miércoles, 30 de septiembre de 2015

Pequeños secretos privados: ¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? Un viaje al centro de lo que consideramos personal





La primera vez que vi la película “E.T The extraterrestrial” era tan pequeña como para asustarme. No la disfruté en absoluto y recuerdo vagamente haber pensado el motivo por el cual, debía simpatizarme una criatura más parecida a un monstruo que a un entrañable visitante de otro planeta. Claro está, no lo pensé en términos tan complejos, pero si tuve algo muy claro: E.T no me gustó.

Unos años después, volví a disfrutarla. Para entonces ya se había convertido en un fenómeno de masas y sobre todo, en una película icono de una década. No sólo se trataba que la película había conmovido a multitudes, que era básicamente un cuento de Hadas moderno, construido como una profunda alegoría sobre las diferencias y sobre la amistad incondicional, sino que además, se había ganado un lugar en la imaginaria popular. La imagen de ET, con su extraña apariencia inclasificable, inundaba las estanterías de la jugueteras del mundo y de pronto, parecía ser la mascota preferida de un mundo ávido de héroes. O mejor dicho, de pequeñas fantasías. Lo asombroso fue, que E.T tomó por asalto no sólo la mercadotecnia sino también la imaginación popular, en un fenómeno que transformó desde los cimientos, la manera como la cultura pop asume y elabora sus ídolos. Porque Spielberg creó una aventura fantástica sencilla, pero también profundamente significativa. Una metáfora sobre los pequeños dolores de la infancia, el misterio, el dolor y las grandes aventuras de la niñez. Un mérito que le permitió reconstruir la manera como se asume el cine de aventuras, la fantasía y la cercanía emocional.

Pero seguía sin gustarme. En el cinismo de la adolescencia, me pareció artificiosa y cursi, cargada de clichés y sobre todo manipuladora. Una fábula manida sobre el ideal de la niñez norteamericana y sobre todo, esa visión blanca y limpia de Occidente sobre la amistad y la emoción. Me sorprendió la falta de malicia, el hecho simple de concebir la inocencia sin matices, sin especulaciones, sin ningún borde incómodo. Me desagradó el mensaje directo, disfrazado de imágenes espléndidas. Esa insistencia en un tipo de belleza caduca e incluso circunstancial. La deseché como se suele hacer con las historias de la infancia, las que apenas se recuerdan, las que no parecen calzar en ningún lado y que terminan siendo incómodas. E incomodan justamente por recordar una región frágil e inconclusa de nuestra mente. Esa incertidumbre de la infancia que Spielberg pudo reflejar tan bien.

Porque el director, a quien se le acusa de edulcorado, simplón e innecesariamente comercial, también es un maravilloso creador de ideas perdurables. Y con “E.T The extraterrestrial” — un proyecto modesto, mucho más pequeño y personal que cualquier otro del director — demostró que la sencillez puede ser no sólo una elaborada perspectiva de ideas sino también, un planteamiento profundo sobre la identidad. Obsesionado con la mirada al diferente, con el temor y la expresión de yo como parte de esa insistente pregunta sobre quienes somos y hacia donde nos dirigimos. Y es por ese motivo, que “E.T The extraterrestrial” perdura, se asume como parte de la cultura popular, que se fragmenta en múltiples significados que conducen a una única idea: la necesidad de asumir lo emocional como parte de una dimensión irracional pero insustituible de nuestra mente.

Quizás por ese motivo, necesité casi dos décadas para apreciar “E.T The extraterrestrial” como lo que realmente es: un juego de espejos cultural donde se refleja esa inocencia, una visión esencial sobre lo que creemos y por qué lo hacemos. No se trata sólo que Spielberg construyó una fábula moderna con su propio símbolos y mitología, sino que también elaboró un manifiesto de ideas puras, esenciales, dentro de una época cinematográfica aún sin definición. Spielberg, junto con George Lucas, no sólo supo recrear esa perspectiva de un nuevo mundo aún por construir, sino que lo dotó de una belleza extraordinaria. De una emoción que aún se mantiene intacta casi a tres décadas de su estreno.

Y es que la película es una experiencia emocional. Lo es desde las primeras escenas entre sombras — un juego magistral de sombras y luces en medio de una asombrosa percepción de la fantasía — hasta su redondo y magnifico cierre, con la silueta del visitante estelar desapareciendo de a poco entre parpadeos de luz, de pies junto a una diminuta maceta con flores. Una imagen no sólo para el recuerdo sino también, para la historia de esa noción de cómo contar historias y la manera en que las comprendemos.

Como adulta, me sorprendió que la película pudiera conmoverme cómo lo hizo. Y sobre todo, cautivarme por el mero hecho de ser asombrosa en su capacidad para elaborar un mensaje emocional director. Ver a ET remontando vuelo, cubierto por un sábana, rodeado de un grupo de niños en bicicleta, me desconcertó no sólo por las implicaciones que tiene el hecho que una única imagen pudiera recordarme por completo mi infancia sino además, simbolizar toda una época de cultura visual. Y comencé a preguntarme cuales son los elementos capaces de sostener y profundizar esa percepción sobre lo perdurable. Que conservan ese significado tan esencial en como percibimos la evolución del lenguaje y la expresión emocional como parte de nuestro mundo personal. Y llegué a la conclusión — luego de investigar y hacer algunas preguntas — que podrían ser los siguientes:

* La frescura del lenguaje que se mantiene a través del tiempo:
Como conjunto, “E.T The extraterrestrial” es una película de personajes, basada en lo emocional y sobre todo, que conserva una frescura indudable en su planteamiento sobre la profundidad de los sentimientos más sencillos. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: Spielberg analiza las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.

No se trata de una fórmula nueva: mucho antes de él, Harper Lee dotó a su Scout en “Matar a un Ruiseñor” de la misma mirada desconcertada e inocente, que convirtió a la historia en una delicadísima y dulce reflexión sobre la naturaleza del prejuicio. También lo hizo Roald Dalh, pero desde una óptica muchísimo más maliciosa y traviesa. Por supuesto, las novelas del autor británico estaban dirigidas a un público juvenil, a diferencia de la audiencia adulta de Lee, pero aún así, ambos autores coincidieron en lo mismo: en como construir un discurso que pudiera despertar empatia, identificación y sobre todo, mantenerse integro a pesar del tiempo y el posible contexto de lector.

* Un imaginario propio y nada novedoso:
Creo que para buena parte de mi generación, la imagen de ET sobrevolando en vuelo raudo el cielo llameante en una bicicleta voladora, forma parte de sus recuerdos más preciados. También, la de un dinosaurio gruñendo frente a un torrencial aguacero junto a un jeep desplomado. O la del joven mago Harry Potter, recibiendo una carta de un colegio mágico de un gigante amistoso. O las extraordinarias batallas de la versión cinematográfica del Señor de los Anillos de Tolkien dirigida por Peter Jackson. A través del tiempo, escritores y creadores visuales han elaborado símbolos reconocibles que se perpetúan en el tiempo. Y esa identificación recurrente, lo que hace que libros, películas y otros productos audiovisuales sigan resultando tan frescos y comprensibles a pesar de su natural desgaste visual y argumental. Después de todo, no hay nada nuevo bajo el sol, sólo adecuadas re interpretaciones de ideas muy viejas.

En el año 1949, el mitógrafo Joseph Campbell analizó el tema sobre la concurrencia de patrones en su libro “El héroe de las mil caras”. En el texto, Campbell analiza el llamado viaje del Héroe o “monomito”, un patrón que se repite con una enorme frecuencia en historias y mitos populares sin autor reconocido. Para el investigador, el hecho de la narración se perpetua hasta crear una noción sobre la historia que se analiza como una única estructura: separación — Iniciación — retorno.

En otras palabras, el mito sustancial de cada historia se crea sobre elementos recurrentes que el lector o espectador no sólo conoce, sino que disfruta y por tanto, asume como una parte de su percepción sobre los juegos de ideas narrativos. Utilizando el término “monomito”, Campbell propone la existencia de un estructura mitológica Universal o lo que es lo mismo, una noción general sobre lo que consideramos atractivo, profundo y evocador. También, se valió del psicoanálisis para analizar el motivo por el cual algunas ideas nos parecen atractivas y otras no. Y encontró que la mitología puede ser percibida como una manifestación de la mente humana, encaminada a representar y resolver dilemas universales, lo que incide directamente con la creación de la historias.

De manera que es probable, que lo que nos parece atractivo y entrañable, sea un eco de una historia que hemos escuchado tantas veces como para memorizarla sin apenas darnos cuenta. Una parte de nuestra psiquis tan profunda como definitiva al momento de construir un conjunto de ideas personales.

* La empatía: la sutil manipulación de la narración.
¿Quién no ha sentido una profunda comprensión por los conflictos y dolores de un personaje en pantalla? ¿Quién de nosotros no ha llorado con una escena durísima y emocional? Para todos nosotros, existe una imagen inolvidable, tanto en palabras como en imágenes. Una fragmento de información e ideas que crean una reacción emocional directa.

Y es que toda idea literaria o fílmica, persigue colarse en ese subconsciente colectivo, en construir una imagen que refleje ideas con las que cualquiera pueda identificarse. Después de todo, cada uno de nosotros tenemos un personaje favorito: Ya sea los complejos y maravillosos de Quentin Tarantino a la pandilla torpe y entrañable de Pixar. Pero la empatía no es una reacción inocente en ninguna narración, ya sea literaria o fílmica. Es una búsqueda consciente del autor para construir una idea que sea lo suficientemente atractiva para formar parte del imaginario intimo de quien disfruta de la obra, cualquiera sea su formato o plataforma. Y se logra gracias a la comprensión e identificación de sus rasgos generales con los del lector y el espectador.

La empatía además crea una atmósfera lo suficientemente reconocible como para que sea asumida como real, parte del imaginario personal e incluso tan intima que pueda conmovernos. Una idea que trasciende lo meramente ideal hasta convertirse en una propuesta estética. Ninguna obra literaria o visual es inocente ni mucho menos objetiva. Es una declaración de intenciones, una visión ideal, una sutil forma de vender y comercializar un discurso. Y allí, la necesidad de expresar ideas concretas que elaboren una noción sobre lo deseable, lo pertinente e incluso, lo que consideramos necesario. Un mundo irreal.

* Las neuronas espejo y otros fenómenos asombrosos:
Se llama “neuronas Cubelli” a un grupo de neuronas que provocan la necesidad de comprender e imitar a un congénere. Con toda probabilidad, gracias a estas neuronas procesamos no solamente las acciones, sino también las intenciones y emociones de quienes nos rodean, al punto de comunicarnos de manera sutil a través de estímulos físicos directos. En otras palabras, un tipo de expresión sensorial que no necesita de palabras, sino que únicamente se basa en emociones.

Una reacción enigmática pero perfectamente cuantificable que podría explicar nuestra necesidad de conectarnos emocionalmente con libros y películas, incluso obras pictóricas y esculturas. La vinculación directa de nuestras emociones con las de quienes nos rodean, crean un reflejo inmediato que no permite no sólo comprender la emoción que les embarga, sino relacionarlos con las nuestras. Más allá de la empatía, las neuronas espejo elaboran ideas concluyentes sobre experiencias que nos acercan como parte de un todo emocional discernible. Nos permite experimentar ideas profundas a partir de expresiones artísticas y sobre experiencias de quienes nos rodean aunque no las hayamos experimentado jamás.

Las neuronas espejos también pueden reaccionar a través de sonidos o palabras que evoquen una acción. Por ese motivo, la música nos conmueve de manera tan profunda o la escena de una película puede hacernos llorar. Lo mismo ocurre con la literatura — ya sea de ficción o real — y por supuesto, con la capacidad del cine para recrear situaciones específicas con enorme realismo. Según estudios recientes, las neuronas espejo nos permiten construir emociones a través de lo ficticio a través de las mismas construcciones neuronales que nos permiten socializar. Lo que viene a significar que la sensación de reconocimiento y alegría que nos produce la mayoría de nuestros libros y películas favoritos tiene una clara evidencia física y cerebral.


Pocas veces analizamos los motivos por los cuales atesoramos recuerdos, ideas y pensamientos, sobre todo, si se basan en obras artísticas. Y sin embargo, aunque tal vez la explicación pueda encontrarse en cualquiera de los argumentos anteriores, la razón quizás sea de índole mucho más simple: esa necesidad de nuestra mente de paladear la belleza y lo que logra emocionarlos como parte de nuestro mundo privado. Una idea profunda y con múltiples implicaciones que podría permitirnos definir no sólo lo que forma el paisaje de nuestra imaginación, sino esa identidad en percepciones que consideramos tan personal. Una mirada a nuestro mundo más privado.

martes, 29 de septiembre de 2015

El país sin rostro: ¿Quienes sobreviven a la Crisis Venezolana y por qué?




Cuando me acerco a la fila formada a dos cuadras de mi casa, me encuentro que hay un grupo de ancianas esperando al borde de la calle. Una de ellas, me mira con desconfianza cuando doy unos pasos para mirar hasta el lugar donde la multitud se hace cada vez más escasa, unos metros hacia la derecha.

— Cuidaito con colearse — me indica una de ellas, de inmediato. El resto me mira con ojos entrecerrados y cautelosos. Levanto las manos. — Solo quiero saber que pasa. Estoy escribiendo algo sobre el tema y…. — ¿Qué pasa? Aquí no pasa nada — dice un hombre unos pasos por delante — esa es la gran vaina de este país: que nunca pasará nada.

No sé que responder. El grupo de ancianas tampoco: se revuelven incómodas y dedican miradas inquietas al hombre, que nos mira a todas con una franca mirada de ojos castaños y hombros erguidos. Enciende un cigarrillo, sacude la cabeza.

— No hace falta que haya conflicto, señor — dice una mujer un poco más adelante. Lleva un niño pequeño de la mano, en Uniforme escolar, que parece incómodo y un poco asustado — Simplemente vamos a evitar que haya alguien más vivo y que todo el mundo haga su cola.

El hombre suelta una risotada. Desde donde estoy, el sonido tiene la resonancia de un pistoletazo seco. Una especie de ruido ronco y duro sin ninguna traza de humor. Se adelanta un poco hacia donde nos encontramos. Con la boca apretada, el rostro tenso. Hay algo angustiado en su expresión, pero también feroz. Una especie de preocupación sorda, levemente corrosiva.

— Eso es normal entonces — dice casi a gritos — ¿Es normal tener que hacer una cola aquí todos los días para que te vendan los que le da la gana? ¿Es normal? ¿Lo único anormal es que alguien se intente meter a comprar antes que tu?

Nadie dice nada, pero aún así, un murmullo zumbón recorre la fila, que ya se extiende varios metros por la cuadra. Al grupo de ancianas, se unió tres hombres, una mujer de aspecto cansado y otra madre con un niño en brazos, tan pequeño que duerme a pesar del estrépito de la calle y de las voces a su alrededor. Todos parecen un poco consternados y abrumados por la perorata del hombre del cigarro. Todos le miran, parecen enfurecidos. Pero nadie se atreve a responderle. Continúo de pie, mirándolo todo, un poco asombro. Y también miedo. ¿Como puedo evitarlo?

Hace un año, el periodista @LuisCarlos comentó en su TimeLine que a pesar de lo muy duro que había resultado el año 2014, lo añoraríamos en comparación a todo lo que Venezuela tendría que sufrir en el siguiente. Corrían los últimos días de un diciembre austero y tristón. Uno tan atípico que sorprendió a propio y extraños: diciembre llegó sin pinos, regalos, los tradicionales estrenos y con unas pocas hallacas, el plato tradicional navideño del país. Recuerdo que al leer la frase, sentí un escalofrío. Esa mañana me había llevado casi cinco horas de tenaz recorrido por varios supermercado encontrar los productos que necesitaba para la cena navideña. Había desistido de comprar alguno de los más tradicionales — el Paneton de chocolate que por casi una década, corté el día de navidad y que me resultó muy costoso de adquirir — y que me asombré por los precios de los pocos objetos y electrodomésticos en anaqueles. Había un ambiente depresivo y cansado, como si Caracas — el país entero — se desplomara en una desazón lenta y brumosa que no podía entender muy bien. Me sentía sobreviviente de algún conflicto que aún no había llegado a suceder. Un paciente en recuperación de alguna enfermedad incomoda y anónima.

¿Que puede ser peor que esto? pensé luego de leer al periodista. Lo pensé, enfurecida y con la falsa esperanza del desengañado, frente al anaquel vacío de un supermercado. ¿Que puede ser peor que este silencio de país arrasado que no entiendo muy bien?

Por supuesto, @LuisCarlos no se equivocó: durante el año 2015 Venezuela ha vivido la peor inflación de su historia, por encima del 100% y se presume que se duplicará para finales de años o principios del siguiente. La escasez se quintuplicó y la capacidad de consumo se redujo a minimos históricos. Los anaqueles se vaciaron al doble del año anterior y la contracción económica no sólo se hizo aún mayor que los indicadores de los meses inmediatamente anteriores, sino que parece anunciar una devastación sostenida que el ciudadano tendrá que padecer sin capacidad para enfrentarlo. Es un pensamiento abrumador: en la actualidad, el Venezolano promedio no puede costarse la cesta básica de productos alimenticios, sólo con el fruto de su trabajo. El desabastecimiento aumentó casi nueve veces la cifra más alta del año anterior y según los economistas Asdrúbal Oliveros y Carlos Miguel Álvarez de la firma Econalítica la variación de la tasa de inflación alcanzará un 128,8% en unos cuantos meses. Como bien señaló @LuisCarlos, lo ocurrido y padecido en el 2014 y que consideramos el limite mismo de lo que cualquier país puede soportar, sólo fue el preludio de algo más profundo, duro y peligroso de enfrentar.

La fila de compradores continúa extendiéndose. Eso, a pesar que por ahora, nadie sabe cual es el producto que venderá el establecimiento comercial frente a cuyas puertas espera. Me lo dice con la mujer del niño pequeño. También me contó que espera sea leche completa. Que la necesita. Que le preocupa tener que alimentar a su hijo sólo con Avena mezclada con agua. Cuando me lo dice, sacude la cabeza, aprieta los labios en un gesto rápido. Parece asustada por quejarse en voz alta, por el mero hecho de poner en palabras la incomodidad del calor tempranero, de los pies hinchados, de la calle rota que te obliga a moverte de un lado a otro para no caer. Ella sacude la cabeza cuando se lo digo, me mira con ojos sinceros y desesperados.

— Mija, pero ¿Como no se tiene miedo aquí? sino es el malandro, es la policia. Pero mejor callarse uno y evitarse un rollo — aprieta el niño contra el pecho. Le escucho rezongar, se sacude, levantando las manitos apretadas — ¿qué hace uno con todo esto?

“Todo esto” por supuesto, es la fila multitudinaria que ya se extiende casi una cuadra y media más allá. Los rostros afligidos, las puertas cerradas del mercado. El hombre que se queja en voz alta, cada vez más enfurecido y cansado. No ha dejado de protestar y gritar desde que contestó al grupo de ancianas. Sigue haciéndolo aunque nadie lo escuche. Aunque todos intentan ignorarlo lo mejor que puede.

— ¿Ustedes se calan esto por qué? — vocifera paseándose de un lado a otro -¿Que coño hace que uno quiera hacer cola? Todo esto es una mierda. Una mierda que nos comemos tranquilos.

Es un hombre robusto, de mofletes temblorosos y los ojos muy brillantes por la cólera. Me mira irritado cuando me detengo a unos pasos de donde se encuentra y le pregunto por qué hace la cola. Que lo obliga a hacerlo.

— ¡Lo mismo que a todos pues! — dice y suelta una carcajada seca, de fumador — Este país se convirtió en un rancho. Aunque siempre lo fue y lo teniamos arreglaito, ¿Sabes tu? Un rancho con sus paredes pintaditas, los pisos de cemento fregados. Pero un rancho. Solo que ahora lo vemos y nos lo tenemos que calar.

Durante casi cuarenta años, Venezuela disfrutó de una improbable bonanza petrolera que convirtió su economía en una contradictoria mezcla de prosperidad y motilidad social enfrentada a la marginación más violenta. Mientras Caracas parecía florecer de cabo a rabo — con teatros, museos y centros financieros — las laderas de las montañas y colinas a su alrededor se llenaron de ranchos, chabolas estratificadas y aumentadas hasta el infinito que transformaron el paisaje urbano para siempre. Durante la llamada “cuarta República” Venezuela dio el gran salto de país rural a una urbe cosmopolitan o con aspiraciones de serlo. La democracia bipartidista, con todos sus errores y la marcadísima burocracia que la definieron, permitieron que el país avanzara hacia el umbral de una promesa. De un país posible. Y aún así esa esperanza, esa posibilidad fue demasiado frágil para sostenerse en realidad. Para ser otra cosa que una estafa histórica de enormes implicaciones.

— Hacer la cola no es tan humillante, coño — grita alguien entonces. Me doy la vuelta: se trata de las ancianas del grupo que vi al llegar. Lleva el cabello canoso muy corto, jeans gastados y una camiseta de un color indefinible. Lleva el uniforme del ama de casa genérica Venezolana, esa mujer sufrida, práctica y hacendosa que la imaginación popular a sublimado a heroína anónima — se hace porque se tiene que hacer. Se hace porque este país llegó a esto y uno no hace otra cosa que aguantarselo. ¿Que va a hacer usted pues? ¿Va a quemar el supermercado? ¿Va a matar al dueño? Nadie lo obliga a estar aquí.

Hace años, leí sobre la resignación como arma de cualquier sistema político que aspire al totalitarismo. Una especie de juego de conceptos, que tiene por único interés someter la voluntad del ciudadano y evitar la protesta y la rebeldía de origen. No se trata de la represión, el miedo y la censura, sino de obligar al ciudadano común a doblar la cerviz, a admitir que debe vivir la penuria como una condición de vida. En el texto, se hablaba del ejemplo de Joseph Stalin, que convenció a Rusia que el sufrimiento era una forma de lealtad y del de Fidel Castro, que logró crear una idea redituable sobre el sufrimiento leal, una confusa mezcla de fidelidad ideológica, partidismo y nacionalismo. Ambas visiones, parecen insistir en el hecho que de esa noción del padecimiento diario como una manera de celebrar una identidad política o lo que resulta más preocupante, encontrar el reconocimiento social. Existo, en la medida que puedo ser fiel y útil al super Estado. Al poder hegemónico.

— ¿O sea que usted el gobierno le pide que se mate y lo hace? — dice alguien más, un hombre que no distingo bien de la distancia donde estoy — ¡Por eso Chavez hizo lo que le dio la gana en esta mierda! ¡Aqui hay pura gente con alma de esclavo!

Chavez suele ser considerado un fenómeno histórico. Un lider inevitable nacido de la circunstancias. Pero no es tan sencillo. O al menos, no tanto como se analiza desde el punto de vista de la recurrencia del fenómeno que provocó su transformación de animal político y fenómeno de masas, a un semi Dios todo poderoso y políticamente infalible. Albinson Linares lo resume de manera extraordinaria en su artículo “El carisma no se hereda: La Maldición de Nicolás Maduro” en la revista “Horizontal” : Algunos líderes acaban convertidos en “hombres-dioses” para sus seguidores y la influencia que detentan perfila nuevos horizontes en las sociedades que los ven surgir. Sir James George Frazer era un escocés cabeza dura que llevó su obsesión por la semejanza entre magia y religión al punto de abrir nuevas sendas en la antropología moderna. Trabajaba trece horas al día, siete días a la semana hasta durante cincuenta semanas al año y se quedó ciego escribiendo sobre los ritos de tribus aborígenes a las que nunca visitó. Frazer le dedica a estos líderes especiales una infinidad de juicios en La rama dorada, obra seminal de la antropología moderna, y se refiere a ellos como los magos públicos: “El hombre-dios de la clase mágica no es otra cosa que un hombre que posee en grados inusitados los altos poderes que la mayoría de sus compañeros se arrogan […] el mago público, si es hombre prudente y hábil, puede avanzar poco a poco al rango de jefe o rey”.

El carisma es una fuerza telúrica, revolucionaria, que en su clímax funciona como el proceso de formateo que los informáticos usan con los disco duros: limpian la memoria para empezar a usarla desde cero. El sabio alemán Max Weber, sin usar una imagen tan posmo, le dedicó decenas de páginas a la “dominación carismática” en su libro Economía y sociedad, donde señala que este fenómeno “es de carácter específicamente extraordinario y fuera de lo cotidiano”. Para la estudiosa Margarita López Maya, volver a la obra de Weber es una forma de entender el legado de Chávez: “Ese tipo de dominación no es racional; los vínculos que unen a las personas con ese ser que ellos consideran extraordinario, superdotado, fuera de lo humano, son vínculos de tipo emocional y [a partir de él] se desarrollan valores sobre todo en ese orden político: valores de lealtad, amistad, cariño, amor y ese tipo de cosas”.

El carisma es ese je ne sais quoi que logra subvertir los intereses individuales en pos de una tarea colectiva. Crea las condiciones para el surgimiento de un líder excepcional, capaz de forjar nuevos ritos sociales o de desenterrar viejas tradiciones. Incorporando estos ritos o tradiciones a su discurso, el líder carismático puede llegar a una reorientación “completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al mundo en general” — apunta Weber en su obra monumental que parece haber sido publicada en 1921 para interpretar la Venezuela del siglo XXI.

Pienso en las palabras de Linares mientras la discusión inevitable comienza: a gritos, los detractores y adoradores de Chavez se disputan el privilegio de insultarlo e idealizarlo. Como toda situación, circunstancia o suceso en Venezuela, la opinión sobre Chavez — su gobierno, su muerte, su legado — parece dividir de manera irreconciliable las opiniones a nuestro alrededor. Hay una persistente sensación de furia y frustración, relacionada con la promesa incumplida, con la percepción inmediata que Chavez marcó un antes y un después en medio de un ambiente político inestable y naturalmente confuso. Nadie parece asumir el hecho que Chavez, ya no sólo es un lider difundo, un sagaz político convertido en icono de una supuesta rebelión popular, sino que además, se trata de un símbolo de una postura cultural y social muy definida. Porque Chavez es inevitable: donde sea que le mire, es imposible ignorarlo. Por supuesto, el gobierno tampoco lo permite, pienso mirando la enorme valla que corona la esquina más próxima: Chavez, eternizado en papel y consignas, mira la escena a sus pies con ojos entrecerrados y maliciosos. Como si disfrutara de la animosidad pública, como si provocarla, fuera la única herencia real en una visión política confusa e incompleta.

Claro está, Chavez — el icono — necesita sobrevivir para justificar un gobierno violento, militarista y con una clarisima e indudable vocación totalitaria que le sucedió. Un gobierno que se atrinchera en el poder con una ferocidad que no disimula y que se manifiesta con una política de directo violencia contra el disidente. De manera que Chavez, quien disfrutaba de una conexión emocional inexplicable con buena parte de su militancia, necesita seguir existiendo. Siendo punto referencial, de debate, de disculpas, justificaciones y rencor. Una fuente inagotable de argumentos, de una visión única del país que aún insiste en serle leal. Se trata de un pensamiento angustioso, una idea que define a Venezuela mejor que cualquier otra cosa.

En la cola, la discusión terminó de forma tan abrupta como comenzó. De nuevo, todos están de pie bajo el sol, aguardando con una paciencia bíblica a que el supermercado abra las puertas. Incluso el hombre furioso, continúa allí, mascullando en voz baja, fumando un cigarrillo tras otro, pero de pie, aguardando, como todos los demás. Cuando paso a su lado, me dedica una mirada rápida, una sonrisa tan amarga que es sólo una mueca.

— El hambre pesa más que la inteligencia — comenta al aire, en todo corriente, como quien habla del tiempo — y eso lo sabe todo el que se monta en Miraflores.

No sólo en Miraflores, pienso con un escalofrío. Recuerdo las imágenes de la Rusia Stalinista: las interminables filas de ciudadanos de pie en la calle, esperando por su ración diaria de alimentos. Las multitudes que celebran puño en alto a Fidel Castro, a pesar del hambre, porque “la Patria lo vale todo”. La concentraciones oficialistas caraqueñas, donde hombres y mujeres vestidos de rojo de los pies a la cabeza, levantan imágenes de Chavez para insistir que “Con hambre y desempleo, con Chavez me resteo” y me asombra la sencillez inaudita del concepto, su completa eficacia. La ideología que conquista la simplicidad de lo emotivo para crear algo más contudente, inevitable. Esa irracionalidad que devasta todo, que parece sustituir cualquier idea concreta sobre la comprensión de un estado viable. Y en medio de la Tierra arrasada de la política, del ciudadano embaucado por una oferta inmediata sin mayor revelancia, la idea utópica. El “Hacia allá vamos”, “El futuro nos espera” y otras tantas dádivas insustanciales que cualquier gobierno populista vende con tanta facilidad. La lucha insistente que se basa en lo vital, en lo básico y elemental.



Cuando me alejo de la fila, ya cruza la avenida y un poco más. El Supermercado sigue con las puertas cerradas, el aspecto de los esperan es el mismo de hace un par de horas. La multitud llena la calle, la desborda. El calor del día se hace sofocante. Pero lo que me asombra es el silencio. Esa resignación plomiza que parece parte del paisaje. De lo que somos como ciudadanos y esa noción extraña y dolorosa de país que sobrevive con esfuerzo. Un paisaje deformado de nuestra propia identidad.

lunes, 28 de septiembre de 2015

ABC del fotógrafo curioso: Todo lo que un fotógrafo debe saber para cuidar su equipo fotográfico




Hace cuatro años, dejé mi lente 50 mm 1.8 sobre mi escritorio de trabajo y me di la vuelta para colocar otro lente en el cuerpo de mi cámara. A los pocos segundos, mi gato se subió al mueble y sobresaltado por algún sonido, pateó el delicadísimo equipo. Lo siguiente que escuché, fue el estrépito de la caída al suelo y el sonido del cristal al romperse.

Presa del pánico, lo levanté del suelo y coloqué todo sobre el escritorio e intenté unir los trozos rotos con dedos temblorosos, lo que solo provocó que los pequeños fragmentos de cristal del lente se resquebrajaran aún más. Para cuando logré calmarme, lo lamenté. Me pregunté si la situación había empeorado por mi nerviosismo.

Tenía razón. Unas horas después, el técnico que me atendió en la tienda especializada a donde llevé el lente, le dedicó una mirada preocupada a las piezas rotas.

— Lamentablemente, no creo que pueda ayudarte. No solo se debe a la caída, que ya fue lo bastante grave como para romper la pieza, sino que además, empeoraste la situación forzando los trozos rotos — me explicó.

Suspiré, desalentada. El hombre sacudió la cabeza — sucede con frecuencia — . Pocos fotógrafos saben que la mejor forma de ayudar a la reparación de un lente dañado es cuidar al máximo las piezas rotas. Probablemente, podría haber reparado las piezas intactas. Pero en estas condiciones, no creo que pueda.

De hecho, no pudo: todavía conservo los trozos de mi viejo lente, en un gesto que asumo solo otro fotógrafo podrá comprender. Creo que como cualquier otro amante de la imagen, profeso un cariño especial a todo mi equipo fotográfico y lo sucedido, me dejó bastante claro que una manera de conservarlo es aprender las medidas básicas para protegerlo en medio de alguna emergencia como la que viví. Y no se trata todo del hecho de lo que puedo hacer después que ocurre algo semejante, sino como evitarlo. De manera que, este artículo, es una recopilación de todo lo que he aprendido durante los últimos años en lo referente al cuidado y manejo del equipo fotográfico durante determinadas situaciones críticas y como prevenirlas. Una manera la integridad de tus herramientas de trabajo y además, asegurarte que en caso de alguna emergencia, tengas las mejores posibilidades de reparar cualquier daño que pueda sufrir.

¿Cuáles son las cosas que ningún fotógrafo debería olvidar al momento de cuidar su equipo fotográfico? Quizás las siguientes:

Como guardar equipo fotográfico:

Cualquier equipo fotográfico es una pieza de tecnología de precisión que necesita un tipo de cuidado físico muy concreto. No se trata sólo del hecho que toda herramienta fotográfica necesita condiciones especiales para su conservación sino que muy probablemente, su buen funcionamiento depende de la manera como cuidamos y almacenamos sus piezas. Así que es de enorme importancia, decidir con cuidado el lugar donde guardaremos nuestros equipos fotográficos y otras herramientas de nuestro quehacer visual.

Principios básicos:

* Nunca almacenes o guardes equipos fotográficos en lugares, oscuros o mucho menos, proclives a filtraciones de humedad entre muros.
* Asegúrate que el lugar donde colocas tu equipo fotográfico es lo suficientemente sólido para soportar un peso considerable. Cuida sobre todo, yuntas, clavos, tornillos que sostengan repisas y también, anaqueles al aire y cualquier otro mueble donde decidas conservar tus herramientas creativas. Recuerda que por separado, el equipo fotográfico puede tener un peso físico moderado, pero en conjunto, puede acumular varios kilos.
* Utilizas repisas de metal o aluminio para ordenar y conservar tu equipo fotográfico. Si usas madera o yeso, recuerda incluir bolitas de material secante que permitan que el material se mantenga seco.
* La madera, además, tiene el inconveniente de ser el hábitat natural de una amplia variedad de insectos:  Desde polillas, termitas hasta la temible hormiga Anoplolepis gracilipes, de rápida reproducción en las condiciones adecuadas, pueden anidar en un trozo de madera sin que sea visible a simple vista. Cualquiera de estas pequeñas criaturas, no sólo anidar en nuestros equipos, sino además, destrozar piezas específicas que pueden verse afectadas por nidadas e incluso, proliferación de pequeños nidos en lugares inaccesibles e inesperados. De manera que si decidiste guardar tu equipo fotográfico en una superficie de madera, asegúrate que esté seco y limpio: cúbrelo con una capa de pintura aislante, barniz y cubre cualquier agujero y grieta con insecticida. Cualquier precaución es poca.
* Todo mueble fotográfico debe tener puertas de cristal o plástico que permita que la entrada de la luz solar. Eso evitará cualquier hongo en las piezas de los objetivos o lentes
* Procura que tu equipo fotográfico tenga suficiente espacio para que no ocurran choques o roces mecánicos que puedan provocar el daño accidental de equipo. En otras palabras: evita acumular de manera desordenada y sobre todo, forzada equipos delicados como objetivos, cuerpos y piezas intercambiables como filtros, trípodes y baterías.
* Conserva un espacio para las cajas originales del producto: es caso que cualquiera de tus equipos esté en garantía, la necesitarás para hacerla válida.
* Dobla, envuelve y guarda con cuidado tus bolsos de fotografía. Incluye dentro de bolsillos y espacios interiores tiras absorbentes de humedad.

Principios generales:

* Cualquier mueble que utilices para guardar tu equipo fotográfico debe tener al menos una cerradura o sistema que permita cerrarlo. No se trata sólo de seguridad: evita que debido a algún movimiento inesperado, alguna pieza intercambiable o equipo óptico pueda resbalar y caer.
* Por la misma razón anterior, coloca el mueble sobre una alfombra. Eso amortiguará cualquier probable caída del equipo.
* Utiliza el mueble sólo para uso fotográfico. Y si no puedes hacerlo, al menos no mezcles el equipo fotográfico con otros objetos como libros, piezas de decoración y cualquier otra cosa que pueda provocar daño directo por descuido a las piezas fotográficas.

Lo que no debes olvidar (los detalles imprescindibles):

* Envuelve tu equipo fotográfico en papel aislante, plástico para envolver o bolsas de plástico cuando no lo estés utilizando. Si puedes guardarlo en cajas de cartón, también sería ideal. Cualquiera de ambos métodos te permitirán no sólo protegerlo de la humedad sino también de alguna posible caída accidental.
* Los objetivos deben guardarse con tapa trasera de plástico. Jamás guardes un lente fotográfico sin hacerlo: incluso envuelto en plástico aislante, puede resultar dañado de manera irreparable.
* Los cuerpos de cámara deben guardarse sin la óptica y con tapa de plástico que cubra el objetivo.
* Un buen método de resguardo del equipo fotográfico es guardar todas las piezas es un bolso de material aislante con subdivisiones interiores. Existe una gama de morrales y paquetes especialmente diseñados para guardar equipo fotográfico, con bolsillos y compartimientos que te permitirán ordenar tu equipo fotográfico de manera segura. No sólo se trata de un método relativamente económico, además, protegerá a las piezas de humedad ambiental y cualquier golpe o sacudón que pueda dañarlo.

Que hacer si uno de tus lentes caiga al suelo o sufra un golpe violento:

Como comenté antes, cuando me ocurrió el primer impulso que tuve fue intentar encajar las piezas rotas a presión. No lo hagas: incluso si parece que la pieza simplemente necesita ser ajustada, déjalo todo en manos de un experto. Lo que si puedes hacer es disminuir los daños por presión: toma todas las piezas sueltas, incluso los trozos rotos y colócalos en una hoja de papel y luego, en una bolsa donde no choquen entre sí. Eso asegura que las rupturas y fracturas del material no empeoren y que la pieza pueda recuperarse. Incluye tornillos e incluso los fragmentos de cristal roto: eso permitirá al técnico comprender más o menos que ocurrió y como podría ayudarte a reparar la óptica rota.

También ocurre con frecuencia que las piezas de lente no llegan a romperse, pero aún así no es capaz de enfocar y presenta algunos problemas de funcionamiento: la recomendación del experto a quien consulté es que nunca sacudas ni trates de forzar alguna pieza trabada de manera manual. Recuerda que un lente es un mecanismo de alta precisión y está ensamblado de manera que todas sus piezas funcionen de manera precisa. Cualquier desbalance en la presión o incluso en la manera de encajar unas a otras, puede producir un daño irreparable en la pieza. De manera que envuélvelo en papel de embalar, introdúcelo en una bolsa que evite pueda perderse o forzarse algún trozo suelto de plástico o metal roto y llévalo de inmediato al servicio técnico.

Que hacer si tienes una mancha en el sensor de la cámara:
A todos nos ha ocurrido alguna vez: Miramos por el visor y encontramos que hay una huella de suciedad en el sensor de la cámara, lo cual puede repercutir directamente en la calidad de nuestras fotografías. El primer impulso es el de limpiarlo manualmente…y puede hacerse tomándose todas las medidas de seguridad que eviten puedas dañar el sistema de la cámara al intentarlo. El procedimiento es laborioso, pero te permitirá limpiar la pieza sin poner el riesgo la funcionalidad de tu equipo fotográfico.

En primer lugar, debes tener en claro que limpiar un sensor fotográfico es un procedimiento de precisión y necesitas de materiales y herramientas muy precisas: una pera de aire, escobillas y pinceles de cerdas naturales y guantes. Como diría mi técnico de confianza, no intentes limpiar un instrumento de alta precisión con utensilios comunes o podrás dañar el mecanismo por accidente.

El procedimiento para la limpieza es sencillo, solo necesitas un poco de paciencia y sobre todo, estar consciente en todo momento que necesitas concentración y atención:

* Antes de comenzar, limpia el lugar donde trabajarás con agua y detergente. Secalo todo un paño absorbente. Recuerda usar guantes.

* Bloquea el espejo de tu cámara: hazlo a través del MENU de opciones del software.

* Limpia el polvo que no esté adherido a los cristales o lentes, utilizando la pera de aire. Colócala la cámara boca abajo y desde un ángulo ascendente, sopla varias veces con suavidad, asegurándote que las partículas de suciedad floten fuera de la cámara. Cuida de no tocar con la punta de la pera el sensor, el espejo o cualquier otra pieza de la cámara.

* Es probable que soplar con la pera de aire no sea suficiente para limpiar el sensor manchado, así que utiliza los pinceles para limpiar en caso de necesitarlo. Recuerda cargarlos de electricidad estática — para que pueda atraer las partículas de polvo con mayor facilidad — soplándolos con la pera de aire. Pasa el pincel una sola vez sobre la mancha y luego, vuelve a soplar sobre las cerdas hasta que hayas limpiado el sensor por completo.

Si a pesar de todo el procedimiento, la mancha persiste te recomiendo acudir a tu técnico de confianza. Usar líquidos limpiadores solo es recomendable en caso que lo hayas hecho antes y además, la menor equivocación puede dañar seriamente tanto el sensor como el espejo, en caso de resultar afectado por el liquido. De manera que de nuevo: no arriesgues la integridad de tu equipo fotográfico por descuidos accidentales.

Que hacer si borraste accidentalmente las fotografías de tu tarjeta de memoria:
O debes formatear porque la tarjeta, por algún motivo desconocido, no permite el acceso desde la cámara o la pc. Es una situación a la que todos nos hemos enfrentado alguna vez y que es difícilmente solucionable. No obstante, hay métodos y programas que te permitirán recuperar, tal vez no todas las fotografías que contenían la tarjeta pero si probablemente la gran mayoría de ellas.

Que debes hacer para cuidar tus tarjetas de memoria:

* Usa siempre el modo seguro para retirar las tarjetas cuando las hayas utilizado en tu computadora:

Sé que mucha gente lo considera una precaución inútil, pero en realidad, hacerlo protegerá tus datos y la integridad de tu tarjeta. Si usas Windows hazlo haciendo click desde el botón derecho del mouse y usando la opción “Quitar hardware de forma segura”. En IOS es incluso más sencillo: solo haz click sobre la imagen y expulsa la tarjeta manualmente ( el sistema de la mostrará como disco externo ).

* Nunca uses la tarjeta si te indica algún error:

Incluso aunque la formatees, el error es síntoma que algún sistema de la tarjeta está dejando de funcionar. Si deseas usarla de nuevo, formatea la tarjeta desde la computadora. No obstante, no olvides que es probable la falla se haga mayor, de manera que recuérdalo al usar la tarjeta en lo sucesivo.

* Evita el formateo de la tarjeta desde la cámara:

Toda tarjeta de memoria tiene un número limite de escrituras, es decir un máximo de usos útiles. Borrar con mucha frecuencia fotografías desde la cámara, no solo puede provocar daños de sistema sino además, perjudicar la capacidad de almacenamiento de la tarjeta.

Como colocar o cambiar objetivos en la cámara:

Con frecuencia, muchos fotógrafos desconocen los peligros de cambiar de manera incorrecta el objetivo de la cámara, pero se trata de un procedimiento que a pesar de su sencillez no sólo puede provocar daños irreparables tanto en el lente como en la cámara, sino además, amenazar la integridad del equipo fotográfico. De manera que al hacerlo, ten en cuenta tres sencillas reglas:

Hazlo con el cuerpo de la cámara inclinado hacia abajo: En otras palabras, aunque parezca mucho más práctico colocar la cámara boca arriba para insertar el lente, podrías dañar el espejo por el simple hecho de permitir la entrada de polvo y otros agentes contaminantes al interior del cuerpo de la cámara.

Inserta el lente ajustando sin forzar y sobre todo, siguiendo el movimiento natural de la pieza: Nunca fuerces un objetivo al cuerpo sino lo hace con un movimiento rápido y preciso. Asegúrate que el lente y el cuerpo coinciden en gama y marca. Sigue el simple truco de hacer coincidir el punto visible del lente con el correspondiente en la cámara.

Apaga la cámara antes de cambiar de óptica: Lo que también incluye cambiar la batería y extraer la tarjeta de memoria.

La importancia del buen uso de la batería fotográfica: Como cuidar, extraer o colocar baterías sin morir en el intento:

Buena parte de los fotógrafos suelen ignorar que tan delicado puede ser una batería fotográfica, pero lo cierto es que una batería dañada por factores externos o simplemente, que cumplió su ciclo mecánico de vida, puede llegar a dañar de manera irreparable el mecanismo de la cámara en la que intentas utilizarla. De manera que ten en cuenta los principios básicos de uso para asegurar su perdurabilidad y óptico funcionamiento:

* Guárdalas en un lugar seco y fuera de la cámara: No importa si utilizarás la cámara muy pronto, es imprescindible guardes la batería — a ser posible cargada a su máxima capacidad — fuera del cuerpo y un lugar alejado de la humedad y de cualquier factor ambiental que pueda dañarla. Al contrario de lo que la sabiduría popular insiste, una batería no soportará cambios de temperatura extremos y mucho menos, agentes como humedad o lluvia. Se trata de un equipo eléctrico que puede colapsar en caso que su mecanismo interior se dañe por elementos muy concretos como temperatura y destrucción de piezas internas.

* Si está rota o sufrió un daño importante no la uses: A pesar de que creas continua funcionando bien, una batería puede sufrir daños graves por el sólo hecho de caer al suelo. Lo siguiente que puede ocurrir, es que podría provocar un corto circuito interno a la cámara que dañe de manera irremediable el mecanismo.

* Protege la batería de cambios bruscos de temperatura: Si vas a fotografiar en temperaturas muy bajas o altas, asegúrate de mantener las baterías fuera de la cámara o el grip y guárdalas en un lugar seco y alejado de las extremas condiciones climáticas. Una vez leí que el fotógrafo Steve McCurry solía guardar sus baterías en un bolsillo de su camiseta y así, procurar que la pieza tuviera la temperatura de su piel. Un método sencillo que sin embargo podría prevenir el colapso de los circuitos internos de la pieza.

* Guarda las batería fuera de la cámara si no la usarás por un buen tiempo o viajarás: eso evitará que cualquier desperfecto eléctrico pueda afectar el sistema de la cámara.

Que hacer si viajas con tu cámara:
Todo fotógrafo que desea viajar con su equipo fotográfico debería tener en cuenta las tres reglas básicas que le permita hacerlo sin problemas:

* Morral, empaque, bolso adecuado y a ser posible especialmente diseñado para proteger la cámara: En un viaje — sobre todo, si es largo y con toda probabilidad tendrás que cambiar de vehículo — es necesario que lleves tu equipo en un bolso o morral de lona o tela aislante, con compartimientos interiores acolchados que eviten daños por roces o sacudones. También, asegúrate que tengan presillas, cierres y cerraduras que permitan cerrar de manera hermética el bolso y evitar perdidas de piezas intercambiables.

* Mínimo equipo: Aunque tengas la tentación de llevar todo el equipo que podrías utilizar, lleva solamente el que sabes definitivamente utilizarás. Incluye uno o dos objetivos, baterías y trípode, quizás varios filtros de protección. A menos que se trate de una travesía de trabajo, es bastante probable que no utilices ni la mitad del equipo que desearías llevar o asumes necesitarás.

* Equipo de limpieza: No importa a donde vayas, lleva siempre contigo tu equipo de limpieza fotográfico (Pera, paño impermeable, liquido limpiador) y manténlo en un bolsillo de fácil acceso.

Si vas a la playa:

* Cuidado con la arena: No sólo puede dañar y rayar el cristal de los componentes ópticos de tu equipo sino que también, puede producir rupturas en botones y controles. Así que evita en lo posible poner la cámara o el bolso directamente de la arena. Tampoco la sostengas si tus manos o rostro no están perfectamente limpios.

* No limpies la arena con la mano: Si tu descubres partículas de arena en tu equipo u objetivo, no la limpies con los dedos. Podrías provocar ralladuras permanentes en lentes y cuerpo de la cámara. En lugar de eso, pasa un trapo levemente húmedo por la superficie y evita hacer presión.

* Cubre el objetivo de tu cámara con la tapa mientras no lo utilices: Puede parecer excesivo pero la arena es uno de los materiales más corrosivos y dañinos para cualquier equipo de alta precisión. Así que evita el contacto de la menor manera posible.

* Envuelve la cámara en plástico aislante y solo deja al descubierto los botones de control: Cubre las ranuras para colocar la tarjeta de memoria y batería, así como la conexión cámara y óptica.

* No cambies el objetivo en la playa: Hacerlo te expone al peligroso riesgo que la arena pueda dañar directamente el sensor.

Emergencias fotográficas en Vacaciones:

* Si tu cámara se moja: No la enciendas, podrías provocar un corto circuito. Sécala con una toalla absorbente lo mejor que puedas y ponla al sol durante al menos dos horas. Quita las baterías y la pila del reloj interna y sécalas por separado.

* Si la cámara se cae al suelo: No la sacudas ni tampoco la enciendas de inmediato. Revisa si hay daños externos o fracturas del cuerpo. Sólo cuando te asegures que no los tiene, revisa el interior de la cámara: quita el lente y revisa que no haya piezas sueltas o rotas. Coloca el lente de nuevo y sólo entonces enciéndala.

Como cuidar un lente:

Un objetivo fotográfico es una de las piezas más delicadas del equipo de cualquier fotógrafo y quizás, la más proclives a daños por descuido. Para evitarlo, recuerda que debes evitar golpes, maltrato o mal uso. Puede parecer sencillo, pero la mayoría de los fotógrafos desconoce lo sencillo que puede ser estropear un lente sólo por mal uso. Así que, ten en cuenta:

* Siempre que puedas, usa filtro UV: No afecta la luz o la imagen final y protege el lente de ralladuras.

* Usa siempre que puedas un parasol: No sólo facilitará tu trabajo bajo el sol sino que además, te permitirán proteger el objetivo de golpes o maltrato involuntarios.

* Usa siempre y sin excusas, la tapa: Con el filtro UV, es la manera más rápida y directa de evitar ralladuras en el cristal, además de evitar empañamiento y suciedad por contacto.

Como cuidar un morral fotográfico:

El bolso fotográfico es quizás la herramienta más útil y barata para el cuidado del equipo fotográfico. Por tanto, su cuidado no sólo te asegurará que tu equipo fotográfico esté perfectamente resguardado sino que te permitirá mantener tu equipo seguro si decides guardarlo en su interior. Por tanto, no olvides:

Aspirar el interior de tu equipo fotográfico una vez al mes: Asegúrate que el interior del morral esté limpio de polvo, papel, hojas, tierra, arena y cualquier tipo de material externo que pueda afectar el uso y supervivencia de tu equipo.

Incluye paquetes de gel de silice: tanto al fondo del bolso, entre las subdivisiones y en los bolsillos. El material no sólo absorberá la humedad remanente sino que además, mantendrá el bolso libre de hongos.



Una lista corta pero que intenta incluir, el conocimiento técnico básico para cuidado de cualquier equipo fotográfico. Y es que después, me digo mientras miro a mi gato contemplar con ojos codiciosos mi anaquel fotográfico — cerrado e inaccesible para sus zarpas — cualquier precaución es poca para preservar ese pequeño gran tesoro que es para cualquier fotógrafo su equipo de trabajo.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Una pluma al viento y otras historias de brujería.




En brujería, los cumpleaños suelen celebrarse con un viejo ritual que recuerda el aprendizaje que se recibe durante un año de vida. Una a una, las velas recuerdan las anécdotas, experiencias, alegrías y placeres. También los dolores y tristezas de un largo ciclo que acaba y termina en una única noche. Una vela por cada sonrisa. Una vela por cada momento de placer. Una vela por cada lágrima y perdida. Una vela por cada recuerdo que se atesora y se añora.

La primera vez que llevé a cabo el ritual, tenía diez años y sólo coloqué dos velas. Una por haber encontrado un libro del cual me enamoré y otro, por haber llorado la partida de mi maestra favorita. La abuela - la sabia, la bruja - las encendió por mi y juntas, levantamos las manos hacia el infinito para agradecer haber podido vivir ambas experiencias.

- ¿Lo que te duele también se agradece ? - pregunté confudida. Mi abuela me dedicó una de sus sonrisas misteriosas.
- Lo doloroso también te hace quien eres. Así que sí, debemos agradecerlo. Y también, el poder consolar ese sufrimiento.

Así que elevé las manos hacia la Luna y agradecí las páginas del libro que me contó la historia de una familia que sufrió cien años de soledad. Lo agradecí con los ojos apretados, recordando como leer el libro había hecho latir mi corazón muy rápido. La sensación extraordinaria de soñar y creer en mundos imposibles, en lugares inexplorados. Y también agradecí, con los labios apretados de angustia, el haber conocido a la maestra Rosalinda, a pesar de haberla perdido después. De lamentar su lugar vacío detrás del escritorio, de sentir una profunda tristeza porque ya no estaba más para leer en voz alta los pasajes de sus libros favoritos, de reír y de enseñar siempre con ese entusiasmo suyo que no olvidaría jamás.

El ritual me desconcertó pero me gustó. Pensé mucho en él en los días siguientes. Me pregunté cuantas velas habría el año siguiente, cuantas cosas habría que celebrar y lamentar. El pensamiento me hizo sentir miedo pero también alegría. ¡Había tanto por vivir!

El día de mi once cumpleaños me senté en un circulo de luz de tres velas. Estaba llorando. Mi abuela también.

- Vamos a despedir a bisabuela como ella lo habría deseado - dijo con la voz entrecortada -agradecerte estuvo con nosotras y nos enseño a reír.

Y lloré mientras levantaba los brazos para agradecer a la bisabuela no sólo haberme enseñado a reir, sino también a pensar. De contarme las historias de su colección de cajitas y obsequiarme libros para leer. Agradecí su risa atronadora, su fresca mirada verde. Agradecí sus palabras inteligentes. Sus sueños, sus ideales. Incluso sus regaños y su mal humor. Agradecí a la vida haberla conocido, amado, admirado. Agradecí sus desvelos, sus preocupaciones, sus silencios. Agradecí incluso su ausencia, llena del amor que le tenía.

Y también agradecí las pequeñas alegrías: mi cámara fotográfica y mi primera fotografía. Agradecí, aún llorando pero con una sonrisa, esa magia en plata y papel que me enseñó que el tiempo puede detenerse, puede atesorarse, guardarse como un fragmento de ideas. Agradecí poder correr con la cámara en mano, agradecí mirar el mundo a través del visor. Agradecí también comenzar a transitar el camino del Arte de la Brujería. De ahora, quizás, poder llamarme bruja. Una palabra que pronunciaba en voz baja, casi con reverencia y que ahora, me pertenecía tanto como al resto de las mujeres de mi casa.

Me habitué a esas pequeñas celebraciones. Me acostumbré a recordar lo bueno y lo malo, lo duro y lo hermoso que me obsequiaba cada año de vida. Me deleité coleccionando momentos, tomando lo doloroso y lo bello para crear un tapiz de ideas y de recuerdos que pudiera celebrar la noche de mi cumpleaños. Rodeada de circulos de velas, comencé a comprender que la vida, es una sucesión de asombro y maravilla, de pequeños descubrimientos, de delicados y sutiles aprendizajes. Que el dolor siempre es parte de lo que creemos y construímos, pero también la felicidad. Que somos nuestra mejor obra de arte, el mejor deseo, la máxima aspiración espiritual. Que nuestra vida se crea a través de la experiencia, de la pasión, de la intensidad, de la creación y de la experiencia. Que cada día engendra sabiduría, que cada momento es una oportunidad para aprender, que cada día y noches es un reflejo de nuestra necesidad de crear y creer.

Y celebré el primer beso y la primera caricia. La primera hoja escrita y la primera fotografía colgada en la pared. La primera vez que me senté en un pupitre Universitario, la primera vez que dormí abrazada a un hombre que amé. Y  celebré, vela a vela, las sonrisas, los besos, las lágrimas, las palabras tachadas, las cenizas perdidas, las páginas arrancadas, los corazones rotos. El sufrimiento pequeño, la alegría devastadora. Y celebré, entre risas, los grandes triunfos que me hicieron levantar los brazos y bailar. Los grandes sufrimientos que me dejaron tendida en la oscuridad. Y celebré, cada sombra y cada matiz de mi vida. Cada momento hermoso y desagradable, cada puerta cerrada y abierta.

Y celebré, la noche en que debí encender las velas a solas, porque abuela - la sabia, la bruja - había partido hacia las estrellas. Llorando, con los dientes apretados, entre gemidos de angustias. Pero di gracias a las Estrellas por ser parte de mi vida, por educarme con amor y paciencia. Por las noches de cuentos, por los días de la cocina con olor a albahaca, por el jardín antipático, por la Luna que cuenta historias, por el viento que recuerda mi nombre. Y celebré, a pesar de llanto, del pecho roto de dolor, de las manos extendidas para tomar la luz. Pensando en todo lo que perdí y recibí, de todos los instantes, las palabras que se atesoran, los sueños que crean y se elevan en la imaginación. En la ausencia que recuerda el amor. En todos los silencios de los años venideros y todos los recuerdos, que los llenarían.

Y celebré después el haber sobrevivido, el haber recorrido un largo trayecto de angustia, el haber encontrado un lugar para el alivio y el consuelo, para alzar las manos y agradecer, con una sonrisa, lo vivido. Celebré un año después, aún con las lágrimas en los ojos, pero también con una sonrisa. Rodeada de velas y libros abiertos, de fotografías. Celebré un año de haberme roto mil veces mi boca y mi lengua, un año de haber encontrado un camino para aprender y comprender de nuevo el valor de la pequeña sabiduría de todos los días. Celebré con las manos abiertas, con el rostro vuelto hacia las estrellas mudas. Con el valor de creer y confiar.

Y celebro mi nacimiento, rodeada de un circulo de fuego incandescente. Bailando, entre risas y tristezas, bajo la luz de estrellas muertas y recuerdos que conservo entre los dedos. Un recuerdo, que vale por infinitas escenas de mi vida, de mis esperanzas y mis expectativas. Y celebro, con la alegría de la satisfacción de los sueños cumplidos, el pesar de los rotos, el trayecto lento y duro hacia el origen mismo de mis deseos, hacia el tiempo que transcurre plácido en mi mente, hacia mi espíritu vivo y pleno de deseos. Camino, andariega y asombrada, para encontrar mi propia voz en la oscuridad, mi rostro en el espejo de mi espíritu. El circulo interminable de creer, crear y confiar.

Pero hace tantos años ya, sentada frente a dos velitas diminutas, no imaginaba esas cosas. Faltaría muchos años para que comprendiera el poder de la alegría, las enseñanzas del dolor y las piezas rotas del infinito horizonte en mi mente. La niña que fui sólo miro asombrada la pequeñas llamitas, intentando imaginar todo lo que simbolizaban, pensando en lo que vendría, creando el futuro en pequeños trozos de sueños a medio completar y desear. Sonríe, levantando las manos de uñas rotas y roídas, con la esperanza de elevar un mensaje mudo a las estrellas, a ese infinito espléndido azul añil que brilla sobre ella.

- ¿Y entonces, la Luna recordará que hoy cumplo años? - pregunta la niña, curiosa y asombrada por el poder de ese pensamiento. Mira hacia arriba, hacia la línea azul que se eleva hacia la montaña querida y sube en vertical. Una Luna brillante, como de plata, eterna e inolvidable, pendula sobre la ciudad.

La abuela ríe, con esa antigua sabiduría de tantos bosques de luz, de todas las noches que esperan por llegar. Contempla a la nieta, al borde mismo de la esperanza, con la vida extendiéndose hacia ella, hacia el futuro que aún se construye, llevando entre los dedos una línea de historia que se hereda. Entonces, ambas celebran, con las palmas hacia el Universo sin rostro, la magia antigua de la esperanza floreciendo entre ellas. Una noche entre todas las noches, susurra la abuela a la nieta. Una noche entre todas las noches, para celebrar una sonrisa, una lágrima, la mano extendida, la palabra que consuela, la imagen que se eleva. La libertad del espíritu y el poder de ese lugar perenne y misterioso que con tanta ingenuidad llamamos corazón.

Y celebro ahora, sentada entre mis propio circulo de luz, la mujer en que convertí, la bruja que soy. Maravillada por todas las cosas que deseo y aspiro, por lo fuerte que me ha hecho la perdida, por la belleza de las pequeñas alegrías y el duelo de las tristezas privadas. Soy, la mujer que construyo cada día, mi mejor sueño a punto de cumplir. La historia que deseo comprender, más allá de mi misma. Una forma de aspirar y vivir.

La bruja que canta al viento.
La luz de las estrellas por herencia.





sábado, 26 de septiembre de 2015

Fragmentos de pequeños secretos y otras historias de brujería.






Cuando era niña, le tenía un miedo instintivo a la oscuridad. Uno de esos terrones inexplicables y angustiosos de la infancia que casi nada puede consolar. Me llevaba horas conciliar el sueño, abrumada por el insomnio y la oscuridad, que me rodeaba como si de una presencia real se tratase. Era una sensación que nadie podía entender, mucho menos durante el día. Nadie podía imaginar como yo, los terrores que se escondían entre las sombras, tan reales que estaba convencida me acechaban en silencio, deslizándose por los rincones de mi habitación. Aguardando quizás a la menor oportunidad para...

- ¡Ah! ¡Pero que necedad lo que me dices! - se burló mi prima M. cuando intenté contarselo - ¡En la Oscuridad no hay nada! ¿Que puede vivir allí que no se pueda ver durante el día?

Como adolescente petulante que era, prima M. no tenía tiempo para escuchar mis pequeños terrores discretos. Solía reírse de lo que llamaba "mi credulidad" o mejor dicho, esa capacidad mía para imaginar historias delirantes a la menor oportunidad, que ella no lograba comprender. Para mi prima, mi imaginación salvaje era más incordio que una virtud y no dejaba de recordarmelo a la menor oportunidad.

- ¡No lo sé! pero... - tragué saliva. A la luz de la mañana, mi habitación tenía un aspecto de lo más inocente, nada parecido al lugar tenebroso e inquietante que solía aterrarme durante la noche - Creo que en la madrugada...

Por supuesto, jamás le admitiría que parte de mis temores se debían a escuchar sus historias sobre fantasmas y almas en penas. Prima sentía una profunda devoción por todo tipo de historias lúgubres, películas terroríficas y cualquier otra cosa que pudiera producir miedo. Había algo de una extraña satisfacción en su manera de paladear extrañas anecdotas, el miedo que parecía mezclarse con palabras e imágenes. Solía contarmelas con cierta frecuencia, no solamente porque yo se lo pedía, sino también, para asegurarse que yo no las temía. O al menos, eso era lo que le aseguraba siempre, sentada muy derecha en el suelo de mi habitación. Prima se inclinaba entonces, con una lámpara de metal entre las manos para iluminarse la cara y sonreía. Una pequeña sonrisa maliciosa que tenía mucho que ver con su entusiasmo por el miedo y lo macabro en general.

- No te asusta ¿verdad? - solía preguntar en un murmullo, luego de hablarme de la mujer de blanco que supuestamente recorría la calle donde vivíamos a medianoche. O del hombre que se lamentaba a gritos en la montaña. O de los niños que corrían tomados de las manos en la Oscuridad más allá de la farola y desaparecían entre risitas - ¿No tienes miedo a estas cosas ridiculas no?
- ¡Claro que no! - respondía muy ofendida - Son cosas que te inventas, no tengo miedo.

Pero sí que tenía. No obstante, no me lo producían en realidad las historias de prima - muchas veces llenas de risitas y sus bromas un poco chocantes - sino lo que podía imaginar gracias a ella. En mi mente, las almas de los difuntos no eran sólo sombras en la noche, sino rostros anónimos que deambulaban por el mundo, olvidados y aterrorizados por su eterna soledad. Era una idea que me atormentaba incluso más que la oscuridad y sus secretos. Me asustaba ese dolor interminable, ese vagar entre las estrellas que no parecía acabar nunca. Me producía una sensación de dolor y angustia difícil de explicar.

Por supuesto, Prima no comprendía esas cosas. Para ella, los muertos eran solo cuentos, parte de las cosas que se inventaba o de las que imaginaba para meterme miedo. Lo hacia muy bien por cierto: sus historias siempre parecían muy reales, cuando nombraba calles conocidas y lugares familiares. Y se entusiasmaba tanto en narrarme detalles y describirme escenas, que más de una vez, me convencí se trataba de algo verídico. Eso jamás se lo diría claro, pensaba con cierta inquietud. ¿Quien soportaría a prima M. si llegaba a saber lo estupendas que me parecían sus historias?

Y el miedo era real. Tanto como para tenerme noches en vela y con los ojos muy abiertos, mirando la oscuridad. Ya no se trataba sólo de la desconfianza que me producía lo lúgubre, sino esa sensación definitiva y dolorosa que había algo más que yo no comprendía en ellas. Tal vez por ese motivo, comencé a intentar quedarme despierta y comprobar no había nada en la noche, más que mi imaginación. Necesitaba hacerlo, no sólo para consolar mis miedos sino para saber que había más allá del límite de la luz. De lo que era real y lo que no podía no serlo.

Tomé el hábito de deambular cada noche por la casa. Esperaba a que todos se fueran a dormir y entonces tomaba una pequeña linterna que había encontrado en la cocina para recorrer de un lado a otro los pasillos oscuros. Iba descalza, mirando al frente con los ojos muy abiertos, tropezando con las cosas normales que durante el día tenían un aspecto corriente pero que por la noche, parecían escuchar mis pasos con interés. Era una sensación extraña, esa de caminar en la oscuridad teniendo tanto miedo. El sudor empapándome las sienas, las manos rigidas alrededor del cuerpo de metal de la linterna. Temiendo lo que podría encontrar al doblar en cualquiera de las esquinas. En mi mente, la casa un poco destartalada y luminosa de la abuela, se convertía en un palacio tétrico, de extraordinaria pero peligrosa belleza, suspirando a mi alrededor. Como si los monstruos que sólo podía vislumbrar en mi mente, de pronto me esperaran allí, entre el feo anaquel de las copas y la puerta abierta de la biblioteca. Esperando para...

- ¿Aglaia?

La voz de mi abuela me hizo dar un salto de puro terror. La linterna se me resbaló de las manos y rodó hasta sus pies, unos metros más allá. La luz se sacudió y dio vueltas.  Los monstruos aparecieron y desaparecieron entre las sombras. Pero ella no pareció verlos: muy erguida en la mitad del pasillo que conducía frente al salón, me dedicó una mirada perpleja.

- ¿Qué haces aquí mi niña? - me preguntó. Se inclinó y tomó la linterna. La luz se combó e iluminó su rostro sereno - ¿A donde ibas?

Eso si que estaba dificil de explicar, pensé aún sentada sobre la alfombra vieja y roída del pasillo. En realidad, mis vagabundeos no me llevaban a ninguna parte: caminaba de un lado a otro, como una manera de consolar el terror, de comprobar que las criaturas fantásticas y temibles que vivían en mi mente, no eran reales. O no podían serlo. Pero ¿Como le explicas eso a un adulto? ¿Como le describes el miedo sinuoso que se te desliza en el pecho y te hiela la sangre? Me levanté del suelo, con las rodillas temblandome.

- Es que... - suspiré. ¿Qué más daba? - le tengo miedo a la oscuridad.

Allí estaba. Era la primera vez que lo admitía en voz alta y no resultó fácil ni comodo. Sentí que las orejas se me calentaban de verguenza y que de pronto, el peso de mis diez años era muy real sobre mis hombros. ¿No era ya muy mayor para esas cosas? ¿No se suponía que los terrores de la infancia desaparecían apenas uno comenzaba a creer? Pero allí estaba y era verdad: caminaba por la casa para escapar de  mis miedos. Para intentar consolarlos. Sin lograrlo, claro.

Abuela no dijo nada. Continúo allí de pie, con la linterna entre las manos. Las luz le ilumunaba el rostro desde abajo y le daba un aspecto levemente inquietante, con los pomulos muy marcados y los ojos convertidos en pozos de oscuridad. El cabello trenzado era una sombra deslizandose hacia su pecho. Tragué saliva.

- ¿A la oscuridad? - dijo entonces. Su voz me reconfortó. Asentí.
- Sí...a lo que puede vivir...en ella.

Tampoco era fácil de explicar aquello. Mi abuela no preguntó tampoco. Me hizo una seña para que la siguiera y caminó con paso lento por el pasillo. Me apresuré a seguirla, intentando siempre continuar dentro de los charcos de luz que formaba la linterna. Mordiendome los labios de inquietud,  pregunté por qué mi abuela no encendía las luces del pasillo.

Me condujo a la cocina. Allí, la luz del jardin - liquida, un reflejo plateado de la ciudad más abajo - iluminaba todo como un reflejo bamboleante. Nos sentamos juntas en la mesa de madera junto al fogón. Mi abuela seguía sosteniendo la lámpara en la mano. La dejó junto a la vasija de arcilla con frutas que siempre decoraba la cocina. La luz se dobló, brillo y rodó hacia el techo. Seguíamos estando en la oscuridad.

- ¿No vas a encender la luz? - pregunté entonces. Abuela suspiró y extendió la mano para tomar la mia.
- Hija, el terror no se va cuando se enciende o se apaga la luz. El miedo está en tu mente.

Me acarició los dedos con cuidado pero no logró reconfortarme. De hecho, había algo definitivamente inquietante en toda la escena: sentadas ambas en la oscuridad, apenas iluminadas por el resplandor de la calle y los fragmentos de luz de la linterna. El rostro de mi abuela parecía aparecer y desaparecer entre las sombras, como los fantasmas que imaginaba y temía. Aquello no me gustaba para nada.

- Pero...me sentiría mejor si encendieras la luz - dije. Me avergonzó el sonido lastimero y casi chillón de mi voz - de verdad me hace sentir miedo la oscuridad.

Mi abuela suspiró.  Ladeo la cabeza y la acercó a la luz de la linterna. Su rostro arrugado y hermoso apareció en medio de los hilos de sombra. Me miraba con cierta preocupación.

- Mi niña, si el terror está en tu mente, realmente no se va a ninguna parte si enciendo o apago la luz - comentó -  el miedo es una idea, es algo que creas y asumes real. Y no se va a ninguna parte si no logras dominarlo.

Apreté los labios. Realmente no quería saber nada del miedo. No quería pensar en como controlarlo o lo que debía hacer para sentirme mejor. Sólo quería que la abuela encendiera la luz de la cocina y dejar de pensar que en la oscuridad más allá de la luz de la Linterna, criaturas misteriosas y rostros pálidos me observaban con atención. ¿No había dicho prima que en la cocina había una mujer de blanco que solía mover los cacharros de la alacena a media noche? ¿Era eso lo que estaba escuchando ahora mismo, ese nítido cloqueo de vasos y platos que...?

- ¿Te conté alguna vez lo que hacian las brujas en Italia para consolar el terror? - dijo entonces mi abuela. Sonrío y entre las sombras, su sonrisa tuvo algo de traviesa - Es una historia de miedo, pero de las divertidas.

Sacudí la cabeza. La verdad, lo menos que quería escuchar en ese momento, era las historias de brujas de mi abuela. Lo único que deseaba era que encendiera la luz o en todo caso, correr con toda la velocidad de mis piernas flacas hacia mi habitación. Pero ella me seguía tomando de las manos, apretándolas con fuerza y decidí que quizás, debía escuchar su historia. Distraer mi mente inquieta con sus palabras. ¿Serviría aquello?

- ¿Hay historias de miedo divertidas?
- Claro que si - respondió mi abuela - las hay para asustarse de verdad pero también para reírse al final. Las hay para aprender y entender por qué tenemos miedo. Y las hay también para enfrentarse al miedo.

Sacudí la cabeza. ¿Una historia podía hacer todas esas cosas? ¿Consolar, hacer reír, pensar, enfrentarse a algo tan grande y monstruoso como el miedo? Abuela sonrío, un breve centelleo blanco en la oscuridad de la cocina. Sentí de pronto una enorme curiosidad por lo que tendría que contarme. Tanto como para que los monstruos alrededor de la cocina me importaran un poco menos.

- Claro, si quieres enciendo la luz o te llevo a tu habitación. Quizás no sea una historia tan buena - dijo entonces. Parpadeé aturdida.
- ¡No! ¡No! quiero escuchar la historia...antes - dije. Apreté sus dedos que aún sostenían los míos - cuentámela.

Abuela soltó una de sus carcajadas escandalosas, que en el silencio de la madrugada tuvo el sonido de un eco. Me pregunté si el resto de las personas de la casa la habían escuchado y tal vez creerían que algo curioso ocurría en la cocina. Que la oscuridad guardaba algunas cosas intrigantes que podían sorprenderle. La idea me hizo sonreír a mi también.

- En los poblados italianos, muy lejos de las luces de las ciudades, las brujas solían vivir en bosques muy tupidos - comenzó mi abuela - en lugares tan inhóspitos donde no había otra cosa que la luz del sol y las estrellas.  Allí celebraban sus rituales y celebraciones, disfrutando de los ciclos de la naturaleza, tratando de entenderlos. Pero también, tratando de entender los propios: la felicidad, la tristeza...y también el miedo.
- ¿El miedo?
- Sí, que también es parte de nuestra vida.

Imaginé con toda claridad la escena: los bosques de árboles gigantescos, alzandose en vertical alrededor de mujeres de rostro quemado por el sol y cabello despeinado, corriendo entre los troncos con agilidad. Mujeres que conocían el valor de las plantas y sus propiedades, el color de la luz de las estrellas y el sonido del viento. ¿Cómo podía tener miedo alguien tan libre? ¿Alguien tan audaz? me dije.

- ¿Y que hacian?
- Para la alegría, las brujas bailaban bajo la luz del sol. Los brazos al descubierto, los ojos muy abiertos. Comían la buena fruta de los árboles, bailaban tomadas de la mano. La felicidad no depende de grandes cosas, mi niña - mi abuela sonrío y ladeó la cabeza, como si recordara sus propios rituales personales - La felicidad, es de hecho una forma de apreciar las pequeñas cosas corrientes y entender su justo valor.
- ¿Y para la tristeza?
- Lloraban - contestó mi abuela - sin rebozo y sin vergüenza. Lloraban con furia, apretando los puños. Saboreando el sabor de sus lágrimas, admitiendo el dolor y la melancolía que sentían. Lloraban por los recuerdos rotos, por las heridas abiertas en el espíritu. Lloraban abrumadas por la angustia. Lloraban hasta que el llanto era un consuelo en si mismo y se liberaban del peso del dolor. Lloraban para comprender que todo sufrimiento es parte de la vida y también de las buenas y malas cosas que esperar de ella.

Nos quedamos en silencio. La oscuridad jaspeada de luz parecía palpitar a nuestro alrededor. De nuevo y a pesar de la atención que le ponía a la historia de la abuela, tenía miedo. Uno muy nítido y angustioso. Que se deslizaba por los bordes de mi mente, para señalarme las cosas que podían estar allí, al borde de mi conciencia, esperándome para provocarme terror. Contuve la respiración. ¿Me atrevería a preguntar?

- ¿Para el miedo que hacian? - dije por fin. Sentí que una sensación caliente y roja se me derramaba por el pecho. Abuela me acarició los dedos con gentileza.
- Para el miedo, se enfrentaban a él - dijo - lo hacian tomando sólo su daga, que no podía defenderlas de las cosas que habitaban en su mente. Entonces, corrían por el bosque durante la noche. Escuchando el acecho de los animales en la maleza. Y sus temores más allá, tan nítidos y reales que podían cortarle la piel. Nadie podía ayudarles, nadie podía socorrerles. Debían recorrer el bosque hasta el centro mismo de los árboles más viejos y enfrentar allí su temor.

Lo vi claro con los ojos de mi mente: una mujer joven y pálida, caminando con lentitud entre la oscuridad, sosteniendo una vieja daga de metal entre las manos. Caminaba encorvada, con los dientes apretados, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos, cautelosos. Y el miedo allí, como una gran bestia oscura, atisbando entre los árboles. Una criatura remota e imposible de ojos carmesí que la seguía con movimientos lentos. Que olisqueaba su aroma entre las ramas de los árboles. Allí, en medio de todos los terrores. Allí, esperandola con las fauces entreabiertas.

Solté un respingo. Mi abuela apagó la linterna y nos quedamos ambas en la oscuridad. Ella aún me tomaba de las manos y temí me las soltara, pero no lo hizo. Simplemente nos quedamos allí, en medio de las sombras salpicadas de la luz de la calle, unidas por el sonido de nuestra respiración. El silencio pareció hacerse hondo y lento, ondular entre las invisibles formas de la oscuridad.

Entonces tuve deseos de llorar. De simplemente romper en un llanto inquieto y abrumado, como de niña pequeña. Porque a pesar que sabía que abuela estaba allí y me tomaba de las manos, tenía la sensación que todo a mi alrededor, había cobrado vida. Que la oscuridad era roma y lenta, deslizandose por los bordes de la oscuridad como un líquido pestilente. Miré a mi alrededor, con el pecho cerrado de miedo y el aliento congelado entre los dientes. Y era el miedo. Tanto miedo.

- ¿Y la luz? - murmuré. Abuela suspiró.
- ¿La necesitas?

Me pregunté si los monstruos continuarían acechando si abuela encendía la luz. Si sentiría un alivio momentáneo pero tendría que llevarlos a todas partes en cuanto la oscuridad llegara. Imaginé puertas cerradas, jardines en sombras. Imaginé ventanas cubiertas por cortinas oscuras. Y el miedo siempre allí, a mitad del trayecto. Aterrador y malvado. Aguardando para golpearme, para provocarme ese horror infinito que sólo los niños conocen. ¿Siempre sería así? ¿Siempre tendría que huir? Imaginé a las brujas de la historia de mi abuela, corriendo por el bosque, ahora deteniéndose en mitad de la espesura. Ahora aguardando porque el sonido intermitente de las ramas al romperse llegara. Temblando, las manos empapadas de sudor, los ojos llenos de lágrimas. Aterrorizada.

- No la necesito - dije entonces, aunque era mentira. Pero también era verdad, de alguna forma. Apreté sus dedos - ¿Me cuentas que ocurrió con las brujas del bosque?
- Corrían entre las sombras de la noche, escapando de si mismas - dijo ella y aunque no podía verla, sabía que sonría. Había algo dulce y fuerte en su voz - Corrían, aterrorizadas por las sombras, por lo que podían imaginar. Pero de pronto...se detenían.

"De pronto, el miedo golpeaba un limite infranqueable en su interior. Era como una ola que no llegaba a destruir el dique. Y la bruja, temblando aún de miedo, miraba hacia atrás, hacia lo tenebroso. Y encontraba sólo árboles, rocas, animales que conocía por su nombre. La oscuridad estaba allí también, palpitando, elevándose en todas direcciones. Pero ahora sólo era eso: oscuridad, la ausencia de la luz. Y el verdadero resplandor, el que ilumina todas las cosas, estaba en ella. Estaba en su mente. Estaba en su corazón".

Suspiré. La oscuridad a mi alrededor pareció ondular, elevarse, bajar y subir entre los objetos y esquinas. Y de pronto, los espectros de rostro pálido, los monstruos de colmillos afilados retrocedieron y desaparecieron. Se volvieron simplemente objetos a medio iluminar. Pequeños trozos de realidad. El miedo palpitó ácido en mi garganta y luego me permitió respirar.

- ¿Y que ocurrió al final? ¿Llegó al claro del bosque? - pregunté con la voz temblando de alivio - ¿Ella...pudo encontrar el camino?

La mujer pálida en mi mente continuó caminando, tropezando entre piedras y rocas. Finalmente, la línea del horizonte pareció brillar, nítido y cristalino. Más allá, el bosque parecía combarse entre las ramas verdes y jugosas. Avanzó, entre las sombras encontró un camino que zigzagueaba hacia la hierba verde y fina de un claro remoto. Y allí de pie, recibió el amanecer. Con los brazos abiertos. Deslumbrada por el poder radiante en sus manos abiertas. De la sonrisa en su rostro y la sensación de triunfar, a pesar de los pequeños dolores y angustias.

- Lo hizo. Y volvió a él siempre que lo necesitó, siempre que el miedo le amenazó y rozó su mente - dijo mi abuela. La escuché moverse y luego, sus brazos me rodearon con calidez. Me aferré a su cuello, cansada y comenzando a adormecerme - el miedo siempre regresa, pero siempre podemos enfrentarlo también.

Me llevó en brazos por la casa oscura, que volvía a ser sólo una casa vieja y bonita repleta de muebles feos. La miré entre pestañeos, bostezando, con la oscuridad moviéndose al fondo de la luz como un movimiento sinuoso. Y allí estaba el miedo, claro. Tangible y real, pero también, lejano. Porque en mi mente había luz, había un pasaje radiante de sol recién nacido, donde una mujer pálida que podía ser yo misma muchos años después, disfrutaba de un amanecer imaginario.

Mi cama me recibió como una colección de pequeños sonidos reconfortantes. Cuando mi abuela me cubrió con la cobija, estaba casi dormida.

- Abuela ¿Y que hizo la bruja que ya no tenía miedo?
- Viajó por el mar para encontrar un lugar llamado hogar - murmuró - y tener una nieta a quien mirar dormir y soñar.

Sonreí. Quise decir algo, de enorme importancia, de profunda belleza. Pero sólo floté en el suelo, en la oscuridad lenta y cálida del alivio. Hacia el amanecer de mi mente inquieta y de la frontera de lo que deseo y temo. Más allá de mi misma. En el cielo interminable de mi imaginación.

***

Despierto. No recuerdo con qué había estado soñando. Quizás un recuerdo de mi niñez, me digo cubriendome con la sábanas. La oscuridad a mi alrededor tiene el aroma de la ciudad lejana y lenta. Y sin saber exactamente por qué, recuerdo la sonrisa de mi abuela, hace tantos años ya. Una primavera de luz naciendo en el claro de un bosque. El olor de la belleza más allá del miedo.

Me hace sonreír cuanto miedo le tenía a la oscuridad de niña. Un miedo paralizante y genuino. Ahora, miro las sombras y sólo pienso en la luz que la creó. En la oscuridad radiante y extraordinaria que nace desde algún punto de mi mente. Del poder de mi mente inquieta.

¿Con qué había estado soñando? me digo. Pero ya duermo otra vez. Y la bruja de mi mente, la mujer pálida en que me convertí, corre por el bosque de las esperanzas. Tan libre como hermosa. Tan poderosa como frágil. Un símbolo de mi imaginación.


viernes, 25 de septiembre de 2015

Proyecto "Un género cada mes" Septiembre - Literatura Infantil: "Coraline" de Neil Gaiman.




Neil Gaiman suele decir que es imposible definirle. Y ya sabrá este autor, camaleónico, furiosamente original, si tiene razón. Después de todo, Gaiman ha pasado gran parte de su vida adulta creando mundos y construyendo toda una nueva percepción de la literatura juvenil con una pasión que sorprende a propios y extraños. Desde mitologías y cuentos de hadas reinventados para un público contemporáneo, largas disertaciones filosóficas sobre el mundo infantil e incluso, toda una nueva percepción sobre el miedo, el terror y la belleza, Gaiman sentó las bases para construir un Universo a la medida de su fertil imaginación y también, de esa sensibilidad suya que hace todas sus obras únicas.

Porque el escritor no sólo es un soñador por convicción, sino un escritor que se toma la escritura muy en serio. Tanto, como para no darse un respiro en casi veinte años de carrera literaria: no sólo se trata de la multiple variedad de su talento sino además, de la capacidad de Gaiman para transformarse y construir nuevas experiencias creativas con enorme facilidad. De escritor de comic (creador del magnifico y aclamado Sadman) Gaiman recorrió un largo trecho para convertirse en un reputado escritor de novela fantástica juvenil e infantil, géneros complicados y sobre todo, con un público especialmente exigente. Pero Gaiman, soñador pero a la vez, insólitamente pragmático, sabe como hablar a esa generación díscola educada frente a las pantallas de la televisión y de cine, tan abrumada de imágenes e historias, que podría resultar insensible a la literatura. Pero el escritor, con una capacidad para asombrar que llega a desconcertar y que maneja una mitología propia, no sólo lo logra sino que además, construye una visión sobre la infancia tan insólita que resulta inolvidable. Una y otra vez, el escritor no sólo construye un mundo a la medida de su prolífica imaginación, sino que también, lo dota de una personalidad evidente. Nada es casual en las historias de Gaiman y ese ese empeño del escritor en lo bello, lo levemente macabro y lo intrigante, la raíz misma de su capacidad para cautivar.

Eso, a pesar que Gaiman no considera que escriba para niños, sino que escribe para "espíritus libres y curiosos". Lo hace sin prisas, escribiendo a un ritmo que sus editores confiesan a menudo puede llegar a impacientar, pero creando hilo a hilo, un tapiz fantástico que parece completarse entre sí. Porque lo suyo es crear "puntas de Iceberg" o así lo confesó en una entrevista a un diario Inglés:  “Mis historias son así. Solo se les ve la cumbre. Pero hay mucho más bajo las aguas”. Tanto, como para que las tramas y subtramas parezcan mezclarse entre sí para crear a su vez, otras tantas visiones sobre lo fantástico y lo temible que se sustentan en ese metamensaje constante de Gaiman sobre la multiplicidad de ideas que sostienen la imaginación.  Gaiman experimenta, avanza, especula, innova, comete la osadía de contradecirse así mismos. En el vasto universo de Gaiman hay espacio para todas las reflexiones sobre la fantasía:   Videojuegos (Wayward manor), cómics (Sandman, Orquídea negra), novelas (El océano al final del camino), libros infantiles (El galáctico, pirático y alienígena viaje de mi padre) y también películas (Coraline, Beowulf). El escritor no sólo parece incansable, sino además, consciente del poder extraordinario de su imaginación. Y su entusiasmo es contagioso:  Según el blog especializado de literatura fantástica Wertzone, hace dos años alcanzó más de 40 millones de libros vendidos en el mundo y también, fue un nombre recurrente en la lista de  best seller de The New York Times con varias de sus novelas.


Tal vez por ese motivo, el libro "Coraline" no sólo fue un éxito instantáneo sino también, una aproximación por completo nueva a esa noción del misterio infantil - los submundos y pequeños terrores ocultos en el filo de la imaginación - que Gaiman construye con tanta precisión. Porque  "Coraline" es un libro para niños pero no es un libro infantil. Es de hecho, una historia casi adulta, en sus planteamientos, referencias, personajes y atmósfera. Pero aún así, conserva una cierta inocencia ineludible: La visión argumental de Gaiman retoma los elementos tradicionales de la literatura para niños, pero creando algo totalmente nuevo. La historia es una visión refrescante de la  narrativa infantil que se sostiene sobre su propia lógica, una inquietante perspectiva de lo real y lo irreal que hace que el lector recorra caminos inexplorados en cada lectura. Tal vez se deba a Gaiman brinda a su historia una novedosa visión de lo siniestro, gracias a la evidentes referencias mitológicas inglesas, usadas antes por Gorey o Burton o tan solo que "Coraline" se niega a ser una historia sencilla: utiliza lo aparente y la metáfora como un interminable juego de espejos, cada vez más complicado y sutil hasta crear una perspectiva de la fantasía, el miedo y el mundo onírico que describe con extraordinario detalle.

Resulta inevitable, crear paralelismos entre "Coraline" y "Alicia en el país de las Maravillas" de Lewis Carrol. De hecho, mientras leía la historia, más de una vez tuve la impresión que se trataba de una versión tenebrosa del clásico libro infantil. Hay una atmósfera inquietante y mágica que remite inmediatamente al universo creado por Carroll: la misma visión idílica de la niñez y más allá, el trasfondo mórbido, casi retorcido, deslizándose casi invisible en la historia. Como reinterpretaciones de una misma visión esencial de lo infantil, lo extraño y lo misterioso, ambas narraciones parecen intentar mirar la ingenuidad del niño desde otro ángulo, asumirlo como parte de esa idea ambivalente y siempre en transformación de lo que consideramos real. Y quizás el triunfo de "Coraline" sea justamente ese: Brindar una perspectiva esencialmente novedosa a un historia que se ha contado muchas veces.

Como narración, "Coraline" sorprende además porque su autor logra captar de una manera muy realista esa voz interior del niño, más allá de la percepción del adulto. Un error común en la literatura infantil, es esa voz del niño excesivamente dura, formal. O en otras ocasiones, carente de la sencillez - nunca simplicidad - de la visión infantil. Quizás se deba a que Gaiman, padre de tres, dedicó especial atención a captar ese mundo disparejo y extrañamente sutil de la infancia o quizás, solo lo recordó. En una entrevista al respecto de la publicación del libro, el autor explicaba: “Recuerdo que cuando era un crío leí algunos libros, escritos por adultos, acerca de la niñez o desde la perspectiva de un niño. Y al leerlos pensaba: ¿Por qué no se acuerdan? No hace tanto que esta gente tenía ocho o diez años, no pueden tener más de cincuenta... Son sólo cuarenta. ¿cómo es que se han olvidado?” Así que no resulta sorprendente el cuidado a esa voz interior de su personaje, tal vez por el hecho que el autor renuncia desde el principio a entrar en la mente de una niña.  Y es que quizás uno de los mayores aciertos del libro, sea esa respetuosa y sutil tercera persona desde la cual se narra la historia, contando la perspectiva de Coraline, pero jamás analizando sus pensamientos, ni tampoco dándole un cariz adulto. Hay una exquisita distancia entre la pluma del autor - y su opinión sobre el mundo de Coraline, sobre sus vivencias - y el niño lector de cualquier edad que construye la historia en su imaginación.


Neil Gayman es un escritor prolífico, eso nadie lo duda. No obstante, "Coraline" parece ser una nueva prueba a su talento, a esa capacidad suya de reconstruir conceptos viejos en visiones totalmente nuevas.  Más aún, esa necesidad del autor de construir insólitas perspectivas de lo evidente, de comenzar otra vez a contar una historia vieja desde un ángulo desconocido. Y es sin duda, ese elemento novedoso lo que hace a "Coraline", una sorpresa dentro del genero para niños: es una historia de terror, pero también es un libro infantil, y también es una historia que tal vez, no pueda definirse a primera vista. El terror parece mezclarse con la inocencia, con un cierto sentido del humor melodramático que roza lo espeluznante sin serlo. Al final, Coraline deja al lector la sensación de recorrer un mundo inquietante pero tan hermoso que el recuerdo se hace perdurable mucho después de haber leído la última palabra, ese pequeño prodigio que solo un buen libro puede conseguir.



¿Quieres leer el libro "Coraline" de Neil Gaiman en versión PDF? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envio.

jueves, 24 de septiembre de 2015

De las pequeñas historias privadas: decisiones incómodas que debemos tomar de vez en cuando.




Hace un año, decidí que dejaría de prestar dinero a una de mis amigas más queridas de la infancia. Fue una decisión complicada: ella atravesaba uno difícil momento financiero y también, uno personal bastante complicado. A medio camino entre el divorcio y la soltería, se encontró no sólo que no tenía el suficiente dinero para sufragar los gastos que ocasiona el proceso jurídico sino que además, estaba sufriendo la aguda crisis económica de mi país en formas nuevas y sobre todo, preocupantes. La primera vez que me pidió un poco de dinero en préstamo para cubrir sus gastos personales a final de mes, lo hice de inmediato y sin hacerle preguntas incómodas. No llegó a pagármelo. Un mes después, me pidió volviera a echarle una mano.

— Se trata del divorcio, es por completo incontrolable — me insistió — pero te aseguro que te pagaré lo que te debo en cuanto pueda.

Le creí. No tenía por qué no hacerlo. Durante años habíamos sido amigas cercanas y gozaba de toda mi confianza. Por tanto, no tuve dudas que se trataba simplemente un acto de buena fe en un momento difícil. No las tuve al menos, hasta que un día la encontré en una carísima tienda de Zapatos en un Centro Comercial de la ciudad. Llevaba un par de bolsas colgadas al brazo.

— Sólo es para subirme el ánimo — me dijo con cierto nerviosismo — realmente no se trata de un gasto innecesario. Después podré venderlos.

Eran zapatos muy costosos, que yo no podría haber comprado incluso de desearlos. No supe que responder. No quería parecer la presionaba ni mucho menos que tenía algún derecho a opinar sobre su modo de vida, sólo por haberle prestado dinero. Así que me limité a fingir que le comprendía y a despedirme lo más rápido que pude. Unas semanas después, recibí un mensaje de texto suyo, pidiéndome reunirnos.

“Las cosas van mal y necesito apoyo moral”.

Resultó que además de apoyo moral, también necesitaba dinero. Esta vez me negué, con toda la educación que pude. Ella me dedicó una mirada de ojos muy abiertos y brillantes por la preocupación.

— ¡No me puedes hacer esto! ¡Tengo las tarjetas de crédito al borde! — me reclamó — ¡Te juro te pagaré cuando pueda!

Apreté los labios y contra mi buen sentido, terminé extendiéndole un cheque por una suma de dinero considerable. Nada más ponérselo en la mano, me sentí culpable e incómoda. Se trataba de un gasto considerable en mi incómodo presupuesto. Pero me obligué a continuar confiando, por esas razones sin sentido y la mayoría de las veces sin lógica con que se suele justificar la torpeza. Ella dobló el papel con el rostro sonrojado de agradecimiento.

— Te lo pagaré apenas pueda — me insistió de nuevo.

No volví a tener noticias suyas por semanas. Recibí un pequeño — y casi simbólico pago — y unos cuantos mensajes de textos apresurados y monosílabos que dejé de responder. Poco después, supe por amigos en común que la rutina de pedir un poco de dinero “para llegar al fin de mes” no sólo me incluía a mi, sino a varios más de nuestro grupo de conocidos. Y también, la mayoría de ellos, se la había tropezado haciendo compras de “ansiedad”, comiendo en restaurantes de considerable costo e incluso, costeándose un corto viaje de vacaciones. Una de las amigas con quien conversé sobre el tema y a quien también le debía dinero, me insistió que quizás se trataba de una conducta compulsiva casi inexplicable.

— Pienso que es un tema de ansiedad, preocupación y algo parecido a la angustia — me dijo — está gastando más de lo que puede pagar para consolar el vacío del divorcio. Ahora tiene más problemas de los que puede manejar. Está haciendo un tipo de rutina compulsiva para consolarse lo mejor que puede.

Me mordí los labios para contener la respuesta mal sonante que se me ocurrió. Mi amiga sacudió la cabeza.

— A veces hay que tomar decisiones por la gente, antes que se haga más daño — dijo — por mi parte, no habrá más dinero.

Tampoco del mio. La siguiente ocasión en que me telefoneó — disculpándose por el olvido y de nuevo, insistiendo en que necesitaba apoyo “moral” — me adelanté a cualquier insinuación y le dejé claro que no volvería a prestarle dinero por ninguna razón. Se quedó callada al otro lado de la bocina.

— Pero…en serio ahora si es una emergencia — me respondió al cabo con voz temblorosa — en serio que no tengo dinero para… — No te quiero escuchar — le interrumpí. Y decirle aquello me dolió muchísimo — hablamos después.

No respondí ninguna de sus llamadas ni correo electrónicos, aunque siguió insistiendo durante días casi con desesperación. Finalmente dejó de hacerlo. Y aunque me preocupó que podía estar ocurriendo, me sentí aliviada y un poco desconcertada por la situación. Unos pocos días, recibí una llamada de nuestra amiga en común.

— También me pidió dinero pero no se lo di — me comentó — creo que ahora tendrá que enfrentarse a sus problemas como un adulto.

Pasarían algunos meses hasta descubrir que efectivamente, lo había hecho. Sofocada por las deudas y problemas económicos, mi amiga tuvo que comenzar a desandar el camino que hasta entonces había recorrido. Y mientras el divorcio avanzaba con dificultad — había algunos bienes que dirimir y también, toda una serie de conflictos legales a medio completar — mi amiga se vio en la obligación de afrontar la realidad. Recortó gastos, comenzó a preocuparse lo mejor que pudo de la forma como utilizaba su dinero, vendió un montón de objetos y artículos que había comprado por puro descuido. Finalmente comenzó a recibir ayuda terapéutica para sobrellevar su crisis personal y emocional. De alguna u otra forma, encontró un precario equilibrio en medio del caos.

— No creo que podría haberlo hecho si hubiésemos continuado prestándole dinero — dijo nuestra amiga en común cuando nos encontramos unos meses después — supongo que no tuvo otra opción que tomar decisiones firmes.

— ¿Fue sólo por lo que hicimos? — le pregunté francamente desconcertada. Ella se encogió de hombros.

— Una combinación de cosas seguramente, pero eso tuvo su influencia.

Por semanas pensé en el tema. Y comencé a preguntarme con toda seriedad en la importancia de las decisiones que tomamos con respecto a nuestras relaciones personales y cuanta influencia tiene lo que hacemos o no, en el comportamiento de quienes les rodean. Encontré entonces que la mayoría de las veces, no eramos del todo conscientes de la influencia de nuestra conducta en la de quienes nos rodean y que de alguna manera, somos fuente de reacción de todo tipo de consecuencias y situaciones nuevas. Así que comencé a preguntarme cuantas de mis decisiones han permitido que alguien más actúe en consecuencia y en cuanto les ha beneficiado. Y encontré algunas ideas interesantes que analizar, como las siguientes:



* Dejar de ser el sostén moral de comportamientos inaceptables y/o peligrosos:
Una de mis amigas más queridas, pasó por un período muy turbulento. Luego de un divorcio complicado y una emigración forzada, cayó en una especie de ciclo extravagante que comenzó a afectarle emocional y físicamente. No sólo se trató del necesario período de adaptación en un país y trabajo nuevo, sino el hecho de caer a la deriva en un errático comportamiento personal debido al dolor emocional y mental de una separación muy dura. Comenzó a beber exceso, consumir de manera social estupefacientes e incluso, hacerse daño físico por descuidos y comportamiento irresponsable.

Por horas, me contaba sobre lo que vivía. Eran largas y extrañas conversaciones agónicas, donde escuchaba sus tropelías sin atreverme a hacer otra cosa que aconsejarle con cierta timidez sobre lo peligroso de comportamiento. Pero por supuesto, no sólo jamás escuchó ninguno de mis bien intencionados consejos, sino que continúo comportándose de la misma manera y cayendo en un inevitable ciclo auto destructivo que bien pronto se hizo incontrolable. Cuando intenté hacerle entrar en razón, me insistió que “no podía evitar vivir como lo hacia y que necesitaba atravesar esa etapa de auto conocimiento”.

Recuerdo que escuché su respuesta con una cierta sensación de alarma y también de tristeza. Pensé en que muy probablemente, su conducta se haría más y más errática, a pesar de cualquier consejo. Que insistiría no sólo en continuar corriendo riesgos sino además, en hacerlo por esa noción un poco desconcertada que era la manera más rápida de encontrar consuelo en medio de una situación personal muy complicada. Y seguiría contándomelo, claro, no sólo como confidente, porque era una forma de convalidar su comportamiento y también de asumir que aún alguien de su antigua vida, como solía decir, estaba allí para consolarla cuando lo necesitara.

Fue una decisión muy amarga la de no volver a contestar sus llamadas o correos electrónico y no obstante, no encontré otra manera de hacerle comprender que tarde o temprano, lo que estaba ocurriendo le haría un daño real y probablemente irreparable. Le escribí un último correo, incluyendo una serie de teléfonos de ayuda para casos como el suyo en el país donde estaba residiendo, algunos artículos que podían interesarle y explicándole que no podía seguir observando lo que ocurría sin hacer otra cosa que escucharla. Fue un momento confuso y dolorosísimo, sobre todo, porque a pensar de su comportamiento, seguía siendo una amiga muy querida. Tuve la sensación que la estaba traicionando y sobre todo, la estaba hiriendo de una manera muy mezquina.

Pero no me retracté, a pesar de que continué recibiendo correos suyos donde me contaba todo lo que ocurría en su vida, detallando cada una de las locuras que cometía. No respondí, a pesar de la preocupación, de la sensación que amiga se deslizaba hacia el desastre. La sensación era la de ser espectador de una situación cada vez más confusa en la que no podía intervenir. Finalmente, dejó de escribirme. Y lo hizo, enviándome un último correo donde me contaba que su vida se estaba viniendo abajo y necesitaba de mi consejo. Una de las decisiones más duras de mi vida fue el no responder.

Transcurrieron varios meses hasta que volvía a tener noticias suyas. No sólo comenzó a trabajar en un nuevo trabajo sino que a pesar de todo lo ocurrido en su vida durante los últimos meses, logró obtener la custodia de sus niños, en disputa con su ex esposo durante meses. Y de alguna forma, en un proceso lento pero fructífero, logró recuperar su equilibrio. Hacerlo, no sólo a través de su esfuerzo, sino perdonándose el difícil camino que había recorrido hacia cierto equilibrio emocional. Numerosos amigos en común me hablaron que finalmente había recuperado parte de su tranquilidad mental y que comenzaba a recuperar cierta estabilidad.

Por supuesto, no creo que el sólo hecho de haber tomado la decisión de dejar de ser su confidente le brindara un nuevo impulso a su forma de vivir. Probablemente no, pero al menos, dejó de ser la válvula de escape a través del cual su comportamiento podía justificarse o excusarse. Como diría un amigo psiquiatra a quien consulté sobre el tema, muchas veces la conducta auto destructiva necesita de espectadores o si no, carece de impacto e importancia para quien la comete.

De la experiencia aprendí, que en ocasiones, la mejor muestra de amistad es quizás un paso atrás discreto pero decidido que sea un mensaje en sí mismo.

* Decir lo que piensas aunque parezca que no deberías:
Por años fui muy cercana a una fotógrafa que básicamente, contradecía con su trabajo todo lo que creo y propugno como profesora de fotografía, un análisis muy subjetivo que jamás discutimos en realidad. En lo personal, el tema no me molestaba en lo más mínimo — cada quien asume la profesión que ejerce desde su propia visión personal — pero llegado cierto punto, me encontré con la complicada decisión de decir lo que pensaba sobre trabajos semejantes al suyo, a pesar de lo que pudiera pensar. No sólo se trataba de una decisión que me ponía en la incómoda decisión de debatir un tema que no consideraba realmente importante en nuestra amistad, pero que sin duda podría provocar algún que otro altercado sino además, analizar la idea desde un punto de vista objetivo. Más de una vez, me pregunté si mi opinión — personal y sobre todo, argumentable — podría provocar una situación y llegué a la conclusión que no, por el mero hecho que se trataba solamente de un parcial y sobre todo, privado punto de vista.

Por supuesto, ocurrió exactamente lo contrario: cuando comencé a analizar en varios artículos mi punto de vista sobre la fotografía, encontré que la mayoría de ellos parecían no sólo molestarle sino además, provocarle una verdadera irritación. Intenté entonces que mis artículos se hicieran más técnicos y académicos, pero seguían chocando frontalmente con algunos de sus puntos de vista particulares: desde la forma como asumía el hecho fotográfico e incluso, su manera de aprender. Preocupada, me pregunté si debía modificar el objetivo de mis investigaciones, suavizarlos o incluso, simplemente censurar algunos puntos de vistas en favor de expresarlo de alguna otra forma, que pudiera parecer menos directos.

Decidí no hacerlo, no sólo por el hecho que se tratan de puntos de vista perfectamente válidos y que podían propiciar una sana discusión, sino porque además, estaba convencida que mis reflexiones sobre fotografía estaban dirigidas a una idea muy amplia que no era posible personalizar. No obstante, mi amiga no sólo lo personalizó sino que llegó a convencerse que se trataba de un ataque solapado hacia no sólo su forma de fotografiar sino su estilo de vida. Finalmente, el enfrentamiento fue inevitable y una relación cordial de años terminó de una manera poco menos que incómoda.

Después de eso, me he preguntado muchas veces si debí dejar de reflexionar en voz alta y vía Redes Sociales sobre mi punto de vista. Si de alguna manera debí analizar mi punto de vista sobre el tema fotográfico intentando no tocar temas álgidos que pudieran resultar ofensivos si llegasen a ser malinterpretados. Es una disyuntiva compleja pero sobre todo dolorosa: se trata de decidir entre la idea básica sobre lo que se sostiene nuestra opinión y sobre el hecho de como puede repercutir como idea mucho más amplia.

Todavía no estoy segura si hice lo correcto en expresar mis opiniones como lo hice. No obstante, sigo creyendo que también descubrí que la auto censura — o lo que podría haber sido autocensura — es una idea que no sólo implica lo que asumimos nuestra responsabilidad como expresarnos sino también, la forma como interpretamos nuestro punto de vista.



* Cuando debes decidir hasta que punto permitirás la situación que te rodea te afecte de manera personal:
Durante años he estado obsesionada con la situación política de mi país, lo que ha provocado que buena parte de mi trabajo como articulista y también como fotógrafa esté muy relacionado con mi punto de vista político. No sólo me he implicado en las nociones políticas básicas de lo que ocurre en Venezuela sino en el hecho real de cuanto puede afectarme. Pero en algún momento, ese interés natural por las implicaciones de lo que ocurre en mi país se hizo no sólo desmedida sino que comenzó a provocarme un daño real. No sólo se trataba de mi preocupación por lo que ocurría sino algo mucho más obsesivo, agresivo y doloroso. Una perenne sensación de no poder desvincularme de la idea general sobre la crisis que atraviesa Venezuela y mi manera de asumir sus consecuencias como parte de mi vida cotidiana.

No fue fácil decidir desvincularme a medias de la situación Venezolana, lo que implicó no sólo dejar de compartir mis opiniones políticas sino comenzar a analizar mi vida y su circunstancia como una idea independiente a todo lo demás. No resultó sencillo sobre todo, comenzar a disfrutar de los pequeños momentos de paz y tranquilidad — que pueden existir a pesar de todo — y decidirme a conservar mi salud mental en medio de una situación tan caótica como la que padece el país donde vivo. Pero lo hice — a medias y de manera muy torpe — en la medida que comencé a hacerme preguntas directas sobre hasta que punto había perdido el control en cómo me afectaba la crisis política y cultural de país y cuanto permitía me afectara. Se trata de una idea complicada de digerir: ¿Como puedes sustraerte de lo que ocurre a tu alrededor? ¿Se trata de un tipo de evasión o una manera de sobrevivir? O incluso, algo más enrevesado ¿Realmente es posible sustraerse por completo de lo que ocurre a tu alrededor? ¿De los hechos y elementos que pueden afectar tu vida?

Poco a poco, comencé a esforzarme por no sólo analizar mi punto de vista con cierta distancia de la situación que vivo, sino también a intentar construir un espacio privado donde pudiera recuperar cierta paz mental. Lo hice de la mejor manera que puedo hacerlo: a través de las artes, la creación, el trabajo personal sobre ideas que me apasionan, la percepción de la idea país como un pensamiento del que puedo desvincularme en ocasiones. Poco a poco, comencé a construir lo que suelo llamar una red de seguridad a mi alrededor y sobre todo, una percepción mucho más flexible y saludable sobre mi misma y la circunstancia que vivo. ¿Es efectivo? no siempre. ¿Es necesario? definitivamente lo es.

En ocasiones, me siento egoísta e irresponsable por mantenerme al margen de una serie de ideas con las que por mucho tiempo me obsesioné. Pero, a pesar de eso, continúo pensando que no sólo necesitaba hacerlo, sino que además, fue una decisión que me permitió no sólo recuperar el aliento quizás para volver a involucrarme a fondo más adelante, sino para comprender mejor la situación en que vivo.



Hace unas semanas, acepté tomarme un café con mi amiga, quien finalmente logró remontar la cuesta del difícil divorcio que atravesó. Luego de una incómoda y torpe conversación, me extendió un cheque y lo dejó sobre la mesa, en un gesto tímido que me desconcertó.

— Es casi todo lo que te debo. Espero terminar de pagartelo pronto — me dijo. No supe que decir — muy cerca estuve de no aceptarlo — pero finalmente decidí que había algo de simbólico en el hecho de que quisiera pagarmelo. Tomé el cheque y lo guardé con un gesto casi solemne.

— ¿Te sientes mejor? — le pregunté. Ella se encogió de hombros. — No es fácil hablar de mejor o peor cuando tu vida cambia tan rápido — dijo en voz baja — pero si, creo que de alguna forma me estoy liberando de ciertas cosas que por mucho tiempo me dolieron y me molestaron.

Pensé en lo que había dicho nuestra amiga en común, de la compulsión que consuela el vacío y la idea de olvidar los dolores con cosas triviales. Y pensé en esa soledad simple de los adultos, en esa noción un poco confusa de la identidad. Guardé el cheque, pensando en las metáforas en cada una de nuestras acciones, en la manera como nos comportamos y nos comprendemos.

¿Nuestro comportamiento puede influir en otros? No siempre, por supuesto, pero en ocasiones me pregunto si somos consciente del peso de lo que hacemos, pensamos e incluso simplemente decidimos y cuando influye en nuestra vida y en la de los demás.