domingo, 27 de septiembre de 2015

Una pluma al viento y otras historias de brujería.




En brujería, los cumpleaños suelen celebrarse con un viejo ritual que recuerda el aprendizaje que se recibe durante un año de vida. Una a una, las velas recuerdan las anécdotas, experiencias, alegrías y placeres. También los dolores y tristezas de un largo ciclo que acaba y termina en una única noche. Una vela por cada sonrisa. Una vela por cada momento de placer. Una vela por cada lágrima y perdida. Una vela por cada recuerdo que se atesora y se añora.

La primera vez que llevé a cabo el ritual, tenía diez años y sólo coloqué dos velas. Una por haber encontrado un libro del cual me enamoré y otro, por haber llorado la partida de mi maestra favorita. La abuela - la sabia, la bruja - las encendió por mi y juntas, levantamos las manos hacia el infinito para agradecer haber podido vivir ambas experiencias.

- ¿Lo que te duele también se agradece ? - pregunté confudida. Mi abuela me dedicó una de sus sonrisas misteriosas.
- Lo doloroso también te hace quien eres. Así que sí, debemos agradecerlo. Y también, el poder consolar ese sufrimiento.

Así que elevé las manos hacia la Luna y agradecí las páginas del libro que me contó la historia de una familia que sufrió cien años de soledad. Lo agradecí con los ojos apretados, recordando como leer el libro había hecho latir mi corazón muy rápido. La sensación extraordinaria de soñar y creer en mundos imposibles, en lugares inexplorados. Y también agradecí, con los labios apretados de angustia, el haber conocido a la maestra Rosalinda, a pesar de haberla perdido después. De lamentar su lugar vacío detrás del escritorio, de sentir una profunda tristeza porque ya no estaba más para leer en voz alta los pasajes de sus libros favoritos, de reír y de enseñar siempre con ese entusiasmo suyo que no olvidaría jamás.

El ritual me desconcertó pero me gustó. Pensé mucho en él en los días siguientes. Me pregunté cuantas velas habría el año siguiente, cuantas cosas habría que celebrar y lamentar. El pensamiento me hizo sentir miedo pero también alegría. ¡Había tanto por vivir!

El día de mi once cumpleaños me senté en un circulo de luz de tres velas. Estaba llorando. Mi abuela también.

- Vamos a despedir a bisabuela como ella lo habría deseado - dijo con la voz entrecortada -agradecerte estuvo con nosotras y nos enseño a reír.

Y lloré mientras levantaba los brazos para agradecer a la bisabuela no sólo haberme enseñado a reir, sino también a pensar. De contarme las historias de su colección de cajitas y obsequiarme libros para leer. Agradecí su risa atronadora, su fresca mirada verde. Agradecí sus palabras inteligentes. Sus sueños, sus ideales. Incluso sus regaños y su mal humor. Agradecí a la vida haberla conocido, amado, admirado. Agradecí sus desvelos, sus preocupaciones, sus silencios. Agradecí incluso su ausencia, llena del amor que le tenía.

Y también agradecí las pequeñas alegrías: mi cámara fotográfica y mi primera fotografía. Agradecí, aún llorando pero con una sonrisa, esa magia en plata y papel que me enseñó que el tiempo puede detenerse, puede atesorarse, guardarse como un fragmento de ideas. Agradecí poder correr con la cámara en mano, agradecí mirar el mundo a través del visor. Agradecí también comenzar a transitar el camino del Arte de la Brujería. De ahora, quizás, poder llamarme bruja. Una palabra que pronunciaba en voz baja, casi con reverencia y que ahora, me pertenecía tanto como al resto de las mujeres de mi casa.

Me habitué a esas pequeñas celebraciones. Me acostumbré a recordar lo bueno y lo malo, lo duro y lo hermoso que me obsequiaba cada año de vida. Me deleité coleccionando momentos, tomando lo doloroso y lo bello para crear un tapiz de ideas y de recuerdos que pudiera celebrar la noche de mi cumpleaños. Rodeada de circulos de velas, comencé a comprender que la vida, es una sucesión de asombro y maravilla, de pequeños descubrimientos, de delicados y sutiles aprendizajes. Que el dolor siempre es parte de lo que creemos y construímos, pero también la felicidad. Que somos nuestra mejor obra de arte, el mejor deseo, la máxima aspiración espiritual. Que nuestra vida se crea a través de la experiencia, de la pasión, de la intensidad, de la creación y de la experiencia. Que cada día engendra sabiduría, que cada momento es una oportunidad para aprender, que cada día y noches es un reflejo de nuestra necesidad de crear y creer.

Y celebré el primer beso y la primera caricia. La primera hoja escrita y la primera fotografía colgada en la pared. La primera vez que me senté en un pupitre Universitario, la primera vez que dormí abrazada a un hombre que amé. Y  celebré, vela a vela, las sonrisas, los besos, las lágrimas, las palabras tachadas, las cenizas perdidas, las páginas arrancadas, los corazones rotos. El sufrimiento pequeño, la alegría devastadora. Y celebré, entre risas, los grandes triunfos que me hicieron levantar los brazos y bailar. Los grandes sufrimientos que me dejaron tendida en la oscuridad. Y celebré, cada sombra y cada matiz de mi vida. Cada momento hermoso y desagradable, cada puerta cerrada y abierta.

Y celebré, la noche en que debí encender las velas a solas, porque abuela - la sabia, la bruja - había partido hacia las estrellas. Llorando, con los dientes apretados, entre gemidos de angustias. Pero di gracias a las Estrellas por ser parte de mi vida, por educarme con amor y paciencia. Por las noches de cuentos, por los días de la cocina con olor a albahaca, por el jardín antipático, por la Luna que cuenta historias, por el viento que recuerda mi nombre. Y celebré, a pesar de llanto, del pecho roto de dolor, de las manos extendidas para tomar la luz. Pensando en todo lo que perdí y recibí, de todos los instantes, las palabras que se atesoran, los sueños que crean y se elevan en la imaginación. En la ausencia que recuerda el amor. En todos los silencios de los años venideros y todos los recuerdos, que los llenarían.

Y celebré después el haber sobrevivido, el haber recorrido un largo trayecto de angustia, el haber encontrado un lugar para el alivio y el consuelo, para alzar las manos y agradecer, con una sonrisa, lo vivido. Celebré un año después, aún con las lágrimas en los ojos, pero también con una sonrisa. Rodeada de velas y libros abiertos, de fotografías. Celebré un año de haberme roto mil veces mi boca y mi lengua, un año de haber encontrado un camino para aprender y comprender de nuevo el valor de la pequeña sabiduría de todos los días. Celebré con las manos abiertas, con el rostro vuelto hacia las estrellas mudas. Con el valor de creer y confiar.

Y celebro mi nacimiento, rodeada de un circulo de fuego incandescente. Bailando, entre risas y tristezas, bajo la luz de estrellas muertas y recuerdos que conservo entre los dedos. Un recuerdo, que vale por infinitas escenas de mi vida, de mis esperanzas y mis expectativas. Y celebro, con la alegría de la satisfacción de los sueños cumplidos, el pesar de los rotos, el trayecto lento y duro hacia el origen mismo de mis deseos, hacia el tiempo que transcurre plácido en mi mente, hacia mi espíritu vivo y pleno de deseos. Camino, andariega y asombrada, para encontrar mi propia voz en la oscuridad, mi rostro en el espejo de mi espíritu. El circulo interminable de creer, crear y confiar.

Pero hace tantos años ya, sentada frente a dos velitas diminutas, no imaginaba esas cosas. Faltaría muchos años para que comprendiera el poder de la alegría, las enseñanzas del dolor y las piezas rotas del infinito horizonte en mi mente. La niña que fui sólo miro asombrada la pequeñas llamitas, intentando imaginar todo lo que simbolizaban, pensando en lo que vendría, creando el futuro en pequeños trozos de sueños a medio completar y desear. Sonríe, levantando las manos de uñas rotas y roídas, con la esperanza de elevar un mensaje mudo a las estrellas, a ese infinito espléndido azul añil que brilla sobre ella.

- ¿Y entonces, la Luna recordará que hoy cumplo años? - pregunta la niña, curiosa y asombrada por el poder de ese pensamiento. Mira hacia arriba, hacia la línea azul que se eleva hacia la montaña querida y sube en vertical. Una Luna brillante, como de plata, eterna e inolvidable, pendula sobre la ciudad.

La abuela ríe, con esa antigua sabiduría de tantos bosques de luz, de todas las noches que esperan por llegar. Contempla a la nieta, al borde mismo de la esperanza, con la vida extendiéndose hacia ella, hacia el futuro que aún se construye, llevando entre los dedos una línea de historia que se hereda. Entonces, ambas celebran, con las palmas hacia el Universo sin rostro, la magia antigua de la esperanza floreciendo entre ellas. Una noche entre todas las noches, susurra la abuela a la nieta. Una noche entre todas las noches, para celebrar una sonrisa, una lágrima, la mano extendida, la palabra que consuela, la imagen que se eleva. La libertad del espíritu y el poder de ese lugar perenne y misterioso que con tanta ingenuidad llamamos corazón.

Y celebro ahora, sentada entre mis propio circulo de luz, la mujer en que convertí, la bruja que soy. Maravillada por todas las cosas que deseo y aspiro, por lo fuerte que me ha hecho la perdida, por la belleza de las pequeñas alegrías y el duelo de las tristezas privadas. Soy, la mujer que construyo cada día, mi mejor sueño a punto de cumplir. La historia que deseo comprender, más allá de mi misma. Una forma de aspirar y vivir.

La bruja que canta al viento.
La luz de las estrellas por herencia.





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