativa entera se enlaza con la credibilidad y el poder para sostener su testimonio de ambas víctimas. Y logra hacerlo: las narraciones de ambos — llenas de escabrosos detalles — resultan no sólo convincentes sino que se complementan entre sí. De la misma manera en que lo hicieran en un artículo de Vanity Fair del año 1994, ambas víctimas logran describir para el espectador una retorcida serie de abusos, cometidos bajo el contexto de una confianza artificial y creada a base de la presión, la manipulación y en cierta medida, del amor. Para las víctimas, Jackson demostraba su amor a través de los crímenes sexuales a los que les sometió. Más adelante, comprobar que habían sido sólo parte de un grupo mucho más grande de víctimas, les destrozó intelectual y moralmente.

El documental entero es un retrato de un tipo de crimen que se relaciona directamente con la mirada de la niñez bajo del ojo del espectáculo que resulta preocupante: Safechuck y Robson conocieron a Jackson en medio de concursos y comerciales. Formaban parte del circuito de audiciones desde desde muy pequeños y ambos estaban acostumbrados a complacer a los adultos y sobre todo, a los que tenían algún tipo de poder y relevancia en el ámbito al que deseaban pertenecer. El documental plantea la inquietante hipótesis que el círculo del espectáculo, condiciona la posibilidad de abusos por el simple motivo que se educa a los niño para obedecer y amoldarse a las exigencias de adultos con autoridad. Para las víctimas, los avances sexuales de Jackson eran parte de una idea más amplia sobre la obediencia, la aceptación del maltrato e incluso, una retorcida concepción sobre la competencia. “Sentí celos” admite tanto Safechuck como Robson, cuando hablan de la llegada de nuevos niños al círculo de Jackson. “Creí era el único” añaden, ambos con idénticas expresiones de miedo, frustración y angustia, incluso treinta años después de lo ocurrido.

Reed, como director, decide tomar la vía más directa para contar la historia y deja claro de inmediato que el documental no se tomará concesiones con respecto a la culpabilidad de Jackson. No hay “supuestos” en medio de la gran cantidad de situaciones que las víctimas describen, a pesar que el núcleo de la película es lo suficientemente controversia como para suscitar la inevitable discusión: Safechuck y Robson fueron parte de las víctimas que declararon en el juicio del 1993 y afirmaron que Jackson era del todo inocente de las acusaciones que se le imputaban. Treinta años después, admiten que se encontraban presionados, aterrorizados y sobre todo, convencidos del “amor” que Jackson les profesaba. El documental no ignora la cuestión y la clara de entrada: Ambas víctimas fueron aleccionadas por Jackson que de revelar lo sucedido irían a la cárcel. Una y otra vez, Michael Jackson les convenció que su vida y libertad, dependía de la capacidad de sus niños “favoritos” para mantenerse en silencio. “No imaginaba la posibilidad de acusarle” explica Safechuck con la voz temblorosa. “Imaginaba que iría a la cárcel y que yo también lo haría” dice Robson, que durante todo el documental tiene el rostro pálido y angustiado, que le hace parecer muy joven y desvalido. La narrativa del documental elabora una teoría sobre la contradicción y sostiene la versión que el abuso infantil, incluye también un tipo de manipulación difícil de comprender para un adulto y que explicaría el testimonio de ambos niños, luego de años bajo la influencia de Jackson. Una y otra vez, el director se asegura de dejar claro que la compulsión por ocultar un “secreto vergonzoso” es lo que suele sostener el dominio de un depredador sobre sus víctimas. Una mirada al comportamiento de Jackson que sorprende por su verosimilitud y solidez.

El documental no tiene otro objetivo que mostrar el dolor de las víctimas o al menos, en eso insiste su director. Y lo hace: Safechuck como Robson son el rostro de los al parecer, cientos de niños de lo que Michael Jackson abusó y que condenó a un tipo de trauma que se extiende en el tiempo como un peso emocional y mental con el que muy pocos pueden lidiar. Safechuck lo deja claro: Pasó buena parte de su adolescencia y primera juventud atormentado por la culpa, el miedo y la repugnancia. Lo mismo que Robson, aterrorizado por la posibilidad de ser “encarcelado” y después, bajo el ojo público que cuestionaba las dolorosas experiencias de su vida. Tanto como el otro, resultan reivindicados en “Leaving Neverland” o eso intenta el documento entero, que enfila todo su hilo discursivo hacia el debate del Monstruo que se escondía detrás de un talento extraordinario. Y esa es quizás la mayor interrogante que se esconde bajo todo lo que plantea el documental: ¿Quién era Michael Jackson en realidad? Quizás nunca lo sabremos. O al menos, tendremos que atenernos a su gran acto público: su extraña muerte, tan parecida a un suicidio sin serlo. Una declaración de aparente culpa imposible de comprender a la distancia pero que quizás revista cierta simbología que llevará años comprender a cabalidad.

lunes, 4 de marzo de 2019

La loca del ático y otros misterios victorianos: Todo lo que deberías saber sobre las mujeres escritoras del siglo XIX.




La mujer se acercó al último escalón de la larga escalera y miró hacia abajo. La oscuridad era total, como si los escalones se disolvieran en la colección de sombras triples que llenaban la enorme estancia. Era el aspecto de un mar en calma, oscuro y profundo, del que no se regresa. La muerte sería rápida, pensó casi con alivio. El olor de su sangre le llenó la nariz. Pero la última palabra, fue escrita.

El 10 de enero de 1859, una mujer sin nombre murió en el infame Hospital Real de Bethlem, luego de ser sometida a todo tipo de torturas que intentaban “curarle” de su terrible afección: escribir. La paciente, de la que jamás pasó se supo otro dato que su amor por la escritura, se negaba a separarse de sus hojas y papeles, luego de los garabatos que escribía en las paredes de su celda — con sangre y después excrementos — y al final, de sus manos cubiertas de pequeñas heridas: palabras talladas con piedra filosas en la piel. El último día de su vida, la mujer tomó una pieza de metal de una de las camas del pabellón principal, se abrió la vena del muslo y escribió sobre el suelo “Escribo”. Luego se arrojó desde las escaleras que coronaban el vestíbulo de la institución. Una sola palabra que las enfermeras y médicos se apresuraron a borrar del suelo de piedra, pero que perduró por años en la memoria de todos los que pudieron leerla. Casi dos siglos después, aún se recuerda la anécdota en los libros que hablan sobre la medicina psiquiátrica de la época, como una de las más terribles y más evidentes de los rigores a la que se sometían a las mujeres creativas. A las “locas” que utilizaban la palabra como una forma de liberación.

Tal vez por eso, cuando en una ocasión, se le preguntó a Mary Shelley como había logrado escribir una novela tan insólita, que en apariencia, había nacido de la inspiración súbita como lo era “Frankenstein o el moderno prometeo”, la escritora no dudo en cuál podía ser la respuesta. Corría el año 1849 y ya por entonces, Mary con toda seguridad se encontraba acostumbrada a cuestionamientos semejantes. Aunque le llevó casi dos décadas, finalmente había logrado que su nombre figurara en uno de los libros más extraños publicados para su época: la historia de un monstruo creado por la ambición y avaricia amoral de un creador obsesionado con la muerte. A la distancia, que una mujer pudiera haber escrito algo semejante, no era poca cosa, pero aún más asombroso resultaba que Mary Shelley hubiese establecido, casi sin saberlo, una de las líneas más frecuentes de la Ciencia Ficción contemporánea: la percepción de la locura como una forma de expresión creativa. De modo, que no resulta sorpresivo que la escritora respondiera a la pregunta con una sonrisa triste y cierto cansancio “Enloqueciendo” dijo. Y esa única palabra resume la lucha que llevó a cabo como escritora para encontrar un lugar en medio del mundo literario de su época. O mejor dicho, un espacio al cual llamar suyo en medio de una estructura que negaba la mera existencia de la mujer. Con todo su enorme talento, Mary Shelley fue una de las primeras mujeres en asumir la noción de la escritura como identidad, pero sí, tal como lo afirmó en una carta personal a Mary Diana Dods, tuvo que enloquecer un poco para hacerlo. La locura como base de algo más grande, más elaborado, más duro de entender que la mera proyección de una capacidad artística.

Shelley era el nuevo rostro de todo un entramado complicado que rodeaba a la escritura femenina — y a la novela gótica — de cierto aire misterioso y aprensivo. Después de todo, el relato gótico como tal había nacido casi un siglo atrás y era parte de la cultura europea desde mucho antes, cuando carecía de nombre y en realidad no era otra cosa que un conjunto de imágenes sugerentes unidas entre sí. Para 1790, lo gótico y la escritura femenina parecían unidas por un vinculo enorme, complejo y extraño. Y por supuesto, por la locura: la mayoría de las mujeres de gótico temprano — las poquísimas que escribían sobre el tema y las que aparecían en medio de las escabrosas narraciones — estaban muy cerca de perder la cordura. O eso era lo que sugerían los cuentos, fragmentos, narrativas en las que la demencia tenía un papel fundamental. Entre el castillo en ruinas, el tirano que gobernaba con puño de hierro y la damisela en desgracia, la locura era el elemento que permitía amalgamar la pretensión del gótico en desmenuzar la realidad objetiva en temores. Estratos y dimensiones del miedo, en el que la pérdida de la capacidad para comprender la realidad, era uno de los más temibles.

La ficción gótica era sin duda, el escenario ideal para hacerlo: La Revolución Francesa dotó al género de toda su eléctrica condición de terror sustancioso y convertido en algo más doloroso. De pronto, los proto relatos de mujeres etéreas encerradas y destruidas por la maldad, sólo para ser rescatadas por un héroe inesperado, se hicieron más elaborados y convincentes. Y sobre todo, rompieron la línea invisible que permitía a los relatos tener un orden y una construcción predecible. El horror dejó de encontrarse entre las sombras y pasó a abarcar un amplio abanico de cuestionamientos y la mera incertidumbre. Y Mary Shelley parecía muy consciente de ese antecedente. En Frankenstein, subraya en “La rima del viejo marinero” el tipo de emoción que buscaba el gótico: “Como uno que va con miedo y horror/ por una solitaria senda/ y luego de mirar atrás, aprieta el paso/ y nunca más voltea;/ porque sabe que un demonio atroz/ pegado a él camina.”

Pero la incertidumbre del gótico no era un hecho casual, sino una consecuencia inmediata a todo un proceso invisible que encontró en el género una conclusión inmediata. Para las escritoras del siglo XIX, el mundo literario se encontraba sólo cerrado a cualquier acceso, sino también, desprovisto de toda influencia femenina, lo que hacía que acceder a la mera percepción de la mujer que escribe como una imposibilidad. Enclaustradas en una cultura que dominó la actuación y el comportamiento de la mujer desde el hogar hasta cada una de sus actuaciones en la sociedad, escribir se convirtió no sólo en un acto de liberación y una comprensión de la arquitectura que cerraba los espacios para el talento femenino. Para la gran parte de las escritoras de la época, escribir era un síntoma de demencia y también, una percepción permanente y desconcertante sobre su naturaleza dividida: entre el ideal que se exigía y la naturaleza creativa, existía una brecha notable que amalgamaban una buena cantidad de prejuicios, la mayoría de índole restrictivos sobre la conducta femenina. La mayoría de los manuales psiquiátricos de la época, insistían que una mujer que escribía “demostraba graves problemas espirituales y el alma torturada”, pero lo que resultaba aún más preocupante, un inequívoco síntoma “de falta de control sobre sí misma”. La incertidumbre sobre lo que pueda acaecer — o no — en la forma en su vida. Escribir se convirtió en un impulso, pero también, en una necesidad desesperada de reivindicación y de poder. Escribir no era sólo una forma de expresar el impulso creativo — que lo era — , sino también de romper la rígida moral que imponía un voto restrictivo a cualquier actividad de expresión femenina. Con seudónimos masculinos, la ayuda de esposos y hermanos, las escritoras de siglo XIX batallaron con todas las armas a su disposición contra la imposición de un veto de silencio histórico que les resultaba insoportable.

La voz y el silencio: la opción de la escritora loca.
La mujer escribe inclinada sobre el escritorio de madera. Los hombros rígidos, las manos manchadas de tinta. Pero sonríe, el corazón latiendo muy rápido por un tipo de emoción que rara vez experimenta. Escribe, mientras las palabras brotan de la pluma barata en borbotones, como si un fuego iniciático y desconocido brillara entre los dedos apretados. Escribo, piensa mientras sonríe, los ojos doloridos por la tenue luz de la vena, la espalda encorvada hasta lo abrumador en la silla sin forma. El pulgar quemado, el anular con la piel llena de ampollas por la presión de la madera. Escribo.

Para el siglo XIX, la autoría femenina era una figura legal difusa en Europa, sobre todo en Inglaterra, país en el que fenómeno de la “escritora loca” tuvo el mayor auge. Cualquier producción artística creada por una mujer, era en parte, responsabilidad y propiedad del padre, el marido o en caso de faltar ambos, el hermano mayor. De modo que en buena parte del continente, la noción de la mujer que crea (o que era capaz de sostener una producción artística coherente en cualquier ámbito), no sólo era algo imposible sino también, poco comprensible. De hecho, ninguna mujer podía ejercer derechos legales de compra y venta, poseer por cuenta propia alguna propiedad o reclamar regalías, lo que obligaba a buena parte de las mujeres escritoras, a crear en lo doméstico y asumir que su obra, sería parte del mundo masculino por necesidad.

Pero, lo realmente interesante de semejante rigidez legal — que además desconocía la capacidad de la mujer para dedicarse al ámbito del arte — era el hecho, que obligó a una buena parte de las escritoras de la época a recrear la situación en sus obras. Por ejemplo en “Jane Eyre” de Charlotte Brontë (que en su momento fue publicada por la editorial Smith, Elder & Company bajo el seudónimo de Currer Bell), el personaje de Bertha Mason fue un símbolo directo de la locura, pero también, la ausencia de límites y una búsqueda de libertad desesperada que se entremezcla con la necesidad de la autora de expresar — de un modo u otro — el peso que le causaba el anonimato. Bertha (que en la novela es de hecho, el obstáculo para la felicidad de la protagonista), tiene una extraña visión del bien y del mal, lo cual brinda a su ambigüedad una connotación metafórica. Bertha no es sólo la locura encarnada, sino el reflejo que convierte a Rochester en el héroe estereotipado de las novelas de la época. Pero Charlotte juega fuerte y analiza a Bertha desde varios tipos de sustratos: no sólo es la mujer contenida y disminuida por la locura — una figura habitual en la Europa de la época — sino además, de ella depende el movimiento real de lo que ocurre dentro de la trama. Como si eso no fuera suficiente, su encierro tiene mucho de simbólico: A Bertha la consume la locura y para Jane, es una figura paradójica. Entre ambas, hay una considerable distancia y también, un intrincado juego de espejos que analiza y convierte la percepción sobre la figura femenina a extremos casi dolorosos. Mientras Jane languidece y aguarda, Bertha desespera. Y es esta correlación de sentimientos — la electricidad latente en una historia que depende de la muerte de una para la felicidad de la otra — lo que hace a la historia, una mezcla de metáforas y una durísima crítica contra la sociedad restrictiva en la que fue publicada.

El caso de “Jane Eyre” no pasó desapercibido: en 1979, Sandra Gilbert y Susan Gubar analizaron el texto y otros tantos bajo la perspectiva feminista en el libro “La loca en el ático: La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX”. El texto, convertido en icónico al momento de brindar sentido a la escritura de la mujer en el siglo XIX, además reflexiona sobre la incapacidad de la mujer para mostrarse fuera de los estereotipos masculinos en un mundo literario dominado por hombres. Para ambas autoras, la mayoría de los personajes femeninos debían debatirse entre el “ángel” — desapasionado y sumiso — y mucho más cercano a la mujer ideal del período victoriano o al monstruo, su contraparte y némesis, apasionado y sensual. Jane Eyre, con toda su historia trágica a cuestas, parece ser el prototipo de la mujer que la cultura europea deseaba ver reflejada en las novelas y relatos de la época, aunque en realidad se trata de algo más complejo. Amable, decorosa, pálida, sufrida, era el rostro de la beatitud que se expresaba como parte de algo más elaborado y complejo sobre lo femenino, que no llegaba a mostrarse del todo y se confinaba bajo la percepción de “la perfección”. En cuanto al monstruo — como “La Mandrágora” de Hanns Heinz Ewers y la misma Bertha de Brontë — era sensual, apasionado, rebelde y decididamente incontrolable: cualidades inaceptables para la época victoriana pero sobre todo, para la percepción y la configuración de la identidad femenina de la época.

Pero Brontë apostó a crear algo nuevo y quizás por ese motivo, su obra trascendió la mera idea de la novela trágica al uso. Con sus inconfundibles elementos góticos — no faltaban cumbres pedregosas y hostiles, personajes retorcidos y damiselas en desgracia — también dotó a su Jane, de una profunda personalidad que rompió el estatus establecido sobre la posibilidad del “ángel” y sus implicaciones. Porque aunque Jane es una mujer delicada, llena de dolores y exquisita en su vulnerabilidad, también apasionada, independiente y valiente. No sólo lucha contra el estándar de la mujer en su época — e incluso, el rasante clasista que podría haberla confinado a ser simplemente un modelo de conducta genérico — sino que además, utiliza la ira, la cólera y el dolor para recorrer su camino hacia el futuro. De la misma manera que Bertha (atrapada en la locura, llena de sufrimientos y violencia espiritual), Jane se mira a sí misma desde un reflejo de portentoso poder. Incluso desde la Escuela Lowood se llama “niño”, un evidente intento de Brontë por dejar claro — y romper el canon — que su personaje era algo más que una excusa para el héroe y sus dolores mundanos. La decisión de Brontë de mezclar al “ángel” y al “monstruo” en personajes matizados y estratificados, fue un acto de sublevación sin precedentes que abrió una grieta en la literatura que permitió a otras tantas mujeres hacer lo mismo. Resuelto el problema del “monstruo” Brontë brindó a todas las escritoras que siguieron su ejemplo, a crear un tipo de personaje más ajustado a la mujer extraordinaria — basada en la apoteosis de los sentimientos — que al reflejo simple de lo femenino ideal que por siglos, fue el único acercamiento posible al tema.

La pluma escondida: el misterio de la mujer que escribe.
La joven miró con los ojos muy abiertos la hoja que le extendía su padre. Su nombre brillaba en caracteres casi rudimentarios y mal impresos. Pero era su nombre, junto a sus poemas. Miro el pequeño facsímil con la sensación que las largas horas de vigilia, miedo y dolor de pronto valían la pena. Su voz escapa de entre las sombras. Podía llamarse escritora.

En su libro “Las calamidades del Autor” publicado en 1812, Isaac Disraeli insiste en que “De todas las penas que puede sufrir un personaje femenino, nunca sufrirá más que la autora que le dio vida”. La rarísima frase, encierra la forma como buena parte del mundo literario comprendía la labor de la escritura en una época en que el impulso creativo era un estigma. En un mercado literario compuesto esencialmente por hombres y controlado hasta el último paso por hombres, la mujer escritora debía atravesar un violento estandar de crítica que la convertía en un sujeto improbable de producción imposible. A pesar de eso, a finales del siglo XIX (para ser más exactos entre los años 1871 y 1891) el número de mujeres que se autodenominaba escritoras en el censo de Londres pasó de 255 a 660, una cifra tan alta que llevó a la cámara de los Lores a escribir un reclamo sobre “la permisividad de los maridos y los padres”. En el corto sermón, se instaba a los “tutores masculinos” a “prestar especial atención” a las actividades creativas femeninas. “Siendo que su aumento anuncia descontrol y sin duda impudicia”.

No se trata de una frase casual, por supuesto. Buena parte de las escritoras victorianas comenzaron sus carreras en el mundo de la literatura gracias a la colaboración y el apoyo de los hombres de su vida. Elizabeth Barrett Browning (1806–1861), publicó por primera vez su epopeya homérica “La batalla de maratón” en una edición privada publicada por su padre y que tuvo veinte ejemplares. Con todo, siendo que el mundo editorial continuaba siendo caótico y no se encontraba estructurado bajo legislación alguna que regulara sus límites y capacidades, el mero hecho de ser publicada convirtió a la jovencísima poeta de apenas trece años en escritora. Lo mismo ocurrió con Christina Rossetti (1830–1894), que publicó su primera selección de poemas a los diecisiete años, gracias al esfuerzo de su abuelo, que logró imprimir la colección y lograr su venta en diversas librerías. También, ambas poetas tuvieron acceso a revistas la New Monthly Magazine, que publicó poemas selectos de tanto una como otra autora, lo que se convirtió en un hito de su época. Para Rossetti, la situación incluso se hizo más elaborada y cercana al ámbito artístico, cuando comenzó a participar como colaboradora directa en la revista “Pre-Raphaelite The Germ”, fundada por su hermano Gabriel y que acogía y publicaba todo tipo de textos relacionados con el arte y la belleza utópica de la época.

Las escritoras se volvieron cada vez más audaces: Margaret Oliphant (1828–1897) escribió su primera novela a los dieciséis años y la envió a varias editoriales, bajo seudónimo, en donde fue publicada de inmediato. A los veintiún, escribió y publicó “Pasajes en la vida de Margaret Maitland” (1849) que se convirtió en un éxito instantáneo, que se reflejaría en Katie Stewart (1852), una novela episódica publicada por la revista especializada Blackwood. Una y otra vez, las mujeres escritoras encontraron en la publicación de revistas y privada, un medio de acceder al gran público y aunque la mayoría terminaría por escribir bajo seudónimo a pedido de grandes editoriales, su esfuerzo abrió una puerta para la literatura femenina, que nunca volvió a cerrarse.

La loca, la santa, la puta, la mujer que escribe:
La mujer escribe con rapidez, el teclado de la portátil suave y silencioso bajo la yema de sus dedos. Frente a la ventana, la ciudad pende sobre la noche, brillante y severa, pero hermosa. Y la mujer escribe, con el corazón lleno de una emoción que nadie más podrá entender. Las palabras escapando de los dedos entreabiertos, elevando montañas y mundos imposibles. Respondiendo preguntas secretas. Escribo, piensa. Y sonríe. Escribo dice mirando la pantalla y siente un tipo de alegría secreta que quizás, poca gente podrá comprender en realidad.

Sandra Gilbert y Susan Gubar utilizaron a la Bertha de Bronte como una forma de mostrar a la loca escondida que durante el siglo XIX fue el símbolo de la mujer creativa. Una figura enloquecida, salvaje, maravillosamente viva, capaz de romper todas las reglas y disposiciones con la misma facilidad con que se arrancaba la ropa que le cubría el cuerpo. Una mujer poderosa y tan viva como para construir una mirada hacia la belleza y el poder de crear por completo nueva. Las autoras, demostraron que la literatura femenina no es una anomalía ni tampoco subsidiaria de la masculina, sino una que tiene una historia por completo distinta. Una versión inédita de la historia capaz de construir y reconocer el significado de la palabra para la mujer como una forma de liberación y también, un tipo de esperanza.

viernes, 1 de marzo de 2019

Crónicas de la lectora devota: The Source of Self-Regard: Selected Essays, Speeches, and Meditations de Toni Morrison.




Todo libro es un acto de voluntad y capacidad para dialogar con el mundo al que intenta reflejar. O al menos, esa ha sido la premisa de la llamada “Gran novela americana” desde que se acuñó el término a mediados del siglo XX. No obstante, también es un símbolo: Una mirada que analiza la época que lo engendra y el supremo acto de poder que supone un acto espiritual supremo. Por ese motivo Toni Morrison siempre ha sido una metáfora formidable sobre la necesidad de escribir para desmenuzar el tiempo y sus vicisitudes, no sólo por su laureada carrera, sino por su capacidad para aglutinar los conceptos sobre la comunidad afroamericana, sus tópicos y dolores bajo una misma visión literaria. Morrison quien cumplió 88 años a principios de Febrero y jamás ha dejado de escribir desde que comenzó, es un monumento vivo al poder de las literatura para enfrentarse al prejuicio y la segregación, tan habitual en un país como el suyo en el que aún la tensión sobre el tema racial es considerable. Pero la escritora, además, es el rostro de un tipo de batalla intelectual que la lleva a convertirse — quizás sin desearlo — en una metáfora sobre el poder de la voluntad creativa para romper límites en una cultura esencialmente restrictiva. Desde sus humildes orígenes hasta alcanzar el reconocimiento mundial gracias a su prodigiosa mezcla de talento, ojo crítico y crudeza al contar el dolor, Morrison se ha convertido en interlocutor de un tipo de mensaje que trasciende las fronteras de lo racial y lo social, algo no muy común en norteamérica, en el que la tensión sobre el tema resurge cada cierto tiempo y con mayor virulencia.

De Toni Morrison se suele decir que “no debe nada”, una percepción sobre su vida y los alcances de su carrera que evade una explicación simple. “No debe nada” a la comunidad afroamericana, aunque la representa, ni tampoco al mundo literario que la celebra. Cada uno de sus logros, han sido el fruto de un eminente y decidido esfuerzo por narrar historias de enorme contenido emocional, pero también con la suficiente fuerza para romper límites invisibles. Con la publicación de su primera novela “Blue eyes” en 1970, Morrison dejó claro que su objetivo era contar la realidad, modularla hasta crear una confesión misteriosa sobre los dramas invisibles que durante décadas, llevó a cuestas. Las obras de la escritora nunca son sencillas, mucho menos su insistente análisis de la realidad como una puesta en escena elaborada a trozos entre el desarraigo y la violencia. Toni Morrison, víctima de una hogar roto, una agresión sexual y un cuadro depresivo que le llevó muy cerca del suicidio, compone en cada uno de sus libros una percepción sobre el sufrimiento realista y descarnada. No hay nada sencillo en el punto de vista de Morrison. Ni tampoco la escritora pretende que lo sea. “El dolor en el mundo es real y tanto, como un reflejo de lo que nos sujeta a la vida” dijo en una entrevista al New York Times en 1996. Una frase que podría resumir no sólo su propósito al escribir sino también, su decidida convicción de mostrar el sufrimiento desde lo descarnado y lo profundamente significativo.

Quizás para celebrar casi un siglo de vida o porque la gran Dama de la literatura estadounidense comienza a recopilar los trozos de su memoria, el libro “The Source of Self-Regard” — publicado casi en paralelo con su cumpleaños — es un recorrido por su vida literaria y también, por la forma en que la escritora construyó su propio legado a partir de una firme observación del mundo contemporáneo. Compuesto por ensayos, relatos cortos, meditaciones a fragmentos, la recopilación recorre cada estrato de la vida literaria y pública de la escritora para hacer énfasis en sus opiniones políticas, sobre la mujer y la sociedad norteamericana. Morrison no es una escritora sencilla — no pretende serlo — pero en esta ocasión, el nivel de complejidad de su obra se traduce a través de una mirada crítica sobre la identidad del hombre norteamericano y la cultura que nace a partir de él. En conjunto, las obras tienen un sentido aleccionador — es notorio que se tratan de discursos y textos escritos con deliberada y puntual intención — pero nunca, sermoneador. Morrison no se considera una autoridad, sólo una observadora. Y una además, cuya mirada va transformándose con una rapidez asombrosa. Es esa contemplación de lo efímero y de lo sutil de lo que crea y sostiene la cultura es quizás lo más eficaz de un libro duro de asimilar.

“ The Source of Self-Regard” ha sido comparado con “La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres” de Siri Hustvedt, quizás por la riqueza con que ambas mujeres lidian con temas en apariencia dispares entre sí pero que se complementan como un único bloque de información. Tanto para Hustvedt como para Morrison, los ensayos son reflexiones de largo alcance sobre temas atemporales que son por completo válidos tanto en el momento en que se escribieron como después. Morrison sobre todo, tiene la capacidad de extrapolar hechos disímiles con una comprensión sutil de sus implicaciones. De la misma forma que el libro de Hustvedt, “ The Source of Self-Regard” atraviesa el incómodo terreno de la aseveración en estado puro — Morrison es muy elocuente y elabora todo tipo de ideas sobre temas amplios — pero a la vez, construye una opinión creíble sobre casi todos ellos. La selección es rica, muy variada y casi al final, resulta agotadora en su puntilloso análisis sobre los temas preferidos de la escritora, que van desde el mundo femenino hasta la influencia de la cultura afroamericana en la literatura. Entre una y otra cosa, hay una amplia colección de tópicos que Morrison analiza con cuidado y delicadeza. Para la escritora, es de capital importancia encontrar el elemento humano en cada tema que toca y en “ The Source of Self-Regard” lo logra por completo.

Por supuesto, Morrison vuelve a sus temas favoritos: hay varios ensayos y discursos dedicados en exclusiva al racismo, a la virulenta relación de la ley con el prejuicio e incluso, un cuidadoso análisis sobre el conflicto fronterizo de México y EEUU del 1996 que podría ser por completo pertinente en la actualidad. Morrison dedica tiempo e interés a cada uno de sus puntos de vista y el resultado es una colección de ensayos de enorme riqueza argumental, temática y lingüística. Cada una de las 43 obras — divididas en temas y también, géneros — es un recorrido por cada punto de vista de Morrison sobre su crítica a la sociedad estadounidense — presente en todas sus novelas — , la compasión en el mundo moderno — un tema al que regresa cada cierto tiempo — pero sobre todo, la representatividad étnica. Morrison es una mujer negra que creció en un mundo violento: esa versión de la realidad colinda con sus éxitos literarios. La combinación de ambas cosas, crean una perspectiva única, capaz de mirar la oscuridad de la cultura norteamericana pero también, la más brillante. Morrison conoce a los monstruos del país que ama y teme, pero también sus más radiantes virtudes. Entre ambas cosas, “The Source of Self-Regard” actúa como puente y enlace de ideas que se complementan entre sí y elaboran conceptos de asombrosa lucidez sobre las obsesiones tradicionales de la escritora.

Resulta asombroso que aunque la mayoría de los ensayos tienen al menos una década de antigüedad, todos pueden predecir el futuro cultural y social con absoluta propiedad. Morrison utilizó su punzante criterio sobre lo colectivo, para crear hipótesis creíbles y al final, verídicas sobre un país cada vez más radicalizado. Es desconcertante el tino y la directa precisión de Morrison, para predecir sucesos como “el debate del racismo en los medios de comunicación” y hacerlo, desde una connotación lúcida sobre el hecho que EEUU aún se debate en una percepción de la raza y la representatividad escindida e incompleta. Pero además, Morrison tiene gustos muy variados y realiza un recorrido casi retrospectivo por la cultura pop y del espctáculo, lo que permite englobar sus reflexiones más severas en un ámbito/contexto muy específico. De modo que mientras se hace preguntas sobre la vida de Chinua Achebe y su influencia sobre la cultura negra de finales de los ’80, reflexiona sobre los medios de comunicación y el racismo sempiterno en su forma de estructurar la visión sobre la realidad. Para Morrison la cultura abarca todo y esa gran mirada hacia la identidad como parte de lo social, es lo que hace al libro “The Source of Self-Regard” tan pertinente.

Por supuesto, Morrison es una mujer consciente de su lugar en la historia, por lo que algunos de los ensayos, son homenajes concretos a las grandes figuras y corrientes que marcaron su vida o que sostienen su obra, aún activa a pesar de su edad. Su delicadísima devoción a la memoria de Martin Luther King Jr. se extrapola a una versión sobre las luchas civiles que tiene mucho de épica privada. “En que cada hogar, debe existir la conciencia sobre la percepción de lo étnico como parte de lo que somos” escribe, a la vez que avanza hacia el controvertido tema del “Black Matter” y termina en una disquisición sobre la herencia afroamericana, que poco tiene que envidiar a cualquiera realizada con respecto al racismo evidente de Donald Trump o la llegada del tema al gran público gracias a la película “Black Panther” de Ryan Coogler. La forma en que Morrison entrelaza los temas entre sí, les brinda una formidable solidez y además, una extensa capacidad para abarcar todo tópico como una red articulada y coherente.

Morrison no es una mujer interesada en temas triviales y eso es notorio en que la escritora, lo trascendental ocupa buena parte de sus intereses privados. En la última parte de su libro, Morrison medita sobre el alcance de la divinidad, la potencia del amor y la espiritualidad en un reconocimiento a la obra y trabajo del escritor James Baldwin. Pero no lo hace de manera directa sino a través de la capacidad del artista como traductor de la realidad en un axioma semejante al propuesto por Arthur Rimbaud dos siglos atrás. Como el poeta francés, Morrison está convencida que el papel del artista es una mirada profunda e inquieta sobre lo misterioso del espíritu humano, a la vez que un recorrido doloroso a través de su oscuridad. Como si de una memoria continua se tratara, Morrison pasa de un tema a otro, enlazándolos entre sí a través de su particular visión sobre lo moral y lo espiritual. En más de una ocasión, la misma escritora insiste que cada uno de sus libros forman parte de la “conciencia de América” y no lo hace desde algún tipo de posición arrogante, sino del hecho básico que cada una de sus novelas de ficción y otras, han profundizado sobre la naturaleza del amor, el dolor y el miedo en un país golpeado por sus propios demonios.

Claro está, “The Source of Self-Regard” es un placer en sí mismo, sin necesidad de cualquier otro análisis. El sólo hecho de conocer los pensamientos y puntos de vista de una de las personas más lúcidas del mundo, lo convierte en un mapa de ruta por una mente llena de una brillante percepción sobre la historia, el peso de la palabra en el mundo y la notoria necesidad de nuestra sociedad de cuestionarse en todas las maneras posibles. Morrison está allí para recordarlo y lo hace haciéndose las preguntas adecuadas — y más de una vez — sobre todos los temas posibles: la mujer (negra o blanca), lo femenino y su poder, el racismo, la posibilidad de la escritura como acto redentor. La escritora es imaginativa y todos los tópicos que toca, se mezclan de manera elocuente para crear algo más formidable y sagaz. Inmensa, encantadora, profundamente humana, Toni Morrison demuestra en “The Source of Self-Regard” la plenitud de sus capacidades mentales y literarias, pero también la delicadeza de su espíritu. Una combinación que conmueve por el mero hecho de mantenerse íntegra a sus ideales, en una época que como ella misma reconoce “todo cambia de manera incesante”. Una mirada al amor a través de la literatura y de la literatura a través de un espíritu perspicaz y lleno de fuerza.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Crónicas de la feminista defectuosa: La mujer que no existe y el nuevo odio misógino.




Hace unos días y durante los lamentables disturbios ocurridos en la frontera Venezolana, una activista recibió el impacto de una bomba lacrimógena en el pecho. Se trata de una táctica común de las fuerzas de seguridad de mi país: disparar a quemarropa contra los manifestantes. El caso es que mientras en otras tantas ocasiones, el país entero se horrorizó por el mero pensamiento que un funcionario Uniformado disparara a matar a un compatriota, esta vez, el tema de interés fue otro: porque la voluntaria, aún con las manos temblando de miedo, se levantó la camiseta y mostró el lugar justo en el que había recibido el impacto. En las imágenes, puede verse la piel enrojecida y amoratada justo bajo la clavícula, unos centímetros por encima de sus senos, muy notorios sin la protección de un brassier. Y fue ese único detalle, por encima de la agresión y de la violencia que la mujer había sufrido, el que atrapó la mirada de la gran conversación en redes sociales del país. Unas horas después, la voluntaria lidiaba con una ola de popularidad inesperada y también, grotesca. En su cuenta Instagram, recibió cientos de comentarios que comentaban sobre su apariencia, algunos tan directamente perversos y lascivos que no dejaban lugar a dudas de la sexualización de lo que otro modo, sería una situación de violencia extrema. Pronto, incluso la propia víctima se burló de la agresión y se unió al jolgorio general. Para el día siguiente de la agresión, la fotografía de la voluntaria aparecía en un periódico web bajo el titular de “lo más caliente del día”.

Leo todo lo anterior con una sensación de preocupación y tristeza profunda. Porque además de un hecho tan extremo y desconcertante, las redes están llenas de hombres — y también mujeres — que celebran “la actitud alegre” de la víctima e insultan a quienes critican la reacción general sobre el tema. Para el momento en que decido dejar de comentar públicamente mi opinión sobre lo ocurrido, ya he recibido al menos dos o tres mensajes de hombres llamándome “odiadora de hombres”, por insistir en que erotizar una agresión es de una gravedad preocupante. Uno de ellos además añadió que la víctima “lo estaba disfrutando”. El comentario me hace recordar los que suelen describir violaciones cuando el crimen no es tan claro, cuando se trata de una mujer que según el criterio popular no se resistió lo suficiente o tuvo “la culpa” por “provocar” una situación de violencia. Un anónimo me recuerda que “todas las mujeres son putas” y la actitud de la víctima “lo recuerda. Que te lo recuerde a ti también”.

Me toma algunas horas digerir el fenómeno entero. Se trata de una de esas ocasiones en que te preguntas qué está ocurriendo a nivel cultural en el continente en el que naciste, en la sociedad en la que te educaste. ¿Qué pasa cuando la figura de la mujer es parte del imaginario colectivo a un nivel tan violento? Pienso en la imagen femenina como objeto sexual, en el hecho irrebatible de la cosificación en masa, la mirada retorcida que se le dedica incluso un tenor erótico a una agresión tan directa y abominable como la que sufrió la víctima. Pero también, en las voces que atacan la crítica, las que señalan a las mujeres y hombres que criticamos la actitud general, con una saña burlona que resulta temible. ¿Qué está ocurriendo en nuestro continente con respecto a la mujer? ¿Qué pasa con la forma como comprendemos el género?

— Menosprecio.
 — ¿Así de simple?
 — Así de grave.

M. fue una de mis profesoras en la Universidad y durante años, utilizó el derecho penal — materia que imparte desde hace más veinte años — para analizar la situación de la mujer en nuestro país. Cuando habla de menosprecio, lo hace con propiedad: durante buena parte de su carrera en tribunales ha defendido a mujeres maltratadas, violadas y abusadas por entornos violentos. Cuando le pedí reunirnos para conversar el caso de la voluntaria, lo hizo de buena gana. “En este país, eso se olvidará rápido, pero lo que muestra es grave” me dijo en la corta conversación telefónica que sostuvimos. Ahora, habla de menosprecio. Así, sin más.

— Hombres que menosprecian a las mujeres.
 — No, niña, ojalá la cosa fuera así de sencilla: nuestra sociedad está construida para “poner a la mujer en su lugar” y eso se ve a cada momento. ¿No lo notas? ¿No lo sientes cada vez que te insultan en redes? ¿La forma en que te atacan sólo porque eres una mujer que habla sobre mujeres?

No sé que responder a eso. O si lo sé, pero resulta terrorífico asumirlo, aceptarlo como si tal cosa. Después de todo ¿no somos el país de las mujeres más bellas, las echadas pa’ lante, las abnegadas? Las madre coraje, las madres solitarias. Un país de mujeres fuertes, que se enfrentan a diario a una situación insostenible. Pero en realidad ¿Quienes somos? Hace unos días, alguien me llamó “Becerra” (un término peyorativo muy Venezolano) por preocuparme por lo ocurrido con la voluntaria. “Ella está disfrutando su fama” me dice alguien más y me sorprende la poca profundidad del razonamiento, el hecho que quien me lo dice, sea incapaz de analizar que la víctima hace lo mismo que otras tantas. Normaliza, intenta lidiar con el miedo lo mejor que puede, analiza la agresión como parte de su vida. De hecho, hay un video en que bromea entre risas sobre lo ocurrido. “Víctimas sin saberlo” me dijo una vez una activista, que solía atender mujeres maltratadas que defendían a maridos y amantes que les golpeaban. “¿Te imaginas que se siente? Es como una herencia hostil que se hereda de madres a hijas”.

— No es tan fácil muchacha — dice M. con un suspiro cansado — ojalá fuera todo tan estructurado y bonito. Es odio, odio de verdad. O peor: indiferencia. A nadie le importa que a esa niña casi la matan. Lo divertido es el par de tetas y los pezones visibles bajo la camisa blanca. ¿No lo notas? Objetos. A una mujer un hombre se la coge, se casa con ella, tiene hijos. Pero nunca se le considera un igual. La gran mayoría de los hombres de este país o tienen las mujeres en un altar o las consideran basura.

Silencio otra vez. Más tarde, mientras transcribo el audio de la conversación, me parecerá que esos pequeños segundos sin palabras, tienen un significado extraño, como palabras que nadie quiere decir. A las mujeres nos odian o nos idealizan. ¿Alguien nos respeta? Es una pregunta dura y que seguramente, alguien pensará tiene cierto dramatismo. De hecho, muchas veces me han acusado de “melodramática” cuando concluyo que la sociedad Venezolana utiliza a la mujer como muñeca de ideales, un avatar grotesco de sus valores poco claros. Todo eso pende en esos silencios en medio de la grabación, la sensación de miedo y urgencia que me cierra la garganta.

— Mira, suele decirse que toda latinoamérica está obsesionada con la masculinidad de una manera casi homoerótica — dice mi profesora — pero en realidad, es una idea Universal que proviene de Grecia. Los hombres llevan su vida emocional con otros hombres. Sus amistades más profundas, sus cómplices y confidentes, son hombres. La mujer para la casa y los muchachos.

¿Es así? me digo con un escalofrío. Pienso en mis amigos, en los hombres que forman parte de mi vida. ¿Los incluyo en esa fórmula inquietante? No lo sé. Jamás podría decir que son machistas, que menosprecian a la mujer de algún modo, pero…Aguanto la respiración. ¿No tuve una discusión con uno de ellos cuando compré mi primer automóvil porque “no era necesario que una mujer tuviera uno”? Eso era lo que había dicho. ¿No era una broma habitual bromear sobre mi activismo político “Allí llegó la feminazi, mejor nos callamos”? Bromas, sí. Entiendo el humor venezolano, entiendo el humor del trópico. Pero ¿qué esconde el humor? ¿Qué…?

— Indiferencia y menosprecio— dice mi profesora — eso es lo que hay allí. ¿No te lo están diciendo en la cara? Los manifestantes que murieron hace un año por causas parecidas a la herida de la muchacha son héroes. Pero ella se levanta la camisa y está “buenísima”. ¿Lo ves?

Lo veo. Un escalofrío me recorre, la sensación extraña de no saber como entender el país en el que vivo, la cultura en la que crecí.

***

Me llevo un sobresalto cuando leo la noticia. Al principio, estoy convencida se trata de un Fake News o algo semejante. Después de todo, tiene todo el tono amarillista e impactante para serlo: Una página web que permite a los usuarios no sólo intercambiar información — fotografías privadas, datos sensibles — sin su consentimiento, sino que además, se utiliza como una especie de red de apoyo para ¿qué? ¿El abuso? ¿La violación? ¿Extorsión? A medida que leo la información, siento que se me cierra la garganta de un terror ciego y difícil de explicar. Hay capturas de pantalla de servicios de mensajería instantánea de hombres hablando sobre métodos para violar mujeres. De incluso, imágenes de cuerpos desnudos de mujeres que parecen inconscientes, atadas a camas. El rostro cubierto por la mano de hombres que preguntan como “mantenerlas así” o “hacerlas abortar”.
No puede ser real, me digo. Pero lo es. A medias en todo caso. Más tarde descubriré que la página Nido. org (actualmente inaccesible) era la puerta abierta a una comunidad de Telegram, en la que luego de cerrado el sitio, se compartieron las imágenes como forma de amedrentamiento. ¿Lo es? Pienso mientras ¿es sólo un señuelo? Me tiemblan las manos de impotencia y miedo mientras leo las declaraciones de las víctimas. “Descubrí que había fotografías mías en todas partes y hombres que insistían debía ser secuestrada” dijo una joven no identificada a un programa de televisión chileno. “Nos odian, todos nos odian”.

El odio contra la mujer, de nuevo. La idea resulta retorcida porque con frecuencia, se asocia el maltrato, la persecución y el acoso, a un tipo de fenómeno concreto y minoritario. Pero en realidad, el odio a las mujeres, la nueva misoginia, es un fenómeno más amplio. Mientras clickeo página tras página de noticia, tratando de reunir información sobre Nido. Org pienso que el odio está en todas partes. Que la violencia tiene un rostro tan corriente que la mayoría de las veces pasa desapercibido. Un pensamiento inquietante que me provoca una sensación de desamparo y vulnerabilidad difícil de explicar.

Durante mi último año en la Universidad, compartí aula y eventualmente conversación con un grupo que se autodenominaba a sí mismo “La patota”. Era un grupo de seis veinteañeros, saludables y atractivos que estaban convencidos que el mundo era una gran fiesta interminable. Eran también, los que llevaban del brazo a las mujeres más hermosas del campus — o eso era el rumor insistente — y por supuesto, eso les acarreó más de un rencor injustificado. En más de una ocasión, el grupo recibió insultos, participó en reyerta a última hora de la tarde — entre risas y gritos de júbilo — e incluso una vez, hubo quien decidió expresar su malestar por tamaña popularidad destrozando las llantas del automóvil de uno de los banales héroes del campus. A la distancia, todo me parece inocente, casi simple. Una anécdota sin excesiva importancia en medio del tumulto de los años universitarios. Una de tantas pequeñas extravagancias que se experimentan durante la primera juventud.

Lo que no recuerdo de manera tan grata, es a J., uno de los compañeros de clase a quién no le caía en especial gracia la popularidad de la llamada “Patota”. Como a varios más, le irritaba su jactancia juvenil, su exagerada altanería y por supuesto, la frecuente y hermosa compañía femenina. Pero a diferencia del resto, J. se sentía directamente ofendido, lleno de un rencor denso y vicioso que parecía acompañarlo a todas partes. Contaminarle en decenas de formas distintas. En una oportunidad, mientras el grupo de populares celebraban en pleno comedor del campus, les echó una mirada envenenada y se le enrojeció el rostro de pura cólera.

- Por hijos de putas así, los demás estamos jodidos — comentó a quién quisiera escucharle, entre los que casualmente me encontraba yo, sentada a un lado de la mesa colectiva — una cuerda de vagos que lo tienen todo y no dejan nada para nadie.

Me quedé atónita, como supongo el resto de los comensales. No se trataba de la típica crítica burlona, sino que había algo horrido, levemente inquietante en su furia. Nadie hizo el menor comentario — ¿qué se le puede responder a semejante cosa? — pero tuve la sensación que todos pensábamos algo parecido. La explosión de envidia, resentimiento y verdadero sufrimiento era algo fuera de la común.

- ¿Y qué te pueden estar quitando un coño? — respondió finalmente alguien — ni que nadie te debiera algo por ser como eres.

Todos conocíamos a J. y no por las mejores experiencias: era misógino, machista y la mayoría de las veces tenía opiniones controvertidas cercanas a los prejuicios más extremos. Hablaba sobre su “derecho a tener sexo”, “cercenado por las mujeres” que no le prestaban atención por “feo, pobre, flaco”. Insistía en tales opiniones a toda hora y quizás la que más incómoda resultaba, era que los “populares” “los tipos que estaban buenos” o como se suele decir en Venezuela, “los papis” tenían la “culpa” de su escasa vida amorosa. Una idea que insistía siempre que podía y que argumentaba, insistiendo que todas las mujeres eran “putas” cuyo único interés “era el dinero y un buen cuerpo”. Por supuesto, la mayoría tenía a J. por un cascarrabias sin mayor trascendencia, pero en lo particular, sus comentarios me molestaban lo suficiente como para mantenerme a distancia.

Después de licenciarme, no volví a escuchar sobre J. hasta que unos años después, encontré un blog en el que animaba ideas sobre “dominación masculina” y “control sobre las mujeres desobedientes”. Eran las mismas ideas que habían insistido en la Universidad, solo que llevadas a un estrato más complejo y complicado. También hablaba sobre el “celibato involuntario” al que lo sometía la “vanidad del mundo moderno” y otras tantas ideas relacionadas con el prejuicio contra lo femenino e ideas semejantes. Leer las numerosas entradas en las que se reiteraban ideas semejantes me provocó escalofríos: recordaba al muchacho enfurecido, lleno de odio que había conocido. ¿En quién se había convertido durante una década que había transcurrido desde que abandonara la Universidad?

Recordé a J. cuando hace casi dos años, leí el titular del periódico el país que recogía las aparentes últimas palabras de Alek Minassian (25 años) y que escribió unos veinte minutos antes de arrollar a veinte personas en Toronto. “La Rebelión Incel ya ha comenzado” escribió en un post de Facebook que fue borrado luego del ataque deliberado, pero que estuvo el suficiente tiempo en línea como para debatir su peligroso contenido. Sentí un escalofrío cuando leí que el atacante se denominaba a sí mismo como miembro de los INCEL (o célibes voluntarios, en su traducción castellana), un grupo cuyo propósito es debatir sobre la “culpabilidad de las mujeres” por su “incapacidad para mantener relaciones sexuales”, pero, sobre todo, promover un odio misógino extremo y fanático que resulta una amenaza potencial.

Me sorprendió que se trataran de las mismas ideas que por años había machacado J., que solía insistir en el tema en toda oportunidad que tuviera a su alcance. Intrigada y preocupada, dediqué unos días a investigar y descubrí que el término “INCEL” no es de hecho novedoso ni producto de una nueva y renovada ola de terrorismo basado en un tipo de retorcida misoginia. De hecho, su origen es más bien inocente: en 1993, una mujer — que actualmente oculta su identidad bajo el seudónimo “Lana” — creó una comunidad online para debatir sobre el “celibato involuntario” que podían provocar las relaciones modernas. Al principio se trató de una comunidad inofensiva, en los que solteros sin mucha fortuna en las relaciones románticas se reunían para debatir sus mutuas penurias. No obstante, rápidamente alcanzó una connotación de odio que convirtió a la comunidad en un intercambio sobre ideas de índole estrictamente machista. El fenómeno se extendió con rapidez a través de foros anónimos en el mundo virtual y de pronto, los INCEL eran algo más que un grupo dedicado al debate sobre el fracaso amoroso de nuestro siglo: los cientos de hombres — y algunas mujeres — identificados con el término, parecían más interesado en profundizar en el odio contra lo femenino que en cualquier otra perspectiva. Progresivamente, los INCEL se convirtieron en un grupo radical cuya principal diatriba parecía ser la búsqueda de una venganza “simbólica y emocional” que reivindicara su “soledad y abstinencia forzosa”. Aun así, el grupo se limitaba a encendidas discusiones plagadas de odio misógino en foros anónimos, hasta que saltó a la fama en 2014: El 26 de marzo de 2014, Elliot Rodger de veintiún años y autodenominado “INCEL” asesinó a seis personas (tres con un cuchillo, tres con una pistola) y luego se suicidó. En un video publicado en su canal personal de YouTube, Elliot explicó que el motivo por el cual cometería el crimen fue “el rechazo que durante toda su vida sufrió por parte de las mujeres”. En el video, Elliot deja claro que se vio obligado a tomar la decisión debido “Durante los últimos ocho años de mi vida, desde que llegué a la pubertad, me he visto obligado a soportar una vida de soledad, rechazo y deseos insatisfechos. Todo porque las chicas nunca se han sentido atraídas por mi. Chicas que le dieron su afecto, sexo y amor, a otros hombres. Pero nunca a mí. Tengo 22 años de edad, y yo todavía soy virgen”.

Para Elliot, el motivo de todo su dolor e incluso, la ira asesina que desencadenaría en un asesinato, se debe a las indiferencia femenina o mejor dicho, a su incapacidad de seducir a una mujer. Elliot llama a sí mismo de manera “hombre perfecto”, y declara que va a “castigar a todos ustedes [las mujeres]” para no reconocer que él es “el caballero supremo.” Además, en el video detalla con espeluznante exactitud todos los detalles de la masacre que cometería poco después. La mayoría de las afirmaciones de Elliot parecen provenir de su incapacidad para relacionarse con el sexo femenino, a pesar de sus intentos. En esa perturbadora mezcla de dolor, resentimiento soledad que desencadenó en tragedia, Rodger demostró que la la misoginia que se ampara en el menosprecio de la mujer, puede ser mortal.

¿Fue entonces Rodger una víctima de una cultura que simplifica las relaciones entre hombres y mujeres hasta lo primitivo? ¿Del odio y el menosprecio hacia la mujer? ¿La cosificación convertida en cosa de todos los días? Los INCEL parecen convencidos del hecho que la mujer tiene un deber tácito de complacer al hombre y sobre todo, sus necesidades sexuales. Más allá, el problema se trata de la simplificación de la mujer en un mero objeto para la satisfacción del hombre. Para buena parte de los INCEL, el fracaso romántico que deben sobrellevar tiene una relación directa con el hecho de la actitud femenina y no, con el comportamiento del grupo o del individuo que propugna sus puntos de vista. En el caso de Elliot Rodger y otros tantos como él, el odio hacia la mujer es una concepción sobre el mundo muy definida: la lógica del resentimiento crea las condiciones para una venganza abstracta, hacia la mujer como objeto inaccesible, pero a la vez, digna de menosprecio. La culpa de la imagen de la mujer predadora, que es incapaz de brindar al hombre lo que necesita — y desde esa perspectiva inquietante, lo que le pertenece por derecho — y que merece sufrir un juego perverso donde el principal trofeo es inmediata y simple satisfacción sexual. La mujer que sólo existe en la medida que complace y más allá, en su capacidad para cautivar.

Por supuesto, no se trata de un fenómeno único: La cultura PUA (Pick up Artist) explora la imagen de la mujer como objeto sexual, utilizando esa visión simplificada y primitiva del hombre que asume a la mujer únicamente como una presa sexual. Se trata de una comunidad basada en la manipulación y menosprecio de la mujer a través de “técnicas de seducción” de un sentido notoriamente retorcido, abusivo y violento. No solo construye una imagen de un tipo de mujer manipulable sino la del hombre que puede utilizar la “debilidad” y emocionalidad de la mujer como parte del juego erótico. Una idea que no sólo asombra por su misoginia sino la implicación del planteamiento. ¿Los miembros de la cultura PUA, de la misma forma que los “INCEL” son sólo un fenómeno de mercado o algo más inquietante? ¿Reflejan la interpretación cultural del hombre de una manera distorsionada o se trata de una visión concreta sobre la opinión masculina sobre la mujer? Porque la mayoría de estos sites relacionados con ambos grupos y por supuesto, quienes acuden a ellas como último recurso para lograr algún tipo de relación emocional o física, no lo hacen bajo la idea consciente de encontrar una mujer real. La mayoría de los usuarios intentan encontrar una satisfacción inmediata, despersonalizada y por completo, accesible. La idea de la mujer objeto. La mujer convertida en una criatura sexual, símbolo de la satisfacción masculina. Una idea comercializada y estandarizada sobre el sexo crudo, sobre la percepción del hombre y sus necesidades elementales.

Para la socióloga experta en Género Capitolina Díaz el asunto es incluso mucho más grave y parece tener una relación directa con la objetivación de la mujer y la transformación de su identidad en un objeto sexual carente de identidad y cualquier otro propósito que no sea complacer al otro “Este hecho de convertir a ‘la otra’ en algo objetual e identificarla como un ‘no yo/no igual a mí’ es un pensamiento común en todas las personas reaccionarias y fanáticas” dijo en un artículo de reciente publicación en el periódico “El País” de España. Añadió además, que un fuerte elemento en la cultura “INCEL” y PUA es la necesidad de despojar a la mujer de cualquier sustancia o elemento que pueda brindarle sentido a su identidad “Como ocurriera con los nazis hacia los judíos, poner a las mujeres en esa condición de ‘no humanas’, con la que no te identificas, ‘permite’ que estas personas justifiquen la cosificación, la agresión e incluso el asesinato” explica “obvian el hecho de que los seres humanos no son solo corpóreos, no tienen en cuenta el pensamiento. Las imágenes que han creado de las mujeres no son en absoluto existentes, las ven exclusivamente como cuerpos”.

Esta nueva visión sobre la misoginia — más violenta, más enardecida y muy próxima al fanatismo extremo — es tan cercana al terrorismo que comienza a resultar preocupante y no sólo por los casos de Alek Minassian y Elliot Rodger, sino porque al parecer, los INCEL forman de un movimiento mucho más peligroso que se difunde con preocupante rapidez en la red: El supremacismo masculino. Según los datos de Southern Poverty Law Center (organización sin ánimo de lucro defensora de los derechos civiles en EEUU), la misoginia extrema amparada bajo tales grupos se ha convertido en un punto resaltante en los mapas de odio y sobre todo, principal motivo de crímenes específicos amparados bajo el odio y el ejercicio de la violencia de género. Según esa perspectiva del tema — y sobre todo, la versión sobre la misoginia convertida en un arma de odio — la escritora Jessica Valenti hace una inquietante reflexión en su artículo ‘Cuando los misóginos se convierten en terroristas’ publicado en The New York Times: “A pesar de una gran cantidad de evidencias que conectan a estos asesinos en masa y grupos misóginos radicales, todavía nos referimos en gran medida a los atacantes como ‘lobos solitarios’, un error que ignora la forma prevenible de cultivar y alimentar deliberadamente el miedo y la ira de estos hombres”.

Hace poco, volví a tropezarme con el blog de J. y descubrí que lleva más de un año abandonado. Al investigar un poco, descubrí que había sido acusado por su esposa por violencia de género y que, al parecer, había huido de Venezuela con destino desconocido. Pero no es el único que deja muy claro que el odio misógino se esparce con una preocupante rapidez. Siguiendo un link de recomendación del suyo, encontré anónimo, con más de 300 entradas repletas de proclamas de odio hacia los femeninos. Una de ellas, me produjo escalofríos “Las mujeres son las culpables de la derrota de lo masculino. De manera que el gran triunfo consiste en destruir esa nueva versión feminista de una mujer como algo más que una compañera y servidora del hombre”. Casi las mismas palabras de Elliot Rodger antes de morir. Casi las mismas palabras de Alek Minassian antes de matar.

***
Un nuevo mensaje en el box de privados de Twitter “Puta becerra, ¿te da envidia las tetas de otra mujer?” me escribe un anónimo. Leo el mensaje y por último, lo borro con un clic rápido, el corazón latiendo muy rápido. ¿Quienes somos las mujeres en la cultura actual? ¿Como nos miran? No lo sé, me digo, paralizada por un amargo y singular pesar. Y no saberlo, quizás es la peor de todas respuestas.

martes, 26 de febrero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: El mapa del dolor de un país en ruinas.





Cuando era una niña, me encantaba visitar a mi abuelo paterno, un viejo excéntrico que vivía en un pueblito a casi treinta kilómetros de Caracas. Era un sujeto imponente: alto, el cabello muy blanco y abundante, los ojos verdes que mi padre había heredado, la piel blanca quemada por el sol hasta parecer muy morena y curtida. Vivía solo después de la muerte de mi abuela y nos recibía de mala gana, casi a despecho cuando nos empeñamos en visitarlo, en comprobar se encontraba sano y bien. Jamás respondió las preguntas de mi padre sobre su salud, ni dejó de fumar los tabacos gigantescos que cortaba con una cuchilla roma que siempre llevaba en el bolsillo de la guayabera blanca impecable que usaba a diario. Le recuerdo envuelto en una nube blanca y olorosa de olor picante, sin sonreír, clavándome los ojos verdes con curiosidad.

— Eres la chica de Francesco — me preguntaba en cada ocasión.
 — Sí, abuelo.
 — Nonno — me corregía.
 — Nonno — repetía obediente.

Sonreía al escucharme. Creo que le simpatizaba, al menos un poco que el resto de la familia, a quién hablaba de mala gana y jamás ofrecía el más mínimo gesto amable durante las visitas accidentadas e incómodas que le prodigábamos. Mi padre y tías iban de aquí para allá, dejando cestos de frutas, camisas recién compradas, incluso botellas del Grappa que le le gustaba beber. Pero les ignoraba con esa dureza del campo o que en ese momento, yo asociaba al pueblo de techos ardientes y viento con sabor a tierra en el que vivía. Pero a mi me sonreía, desde la alturas de su cabeza enorme e hirsuta, rodeado del olor del tabaco. Una vez, me hizo una seña.

- Ven, te enseño algo.

Le obedecí y me llevó la patio trasero de la casa, enorme y descuidado. En realidad, toda la casa lo estaba. En algún momento había sido una casona venerable o al menos, lo suficientemente grande para abarcar la esquina más grande del pueblo. Tenía un hermoso corredor que se abría a la derecha hacia un salón de ventanas y estrechas y a la izquierda, hacia el comedor, la cocina. En el segundo piso, había tres habitaciones. Dos cerradas con llave y vencidas por la carcoma. La única sobreviviente era la vieja alcoba matrimonial, ahora convertida en una especie de almacén repleto de partes de automóviles oxidadas, libros en diferentes estados de deterioro, un cama enorme de colchón combado y una reproducción gigantesca de la “Última Cena” de Leonardo Da Vinci. Sólo una vez había mirado ese paisaje desolado, los despojos de lo que había sido riqueza o quizás, curiosidad científica, nunca lo supe. Recuerdo que mi tía me encontró de pie, contemplándolo todo boquiabierta y me sacó de allí a empujones “Tu abuelo te mata si te ve aquí” me susurró al oído. Le creí.

El patio trasero era el lugar favorito del abuelo. O al menos eso me pareció. Tenía también un aspecto ruinoso y sucio, con gallinas gordas corriendo de un lado a otro, un gallo esmirriado mirándolo todo con ojos redondos y un enorme árbol de Mango torcido que suponía estaba muerto o muy cerca de morir. Allí me llevó el abuelo, con su paso lento y levemente renqueante.
Bajo las ramas, había lo que en un principio creí era una enorme caja de madera abierta, con pequeñas paredes tableteadas con descuido. Los clavos brillaban bajo el sol. Me pregunté si se trataba de un jardín vacío. Un intento fallido de crear algo de belleza entre tanta austeridad.

— Ven, te enseño una cosa — dijo abuelo.
Caminó hacia la derecha del pequeño jardín y le seguí. Si caminabas por la franja derecha, pasabas por debajo de las ramas más gruesas de los árboles, de las que colgaba una cortina de líquenes. Era un lugar fresco y distinguí que de ese lado, la tierra floreaba con timidez, alejada del sol inclemente. Dentro de la caja dividida en pequeños rectángulos y cuadrados — un laberinto, sabría después — había una hierba joven, fresca. Un jardín, pensé asombrada. Abuelo se inclinó, entrecerró los ojos y señaló con su dedo moreno y calloso al interior del parapeto.

- Míralos.

Me llevó esfuerzos distinguirlos en la oscuridad fresca que nos rodeaba. Pero cuando lo hice, me recorrió un escalofrío de miedo. Un fila de escorpiones — de cuerpo de cuerpo grueso color azabache -avanzaban por la tierra mullida y un poco blanda. Quizás húmeda. Tenían un aspecto peligroso, con sus pinzas abiertas y el aguijón tenso curvo sobre suponía se encontraba la cabeza. Conté diez, en medio del laberinto de hierba fresca, moviéndose de un lado a otro de lo que había creído era un jardín. Una pequeña multitud monstruosa y elegante.

— Los crío — dijo entonces mi abuelo en voz baja — son bestias nobles. No bichos para aplastar con el pie como la cucarachas o los escarabajos. Los escorpiones son mortales. Estos no. Son muy pequeños, pero si pueden paralizarte de un aguijonazo y dejarte medio muerto, es suficiente. Pero los grandes, los que había en la Toscana, eran capaces de parar el corazón de un hombre. Son bestias hermosas y poderosas. ¿Las ves?

Parpadeo. No sé porque he recordado la imagen mientras intento ordenar mis pensamientos para contar — otra vez — el dolor de una tragedia nacional que ya cuenta cientos de heridos y víctimas. Me tiemblan las manos, los ojos se me llenan de lágrimas. Me quedo sentada muy quieta, con los hombros rígidos. Los escorpiones del Nonno. ¿Hacía cuánto no les recordaba? Al menos veinte años, me digo. Abro varios cajones, revuelvo trozos de papel y objetos perdidos. Por fin, encuentro una fotografía suya: Un hombre alto, de ojos claros, la boca siempre apretada en un hilo tenso. En la imagen lleva el cabello muy blanco despeinado por efecto del viento. Una pipa vieja entre las manos — recuerdo el olor con tanta claridad que casi me hace estornudar — , una guayabera blanca, pantalones de dril grises. Zapatos de cordón. El extraño atuendo de un hombre que no pertenece a ningún lado, que no se siente a gusto en ninguna parte. Un sobreviviente, me dijo más de una vez.

— Yo no soy de aquí — me dijo en una ocasión — ni de Italia tampoco. Sólo permanezco. Estoy aquí…Pero no es mío.

Ya estaba muy viejo cuando me dijo eso. Muy consumido. Un esqueleto con el cabello abundante que incluso en los meses más cruentos del cáncer que le mató, conservó. Recuerdo que le tomé de la mano y la apreté. Él me dedicó una mirada dura, los ojos verde claro convertidos en un reflejo hosco del sufrimiento que era incapaz de demostrar.

— Eres muy joven, pero uno tiene que sobrevivir — dijo entonces, sin que yo entendiera por qué — tiene uno que mantenerse en pie. Seguir y seguir. No te queda de otra. Sentirte mal no sirve de nada.

No respondí. Me quedé sentada a su lado, aturdida y un poco incómoda. Esperaba que viniera una de mis tías, que alguien llegara y me permitiera huir de ese rostro consumido, la mirada durísima. Pero nadie vino, de modo que me quedé con él hasta que el cansancio le venció y se quedó dormida. Pensé entonces en sus escorpiones. Allá en el jardín. Sobrevivientes al arrase de su pequeño mundo.

***

Hace unos días, un amigo me telefoneó a través de Skype, preocupado por la situación que vivimos en la actualidad en Venezuela. Luego del ataque de Nicolás Maduro a la ayuda humanitaria y las docenas de víctimas que provocó la represión a lo largo y ancho del país, no supe qué responder cuando me preguntó como me sentía al respecto de todo lo que ocurría. Miré la imagen de su rostro en la diminuta pantalla, borrosa y rígida. Nos separa un mar y un continente. ¿Cómo explicarle lo que vivimos? ¿Como hablar sobre este miedo perpetuo? ¿Como responder con una frase simple a la sensación de desastre inminente con la que cada Venezolano, aquí y en cualquier parte, vive a diario?

— Mal, muy mal — dije por fin — devastada.
 — Lo siento.
 — Gracias.

Bien, lo admití en voz alta, me dije con un suspiro. Tengo semanas esforzándome por entender todo lo que pasa — y pasa mucho a diario — y mantener la distancia emocional. Analizar, leer, investigar. Saber responder preguntas de parientes y amigos, petrificados de miedo, abrumados por la impotencia y la frustración. ¿Por qué decidí tomar ese papel? porque puedo, supongo. Porque mi trabajo se basa esencialmente en buscar información, elaborar hipótesis y crear a través de palabras una mirada nueva sobre temas habituales. De modo que ¿por qué no hacerlo para tratar de llevar un poco de orden en medio del caos? No es que sea una experta en algún tema de actualidad — al menos, los que interesan al país donde vivo — , pero si debo llevar a cabo ejercicios creativos y usar el lenguaje como herramienta, ¿por qué no hacerlo en beneficio de todo lo que ocurre? ¿Por qué no tratar de abrir debates, consolar a los afligidos, tranquilizar a los preocupados? No creo que lo logre, pero no concibo la mera idea de no intentarlo.

Pero por supuesto, el costo emocional es gigantesco. Veo todo tipo de noticias dolorosas que erosionan la voluntad de mantenerse en pie a la que intento aferrarme: a toda horas, un rostro nuevo de una víctima surge entre la ráfaga de información sin orden ni concierto que se mueve de un lado a otro en la gran conversación de las redes sociales. Un niño que muere debido a la escasez de medicinas, una víctima de un disparo que grita de dolor, camiones de ayuda humanitaria ardiendo mientras una multitud de rostro angustiado salva lo poco que puede con las manos abiertas. Todo tiene un tono onírico, como si se trataran de imágenes de una tragedia que imaginé, que alguien más narra. Pero está ocurriendo. Le ocurre a mi país. Me pasa a mí. Me secó las lágrimas, furiosa.

— Pero en este país sentirse mal no tiene mucho sentido — le digo — ¿Qué se supone que mejora eso? Esto nos ha venido pasando desde hace ¿cuanto? ¿diez años? ¿Quince?

Mi amigo no dice nada. Durante años, sostuvimos conversaciones parecidas. Tiempos en que aún la radicalización del chavismo era un espectro brumoso y que la verdadera naturaleza del régimen era motivo de especulación. Solían ocurrir luego de las elecciones — y entre el dolor de la derrota — o luego de masacres callejeras sin responsables ni justicia. Porque en Venezuela, se ha vivido de todo durante dos décadas de dictadura militar: No hubo un antes o un después, sino un hilo complejo de situaciones que desencadenaron en algo mucho más complejo y violento. Chávez ordenaba rociar con “gas del bueno” a los manifestantes que llenaban las calles por miles a medida que su gobierno apretaba el puño de la represión. Maduro lo hace con balas y a través de grupos paramilitares. Cual sea el caso, dos décadas de violencia dejan cicatrices indelebles. Y una de ellas, es esta sensación de exhausta derrota, de haber soportado ya por demasiado tiempo una situación insostenible. Por deambular hacia el final entre tambaleos, la sensación inequívoca que estoy a punto de derrumbarme de puro cansancio. Pero no lo hago, claro. Continúo de pie y sigo haciendo lo que considero correcto, lo sea o no. ¿Para qué admitir el dolor? ¿Esta angustia que me despierta a mitad de la noche y me hace llorar? ¿Cómo poner en palabras que mi único deseo es…qué? Sonrío, sacudo la cabeza. ¿Sobrevivir?

— Nadie dice que mejore nada, pero al menos tú te encontrarás mejor — dice entonces mi amigo — nadie tiene que ser fuerte siempre. Sonará cursi, pero esta situación devasta, puede romper el corazón.

Como el escorpión que sobrevive demasiado tiempo puede parar el corazón de un hombre, pienso. Pienso en la gente que ha muerto durante este larguísimo trayecto de veinte años de maltratos. Pienso en las ocasiones en recorrí calles y avenidas, el puño en alto, exigiendo libertad. Pienso en…¿qué? La vida que se pierde, los pequeños fragmentos de absoluto miedo que en ocasiones soy incapaz de asumir en mi mente. ¿Qué pasa cuando tratas de comprender el país en el que creciste? ¿Cuando admites, sin lugar a dudas, que eres un rehén de algo mucho más grande y perverso?

Todas las mañanas desde que era muy niña, tomo una taza de café negro sin azúcar al despertar. Quizás un par. Después, me doy una ducha y camino hasta el kiosko más cercano al edificio donde vivo para comprar mis periódicos favoritos. Quizás una revista. Es probable que también tomé un vaso de jugo de naranjas del vendedor de la esquina. Luego volveré a casa, leeré los periódicos, recortaré algunas noticias para reflexionar sobre ellas más tarde. Y finalmente comenzaré a trabajar, con la sensación que cada hora tiene un sentido y cada costumbre, un peso. El día comienza con sus pequeños rituales, con esas costumbres que una vez escuché hacen soportable el día a día.

Por supuesto ahora la rutina se transformó en algo más borroso y turbio. El primer pensamiento que tengo al despertar es para Venezuela. En qué habrá ocurrido mientras duermo, en que necesito comprender de forma súbita y amarga para mirar el país en escombros que me rodea. Inquieta, extiendo la mano y tomo el teléfono. Reviso el TimeLine de mi Twitter con el corazón latiendo muy rápido “¿Qué habrá ocurrido ahora?” “¿Qué encontraré en esa conversación abrumadora y cada vez más desesperada de Venezolanos intentando comprender que ocurre?” Casi siempre encuentro de inmediato un motivo para preocuparme, para temer, para enfurecerme. Asesinatos, agresiones, detenidos. Todo eso ocurre en las dos o tres horas escasas que pude dormir. Mientras duermo, Venezuela se desangra de a poco.

De pie, tomo café. Pero no sé hasta cuando podré hacerlo. Me quedan siete bolsas y la escasez hace que sean más o menos pequeños tesoros. Como la azúcar, incluso esa pequeña excentricidad mía del Te Inglés al que me hice asidua hace unos meses. Por ahora solo café, con un poco de azúcar, mientras intento comprender el país circunstancia, el país tragedia en que se ha convertido Venezuela durante las últimas semanas. ¿Quienes somos? Me pregunto y es una pregunta sencilla, es quizás un cuestionamiento inocente. Pero la posible respuesta te hiere, te abre las heridas que no se cicatrizan. No lo sé, no nos reconozco.

Cuando acudo al Kiosco para comprar los periódicos, no encuentro ningún ejemplar. Y es que ahora se reparten pocos, los necesarios. Un hoja de papel escrita a mano y colgada con un trozo de cinta adhesiva, me recuerda que “Sin Papel no hay empleo” y que “La prensa libre muere de a poco”. Sostengo mis periódicos favoritos, los que he leído desde niña, con los que eduqué y me formé el amor a la opinión y al debate, convertidos en trozos mínimos, en un fragmento de lo que solían ser. Me aguanto las lágrimas inexplicables y aún así tan dolorosas. Los sostengo con cariño, frágiles y escasos, y me digo: “Aun puedo leerlos”. Pero eso no es consuelo. No quiero que lo sea.

El señor del puesto de Naranjas, no regresa desde hace una semana. Alguien me comenta que probablemente se deba a lo peligroso que resulta el trabajo callejero. O quizás que sufrió algún percance. Veo su lugar, ese pequeño espacio en la esquina tan vacío que me duele, y de pronto, siento que hay montones, cientos de espacios vacíos en la vida común. Grietas y pedazos de una realidad que se descompone lentamente, que se derrumba en silencio.

Lágrimas otra vez ¿Que me ocurre? Me acuso de emocional, de no comprender que el país sangra, que el país se lamenta. Las pequeñas tragedias son las menores, las mínimas, las invisibles. ¿Y por qué me duele tanto?
En mi edificio, un grupo de vecinos se reúne para conversar sobre la situación del país. El inevitable debate a gritos. Nuestra pequeña comunidad a vivido junta durante casi treinta años y siempre fuimos esos conocidos lejanos de la sonrisa, del “Buenos días ¿Como está?”, del “Que calor hace hoy ¿verdad?”, pero ahora somos contrincantes. Somos enemigos dialécticos. La pelea aumenta de tono, escucho el nombre del Difunto Hugo Chávez y también el de algún político de oposición. Después el nombre de Juan Guaidó. Sigo de largo, los labios apretados. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando la vida pareció hacerse tan dura como insoportable? ¿Cuando se desdibujó lo cotidiano en esta violencia lenta, desigual, inevitable? No lo sé. Hay tantas cosas que no comprendo, a las que no logro encontrar un lugar. La angustia me sofoca un poco, me deja sin voz. No tengo nada que decir, quizás.

— No tengo nada que decir — le insisto a mi amigo.
 — Agla, pero…
 — ¿Qué? ¿Debo llorar? ¿Debo decir que cosa? — suspiro. Sacudo la cabeza — el país me sobrepasó hace mucho tiempo.

Es difícil asumir que vives en un país al borde del caos. Que mientras el resto del mundo avanza hacia una idea de progreso más o menos realista, Venezuela se desploma en una especie de utopía fallida cada vez más vacía, quebradiza. Una reflexión que parece no sólo simplista — ¿Cómo resumes el conflicto Venezolano en una idea tan superficial? me pregunto a veces — sino incluso insustancial. Pero en realidad se trata de una perspectiva concreta: Venezuela se detuvo, dejó de transformarse. Parece mirar su propia existencia desde una visión estática, un estadio intermedio entre lo que fue y la promesa fallida. Un país que no termina de comprenderse y mucho menos, elaborarse como un planteamiento viable. Y en medio de eso, subsiste el ciudadano. El sobreviviente. Ese “pueblo” que el poder invoca a conveniencia y el cual parece sostener esa perspectiva sobre la sociedad posible. Y también, la gran excusa para la idea invisible sobre el futuro. La incertidumbre del gentilicio.

Era una niña muy pequeña la primera vez que vi un vehículo militar: un armatoste de casco blanco y abollado, con dos torretas superiores y una pequeña claraboya de cristal grueso a un costado. Una de las llamadas “tanquetas” que suelen utilizarse para asegurar el orden público en manifestaciones y protestas callejeras. Se encontraba a dos cuadras del colegio en el que estudie la primera enseñanza, detenida como una enorme criatura mitológica en mitad de la calle. Me aterrorizó su envergadura paquidérmica y sin duda, peligrosa. Me recuerdo pequeña y confusa bajo su sombra, sin entender que algo semejante pudiera existir. Que formara parte del paisaje de los lugares que solía llamar hogar. Cuando mi mamá me levantó en brazos y cruzó la calle con paso nervioso, seguí mirando sobre su hombro la línea de metal que brillaba bajo el sol. Y sentí miedo. Uno muy limpio e inocente. Miedo de niña. Miedo sin verdadera trascendencia.

Hacía menos de seis días que había sucedido el golpe de estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez y la ciudad entera continuaba bajo estado de sitio, una tensión violenta y por momentos insoportable que a mi edad, no podía comprender pero que sentía con toda claridad. Un miedo lento, insólito. Escondido en el rostro de los adultos, en los pequeños hábitos diarios, en cada pequeño aspecto de la realidad empequeñecida y herida por la sospecha. En todos lados, se instaló un tipo de agresión directa al modo de vida que habíamos disfrutado hasta entonces. O al menos, a la precaria noción sobre el ciudadano que había sido parte de la frágil historia republicana del país. La figura del militar de pronto se incorporó a la vida cotidiana, desbordó el límite de lo cívico y se convirtió en un tipo de amenaza muy precisa y dura. La percepción de la identidad compartida se desplomó en una grieta abierta y temible de la que no se recuperaría jamás.

Por supuesto, era muy joven para pensar en esos términos. Sólo contemplé con los ojos muy abiertos y aterrorizados el vehículo. El peligro evidente que le rodeaba, el miedo que me producía. Transcurrieron décadas antes que comprendiera a cabalidad lo había traído consigo la fallida asonada militar. Para entonces, Hugo Chávez Frías — líder de la rebelión armada — era el presidente de Venezuela y la violencia formaba parte de cada aspecto de la vida ciudadana. Se había instaurado como una forma de amenaza perenne que alcanzó límites insospechado y que transformó el paisaje del país en algo por completo nuevo y peligroso. Una mirada inquietante sobre el odio y el resentimiento convertido en arma política y sobre todo, la forma en cómo comprendemos los mecanismos del poder.

— Soy Venezolana y estoy en Venezuela — digo por último — no tengo mucho que agregar a eso.

Mi amigo vuelve a quedarse en silencio. Cuando cierro la llamada sin despedirme, no vuelve a intentar la comunicación otra vez.


***

Tenía diez años cuando mi abuelo me enseñó su “granja de escorpiones” y hasta entonces, había vivido en la ciudad. El insecto más peligroso que había visto nunca eran abejas y me parecían dulces, con su cuerpo rayado y sus laboriosidad enigmática. Pero los escorpiones del abuelo tenían un aspecto solemne, como si tuvieran una rara vida consciente. Como si tuviera la noción de su capacidad para matar y destruir.

Por supuesto, ningún niño piensa así, de modo que sólo tuve miedo. Estaba aterrada pero no me atrevía a decírselo al abuelo, que parecía tan orgullo de su pequeño reino de criaturas venenosas. Me quedé de pie, aferrada a su Guayabera, observando a los escorpiones ir y venir de un lado a otro, con la cola erguida. Había uno más grande que todos, gordo y con el cuerpo macizo. Algunos pequeños le rehuían, pero otros se detenían con las pinzas en alto. El gran escorpión los ignoraba, seguía avanzando, pegado a la madera, hacia el centro del laberinto rudimentario que mi abuelo había construido para ellos. Le pregunté al abuelo si era “el Rey” de los escorpiones. Soltó una de sus carcajadas, como un graznido.

— Es el más viejo, el sobreviviente — me miró entre el humo del tabaco — ha matado más que otro. La muerte los hace fuertes.

El Rey escorpión consiguió llegar al centro del laberinto. El abuelo había construido allí una especie de fuente primitiva, con rocas y agua fresca que corría entre una floración tierna y débil. En medio de esa belleza frágil, el insecto parecía una aberración, una criatura imposible. Me recorrió un escalofrío. Fuerte por la muerte.

- Todos nos hacemos fuertes al vencer — comentó mi abuelo en voz baja — él lo será hasta que alguien lo mate. Eso es bueno. Eso es ley natural.

Tomó una rama de madera y se inclinó hacia el laberinto. Rozo las pinzas del escorpión y de inmediato, la criatura se quedó erguida, el espolón del aguijón brillante bajo el sol. Se me escapó un gemido de miedo. El abuelo me miró y pareció recordar estaba allí. Sacudió la cabeza y arrojó la rama a un lado.
- Todo lo que da miedo tiene su belleza — dijo — no se te olvide. Uno lo olvida y encuentra después que teme a cosas que son naturales solo por feas. La vida es fea y bonita. Lo peligroso es elegante. La muerte te hace fuerte.

Me tomó de la mano y regresamos adentro. Nos rodearon las voces de la familia y por un momento, pensé que el abuelo le gustaba estar solo porque nadie le entendía. O pensé algo parecido, adecuado a la niña que era, que no se atrevió a gritar o a decirle a nadie lo asustada que había estado mirando los escorpiones porque sabía instintivamente que eso era importante, que el abuelo me había mostrado una parte de su vida — ahora diría de su mente — que nadie comprendía del todo.

Recuerdo muy poco del resto de esa tarde, quizás porque la imagen del laberinto de escorpiones es muy fuerte y clara. Tendida en mi cama, la veo en mi mente ahora, tan radiante y extraña como si hubiese sucedido hace muy poco. Pienso en mi abuelo, muerto ya hace tanto, que creía que sobrevivir tenía su cuota de fuerza, que la fealdad era hermosa. Y me hace llorar de nuevo que de alguna forma, él y yo hemos llegado a la misma conclusión. Que creemos lo mismo, a pesar de la distancia de décadas, del velo de la muerte y del silencio del olvido. La vida tiene sus pequeños laberintos imposibles. A veces llegamos al centro.