viernes, 29 de diciembre de 2017

Entre hojas y anaqueles: Mis libros de terror favoritos durante el año 2017.





Este año leí mucho más del género del terror que de cualquier otro género. No sólo porque son mis favoritos, sino también, porque encontré en muchas de las historias una mirada simbólica sobre los cambios y transformaciones que definen a nuestra época. La fantasía, el miedo y sobre todo, las especulaciones científicas, siempre parecen tener la capacidad de reflexionar con muchísima más claridad que cualquier otra propuesta sobre los dolores y temores de la cultura que nos tocó vivir y sobre todo, la época incompleta y en ocasiones caótica que atravesamos. Con frecuencia, me pregunto sobre lo que hace a un libro extraordinario, inolvidable o simplemente imprescindible por encima de otro. Y llegué a la conclusión que no hay una respuesta para eso: después de todo, lo que leemos es un reflejo de nuestro mundo personal, el recorrido intelectual que llevamos a cabo y sobre todo, esa expectativa espiritual que nos hace encontrar nuestro un lugar — emocional, privado — entre las páginas de un libro. Con todo, creo que estas pequeñas retrospectivas nos permiten comprender nuestro trayecto como lectores y sobre todo, la manera como asumimos nuestra relación con la literatura. Un hábito — espejo que nos muestra lo mejor — y quizás, lo más privado — de nuestra forma de mirar al mundo.

De manera que estas pequeñas listas recopilan esa mirada asombrada de la literatura sobre el mundo y sus vicisitudes. Ese complejo devenir entre lo que somos y lo que la imaginación puede construir a partir de esa identidad difusa que consideramos nuestra. No están todos los que son y mucho menos, todos los que me gustaría incluir, pero siempre me será complicado llevar a cabo una recopilación de mis lecturas favoritas. Para mí, la lectura siempre ha sido el viaje, el renacimiento, el poder de evocación, la compañía, la alegría, la sabiduría, la ignorancia, el poder de creer. De manera que recopilar mis libros favoritos — y sobre todo, de mis géneros favoritos — siempre resulta en listas incompletas, en amigos injustamente olvidados, en pequeños silencios de libros perdidos en la memoria. Igualmente, quise llevar a cabo esta pequeña selección, para celebrar no solo el hábito — la pasión — por la fantasía, el miedo, lo grotesco y lo sublime, sino también mirarme a través de todos los rostros que nacen en las páginas, comprender quién soy y a donde voy a través de ellas.

Así que sin orden particular y por supuesto terriblemente incompleta, estas son un par de lista pequeñitas y muy sucintas de lo mejor del Género de terror que leí durante el año 2017:


The Changeling de Víctor LaValle
Para LaValle, el terror no es sólo un sustrato de la realidad sino la realidad misma y quizás, eso convierte a su novela “The Changeling” en un asombroso mecanismo argumental que se sostiene sobre una prodigiosa atmósfera sombría y la noción sobre la incertidumbre llevada a una nueva dimensión narrativa. La Valle juega no sólo con la posibilidad de lo corriente convertido en herramienta para el horror, sino que además, con la idea del miedo como sustrato oculto de la realidad. “The Changeling” cuestiona el origen de lo que tememos — y sobre todo, de la forma en que lo percibimos — desde lo originario y lo hace además, con una prosa fluída, profunda e inteligente que sorprende por su efectividad.

Pero además, DelValle se toma el atrevimiento de subvertir la noción sobre el bien y el mal para transformarlo en algo más asombroso, doloroso e inexacto. “Creo que odio esos cuentos de hadas”, declara un personaje al principio de la novela y la frase parece establecer el sentido más profundo del que se sostendrá esta historia macabra con toques de fantasías de extraordinario valor. Para DelValle, la presunción sobre la realidad y lo que no lo es, se acuña desde una percepción filosófica del miedo. Lo que tememos es parte de nuestros sueños más profundos, lo inquietante y lo que cambia a medida que se sostiene sobre el terror como un clima de absoluta belleza. Porque “The Changeling” de hecho, es un cuento de Hadas, pero sin final feliz y mucho menos, una noción sobre la esperanza plausible sino todo lo contrario. Su estructura argumental se sostiene sobre el valor del miedo como elemento indispensable (y esa conciencia de su existencia) pero también, de todos los tópicos y arquetipos que sostienen las viejas narraciones de fantasía. Y es allí, donde DelValle asume el riesgo de convertir a Nueva York en un personaje más de una tétrica percepción sobre lo Urbano como espejo de algo mucho más espeluznante y duro de asimilar.

“The Changeling” trasciende la narración específica para transformarse en algo más complejo: es un tipo particular de cuento de hadas basado en lo hórrido y lo temible, pero además conserva esa siniestra concepción de las viejas historias que según el narrador omnisciente, “cuando tales historias estaban destinadas a adultos, no a niños”. Una definición sobre lo extraordinario que se sostiene sobre un tipo de temor invisible que DelValle lleva a un nivel más doloroso y conmovedor.


Her Body and Other Parties: Stories de Carmen Maria Machado
En la novela Haunting of Hill House de Shirley Jackson, el terror tiene un cariz levemente mitológico: la casa es un útero maligno e inquietante que envuelve a los personajes hasta la despersonalización y la distancia emocional, que termina destruyendo a cada uno de ellos o simplemente, sumiéndolos en un tipo de horror inquietante e invisible. La visión de la protagonista evade cualquier explicación sencilla y analiza, desde la periferia, el miedo a las pequeñas cosas y a los sucesos inexplicables desde cierta angustia existencial latente. Al final, Eleanor está perdida en sí misma, convertida en una rehén de sus propios dolores y transformada en un símbolo de todos los temibles y espectrales sufrimientos de quienes le rodean. El miedo convertido en un vehículo de expresión de pulsiones invisibles.

Con el libro Her Body and Other Parties de Carmen María Machado, ocurre algo semejante. Su colección de cuentos — basados en historias orales tradicionales infantiles — hay todo tipo de alegorías sobre grandes y pequeños horrores, narrados desde una óptica sencilla y desconcertante. Plagas, terrores indecibles, temores nocturnos, la locura en estado craso, enfermedades crónicas, nada parece estar fuera de la lúcida percepción de Machado para analizar la identidad femenina. Pero además lo hace, con una ternura conmovedora que convierte a los momentos más duros y elementales, en una comprensión profunda y compleja sobre el rol y los sufrimientos que se esconden bajo capas de significado y metáfora. Con una intimidad emocional que sorprende por su efectividad, Machado analiza la visión sobre lo que nos aterra, nos conmueve, nos asusta y nos construye desde la misma perspectiva de Jackson, la misma comprensión de la personalidad de sus personajes como fragmentos a punto de derrumbarse desde la visión del bien y del mal pero sobre todo, la lógica comprensión de su dimensión como noción intelectual. Los personajes de Machado no solo existen como entidad literaria sino además, son capaces de interactuar con el lector de maneras sensoriales imprevisibles. Para Machado, no es suficiente contar la historia desde la noción del útero creativo — la noción de lo que envuelve, crea y sustenta una historia — sino que además, la dota de una poderosa visión sobre el reflejo de los símbolos que utiliza. El resultado son historias de asombroso poder metafórico, que se analizan desde lo extravagante, lo osado y lo desconcertante. Desde el miedo a la inocencia, para Machado la naturaleza humana es un crisol de experiencias que se construyen a través de cierta pulsión existencial poderosa.

Todos los cuentos de Machado, carecen de orden y sentido: se construyen entre sí como una gran maraña de singulares reflexiones y quizás, ese es su mayor mérito. Intrincadas, siniestras, dolorosas, las historias de Machado elaboran una visión sobre lo femenino que atraviesa lo tradicional y encuentra asidero en cierta recreación de lo anecdótico y el rol de género, sin llegar a ninguna opinión ideológica. Es evidente que a la escritora no le importa ponderar ni tampoco pontificar sobre la percepción y la profundidad de sus personajes, sino que busca construir un diorama intelectual sobre el complejo universo emocional de la mujer y lo hace, a través de un ligero matiz siniestro que se agradece por su contundencia. Las protagonistas de Machado son poderosas, sucumben a la lujuria, el erotismo, la violencia, el horror, pero jamás lo hacen de manera sencilla o por razones evidentes. Hay una persistente disposición de la autora en crear un ámbito casi invisible para la voluntad de sus personajes, una percepción sobre el motor y propósito de sus acciones que se expresa a través de ideas complejas sobre lo tópico. Desde el amor a la maternidad, para Machado no hay un solo tema sencillo ni mucho menos, una versión de la realidad cierta. Sus personajes elucubran sobre los dolores existenciales a través de ciertos extremos tan dolorosos como viscerales. Sus acciones parpadean fuera y dentro del presente, del futuro, en una percepción del tiempo errática, que se sustrae de todo significado simple. Para Machado, lo verdaderamente importante es la capacidad de sus personajes para los matices, para la realidad construida a través de pequeños horrores y asombros que se perciben entre líneas. Con una habilidad sorprendente, Machado dosifica las dosis de horror, terror y lo sobrenatural para crear un panorama casi irreal que se expresa en escenas por momentos surreales que se sustentan sobre una noción persistente sobre el horror. Obliga a sus personajes a dudar de sus propias mentes, a analizar los entornos desde el miedo y la fragilidad. Y de vuelta, les permite retomar su fortaleza, asumir sus errores, construir una belleza lírica que conmueve en ocasiones hasta las lágrimas.


The Twilight Pariah de Jeffrey Ford
Ford reinventa el género de las casas embrujadas y lo hace a través de una comprensión de asombrosa eficacia sobre los espacios convertidos en alegorías del miedo. La novela “The Twilight Pariah” no sólo explora la visión del miedo como algo externo, inhumano y dolorosamente cercano, sino que además lo dota de una tridimensionalidad que asombra por su poder para conmover. No hay nada casual en esta novela, que medita de manera profundamente existencialista sobre las razones del temor pero también, sobre lo que hace al temor una parte inevitable de nuestra concepción de lo que somos o deseamos ser. Toda la novela tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea y se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para el autor, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma la novela en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa del escritor convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes.


“Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez.
El género del terror literario suele ser menospreciado por en ocasiones, tratarse de una colección de efectivos clichés que sostienen historias tópicas y la mayoría de las veces poco originales. No obstante, el miedo como reflejo cultural es mucho complejo y sobre todo, profundo de lo que puede suponer un análisis superficial. Capa tras capa, esconde el insistente cuestionamiento de la sociedad sobre sus terrores y mezquindades, una rara reflexión sobre las puertas cerradas de nuestra imaginación. Es entonces cuando el terror toma verdadero sentido, se hace más elocuente que cualquier otra metáfora sobre la existencia humana. Más poderoso.

Es el caso del libro “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez, una meditada mirada sobre el terror como excusa para analizar los lugares más oscuros de la mente humana, sus miserias y pérdidas. Doce cuentos que analizan desde la periferia tópicos tan duros y humanos que por momentos, las narraciones resultan insoportables. La escritora abarca no sólo el terror como mensaje — que por supuesto, está presente en cada uno de los cuidados escenarios que construye con un pulso firme e impecable — sino también como reflejo de situaciones en apariencia vulgares, que la red de historias convierte en un escenario tétrico. Desde niñas que se arrancan las uñas sin sentir dolor hasta el terror cósmico convertido en una dimensión cotidiana de la urbe rota e imprevisible, “Las cosas que perdimos en el fuego” es una combinación de melodrama, dolor, humor negro pero también, una durísima comprensión sobre la naturaleza del espíritu humano, sus grietas y oscuridades. Enríquez no sólo analiza el miedo como una forma de expresión de la identidad del hombre, sino también como un fin en sí mismo, un objetivo complejo sobre una frágil noción de normalidad.

Ese es quizás el elemento más original en un libro sorprendente: Enríquez no varía la fórmula del relato de miedo tradicional pero le agrega un giro inesperado que lo dota un lustre inesperado y poderoso. En sus cuentos hay casas encantadas, fantasmas, brujas, criaturas innombrables e incluso, brillantes insinuaciones al más puro terror Lovecraftiano, pero también hay una rara sensibilidad al contexto. Una poderosa reflexión política y social que dota a cada narración de un enorme valor anecdótico. En cada cuento de “Lo que perdimos en el Fuego” palpita una siniestra conciencia sobre los lugares innombrables de lo cotidiano, las pequeñas grietas hórridas de lo evidente. Y es justo en ese juego de sombras que Enríquez encuentra su mayor fortaleza, lo que distingue a su colección de relatos de cualquier otro. La percepción salvaje, dúctil y mutable de la humanidad que se transforma, que se afianza sobre la percepción de la identidad y la individualidad. La comprensión de quiénes somos y sobre todo, quienes podemos ser. El monstruo que habita al margen de lo monótono y que acecha desde el miedo como una amenaza tácita, silenciosa y persistente.

Tal vez por ese motivo, Mariana Enríquez analiza el terror como un mosaico tenebroso en el que las piezas encajan por su capacidad para mostrar algo más complejo que un instinto primitivo y visceral. Su libro explora a profundidad los entresijos de las relaciones humanas y los dota de una crueldad refinada y desoladora que termina por arrasar cualquier percepción del miedo como un elemento simple. En “Las cosas que perdimos en el Fuego” el terror es un preludio para una filosofía sobre lo barato, lo insignificante y lo habitual, todo revestido de una percepción sobre lo maligno que asombra por su consistencia. La escritora enfrenta lo enfermizo y lo pesadillesco con una elegancia que se denota un pulso firme para reconocer los recovecos de la ferocidad del hombre contra el hombre. Esa pulsión de lo inmediato que oculta un instinto mucho más elemental del que se muestra a simple vista.


“The Long Drop” de Denise Mina.
Peter Manuel tiene el dudoso honor de ser el primer asesino serial de Escocia, un país con una tasa de homicidios lo suficientemente baja como para sorprender al resto de Europa. La historia de Manuel, desconcierta justo por su cualidad espontánea: el 1 de enero de 1958 se dirigió a un Bungalow de Uddingston — localidad a una siete millas de Glasgow — y a asesinó a balazos a una familia de tres miembros. Lo hizo sin mediar palabra, sin motivo conocido y sin que le uniera algún vínculo con cualquiera de las víctimas. Durante los diez días siguientes, repitió el escenario a lo largo y ancho del país, siempre con el mismo método brutal y sobre todo, el ataque certero y sorpresivo. El pánico cundió y de pronto, Escocia parecía a merced no sólo de la violencia sino de la incertidumbre, un fenómeno desconocido que marcó por años no sólo a las poblaciones en las que Manuel atacó, sino también dejó una cicatriz visible en el rostro cultural de la región.

La escritora Denise Mina no sólo captó el clima de paranoia de la época sino también, llevó a cabo una fidedigna investigación sobre el caso para la magnífica novela “The Long Drop”, en la que cuenta la historia de Manuel y también, el horror cultural que el caso provocó en una Escocia rural y pacífica. Como obra semi ficcional, la novela logra sostener una narración que elude los clichés del género de la novela negra y que asombra por su cualidad casi documental. En realidad, Mina parece más interesada en el entorno del asesino y las circunstancias que rodearon a los crímenes, que a las escenas de horror que Manuel dejó a su paso. La narración avanza entre pequeños hilos argumentales inesperados y se centra en la investigación que el empresario William Watt realizó casi de manera independiente sobre los asesinatos cometidos por la llamada “la bestia de Birkenshaw”. Watt había sido por el asesinato de su familia — esposa, hija y hermana — pero posteriormente recobró la libertad, por falta de pruebas en su contra. Ansioso por limpiar su nombre, dedica esfuerzos y horas de trabajo en investigar a Peter Manuel, quien por entonces sólo era un sospechoso circunstancial en medio de la serie de asesinatos que sacudió a Glasgow. Watt sospechaba que el aparentemente inofensivo Manuel era un asesino violento incluso antes de la estela de crímenes que le hizo famoso y además , estaba convencido que había actuado mucho antes de lo que la policía suponía. Hermético y persistente, Watt consiguió rastrear el paso de Manuel en una rara combinación de intuición y conocimiento deductivo. No obstante, poco después su figura se ensombreció por las acusaciones de una posible complicidad con Manuel, lo que le convirtió en un personaje ambiguo que aún hoy provoca suspicacia.

El relato de Mina alterna entre el largo juicio por asesinato de Manuel y su extraña relación con Watts — con quien llegó a sostener una extraña amistad que nadie llegó a comprender a cabalidad — y las extrañas circunstancias que rodearon el caso. “The Long Drop” es una reconstrucción fidedigna de la ola de terror que provocó los asesinatos de Manuel, pero también, las que sospechas recayeron sobre Watts y que le señalaron como cómplice de los múltiples asesinatos de Manuel. De la especulación a la mirada ética sobre la investigación policial, Mina recorre con mirada analítica no sólo los hechos, sino también, las circunstancias que le rodearon, para crear una narración sorprendente y llena de originalidad que analiza un crimen emblemático sobre el que pesan versiones encontradas. Pero Mina va más allá y medita sobre la culpa, la violencia y la naturaleza humana en una cuidadosa combinación de análisis metódico y búsqueda existencialista. El resultado es una historia compacta, profunda y extraña que avanza entre las nociones sobre la violencia y algo mucho más complejo.

Por supuesto, Denise Mina es una experta en la ficción policial, pero esta vez trasciende sus cuidadosas narraciones criminales anterior y entra en el terreno del crimen real. Lo hace además con una horrorizada fascinación, que parece reflejar el morbo inquietante que el caso de Manuel despertó en Glasgow. A mitad de camino entre el relato policiaco y la ficción, Mina crea un mapa de ruta a través del miedo colectivo y sobre todo, la percepción del crimen como parte de la historia de su natal Glasgow. La escritora rememora para la ocasión una ciudad fatalista y de cierto aire melancólico, que envuelve la narración en un sustrato simbólico de enorme efectividad. Cada calle y avenida está cubierta de sombras alargadas, de la huella de la lluvia y una inevitable sensación de desesperanza. Y es medio de este escenario bucólico, en el que los crímenes de Peter Manuel encuentran un lugar en la imaginería popular. No sólo se trata de la mirada perversa del ciudadano común sobre el hecho de violencia, sino la percepción del crimen como un suceso ajeno al tedio habitual. En esta “ciudad sombras” los personajes reales se mueven de un lado a otro con cierta pereza. Y no obstante, hay una vitalidad imaginativa y repleta de detalles en cada una de las escenas.


La Vegetariana de Han Kang.
Por años, se ha insistido que la literatura de horror, fantasía y ciencia ficción encontró una frontera que le está llevando esfuerzos superar. Una de las escritoras que insiste en el particular es la celebérrima Anne Rice, que en más de una ocasión ha declarado que la “censura” presiona a las historias que llegan a publicarse y no permite que todo tipo de narraciones transgresoras, durísimas y en ocasiones sorprendentes, lleguen a los estanquillos de la librería. Rice llegó a decir en una oportunidad que vivimos en una época que olvidó “la verdadera fuerza de una historia que incomode y aterrorice” y que eso se debe a cierta tendencia a infravalorar a los que llamó “escritores despreciados”. Esa pléyade de autores dispuestos a correr riesgos y a enfrentar el límite de lo permisible y lo aceptable. De crear una nueva naturaleza del terror.

La novela “La Vegetariana” de la autora Han Kang vino a reivindicar justo el derecho de toda una nueva generación de escritores de romper tabúes y construir toda una percepción novedosa sobre la novela de género. Hay algo retorcido, doloroso pero sobre todo, intrigante en esta novela corta que intenta resumir el miedo y la depravación a un conjunto de imágenes desconcertantes y poderosas. Una historia feroz, que elabora un nuevo concepto — quizás casi por accidente — de lo que puede ser la percepción sobre los pequeños monstruos privados que se asimilan a través de la conciencia. El resultado es una eficaz recreación de lo temible a través de lo privado, lo inverosímil y cierto cinismo sutil que convierte la historia en un símbolo alegórico de enorme profundidad.

Detrás de su título inofensivo, Han Kang analiza los pormenores y recoquevos del miedo a través de una intrigante percepción sobre sus alcances e implicaciones. La escritora reflexiona sobre la muerte y la destrucción de la identidad renunciando a los clichés más habituales y avanzando hacia todo tipo de conceptos sobre la codicia, el deseo y la violencia. La prosa impecable permite a la autora sostener un ritmo rápido y ágil: La narración está llena de descripciones brillantes pero también, de un incesante diálogo introspectivo, que brinda a sus personajes una rara humanidad. Con su brillo cotidiano y sutil, la narración es una parábola sobre la transformación, el odio pero también, sobre la violencia sugerida. Una mirada implacable acerca de lo que se esconde bajo la pátina de la obsesión cultural por la normalidad.

No obstante, Han Kang no se atiene a límites ni tampoco a lugares comunes para contar una historia plagada de todo tipo de símbolos sobre los horrores ocultos en la imaginación. Desde incómodas escenas sobre purgas, agresiones sexuales y el uso de la metáfora de los trastornos alimenticios como una forma de violación, la autora crea una mirada inusual sobre las relaciones de poder, los vínculos fraternos pero sobre todo, el miedo escondido en pequeños rituales cotidianos. Las sangrientas escenas — algunas tan duras que lleva esfuerzos leerlas — meditan desde la periferia sobre la vida, la redención frustrada y una singular perspectiva sobre el miedo y la brutalidad. Pero no se trata de una revisión meditada sobre la crueldad o el horror: la escritora parece mucho más interesada en revelar los monstruos internos de sus personajes y construir a través de ellos símbolos sobre lo inanimado e invisible en cada uno de nosotros. Y lo logra, por momentos con tanta precisión que resulta angustioso en su durísima belleza.

Sensorial y llena de detalles profundamente sensuales, la novela humaniza el miedo y además, lo dota de un lustre atractivo que hace aún más compleja su lectura. El lector se encuentra en la desconcertante disyuntiva de comprender la ultraviolencia y además, admirar sus límites como una forma de expresión de perpetúa vitalidad. Y es justo esa improbable combinación lo que hace que “La Vegetariana” un complejo mecanismo de relojería que se sostiene sobre sus virtudes y momentos bajos con un precario equilibrio. Desde las breves secuencias en cursivas que describen los pensamientos del personaje principal — monólogos inquietantes sobre la metamorfosis invisible hasta las afanosas descripciones de puños cerrados, la carne herida y la sangre, Han Kang logra una perfecta sincronía entre lo sugerido y lo evidente. Y entre ambas cosas, una historia tan retorcida que parece subvertir el orden de esa persistente sensación de urgencia y desazón que provoca la historia entera.

Sin duda, se trata de una recopilación que tiene una enorme deuda intelectual con la abundante literatura de género publicada durante un prolífico 2017. Y no obstante, creo que quizás esa sea la ventaja de estas pequeñas retrospectivas personales: la oportunidad de reencontrarte con viejos conocidos, algunos tesoros olvidados y comenzar otra vez, ese recorrido anecdótico hacia esa pasión invisible y poderosa que sólo puede satisfacer la página de un libro. Una forma de comprender esos espacios inexplorados de nuestra mente.


jueves, 28 de diciembre de 2017

Una vuelta al sol: Las doce cosas que gané y perdí durante este año.




Si tuviera que describir este año con una sola palabra, seguramente no podría. No solo porque ocurrieron tantas cosas en apenas doce meses que en realidad, ahora que llegamos al último rescoldo de esta vuelta al sol, parece que transcurrió muchísimo más tiempo sino porque además, ha sido tan variopinto y caótico que no hay un único término que pueda hacerle justicia. Desde vivir la incertidumbre de un país en luto, hasta sufrir una serie de circunstancias personales que me obligaron a reconstruir muchos conceptos que creí eran absolutos, tengo la rara oportunidad de mirar atrás, casi de manera fugaz y asumir mi responsabilidad. No solo por lo que hice — o no — sino también, por el aprendizaje que obtuve, entre risas y lágrimas, temor y desconcierto, incluso ese renacimiento primaveral que ocurre justo después del momento más doloroso. De manera que sobreviví, a un año tan duro como inolvidable, y sobre todo, aleccionador.

Y en medio de ese proceso de echar una ojeada cautelosa a los días que guardé para comprender mejor después, descubrí que perdí y gane toda una serie de cosas que de alguna forma, resumen el año de una manera mucho más precisa que cualquier anécdota. Porque este tercer año de la segunda década del milenio me regaló experiencia y además, me despojó de mis máscaras favoritas. Y encontré, en medio de los escombros, que hay un valle fresco y reluciente de fertilidad naciendo en mi mente. De manera que sí, hay que agradecer, hay que lamentar. Pero sobre todo, hay la posibilidad de comprender ( me ) a través de esa necesidad de cuestionarme siempre que puedo y encontrar mis propias respuestas. Sin duda, un trayecto interminable que me lleva al centro mismo de mi mente y mi capacidad para soñar.

Entonces ¿Qué perdí y que gané en un año tan extraordinario como doloroso? podría resumirlo así:

Perdí una cierta inocencia: pero no el idealismo. Dejé atrás la idealización y encontré que una mirada realista y profundamente sensible tiene mucho más valor. Obtuve una mayor capacidad para comprender mis errores y asumir mi responsabilidad en lo que hago. En otras palabras, maduré.

Perdí la noción del tiempo: Y comprendí que a medida que cumplo un año más, encuentro un camino más visible y directo a la niña interior que aún deseo conservar.

Perdí el miedo a dar mi opinión: Porque no hay nada más duro que olvidar el poder de la propia experiencia ni nada que alivie más que recordar su verdadero valor.

Perdí el reloj biológico: y dejé de preocuparme por encontrar sentido a mi particular ritmo vital. Soy quien soy, miro el mundo como prefiero. No le temo a mi propia madurez y mucho menos a mi simple necesidad de comprenderme como parte de esa gran circunstancia que llamamos con tanta ingenuidad historia personal.

Perdí el miedo a reír a carcajadas: Y a llorar sin rebozo. A comer por puro placer, a dejar pasar el tiempo por simple ocio.

Perdí la necesidad de confiar: y me permití la duda razonable, la desconfianza selectiva y sobre todo, la fe inquebrantable en mi propia intuición.

Perdí el temor a la critica: y sobre todo a la que yo misma me hago. A la que me permite aprender, a la que me brinda la oportunidad de mirar desde otro punto de vista mis conceptos y visiones sobre el mundo.

Perdí el temor a pedir ayuda: Y comprender que me merezco el apoyo de quienes amo y aprecio.

Perdí el miedo a preguntar: Y todas las veces que lo necesita, que lo disfrute y me haga hacerme incluso más preguntas.

Perdí el miedo a cometer errores: Y saber que cometerlos, también es una forma de construir una idea.

Perdí el miedo al futuro: Porque comprendí que tomo las decisiones que tomo actualmente, los construyen a cada paso.

Perdí el miedo a morir: O quizás simplemente asumí que mi mortalidad es parte de mi historia.

Perdí el miedo a mirarme como mi mejor obra de arte: Porque más allá de mis temores y dudas, soy la mujer que soñé ser.

¿Y que gané en este año extraordinario y duro? Pequeños tesoros que intento proteger con las manos abiertas.

Gané en aplomo: Y aunque continuo siendo — y supongo seré — la misma mujer nerviosa que he sido durante buena parte de mi vida, voy comprendiendo que asumir el control de mis reacciones me brinda un poder inusitado.

Gané en Alegría: Y en asumir, que sonreír de vez en cuando sin motivo es una necesidad.

Gané en libertad: porque finalmente abrí puertas y ventanas que permanecían cerradas en mi mente.

Gané en locura: Y descubrí que esa demencia del creador, es un regalo extraordinario.

Gané en criterio: Y decidí finalmente, dejar de responsabilizar a otros por mis decisiones. Una idea que parece sencilla pero que me ha permitido tomar control sobre mis errores y aciertos. Al fin y al cabo soy lo suficientemente adulta para construir mi propia — y quizás disparada — manera de ver el mundo. Y crecer gracias a ella.

Gané en respeto: hacia el consejo bien intencionado y hacia mi propia decisión de aceptarlos o no.

Gané en cólera: Y aprendí que enfurecerte, gritar y discutir es tan válido como sonreír y aceptar.

Gané en Confianza: Y aprendí que apreciar mi trabajo, desde el que realizo en el ámbito laboral hasta el artístico, es una manera de mejorarlo y crecer como constructor de ideas.

Gané en Convicciones: porque la ética no es solo una palabra y la moral una costumbre: Son ideas genuinas con un peso enorme dentro de mi manera de ver el mundo. De manera que descubrí que siempre es mejor tener la cabeza en alto que los bolsillos llenos.

Gané en capacidad para crear: Y es que me liberé de mis propios monstruos, solo para crear otros nuevos, más temibles y hermosos, mucho más poderosos. Pero sobre todo míos.

Gané en amor: Y no el romántico, sino en el destructor y el constructor. El amor por el amanecer que renace, y las noches de vigilia. La palabra que hiere y la pagina que asombra. Sobre todo, la necesidad de construir una manera de soñar profundamente personal.

Gané en tranquilidad: Porque a pesar de las heridas, las caídas y traspiés, me volví a levantar.

Un año extraordinario sin duda, a pesar de todo lo que viví, quizás por todo. Un renacer en mi conciencia, una manera nueva de mirarme al espejo. Y tu que me lees ¿Qué perdiste y que obtuviste en este año que está por terminar? Porque quizás la gran lección de este año, sea haber recordado que en medio de las grandes debacles, hay lugar para la redención.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Delirios y otras locuras: Los propósitos de fin de año ¿Por qué nunca se cumplen?




Cuando le comenté a un grupo de amigas que deseaba saber cuales de sus resoluciones de fin de año se habían cumplido, todas rieron. Unas nerviosamente, otras con cierta incomodidad. Solo una me dejó claro que estaba preocupada con el tema. Pero al final, todas aceptaron sentarse a conversar conmigo el motivo por el cual, esos planes a mediano plazo que todos alguna vez formulamos al filo de la media noche del último día del año, casi nunca se cumplen. Y es que los propósitos anuales, son quizás la más clara muestra que la vida es un constante aprendizaje y más allá, una manera de avanzar y mirarnos como como seres en constante incertidumbre, lo cual puede ser tan bueno como malo. Como dijo, muy ceremoniosamente P., una de las entrevistadas: “Todo se ve fácil a doce meses de distancia, antes que lo salpique la realidad”.

Pero en realidad, ¿Alguien realmente se esfuerza por llevar a cabo todos esos buenos deseos? Desde la clásica intención de bajar de peso hasta ideas tan prosaicas como tomar cursos y licenciaturas, las resoluciones anuales parecen entrar en esa categoría de lo irrealizable, de lo que deseamos pero realmente no tenemos idea de como lograrlo. A palabras de M., otras de mis victimas propiciatorias del tema, la “culpa” de nuestra falta de constancia para llevar a cabo proyectos anuales es que son, en esencia, siempre irrealizables.

- Por ese motivo son deseos — me explica, mientras bebe un café con crema batida y espolvoreado con chocolate. El último antes de la dieta, me insiste. Sonrío, algo parecido escuché el año anterior y M. aún exhibe sus cuantos kilos de más — todos sabemos que el fin de año representa esa nueva oportunidad y nos gusta imaginarnos que muchas de las cosas que deseamos no las llevamos a cabo porque no fueron probables ni realizables por cientos de razones externas. El primer día del año es volver a la meta, al punto cero…

Lo que dice tiene lógica. El año anterior, me prometí comenzar con una rutina de ejercicios que me permitiera mejorar mi condición física. Lo hice con toda la buena intención de cumplirlo y de hecho, durante los primeros días del 2017, caminé una que otra vez durante un rato, intentando acostumbrarme a la idea que ahora sí, tendría que tomar decisiones serias y adultas sobre mi salud física. Pero al cabo de varias semanas, cuando la vida cotidiana remota su ritmo y la normalidad irrumpe en todos los lugares, descubrí que no era tan sencillo. Podría serlo, claro está. Podría haber organizado un pequeño plan de actividad física que pudiera encajar en ese entramado de pequeñas escenas de mi vida cotidiana. ¿Quién echa de menos quince minutos dentro de lo habitual? Y esos quince minutos podrían simbolizar una pieza en ese gran rompecabezas de intenciones que comienzas a construir el primer día del año. Pero el caso es que, no lo hice. Con toda la responsabilidad del adulto distraído, esa fugaz intención se transformó en algo parecido a una excusa y después en olvido selectivo. Para mitad de año, de nuevo había pospuesto la meta de tomar en serio mi salud física a ese baúl de las buenas intenciones huecas donde cada año arrojamos las dietas rotas, los viajes que no se realizan, los libros no leídos, los pasos profesionales que no llevamos a cabo por descuido.

Pero además, esta la considerable excusa país: la sensación constante que la crisis social y económica que se extiende a todas las dimensiones de la vida cotidiana, es una justificación de notable importancia para sostener o cumplir cualquier tipo de plan personal o de estructura más o menos coherente sobre nuestra manera de comprender el día a día. Este año, la culpabilidad del plan que no se cumple, pareció sostenerse sobre una disculpa de considerable valor. ¿Quién puede luchar contra un país en plena decadencia, en medio de un clima de violencia y además, sometidos a la incertidumbre?

— Un propósito es una idea compleja sobre lo que necesitas, a pesar de las condiciones que te rodean — insiste mi amiga J. amiga J., quien lleva dos años posponiendo su plan de comenzar a aprender a bailar. Es un plan pequeño, poco importante en apariencia, pero para ella, tiene un sentido concreto: a los diez años sufrió una grave lesión de la cadera que la dejó con una ligera cojera que le llevó una década corregir. Ahora, de adulta, intenta reconciliarse con su cuerpo luego de una adolescencia dura y angustiosa. Pero aún lo hace — el país vive una condición inevitable, la gran pregunta es si esa idea engloba la posibilidad de asumir un compromiso de voluntad.

Un pequeño murmullo de incomodidad recorre el salón. Mi amiga M. mira hacia otro lado y cruza los brazos sobre el pecho. Intento no reír en voz alta, pero lo cierto, es que pasé buena parte del año huyendo — evitando — cumplir la mayoría de mis planes basados en disciplina física en una especie de mirada amable y sin duda desconcertada, sobre el momento inmediato que vivía.

— La cultura celebra la fuerza de voluntad pero no la estimula — comenta J. con cierto retintín de impaciencia — se premia la irresponsabilidad e incluso, se le analiza desde cierta perspectiva de libertad creativa.
— Hablas como si fuera una idea abstracta — comento. Ella se encoje de hombros.
 — La voluntad es una abstracción. Se relaciona con la constancia, la tenacidad, la fuerza de carácter, pero al final es algo tan simple como la intención — me explica. Y ella lo sabrá mejor que yo, como psicóloga diplomada, especializada en temas sobre autoimagen — el tema es que muchas veces creemos que deseamos algo, que lo anhelamos más que nada, pero solo es nuestra excusa para justificarnos. Lo deseamos porque de alguna manera, sentimos debemos hacerlo, pero…

- ¿La gran máscara? — aventura A., que por años ha intentado aprender a tocar un instrumento musical, solo para abandonar cualquier intento las primeras semanas de enero. En esta ocasión, lo intentará con la guitarra acústica, luego de hacerlo con el piano, el bajo eléctrico e incluso con unas cuantas clases de canto. Nunca he comprendido cual es esa intención suya de insistir, a pesar de siempre dejar muy claro que le aburre el ambiente musical, que realmente no tiene la menor intención de continuar en la música incluso como hobbie. Pero aquí vamos de nuevo, en esta ocasión con clases particulares que incluso hoy, antes de comenzarlas y con enero recién nacido, ya le provoca un tedio insuperable asistir. Cuando le pregunto el motivo de volver a insistir a pesar de todo, sacude la cabeza.

- Llevas casi ocho años intentando aprender a tocar un instrumento musical sin lograrlo — digo — ¿No crees que estás demostrándote a ti misma algo sobre ese tema?

- Te lo dije, es una máscara — responde — creo que necesito de alguna manera, vencer esa resistencia mía a la música, comprender esa sensibilidad que no tengo, intentar mirar quien soy desde otro ángulo…

- Aunque no te guste en absoluto ese otro ángulo — le interrumpe P., mirándola con atención. De hecho, todas la miramos, aguardando, por creo que a todas la idea nos ha parecido muy familiar. En mi caso, las dietas y el ejercicio, en el caso de P., remontar esa barrera imaginaria del peso ganado durante su embarazo que la dejó con una desconcertante sensación de no reconocer su cuerpo. Incluso J. , tan pragmática, esconde bajo ese sencillo deseo anual, una historia oculta. ¿Así es para todos? me pregunto. ¿Los proyectos de fin de año no son otra cosa que nuestra necesidad de insistir en planes que no tenemos intenciones de cumplir por motivos que no entendemos con toda claridad?

- Quizás que no me guste es justamente lo que me intriga — explica al cabo de unos minutos A., con el rostro tenso — pero en mi caso, también hay una especie de idea que se repite e insiste cada año: tengo que poder. Recuerdo cuando era niña, el asombro y envidia que me producía la habilidad artística en otras niñas. Como si a mi me faltara algo o careciera de una habilidad desconocida que todas ellas disfrutaban. Era una competencia contra mi misma, contra mi forma de mirarme e incluso de entenderme.

Me recuerdo a mi misma con doce años, sentada en el salón de educación física de la escuela donde estudié, mirando con angustia al grupo que corría y saltaba con una agilidad casi irritante. Delgada hasta la extenuación, asmática y torpe, nunca pude igualarlas en velocidad o en fuerza, y recuerdo que esa sensación de perdida me lastimaba más de lo que nunca admití. Porque mientras en el salón de clases mi mente funcionaba con mayor rapidez y me sentía mucho más segura, en el deporte me encontré siempre tropezando con mi propia incertidumbre. Y quizás es esa sensación la que aún me lastima un poco, en esas primeras semanas de caminatas torpes, con la respiración agitada, intentando de comprender esa belleza oculta del deporte que nunca he logrado descubrir, de retomar un ritmo físico que nunca he conocido muy bien. ¿Qué quiere decir eso entonces? ¿que algo tan sencillo como los deseos de año nuevo son una especie de señal evidente de nuestros temores y pequeños traumas? ¿No es achacarle excesiva complejidad a una idea muy superficial?

- No lo es tanto — dice J., casi con un suspiro cansado — nada en nuestra mente es simple y superficial, aunque sí, aparente. Todo simboliza varias capas de compresión, varias ideas desmenuzadas sobre algo más complejo y duro de asimilar. Por ejemplo, aunque jamás lo admita, tengo muy claro que seguir sintiendo inseguridad con respecto a mi cuerpo es una manera de defensa, una forma de asumirme que no he logrado consolar y por lo tanto, no rebaso esa idea que aún soy esa adolescente que cojeaba. La mujer que soy ahora, sin ningún defecto, no tiene excusas para perdonarse debilidades. Esa niña que fui sí.

Intercambio una mirada con P. Estudiamos juntas la mayor parte de mis años Universitario y ella siempre fue robusta, con esa curvas bien marcadas que le heredó su ascendencia Mediterránea. Recuerdo que sus caderas anchas y escote amplio siempre fueron motivos de burla para el resto de nuestras compañeras. Y eso, ella lo admite cada vez que puede, la hizo más fuerte. No solo desarrolló un sentido del humor sardónico, helado y directo que asombra y desconcierta, sino que además, tiene una concepción de sí misma muy fuerte, una especie de luchadora a brazo partido contra esa imagen estética que tanto se consume en Venezuela. ¿Es quizás esa resistencia de P. a continuar alguna dieta una manera de resistirse a esa otra visión de si misma mucho menos frontal? ¿Es su cuerpo una declaración de principios? Es una idea interesante y me pregunto si ocurre lo mismo conmigo.

Como autorretratista, mi rostro y mi cuerpo son mis formas de expresión más fuertes. Mi trabajo personal fotográfico se basa en una reflexión sobre mi imagen y más allá, una terapia personal sobre la manera como me concibo. Y en ese larguísimo dialogo con todos los aspectos de mi mente y de mi espiritu convertidos en imágenes, me he tropezado con una serie de ideas y reflexiones sobre mi misma durísimas. Me he mirado crecer frente al lente de la cámara, transformarme de una niña delgaducha y pálida, en una mujer adulta de cuerpo normal, lo cual en mi país, no es del todo habitual. Porque en Venezuela, la imagen de la mujer está sometida a todo tipo de presiones y muy probablemente, me han afectado como cualquier otra, solo que en mi caso, acostumbrada a transmitir ideas con mi cuerpo, perder peso puede simbolizar para mi una batalla perdida, una pequeña y quizás imperceptible, pero batalla al fin. Pero vamos, se trata de salud, me digo cuando llego a esas conclusiones, se trata de encontrarte saludable y fuerte. Y sin embargo, el pensamiento continúa asombrándome, de tan certero y evidente, de tan elocuente.

- Es muy simple: No logramos lo que no intentamos — dice A., con toda honestidad. Y es verdad. Hay algo de una especie de pequeño juego de ideas enrevesadas en todo aquello, pero al fin de cuentas, se trata de una idea muy concreta: las resoluciones de fin de año son solo una forma de mirar lo que creemos necesitamos pero en realidad no queremos llevar a cabo. ¿Obvio? No lo es tanto: porque mientras los meses transcurren y la dieta no se cumplió, la rutina de ejercicios se abandonó, los proyectos profesionales se quedan a la mitad, construimos una especie de imagen alterna de quienes somos. Porque sin duda lo que no hacemos — y porque no lo haceos — es tan evidente y simbólico como lo que hacemos.

- En toda omisión hay algo que se deja claro — dice J., cuando comento lo anterior — porque aunque siempre se ha concebido la acción, lo que hacemos, lo que decidimos, lo que asumimos y lo que construimos como elementos consistentes de quienes somos, lo que hacemos parece completar la idea. ¿Por qué decidimos continuar alimentándonos de manera desordenada en lugar de hacerlo saludable? ¿Qué hace que arriesguemos la salud con sedentarismo? ¿Por qué no abandonamos vicios? ¿Y esa necesidad de mejorar que nunca llega a cristalizarse? Hay algo en medio de todo eso que indica con mucha más claridad que cualquier otra cosa lo que pensamos y como nos miramos.

Continúo pensando en eso unas horas después, caminando por la Caracas desolada del primer día del año. Hay algo casi primitivo, en esta soledad del primero día del año, como si el transcurrir del tiempo y esta soledad, simbolizaran que el recorrido por construir una nueva visión de la realidad apenas comienza, sobre escombros y esta sensación de desarraigo de la ciudad sucia y descuidada. Sentada en una Plaza vacía, miro a los paseantes, caminando con una lentitud cansina, casi aburrida. ¿Qué deseamos para este nuevo ciclo? ¿Que esperamos, como parte de una sociedad aún tan inocente para concebir esperanzas en sus propias costumbres, de esta cultura que se resiste al cambio? No sé exactamente el motivo, pero recuerdo una imagen que vi una vez en un libro, intentando describir las Satunales, esas ruidosas fiestas romanas que celebraban al Dios Saturno y que eran conocidas su bullicio y desorden. La pintura era más o menos así: en un terreno baldío, yacían un grupo de esclavos, presumiblemente borrachos, con las manos alzadas hacia el cielo. Uno de ellos tenia la túnica manchada de vino y otro, miraba extasiado la luz radiante de algo que quedaba fuera del ojo del espectador. Y es que durante las Saturnales, los esclavos disfrutaban de tiempo libre, prebendas y regalos como parte de la celebración. Era el momento de hacer menos riguoroso el tormento del trabajo bajo el látigo. Pero nada de eso parecía importar durante la gran celebración. Y quizás por ese pensamiento, los rostros felices de los esclavos que el autor anónimo de la pintura había captado, me conmovieron tanto. Libres para desear, para mirar al futuro, para reir, por ese instante radiante donde el Dios le concedía una visión de la Libertad.

Un idea durísima claro. Porque quizás todos nuestros deseos de fin de año, esos propósitos que anunciamos con tanta pomposidad, solo se trate de nuestra manera de escuchar nuestras carencias, lo que perdimos en el trayecto, lo que realmente no necesitamos. Y es muy probable, que más allá, en lo profundo de esa compleja percepción del mundo interior que llamamos identidad, tropecemos con la pieza que realmente queremos encajar, la pequeña declaración de principios que en algún punto de este trayecto torpe hacia nuestra manera de mirar el mundo, olvidamos existía. Una mirada al reflejo borroso de quienes somos e incluso, a algo tan elemental como nuestra identidad esencial.

Tengo todo un año para analizar la idea, me digo atándome los cordones de los zapatos deportivos, los mismos que compré el año pasado y que vuelvo a utilizar con el mismo propósito, tambaleante y no demasiado certero. Aun así, lo intentaré de nuevo, tal vez para analizarme otra vez cuando tropiece y abandone o finalmente comprender, porque no dejo de intentarlo una y otra vez.

C’est la vie.

martes, 26 de diciembre de 2017

Lo bueno, lo feo y lo bello de la televisión en el 2017: Una pequeña recopilación de mis series favoritas.






Con frecuencia, una recopilación sobre los sucesos culturales más sorprendentes durante un año, puede carecer de precisión e incluso, resultar incompleto por necesidad. Mucho más en un año como 2017, que asombró por la variedad de su oferta y sobre todo, calidad de los nuevos recursos televisivos que alcanzaron un inédito nivel de calidad. Por supuesto, eso no debería sorprender a nadie siendo que desde hace más de casi dos décadas, la televisión vive una época dorada sin precedentes. La pantalla chica se ha convertido no sólo en un extraordinario vehículo de expresión artística sino en un producto de enorme valor conceptual. Desde lo experimental, la nostalgia convertida en una forma creativa hasta la noción más amplia sobre lo que la cultura comprende sobre sí misma — con esas míticas nociones sobre el bien y el mal llevados a nuestros estratos de reflexión social — las series parecen destinadas a convertirse en un vehiculo actual para asumir el peso de nuestras obsesiones colectivas. Y tal vez por eso trascender a su época, su mirada al futuro como una forma de reflejar nuestra identidad como conglomerado e incluso, como una profunda colección de inquietudes sobre el individuo como expresión.

Así que, no resulta sencillo hacer una selección de lo mejor de la pantalla chica en un año prolífico, lleno de opciones pero sobre todo, que reflexionó sobre el concepto el espíritu de nuestra época a través de todo tipo de lenguajes y percepciones de enorme valor anecdótico. Aún así, vale la pena escoger algunas de las series marcaron hito — conceptual y argumental — como parte de toda nueva concepción sobre la televisión y sus lenguajes. Una pequeña selección que permita comprender el fenómeno desde su poder para conmover.

¿Y cuales serían las series que formarían parte de semejante lista? Sin duda, las siguientes:







The Handmaid’s Tale
Aunque aún es mucho menos conocida que Netflix, la cadena Hulu comienza a recibir el reconocimiento de la crítica y el público mundial gracias a sus productos originales. Con el mismo modelo de servicio streaming de su competidor más cercano, HULU apuesta por un tipo de servicio enfocado en una amplia biblioteca cinematográfica pero sobre todo, un enfoque fresco y novedoso de la Ciencia Ficción. Su más reciente apuesta, “The Handmaid’s tale” basada en la obra homónima de la escritora Margaret Atwood, demuestra que la cadena está dispuesta a crear un tipo de lenguaje novedoso sobre lo que a las series online se refiere. Y lo logra con creces.

La serie cuenta la misma historia del libro: El gobierno de Estados Unidos se ha convertido en un totalitarismo que transformó el poder en un colosal mecanismo de control y dominación basado en la religión. Narrado desde el punto de vista de una de las víctimas, se trata de una distopía con tintes fatalistas que muestra un futuro en el que la capacidad para concebir se ha convertido en el elemento que sostiene un tipo de tiranía muy semejante al tradicional puritarismo norteamericano.

No se trata únicamente de un escenario de violencia cultural, sino la transformación del Estado — y sus atributos — en una visión supremacista que aniquila la personalidad y convierte a los ciudadanos en esclavos de un sistema primitivo y eficaz. En especial a las mujeres: en el Universo de Atwood, la fertilidad se ha convertido en un atributo del poder: la fertilidad es la justificación para un tipo de esclavitud muy específica que la historia analiza desde lo doméstico, lo cotidiano y una surreal percepción de lo íntimo. La tiranía completa se sostiene sobre el objetivo de la procreación y sus implicaciones, lo que construye un férreo tejido de represión y violencia alrededor de una sociedad basada en la destrucción de la voluntad.

Las mujeres de la historia han perdido todos sus derechos legales, culturales y sociales y finalmente, son asumidas como elementos asociados a un colosal instrumento de autoridad religiosa. Con la Biblia convertida en la única ley admisible, la sociedad imaginada por la escritora se convierte en un gigantesco mecanismo que destroza cualquier percepción sobre la libertad y la independencia del pensamiento. La fe es un arma precisa y justificación de todo tipo de horrores, que la serie describe desde una frialdad aterradora y ciega: Mujeres castigadas y ejecutadas por hablar del mundo anterior al Gobierno de Dios. Mujeres mutiladas por disfrutar del placer sexual. Mujeres que pierden el control de sus cuerpos y mentes en beneficio de una percepción del “bien común” transformada en una cárcel moral. Más allá de cualquier interpretación sencilla, la historia “The Handmaid’s Tale” es una metáfora sobre los terrores escondidos bajo la normalidad y lo que en apariencia aceptamos, en consonancia — y para beneficio — de una idea mucho más grande de lo que consideramos personal.

En la República de Gilead, las mujeres se han convertido en meros objetos decorativos y lo que es aún peor, en entes deshumanizados destinados a un sólo objetivo biológico, que aniquila la personalidad y además las transforma en entidades sin voz ni voto. Eso a pesar de la insistencia del poder por dotar a la esclavitud femenina de cierto significado: la responsabilidad de las mujeres cautivas parece ser sólo la de mantener viva la raza humana sino la del futuro inmediato, devastado luego de una crisis de fertilidad a nivel mundial. Apocalíptica y provocadora, la serie no se limita a analizar la idea del dominio, la violencia y el control sino que además, le brinda un espeluznante realismo que resulta pragmático y dolorosamente real.


Stranger Things (Segunda temporada)
En el 2016, los hermanos Duffer sorprendieron al público y a la critica con la propuesta de Stranger Things, la primera serie de la cadena Netflix en convertirse en fenómeno de masas y transformar los viejos códigos del cine de aventura en una percepción contemporánea sobre la identidad. La primera temporada no sólo se convirtió en un suceso masivo a nivel de público y crítica, sino que demostró que ese juego de códigos y símbolos utilizados tanto por Spielberg como por King, siguen en plena vigencia. La segunda temporada del show demuestra que la percepción de la infancia como un período de misterios, temores y dolores de particular intensidad sigue siendo, quizás, el punto más fuerte de una historia que sin ser demasiado distinta a la original, logra cautivar de nuevo al público. Por supuesto, Stranger Things es también un homenaje al imaginario de los míticos años ’80 y el dúo de directores no disimula la evidente influencia que sobre su trabajo ha tenido el cine de Spielberg, Dante, Carpenter o las narraciones de nítida estructura de un joven Stephen King. Y lo hacen, a través de un método que sorprende por su frescura: Stranger Things sortea con habilidad las trampas melancólicas — en estilo y forma — y elabora una propuesta sólida que se sostiene a pesar de las múltiples referencias. La serie cumple con el requisito de autonomía visual y lo hace siendo original a pesar de la estructura referencial que la sostiene. Hay algo nuevo, recién descubierto, que impresiona y conmueve en este producto lleno de significado que avanza con buen pie entre la melancolía evidente.

Luego del éxito previo, la segunda temporada de la serie llevaba a cuestas la responsabilidad no sólo de mostrar un nuevo rostro sino, también, de expandir el universo que apenas se vislumbró en su primera gran aventura televisiva. Para la siguiente, los hermanos Duffer demuestran que buscan una forma de comprender el universo de los personajes inmersos en esta historia mientras se permiten profundizar en la noción sobre lo misterioso y lo enigmático que les rodea. Los primeros capítulos no se prodigan con facilidad: la serie no sólo pareciera beber de la moral ambigua de cualquier propuesta serial contemporánea sino que, además, juega con todo tipo de símbolos hasta lograr elaborar un discurso complejo a dos bandas. Porque mientras la noción de lo que ocurre — y lo que pueda significar — avanza con solidez, lo que se adivina es incluso más poderoso, desconcertante y, por supuesto, intrigante. Es entonces cuando la serie alcanza su mayor brillo y demuestra su valor como creación actual.

Tal vez por todo lo anterior, aún Stranger Things resulta inclasificable y su nueva temporada muestra que sus productores elaboran ideas muy claras sobre sus referentes y la importancia del contexto que rodea a la historia. Desde los nuevos personajes (como la pequeña “Max” interpretada por la actriz Sadie Sink, tan parecida a la “Beverly” de It) hasta los innumerables símbolos de nostalgia que llenan cada escena, el show continúa siendo un híbrido de ideas, planteamientos y punto de vista que resulta complicado de analizar si se le toma como una única mirada hacia lo que Stranger Things busca mostrar. Pero más allá de cualquier cosa, la serie es un compendio de cultura popular, tan cuidadoso como asimétrico y sobre todo, reconocible. Y he allí su mayor ganancia, la expresión más profunda de un género bastardo que parece nacer y construirse a partir de piezas sueltas que de alguna manera — y por obra y gracia de un maravilloso guión — encajan de manera casi perfecta.


Mindhunter:
Como producto televisivo, la serie “Mindhunter” del director David Fincher para la cadena Netflix intenta no solo analizar los orígenes de la violencia como rasgo humano desde una óptica científica –asombrosa por su precisión e inteligencia– sino que lo hace con esa visión del director sobre el secreto apenas sugerido de los límites de lo criminal. Un símbolo de la maldad en estado puro en medio de una percepción de lo maligno cada vez más nihilista. Una metáfora del desenfreno, el odio y la sinrazón de la que podría alimentarse cualquier teoría sobre la futilidad de la existencia. ¿Qué puede estar más cerca del abismo del caos que una mente humana capaz de destruir el idealismo basado en la bondad? ¿Qué puede ser más pesimista que comprobar que el impulso del asesinato desafía cualquier sutileza filosófica o incluso sensibilidad espiritual? ¿Qué la maldad –ese concepto primigenio mil veces debatido y analizado en nuestra cultura– puede tener cualquier rostro? ¿Qué horror puede habitar tan cerca como para confundirse con lo que consideramos normalidad?

La serie se hace estos cuestionamientos con una elegancia sorprendente e intenta responderlos con un pulso firme y eficaz que mantiene el ritmo sosegado de cada uno de los capítulos. Dramática, por momentos obsesiva con los detalles, pero siempre extraordinaria e intuitiva MindHunter cumple con la promesa de retratar el mundo del crimen desde la periferia.

Durante la última década, el retrato de los asesinos en series de TV se ha multiplicado de manera exponencial: Dexter, Hannibal, la primera temporada de True Detective y The Blacklist han retratado un nuevo tipo de fascinación por el terror de la mente humana reinventada para la televisión y construida como una versión de la realidad de la violencia modulada por cierta brillantez estética. La recurrencia del asesino en serie de extraordinarias cualidades es evidente, por lo que el intento de Fincher por reinventar el concepto, podría haber resultado un experimento fallido o una repetición de fórmulas evidentes. Sin embargo, no lo es. Mucho más intelectual que morbosa, la serie MindHunter avanza con una sutileza y construye una hipótesis sobre la maldad del ser humano — como descubrirla y desmenuzarla — de enorme solvencia y solidez.


Games Of Thrones:
El primer capítulo de la séptima temporada de Game of Thrones (David Benioff y D. B. Weiss) batió récords de audiencia: 10,1 millones de espectadores en Estados Unidos, según informó hoy la edición digital de Variety. Superó en un 27% el debut de la temporada anterior en abril del año pasado, un fenómeno insólito en la televisión que demuestra que la serie continúa siendo incombustible y, sobre todo, un ícono de la nueva manera de comprender la llamada Edad de Oro de la pantalla chica.

El capítulo es además, toda una declaración de intenciones: Games of Thrones avanza no sólo hacia una posible resolución a dos temporadas de distancia sino también, hacia una reflexión sobre los elementos que convirtieron a la serie en el programa más visto de la cadena HBO. El argumento regresa sobre Arya Stark (interpretada por la actriz Maisie Williams) y elude cualquier solución sencilla a la violencia, para dejar muy claro que el regreso al tablero de poder en Westeros será un enfrentamiento sangriento y definitivo. Después, acelera el ritmo para convertir el episodio número 61 en una glorificación de las virtudes que han hecho a Games of Thrones un rotundo éxito de audiencia y de crítica. La mezcla de fantasía, leyenda y realismo es cada vez más evidente: Los caminos plagados de peligros, los extraordinarios castillos polvorientos y los conflictos de poder convertidos en nociones sobre la supervivencia, adquieren en una desconocida profundidad.

Desde la Reina Cersei Lannister caminando sobre el mapa de un mundo cercenado por sus enemigos hasta la llegada de una firme Daenerys Targaryen a Dragonstone, la trama de la penúltima temporada de Games of Thrones parece añadir un valor agregado al simbolismo. Se trata de un recurso habitual en las novelas de George RR Martin, en las que los pequeños hechos están destinados a sostener historias más profundas y complejas. En la séptima temporada la visión sobre el pasado, el presente y sus consecuencias en el futuro se mezclan en una apoteosis metafórica de enorme valor argumental. Con una escena de apertura extraordinaria y una visión casi cinematográfica de la narración, la historia del imaginario Westeros atraviesa una inevitable evolución: los personajes se preparan para una batalla que cambiará a la serie para siempre. Y la trama avanza sostenida por esa noción: los guionistas se han vuelto expertos en crear un discurso de recapitulación que convierten las primeras escenas de cada capítulo en un resumen pormenorizado sobre la trama general. Para la séptima temporada, Arya Stark se convierte en el rostro de la justicia tardía y también en la promesa de una conclusión despiadada a los nudos argumentales que le rodean. Todo un acierto narrativo que sugiere una historia a punto de alcanzar su punto más complejo y cruel.

Violento sofisticado y con una lujosa factura, el show convirtió la percepción de la fantasía en anzuelo para adultos y brindó sentido al uso contemporáneo de viejas visiones universales sobre la magia y lo asombroso. Y aunque la serie maneja los elementos tradicionales de cualquier saga al uso — con sus dragones, mazmorras, enanos, monstruos, magos y profecías — la historia es mucho más que eso: refleja la oscuridad y las divisiones del mundo real con un acento político agudo y tétrico. El resultado es una visión del bien y del mal encumbrado en medio de una historia compleja y siempre sorprendente.

¿Qué podemos esperar para esta temporada, preludio del gran final? A medida que se acerca a su resolución, la serie parece dominada por personajes femeninos poderosos y un juego de lealtades y traiciones signado por la ambición personal. Quizás, el reflejo más evidente sobre los dolores y terrores que atravesará cualquiera que recorra el largo camino hacia el Trono de Hierro.


Master Of None:
A la serie “Master of None” de la cadena Netflix se la ha llamado la “anticomedia” o mejor dicho, una de las pocas series de la última década que se atrevió a romper los clichés habituales del género. Con toda su carga de cinismo y humor retorcido, el show de Aziz Ansari se aleja de la risa fácil, pero sobre todo de los tópicos más corrientes en intento de buscar una identidad propia. Y lo logra: en la primera temporada de diez capítulos no hay un sólo personaje que recuerde a cualquier otra serie episódica. Ni el vecino loco, el grupo de amigos entrañable y peculiar, las costumbres opulentas y contemporáneas, los pisos soñados e inalcanzables. En lugar de eso, Ansari apostó por algo más realista, desconcertante pero justo por ese motivo, atractivo. En “Master of None” lo realmente hilarante no se en gags o en juegos de palabras, sino en una extrañísima reflexión sobre lo cotidiano y lo corriente. Como si se tratara de un raro experimento vivencial, Ansari encontró un extraño discurso sobre el día a día, los pesares y dolores modernos que evade todo molde habitual y encuentra su propia personalidad sin demasiada dificultad.

Para la segunda temporada, el tono del show no varía: continúa siendo tan honesto, agrio y directo como siempre pero hay además una toma de conciencia sobre la importancia de no caer en inevitables pesimismos. Con una brillante habilidad para la percepción de la condición humana, El Dev de Ansani insiste en sus momentos de brillante malhumor y egocentrismo, sin caer en el tópico habitual de lo huraño y lo cínico. El personaje avanza a través de su vida y demuestra que en medio de los dolores y frustraciones de una vida común, también hay un considerable espacio para comprender el valor de las pequeñas cosas. El actor y director se toma la osadía de usar los diálogos explicativos — de los que tanto abusó en la primera temporada — como conexión entre escenas y de pronto, el espectador tiene la sensación que la comedia no sólo avanza sino que, se convierte en una mirada casi íntima sobre la vida de este millennials a mitad de camino entre el desencanto y el tedio. Dejando a un lado la rigidez que levantó críticas en la temporada pasada, Ansani se atreve a algo más provocador e intrigante: mostrar la rutina como parte estructural de lo que somos y creemos. Y más allá de eso, el reflejo del hábito como parte de nuestros dolores y personales sobresaltos. La mezcla entre ambas cosas es una curiosa mirada al mundo que sorprende por su originalidad.

La primera temporada de la serie cerró con una temática que no es desconocida para la mayoría de los shows actuales: esa incertidumbre de la mediana edad sobre el futuro, que a diferencia de décadas atrás se hace mucho más fragmentada y dura de asimilar. Y la serie reflejó esa confusión existencialista — un dolor mínimo, sin sentido ni forma — con una mirada brillante sobre los dilemas existenciales de los treintañeros actuales, atormentados por el tedio y la confusión. Para su regreso, el show asume el mismo punto de partida pero sin emitir juicios ni mucho menos opiniones. Y otra vez, logra lo que es quizás su mayor triunfo: esa percepción austera y casi accidental sobre las equivocaciones, decisiones y ambigüedad moral de sus personajes. Mundana, atípica y dolorosamente cercana, “Master of None” expone formas de ver la vida pero tal y como lo hizo en su primera temporada, no intenta darles explicaciones sencillas. Como hija de su tiempo, la serie asume su lugar como una rareza en medio del drama y la comedia. Y lo hace además con un empeño que en esta segunda temporada y para alegría de sus fanáticos, encuentra quizás su momento más brillante.


Twin Peaks:
La televisión estadounidense se conformó por largas décadas con una preciosista visión de la realidad. Tal vez por ese motivo, cuando “Twin Peaks” se estrenó el 8 de abril de 1990, nadie podía suponer la conmoción que causaría la obra de David Lynch. Al finalizar la primera temporada era obvio que la serie no sólo cambió la estructura episódica del habitual serial norteamericano, sino además transformó por completo la forma de narrar en la televisión. Con fantasmal sutileza, “Twin Peaks” se movía en un terreno movedizo entre géneros, arcos argumentales incompletos y también, la perenne sensación que la historia era algo mucho más complejo que lo evidente. Había algo tenebroso, atractivo pero sobre todo desconocido en la atmósfera que Lynch creó para el extraño producto televisivo bajo su firma. Pero más allá de eso, hubo un enorme riesgo que el director asumió con mano firme: el de desconcertar a la audiencia. Veterano del cine incomprensible y sobre todo, de los límites narrativos, con “Twin Peaks” Lynch llegó para cambiar la historia de la pantalla chica.

Como era de esperarse, el director tuvo que enfrentarse a las limitaciones de un medio tan conservador como la televisión norteamericana: Lynch batalló como pudo con las convenciones de qué debería ver — y cómo debería verse — una serie televisiva y la mayoría de las veces, logró triunfar en el aspecto insólito, elegante pero sobre todo levemente onírico de su obra. No obstante, también debió enfrentar el control de la televisora sobre la continuidad de la serie, lo que provocó un resultado dispar entre la celebrada primera temporada y la segunda, que resultó una gran decepción en ejecución y calidad. Al final “Twin Peaks” cerró con un extraordinario capítulo a cargo del propio Lynch que dejó claro que la serie era mucho más que sus momentos más bajos. El final incomprensible dejaba tantos cabos abiertos como interrogantes. Una obra inacabada que Lynch siguió considerando en plena transformación incluso años después.

¿Por qué Lynch regresa al Universo de “Twin Peaks”? La respuesta parece tan enrevesada como el primer capítulo de la serie, complejo y con un aire a nostalgia que quizás resulta necesario para comprender que Lynch decidió recrear su universo no sólo para recordar su profundidad sino para crear algo nuevo. La nueva temporada es una transgresión valiente, inteligente y sobre todo aguda al lenguaje televisivo. Una nueva osadía de Lynch repleto de dobles significados, realidades alternas, dimensiones inexplicables y la eterna lucha del bien y del mal. De manera que la tercera temporada llegó precedida no sólo por el habitual enigma que rodean las inmediatas obras de culto de Lynch sino también, de algo mucho más desconcertante: la forma como el director intentará hilvanar el argumento de sus historias, a mitad de camino entre la fábula macabra, la odisea intelectual y el surrealismo. Para Lynch la forma sigue siendo tan importante como el fondo y el virtuosismo visual del que suele hacer gala, parece avanzar hacia algo más profundo que un mero ejercicio de subjetividad visual. Eso a pesar que Lynch tuvo que enfrentarse a la edad de Oro de la televisión, con todos sus lenguajes experimentales, visiones sobre la capacidad narrativa del serial y lo que resulta quizás más difícil de vencer: el tedio de un televidente que ya no resulta tan fácil de sorprender.


Big Mouth:
Lo primero que sorprende de la nueva serie animada de la cadena Netflix, “Big Mouth” es el desparpajo y la libertad en la manera como analiza la sexualidad adolescente, sobre todo en una época como la nuestra, en la que el sexo no parece tener misterios ni mucho menos, sorprender a nadie. Pero “Big Mouth” es mucho más que una serie sobre la sexualidad juvenil: se trata de una reflexión coherente y por momentos cruel sobre el dolor, la identidad y los terrores inminentes que traen aparejados los cambios corporales y mentales de esa difícil etapa en la que se es adulto y niño a la vez. No obstante, la mayor fortaleza de la serie es también su mayor debilidad y lo que le ha colocado en el candelero de opiniones y diatribas: su franqueza. Hay un gran énfasis en lo sexual — y lo sexualizado — en medio de un grupo de niños de edad indeterminada que logró desconcertar a buena parte del público televidente estadounidense. Pero ¿Tiene real sentido la polémica? Quizás habría que analizar el contexto de la serie y sobre todo, la forma como analiza la percepción sobre lo que Stephen King llamaba “puente de Cristal” entre la niñez y la adultez. ¿Qué separa ambas cosas? ¿Cuándo chocan entre sí?

La serie es una gran burla a los peores momentos de los primeros años del despertar sexual: desde el vello púbico hasta el tamaño de los genitales, la serie crea una gran chiste cósmico sobre lo inoportuno del despertar del cuerpo a una etapa por completo nueva, pero también explora de manera inteligente e intuitiva sobre lo que el deseo sexual puede provocar en la mirada del otro, las relaciones colectivas y los temores culturales. Al final “Big Mouth” pondera sobre la insólita capacidad del cuerpo humano para transformarse en algo más complejo y la forma como esa cualidad mutable, influye sobre nuestra visión del mundo. Pero también se trata de llantos, de lujuria, de la primera menstruación, de la verguenza y cierta inocencia incidental. Con “Big Mouth” la perspectiva sobre la cualidad mutable de la personalidad colectiva obtiene toda una nueva connotación y quizás, incluso una desconocida profundidad.

Producida por Mark Levin, Jennifer Flackett, Nick Kroll y su amigo de la infancia, el guionista de Family Guy Andrew Goldberg, Big Mouth se inspira en las experiencias de sus creadores durante la pubertad y no deja duda que se trató de una experiencia que intentaron recrear en toda su incomodidad caótica. Andrew (con la voz John Mulaney) es un mastubardor compulsivo cuyo cuerpo recibe un inesperado empujón hacia una temprana virilidad. No obstante, su mente no parece tener la misma habilidad para seguir el ritmo que imponen las hormonas y el resultado, es un estallido inoportuno de hormonas con el aspecto de un monstruo con nariz en forma de pene que le persigue a todas partes para aleccionar sobre la recién descubierta lujuria. Al otro extremo de la barra se encuentra su amigo Nick (interpretado por el mismo Nick Kroll), a quién le ocurre exactamente lo contrario que y que sufre todo tipo de penurias al encontrarse en la mitad de un valle inestable y errático de miedos e inseguridades. La serie procesa la idea sobre la madurez sexual desde cierta impaciencia avergonzada que conmueve por su sinceridad. De pronto, para el pequeñísimo Nick, la comparación con la incipiente masculinidad de Andrew resulta todo un descubrimiento desconcertante y la serie analiza los dolores desde la periferia, mirándolos como elementos alegóricos sobre cierta angustia existencial que hasta entonces, siempre se había atribuído al sexo femenino. Pero en esta ocasión, son las niños quienes se comparan entre sí y es Nick, con toda su carga de inseguridad y temor por su cuerpo aún infantil, quien refleja esa insistencia y abrumadora angustia de la percepción sobre lo inadecuado, lo diferente y el miedo que se construye a través de una mirada ingenua pero específica sobre el misterio de la sexualidad juvenil.

Además, “Big Mouth” tiene a su favor la necesidad de comprender a los niños y a las niñas desde el mismo cariz. A pesar que Nick y Andrew son los personajes principales, están rodeados de un elenco coral de enormes matices y una inteligentísima puesta en escena dedicados en exclusiva al sexo femenino. Seis de sus episodios fueron escritos por mujeres y es notorio esa observación minuciosa y totalmente novedosa del universo femenino. En el segundo episodio, Jessi ( en la voz de la comediante Jessi Klein) tiene su primera menstruación y el episodio entero es una reflexión asombrosamente intuitiva sobre lo femenino y la madurez intelectual la mujer. La escena se muestra desde la incomodidad, la verguenza y el miedo pero también, desde cierta tierna visión de la inevitabilidad del tiempo corporal, mental y emocional. La pelirroja Jessi, de pronto se alza entre las manos de una majestuosa Estatua de la Libertad, para escuchar una disertación fatalista sobre lo femenino pero al mismo tiempo, se asombra del hecho que su cuerpo, parece tener una vida y capacidad propia hasta entonces desconocida. Además, los creadores añaden sorna, una cierta dosis de ironía y por supuesto una versión de “Everybody Hurts” del grupo REM (titulada de manera muy apropiada “Everybody Bleeds”) que pone las cosas en perspectiva. Jessi no es solamente Jessi sino también el conjunto de todo tipo de dolores femeninos levemente ocultos en medio de humor vulgar y terrores medio sugeridos. La serie no se contiene en medias tintas e insiste en nombrar de manera directa temas tabú que con frecuencia, suelen pasar desapercibidos en propuestas semejantes. Entre el humor chirriante y en ocasiones desagradables, una compresa es una compresa, un pene es un pene y la realidad, a veces demasiado dolorosa pero siempre estimulante. Una pequeño experimento fallido.

Pero “Big Mouth” también es surrealista, hilarante y se toma muy poco en serio. Por ese motivo, el deseo sexual se manifiesta en la forma de un monstruo de axilas peludas y con un pene flácido por nariz, que va de un lado a otro como una conciencia primitiva y exaltada del aterrorizado Andrew. La criatura, a mitad de camino entre una mirada burlona sobre la impulsiva naturaleza del deseo y un monstruo salido de la imaginación de Maurice Sendak (y quizás el motivo por el que el monstruo fue bautizado como “Maury”) , es la encarnación de los impulsos desesperados, incontrolados y sin sentidos que provocan la eclosión hormonal. Además Maurice tiene es el punto de unión entre las disparatadas situaciones de la serie y la cuarta pared, que cruza con desconcertante facilidad. Con una complicidad que crea una dimensión por completa nueva entre el espectador y los personajes, el monstruo vuelve la cabeza a pantalla y sonríe. “Estás observando esto, ¿verdad?”, en una clara insinuación no sólo a lo que ocurre sino a esa otra experiencia, la antigua e innombrada, que sin duda la serie intenta evocar.


American Gods:
El libro American Gods (2001) de Neil Gaiman es una historia que combina con éxito lo religioso, el pesimismo contemporáneo y una mirada crítica a la noción sobre la identidad del hombre a través de la fe, todo bajo la rutilante patina de una macabra reinvención de la mitología universal. El productor Bryan Fuller — conocido por su magnífica recreación del icónico Hannibal Lecter — tenía la complicada labor de adaptar el complejísimo universo del Gaiman sin perder su cualidad para la sorpresa, el misterio y lo inesperado. Y lo ha logrado, no sólo por la sabia combinación de un buen guión y una exquisita puesta en escena, sino porque además Fuller parece consciente del peso de su argumento — sus implicaciones y, sobre todo, alcances — en medio de la historia contemporánea.

Se trata de hecho, de una reinvención acertadísima y astuta que maneja los mismos elementos de la novela, pero los lleva a una dimensión distinta. Los contextualiza y le brinda una necesaria profundidad que convierte al planteamiento completo de la serie en una reflexión sobre nuestra época y sus dolores. Usando como telón de fondo la cultura norteamericana, American Gods reflexiona sobre la debilidad de la individualidad, el temor al desarraigo y la soledad moderna. Lo hace además, en un tono desafiante que no pierde de vista un cinismo medular que sostiene el argumento entero.

Con un elenco liderado por el veterano Ian McShane y la magnífica interpretación del poco conocido Ricky Whittle, American Gods es también un meditado punto de vista sobre lo imposible, lo oculto y lo misterioso. Todo, en medio del RoadTrip tradicional, la sustanciosa relación de la Norteamérica profunda con sus historias más pequeñas y la fe. Porque si de algo trata esta serie melodramática, surreal y poderosa, es sobre la capacidad del ser humano para creer y crear. La historia avanza en medio tragedias mínimas, tétricas reflexiones sobre el pasado y el futuro hasta alcanzar una mirada inquieta sobre lo que somos y la identidad universal. Estas combinaciones dentro de ella brindan espacio para todo tipo de giros argumentales que sorprenden por la gran capacidad que Fuller posee para pasar de una escena que contiene la gloria de los viejos mitos olvidados a debatir sobre la raza, inmigración y derechos civiles. La mezcla resulta inquietante, abrumadora, en sus momentos menos efectivos, pero siempre satisfactoria.

Una lista corta sin duda, pero que intenta resumir un año televisivo extraordinario. ¿Qué nos espera en el 2018, con las nuevas temporadas de series de culto, adaptaciones de grandes historias y experimentos argumentales que prometen renovar otra vez el lenguaje de la televisión? Quizás, la definitiva reinvención del espacio creativo de la pantalla chica en algo totalmente nuevo. Una invitación a la creación de un rostro para la identidad colectiva.

lunes, 25 de diciembre de 2017

Lo bueno, lo feo y lo bello del cine en el 2017: Pequeña selección de mis películas favoritas.




El mundo cinematográfico siempre tendrá la cualidad de reinventarse a sí mismo, elaborar un nuevo rostro a la medida de la época y de la cultura que le sostiene como referencia inmediata. Tal vez por ese motivo, el ámbito cinematográfico del año 2017 fue bastante ambiguo. No podría decir que fue prolífico en originalidad — hubo abundancia de secuelas y remakes innecesarios — pero tampoco aseguraría fue del todo estéril: el cine, el bueno, el de hueso rojo, el comprometido, siempre te sorprenderá y hubo varias propuestas extraordinarias, a pesar de todo. Así que podría decir que como cinéfila, el año fue sustancioso, aunque con algunas lamentables carencias. Y es que hubo mucho para todos: desde los acostumbrados Blockbuster prefabricados para reventar taquilla — con resultados dispares — hasta las propuestas destinada a arrasar en la temporada de premiaciones, tan manufacturadas como el taquillazo de ocasión. Pero en medio de ambas cosas, subsiste como siempre, el cine solido, el inolvidable, el que nos recuerda que el séptimo arte es una conversación entre nuestra visión del mundo y la sensibilidad de la historia que se cuenta.

Personalmente, este año disfruté de una serie de películas que me demostraron que siempre hay algo nuevo que decir en el cine, algo novedoso que plantear y una vuelta de tuerca en ese arte discreto de contar grandes historias en metáforas. Como siempre, me resultó difícil encontrar un grupo que pudiera llamar “las mejores”, de manera que me limitaré a decir que son “mis favoritas”, un matiz que deja muy claro que esta lista es totalmente subjetiva y personal. Porque así es el cine — el arte en general — una mirada a la belleza que solo nos refleja a nosotros mismos.

Entonces ¿Cuales podría decir son mis películas favoritas durante este año? Las siguientes:


“Logan” de James Mangold
Durante los últimos años se ha acusado al prolífico género del cine de superhéroes de simple, esquemático y sobre todo, inocente. No obstante, Logan (2017) del director James Mangold, rompe la frívola figura del héroe para crear algo más complejo y duro de asimilar. El film es una cruda y sombría alegoría al dolor, el desarraigo y la pérdida, aderezado por una serie de impecables escenas de acción. Una compleja reflexión sobre la desesperanza y la violencia como parte inevitable de la vida.

Con un cargado simbolismo que por momentos resulta asfixiante, la historia de Logan avanza a través de la muerte y la redención como un expiación del sufrimiento y la culpa. Hay un nihilismo apreciable en esta propuesta cinematográfica que resulta toda una ruptura con el estático universo del cine heroico. Atrás quedaron los ajustados uniformes de látex, la cuidada filosofía de los personajes centrales de la saga y, sobre todo, la lucha por elevados ideales. Logan es una historia brutal, llena de una tensión escalofriante, que está mucho más interesada en meditar sobre los dolores y horrores de los sobrevivientes a un conflicto del que se especula, pero no llega a saberse.

La oscuridad de la cinta es de hecho una constante desde la primera escena: apático, cansado y al borde de una desconocida debilidad, el Logan de Hugh Jackman es el antihéroe en estado puro. Pero el guion no se toma concesiones ni apuesta a lo obvio: la caída en desgracia del antiguo Hombre X es mucho más que un señuelo conmovedor. La historia previa y el posible contexto, se resumen a una melancolía por los restos de viejas esperanzas utópicas. El director James Mangold apuesta por indagar en el sufrimiento del personaje y lo logra con una contundencia que convierte la película en un magnífica revisión sobre la angustia existencial y sus implicaciones. Logan es un asesino y Mangold no duda en dejarlo claro. Pero además de eso, es un hombre que debe luchar contra sus pesares y culpas, en medio de una caída personal irremediable.


“Wonder Woman” de Patty Jenkins:
El 2017 fue un año repleto de reinvenciones del heroísmo, por lo que resulta complicado analizar la figura del superhéroe desde una perspectiva novedosa. Aún así, hubo interesantes reflexiones sobre el poder, la esperanza y la capacidad para la bondad: 2017 también fue el año en que la larga espera de casi cincuenta años de Wonder Woman (personaje creado William Moulton Marston y Sadie Holloway Marston) para llegar a la pantalla grande, terminó. Y lo hizo en medio de enormes expectativas y el doble peso de reivindicar las producciones de la factoría DC luego de una serie fracasos de crítica. Además, le tocaba despejar las dudas sobre la capacidad de un personaje femenino para sostener una película en solitario. Se trataba de un reto inédito que la película de la directora Patty Jenkins — conocida por Monster ( 2003) — supera con creces: Wonder Woman (2017) no es sólo una brillante alegoría al poder personal sino también una emotiva vuelta de tuerca al viaje del héroe, reconvertido para la ocasión en una reflexión sobre la sensibilidad y el apego a los principios que triunfa por su gran solidez e inteligencia.

Esta primera incursión de Patty Jenkins en el Universo cinematográfico de DC es brillante, conmovedora y sobre todo, un homenaje a la sinceridad, sentido del deber e integridad del personaje creado en 1941, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial. De la misma manera que Captain America de Marvel, Wonder Woman reflejó los ideales, virtudes y también temores de una época herida por un conflicto bélico que aterrorizó a EEUU y que encontró en la cultura pop un nuevo tipo de héroe. Jenkins le brinda un lustre moderno a esa ingenuidad radiante y lo convierte en un atributo de una heroína que sorprende por su fortaleza e inteligencia. Con una percepción muy clara de las implicaciones de su personaje, la directora logra crear un superhéroe que evoluciona y crece con gran naturalidad. Con la primera Guerra Mundial como telón de fondo, la historia logra mezclar el origen de la historia de Diane Prince con un creíble discurso sobre las batallas morales y espirituales de la futura heroína. El resultado es una película equilibrada, con un guión ágil y bien estructurado que evita los lugares comunes y está más interesado en la humanidad del personaje que en la pirotecnia audiovisual inevitable.


“Dunkirk” de Christopher Nolan:
El 26 de mayo al 4 de junio de 1940, el gobierno de Londres ordenó la defensa y evacuación de las fuerzas británicas y aliadas en Europa, utilizando una flota compuesta por casi todo bote o barco, que pudiera hallarse a su disposición en las costas francesas. Se trató de un acto de valor único, que convirtió el suceso en un emblema de la lucha de los aliados contra las fuerzas alemanas. A pesar del ataque de la aviación del Tercer Reich, 700 barcos llegaron a playas de Dunkerque para salvar a 340.000 soldados que lograron regresar a Inglaterra. Todo un acto de titánico heroísmo que Christopher Nolan retrata de manera magistral en su más reciente película Dunkerque (2017) –Dunkirk, en su versión anglosajona– todo un clásico instantáneo sobre el bien, el mal, el sufrimiento y el valor en condiciones extremas. A mitad de camino entre una película de guerra y un drama de enorme valor emocional y alegórico, Nolan crea con ella una visión sobre la guerra alejada de los clichés con una fuerza argumental que supera el mero homenaje histórico.

Nolan logra crear a través de un pulso narrativo prodigioso, una obra de enorme coherencia visual y argumental que asombra por su capacidad para emocionar. No se trata de un homenaje a la guerra ni tampoco una visión completamente descarnada sobre sus implicaciones, sino un reflejo poderoso sobre el dolor del combate y la crueldad de sus consecuencias. Con un pulso delicado y precioso, Nolan crea una visión casi artesanal de la guerra, sin recurrir a imágenes obvias y superando la tentación de utilizar la sangre y la crudeza visual para sostener el tono dramático de su historia. Dunkerque avanza con lentitud y una elegancia asombrosa hacia una percepción sobre la batalla moral y espiritual que desborda cualquier otro maniqueísmo. Nolan cuenta una historia en la que la guerra es el telón de fondo, pero la batalla es sólo un elemento circunstancial en medio de la noción sobre la identidad y la percepción sobre la naturaleza humana que el director profundiza a base de dolorosas alegorías. En sus momentos más altos, la belleza de las imágenes se hace poética y el guion un homenaje no sólo al valor de los combatientes sino a la percepción de la lucha como una forma de justicia.


“Blade Runner 2049” de Denis Villeneuve
Todavía no está muy claro lo que hace que una película pueda convertirse en un ícono cinematográfico. Después de todo, se trata de una combinación de creatividad y quizás, sincronía conceptual que no siempre resulta comprensible. Cuando Blade Runner (Ridley Scott, 1982) se estrenó, fue un desastre de taquilla. La magnitud de su fracaso llevó a que sus productores lamentaran la inversión y debatieran en público el caos financiero que había supuesto la obra. No obstante, la película también creó toda una nueva visión de la ciencia ficción y logró crear un debate inédito sobre el existencialismo, la filosofía y la belleza de la distopía que sorprendió por su trascendencia. Transcurridos algunos años, Blade Runner (versión libre de la novela corta ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) se había convertido no sólo en objeto de culto sino también, en una referencia obligatoria para comprender la estructura de la ciencia ficción moderna. “Pasó de fiasco a clásico sin haber sido nunca un éxito”, declaró Scott en una ocasión, sorprendido por el impacto cultural de la película.

La misma tensión argumental, asombrosa reinterpretación del futuro y sobre todo, la lúcida elucubración acerca de la individualidad, regresan en Blade Runner 2049 (2017), con un Denis Villeneuve en estado de gracia que logra recuperar el brillo filosófico de la original y además, agregarle un elemento de melancólica autoconciencia sobre sus límites, fronteras y reflexiones. Porque Blade Runner 2049 no es sólo una inspirada distopía sino también, una meditada visión sobre la identidad, el dolor de la soledad y el ensueño colectivo que sorprende por su eficacia y su precisión narrativa. No hay una sola pieza que no encaje con cuidada precisión en el mecanismo que Villeneuve creó para asumir la pesada responsabilidad de reconstruir un clásico. Lo hace además, honrando al original y también desmarcándose de su enorme impronta, para crear una historia independiente que no necesita constantes referencias a su predecesor para sostenerse. Como narrador visual, la astucia de Villeneuve es evidente: desde la primera escena — de una belleza alucinante y surreal — hasta el rápido desarrollo de una historia bien construida, la película disfruta de una auténtica solidez y una brillante puesta en escena. El director combina tanto los paisajes familiares de Blade Runner con una percepción sobre el futuro mucho más inquietante por su sencillez. Es posible reconocer, entonces, a nuestro mundo con una brillante tecnología que aún tiene algo de anacrónica e imperfecta.


Mother! de Darren Aronofsky.
Sin duda, la condición humana obsesiona al mundo del arte como pieza de reflexión pero sobre todo, una mirada hacia la oscuridad de la identidad colectiva. Para el director Darren Aronofsky (Brooklyn, 1969) la naturaleza humana — sobre todo, su singularidad — puede analizarse en el cine como una abstracción poco menos que desconcertante. Una y otra vez, el lenguaje visual de sus películas — desde la asombrosa Phi (1988) hasta la irregular Black Swan (2011) — intenta captar esa intrigante capacidad del hombre para cuestionarse a través de un meta mensaje simbólico que no siempre logra abarcar esa cualidad única que lo define como creador. El cine del director insiste en asumir el rol de observador de la cultura y la sociedad desde una providencial distancia que le permite analizar, con cierto asombro, cuando no curiosidad. Tal vez por ese motivo Mother! (2017) resulta un experimento visual y argumental desconcertante, pero tan poderoso que golpea al espectador desde su primera escena y esa noción del desastre que comienza con una simple palabra: “Baby?”.

A mitad del camino entre el terror psicológico y el reino de la farsa doméstica al estilo de John Updike, Aronofsky analiza las obsesiones modernas sobre la identidad, la religión e incluso, el cuestionamiento sobre la responsabilidad ecológica. La mezcla es una película sin tonos medios, incómoda y por momentos desconcertante, que parece resumir la obsesión del director por la mirada hacia la individualidad desde el absurdo y el miedo. Entre trampas argumentales cuidadosamente creadas a partir de la crudeza y la crueldad, el guión entero crea una atmósfera malsana, inquietante y en ocasiones dolorosa, escondida detrás de una pátina de aparente y engañosa tranquilidad doméstica. ¿Se trata la película del análisis de la rutina de un matrimonio académico y adormecido por el tedio conyugal? ¿Una versión extravagante y moderna de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, ese clásico de 1966? Podría decirse hasta que ocurre un hecho de violencia inimaginable y el guión se transforma por completo en algo más retorcido, duro y poderoso, que convierte al film entero en una alegoría al sufrimiento, el desarraigo y la cólera. Todo bajo el prisma de una historia llena de aristas y sobre la convicción del monstruo que habita detrás del rostro de la normalidad.


“It” de Andy Muschietti.
El año 2017 fue especialmente prolífico en el género del terror. No sólo por la variedad de sus propuestas, sino la solidez con que se planteó el nuevo rostro del miedo. It (1986), de Stephen King, es una novela difícil de leer no solo por su extensión — casi 1600 páginas — sino también, por su interpretación del horror y del mal primigenio. Con su aparente pátina de inquietante historia de verano infantil — esa época de gracia en la que todo puede ocurrir — King lleva el terror a una dimensión original que transforma la obra en un astuto juego de espejos. Es entonces, cuando la novela alcanza su carácter de obra definitiva sobre los espectros invisibles, los que se esconden bajo la cama, los que aguardan en las esquinas tenebrosas. La adaptación cinematográfica de Andy Muschietti intenta conservar esa noción sobre el mal primitivo — invisible, escondido en lo cotidiano — y aunque no lo logra de todo, su mirada sobre el miedo parece más cercana a la de King que la de la miniserie de 1990 dirigida por Tommy Lee Wallace y protagonizada por Tim Curry. En la nueva versión del clásico del terror, la visión sobre lo terrorífico se convierte en el símbolo de algo más complejo o al menos, es la intención clara de un guión que se sostiene sobre el peso de un villano extraordinario y una atmósfera. No obstante, Andy Muschietti falla al contar la historia de trasfondo y parece aflojar el pulso argumental alrededor de los personajes — esa pandilla de estereotipos tan cercana y dolorosa — en beneficio de una serie de sobresaltos efectivos pero que llegan a resultar innecesarios. El resultado es una obra desigual que aunque cumple el cometido de adaptar lo esencial de la obra de King, decae en sus momentos más tensos y críticos.

La película entera tiene un cierto aire nostálgico que agrega color y solidez a la trama. A través de su banda de marginados y los estereotipos que encarna (el tartamudo, el niño gordo, el asmático, la niña maltratada) el director personaliza esa noción sobre el misterio de los terrores infantiles y después, le da sorpresivo giro al asumir la existencia de un ente maligno que encarna todos los misterios del miedo sin nombre. Para Muschietti, el miedo reside en la amenaza y lo deja claro en cada oportunidad posible: Pennywise no sólo es el horror que se anuncia en largos planos de secuencia tensos en medio de la oscuridad, sino también una presencia cercana y real que avanza a través de la película hasta hacerse inevitable. La criatura con forma de payaso que encarna Bill Skarsgard tiene mucho del talante burlón y malvado de Freddy Krueger de Wes Craven, pero también, condensa y crea el mal absoluto desde una perspectiva universal. Además, el guión refuerza la inmediata referencia al convertir a la mítica ciudad de Derry en una versión más depurada y elegante de Elm Street e incluso, añade una que otra referencia al clásico del horror que permite contextualizar a la historia con sobriedad e inteligencia. El resultado de la combinación de ambas cosas, es una manifestación del mal puro y también, un poder incontrolable. Sin embargo, la historia decae en su incapacidad de ir más allá de la necesidad de provocar miedo — lo cual logra en momentos muy puntuales y gracias a una cuidadosa puesta en escena — y de sostener la posibilidad del miedo sobre una historia más compleja.


The Post de Steven Spielberg:
Para la sociedad estadounidense, el mundo político es una vieja obsesión que se expresa a través de todos los vehículos posibles, no siempre de maneras acertadas a pesar de su evidente carga crítica. Durante décadas, Steven Spielberg ha estado obsesionado con el sentido del poder, la noción sobre la capacidad para hacer el bien y, también, por la perspectiva del bien y del mal a través de la cual analiza símbolos y alegorías de enorme valor cultural. Desde la dolorosa historia narrada en El color púrpura (1985) con su mirada sobre el racismo y el desarraigo cultural hasta la monumental La lista de Schindler (1993) en la que el director medita sobre el horror y el dolor con extrema sensibilidad, Spielberg parece reflexionar sobre nuestra época y sus vicisitudes desde cierto ángulo íntimo. Una percepción que se nutre de sus dolores, grandes logros morales y profundas contradicciones hasta crear una comprensión sobre la identidad colectiva muy cercana a la idealización, a pesar de conservar una certera convicción sobre la realidad que asombra por su poder para conmover.

The Post (2017), su más reciente película, lleva la fórmula moral y ética en la que Spielberg suele basar sus propuestas un paso más allá. Desde la primera escena, es evidente que el inteligente y bien plateado guion asume el reto de contar la historia del periodismo estadounidense desde la periferia, a través de una mirada entrañable y ponderada sobre el poder de la prensa en Norteamérica. Con su aire clásico y vibrante, toda la película está llena de un irredimible optimismo, pero, sobre todo, de una mesurada comprensión sobre los alcances de la llamada quinta columna. La nueva y hermosa postal de Spielberg sobre el idealismo y el poder de la fe colectiva, está sustentada sobre la evidente convicción que el director tiene sobre la capacidad cultural de la justicia moral como bien común. Con su argumento sensible, astuto y bien concebido — firmado por la escritora Liz Hannah — The Post asume su punto de vista sobre el poder, la necesidad de la verdad ética y el propósito de la voluntad moral, todo bajo un lujoso envoltorio y una extraordinaria perspectiva sobre el quehacer cinematográfico.


Shape of Water de Guillermo del Toro:
David Roas suele decir que “el monstruo encarna la transgresión, el desorden. Su existencia subvierte los límites que determinan lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico e incluso moral”. Para el escritor, la cualidad monstruosa es una visión sobre la capacidad del hombre para comprenderse a sí mismo, su moralidad y la existencia misma de la razón, por lo cual el escritor concluye que siempre implica “su inevitable relación con el miedo. Porque una de las esenciales funciones del monstruo es encarnar nuestro miedo a la muerte (y a los seres que transgreden el tabú de la muerte, como ocurre con el vampiro, el fantasma, el zombi y otros revenants), a lo desconocido, al depredador, a lo materialmente espantoso… Pero, al mismo tiempo, el monstruo nos pone en contacto con el lado oscuro del ser humano al reflejar nuestros deseos más ocultos”. Una comprensión de que evade y hace mucho más amplios los límites de la realidad, tal y como la conocemos y sobre todo, asumimos su existencia.

Para el director Guillermo del Toro, la cualidad del Monstruo es justamente esa noción de la realidad entre la fantasía y la belleza, una construcción cultural alegórica que muestra lo mejor y lo peor del hombre, como reflejo del monstruo interior que le habita. Conocido por su capacidad para humanizar todo tipo de criaturas en apariencia aterradoras y míticas, Del Toro analiza las relaciones del bien y el mal, lo espiritual y lo sensible, desde un ángulo novedoso que sostiene una comprensión sobre la naturaleza humana que asombra por profundidad. Desde el “Laberinto del Fauno” (2006) hasta sus reinvenciones del Universo creado por Mike Mignola para Hellboy, el director ha sabido encontrar un equilibrio entre la expresión formal del asombro y la maravilla, con algo mucho más conmovedor y turbio. En “Shape of Water” (2017) el maestro de los monstruo no sólo humaniza a la bestia sino que contrapone los códigos, cánones y roles para crear una visión múltiple y extravagante sobre lo humano, lo monstruoso y lo emocional. El resultado es una pieza de una profunda belleza argumental y visual, que evade lugares comunes sobre la aproximación a lo temible y lo inquietante, para crear toda una expresión sobre la capacidad del amor — y para la ocasión, Del Toro asume la definición más directa y emotiva del término — como elemento transformador, extraordinario y por completo redentor.

Por supuesto, “Shape of Water” es la suma de sus puntos más altos y algunas concesiones inevitables al estilo en ocasiones recargado y autocomplaciente del director. No obstante, Del Toro plasma en cada escena de la película su peculiar comprensión sobre lo monstruoso elaborada a través de ideas metafóricas perfectamente orquestadas con la atmósfera onírica que logra captar desde las primeras escenas del film. Desde la narración de Richard Jenkins que sirve de prólogo, el argumento elabora con cuidado un mapa de ruta hacia la convicción de Del Toro de la dualidad del hombre — monstruo que habita en cada hombre y mujer del mundo. Pero ante todo “Shape of Water” es una historia de amor articulada y construída desde cierta ironía exquisita que Del Toro construye con enorme cuidado y proverbial elegancia visual. Usando el lenguaje de la fantasía con unos toques inteligentes de Ciencia Ficción, Del Toro modula una historia de enorme contenido emocional pero un trasfondo emocional que mezcla todo tipo de registros. “Shape of Water” pasa con enorme facilidad de la delicadeza visual a una enrevesada reflexión sobre lo que nos hace humanos y luego, una comprensión de inusual belleza sobre el poder de lo espiritual sobre los dolores universales y colectivos. La intención de Del Toro, es por supuesto, meditar y contravenir esa noción de normalidad que se asume inevitable (necesaria incluso) y lo hace a través de una madura poesía visual que por momentos emociona hasta las lágrimas.


“Call Me by Your Name” de Luca Guadagnino
Para Hollywood, el misterio de la sexualidad, la orientación sexual y el erotismo continúa siendo un estereotipo con el que le lleva esfuerzos lidiar. Desde las dolorosas praderas de “Brokeback Mountain” (Ang Lee — 2005) hasta la meditada elocuencia visual de Tom Ford en “A Single Man” (2005), las noción sobre la presión emocional y la lujuria mal contenida que suele definir la pasión homosexual en el mundo del cine, tiene mucho de una búsqueda de justificación de su existencia y motivo. Como si necesitara de una explicación y sobre todo, de una perspectiva concreta, muy pocas películas analizan el hecho de una relación entre dos hombres como algo más que una rareza sometida al sufrimiento, el padecimiento existencial y al desarraigo emocional. Tal vez por ese motivo, la película “Call Me by Your Name” del director Luca Guadagnino marca un hito en el subgénero pero además, en la noción sobre el amor, la pasión y la belleza en medio de un ambiente controvertido y potencialmente peligroso. Con su atmósfera de romance suntuoso y su reflexión sobre sobre la profunda conexión que precede al amor, “Call Me by Your Name” parece mucho más interesada en profundizar en la ternura, la noción sobre la diferencia y la comprensión sobre el amor como vínculo intelectual que otra cosa. También hay mucho de esa percepción inusual sobre lo romántico concebido desde el secreto y la presión cultural y social. El resultado es una obra pausada, visualmente asombrosa y sorprendente por su sensibilidad.

Pero más allá de eso, “Call Me by Your Name” analiza también la cualidad telúrica del primer amor, la percepción de la identidad como origen de la presunción de la realidad pero sobre todo, la capacidad del deseo y el romance para conjeturar sobre la individualidad. Con un pulso inteligente y sobrio, Guadagnino se aproxima a la interpretación del amor y la lujuria como un estado del ser y sobre todo, una huella privada que permanece a través del tiempo. Lejos de la estridencia, el sufrimiento e incluso el melodrama que suele achacarse a romances “prohibidos” — por la época, el tiempo, las circunstancias, la cultura — el amor para Guadagnino es un descubrimiento, una expresión atroz y veleidosa que se asume de enorme importancia incidental y personal. Una visión extraordinaria sobre el tiempo y los espacios íntimos que deslumbra por su agudeza, inteligencia pero sobre todo ternura.

Uno de los grandes triunfos argumentales de “Call Me by Your Name” es alejarse cuanto puede de la tragedia y el horror. El guión analiza las emociones de los personajes a través de su profundidad e inevitabilidad, más allá de la noción sobre lo terrores y dolores de una relación destinada a terminar muy pronto. La delicadeza de la mirada argumental permite que el amor sea un misterio — antes que un secreto — y ese pequeño matiz, dota a la trama de una intensa mirada hacia los derroteros sentimentales y personales que construye una concepción realista sobre lo privado y lo intenso del enigma del otro, encarnado en una pareja de amantes que trasciende la mera noción de la angustia que puede suponer un romance efímero. Con su engañosa pátina de película suave e incluso, de sentimientos Universales, “Call Me by Your Name” es una reflexión intensamente erótica y contenida sobre las vicisitudes del deseo y el impulso primario por el asombro del amor como experiencia. Para Guadagnino, el punto de vista de un deseo y una emoción que se reprime a la fuerza, desborda el concepto mismo del amor que atañe el simple impulso o incluso, la torpe inocencia en búsqueda de significado. Además, el director contextualiza la historia dentro de esa línea inquietante entre lo prohibido como mirada a las propios prejuicios. Para Guadagnino, la emoción se contiene, se transforma en una idea profunda y trascendental que se atribuye el valor de una experiencia casi dolorosa. El director contempla con cámara subjetiva el romance entre sus personaje como un lenguaje inteligente y elegante sin verdadera resolución. Como resultado inmediato, “Call Me by Your Name” asume todo contacto físico como crucial, electrizante y un riesgo en sí mismo que se entrecruza como una necesidad siempre insatisfecha.

Como siempre insisto, toda lista se queda corta e incompleta para resumir todo lo quisiera expresar en cualquiera de ellas, pero en esta ocasión, creo que resumo de manera bastante completa lo que fue para mi este año de cine: una combinación de arriesgadas propuestas y más allá, una reinvención de lo viejo bajo una nueva visión.