martes, 29 de septiembre de 2015

El país sin rostro: ¿Quienes sobreviven a la Crisis Venezolana y por qué?




Cuando me acerco a la fila formada a dos cuadras de mi casa, me encuentro que hay un grupo de ancianas esperando al borde de la calle. Una de ellas, me mira con desconfianza cuando doy unos pasos para mirar hasta el lugar donde la multitud se hace cada vez más escasa, unos metros hacia la derecha.

— Cuidaito con colearse — me indica una de ellas, de inmediato. El resto me mira con ojos entrecerrados y cautelosos. Levanto las manos. — Solo quiero saber que pasa. Estoy escribiendo algo sobre el tema y…. — ¿Qué pasa? Aquí no pasa nada — dice un hombre unos pasos por delante — esa es la gran vaina de este país: que nunca pasará nada.

No sé que responder. El grupo de ancianas tampoco: se revuelven incómodas y dedican miradas inquietas al hombre, que nos mira a todas con una franca mirada de ojos castaños y hombros erguidos. Enciende un cigarrillo, sacude la cabeza.

— No hace falta que haya conflicto, señor — dice una mujer un poco más adelante. Lleva un niño pequeño de la mano, en Uniforme escolar, que parece incómodo y un poco asustado — Simplemente vamos a evitar que haya alguien más vivo y que todo el mundo haga su cola.

El hombre suelta una risotada. Desde donde estoy, el sonido tiene la resonancia de un pistoletazo seco. Una especie de ruido ronco y duro sin ninguna traza de humor. Se adelanta un poco hacia donde nos encontramos. Con la boca apretada, el rostro tenso. Hay algo angustiado en su expresión, pero también feroz. Una especie de preocupación sorda, levemente corrosiva.

— Eso es normal entonces — dice casi a gritos — ¿Es normal tener que hacer una cola aquí todos los días para que te vendan los que le da la gana? ¿Es normal? ¿Lo único anormal es que alguien se intente meter a comprar antes que tu?

Nadie dice nada, pero aún así, un murmullo zumbón recorre la fila, que ya se extiende varios metros por la cuadra. Al grupo de ancianas, se unió tres hombres, una mujer de aspecto cansado y otra madre con un niño en brazos, tan pequeño que duerme a pesar del estrépito de la calle y de las voces a su alrededor. Todos parecen un poco consternados y abrumados por la perorata del hombre del cigarro. Todos le miran, parecen enfurecidos. Pero nadie se atreve a responderle. Continúo de pie, mirándolo todo, un poco asombro. Y también miedo. ¿Como puedo evitarlo?

Hace un año, el periodista @LuisCarlos comentó en su TimeLine que a pesar de lo muy duro que había resultado el año 2014, lo añoraríamos en comparación a todo lo que Venezuela tendría que sufrir en el siguiente. Corrían los últimos días de un diciembre austero y tristón. Uno tan atípico que sorprendió a propio y extraños: diciembre llegó sin pinos, regalos, los tradicionales estrenos y con unas pocas hallacas, el plato tradicional navideño del país. Recuerdo que al leer la frase, sentí un escalofrío. Esa mañana me había llevado casi cinco horas de tenaz recorrido por varios supermercado encontrar los productos que necesitaba para la cena navideña. Había desistido de comprar alguno de los más tradicionales — el Paneton de chocolate que por casi una década, corté el día de navidad y que me resultó muy costoso de adquirir — y que me asombré por los precios de los pocos objetos y electrodomésticos en anaqueles. Había un ambiente depresivo y cansado, como si Caracas — el país entero — se desplomara en una desazón lenta y brumosa que no podía entender muy bien. Me sentía sobreviviente de algún conflicto que aún no había llegado a suceder. Un paciente en recuperación de alguna enfermedad incomoda y anónima.

¿Que puede ser peor que esto? pensé luego de leer al periodista. Lo pensé, enfurecida y con la falsa esperanza del desengañado, frente al anaquel vacío de un supermercado. ¿Que puede ser peor que este silencio de país arrasado que no entiendo muy bien?

Por supuesto, @LuisCarlos no se equivocó: durante el año 2015 Venezuela ha vivido la peor inflación de su historia, por encima del 100% y se presume que se duplicará para finales de años o principios del siguiente. La escasez se quintuplicó y la capacidad de consumo se redujo a minimos históricos. Los anaqueles se vaciaron al doble del año anterior y la contracción económica no sólo se hizo aún mayor que los indicadores de los meses inmediatamente anteriores, sino que parece anunciar una devastación sostenida que el ciudadano tendrá que padecer sin capacidad para enfrentarlo. Es un pensamiento abrumador: en la actualidad, el Venezolano promedio no puede costarse la cesta básica de productos alimenticios, sólo con el fruto de su trabajo. El desabastecimiento aumentó casi nueve veces la cifra más alta del año anterior y según los economistas Asdrúbal Oliveros y Carlos Miguel Álvarez de la firma Econalítica la variación de la tasa de inflación alcanzará un 128,8% en unos cuantos meses. Como bien señaló @LuisCarlos, lo ocurrido y padecido en el 2014 y que consideramos el limite mismo de lo que cualquier país puede soportar, sólo fue el preludio de algo más profundo, duro y peligroso de enfrentar.

La fila de compradores continúa extendiéndose. Eso, a pesar que por ahora, nadie sabe cual es el producto que venderá el establecimiento comercial frente a cuyas puertas espera. Me lo dice con la mujer del niño pequeño. También me contó que espera sea leche completa. Que la necesita. Que le preocupa tener que alimentar a su hijo sólo con Avena mezclada con agua. Cuando me lo dice, sacude la cabeza, aprieta los labios en un gesto rápido. Parece asustada por quejarse en voz alta, por el mero hecho de poner en palabras la incomodidad del calor tempranero, de los pies hinchados, de la calle rota que te obliga a moverte de un lado a otro para no caer. Ella sacude la cabeza cuando se lo digo, me mira con ojos sinceros y desesperados.

— Mija, pero ¿Como no se tiene miedo aquí? sino es el malandro, es la policia. Pero mejor callarse uno y evitarse un rollo — aprieta el niño contra el pecho. Le escucho rezongar, se sacude, levantando las manitos apretadas — ¿qué hace uno con todo esto?

“Todo esto” por supuesto, es la fila multitudinaria que ya se extiende casi una cuadra y media más allá. Los rostros afligidos, las puertas cerradas del mercado. El hombre que se queja en voz alta, cada vez más enfurecido y cansado. No ha dejado de protestar y gritar desde que contestó al grupo de ancianas. Sigue haciéndolo aunque nadie lo escuche. Aunque todos intentan ignorarlo lo mejor que puede.

— ¿Ustedes se calan esto por qué? — vocifera paseándose de un lado a otro -¿Que coño hace que uno quiera hacer cola? Todo esto es una mierda. Una mierda que nos comemos tranquilos.

Es un hombre robusto, de mofletes temblorosos y los ojos muy brillantes por la cólera. Me mira irritado cuando me detengo a unos pasos de donde se encuentra y le pregunto por qué hace la cola. Que lo obliga a hacerlo.

— ¡Lo mismo que a todos pues! — dice y suelta una carcajada seca, de fumador — Este país se convirtió en un rancho. Aunque siempre lo fue y lo teniamos arreglaito, ¿Sabes tu? Un rancho con sus paredes pintaditas, los pisos de cemento fregados. Pero un rancho. Solo que ahora lo vemos y nos lo tenemos que calar.

Durante casi cuarenta años, Venezuela disfrutó de una improbable bonanza petrolera que convirtió su economía en una contradictoria mezcla de prosperidad y motilidad social enfrentada a la marginación más violenta. Mientras Caracas parecía florecer de cabo a rabo — con teatros, museos y centros financieros — las laderas de las montañas y colinas a su alrededor se llenaron de ranchos, chabolas estratificadas y aumentadas hasta el infinito que transformaron el paisaje urbano para siempre. Durante la llamada “cuarta República” Venezuela dio el gran salto de país rural a una urbe cosmopolitan o con aspiraciones de serlo. La democracia bipartidista, con todos sus errores y la marcadísima burocracia que la definieron, permitieron que el país avanzara hacia el umbral de una promesa. De un país posible. Y aún así esa esperanza, esa posibilidad fue demasiado frágil para sostenerse en realidad. Para ser otra cosa que una estafa histórica de enormes implicaciones.

— Hacer la cola no es tan humillante, coño — grita alguien entonces. Me doy la vuelta: se trata de las ancianas del grupo que vi al llegar. Lleva el cabello canoso muy corto, jeans gastados y una camiseta de un color indefinible. Lleva el uniforme del ama de casa genérica Venezolana, esa mujer sufrida, práctica y hacendosa que la imaginación popular a sublimado a heroína anónima — se hace porque se tiene que hacer. Se hace porque este país llegó a esto y uno no hace otra cosa que aguantarselo. ¿Que va a hacer usted pues? ¿Va a quemar el supermercado? ¿Va a matar al dueño? Nadie lo obliga a estar aquí.

Hace años, leí sobre la resignación como arma de cualquier sistema político que aspire al totalitarismo. Una especie de juego de conceptos, que tiene por único interés someter la voluntad del ciudadano y evitar la protesta y la rebeldía de origen. No se trata de la represión, el miedo y la censura, sino de obligar al ciudadano común a doblar la cerviz, a admitir que debe vivir la penuria como una condición de vida. En el texto, se hablaba del ejemplo de Joseph Stalin, que convenció a Rusia que el sufrimiento era una forma de lealtad y del de Fidel Castro, que logró crear una idea redituable sobre el sufrimiento leal, una confusa mezcla de fidelidad ideológica, partidismo y nacionalismo. Ambas visiones, parecen insistir en el hecho que de esa noción del padecimiento diario como una manera de celebrar una identidad política o lo que resulta más preocupante, encontrar el reconocimiento social. Existo, en la medida que puedo ser fiel y útil al super Estado. Al poder hegemónico.

— ¿O sea que usted el gobierno le pide que se mate y lo hace? — dice alguien más, un hombre que no distingo bien de la distancia donde estoy — ¡Por eso Chavez hizo lo que le dio la gana en esta mierda! ¡Aqui hay pura gente con alma de esclavo!

Chavez suele ser considerado un fenómeno histórico. Un lider inevitable nacido de la circunstancias. Pero no es tan sencillo. O al menos, no tanto como se analiza desde el punto de vista de la recurrencia del fenómeno que provocó su transformación de animal político y fenómeno de masas, a un semi Dios todo poderoso y políticamente infalible. Albinson Linares lo resume de manera extraordinaria en su artículo “El carisma no se hereda: La Maldición de Nicolás Maduro” en la revista “Horizontal” : Algunos líderes acaban convertidos en “hombres-dioses” para sus seguidores y la influencia que detentan perfila nuevos horizontes en las sociedades que los ven surgir. Sir James George Frazer era un escocés cabeza dura que llevó su obsesión por la semejanza entre magia y religión al punto de abrir nuevas sendas en la antropología moderna. Trabajaba trece horas al día, siete días a la semana hasta durante cincuenta semanas al año y se quedó ciego escribiendo sobre los ritos de tribus aborígenes a las que nunca visitó. Frazer le dedica a estos líderes especiales una infinidad de juicios en La rama dorada, obra seminal de la antropología moderna, y se refiere a ellos como los magos públicos: “El hombre-dios de la clase mágica no es otra cosa que un hombre que posee en grados inusitados los altos poderes que la mayoría de sus compañeros se arrogan […] el mago público, si es hombre prudente y hábil, puede avanzar poco a poco al rango de jefe o rey”.

El carisma es una fuerza telúrica, revolucionaria, que en su clímax funciona como el proceso de formateo que los informáticos usan con los disco duros: limpian la memoria para empezar a usarla desde cero. El sabio alemán Max Weber, sin usar una imagen tan posmo, le dedicó decenas de páginas a la “dominación carismática” en su libro Economía y sociedad, donde señala que este fenómeno “es de carácter específicamente extraordinario y fuera de lo cotidiano”. Para la estudiosa Margarita López Maya, volver a la obra de Weber es una forma de entender el legado de Chávez: “Ese tipo de dominación no es racional; los vínculos que unen a las personas con ese ser que ellos consideran extraordinario, superdotado, fuera de lo humano, son vínculos de tipo emocional y [a partir de él] se desarrollan valores sobre todo en ese orden político: valores de lealtad, amistad, cariño, amor y ese tipo de cosas”.

El carisma es ese je ne sais quoi que logra subvertir los intereses individuales en pos de una tarea colectiva. Crea las condiciones para el surgimiento de un líder excepcional, capaz de forjar nuevos ritos sociales o de desenterrar viejas tradiciones. Incorporando estos ritos o tradiciones a su discurso, el líder carismático puede llegar a una reorientación “completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al mundo en general” — apunta Weber en su obra monumental que parece haber sido publicada en 1921 para interpretar la Venezuela del siglo XXI.

Pienso en las palabras de Linares mientras la discusión inevitable comienza: a gritos, los detractores y adoradores de Chavez se disputan el privilegio de insultarlo e idealizarlo. Como toda situación, circunstancia o suceso en Venezuela, la opinión sobre Chavez — su gobierno, su muerte, su legado — parece dividir de manera irreconciliable las opiniones a nuestro alrededor. Hay una persistente sensación de furia y frustración, relacionada con la promesa incumplida, con la percepción inmediata que Chavez marcó un antes y un después en medio de un ambiente político inestable y naturalmente confuso. Nadie parece asumir el hecho que Chavez, ya no sólo es un lider difundo, un sagaz político convertido en icono de una supuesta rebelión popular, sino que además, se trata de un símbolo de una postura cultural y social muy definida. Porque Chavez es inevitable: donde sea que le mire, es imposible ignorarlo. Por supuesto, el gobierno tampoco lo permite, pienso mirando la enorme valla que corona la esquina más próxima: Chavez, eternizado en papel y consignas, mira la escena a sus pies con ojos entrecerrados y maliciosos. Como si disfrutara de la animosidad pública, como si provocarla, fuera la única herencia real en una visión política confusa e incompleta.

Claro está, Chavez — el icono — necesita sobrevivir para justificar un gobierno violento, militarista y con una clarisima e indudable vocación totalitaria que le sucedió. Un gobierno que se atrinchera en el poder con una ferocidad que no disimula y que se manifiesta con una política de directo violencia contra el disidente. De manera que Chavez, quien disfrutaba de una conexión emocional inexplicable con buena parte de su militancia, necesita seguir existiendo. Siendo punto referencial, de debate, de disculpas, justificaciones y rencor. Una fuente inagotable de argumentos, de una visión única del país que aún insiste en serle leal. Se trata de un pensamiento angustioso, una idea que define a Venezuela mejor que cualquier otra cosa.

En la cola, la discusión terminó de forma tan abrupta como comenzó. De nuevo, todos están de pie bajo el sol, aguardando con una paciencia bíblica a que el supermercado abra las puertas. Incluso el hombre furioso, continúa allí, mascullando en voz baja, fumando un cigarrillo tras otro, pero de pie, aguardando, como todos los demás. Cuando paso a su lado, me dedica una mirada rápida, una sonrisa tan amarga que es sólo una mueca.

— El hambre pesa más que la inteligencia — comenta al aire, en todo corriente, como quien habla del tiempo — y eso lo sabe todo el que se monta en Miraflores.

No sólo en Miraflores, pienso con un escalofrío. Recuerdo las imágenes de la Rusia Stalinista: las interminables filas de ciudadanos de pie en la calle, esperando por su ración diaria de alimentos. Las multitudes que celebran puño en alto a Fidel Castro, a pesar del hambre, porque “la Patria lo vale todo”. La concentraciones oficialistas caraqueñas, donde hombres y mujeres vestidos de rojo de los pies a la cabeza, levantan imágenes de Chavez para insistir que “Con hambre y desempleo, con Chavez me resteo” y me asombra la sencillez inaudita del concepto, su completa eficacia. La ideología que conquista la simplicidad de lo emotivo para crear algo más contudente, inevitable. Esa irracionalidad que devasta todo, que parece sustituir cualquier idea concreta sobre la comprensión de un estado viable. Y en medio de la Tierra arrasada de la política, del ciudadano embaucado por una oferta inmediata sin mayor revelancia, la idea utópica. El “Hacia allá vamos”, “El futuro nos espera” y otras tantas dádivas insustanciales que cualquier gobierno populista vende con tanta facilidad. La lucha insistente que se basa en lo vital, en lo básico y elemental.



Cuando me alejo de la fila, ya cruza la avenida y un poco más. El Supermercado sigue con las puertas cerradas, el aspecto de los esperan es el mismo de hace un par de horas. La multitud llena la calle, la desborda. El calor del día se hace sofocante. Pero lo que me asombra es el silencio. Esa resignación plomiza que parece parte del paisaje. De lo que somos como ciudadanos y esa noción extraña y dolorosa de país que sobrevive con esfuerzo. Un paisaje deformado de nuestra propia identidad.

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