jueves, 27 de septiembre de 2018

El arte, la belleza, el miedo y el rostro oculto de la historia: ¿Quienes somos cuando una obra de arte nos refleja?





Según Giorgio Vasaris (crítico y biógrafo del arte medieval) “Lo artístico es una altísima expresión del espíritu humano, reconvertido en belleza”. Una definición que bien podría adecuarse a cualquier época y lugar. Vasaris debía saberlo: dedicó su vida no sólo a investigar el ámbito artístico de varias de las décadas más fecundas del arte Universal, sino a crear el hábito del escribano cuando aún el arte cumplía una función política y carecía por completo de libertad para adjudicarse un sentido pleno y analítico. De modo que la percepción sobre lo artístico como parte de la cultura, todavía no era el todo comprensible y más allá de eso, debía luchar y debatir con el tema a través de una idea general sobre el arte como expresión de la vida, otro concepto muy en boga por entonces. Entre ambas cosas, Vasaris encontró que el arte reflejaba las pulsiones y dolores de una sociedad ambigua, violenta y enclaustrada en la percepción del arte como vehículo de la trascendencia. Una noción sobre el infinito y las vicisitudes humanas profundamente enraizada en el espíritu humano.

Recordé las conclusiones de Vasaris cuando revisé uno de mis libros favoritos sobre historia del arte y encontré con una crónica detallada de lo que se llamó “La Gran castración Vaticana”. En uno de los episodios más oscuros y enfermizos del arte renacentista, en 1857, el Papa Pío IX decidió que la representación de los genitales masculinos podría incitar la Lujuria dentro de la ciudadela de la fe Cristiana. Inflamado por un delirio prejuicioso, tomó un escoplo y un mazo y cercenó los atributos masculinos de todas las estatuas que colmaban los pasillos y salones del vaticano. En un gesto imperdonable para todos los amantes de la escultura y del mundo estético en general, mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Posteriormente y a instancias de la curia vaticana se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocultar los considerables daños que tesoros del arte mundial sufrieron durante el terrible episodio. No obstante, cientos de esculturas fueron dañadas por mero deseo irrestricto del venerable monarca Cristiano de negar la belleza del cuerpo humano.

Indudablemente, el arte es la forma más depurada del hedonismo intelectual, algo por completo inaceptable para una creación religiosa basada en el dominio y la agresión moral. Por tanto, es lícito preguntarse, si el celebérrimo mecenazgo de la Iglesia hacia el arte (La mayor colección de arte del mundo se encuentra precisamente en Ciudad del Vaticano) no ha sido siempre una forma de garantizar el control absoluto sobre la expresión de la forma artistica y el lenguaje visual de la cultural. Eso, tomando en cuenta la percepción de Vasaris sobre el tema y sobre todo, la noción absurda y estrafalaria sobre el deseo. Para la Iglesia cristiana la sujeción a normas limitantes y represivas a sido tan tradicional como cualquiera de sus dogmas de fe. ¿No fue la intención monacal del medioevo someter a los artistas por medio de una estética restringida y carente de cualquier atributo humano? Hasta el siglo XIII se consideró el arte una obra del demonio y más allá, solo fue proclive de la bendición eclesiástica cuando le dió forma a la imaginería religiosa a través de símbolos fácticos para la difusión de los valores morales del Cristianismo. ¿No eran los tapices de la época de Teodora de Constantinopla meros estructuras denotativas de la historia que la Iglesia quería revelar como verdadera? La autocracia de la estética, el lenguaje soez y prejuiciado de la forma religiosa como verbo cultural.

Sin duda, el arte es un reflejo de lo más elevado del espíritu humano, pero también puede serlo de sus espacios más oscuros. Mucho más frecuente lo segundo que lo primero, si lo analizamos desde una óptica más dura. ¿Cuántos artistas no han mostrado su dolor y suplicio a través del arte? Desde Artemisia Gentileschi (empeñada en mostrar el miedo y la rabia de una violación temprana en cada una de sus obras) hasta Pollock, decidido a convertir sus pinturas en un conjunto de mensajes transidos de puro dolor, el arte es una forma de mirar el tiempo, la forma y la expresión de lo que vivimos — somos, creamos — como un corpus colectivo. ¿Quienes somos cuando el arte nos representa, nos refleja, nos contiene, nos muestra?

Al fotógrafo David Nebreda, se le diagnóstico esquizofrenia a los diecinueve años, cuando aún era estudiante de Bellas Artes en Madrid. Abrumado por los síntomas, se encerró en un apartamento de apenas dos habitaciones donde ha realizado la totalidad de su obra fotográfica. Y es que David decidió, tal vez de manera consciente, que su dolor y su sufrimiento serían la base de su obra o lo que parece ser lo mismo, el arte como reflejo de un sufrimiento secreto y que no podría expresar de otra manera que a través de las imágenes. Sin tomar medicación, sin comunicación con el exterior, sin radio, prensa, libros ni televisión, David ha creado un lenguaje fotográfico desgarrador, donde muestra, imagen a imagen, el mundo más allá de lo racional, el verdadero rostro de la locura. Muy probablemente, David encontró en la fotografía no sólo una manera de expresión, sino algo mucho más duro de concebir y comprender: una noción de si mismo más directa y evidente de la que podría tener a través de sus propios sentidos.

Vincent Van Gogh sufrió un extraño tipo de epilepsia que con frecuencia, se mezclaban con terribles crisis de ansiedad. En sus momentos de mayor actividad artista, el padecimiento lo sumía en severos estados de agresividad y confusión que sin duda, influyeron en la percepción de su obra e incluso en la esencia de su discurso artístico. Y de hecho, se insiste que es esa extraña combinación de locura y talento, lo que ocasionó que el pintor literalmente no pudiera dejar de pintar y produjera una inconcebible — para la época y con los limitados recursos del artista — cantidad de cuadros que parecían resumir sus épocas de dolor y angustia mejor que cualquier otra cosa. El mismo Van Gogh, agotado pero iluminado por la locura como una forma de construcción de la memoria afirmaba “Trabajo como poseído, más que nunca, en silencioso frenesí. Luchó con todas mis fuerzas para dominar mi arte, y me digo que el éxito sería el mejor medicamento para mi enfermedad. Mis pinceles corren entre mis dedos como el arco de un violín”.

Carlo Gesualdo, príncipe de Verona y conde de Conza, fue uno de los grandes compositores medievales italianos. Ningún cronista ha podido ofrecer mayor indicio sobre cual era la enfermedad mental que aquejaba al artista, pero la mayoría de las narraciones, le describen como un hombre violento e irascible que sólo encontraba alivio en la música. En un episodio insólito que confundió a sus contemporáneos y que fue considerado “inaceptable” para el mundo artístico que frecuentó, Gesualdo hizo apuñalar a su joven esposa frente a él y después mató al pequeño hijo de ambos por dudar de su paternidad. Todo esto, sin dejar de componer piezas artísticas que asombraron por su belleza a un público embelesado que jamás sospechó que más allá de la mano artística, se ocultaba un hombre considerado como un cruel asesino. Y es que al parecer, la violencia de Gesualdo parecía incrementarse en la medida que no podìa expresarse artísticamente. Perturbado y cada vez más deprimido, el Príncipe de Verona terminó sus días sumido en la locura, pero siempre componiendo obras magníficas que en pleno siglo XIX fueron denominadas “milagros de perfecta ejecución”.

Desde la depresión más profunda a severos estados de disociación con la realidad, el arte parece muy relacionado con esa necesidad del artista de reconocerse, comprenderse y quizás, construirse a base de lo que asume como arte y construye como idea perenne. Un reflejo no sólo de su visión del mundo, sino de si mismo, de esa inquieta reflexión sobre la naturaleza de la identidad y la personalidad que sólo se logra a través de la construcción del simbolismo visual. Y es que quizás el arte en estado puro, no sea sólo una forma de locura, sino una elucubración misteriosa sobre quien somos y cómo nos concebimos más allá de la realidad. El arte que desinhibe, que abre puertas cerradas en la imaginación y la mente, que brinda a su autor una libertad desconocida no sólo para asumirse como parte de su proceso creativo sino de la obra que crea en sí.

Pero el arte también engloba el contexto, el poder de lo colectivo, la memoria que se afirma y se sostiene sobre una versión de la realidad que se contrapone al deber ser y al hecho mismo de elaborar preguntas y respuestas complejas sobre las motivaciones — activas y pasivas — de nuestra cultura. El sábado 12 de octubre de 2013, un joven artista polaco instaló ilegalmente una obra en Gdansk, en el norte de Polonia. Lo hizo en lo que después explicó como una protesta contra la presencia en el centro de la ciudad de un monumento en honor al ejército rojo.

La imagen que muestra la escultura es perturbadora, frontal, directa: la mujer que yace sobre el suelo está embarazada y un hombre se encuentra sobre ella, violándola. O al menos eso parece sugerir la violencia de su postura: se aferra a la cabeza de ella con una mano y, con la otra, le apunta al rostro con un arma.

Una escena como la descrita inmortalizada resulta inquietante para cualquier observador. Pero en este caso se añade un elemento que la hace aún más desconcertante: el agresor se trata de un soldado soviético con uniforme, reconocible por su camisa de manga media, el cinto de cuero delgado y el casco redondo. La mujer lleva un vestido largo y botines al tobillo que recuerdan a una campesina de Europa del Este. Es entonces cuando la escultura parece simbolizar no solo un hecho de violencia de naturaleza puramente sexual, sino algo mucho más ambiguo: una agresión mucho más elemental.

La analogía es evidente: La patria violada por la incursión soviética que, por paradoja, es considerada por buena parte de país como liberadora.

Sin embargo, la historia en ocasiones se contradice a sí misma. Aunque Polonia fue liberada por los soviéticos durante lo que fue probablemente uno de sus períodos más oscuros, también es cierto que el país ha sufrido de todo tipo de violencia territorial, ha sido atacada y defenestrada una y otra vez por conflictos en una especie de agresión continúa .

¿Contra qué protesta entonces la escultura de Gdansk? ¿Qué argumento histórico ofrece en toda su terrible imagen, en su grotesca aseveración sobre la violencia, cruda y descarnada? El análisis no es sencillo, por supuesto, pero tampoco escapa a esa historia de dolor que ese país ha padecido y que se encuentra tan fresca aún en la memoria (a pesar del casi medio ciclo transcurrido) como para sacudir la consciencia del arte en busca de significado.

La historia de Polonia está llena de asedios del poderoso del momento. Ha pasado por varios de los embates históricos en una lucha de poder de la que casi nunca ha podido defenderse. Su historia es de pérdidas y silencios. Cuando cayó bajo el puño soviético en 1945, luego que en enero de 1944, y enarbolando la bandera de la liberación, el ejército soviético cruzó las fronteras polacas para liberar al país del totalitarismo germano. A pesar de la avanzada heroica del ejército rojo, muy pronto quedó claro que la URSS tenía objetivos y fines políticos contra los alemanes y no a favor de Polonia.

Algunas versiones de la Historia Mundial lo cuentan como una gran confrontación y uno de los momentos decisivos de la Segunda Guerra Mundial, pero en la Historia de Polonia es otra escena de violencia en una larga historia de dolor y angustia.

¿Pero es posible que Polonia recibiera al otrora conquistador con los brazos abiertos, aceptar por buena su visión del mundo y aceptar la agresión sutil de permitir la invasión casi por necesidad?

¿Una forma de violación?

Quizás.

El arte da para todo.

El arte es capaz de expresar lo mejor y lo peor del ser humano y de la historia. Lo más excelso y lo más profano. Lo doloroso. Muy probablemente, este joven artista anónimo de Gdansk se miró así mismo como víctima y creó una expresión de la guerra: la visión de la Patria desgarrada. Y le brindó un símbolo.

¿Cuán válido es que el símbolo que halló? Es inevitable no recordar las imágenes de la guerras civiles africanas y las de Europa del Este, donde la violación sistemática fue usada como arma de guerra, como una forma de destrozar la moral y el espíritu del pueblo invadido.

La violación, el crimen más brutal y el más crudo, esa primitiva demostración de crueldad sobre lo femenino, lo esencialmente creativo.

¿Qué es la violación sino una manera de destruir esa frágil identidad de la naturaleza humana? En una ocasión, el escritor Pérez Reverte contó sus experiencias como reportero de guerra y habló de la violación — la anónima, ésa que ocurre en campos de guerra donde la ley no existe y el arma es la única medida de justicia — y resumió mejor que nadie esa violencia que deshumaniza y destruye:

“Pues, si de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos gilipollas y ciertas gilipollos. Pregúntenle a Márquez y a los colegas con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad y a lo mejor los pillan relajados y se lo cuentan. Mujeres entre los escombros de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas. O aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir, impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a mano. Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego, al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como animales”

¿Qué muestra entonces la escultura de Gdansk? Las interpretaciones son tantas que podrían confundirse entre sí hasta crear una idea única sobre la violencia. ¿Violencia hacia quién? ¿El dolor expresado de qué manera? Pues la Polonia traumatizada, la Polonia víctima, la Polonia mujer que aún no se recupera de sus viejas (históricas) heridas.

Por supuesto, tal declaración de intenciones sacudió al país. La estatua fue derribada de inmediato y el embajador ruso en Varsovia se declaró “profundamente consternado” en una declaración donde además insistió en recordar que “el arrebato de un estudiante de Bellas Artes de Gdansk que con su pseudo-arte insultó la memoria de más de 600.000 soldados soviéticos muertos por la libertad e independencia de Polonia”.

No obstante, la intención última sobrevive a la polémica y a la provocación simple. A la idea esencial que hace del arte ese vehículo elemental para construir ideas que contengan el dolor y la historia de una manera tan precisa. Muy probablemente, en el futuro no se recuerde a la estatua de Gdansk. O quizás sí, pero lo que prevalecerá, por encima del escándalo y más allá de una imagen ya desaparecida pero en la memoria cultural de un país adolorido, sea el mensaje.

Tal vez la gran pregunta sea la que engloba y resume la inquietud del arte que construye, destruye y renace. ¿Es el arte entonces un fenómeno que escapa a la visión de quien somos para crear una nueva? ¿O es el arte una forma de concebirse, un renacimiento en nuestra capacidad de creación? Quizás nunca tengamos una respuesta a una idea que parece debatir esa expresión del yo tan profunda como es el arte. Aún así, el mero cuestionamiento deja claro que la expresión artística es algo más sustancial que una simple expresión personal y que parece rozar esa necesidad de trascendencia que forma parte esencial de la personalidad creadora.

Un delirio por el infinito. Una manera de construir una nueva visión de la realidad.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Crónicas de la feminista defectuosa: Más cerca que nunca del Estado de Gilead.



Ayer, leí la noticia que una mujer en Polonia había sido violada por seis hombres y casi asesinada por una paliza que le produjo un severo daño cerebral. No obstante, el juez de la causa, sugirió que el hecho de la violencia había ocurrido debido “al evidente descuido” de la víctima al cruzar por una plaza desierta a primeras horas de la noche. El resultado, es que los agresores recibieron una condena atenuada debido a que el “crimen pudo evitarse de alguna manera”.

No es la primera noticia semejante que leo durante los últimos días. De hecho, el año entero ha traído todo tipo de mensajes solapados que sugieren que la violencia sexual no es un delito que se perciba como cualquier otro, sino que hay una cierta idea retorcida “sobre la responsabilidad de la víctima” que gravita sobre la violación como delito. Se trata de una idea tenebrosa, inquietante, que te persigue a todas partes, que obliga a cuestionarte de maneras muy duras la manera en la que vives, en la que te comprendes, como puedes protegerte de la violencia latente que está en todas partes. ¿No es una idea inquietante esa? Me digo en ocasiones, cuando decido cambiar una falda por un pantalón por temor a lo que pueda suceder. Cuando apresuro el paso si me tropiezo con un hombre que me mira con demasiada insistencia. Cuando inclino la cabeza y camino casi sin respiración por una calle solitaria. Se trata de miedo. De un tipo de temor difícilmente explicable, comprensible. Uno que sólo una mujer puede comprender: esa del temor solapado y latente que te acompaña a todas partes, que te sofoca y te aplasta como una amenaza sin nombre.

Releo la noticia de la mujer polaca. Un vértigo amargo y doloroso me cierra la garganta, me deja aturdida y desconcertada. En otra página web, encuentro la estremecedora carta de Andrea Constand (una de las mujeres que acusó a Bill Cosby como depredador sexual) y la leo, con los ojos llenos de lágrimas, el pecho cerrado por una sensación de angustia abrumadora: “El hombre que había llegado a conocer como un mentor y amigo me drogó y asaltó sexualmente. En lugar de poder correr, saltar o hacer cualquier otra cosa física que quería, durante el asalto estaba paralizada y completamente indefensa. No podía mover mis piernas ni brazos. No podía hablar ni mantenerme consciente. Estaba totalmente vulnerable sin poder protegerme.

Después del asalto, no estaba segura de qué era lo que realmente había pasado pero el dolor lo decía todo. Sentía una vergüenza arrolladora. Las dudas y la confusión hicieron que no pudiera apoyarme en mi familia como normalmente lo hacía. Me sentía completamente sola, sin poder confiar en nadie, ni en mí misma” dice Andrea. Más adelante, habla de su vida destrozada, de los años de terapia que debió soportar, del horror que le acompañaba a todas partes. Un estigma, pienso con un sobresalto. La mujer violada que debe asumir el costo de la violencia a solas y venciendo el terror en una especie de lucha individual que nadie comprende, que nadie entiende en toda su extensión.

Durante las últimas semanas, la discusión sobre la naturaleza de la cultura de la violación que padecen la mayoría de las mujeres en el mundo se ha hecho más frecuente, profunda e incómoda. Como si el hecho de la reciente y casi súbita visibilización del problema gracias a campañas como #MeToo y semejantes de pronto mostraran la real profundidad de una circunstancia que hasta ahora había sido considerada tabú, de índole doméstico e incluso como un secreto vergonzoso. Pero ahora la noción sobre el delito sexual, el acoso, la agresión y la violación parecen más cercanas que nunca. Más violentas en su crudeza, más reales en su percepción insistente sobre la grieta dolorosa que se abre entre la forma como la sociedad concibe la violencia contra la mujer y la forma como se juzga.

No resulta del todo casual que la segunda temporada, el éxito televisivo “The Handmaid’s Tale” parezca reflejar de manera muy clara el recorrido doloroso de ese estigma sobre la mujer convirtiéndolo en un símbolo. La profundización del universo imaginado por Margaret Atwood parece no solo analizar los conflictos sobre el poder y la identidad femenina sobre los cuales meditó en la anterior temporada, sino también sobre la profundidad de las heridas que las víctimas deben soportar bajo el cristal del escrutinio social. La segunda temporada de la serie parece analizar de soslayo no solo el movimiento #MeToo y su súbita irrupción en la escena pública, sino también el resonante escándalo de Harvey Weinstein que cambió para siempre el mundo del espectáculo y su percepción — o, mejor dicho, su mirada complaciente y cómplice — sobre el abuso sexual. En Gilead, la violación es un arma de poder y de demonio y la serie la presenta como una percepción de la lucha de la mujer contra un sistema que le aplasta y le sofoca. Las similitudes son imposibles de ignorar, pero, además, hay una línea que las une como una perversa noción sobre reflejos inmediatos: mientras que en el universo de Atwood violar a una mujer es un atributo legal, en la actualidad la violencia sexual es un delito matizado por el prejuicio. ¿A qué distancia se encuentran ambos conceptos el uno del otro?

Durante todo el año pasado, las mujeres de uniforme rojo y cofia blanca llenaron todo tipo de manifestaciones por los derechos de las mujeres, como si la obra de Atwood no solo elaborara una idea uniforme sobre la violencia contra la mujer en forma de percepción del poder sino, además, lo convirtiera en un símbolo. Y no se trata de un símbolo cualquiera sino una discusión evidente sobre el hecho de que la identidad, el cuerpo y los derechos de la mujer siguen siendo parte de una diatriba dolorosa, limitada al miedo que se racionaliza como algo más profundo e inquietante bajo la percepción de lo que se asume como derechos inmediatos. ¿Por qué una mujer debe luchar para demostrar que tiene derechos sobre su cuerpo? ¿Por qué incluso en la segunda década del siglo XXI continúa siendo un debate basado en la moral el hecho de la violación, el aborto, la esterilización? ¿Por qué todavía las preguntas sobre la idoneidad de la identidad de la mujer y su plena libertad de derechos debe atravesar la noción sobre el estigma ético de una sociedad conversadora, obsesionada con el cuerpo de la mujer como bien público?

Hace más de 30 años Margaret Atwood comenzó a escribir El cuento de la criada. Era una primavera cálida y tranquila en Berlín Occidental y Atwood acababa de regresar de un recorrido más allá del telón de acero. La inspiración para su distopía totalitaria es obvia, aunque no tan sencilla. La perversa noción del poder convertido en herramienta de manipulación de masas es obviamente parte de lo que Atwood encontró en su recorrido por Europa del Este, pero en la inquietante historia de la novela hay mucho más que represión e intereses políticos. No obstante, la novela también hace hincapié directo en la percepción de la mujer sometida a la ley como ciudadano de segunda categoría que aún debe luchar para ser escuchada y asumida como sujeto de hecho de una percepción legal que sigue infravalorando por razones cada vez menos comprensibles. ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo la víctima de una violación debe someterse al escarnio legal sobre su comportamiento, vida sexual e incluso apariencia física para aspirar a la justicia? ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo el aborto sigue siendo un crimen con el que la mujer debe lidiar y en el que se le niega la posibilidad del control y el dominio de su cuerpo? Atwood seguramente analizó la idea desde esa distopía violenta y angustiosa que convirtió en una historia con dolorosos vicios proféticos. Se trata de un recorrido crudo por la posibilidad del completo dominio de lo racional, la despersonalización del individuo en favor del estado y, lo que resulta más inquietante, una percepción clara sobre la posibilidad del poder como una maquinaria que devora y consume la individualidad.

En The Handmaid’s Tale Atwood escribe sobre mujeres rotas, heridas, apasionadas y fuertes, sometidas desde el miedo. También sobre hombres complejos, inusitados y derrotados por el dolor. Narra también a un sociedad rota, quebrada y reconstruida sobre las bases del control y el dominio del individuo. ¿No es es la misma idea la que deja entrever el hecho de que en la mayoría de los países del mundo una mujer deba soportar un cuestionamiento agresivo y violento sobre las heridas de la violación física que padeció? ¿No se trata del mismo escenario con el que debe luchar una mujer que busca justicia? Atwood narra la violencia sexual que sufren sus personajes desde una aparente obviedad, pero trasciende gracias al buen instinto que le permite crear algo más complejo de lo que puede analizarse a simple vista. No se trata solo de la violación, de la agresión, del total dominio sobre el cuerpo de la mujer como elemento sujeto al poder central, sino la incapacidad para liberarse del miedo como una forma de control secreto, visceral y poderoso. De manera que las novelas de Atwood son líneas argumentales que coinciden en esa notoria percepción sobre la fragilidad humana, con las de millones de mujeres del mundo que deben lidiar con sistemas legales que les deshumanizan, aniquilan su identidad y explotan su individualidad en beneficio de una visión conservadora y tradicional sobre lo que la mujer puede ser. Con una prosa eficaz y una dureza sutil que por momentos puede resultar escalofriante, Atwood avanza entre paisajes corrientes para alcanzar algo más puro y poderoso que la mera intención de contar una historia: la de todas las mujeres que deben batallar y luchar contra el miedo, contra el estigma social que las convierte en víctimas propiciatorias de una percepción que las despoja del derecho que tienen sobre sus cuerpos y vidas.

Porque en The Handmaid’s Tale las mujeres han perdido su nombre, los derechos sobre sus cuerpos y, sobre todo, el poder sobre su capacidad reproductora, en una metáfora sobre ese demoledor poder de la ley para devastar cualquier idea que pueda contradecirla. En la novela (y también en la serie) la autora usa la alegoría de la mujer despersonalizada para reflexionar sobre las derrotas, temores futuros y grietas culturales de lo que se avizora como un futuro anónimo y totalitario. Pero no lo hace desde la grandilocuencia, sino desde las pequeñas rutinas cotidianas de su protagonista, su mirada realista sobre una situación extraordinaria que le afecta de manera tangencial pero que amenaza su propia existencia. Lo hace además con tanta habilidad que logra sostener una tensión implacable mientras cuenta con detalle los entresijos de un sistema monstruoso e inhumano. Atwood crea algo más grande que una mera moraleja moral: cuestiona el mismo hecho ético a través de un dolor sencillo y descarnado. Y además, analiza a la mujer rota, devastada y construida a la medida del Estado como una forma de expresión y un elemento ideario que se concibe a través del dolor y la presión social.

En la segunda temporada de la serie, la historia analiza el castigo que toda mujer de Gilead sufre por no cumplir las leyes. Se trata de una alegoría inquietante, porque deja muy claro que la autora — involucrada en el guión y línea argumental de la segunda parte de la historia en pantalla, que ya no se basa en el libro — comprende que las implicaciones de lo que narra van más allá del producto televisivo. Porque las mujeres en Gilead, no pueden incluso aspirar a la idea de ser consideradas víctimas, sino que son señaladas como infractoras y transgresoras de un sistema caníbal ideado para someterlas. Una percepción que parece extenderse como una reflexión sobre el sufrimiento que las víctimas actuales, que apenas comienzan a recorrer el camino hacia obtener justicia o al menos, un reconocimiento legal de la agresión que padecieron.

Pienso en todo lo anterior, mientras leo las reacciones que ha provocado la sentencia contra la llamada “Manada” en Pamplona, en la que un grupo de jueces consideró que la víctima agredida por cinco hombres desconocidos, fue abusada pero no violada, debido a que no “expresó miedo, asco o repulsión” en ninguna de sus expresiones físicas o verbales, grabadas en video por uno de los atacantes. La idea es inquietante es contexto y mucho más, cuando se analiza dentro de sus implicaciones: ¿Una víctima debe sufrir una agresión aún peor que una violación para obtener justicia? ¿En que punto la sociedad, la cultura y la percepción sobre la violencia se convierten en jueces invisibles que ejercen un tipo de poder agresivo sobre la mujer? ¿Hasta que punto la mujer está sometida a esa opinión que la considera ciudadano de segunda categoría y que interpreta la violencia como una noción inherente a la identidad femenina? Se trata de un pensamiento doloroso y duro de comprender pero sobre todo, tan vigente que es inevitable preguntarse hasta que punto la violencia sexual sigue siendo una forma de amenaza que pendula sobre la mujer como una eterna espada de Damocles, una mirada sobre la pertenencia de su cuerpo y sobre todo, de su capacidad de decisión sobre su vida como parte de una idea individual.

Hace unos años, la noticia de la violación que sufrió una adolescente brasileña a manos de treinta hombres desconcertó a la opinión pública brasilera y poco después a la mundial. La agresión fue difundida por las Redes Sociales con fotografías y videos. Durante días enteros, las imágenes del cuerpo ensangrentado y destrozado de la víctima se compartieron de una red a otra hasta que se hicieron virales. Provocaron chistes y risas. Finalmente, el país reaccionó. Brasil entero se conmovió por la brutalidad de la agresión…hasta que salió a relucir que la víctima estaba borracha, tiene tres niños y además, conocía a varios de sus agresores. Entonces, el debate cambia, se transforma en otra cosa. Ahora se insiste sobre la conducta de la víctima, de su manera de vestir, caminar o a quienes frecuente. Se pone bajo el foco de la atención pública su vida emocional y sexual. Se le juzga, se le señala. Ya no se trata que una mujer fue violada por treinta hombres, sino de lo que pudo hacer para “provocarlo”. La torpeza que cometió bebiendo, lo irresponsable fue frecuentando un grupo de hombres. La forma como se “expuso” a la violencia machista. Como si su cuerpo fuera un objeto a disposición de cualquiera. Como si una violación fuera un castigo moral. Como si la sociedad no tuviera el firme compromiso de educar para no violar.

No se trata por supuesto de un caso único: recientemente, la etiqueta #Cuentalo a través de Twitter recopiló historias escalofriantes sobre abusos sexuales de víctimas que hasta el momento de divulgar la historia, la habían mantenido en secreto. Se trata de una colección de interminable historias sobre agresiones y violaciones que deja muy claro que la violencia de género y sobre todo la sexual, forma parte de una cultura implícita que parece asumir que la mujer no sólo puede sufrirla, sino que la sufrirá en algún momento de su vida. Como en el ficticio estado de Gilead, el cuerpo femenino parece encontrarse bajo el control de un poder legal y cultural que le condena a la posesión pública, a la idea dolorosa de ser parte de una percepción sobre sí misma rota por el menosprecio, el prejuicio y la infravaloración.

Quizás, quien mejor pudo resumir esa pérdida del control del cuerpo, de los derechos íntimos, de la mera conciencia de la identidad femenina rota por el peso del prejuicio, fue la periodista Virginia P. Alonso, en su artículo “La No Violación”, publicado a propósito de los testimonios con que el Hashtag #Cuentalo, lleno las redes sociales. Para Alonso, la violación no se trata sólo de una idea basada en la violencia sino también en el poder, como lo cuenta en uno de los escalofriantes párrafos del artículo: “Lo que sí recuerdo con claridad meridiana es aquella sensación de suciedad, de suciedad íntima, por dentro, como si me la hubieran adherido al cuerpo y al cerebro con un potente pegamento. Intuía que no desaparecería ni con una ducha de cal viva, pero aun así rompí la norma de la casa (no se podía utilizar la ducha por la tarde) y me metí en la bañera. Si hubiera tenido una lija, me habría frotado con ella. Salí de aquel cuarto de baño oliendo a jabón, pero con la misma suciedad con la que había entrado. Lo que no sabía entonces era que esos dedos y esas manos ya no me los quitaría nunca de encima” Se trata de una historia primera persona que pareció reflejar no sólo el miedo al cuerpo deshumanizado, a la ruptura del derecho a proteger la integridad, de confiar en la ley para hacerlo “Eran ocho o diez tipos, aunque a mí me parecieron cincuenta en el momento en el que tomé la decisión de levantarme y salir corriendo, y cincuenta mil a medida que me agarraban, levantaban la falda, sujetaban y manoseaban, mientras se reían y balbuceaban cosas que no entendía” cuenta la periodista, en una escena de pesadilla que parece sintetizar el miedo que forma parte de la vida corriente de tantas mujeres en el mundo, de las vivencias que guardan en secreto, del peso de una intimidad rota que nadie se atreve a revelar.

En The Handmaid’s Tale Atwood predice una sociedad en la que las mujeres han perdido sus derechos y se sostiene sobre el cuerpo de las mujeres como moneda de cambio y uso. Un futuro distópico que puede parecer una imposibilidad a la distancia, pero que aun así, resulta temible, inquietante y doloroso por la similitud de esa visión actual de la mujer a quién se le arrebata todo derecho sobre su cuerpo. De nuevo, la necesaria defensa de los derechos de la mujer, parece ser mucho más profunda de lo que podemos suponer. Una batalla que a ciegas que se lleva a cabo en las sombras, en medio de un debate que, en ocasiones, parece chocar de manera frontal con una cultura que profundiza en sus peores vicios y que los refleja sobre la noción de la mujer víctima. Y es esa profundidad, ese silencio, esa ignorancia sobre lo que puede significar la agresión sexual — y sus consecuencias — es cada vez más preocupante. Lo es, porque parece no sólo abarcar esa imposición cultural sobre lo que la violación y sus implicaciones pueden ser, sino además, en la pérdida de la concepción de lo que la violencia puede significar. Esa visión distorsionada del género y también, de la individualidad. Como en Gilead, la incapacidad de las mujeres para obtener justicia sobre la violencia que se ejercer sobre su cuerpo y su identidad, sigue siendo un visión temible sobre la forma en que se comprende el futuro, pero también la incertidumbre del presente. Una herida abierta que quizás no sane jamás.

martes, 25 de septiembre de 2018

Crónicas de la loca neurótica: del cabello rizado a todos los pequeños dolores de la presión estética.




En una de las escenas centrales de la película “Nappily Ever After” ( Haifaa al-Mansour -2018) la protagonista Violet Jones (encarnada por la actriz Sanaa Lathan) toma la decisión de rasurarse la cabeza, después de literalmente perder el control de su vida luego de un desatinado cambio de estilo. Violet es una mujer de raza negra que la mayor parte de su vida ha luchado a brazo partido contra su cabello rizado, que mantiene bajo un perfecto y milimétrico control y que de alguna forma u otra, representa su ordenada vida como mujer soltera a punto de contraer matrimonio (o eso es lo que espera), ejecutiva en una empresa de considerable éxito y mujer obsesionada con la milimétrica perfección de su imagen física. Pero luego de un fallido cambio de imagen — y que el cabello de Violet se salga literalmente de control — la vida del personaje parece desplomarse pieza a pieza. De pronto, Violet se encuentra sacudida en mitad de fuerzas absurdas que la despojan poco a poco de todos los elementos que de alguna u otra forma representaron cierto orden en su vida adulta: desde su cabello artificialmente lacio hasta la profesión que desempeña sin demasiado entusiasmo pero con bastante éxito. El resultado, es una ruptura en mitad de la temprana adultez que deja a Violet sin fuerzas para luchar pero con la necesidad desesperada de continuar haciéndolo.

Entonces decide que su cabello — convertido en una frondosa mata de apretados rizos teñidos de un clarísimo color rubio — es el símbolo de todas las cosas que en apariencia van mal en su vida. O mejor dicho, es la metáfora perfecta para analizar la forma en que la obsesión por su apariencia ha creado una perversa versión de sí misma. De modo que Violet necesita luchar contra esa mujer rota y abrumada en la que se ha convertido. Liberarse finalmente de esa lucha interna que durante años ha pesado sobre sus hombros. La escena es tensa, hermosa, profundamente conmovedora. Violet se mira al espejo y se afeita la cabeza mientras llora en medio de un desconsuelo profundo y descabellado, que comenzó con la desesperada obsesión del personaje por la perfección estética y termina por la sensación que necesita encontrar un sentido real y concreto a su concepto sobre su vida. Violet llora y ríe, mientras pasa la afeitadora con mano firme sobre su cráneo y poco a poco, se abre camino no sólo entre su abundante cabello, sino el hecho real que ha pasado buena parte de su vida debatiéndose contra la forma en que comprende el valor de su identidad. Al final, triunfante, con la cabeza perfectamente calva y una sonrisa amplia y temblorosa, Violet mira a la mujer escondida bajo todos los temores que le asediaban. La ternura del poder de crear y construir una forma de expresar algo más profundo sobre su manera de construir el mundo a su alrededor.

La escena hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Luego reí, mientras admiraba la mano firme de Violet al liberarse de ciertos prejuicios tan viejos como pesados con la que toda mujer — y algún que otro hombre ¿por qué no? — debe lidiar. También soy una sobreviviente al cabello rizado. Parecerá risible pero en realidad, ha sido una especie de pequeña batalla estética que he librado contra mi misma desde que recuerdo. Gracias a algún antepasado de sangre afrodescendiente, tengo una abundante y melena rizada, la mayoría de las veces incontrolable. Durante buena parte de mi vida, me enfrenté a ella de todas las maneras que pude. Desde niña, consideré mi cabello un enemigo al cual vencer, un rasgo florido e incómodo que había que ocultarse. Y lo hice siempre que tuve oportunidad. Admito con toda franqueza que gran parte de mi adolescencia e infancia, mi cabello, con sus rizos intrincados, su aspecto extrañamente salvaje y su negativa a dejarse dominar por ningún método estético, me atormentó. Me sentía fuera de lugar, en ese ámbito sin nombre entre la fealdad que nadie quería llevar como estigma y ese aspecto físico que no tenía mucho que ver con la “mujer bella” que insistían debía ser. Una idea incómoda — cuando no dolorosa — que no siempre supe manejar.

En algún momento de los primeros años de la veintena, la apariencia de mi cabello dejó de molestarme. Probablemente se debió a que alcancé ese necesario pacto de no agresión que toda mujer disfruta al sentirse cómoda en su piel o que simplemente, mi cabello, con todo su rebeldía simple, me demostró que hay rasgos que perduran, a pesar de todo y quizás, gracias a eso. Y es que probablemente, esa visión de la belleza a la que debemos enfrentarnos — y superar — solo sea posible de vencer una vez que asumes que lo que se considera hermoso — y lo que no lo es — es una simple visión elemental, básica y bastante limitada de quien eres. Pero no es un conocimiento que adquieres pronto, ni de la manera sencilla. Mucho menos en nuestro país, la llamada “Tierra de las más bellas”. Una cultura que no te enseña sobre como alentar tu autoestima pero si como complacer ese gran ideario popular sobre la visión del “debe ser estético” de la mujer venezolana. La cultura de las “tetas explotadas”, de las “mamis” y las Misses. Esa visión social que te ataca desde todo lugar posible desde la infancia hasta la madurez y a la cual debes sobrevivir.

No es un trayecto sencillo, ese de enfrentarte a las cosas mínimas que agreden a un nivel difícil de explicar. Sentirse gordita, flaquita o simplemente fea, diluye tu identidad bajo el peso de lo que se muestra. Y es que el tema de como luces en un país que te exige como verte, nunca será fácil de asumir y analizar. Cuando decido entrevistar a un grupo de mujeres sobre el particular, al principio nadie acepta. Todas les parece un tema “sencillo” y “carente de importancia”. ¿De qué hablamos cuando insistimos en analizar el canon de belleza con el que crecemos y que nos presiona a diario desde cientos de lugares invisibles? ¿A que nos referimos cuando se toma la decisión consciente de oponerse a él? Una vez leí, que la mujer en Venezuela asume la belleza como un deber y a eso a nadie le importa, porque lo da cumplido. Una frase curiosa que parece definir esa constante insistencia en la identidad, en quienes somos y porqué expresamos toda una serie de ideas estéticas más o menos coherente. Porque la Venezolana sobrevive a los pequeños prejuicios, pero la mayoría de las veces los sufre, los padece como un síntoma de una sociedad que se mira así misma con una enorme crudeza. Más allá de lo venial y de lo aparentemente superficial, hay todo un discurso que pesa sobre los hombres y que llevas a todas partes, quieras o no, lo sepas o no.

Finalmente, logro convencer a varias de mis amigas para que conversemos sobre el tema. Cuando nos reunimos, todas se sienten un poco incómoda. Ninguna se conoce entre sí y el tema les parece carece de importancia. Eso me lo deja muy claro V. apenas comienza la conversación.

- Lo de la Venezuela de las bellas es una opinión comercial basada en cierta necedad cultural — dice. Como publicista, obviamente se enfrenta al mercado de la estética de una manera que al resto nos resulta desconocida — la belleza en Venezuela no tiene que ver tanto con la figura de la Miss sino con el tema de lo que se asume es exitoso. La Miss no es solo la mujer más bella: es también la más exitosa, la que consigue lograr sus metas. La representación del país ideal.

Mi amiga T. sonríe de manera discreta. Como profesora de sociología, lleva más de década y media analizando a la mujer Venezolana real. La he acompañado en sus entrevistas a mujeres de todos los estratos sociales, he debatido con ella esa otra visión de lo femenino que se insiste sin reivindicación alguna. Imagino que el comentario de V. no la sorprende demasiado. Solo que para ella, el tema tiene otras implicaciones, mucho más profundas.

- En Venezuela se asocia la belleza física al éxito, sin duda. Y no es exclusivo de nuestro país — responde T. — pero además, esa interpretación de la belleza no es una únicamente la descafeinada de la “Miss” y sus implicaciones. En el barrio, la mujer más bella, es la que tiene mayores oportunidades de ser la “querida” del líder del barrio. De tomar una posición de poder, de asumir un estatus social que la protege a ella y a su familia de las balas y la violencia. La belleza en otro estrato es un símbolo de poder.

El grupo guarda un asombrado silencio. Estoy convencida que la mayoría de las que nos encontramos aquí, no esperábamos que la discusión se tornara tan profunda, tan dura. Pero lo es y me gusta que lo sea. Sonia — que me pidió no usará una inicial para incluirla en este artículo — sacude la cabeza, asombrada.

- Es bastante simple: no importa el estrato social, la belleza en Venezuela importa — comenta. Como maestra de un grupo de cuarenta y cinco niñas de un colegio privado, me pregunto como será su experiencia al respecto — el mensaje está en todas partes: la belleza te abre puertas. Te confiere importancia, te brinda oportunidades que de otra forma no tendrías.

- ¿No es así en todas partes? — pregunta B., la más joven del grupo y autoproclamada modelo. Con su casi un 1,80 de estatura, cuerpo esbelto, rostro radiante, dientes perfectos, cabello sedoso es la imagen de la estética que en Venezuela se considera deseable, ideal. También es una mujer inteligente: es una aventajada estudiante de Idiomas en la Universidad Central de Venezuela. Nadie podría decir que solo su belleza le ha proporcionado el triunfo profesional del que disfruta como ejecutiva de una empresa transnacional ¿O sí? — hablo que la belleza es un ingrediente fundamental en muchas sociedades. La belleza se considera un emblema, se asume como necesaria.

- En Venezuela hablamos de otra cosa — explica T. — Aunque es obvio que el mundo moderno disfruta y promueve un tipo de belleza irreal, en Venezuela las implicaciones van un poco más allá. Porque a la Mujer Venezolana no se le anima a ser integral, hermosa e inteligente, sino que se le insiste en que la estética determina toda una serie de circunstancias que no son naturales del concepto. En Venezuela, hay una obsesión por modificar el canon de belleza por algo más parecido a una idea estereotipada de lo que debe ser lo femenino. Y cambia de acuerdo al estrato social al que pertenece. Y también cambian y se modifican a lo que puede aspirar la mujer gracias a eso, o probablemente debido a eso.

Pienso en mi cabello rizado, una vieja anécdota que de vez en cuando recuerdo con incomodidad. Porque me afectó, aunque parezca insustancial y poco importante. Me preocupó no lucir la melena larga y brillante que se supone debía tener. ¿Cuántas veces no soporté burlas por mi cabello? Y aunque nunca fue algo tan grave como para considerarlo directamente insultante, ¿En cuantas ocasiones no me afectó el tema emocionalmente? Luego de años de someterme a procesos cosméticos, cortar, secar y de nuevo todo el ciclo, conseguí que mi cabello tuviera un aspecto “hermoso”. Me paso la mano por el cabello — suave y por una vez dócil — y me pregunto por qué eso me parece bello.

Desde hace algunos años, Venezuela se ha convertido en uno de los países donde se realizan mayor cantidad de cirugías estéticas. O lo era antes que la crisis económica cerrara consultorio e hiciera emigrar a las eminencias médicas que por décadas convirtieron al país en una especie de Meca para todo tipo de tratamientos estéticos. Y aunque no es un fenómeno extraño ni tampoco inusual en nuestras latitudes, si lo es que la necesidad de utilizar la ciencia médica para alcanzar “las medidas perfectas” se haga cada vez más desesperada. Desde procesos más simples como tatuajes de cejas hasta otros de mayor envergadura como mamoplastia hasta la Gluteoplastia brasilera, buscar la belleza ideal parece ser una meta que muchas mujeres en Venezuela asumen como necesaria. No hablo solo las de mayores recursos económicos: la tendencia, la insistencia y la presión social no discrimina lo monetario. Desde someterse a cirugías menores en condiciones insalubres hasta aplicar compuestos biopolímeros ilegales, la mujer en Venezuela que no puede costearse un procedimiento costoso arriesga su salud en beneficio de lograr “la perfección”.

¿Por qué lo hace?

- No simplifiques todo culpando al medio y a la publicidad que insiste en someterte a la belleza — comenta V. — Las revistas, el arte y el espectáculo solo refleja lo que se consume. Lo que se consume es parte de un ciclo que comienza no exactamente en la portada de la revista y en la pantalla del Televisor.

- Pero es la medida como se expresa y se comunica — interviene K., escritora y columnista, que aceptó mi invitación intrigada por lo que tenía que decir este grupo de mujeres sobre la percepción que la sociedad tiene de ellas. Con cuarenta años de experiencia en Chile, K. analiza el fenómeno de la mujer bella como una ciclo que se retroalimenta — en otras palabras, la sociedad consume la imagen, la insiste como verdadera. La publicidad la muestra, y afianza esa idea. Nadie es inocente en esto.

- Lo peor es que comentar sobre el tema no parece ser culturalmente aceptable — dice Sonia, irritada — para la gran mayoría de las personas, hay una intrincada mezcla entre “lo femenino” y lo “bello” que no son capaces de analizar por separado. Y no es la belleza natural, es algo mucho más estereotipado que se asume como “real”.

Pienso en la floreciente industria del maquillaje en mi país. A pesar de la gravísima crisis económica que padecemos, la venta de cosméticos en Venezuela continúa siendo tan redituable como para ser un negocio floreciente y próspero. ¿A eso se refiere Sonia? Recuerdo las ocasiones en que hemos comentado como las niñas del colegio donde enseña — adolescentes y niñas que apenas rozan la pubertad — acuden al colegio cada mañana, maquilladas y pulcramente peinadas. Porque la idea proviene de casa, la idea se asume desde lo esencial y en adelante, se transforma en consecuencia.

- Es una tira y encoge con lo que se necesita y lo que asume debe ser la mujer. Lo femenino se confunde con esa idealización de un tipo de belleza que no existe — dice B. — cuando comencé en agencias de modelaje, lo primero que se me exigió fue que fuera “bella”. Era delgada y alta, pero también tenía que encajar en esa imagen de la mujer “linda” venezolana, de buen carácter y descomplicada.

A mi amiga B. la conocí por casualidad. Hubo una época donde comencé a fotografiar a mujeres de todos tipo y figura, en un intento de entender que podía unirnos en un país tan dispar. Y B. me pidió la fotografía sin maquillaje, despeinada y sin accesorios. Cuando se miró en la imagen que le tomé, se le llenaron los ojos de lágrimas. “No me reconozco” me dijo. Recuerdo la escena mientras la miro ahora, casi siete años después, radiante y exquisita, el ideal de belleza nacional.

- ¿Como te sentiste con esa idea? — pregunto. La bella B. suelta una carcajada. Sacude su brillante melena.
- Mal por supuesto, aunque no entendiera el motivo. Asi que si, me hice las tetas porque las necesitaba — se las toca, casi en un gesto mecánico, como si no formaran parte de su cuerpo. Se levanta el busto redondo y lo ofrece a la discusión. Parpadeó un poco sorprendida por el gesto, pero casi parece natural.
- ¿Te presionó alguien para que te las hicieras?
- No, pero yo sabía que tenía que hacerlas. Bajar aún más de peso, aprender a maquillarme — hace un gesto que incluye su cara o su cabello. Estoy soy, parece decir — asumí que era parte del trabajo.
- Es parte de lo que somos — insiste T. La miro, con su cabello despeinado y su aspecto un tanto bohemio con faldas largas y sandalias de trencitas. En una ocasión me comentó que no la habían contratado en una prestigiosa empresa por su “aspecto físico”. Rechoncha y bajita, tiene el aspecto de una hippie un poco venida a menos, como le gusta llamarse — es parte de esa herencia que se nutre de lo comercial pero también de lo que la cultura espera de ti. Y lo encuentras en todas partes. Lo ves a todas horas. De todas las maneras posibles.

Sonia suspira e intercambia conmigo una mirada irritada. Hace varios días, su hija regresó muy angustiada del colegio donde estudia. La niña de diez años muy desarrollada para su edad por una serie de problemas hormonales, se enfrenta al prejuicio de no ser precisamente delgada y que no pueda perder peso porque sencillamente, es una niña. Así de simple se lo explicó Sonia a la maestra, cuando la mujer intentó explicarle que quizás “la niña debería comer menos”. Colérica, Sonia terminó en medio de una desagradable discusión con la maestra, que simplemente concluyó el tema una frase espeluznante “asuma el hecho que su hija es una gordita”.

- El mensaje está claro, no tiene estatus económico y tampoco edad — dice K. que es una experta en tema y más de una vez, ha debatido en su país sobre las implicaciones de la presión social — Lo masculino desempeña una serie de papeles entremezclados entre sí, entre lo biológico y lo social. Pero la mujer es una especie de esclava de las imposiciones sociales. Y no, no es feminismo ni protesta. Es cultura. La pobreza te hace madre bien pronto y más de una vez. Te impone que debes ser abnegada, que debes cargar con tus chicos en la cadera de un lugar a otro. El dinero te insiste que debes ser impecable y deseable. El color de la piel que debes ser “negra picantosa” o “rubia necia”. Así van todos los estereotipos, cercándote de un lado a otro, asfixiandote, dejante resumida a lo que queda después del esquema, a lo que sobrevive después de la idea que se tiene sobre ti.

- Peor aún que la visión de la mujer se estira y se encaja a la fuerza — dice V. a quién el monologo de K. parece haberla afectado especialmente — chica, si hasta tu sexualidad es un debate constante! Si te gusta tu cuerpo y lo disfrutas eres puta, sino eres pacata. Si decides no casarte “te quedaste” o sino, ofendes por “lesbiana” como si la decisión sexual fuera un insulto. Vamos de un lado a otro del extremo, sin otro rostro que el que te impone lo que está a tu alrededor.

De pronto, me río. No sé exactamente qué me produce esa risa loca, sin sentido. Aunque creo que tengo una somera idea. Probablemente cuando publique este artículo, habrá quien me llame “feminista”, “odiadora de hombres”. Me acusarán de sabotear “la buena salud” porque estoy “gorda”. Lo sé porque antes me ha ocurrido y es una especie de idea recurrente. Pero muy poca gente mirará a su alrededor para comprender de donde proviene la opinión, que la produce, porque de la insistencia. No mirará a la mujer que lleva las tetas bien a la vista y operadas, con su autoestima bien mezclada por las medidas. No mirará la portada de la revista, donde la mujer semidesnuda te recuerda lo que debes ser y probablemente no sea. No lo recordará cuando mire a una mujer que no cumple con el estereotipo y la denigre por eso. No lo recordará cuando disfrute de la publicidad donde una mujer muestra las curvas para placer del espectador. Y no sé si me río por cansancio o por simple confusión. Quizás se trate solo de una simple toma de conciencia que el prejuicio también llega a las palabras, a las letras que se comparten. A la necesidad de expresión.

Y es que yo con mi pelo malo, mi rostro pálido y mis ganas de reclamar derechos, también soy parte de ese otro porcentaje de la mujer Venezolana que también se discrimina. La que se acusa de “exagerar” si exiges un derecho, de “dramatizar” si te ofende el piropo grosero. Miro a alrededor, a las mujeres que somos, las reales y la risa se me muere en la boca. Porque somos, tan distintas, una manera de triunfar sobre lo que se nos impone y se nos insiste. Y aún así, somos excepciones a la regla, a lo que asumimos como identidad y como forma de pensar cultural.

¿Quién es la mujer Venezolana? ¿Quién soy yo? Me lo pregunto sentada frente al espejo. Renuncié al secador y el cepillo. Mis rizos tímidos, ese “pelo malo” tan inquieto y rebelde, se encrespa en los hombro, me rodea la cabeza como un halo. Hay algo puramente esencial, en esa sensación de libertad que siento cuando sacudo la cabeza. Y vuelvo a reír pero esta vez la risa no es amarga, pero liberadora. Me río de esa sensación de plenitud simple, de la belleza de encontrar sentido a tu propia identidad. Incluso por encima de la cultura que te presiona y la sociedad que escribió tu historia, aún antes de nacer.

C’est la vie.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: Todos los motivos por los cuales deberías ver la serie “Maniac” de Cary Fukunaga.






Durante las últimas décadas el cine, la televisión y la literatura se ha cuestionado con enorme insistencia la naturaleza de la normalidad y la realidad. Un planteamiento que no es reciente pero que sin duda, tiene un sentido mucho más profundo en una época plagada de cierto nihilismo moral que hace el cuestionamiento más duro e incluso cruel. ¿Qué es lo normal en una época de rupturas y de desencanto? ¿Que es la realidad en medio de una transición histórica en la que la tecnología parece llenar todos los espacios y crear una percepción sobre el bien y el mal por completo distinta?

No se trata de cuestionamientos sencillos y la serie “Maniac” ( Cary Fukunaga — 2018) no intenta responderlos, sino contextualizarlos a través de una idea extravagante sobre el futuro, a mitad de camino entre la distopía, la belleza, el tiempo como una forma de expresión intelectual y la soledad moderna. Emma Stone, fantasmalmente pálida y con el cabello de un rubio radiante, encarna a “Annie” una mujer con enormes dolores y problemas con los cuales lidiar, en medio de una realidad a mitad de camino entre lo imposible, lo desconcertante y algo más inquietante. En “Maniac” la idea de la normalidad se fragmenta en una expresión elemental que expresa algo más amplio que la conciencia y el poder de la percepción, construido a través de algo más poderoso y consistente. Cary Fukunaga (“True Detective”, “Beasts of No Nation”), quien desarrolló la serie con Patrick Somerville, novelista y escritor, analiza los vestigios de la sociedad como un paradigma a mitad de camino entre lo retorcido y un toque más existencialista. Por supuesto, la experiencia no es en absoluto desconocida para el canal Netflix, que durante el último lustro ha producido todo tipo de comedias y dramas basadas en situaciones de límites que contraponen la realidad a lo subjetivo: desde la mujer que sale de cautiverio de luego de quince años en un Búnker hasta el caballo destrozado por la depresión y el desarraigo moderno (y pondera sobre ética, filosofía y la insuficiencia del yogur helado en un paraíso sin confesiones), el canal ha sabido encontrar una forma de expresar lo infinito de la experiencia humana para elaborar algo más comprensible, conmovedor y poderoso. En “Maniac” la experiencia se repite pero se hace incluso más profunda, con una percepción más dura y fría sobre el futuro — y las vicisitudes del presente extrapolado a una versión de la incertidumbre más certera — pero además, la convicción que la mente humana puede enfrentarse a semejante versión del mundo con una inusitada fortaleza.

“Maniac” cuyos diez capítulos forman una única historia episódica, está construida con la pausada belleza de una mirada estética sobre los horrores, dolores y tentaciones de un futuro no demasiado lejano. Como versión libre de la serie Noruega del mismo nombre, Patrick Somerville y Cary Fukunaga, juegan con las piezas de un mundo posible con una desconocida y asombrosa sensibilidad. El mundo en que se desarrolla la serie es una ciudad de Nueva York cincuenta o sesenta años en el futuro, en donde dos Estatuas de la Libertad crean un extraño horizonte — una especie de silencioso homenaje a una ciudad que siempre se ha concebido desde una extraña dualidad — y el mero hecho de vivir en la ciudad se ha convertido en un lujo fuera del alcance de la mayoría de los ciudadanos obsesionados por habitarla. La mayoría intentan ganar dinero desempeñando todo tipo de trabajos fuera de lo común, como hacerse pasar por maridos de Viudas, amigos eventuales para los solitarios y conejillos de Indias para las grandes compañías farmacéuticas. No obstante, la extraña interacción entre personajes tiene un profundo trasfondo humano y es evidente, el ojo de Fukunaga para crear una percepción sobre el absurdo y el dolor tan humano como exquisito. La serie avanza para elaborar un singular discurso sobre la soledad pero también, la visión sobre el yo alternativo, la existencia en mitad de la debacle social y moral, junto con una percepción sobre cierto existencialismo casi cruel que Fukunaga construye con una precisión enormemente efectiva.

Desde el piloto, es evidente que la serie juega al humor tragicómico desde una dureza acerada y contundente. Los personajes (a Stone le acompaña un Jonah Hill de singular simpatía y en quizás, una de sus mejores actuaciones) se reinventarán y a la vez, crearán una versión de si mismos cada vez más complicada y retorcida. Con todo, la serie jamás pierde su ritmo ni mucho menos, su atención al detalle, la puntillosa firmeza argumental que sostiene a la historia como un todo coherente. Sobre todo Hill, que encarna al hijo introvertido y mentalmente inestable de una familia adinerada y cuya actuación, sorprende por su sutileza y extraña percepción sobre el absurdo. Juntos, Stone y Hill componen quizás la pareja más extraña imaginable, pero también, un dúo de enorme fuerza interpretativa que construye una historia fronteriza en una ciudad en que todo parece carecer de sentido y a la vez, elaborar una visión sobre la humanidad levemente cínica. El show lo logra con un tono convincente y pausado que se sostiene a través de la temporada entera y que elabora una meditada comprensión sobre los fragmentos de la naturaleza humana enfrentadas a su deshumanización. ¿Quienes somos cuando el mundo que nos rodea desconoce nuestra identidad o la transforma en una alternativa carente de sentido? ¿A dónde nos conduce la convicción del bien y el mal cuando lo moral no es otra cosa que una idea peregrina?

“Maniac” con su discurso coherente y alternativo sobre la búsqueda del sentido a la vida, elabora una convincente concepción sobre el individuo a merced del colectivo que intenta aniquilar la personalidad. Para el argumento, la riqueza, la salud y la prosperidad tienen un precio específico y la búsqueda de la respuesta atraviesa una serie de nociones sobre lo humano que sorprende por su buen hacer. Con su elemento de Ciencia Ficción reconvertido en una excusa para reflexionar sobre temas espirituales más complejos, “Maniac” logra poner el acento sobre sus personajes y lo hace con una acertada comprensión del tiempo y el espacio que avanza en una estructura pseudo comprensible, en medio de los dolores, los sobresaltos y la pesadumbre de una sociedad sometida a cierta abulia cultural que la serie no explica demasiado pero que es evidente en cada capítulo. Tanto Stone como Hill resultan ser brillantes actores dramáticos y hay una profunda comprensión del sufrimiento, la libertad y la aflicción moral que ambos crean desde una persistente concepción sobre lo moral y lo ético, reñido con el mismo propósito de la existencia. Dicho de semejante manera, “Maniac” puede parecer deprimente, pero en realidad es mucho más optimista y llena de vida de lo que podría suponerse a partir de su cuidado piloto. A medida que avanza la trama, la historia se hace desordenada, surrealista, intrigante y sorprendente, pero también emocional y conmovedora. Hay sorpresas y aseveraciones sobre un futuro elaborado y construido a partir de una idea consistente sobre lo humano y lo intelectualmente selectivo, pero la serie evita cualquier elucubración al vacío con un guión brillante, bien construido y lo suficientemente complejo como para sostener su extraña premisa capítulo tras capítulo. Como si se tratara de una ruptura entre lo visible y lo concebible como realidad tentativa, “Maniac” transita un terreno complicado a mitad de camino entre la belleza, el dolor y una compresión del corazón humano casi ridículamente optimista. Quizás, su mayor encanto.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: La generación perdida en Venezuela.




Hace unos días, un buen amigo me preguntó casi con inocencia como me sentía siendo parte de la llamada “Generación perdida” de Venezuela, término que podría traducirse — e incluir — a todos aquellos quienes crecimos durante el sacudón histórico de de la llamada “Revolución Chavista”. No es un término ofensivo — al menos no me lo parece — pero si lo bastante inquietante como para que la mayoría de las veces me deje sin palabras, un poco aturdida. Como si no supiera componer en palabras la desazón que me provoca formar parte de un proceso histórico que destruyó el futuro de buena parte de mis contemporáneos. Que melodramático suena eso, me digo. Que realista, también.

— Lo pregunto — se apresura a aclarar mi amigo desde la imagen diminuta del Skype — que es como crecer y hacerse adulto en plena postguerra. Como sí…no lo sé…

Sigo en silencio. Bebo sorbo a sorbo la taza de café que tengo entre las manos. Mi amigo vive en Inglaterra. Nos conocimos en uno de los innumerables cursos online que he llevado a cabo para lidiar con el miedo, la desazón y la desesperanza que campea en Venezuela desde hace más dos décadas. La educación a distancia ha sido una de las maneras que encontré para sostener la cordura, para hilvanar con hilo fino la noción sobre la supervivencia. Y eso también es un síntoma de la generación perdida, de lo que nos han arrebatado, del dolor de un país violento que se convirtió en pura amenaza.

— Es algo como esto: Aferrarte a los restos del desastre — respondo por fin — he tomado todos los diplomados y cursos que he podido porque en Venezuela, la educación se redujo a una lucha por evitar el desastre definitivo. Las Universidades a punto de quebrar, el resto luchando contra la emigración del talento. De modo que he tenido que educarme con los medios a mi alcance, de la manera que puedo.
 — Eso es muy loable — dice él y sonríe.

No le hablo, claro está, de lo que significa verdaderamente intentar mantener a salvo la cordura en un país que te empuja hacia el extremo contrario. No le hablo de la preocupación que me invade cuando comienza a llover, por ejemplo. El hecho que en Venezuela la infraestructura no soporta mucho los embates del clima. Y si somos muy francos, no soporta mucho cualquier cosa. De manera que apenas escucho la lluvia me asomo por la ventana a mirar la tormenta con una sensación de inminente desastre: miro la lluvia y me pregunto qué ocurrirá ahora. En cualquier otro país del mundo, no me inquietaría las posibles consecuencias que podría padecer la ciudad luego de algo tan corriente como un torrencial aguacero. Pero en Venezuela, es normal el desasosiego. ¿Qué debo esperar? ¿Un apagón? ¿Una crisis de servicios públicos? ¿Alguna otra avenida transitada que se abre a la mitad por efecto de la lluvia? En Venezuela uno nunca está seguro que sucederá…pero si sabe que será inminente y probablemente desalentador.

Tampoco le cuento que la mayoría de las veces no me equivoco: que luego de algunos minutos de lluvia, habrá súbito apagón eléctrico. Otra vez, pensaré con un suspiro. Durará quizás unos pocos minutos: los suficientes para que todos los electrodomésticos de mi casa tengan un súbito vaivén de voltaje. O varias horas en las que me quedaré sentada en la oscuridad. Habrá algo surreal en la escena, con los rayos y centellas iluminando la calle, la lluvia golpeando las ventanas y yo sentada, en plena oscuridad. Y pensaré, en lo vulnerable que me hace sentir esta visión de país en escombros, esta idea de sobrevivir día a día a una pequeña catástrofe urbana. Comenzaré a reír, seguro. No sabré porque lo hago. Quizás porque en mi imaginación la escena se dibuja triste y patética, quizás porque recuerdo que ahora mismo, la mitad del país quizás está a oscuras, que como dirían mis amigos que viven fuera de Caracas, la ciudad sólo padece una breve anuncio de la tragedia habitual de un país que se desploma en ineficacia. Y me reiré, a carcajadas hasta que siento que los ojos se me llenan de lágrimas, tengo una sensación extravagante de pura y súbita lucidez. Venezuela es una circunstancia rodeada de ceguera, Venezuela, la real, existe más allá de ese pequeño cuadrado de luz que miramos fijamente para olvidar lo que nos rodea. Venezuela es un escenario a oscuras, Venezuela es un temor que apenas se concreta. Venezuela no se reconoce así misma. Venezuela está disfrazada de país cuando no es más que una idea de temor. Eso somos. Un país de dolientes con el muerto de la ineficacia a cuestas. Un país asombro, que carga su inocencia rota sobre los hombros. Y en esa oscuridad breve, veo a Venezuela más clara que nunca. La asumo como desgracia leve, como pequeño tormento. Un pequeño dolor.

— Loable, sí pero es parte de la pérdida de la que hablas — prosigo — y es lo que vivo a diario. Lo que vivimos, un país que se desploma en escombros a tu alrededor.
 — Sobrevivir — dice mi amigo.
 — Seguir cuerdos — añado yo.

La generación perdida. No es la primera vez que alguien usa el apelativo. Lo he escuchado durante las frecuentes reuniones de despedidas — que ya no lo son tanto como hace dos o tres años, ahora la emigración es callada y casi discreta — , la soledad de las interminables ausencias, la colección de frustraciones a las que te somete Venezuela. Eso claro, sin hablar de los problemas realmente duros de sobrellevar, más allá de los refinamientos de una buena conexión a internet o el servicio eléctrico de calidad. Hablo del miedo al hambre, de los millones de enfermo cuya vida peligra por la escasez de medicinas, de los Venezolanos que huyen a diario por las fronteras, para llegar a países en donde se les rechaza y se le discrimina. La incertidumbre en todas sus formas, en todas sus temibles dimensiones.

Pero hay cosas más pequeñas sin duda. El haber perdido la aspiración a simple cotidiana. Olvidar la normalidad. La incertidumbre de la adultez sin un sentido de futuro. Mantener la vida a flote en mitad de un marasma sin demasiado sentido. A veces, resulta tan abrumador, tan doloroso que la idea te sobrepasa. Ocurre de vez en cuando, cuando el trajín frenético de sobrevivir a un país en ruinas te permite un rato de sosiego. Entonces te haces preguntas triviales, casi simples. ¿Cuándo fue la última vez que te reuniste con tus amigos más queridos para conversar? ¿Cuándo fue la última vez que compraste un libro? ¿O acudiste al cine? Te lo preguntas, con una sensación de alarma que no sabes bien como encajar. Que no comprendes en toda su extensión. Porque no se trata sólo de la certidumbre de la pérdida, sino de la ruptura de tu identidad en mil fragmentos irrecuperables, abiertos a interpretación, sin sentido ni forma.

Hará unos dos o tres años, solía creer que toda crisis te hace más fuerte, más firme. Lo hace, sin duda. Pero la fortaleza no proviene de la forma en como asumes la vida antes o después, sino como logras mantenerte en pie a pesar del dolor y el miedo. Un pensamiento inquietante, si se analiza con cuidado. No obstante, como parte de esta generación perdida, terminé por intuir que la fortaleza de la crisis es ficticia, es una sensación ambivalente más parecida a una terquedad ciega que a cualquier otra cosa.

Lo pienso mientras me formo en fila para comprar algunas cosas en el supermercado arrasado por la escasez. La cólera me cierra la garganta, pero también hay mucho de impotencia, una simple frustración que me deja débil y agotada. Me levanto en punta de pies para mirar el tumulto que me precede: un centenar de personas hormiguean frente a la reja azul del supermercado. Como yo, se trata de hombres y mujeres en edad productiva que intentan encontrar los artículos que hace ya meses desaparecieron de los anaqueles de locales y comercios. La mayoría no acudirá al trabajo para aprovechar la oportunidad de adquirir productos a un precio regulado. La mayoría, como yo, sigue sin comprender muy bien la situación que atraviesa. Este paisaje derrotado y aprensivo en que se han convertido las calles del país.

— Yo tuve que pedir los lunes libres en el trabajo porque si no es así, los muchachos no comen — me explica una mujer que espera unos metros por delante en la fila. Me cuenta que es madre de tres (todos menores de edad y cursando primeros grados de primaria) y que no puede darse el lujo de acudir a los llamados «bachaqueros». — No tengo plata (dinero) hija, no me queda otro remedio que venir para acá a esperar. ¿Qué más puede hacer uno?
No sé qué responder a eso. Un hombre que nos escucha sacude la cabeza y se acerca a donde nos encontramos. Tiene el rostro colorado por el calor y la expresión tensa y agotada de todos los que esperamos bajo el sol inclemente del eterno verano caraqueño.

— Yo prefiero hacer mi cola. El otro día encontré café, ¡casi veinte veces el precio de verdad! — comenta — No hay forma de alimentarse en este país. Lo que sea que encuentres por tu lado, es tan costoso que tienes que venir a hacer tu cola y aceptar la limosna al gobierno. Así estamos.

Una anciana unos pasos se vuelve para mirarnos y comienza a criticar en voz alta y sin molestarse en disimular su angustia a los «bachaqueros», los supuestos culpables de la situación que atraviesa el país. Explica a quien quiera escucharle que esos «desgraciados» son los que compran barato y venden caro y por supuestos, los responsables de la «hambruna» en Venezuela. Me pregunto si vale la pena explicarle que en un país cuyos medios de producción fueron destruidos por sucesivas políticas de expropiación y control, los revendedores son el menor de los problemas. Si debo explicarle que en Venezuela el aparato de producción, distribución y comercialización fue destruido por una mera cuestión de ideología. Que en esta Venezuela socialista, el poder está empeñado no en el bienestar de sus ciudadanos sino en mantenerse a salvo de supuestos ataques del sector privado y de cualquiera que no dependa del gobierno para subsistir. Al final, prefiero callarme, contener el torrente de quejas, señalamientos y palabras. Quizás ella no necesita escucharlo.

Y es que la mujer — de unos sesenta y pocos o unos setenta bien conservados — parece al borde de las lágrimas, con la voz y la expresión impregnadas de una angustia tan palpable que me conmueve. Se mueve de un lado a otro, apretando contra el costado el bolso de plástico vacío que lleva colgado al hombro. Parece desvalida, una víctima herida sin cicatriz visible. Me pregunto si todos tenemos ese aspecto ahora mismo.

— ¿Usted sabe lo que significa a mi edad ponerse a hacer cola para tener algo que llevarse a la boca? — me dice. Y me mira con los ojos muy abiertos y angustiados. Tiene un rostro flaco, lleno de arrugas y de pronto me parece muy frágil. Una niña de cabello gris tambaleándose sobre sus pies hinchados — ¿Tener miedo al hambre? Uno no está para estas cosas. Uno no tiene por qué pasar esto en la vejez.

Aprieta la boca. Nos da la espalda. El resto de quienes la rodeamos guardamos un respetuoso silencio. El hombre que habló antes se seca el sudor del rostro con la manga de la camisa y parece tan abrumado que por un momento, temo se eche a llorar. Pero cuando habla otra vez su voz es clara y firme.

— El venezolano no sabe sobrevivir a esto — dice — . Somos muchachos malcriados que el padre consintió demasiado. Primero cuarenta años de robos democráticos — sonríe con tristeza — y ahora casi veinte más de saqueo en nombre «del pueblo». ¿Y el venezolano? Jodío hasta las pelotas mija. Jodío para siempre.

Hace unos años, cuando la escasez empezó a mermar la cesta de productos básicos, un periodista me insistió en que el venezolano jamás comprendería lo preocupante de la situación que vive hasta que lo aplastara. Que como adolescentes sociales y culturales que somos, correríamos de un lado a otro para evadir el peso de la culpa, la realidad, la situación, la circunstancia y finalmente la consecuencia y que jamás aceptaríamos que el país es el reflejo de su población. Corría el año 2014, la cesta petrolera rebasaba los 120 dólares y el país disfrutaba de una improbable bonanza económica. Gracias a los sucesivos subsidios del Gobierno, podías viajar con divisas extranjeras compradas a un precio irrisorio a cualquier lugar del mundo. Un estudiante podía costearse un costosísimo postgrado en alguna prestigiosa Universidad gracias a su tarjeta de crédito. Los anaqueles rebosaban de productos importados y para la gran mayoría de los venezolanos, enamorados y obsesionados de la figura de Chávez, la prosperidad era cosa cierta. Una visión sobre la Venezuela posible, prometida por el líder carismático y apoyada por docenas de políticas populistas disfrazadas de discurso emocional. Fue el nacimiento de las llamadas «Misiones» que hicieron a millones de venezolanos dependientes del Estado a un nivel casi enfermizo. Nunca antes el ciudadano venezolano había dependido de tantas formas del poder. Nunca había sido parte de una estructura de control pensada para que el gobierno se convirtiera en el más grande empleador, en el padre economico de buena parte de la población de Venezuela. Una red de ideología que se sostenía sobre las carencias y la ambición de una población acostumbrada a mirar el poder con reverencia.

Recuerdo eso mientras la fila avanza con lentitud. Un grupo de cinco militares con el arma de reglamento bien visible aparecen caminando por la calle y comienzan a custodiar la cola. Uno de ellos vuelve el rostro brillante por el sudor y nos dedica una mirada dura, remota. Han transcurrido casi cuatro horas desde que llegué y todavía no estoy cerca de entrar al supermercado. Un barullo de gritos y forcejeo llena algunos espacios de la calle y una violenta impaciencia caldea el aire. Todos quieren entrar pero la mayoría está consciente que con toda seguridad, el inventario de productos no será suficiente para satisfacer a las casi centenar de personas que esperan. Siento un rápido latigazo de miedo. Recuerdo las narraciones periodísticas sobre saqueos y hechos de violencia. ¿Ocurrirá aquí en mi tranquila Avenida de clase media? ¿Ocurrirá en medio de esta multitud de hombres y mujeres cansados que miran con impaciencia los bultos que se descargan de los camiones? ¿En qué nos ha convertido la crisis? ¿Quiénes somos ahora mismo?
Nunca pensé vivir una situación semejante. Crecí en un país ostentoso, superficial y frívolo. Un país con una economía frágil pero que aún podía sostenerse. Un país donde podías encontrar en los supermercados los mejores importados junto a los tradicionales venezolanos. Un país donde pude estudiar dos carreras universitarias con un salario de freelance esporádico. Un país donde con mis pocos ahorros, pude comprar un automóvil nuevo. El venezolano es inocente, torpe, iracundo, sin armas frente a la crisis. No comprende su magnitud, su profundidad, lo que vendrá después. Y me aterra el pensamiento que tampoco lo entiendo, que apenas comienzo a atisbar el abismo en que me encuentro. Sin futuro, presa de la incertidumbre. Un ciudadano sin rostro.

Finalmente decido no comprar nada. Abandono la cola y caminó con paso rápido y nervioso. No miro hacia atrás hasta unos cientos de metros más allá. La calle rebosa por el descontento, la rabia, el miedo. El supermercado a oscuras tiene el aspecto tétrico, en mitad de la calle llena de una multitud enfurecida y rodeada por el tráfico caótico. Y ahora sí, no puedo contener el llanto. Lo hago de pie, como abandonada, mientras transeúntes de rostro abrumado me tropiezan al caminar. No dejo de mirar el supermercado, la ola de gente que avanza y golpea las paredes. No dejó de sentir miedo — real, puro, doloroso — por lo que ocurre, por lo que ocurrirá en el futuro y que no tengo idea de qué podrá ser. Y mientras lloro, pienso en el desamparo, en el país sumido en el caos y la amargura. En el ciudadano desposeído y con los brazos vacíos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Quiénes somos ahora?

Sigo sin encontrar respuesta. Supongo que nunca la tendré en realidad.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Tres cabezas de una Hidra: Carolina Otero, Laura Riding y Lady Ottoline Morrell;





Ese engendro de mitad del siglo XX que, con un cigarrillo en los labios y el arma oculta en la ropa impecable, lo femenino puesto a desconcertar. Un mito contradictorio que parece crearse por inspiración propia: luchar entre la cultura que la invisibiliza y la biología que la enaltece. Todo junto a la observación fetichista en una cultura que mira a la mujer, a la hembra de la especie de humana, como un enigma aún por develarse.

Ríos de tinta han corrido desde que el positivismo admitiera a la mujer como contraparte del varón y no sólo como su débil reflejo. Décadas de contraposiciones, busquedas y cuidadosas contradicciones que dejan a la mujer no como una criatura expulsada del Edén, sino como una figura elemental en la cultura del hombre que la ignora. La paradoja de intentar definir lo que no se conoce, lo que hasta hace poco era una incógnita biológica.

La mujer pasó de ser la que colgaba del brazo del marido y era torturada por el corset a la creadora y sensible que poco a poco comenzó a construirse en el siglo XX. Y es que lo femenino, salvaje y desprovisto de las envolturas delicadas que la imaginación masculina quiso darle, se descubrió como una parte más de la sociedad mutable, con esa conciencia del siglo reconstructor del dogma que nació en la centuria pasada. La mujer se favoreció de la caída en desgracia de la fe, de la muerte de los dioses y el descubrimiento de la ciencia como faro en la oscuridad para comprenderse así misma.

Y, como todo misterio, lo femenino — tradicional y reformador — tiene sus mitos. Como esa atormentada Charlotte Bronte, que sufría de grandes depresiones y escribía para escapar del caos de su existencia sin sentido. ¡Y cómo supo ensalzar ese encierro del espíritu en libros extraordinarios que le sobrevivieron! O Virginia Woolf, perturbada y doliente, que cruzó la idea de la mujer genio y se convirtió en símbolo del tormento creativo. La mujer real, la que se brindó un rostro propio, trasciende ese silencio social para mostrarse desnuda — completa — como ideal de su propia búsqueda de valor, como punto de llegada, como cabezas de una misma Hidra.

Carolina Otero: la cabeza que canta.
Un buen ejemplo de lo anterior podría ser Carolina Otero, conocida por la historia como La Bella Otero. Carolina, gallega de nacimiento y leyenda por decisión natural, construyó su propio mito. De hembra legendaria a bella mentira, de sueño idealizado a imagen quebradiza, La Bella Otero parece formar parte de esos personajes que se desdibujan en la leyenda. Embaucadora y divina, inventó su biografía y con esa primera gran trampa logró cazar la atención mundial y elaborarse paso a paso.

Otero, la mujer más bella de su época, sigue cautivando más allá de la tumba e incluso desde ese terreno impreciso de lo que existe y lo que podría mirarse entre las sombras. Hasta un escritor tan meticuloso como Carlos Fuentes pareció perderse entre los velos de su perfume engañoso. Para Fuentes, la campesina de Pontevedra, hija de una madre soltera de quien tomó ambos apellidos, se transmuta en gitana, en ideal salvaje. En su obra Cambio de piel (1967), Fuentes insiste en recrear un mito que no existió de origen y que aún así conserva con mimo.

Cantante y bailarina de Music All — como fue presentada en París — , era también un mujer de pasiones y una meretriz discreta que conquistó la mirada masculina de la época con encanto y una considerable dosis de osadía. Una mujer extraordinaria, que tuvo rendido a sus pies a las cabezas coronadas de una Europa empobrecida y a grandes magnates ingenuos, llegó a poseer una pequeña fortuna sólo para perderla tiempo después.

Sin embargo, la bella Otero jamás fue cruel. Como la nueva mujer del siglo naciente, era la encarnación de la belleza y la crueldad sabiamente combinadas. Vivía pasiones tan intensas como momentáneas, amores destructores que duraban apenas pocas semanas y sorprendían incluso al mundano París con sus tropelías. Tal vez por eso Guillermo II la invitó a bailar una obra especialmente escrita para su deleite y que ella interpretó a su manera. O, yendo más allá, cuando prefirió a Barón Ollstreder por encima de los hombres más guapos y poderosos de Alemania. ¿La razón? Su vigorosa personalidad. Y es Otero no por bella era menos astuta. Lo femenino de nuevo apelando al misterio, al temor y a esa eterna dosis de malicia que la imaginación popular le achaca.

Con el transcurrir inevitable de las décadas, La Bella Otero sucumbió a su propio mito. Desapareció de los salones iluminados y pareció volver a ese anonimato borroso de donde surgió. Pero de vez en cuando su nombre retumbaba para recordarla: se la volvió a nombrar cuando vendió sus joyas para pagar sus cuantiosas deudas y así sobrevivir a duras penas.

La Bella Otero murió como nació. Con las manos cerradas sobre el pecho, pobre y solitaria, en Niza en el año juvenil de 1965. Entre los dedos sostenía un valioso broche que un misterioso barón alemán le obsequió en un último homenaje galante. El último brillo de una vida extraordinaria del que nadie supo jamás cual era la verdad.

Esa belleza inaugurada por Otero se encarnó luego en otra mujer extraordinaria: María Félix desafiando a la cámara con la mirada en la piel de Carolina, la leyenda.

Laura Riding: la cabeza que renace.
Desconocida para algunos, temida para los demás. Esta poetisa es probablemente el epítome de la mujer cruel, de la madre devoradora y la maldad, en la manera simple como la concibe la cultura popular. Laura, misteriosa, inaccesible y tormentosa, asustaba. Y no sólo metafóricamente: inteligente y maldita, supo subsistir al margen de su propio mito y nutrirse del temor ajeno. No construyó su mito a partir de la dulzura venial de la Bella Otero, sino de una sustancia más pérfida, casi venenosa: un aroma a tentación envuelto en secreto.

La historia intentó desdibujarla bajo la sombra de sus amantes. El período más conocido de su vida es en el que estuvo emocionalmente vinculada con el poeta y novelista inglés Robert Graves, el autor de Yo, Claudio. Se dice que Graves eran tan frágil en su vida emocional como sólido en la académica. En esa combinación ambigua se cebó la crueldad natural de Laura. Robert Graves era un veterano de la Primera Guerra Mundial. Es probable que parte de su vulnerabilidad espiritual tuviera su origen en la pérdida del mundo que había conocido y la crueldad del combate. Esto hirió de manera indeleble la exquisita sensibilidad del autor. Se obsesionó con redimensionar el bien y el mal para reconstruir los valores burgueses que había conocido.

Esta necesidad de reinvención y de elaborar un nuevo concepto del mundo fue lo que le unió a Riding, quien por entonces pertenecía al grupo modernista de Los Fugitivos y anunciaba una transformación radical de lo conocido. El vacilante Graves, traumatizado con los horrores de la guerra, debió quedar muy sorprendido con esa propuesta y su necesidad de mirar el mal espiritual luego de mirar la violencia real fue su perdición. Riding, con su verbo iluminado y esa cruzada misteriosa del nuevo orden espiritual construido a través de la poesía, tenía sus propias ideas sobre el mundo. Sus poemas eran de índole tan transgresor y violento que Graves, ya un conocido poeta entonces, la invitó a visitarlo durante su estancia en Egipto, donde se había trasladado para dar clases en El Cairo. Con treinta años cumplido, burgués y literato, Graves probablemente no tenía idea de quién era realmente Laura, a quien el escritor Allen Tate tachó como “la mujer más loca que había conocido”. Y sin duda fue esa benigna ignorancia lo que hizo que Laura construyera lo que llegó a llamar un circulo sagrado con Graves y su mujer Nancy. Una manera mística de llamar a lo que sin duda era un vulgar ménage à trois.

Pero con Riding nada era sencillo. La mujer, perturbada, destrozó la apacible tranquilidad burguesa de Graves para transformarla en una alegoría transformadora y agobiante. Se dice que Laura y Graves escribían durante horas juntos, mientras la esposa de Graves cuidaba a los niños en una extraña familia que nadie podía entender muy bien. Como era de esperarse, la familia Graves colapsó bajo el peso de la locura de Riding y el circulo sagrado se trasladó a Gran Bretaña, donde la relación se tornó irrespirable y enfermiza. Mientras tanto, Laura seguía escribiendo, imparable, iluminada, disociada, enloquecida. En ocasiones en colaboración con Robert Graves, casi siempre sola. Versos, ensayos oscuros, intrigantes, cargado de simbología ocultista. Cada vez más crípticos, finalmente incomprensibles. Sólo lograba publicar gracias a la influencia de Graves, quien a pesar de todo continuaba convencido que Laura conocía el secreto de la expiación del dolor que el nuevo siglo había traído consigo.

Laura era sin duda revolucionaria en tiempos de hecatombe social, de la lenta caída de los temores. Y eso tuvo su mérito. Tanto que le permitió seguir escribiendo, devorando a Graves y a su esposa con esa inteligible locura que nadie entendió jamás. El Círculo Sagrado creció: nuevos amantes se unieron al delirio, los poemas de Riding parecían llenar el mundo y, claro, mucho sexo.

Con su verbo hermético e iluminado, Laura trascendió sus propios limites y arañó un tipo de eternidad: la de la locura como esencia. Muchos años después de separarse, Graves publicó lo que sería su obra más conocida: La Diosa Blanca, ésa que habita en el seno del alma humana y más allá de ella. Allí encontró a Laura, con su creación maldita y su necesidad de transgresión primitiva.

Lady Ottoline Morrell: la cabeza maternal.
Lady Ottoline no es un personaje, digamos, muy conocido. Su nombre quedó aplastado bajo el de sus protegidos, todos ellos famosísimos autores y pintores de una época dorada de renovación después de la cual el Mundo no volvió a ser el mismo. A pesar de eso, Ottoline tiene su propio brillo y la exquisita belleza de lo trágico: era fea, enorme, monumental, exquisita, culta en muchos aspectos y una gran ignorante en otros. Todo a la vez. Lucía como una criatura mitológica que debate y alterna con ideas que la superan pero también la complementan. Y es que todo en la biografía de Lady Ottoline parece estar a punto de derrumbarse: un halo dorado y fútil que se resquebraja con el sólido golpe de la realidad.

Lady Ottoline fue mecenas y admiradora de extraordinarios intelectuales de las primeras dos décadas del siglo veinte, especialmente del llamado grupo Bloomsbury (Virginia Woolf, Lytton Stratchey, E.M Foster, Henry James ). Pero a pesar de eso, no hay un recuerdo suyo que no esté impregnado de cierta burla, satirizado por la imaginación ajena. Los testimonios, hechos desde la burla su mayoría, evidencian una afectada visión del mundo que conmueve a la distancia. Ottoline protegió bajo su ala a una generación que se reía de las convenciones y se miraba como una expresión profundamente elemental de tiempo. De manera que, ¿cuál otro gesto podría existir más a tono con el nuevo humor cultural que burlarse de quien proporciona el dinero y la comodidad? La transgresión del absurdo, la temible subordinación al yo social.

La opinión unánime que existe sobre ella es la de una aristócrata venida a menos, una pobre excéntrica marchita que sostenía su imagen obsequiando lo poco que tenía a una generación de artistas que se burlaban secretamente de ella. Imagen trágica y falsa. Porque la verdadera Ottoline, escondida bajo los chismes de pasillo de una época cruel, representó ese último intento del siglo que acababa de morir para comprender al recién nacido siglo XX.

Ottoline no sólo deseaba ser una mecenas, sino la amiga de esos artistas portentosos que admiraba. Aspiraba la belleza, a la antigua usanza, barroca y extraordinaria. En su mansión rural de Garsington, donde se trasladó en el año 1915, empezó a recibir artistas y a llevar a cabo sus grandes escenas añejas de las que tanto se burlaron los artistas a quienes intentaba agradar. La mansión estaba siempre a rebosar de huéspedes y de invitados, a quienes agasajaba con enorme mimo, a pesar de los rigores de la guerra.

Inaccesible al cinismo, intentó enfrentarse a las consecuencias de la guerra y al sino de la existencia de la única manera que podía: con la belleza triste de un siglo crepuscular que acababa de morir. Ottoline luchó contra el desencanto. A pesar de importantes logros durante su vida, como impulsar junto a Roger Fry la llegada del postimpresionismo a Gran Bretaña, se desplomó en el sufrimiento inevitable de sentir que no pertenecía a ninguna parte. Perdió su célebre granja, se mudó a una modesta casa en Gower Street y siguió recibiendo a los desprotegidos desde su pobreza. Lo hizo con la ternura de siempre, con la amabilidad del creyente, aunque ya no había nada en que creer.

Luchó hasta el final por expresar su necesidad de belleza en esa necesidad de evasión del desastre, acogiendo a quienes se burlaron de ella y después la olvidaron para siempre. En su epitafio, escrito por T.S Eliot junto a Virgina Woolf, puede leerse: “Leal y valiente / la más generosa. / Guardaba sin embargo / un espíritu indomable”. Sin duda, una heroína del absurdo, una metáfora casi quebradiza de su propia decisión de trascender. La dualidad del poder, de ese misterioso y perdurable que sólo la feminidad parece conservar.

martes, 18 de septiembre de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: el espectáculo, el dolor y la caída en desgracia del país anónimo.




Hace unos años, tenía la sensación que todo lo ocurría en Venezuela era una especie de combinación entre una ópera bufa y un caos ideológico inclasificable. La percepción no ha variado — empeoró de hecho — pero en lugar de provocar cierta curiosidad, ahora me intriga con esa dolorosa capacidad de observación que en ocasiones proporciona el temor, la inquietud, un sufrimiento privado que no sé muy bien como calificar. La vida puede tener un sentido extraño, cuando transcurre entre la incertidumbre y cierto drama perentorio. Y en Venezuela ambas cosas suelen confundirse con muchísima facilidad.

Desde ayer, la noticia que desborda la redes sociales en el país, es la visita de Nicolás Maduro al restaurant del famoso chef turco Nusret Gökçe, una ocasión caricaturesca en que el chef (conocido por sus manera teatral de cortar las carnes y condimentarlas como si les arrojara un hechizo) no sólo abrió las puertas de su famoso local a la familia presidencial, sino que además se aseguró de demostrar su aprecio con todo tipo de gestos espléndidos y respetuosos. Maduro disfrutó de la ocasión como cualquier otra de las celebridades que suelen frecuentar la red de restaurantes de Gökçe y fue agasajado por el chef con enorme efusividad. Al final, el video que recoge la ocasión se hizo viral y se convirtió en otra mirada a la Venezuela absurda y dolorosamente rota, que la mayoría de los Venezolanos debemos soportar.

— Lo realmente terrible es la exposición de nuestra orfandad — me dice un amigo — la sensación que Venezuela es un rehén de una situación trágica que a nadie le importa demasiado. Un gran espectáculo de la pobreza y el sufrimiento a la vista de todo el mundo.

Mi amigo es periodista y por meses, ha dedicado tiempo y esfuerzo en acumular el drama Venezolano desde todas sus aristas. Desde las calles en las que grupos de hombres y mujeres hambrientos comen directamente de las bolsas de comida hasta la emigración forzada de cientos de refugiados que recorren el continente a pie, la tragedia Venezolana tiene toda la apariencia de un desastre sin nombre ni condición que avanza en todos los sentidos como una oleada de devastación masiva. El comportamiento de Maduro (que volvía de una gira por Rusia y China en busca de financiación para la deprimida PDVSA) es sólo otra imagen para la colección de historia absurda que sostiene a la Venezuela resquebrajada en cientos de trozos desiguales. La historia perdida de un país que parece desplomarse a diario ante la mirada curiosa y levemente intrigada del resto del mundo.

— Animales de zoológico — dice de pronto mi amigo. Las mejillas se le enrojecen de furia — Eso es lo que somos ¿No lo piensas a veces? Un experimento social venido a menos que todo el mundo observa desde una considerable y segura distancia.

Por supuesto, lo he pensado. Lo hago cuando desconocidos de otros países me preguntan como es vivir en el país más peligroso del mundo o cómo sobrevivo a la hiperinflación. “¿Puedes hacerlo? Sobrevivir, me refiero” me preguntó hace unos días uno de mis compañeros del Máster Online de escritura creativa que llevo a cabo. “Lo intento, al menos” respondo. No sé si sentirme ofendida o simplemente cansada del interrogatorio casual, de la compasión convertida en algo más amargo que recibo cada vez que menciono el país del cual provengo. Alguien más me mira desde la pantalla diminuta del Hangout con una expresión inclasificable “Debe ser duro” dice con su fuerte acento inglés. Lo miro, con una sensación de profunda vulnerabilidad, una rabia fortuita y dolorosa que no sé muy bien como expresar. “¿El qué?” pregunto. La persona sacude la cabeza, se inclina hacia la pantalla, como si quisiera mirarme mejor “La eterna sensación de estar expuesta”.

Ah, porque de eso se trata ¿no es así? me digo en ocasiones. Esta percepción de la tragedia como algo de todos los días, compartido, debatido y analizado por cientos de voces que no la comprenden, que no pueden unir las piezas para comprender la cualidad errática y violenta del dolor que padecemos en un país sacudido por la violencia y la pobreza. La crisis se convierte en otra cosa, en una conversación sucesiva, interminable. En la señal reconocible, en la forma en que se comprende tu gentilicio, identidad. Lo que te rodea.

“Quisiera agradecer al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, por su visita”, escribió Gökçe, ufano, antes de recibir un centenar de insultos y borrar el video de sus redes sociales. Para entonces, la visita de Maduro al restaurant del chef ya era tendencia mundial. De inmediato, todas las miradas se volvieron al presidente de un país en crisis capaz de disfrutar de las mieles de la fama y la fortuna, mientras la crisis socioeconómica y la escasez se multiplica, escala a niveles desconocidos e inclasificables. Según el último informe de la FAO — la agencia de Naciones Unidas para la alimentación — , Venezuela es el país más castigado por el hambre en nuestro continente. Entre 2015 y 2017, 3,7 millones de venezolanos sufrieron infraalimentación, una cifra que cuadruplica a las del trienio de 2010–2012.

Me niego a ver el video o las fotografías del espectáculo público en que se convirtió la cena de Nicolás Maduro. Pero aún así, no puedo evitar que la información llegue por todas las vías posibles, que se convierta en parte de todas las conversaciones a mi alrededor. La noción sobre el desastre convertida en algo más frugal y angustioso. Una percepción sobre el sufrimiento colectivo trasvasado hacia una escena polémica, simple, sin el menor valor. Finalmente, leo lo que el propio Maduro tiene que decir sobre su visita al restaurante del chef estrella: “Le envío de aquí un saludo a Nusret. Nos atendió él personalmente, estuvimos conversando, disfrutando con él. Un hombre muy simpático, ama a Venezuela”. Una querida amiga en mi Facebook se pregunta en voz alta cuando fue la última vez que alguno de sus conocidos comió carne, que pudo comprarla. Cuándo fue la última vez que dispuso del dinero suficiente para comprar alimentos sin el terror silencioso de la escasez. Nadie responde. Y Maduro sonríe en las fotografías, junto al chef de moda, que más tarde posa frente a una fotografía de enormes dimensiones del fallecido Fidel Castro.

Uno de mis profesores solía decir que la realidad se retrotrae a la manera en que la percibimos y en la manera que la traducimos. Mientras el escándalo escala — y se convierte en otro ingrediente más del enrarecido clima de un país golpeado por todo tipo de dolores y tragedias mínimas. “Un poco de Proust acá, algo más de Dickens para aderezar la melancolía, una corta medida de Fitzgerald Scott y la realidad es otra cosa” solía bromear, el querido profesor, que por cierto murió hace un par de años víctima de la diabetes en un país con escasez criminal de medicinas. Mi país se desmorona lentamente, se hace un reflejo borroso de si mismo y los ciudadanos sentimos una especie de temor apocalíptico ante la caída de las luces. ¿Quienes somos? ¿A dónde vamos? Aparentemente, Venezuela guarda silencio en medio de la incertidumbre.

Con frecuencia, me aterroriza el futuro. No el inmediato, sino el que se crea ahora mismo en medio de un país que se desploma a pedazos. La generación perdida, nos llaman a los sobrevivientes del chavismo con más de tres décadas de vida. ¿Y como llamaremos a los más jóvenes? ¿A los que no han conocido otra cosa que la Venezuela en una lucha interminable contra el miedo y el horror? ¿Contra la angustia violenta de construir una idea sobre el ciudadano que carece de asidero? Pienso en todo lo anterior mientras camino por una de las calles vecinas al lugar donde vivo. El concreto roto crea un desnivel casi peligroso en una de las esquinas y allí, se acumula la basura. En la parte superior y por obra de algún prodigio natural que no comprendo demasiado, retoña un musgo suave y blando, un pequeño retoño de alguna planta verde de tallo escuálido. Cuando la miras a la distancia, el conjunto tiene algo de hermoso en su terrible simplicidad, en su delicadeza despiadada. Lo contemplo y siento deseos de llorar. De…¿Qué? ¿tratar de comprender este silencio a dos bandas? ¿La visión de Venezuela transformada en una idea rota en mil partes distintas? No lo sé. Y la incertidumbre tiene algo de dramático, como si avanzara en medio de un desastre que se avizora en todas partes pero carece de explicación, sentido o forma. Soy una sobreviviente, me repito. Y pienso en el retoño de hojas débiles, abriéndose camino por entre la roca y la basura. Sacudo la cabeza, me hace reír mi propio romanticismo. No tiene el menor sentido comprender las ideas desde ese punto de vista, me digo. El país se convirtió en una interrogante, en un espectáculo bufo.

Bien decía Voltaire que si no existía Dios, había que inventarlo para tener bajo control a mujeres y criados. Que poca concreción, de esta época “revolucionaria” — de nuevo, otra revolución de las ideas que muere lentamente, desplomándose en medio de imprecaciones y un dualismo frenético- carente de absoluta coherencia. ¿No era Ea de Queiroz quién también afirmaba que era necesario no extender ciertas verdades entre el vulgo; pues sin formación suficiente para asimilarlas correctamente, el pueblo podía tomar el rábano por las hojas y armar una revolucioncita? Un pensamiento inaudito por lo cruel, sobre todo por la agónica muerte del valor social, este devastada cultura que perdió el rostro y el confín. Que lamentable que la única esperanza social que ha tenido el pueblo de Venezuela en los últimos 60 años haya sido la peor de todas las estafas históricas. Siento una profunda desazón, una sensación de pérdida inenarrable. ¿Dónde está el país que deseo, que anhelo, el que estaba inextricablemente vinculado a mi futuro? Sí, sé la respuesta, perdido en medio de una pobreza intelectual de vértigo y una completa ausencia del rostro joven de una sociedad que se encamina directamente hacia su mayor temor: el país transformado en una tragedia perenne, sin sentido y sin fronteras. Ah, sí, algún cínico me dirá qué no hubieran dado los eximios representantes de las Luces por legitimar su recato ideológico poniendo como ejemplo las revueltas en la banlieu de París o los suicidios aniquiladores del fanatismo islámico: y claro, a quién se le ocurre insuflar la liberté-egalité-fraternité en las cabecitas de quienes nunca tendrán medios para ejercerlas. Pero mi país, la Venezuela abstracta que aún está por construirse es la obra de todos quienes por omisión, por temor, pacatismo o angustia, dejamos que tenga la forma de una frustración enorme y sin razón.

Ah, que insoportable esta sensación de pura incertidumbre. Soy una hija de una época convulsa, una transformación Violenta, sin medida y carente de sentido. Muere Venezuela, la idea ideológica se desplaza lentamente, sustituye la necesidad de comprendernos como un concepto étnico. No somos nada más que un mutismo venial.

El mero pensamiento me hace llorar. Un llanto angustiado, abrumado. Por alguna razón, lo único que se me ocurre en medio de este dolor sin nombre, que se extiende a lo largo y ancho de mi mente es un poema de Ezra Poud:

Id, cantos míos, al solitario y al insatisfecho,
id también al que tiene los nervios deshechos, al esclavo de las convenciones,
mostradles el desprecio que siento por sus opresores.
id como una gran ola de agua fría,
mostradles mi desprecio por los opresores.

Hablad contra la opresión inconsciente,
hablad contra la tiranía de la falta de imaginación,
hablad contra las trabas.

Id a la burguesa que se está muriendo de tedio,
id a las mujeres de los suburbios.
id a los espantosamente casados,
id a aquellos cuyo fracaso está oculto,
Id a la desgraciadamente casada,
Id a la esposa comprada,
id a la mujer impuesta.

Id a aquellos de lujuria exquisita,
id a aquellos cuyos delicados deseos son frustrados,
id como plaga contra la estupidez del mundo;
id con vuestro filo contra esto,
reforzad las cuerdas sutiles,
llevad confianza a las algas y los tentáculos del alma.

Id amigablemente,
id con palabras sinceras.
Estad ávidos por hallar nuevos males y un nuevo bien,
estad contra todas las formas de opresión.
Id a aquellos que están embotados por la madurez,
hacia aquellos que han perdido su interés.

Id al adolescente que es sofocado en familia…
¡Oh! ¡Cuán asqueroso resulta
ver tres generaciones en una misma casa reunidas!
Es como un árbol viejo con renuevos
y con algunas ramas podridas que ya se caen.

Salid a desafiar la opinión popular,
id contra esta servidumbre vegetativa de la sangre.
Estad contra cualquier clase de opresión.

¿Quienes somos los sobrevivientes a la Venezuela nacida luego de veinte años de violencia? La mera respuesta me aturde, me golpea, me deja sin voz.