martes, 31 de enero de 2017

De lo intangible a lo racional: La intuición y otros pequeños misterios.





Desde que conocí a L. desconfíe de ella, aunque no tenía un motivo claro para hacerlo. Por entonces, trabajaba como pasante en una oficina editorial, y la llegada de la nueva compañera de pesares supuso un alivio a la pesada rutina de trabajo. Después de todo, era una muchacha divertida, ocurrente, que siempre irradiaba un asombroso — para mi — buen humor y sobre todo, muy curiosa. O esa fue la excusa que me dio en todas las ocasiones que la encontré mirando con mucha atención la pantalla de mi computadora o algún que otro papel abandonado en mi escritorio. Todas las veces, su conducta me provocó una sensación extrañísima de preocupación que no me pude explicar muy bien.

Sin saber en realidad por qué lo hacía, comencé a tomar precauciones: guardé bajo llave mi bolso y mis documentos privados, incluí contraseña en la computadora que usaba en la oficina, me aseguré de nunca permitirle encontrarse a solas en mi cubículo. No obstante, continué desayunando cada mañana con L., riéndome de sus chistes subidos de tono e incluso le invité a salir con el resto del grupo con el que trabajaba. Y lo hacía, a pesar de la sensación ambivalente que continuaba despertándome su conducta: había algo decididamente inquietante en ella, a pesar de su simpatía, aparente buena voluntad y amabilidad. Pero seguía sin saber que era o que me despertaba esa rara percepción sobre ella.

Lo supe al cabo de varios meses. Un día al llegar a la oficina, me encontré con un revuelo: había desaparecido la caja Chica de la oficina y lo que era peor, algún que otro objeto de valor de varios de los empleados. Nadie sabía como explicar lo sucedido hasta que finalmente, alguien hizo lo que supongo, era la pregunta correcta:

- ¿No era L. la encargada de administrar la caja? — hubo un silencio general y muchos intercambiamos miradas preocupadas. Alguien más, señaló en voz baja que hacía unos cuantos días, había perdido dinero pero no creyó que fuera digno de mencionarlo. Al cabo de varios minutos, los testimonios se multiplicaron. Al final de la tarde, todos teníamos bastante claro que había ocurrido. Solo restaba aguardar por L. y la posible explicación que pudiera darnos al respecto.

Pero L. no volvió. De hecho, no tuvimos ninguna otra noticia suya. Cuando el jefe de Recursos humanos telefoneó al número telefónico que había incluido en su planilla de ingreso, encontró que no solo no vivía en el lugar que indicaba, sino que no le conocían siquiera. La voz al teléfono le aseguró que jamás había escuchado su nombre y que mucho menos, tenía idea de quién podría tratarse. De hecho, resultó que ninguno de los datos que proporcionó eran reales y la oficina se encontró en la extraña situación de encontrarse en medio de una especie de circunstancia desconcertante. ¿Quién era L. en realidad? Nadie parecía saberlo.

Unos días después, lo ocurrido con L., pasó a formar parte de esas anécdotas inquietantes que todos tenemos que contar, no solo por el hecho que nadie supo muy bien que pensar sobre el extraño incidente acerca de su identidad, sino porque dejó claro que todos, en alguna oportunidad habíamos sospechado de ella. Fue bastante desconcertante admitir, que simplemente, habíamos rechazado esa íntima sensación de desconfianza que L., nos había despertado, aunque nadie pudiera decir cual era la razón exacta.
- Creo que simplemente ignoramos el instinto — comentó uno de mis compañeros, con cierto asombro — y debo decir que hasta hoy, no creí algo así pudiera existir.

- Es la manera más primitiva que tiene tu mente de alertarte sobre el peligro — comentó alguien más — solo que nos hemos vuelto tan razonables que lo olvidamos.
Nadie respondió pero supe que todos pensábamos exactamente lo mismo: Hubo un aviso — misterioso y casi demasiado sutil para ser tomado en cuenta — acerca de L. y su extraño comportamiento. Solo que ninguno de nosotros escuchó esa atávica voz de la conciencia. Una idea extraña que sin embargo, nos resultó mucho más familiar de lo que ninguno quiso admitir.

Del buen olfato al sexto sentido: Lo invisible y lo evidente:
Decía Buda que “La intuición y no la razón atesora la clave de las verdades fundamentales”, lo cual parece contradecir esa visión positivista del mundo actual que insiste en que solo lo evidente y comprobable tiene algún valor. No obstante, de vez en cuando, esa sutil percepción del mundo que nos rodea es mucho más poderosa que la mera observación directa y es entonces, cuando ese “sexto sentido” parece tomar verdadero sentido. Y es que nos sorprende la capacidad de nuestra mente para acumular y clasificar información y lo que es aún más sorprendente, brindarnos conclusiones exactas sin que conozcamos realmente el proceso para obtenerlas.

Porque ¿Qué es realmente la intuición? Durante siglos, se tuvo por una capacidad psíquica, un don misterioso que sobrepasaba lo explicable. Desde el llamado vidente hasta los presagios, la intuición forma parte de ese abanico de posibilidades enigmáticas que el cerebro humano ofrece. No es sorprendente por cierto, que por mucho tiempo, se le tuviera por algún fenómeno extrasensorial: nadie comprende muy bien el mecanismo exacto que provoca esa súbita revelación, ese conocimiento sorpresivo que proviene de algún punto irracional de nuestra mente. No obstante, la intuición en realidad tiene poco o nada que ver con algún “poder” sobrehumano y sí, se encuentra mucho más relacionado con la capacidad de la mente humana para recabar información y clasificarla de manera eficaz. Desde hace algunas décadas, la psiquiatría moderna acepta que pueden ocurrir estos episodios de Supra conciencia y que nuestra conciencia tiene la facultad entender situaciones y circunstancia sin razonamiento, lógica o sentidos. O es lo que sugiere la evidencia. No obstante, el origen de lo intuitivo es mucho más profundo de lo que suponemos, una combinación de factores que se mezclan para crear algo más preciso que un simple pensamiento fundamentado.

A todos nos ha ocurrido alguna vez, desde episodios parecidos a lo que me ocurrió con aquella desconocida L. hasta cosas tan complejas como percibir una situación potencialmente peligrosa sin que sepamos que la provoca, la intuición tiene esa cualidad desconcertante de presentarse sin que sepamos como la provocamos. En más de una ocasión, me he encontrado preguntándome en voz alta cómo podía saber algo sin tener noción alguna sobre una situación. Una especie de conocimiento claro y conciso cuyo origen parece sobrepasar lo evidente.

- En muchas ocasiones, se debe a que ignoramos la mayor parte de la información que recopilamos durante el día — comenta J., psiquiatra, a quien decidí preguntarle sobre el fenómeno — el cerebro intenta mantener tu cordura solo procesando una cierta cantidad de estímulos, y el resto, que también se captan y se acumula, va a parar a esa enorme región de la mente que pocas veces recordamos existe: el subconsciente. Y es allí, donde toda esa información permanece hasta que la necesitas.

Una idea muy elemental y realista claro, pienso, pero ¿Explica esos escalofriantes episodios donde de pronto y sin que sepamos cómo, comprendemos algo? Recordé en las ocasiones en que he tenido “corazonadas” que resultaron ser ciertas o presentimientos que me sorprendieron al cumplirse. Recordé todas esas ocasiones donde he tenido inexplicables impulsos que luego resultaron útiles: como la ocasión en que telefoneé a uno de mis amigos de la Universidad y encontré que tenía una oferta de trabajo que era perfecta para mí o la ocasión en que no subí a un transporte público que luego sufrió un asalto a mano armada. Pequeños fragmentos de historias que no encajaban en ninguna parte pero que continúan sin tener una explicación concreta.

- No menosprecies la capacidad del cerebro humano para analizar información de manera inmediata — me respondió J., con una sonrisa, cuando le comenté lo anterior — en el caso de la llamada, es probable que supieras el mercado de trabajo donde se desenvuelve tu amigo y quizás, llegaste a la conclusión que podría ayudarte. En cuanto al asalto, todos somos percibimos las señales de peligro, aunque la mayoría de las veces las ignoramos.

- ¿Me estás queriendo decir que mi cerebro sabía que ese autobús era peligroso sin que hubiera motivo alguno? — me burlé. Mi amigo me dedicó un guiño malicioso.
- No exactamente. Pero el peligro se manifiesta en cientos de pequeñas señales que el hombre primitivo interpretaba de manera correcta — me explicó — hablo que el instinto de supervivencia es quizás el más poderoso de todos: podemos captar con claridad la tensión, evaluar los momentos de mayor peligro y riesgo. No dudo que tu cerebro “recordó” todas las ocasiones en que escuchaste que la ruta que tomamos era peligrosa y también, concluyó que ese momento del día lo era también. Lo demás, quizás fue una combinación de sobresalto y una decisión consciente sin mucho sentido práctico pero que resultó ser correcta.

Tiene sentido, aunque continúa sin explicar todo un abanico de posibilidades. En una ocasión, una profesora de la Universidad me contó la ocasión en que despertó a mitad de la noche convencida que su hijo había sufrido un grave accidente automotor. No había razones para especular tal cosa — el muchacho era un buen conductor, el auto estaba en buenas condiciones — pero la sensación era muy exacta. Mi profesora intentó no dejarse llevar por el pánico pero la sensación se hizo abrumadora de manera que decidió telefonear a su hijo. Cuando le contestó, el muchacho tenía un extraño tono contenido.

- ¿Estás bien? — preguntó la madre preocupada.
- Sí, pero estuve a punto de estrellarme contra una pared.
Resultó que el chico conducía por una calle poco transitada cuando uno de los cauchos explotó. Había logrado maniobrar para evitar un incidente más grave, pero casi había muerto al chocar de frente contra una pared de concreto. Nadie podría haber previsto el incidente — el caucho estalló por efecto de un bache en el concreto — y de hecho, no había indicio alguno que pudiera sugerir que había ocurrido. La profesora aún parecía impresionada y también un poco inquieta, cuando me contó lo ocurrido.
- No entiendo cómo lo supe, pero la sensación fue muy clara. Sabía que mi hijo estaba en peligro. Lo sabía sin lugar a dudas.

Me pregunté cuántas veces tenemos experiencias similares: ese tipo de presentimiento difuso sobre algo que todavía no ocurre pero igualmente percibimos como cierto o la súbita conciencia sobre una situación que hasta entonces, nos había parecido confusa. Esa certeza inconfundible que desconcierta por su precisión y que aún así, no tiene otro origen que algún mecanismo misterioso de nuestra mente.
¿Pero todo es tan simple? Mi amiga Y. considera que no. De hecho, como antropóloga, le parece fascinante esa visión del presente inmediato y el futuro a corto plazo que se construye a través de percepciones invisibles. A su criterio, hay algo mucho más profundo, instintivo y primitivo que el simple análisis que hace nuestra mente — consciente o no — de una situación específica.

- Creo que hay una percepción muy amplia sobre lo que consideramos realidad. Recuerda, lo que percibimos en estado consciente es mínimo en comparación de todas las implicaciones que asumimos y recolectamos a través de los días y la experiencia. El poder de la mente es asombroso, por supuesto, pero aún más lo es el poder de esa identidad espiritual que forma parte de nuestra mente — me explica. Nos encontramos en su estudio, un lugar que me gusta muchísimo. Está lleno de pequeños objetos de diferentes culturas y lugares el mundo que representan la magia y lo desconocido. En más de una ocasión, me he preguntado que simbolizan para ella, pero aún no se lo he preguntado. Mientras la escucho me parece entender la respuesta — es imposible reducir la percepción del hombre a algo tan simple como datos. Disminuye la importancia de la visión sensorial.

Una vez leí, que el positivismo y el criterio científico redujo la experiencia sensorial humana a una serie de datos verificables y cuantificables, dejando por fuera todas las posibles implicaciones de su análisis hacia los aspectos desconocidos. O lo que es lo mismo, redujo la identidad intelectual y espiritual del hombre a todo lo que el cerebro puede asumir como real. Esa visión continúa debatiéndose, aunque la ciencia médica y el mundo científico la acepta en general como cierta. No obstante ¿Qué ocurre con esa percepción del hombre como una dualidad entre mente y espíritu?

- Para la ciencia es inadmisible la existencia del espíritu — me comenta Y, señalando un bonito póster en su pared. En él, la figura de un hombre aparece rodeada de una radiante variedad de colores, de capas superpuestas que se elevan hacia un cielo estrellado. La conexión con lo infinito — no obstante, no puede explicar todo este tipo de situaciones, la capacidad del hombre para comprender y teorizar sobre lo trascendental y más allá, de construir sus propios conceptos a partir de ideas.

- Imagino que esa idea tuya debe escandalizar al típico científico conservador — comento. Ella ríe de buen humor.
- Por supuesto, pero aún así, dudo que la identidad humana se resuma a una serie de interconexiones biológicas.

Una idea interesante y esperanzadora. Por años, se ha insistido que la mente humana reside en el cerebro y que de hecho, toda manifestación de personalidad, parece formar parte de esa infinita red de interconexiones físicas y químicas que forman parte de la actividad funcional del cerebro. Pero ¿Qué ocurre con todo lo que no parece resumirse de manera tan sencilla? ¿esa supra percepción que tenemos del mundo?

Resulta curioso que los primeros en oponerse a esa idea sean los que justamente, parecen mirar el mundo de manera más subjetiva, profundamente personal: filósofos, músicos, artistas y científicos de todos los tiempos, desde Arquímedes a Einstein, pasando por Newton, han insistido que la intuición formó parte — y fue elemento fundamental — en sus más importantes descubrimientos o en la creación de su mejor obra. De hecho, la mayoría parece estar de acuerdo en esa conversación con el “yo trascendental” que insisten, forma parte de la naturaleza humana. Ya lo decía Einstein, que siempre insistió que “a la hora de hacer ciencia lo único valioso es la intuición”; o Dalí, que esperaba siempre para pintar “el momento en que se produjera el delirio de lo instantáneo, a través de una actitud activa sistemática y sabia ante los fenómenos irracionales”. Una y otra vez, esa percepción de lo inexplicable de la mente humana, de lo profundamente intuitivo sobrepasa lo meramente racional.

Pero aún así, la neurología insiste en que toda intuición posee una base anatómica y fisiológica y nada más. Como si la mero análisis cognoscitivo pudiera explicar todo lo que hace sensible y poderosa la percepción humana. Se insiste en que ninguna percepción inmediata o intuitiva, está exenta de una reacción física, una respuesta orgánica apreciable. No obstante, no consiguen explicar la línea que une al cerebro consciente de esa reacción, elemental y directa, que provoca la súbita intuición.

- En lo cual estoy de acuerdo — dije Y. con una sonrisa. Toma de su amplia biblioteca una pequeña muñeca de madera, de ojos enormes y brazos levantados al cielo. Lleva las palmas abiertas tachonadas de estrellas de metal, en una clara alegoría — Para diversas tribus del mundo, la conciencia es una manifestación de algo extraordinario e inexplicable y ese silencio de la ciencia parece confirmarlo. Porque aún queda un misterio sin resolver: ¿de dónde proviene la información que se genera durante este tipo de percepciones? ¿Se originan en nuestro inconsciente o fuera de nosotros? ¿Se trata de una inspiración divina, de una conexión con la energía universal? Tal vez nuestro concepto sobre lo que es interno y externo son obsoletos. O más aún, forma parte de algo mucho más enorme que apenas comenzamos a descubrir.

Me gusta esa idea. La medito, sentada a solas en la terraza del edificio donde vivo, mirando el cielo nocturno infinito e inquietante. Y de nuevo, tengo la sensación que somos incapaces aún de comprender los alcances de nuestra mente, de nuestra capacidad para comprender el mundo y para asimilar nuestra propia capacidad de crear.

Un sueño de estrellas, quizás.
C’est la vie.

lunes, 30 de enero de 2017

La belleza del silencio: La búsqueda de la alegoría estética en la fotografía.







Se suele decir que el trabajo fotográfico de Sarah Moon es es un “enigma que se interpreta desde la tristeza”, una frase con un leve dejo romántico que aún así, no engloba la rara belleza de un estilo fotográfico construido a través de la insinuación. Lleno de simbolismos y alegorías sutiles, las fotografías de Sarah Moon resumen un tipo de percepción de lo femenino que va más allá de la simple belleza y lo transforma en un vehículo poderoso para analizar cierta alegoría estética. Para la fotógrafa, lo bello y lo sutil elaboran un mensaje mucho más poderoso — y complejo — que la simple capacidad sensorial para cautivar.

Tal vez se deba a que Sarah Moon estuvo frente a la cámara mucho antes que detrás del visor. Fue retratada por Helmut Newton, Irving Penn o Guy Bourdin, lo que le permitió conocer de primera mano las frágiles e intangibles relaciones entre la fotografía y la capacidad de la imagen para expresar elaboradas ideas estéticas. Pero además, comprendió que la fotografía es una recombinación de símbolos en busca de una mirada única sobre nuestras obsesiones. Y la de Sarah Moon es sin duda lo que consideramos hermoso, ese velado misterio sobre nuestros cánones y estereotipos estéticos sobre los que reflexiona desde cierta abstracción vaporosa. Sarah Moon intenta meditar sobre lo bello — o lo que en todo caso, consideramos bello — como un concepto que se plantea desde lo misterioso. Una búsqueda de lo que se esconde en nuestras percepciones sobre lo atractivo, lo seductor y sobre todo, lo que es capaz de enaltecer esa noción sobre lo desconocido. Y lo hace con un pulso firme y creativo que sorprende por su firmeza.

Sarah Moon insiste en cada oportunidad que puede que huye de los estereotipos y de los clichés. Que su búsqueda por un discurso fotográfico en medio de la banalidad del mundo de la moda — o de lo que se presupone banal, en todo caso — tiene como objetivo una mirada singular sobre los símbolos y metáforas de nuestra cultura sobre lo que consideramos atractivo. En sus imágenes, la belleza es un elemento inevitable — todas sus fotografías son pequeñas obras de arte preciosistas — pero también lo es, la identidad de sus modelos, que la fotógrafa acentúa y utiliza como trasfondo de inesperada profundidad. También lo es el tiempo: Moon no sólo crea inspiradas visiones con cierto aire anticuado sino que utiliza esa disonancia cronológica como un reflejo de su percepción sobre ciertas ideas trascendentales. Para Moon, toda imagen es “el último testigo, o incluso la última evidencia, de un momento que de otra forma se hubiese perdido para siempre”.

En una ocasión, Moon confesó que fotografiaba desde niña, aunque solo sostuvo una cámara por primera vez siendo adulta. Se refería por supuesto a su capacidad para captar historias y convertirlas en pequeñas escenas imaginarias. Refugiada francesa en Londres en plena Segunda Guerra Mundial, la Sarah Moon de nueve años se esforzó por consolar los pesares y dolores a través de su devoción por lo estético y lo artístico. Durante la adolescencia, estudió diseño y dedicó años al dibujo y por último a la fotografía. Enfrentada a los prejuicios de la época, trabajó como modelo mientras lograba dar el paso definitivo como fotógrafa, que no llegaría hasta bien entrada la veintena. Entre tanto, fotografiaba a sus compañeras y como ella misma admitiría después “creaba el mundo a través de imágenes que tenían más de errores que de aciertos”. La joven Sarah Moon estaba convencida del valor del error y de la búsqueda de una mirada incompleta sobre la fotografía. En esas primeras imágenes, sus jovencísimas modelos jamás miran a la cámara. Desaparecen en vaporosas nubes de satén y muselina, ingrávidas y casi frágiles. Y no obstante, hay una fuerza considerable en su puesta en escena, en el instintivo conocimiento de Moon del simbolismo y el uso del color como parte de un mensaje sugerido.

Para 1950 e influenciada por los últimos coletazos de swinging sixties, Moon se dedica por completo a la fotografía. Su trabajo comienza entonces a definir los elementos que le harían reconocido y que le brindarán un importante identidad: la evocación prima sobre la descripción. Las imágenes de Moon alcanzan entonces otro tipo de madurez y se hace más complejas y profundas. Con una persistencia en el mensaje entre líneas por encima de lo evidente, Moon elabora un tipo de imágenes que libera a la mujer del tópico de objeto del deseo y lo convierte en algo más complicado y por lo tanto, poderoso. De la misma manera que Lillian Bassman y Deborah Turbeville, Moon celebra lo femenino pero sin caer en la retórica de la sexualidad, la lujuria o la provocación. Para Moon la fotografía es una comprensión sobre la atmósfera y la emoción que puede transmitir a través de la imagen. Y lo hace construyendo un tipo de propuesta donde buena parte del poder del mensaje radica en lo que el espectador puede concluir sobre lo que no se muestra en la fotografía. Con una osadía que sorprende, Moon creó un discurso fotográfico basado en un tipo de sensibilidad de enorme valor conceptual. Se negó a usar cualquier elemento o símbolo sexual y además, depuró el Glamour como algo más sensitivo que la mera idea sobre lo espectacular y lo llamativo. Sus retratos siempre tienen un aire desdibujado, incompleto. Una percepción sensorial levemente confusa que les brinda una identidad única a cada una de sus fotografías.

Por supuesto, una propuesta que contradecía en forma y fondo el concepto más común acerca de la moda, tuvo sus inmediatos detractores y críticos. A Moon se le criticó el hecho de usar velos y diversos juegos de luces para dar una apariencia enigmática a sus imágenes y sobre todo, su estética a la que se le acusó de “mostrar un tipo de mujer ideal e inalcanzable”. A pesar de las puertas cerradas y el rechazo , Moon dedicó años a consolidar su estilo. Sería la marcha Cacharel la que consolidaría su nombre. Para la campaña publicitaria del perfume de la marca, Sarah Moon creó una serie de retratos que desconcertaron y subyugaron al público por su delicadísima estética pero también, lo novedoso de su propuesta. Las fotografías de Moon para Cacharel además, marcaron un hito en la fotografía publicitaria: no se trataba sólo de imágenes para mostrar al producto o ensalzar la belleza de la modelo. Había una real intención de la fotógrafa de crear un discurso consistente, una visión sobre lo esencial del producto que trascendía a la mera noción de su existencia. “Cuando hacía publicidad, me imaginaba un relato y una situación donde podía ocurrir. Finalmente cada fotografía era la primera y última imagen de una película que no iba a hacer, de una historia que nunca iba a contar” dijo cuando se le preguntó al respecto de la exitosa campaña. Toda una declaración de intenciones de Moon sobre su perspectiva sobre la fotografía como expresión formal de una interpretación más profunda de la imagen.

Para el fotógrafo Duane Michals — cuya correspondencia con Moon forman parte del libro “Now and Then” de la editorial ­Kehrer Verlag que analiza el trabajo de la fotógrafa — lo fantasmal y etéreo de la fotografía Moon es en sí mismo un análisis sobre su opinión sobre temas tan disímiles como lo femenino, el motivo fotográfico y la expresión de la identidad a través de la imagen . Más allá de eso, hay una noción persistente sobre la necesidad de Moon de reconstruir la fotografía que muestra a la mujer, sin añadir el ingrediente erótico. Hay una búsqueda de referencias y una conciente construcción de metáforas en el trabajo de Moon que asombra por su solidez “Sus instantáneas nos hacen recorrer la historia del arte sin que seamos capaces de definir sus referencias. Allí están los paseantes que se cruzan en nuestro camino como en el famoso poema de Baudelaire, las mujeres pájaro que conocemos de las obras surrealistas de Max Ernst, las bailarinas como las pintaba Degas, mujeres salidas de las litografías de ­Toulouse-Lautrec, estatuas que al igual que la Venus de Ille comienzan inquietantemente a moverse”, insiste la escritora ­Barbara Vinken en el mismo libro.

Todo es misterio en la obra de Moon y la fotógrafa procura conservarlo así, con un esfuerzo determinado por delimitar su trabajo de la identidad que se le presupone como expresión del yo creativo. Tal vez por eso, ha concedido muy pocas entrevistas. “Me ponen a la defensiva. Especialmente las que usan mi biografía como una anécdota para explicar mi obra” insistió en una oportunidad, cuando se le preguntó si el enigma en sus fotografías era parte de una propuesta más profunda. Para la fotógrafa, que no se considera artista sino artesana, hay una contradicción en el hecho que la biografía personal pueda usarse para comprender la obra, aunque admite que hay una mirada profunda sobre sus paisajes interiores en cada una de las imágenes que capta. “El blanco y negro es el color del inconsciente, de la memoria. Trata de la luz y la sombra. Es ficción. Es donde me encuentro a mí misma”.

Las imágenes de Sarah Moon son espejos del pasado y el futuro. Como pequeñas representaciones atemporales sin medida de tiempo ni tampoco contexto, lo que las convierte en un momento absoluto sin otra identidad que esa búsqueda sugerida de identidad y deleite sensorial. Hay un punto de vista profundamente emocional en la obra de Moon, que es quizás lo esencial de su obra y lo que trasciende de ella. “En el corazón del drama de tus fotos existe un gran enigma”, escribió Duane Michals a la artista. Quizás la definición más exacta que se ha hecho de su obra.

sábado, 28 de enero de 2017

La voz del misterio y otras historias de brujería.






Una vez mi amiga Flor me preguntó si existían las brujas malvadas. Las de piel verde y nariz retorcida, las que comían niños y gatos. Me recorrió un escalofrío de miedo por la imagen que dibujó sus palabras.

- ¿Por qué habría de existir algo así? - le pregunté. Nos encontrábamos en su habitación, comiendo chocolate y escuchando la mejor música del mundo (en ese tiempo una ridícula banda de adolescentes). No parecía el lugar para hablar de algo tan inquietante. Flor suspiró, con el rostro contraído en una mueca de verguenza.

- Oye no es que crea que Abu Celita o tus tias lo sean. O tu - se apresuró a aclarar - pero a veces uno lee y escucha unas cosas.

Sabía a que se refería. Durante el último año del colegio habíamos leído muchos libros y cuentos, donde la bruja era una mujer malvada, violenta, cruel. Una mujer que vivía en bosques y valles para aterrorizar a los desprevenidos, para embaucar a los ingenuos, para tentar los corazones amables. La imagen me había perseguido durante los últimos meses y aunque había tratado de no prestar demasiada atención y recordar lo que me enseñaban en casa, la idea continuó preocupándome en silencio. Asustándome quizás. ¿Y si había brujas realmente malvadas? No como mi espléndida abuela, con su sonrisa y sus manos amables, o mis tias chistosas y queridas. Sino...mujeres escalofriantes, que utilizaban el conocimiento para algo más...retorcido. Me dolió utilizar la palabra que había aprendido desde hacía tan poco, para definir una idea tan querida en mi vida. Pero no podía dejar de pensar en eso, casi obsesivamente.

- Pues no lo sé. No lo creo - respondí por último, con toda sinceridad - en mi casa, todas son mujeres muy buenas y amables...Pero...
- Sí, entiendo. No sabes si...

Las frases incompletas parecieron encajar entre sí. Flor se rascó la mejilla, incómoda. Y quizás asustada. Al menos, yo lo estaba.

- ¿Y si le preguntas a Abu Celita?
- Pero...

Sí, por supuesto, que la opción más obvia era preguntarle a mi abuela. Pero me atemorizaba que podría responderme. Mi abuela siempre respondía a todas mis preguntas. Y lo hacia con la verdad. Incluso si era dura, inquietante, asombrosa o directamente dolorosa. Mi abuela solía decir que las palabras tenían valor, sentido y poder y que debían ser utilizadas de la manera correcta. Para honrar la belleza, la fuerza y el conocimiento. Así que sabía que de preguntarle aquello, me diría exactamente la verdad. ¿Y cual sería esa? ¿De verdad existieron brujas terribles que utilizaron lo que la tradición les había enseñado para herir y lastimar? ¿Mujeres que sabían curar pero que habían preferido no hacerlo? ¿Mujeres que habían danzado para la Luna llenas de furia y de ira? No lo sabía, pero ahora que la duda me carcomía quería saberlo. A pesar de lo doloroso que pudiera ser la respuesta.

- Se lo preguntaré - anuncié con cierto retitin dramático. Flor me miró con los ojos muy abiertos, admirada supongo.
- Oye, ¿Me dirás que te dijo?
- Si puedo - dije misteriosamente. Pero yo sabía que lo que mi abuela me respondería sería algo que podría compartir con cualquiera. Mi abuela solía decir que el conocimiento era una forma de libertad.

Me llevó días tomar el valor de preguntar. Cada vez que pensaba lo haría, me acorbada y me quedaba allí, apretando la taza de café entre las manos, con los labios apretados de verguenza. Abría la boca para preguntar pero terminaba tomando una larga bocanada de aire. Miraba a mi abuela cocinar, coser, leer como si tuviera que enfrentarme a esa paciencia y sabiduría suya para obtener la mía. Y eso me desconcertaba, me dolía. ¿Se disgustaría mi abuela con la pregunta? ¿Pensaría que insultaba la tradición familiar?

- ¿Qué te pasa chica?

La voz gangosa y dura de mi bisabuela me sobresaltó. Me había encontrado allí, frente a la biblioteca de mi abuela, espiando a través de la rendija de la puerta. Bisabuela era una mujer temible, severa e impredecible y siempre lograba sorprenderme.

- Nada...es que...

Suspiré. Las manos apretadas contra las caderas. Bisabuela esperó, apoyada en su bastón de caoba con una expresión dura. Sabía que debía responderle. Y me pregunté que me respondería bisabuela. Sanía que era una mujer muy inteligente y culta, que pasaba muchas horas en su habitación leyendo sus enormes libracos de filosofía. Las pocas veces que entraba a su habitación, me encantaba mirar su titulo Universitario, elegantemente enmarcado y colgado en la pared. Una especie de recordatorio de su sabiduría y el poder de su mente.

- ¿Qué? - me insistió. Tomé valor.
- ¿Te puedo hacer una pregunta?
- ¿Por qué no podrías hacerla?
- Me da miedo la respuesta.
- Ah, pero esa son las mejores preguntas.

Me hizo un seña. Caminamos juntas por el largo pasillo hasta su habitación. Se dejó caer en su poltrona favorita, la que quedaba justo al lado de su pequeña biblioteca y la gran ventana que daba al jardín antipático de la casa. También estaba cerca de la mesa de noche llena de libros. Un buen lugar para estar. Pasaba mucho tiempo allí, la bisabuela. Encorvada sobre sus libros, con la luz que entraba por la ventana impregnándolo todo.

- ¿Que quieres saber?
- ¿Hay brujas malvadas?

Bisabuela me dedicó una de sus miradas de Halcón. Me imaginé trataba de decidir si estaba bromeando o haciendome la chistosa. Y eso con la bisabuela era poco menos que peligroso. Me apresuré a levantar las manos con un gesto amable y sincero.

- No me refiero a que crea existen, sino que he leído tanto sobre las brujas de los bosques llevando a niños a morir, o a perderse o...

No añadí nada más. Abuela siguió mirándome en silencio. Su bello rostro anguloso bañado por la luz del sol. el cabello cayendole rizado y abundante sobre los hombros. Había sido una célebre belleza en su juventud. Aún lo era, en cierto modo, aunque tenía un aspecto poderoso y casi misterioso que suponía no había tenido siendo más joven. Parecía disfrutar con mi incomodidad, de tenerme allí de pie, casi vulnerable en mi timidez.

- Claro que existen - me respondió entonces. Sonrió. Una espléndida sonrisa de dientes blancos y regulares que me sorprendió por su malicia - ¿Por qué no habrían de existir?

- Pero sí... - tartamudeé, asombrada. Incluso un poco asustada - ¿Existe realmente las brujas malvadas?

- Te lo acabo de decir. Existen.

- ¿Conoces alguna?

- Claro que sí. Yo soy una.

Me quedé mirandola boquiabierta. Bisabuela pareció disfrutar de mi desconcierto, de mis manos apretadas contra el vientre, de mis parpadeos y pequeños gestos de sorpresa. Me señaló con el bastón la pequeña silla a su lado.

- Sientate, te contaré a que me refiero.
- Pero...
- Que te sientes, te digo.

Le obedecí. Era dificil no hacerlo, en todo caso. Bisabuela tenía un tono regañón y severo que te dejaba con muy pocas ganas de contradecirla. Así que me senté a su lado, entre sorprendida y angustiada.

- ¿Por qué dices que eres una bruja malvada?
- Porque lo soy.
- Pero eres mi bisabuela.
- ¿Y eso que tiene que ver?

Nada, me dije mordiendome los labios y sintiéndome de pronto muy estupida y torpe. ¿Que tenía que ver la posible - y aún desconcertante - maldad de la bisabuela con el amor que yo sentía por ella? La Bisabuela era quizás la mujer más extraña que yo había conocido, con su belleza singular, su afiladisima inteligencia y algo más desconcertante y sutil que con once años, yo no sabía como llamar. Muchos años después, sabría que se trataba de una sagacidad natural que la hacia poderosa por el mero hecho de crear a través de la observación.

- No...sé. No quiero creer que seas malvada.
- Ya.

Bisabuela continuó mirándome. Después se repantigó sobre el sillón con un movimiento fluído y elegante que me pareció un poco felino. Se calzó sus anteojos de lectura.  La fina red de arrugas sobre su rostro pareció hacerse más notoria en las sombras del metal.

- ¿Que entiendes por maldad?
- Lo contrario al bien ¿No?
- ¿Y que es el bien?

Carraspeé la garganta, como hacia siempre que me sentía incómoda. No había pensado en eso. Solamente quería saber que si existian la bruja de piel verde que comían niños. ¿Cómo habíamos llegado a esa conversación tan extraña? Miré a mi alrededor, reflexionando en silencio. Pensé en el bien, en lo que me hacia sentir buena. En las veces que obedecía a mi mamá y le hacia sonreír. O cuando compartía mi chocolate favorito con Flor. O cuando ayudaba a la extraña vecina de la esquina, Seño Josefa, a cruzar la calle. Era de alguna forma, ayudar que el mundo fuera más hermoso, más amable.

- Eso no es bondad. Es una convención social - dijo mi bisabuela cuando le dije lo anterior - no hablas sobre lo "bueno", hablas sobre lo que haces para formar parte de una idea muy general sobre el mundo. En realidad, el "bien" es una idea moral, que tiene significado sólo para un grupo de personas y una cultura especifica.

Parpadeé. Nunca había pensado en eso. Bisabuela suspiró, con cierto cansancio.

- Hablar del "bien" implica una comprensión profunda sobre lo que te rodea y como hacerlo más hermoso, más comprensible, más claro y diáfano. Por ese motivo, poca gente puede decir que es realmente el "bien". El concepto cambia y se transforma con el tiempo.

- ¿Tu que opinas que es el bien?

- Opino que el bien es una manera de equilibrar tu mundo o la manera como crees es el mundo. El "así debería ser" que te hace construir cierto concepto sobre lo que rodea. En brujería, creemos que el bien es un equilibrio entre todo lo existente, contrarios y contradictorios. En otra palabra, no hay realmente "maldad" sino interpretaciones de la misma cosa.

La cabeza me dio vueltas. ¿El bien? ¿El mal? ¿Conceptos? ¿No era algo muy concreto? Las galletas de mi abuela eran exquisitas. Y ellas las hacia para hacerme sonreír. Eso era algo "bueno". El dolor de muelas que había sufrido hacia unos meses había sido terrible, insoportable y me había dado mucho miedo. ¿Eso era una forma de "maldad"?

- En realidad lo que estás haciendo es clasificando lo que ocurre a tu alrededor por como te afecta o no - me dijo mi bisabuela - que también es válido. Pero el bien o el mal, son plantemientos filosóficos. El "bien" o la necesidad de mantener el equilibrio, se mantiene a pesar de si te haga daño o yo. Y el "mal" puede darte mucho placer. El caso es que nada es lo que parece, ni nada es tan evidente y simple como lo sugieren los extremos.

Sacudí la cabeza. Aunque me parecía entender lo que la bisabuela sugería, me estaba costando mucho digerirlo y hacerlo comprensible. Ella aguardó, mientras yo me debatía en pensamientos silenciosos.

- ¿El bien y el mal no existen? - pregunté entonces. Ella se inclinó un poco para mirarme a los ojos.

- Existen en ti, en cómo percibes el mundo. En como lo analizas. Allí está el gran debate. Lo que diga el mundo a tu alrededor suele tener poca importancia.

- Según eso, no existen personas buenas o malas. O cada quien las ve distinto.

- Así es...

- De manera que para ti, no existen brujas buenas o terribles. Existen brujas.

- Correcto - soltó una carcajada - impecablemente razonado. Aunque no todo es tan sencillo, sin embargo. Pasame ese libro junto a ti.

Tomé el enorme libraco de tapas verde oscuro y se lo pasé. Leí el nombre que ponía la solapa: Stefan Zweig. No tenía idea de quien podía tratarse, pero el libro contenía sus obras completas. Bisabuela se apoyó el libro sobre las rodillas y lo hojeó con gesto despreocupado.

- Zweig era un escritor austríaco y también un gran pacifista. Durante mucho tiempo ponderó sobre el bien, el mal y la naturaleza humana. Pero sobre todo, lo que nos hace mirarnos desde una distancia frágil y concluir sobre nuestras consideraciones morales - no entendí muy bien todo lo que la abuela dijo, pero me gusto que me las dijera, como si me revelara un secreto a medias - él escribió, a propósito de la guerra y los asesinatos que se cometían en ellas:  "El dolor lleva a buscar las causas de las cosas, mientras que el bienestar induce a la pasividad." Una frase preciosa.

No me lo pareció tanto pero no quise contradecir a la bisabuela. De manera que continué mirándola en silencio mientras ella hojeaba su libro.

- ¿Brujas terribles o bondadosas? depende de lo que creas del bien o del mal. Por mucho tiempo, las mujeres sabias, las instruidas, las que decidian pensar por si mismas eran catalogadas como inmorales. Peligrosas. Se les acusaba de crímenes inimaginables en su crueldad, para justificar el castigo que podrían recibir por el gran delito de pensar por si mismas. Y es que para muchas épocas, una mujer independiente, valiente y poderosa, era "terrible", era digna de castigo.

- ¿Por qué? - pregunté alarmada. Mi bisabuela me dedicó una larga mirada verde, turbia. Un poco dolorida.

- Por la misma razón que todos los sabios son considerados peligrosos: el poder del conocimiento es enorme. Y la mujer siempre fue considerada una figura menor en muchas culturas. Dos pasos atrás del marido, escondida entre prejuicios y temores. Una mujer que se enfrentaba a eso, siempre debía pagar un precio.

Pensé en las brujas de los cuentos, que siempre vivían solas en el bosque. Lejos de cualquier otra persona, aisladas, en su propia choza. Mujeres que tenían respuestas, que infundian miedo y respeto. Sacudí la cabeza, abrumada y desconcertada.

- ¿Entonces una bruja...?

- Una mujer con una religión propia, una creencia propia, un dogma propio es la más peligrosa de todas, porque nada la detendrá en hacerse preguntas, nada la detendrá en cuestionarse sobre si misma. ¿Por qué debo considerarme inferior a un hombre? ¿Por qué no puedo aspirar a la igualdad? ¿Por qué no puedo leer? ¿Por qué no puedo trabajar? Un mujer con el poder de cuestionarse es un espíritu enorme, espléndido.

- Una bruja.

- Por supuesto. Y aún más: para la Iglesia y muchas culturas, una mujer que pudiera pensar en si misma como una espíritu individual era repudiable. Ese aislamiento, esa soledad, eran tan dolorosa que obligaba a la mujer  a buscar las causas, a enfrentarse a esa limitada visión sobre si misma. La hacia una mujer "espantosa", que "producía temor". Pero una buena...

- Era la que se resignaba, la que aceptaba todo tal cual - murmuré, recordando la frase del escritor que me había leído antes. Mi bisabuela me miró con enorme seriedad, una seriedad anciana. Por primera vez en mi vida, noté los años en ellas, la sabiduría, la experiencia. Los hilos de plata y saber en su cabello. Las arrugas de palabras y escenas en su rostro. Y la admiré más que nunca, la temí más que nunca. Y pensé que ella era como las brujas portentosas de los libros, que levantaban los brazos para enfrentarse a los aldeanos, para hablar a su bosque amado. No más temor, no...

- El bien y el mal es una disputa entera, intermimable. El cristiano y el judaismo han insistido en mirar el mundo desde los extremos. Pero es mucho más bello entre sus cientos de matices, su profundidad y complejidad. Así lo mira una bruja. Así lo contempla una mujer sabía. Así lo crea a diario cualquiera que tenga el valor de enfrentarse a lo evidente, de mirarse así mismo desde la necesidad de conocimiento.

Me asombraron sus palabras. Me llenaron de una emoción profunda, díficil de explicar. Contuve las lágrimas. Sabía que a la bisabuela le molestarian y le irritarian, pero lloré en mi mente. De alegría y de emoción, por todas las mujeres y hombres del mundo que perseveraban en el conocimiento. Por las brujas de antaño que se habían enfrentado a todo por darme un nombre, por conservar nuestra tradición.

El poder del conocimiento.

- La Iglesia jamás supo como aceptar el conocimiento distinto al suyo. Quizás no quiso. Quien tiene el poder, tiene el control. Y la Iglesia, tan joven hace siglos, lo necesitaba. De manera que demonizó a las brujas, a las Diosas, a la Divinidad femenina - me explicó. La voz átona, los labios apretados - siglos enteros de vilipendio e insultos. De considerar a la bruja aborrecible. Pero nada es para siempre, mucho menos el dolor. Nada es para siempre, mucho menos la ignorancia. La energía de la bruja vive en cada mujer y hombre que se atreve a preguntar, que lo hace con la libertad de su mente y de su espíritu. Y la brujería sobrevive por eso, esa necesidad gigantesca y poderosa de cuestionarte, de mirar el mundo con curiosidad.

"Hace mucho tiempo, le pregunté a mi madre lo mismo que tu me has preguntado hoy. Si hubo alguna vez una mujer de piel verde, encorvada  y de nariz retorcida que acechara en los bosques. Y ella me dijo que sí, que las brujas se impregnaba la piel de musgo para escapar de quienes la perseguían, llevaban máscaras para que nadie pudiera reconocerlas y se inclinaban para correr por el bosque. Pero que incluso, bajo el disfraz, habitaba un corazón poderoso, uno lleno de esperanza. Una mirada a su propia fortaleza".

Sonreí emocionada. No voy a llorar, no voy a llorar. Extendí la mano, con torpeza, con cierta timidez. Bisabuela me miró, suspiró y entonces extendió la suya. Pero no me obsequió uno de sus apretones secos y y firmes. En lugar de eso, me tomó de la muñeca y me hizo mostrarle la palma de la mano. Con un dedo, acarició las lineas que recorrían el pulgar, que creaban extrañas formas en la piel.

- Las brujas de antaño solían creer que el poder de la bruja estaba en sus manos. Yo creo que lo está, desde luego, pero también en su mente - murmuró. Me soltó la mano. Me dedicó un guiño malicioso - sé poderosa, siempre. Corre por los bosques, jamás dejes de gritar. Enfretate a todo. Que el bien y el mal esté en tu corazón, nunca más allá.

Sonreí. Quise prometerle sería así. Pero ella dejó de mirarme, con una expresión lenta y torva. Volvió la cabeza hacia la ventana, hacia el brillo del sol, hacia el silencio.

- Vete con tus respuestas. Ya sabrás que hacer con ella.

Lo hice. Corrí como un vendaval por el pasillo, el jardín antipático. Furiosa, salvaje, más libre que nunca. Siempre bruja, en la niña que era entonces, en la mujer que sería después.

Flor me miró expectante cuando me senté frente a ella. Me extendió una de las deliciosas galletas de chocolate de su madre. Mordí una, con una sensación de alborozo difícil de explicar.

- ¿Entonces? ¿Que te dijeron en tu casa? ¿Existen las brujas horribles de los cuentos?

Continué mirándola. En mi mente, un bosque de luz y sombra parecía danzar a mi alrededor. Sonreí, con el sabor del chocolate llenándome la boca.

- ¿De verdad quieres saberlo?
- Sí.
- Entonces hazme una pregunta de verdad sobre eso. No lo de los cuentos, sino sobre lo que de verdad quieres saber.
- ¿Cual?
- No lo sé.
- ¿Esto es un juego?
- Tal vez.

Flor me miró asombrada. Tomó una bocanada de aire. Se inclinó para pensar. En mi mente, la bruja danza, ríe, los dedos llenos de luz, la mirada en el Universo. El espíritu lleno de estrellas.

C'est la vie.

viernes, 27 de enero de 2017

Una recomendación cada viernes: “Los hornos de Hitler” de Olga Lengyel.


Llegada de deportados a Auschwitz. Al fondo, las chimeneas de los hornos crematorios. YAD VASHEM




Por motivos que nadie puede explicar, existe una serie de fotografías que registran el proceso de selección y maltrato al que se sometía a los prisioneros recién llegados a Auswitch. Nadie sabe si se trata de un documento que tuvo algún valor legal para el Tercer Reich o se trató de la decisión de algún miembro de la burocracia nazi para atestiguar — para sí mismo, para los cuidadosa burocracia alemana de la época — lo que sucedía. Por los ángulos y diferencias sustanciosas en las imágenes, se deduce que las imágenes fueron tomadas por dos SS en mayo de 1944 o un poco después. En la página web del Yad Vashem, el museo de la Shoah situado en Jerusalén, se puede consultar la colección de 193 fotografías, bautizada con una rigurosidad espectral como Álbum de Auschwitz. Las fotografías — impecables, objetivas y que no disimulan el horror del campo — muestran el horror cotidiano del Campo y lo llevan a una nueva dimensión: no se trata del testimonio de un sobreviviente, sino una mirada objetiva y durísima sobre un genocidio cuya cualidad mecánica, violenta y perversa continúa asombrando por sus implicaciones. Las fotografías, sin otro objeto que dejar constancia histórica no disimulan el horror ni tampoco lo exageran. Sólo lo analizan desde cierta distancia helada, que hace a la recopilación incluso más terrible y dolorosa.

Las fotografías registran paso a paso, la llegada de los ciudadanos judíos al campo, las largas filas de espera para los hornos crematorios, los escasos sobrevivientes que caminaban hacia las barracas. Hay un horror inexpresable en los rostros de quienes miran a la cámara, entre agotados y agobiados, sin imaginar que están a punto de morir. En los niños que sonríen apenas, con cierta timidez, mientras esperan a la muerte. De la multitud que marcha para ser asesinada en medio de las cercas y las serpentinas que brillan al sol.
Es un registro fotográfico extraordinario y a la vez, impensable. Un trayecto hacia el olvido resumido en foto tras foto, que avanza hacia un tipo de horror inimaginable. Para quien mira las fotografías, es imposible no preguntarse que pensaba el fotógrafo anónimo al registrar las imágenes, que sabía sin duda que cada uno de las imágenes captaban los rostros de hombres y mujeres ya destinados a morir. Cuales eran sus pensamientos al saber que documentaba sus asesinatos antes que ocurrieran. Se trata de un manifiesto sobre la frugalidad de la maldad humana. El terror absoluto de la depravación en la sencillez de sus actos. Una mirada a la oscuridad del espíritu del hombre.

Quizás algo semejante pensó Olga Lengyel cuando en 1943 un comandante Alemán borracho le habló sobre lo que realmente estaba ocurriendo en los llamados “campo de trabajo” del nazismo, como se les conocía por entonces al exterminio. El oficial, atormentado por lo que llamó “su conciencia dolorosa” le explicó entre eufemismos sobre la liquidación, experimentación y solución final. Le intentó detallar lo mejor que pudo y con una objetividad casi científica lo que en realidad sucedía en medio de las deportaciones masivas. El horror que se escondía en medio de los secretos y las medias verdades que la propaganda nazi dejaba traslucir. Una narración corta y sucinta sobre la carnicería que el tercer Reich llevaba a cabo en medio de la tensión de la guerra y el control político del totalitarismo nazi.

Olga Lengyel no creyó la historia y no lo hizo, por la misma incredulidad que evitó que millones de sus compatriotas pudieran imaginar que el nazismo había creado una máquina de asesinatos de enorme efectividad que asesinaba a diario a cientos de miles de personas en un proceso de una crueldad impensable. Cuando un año después, se subió al tren que la llevaría a Auschwitz a su marido deportado, continúo convencida que se trataba de exageraciones de un funcionario burocrático desencantado del régimen de Adolf Hitler. No comprendió la magnitud del horror hasta que bajó del vagón del tren en el que había viajado hacinada con cientos de personas por casi veinte días y descubrió la realidad del campo, con sus altísimas rejas de serpentinas afiladas, soldados armados, las barracas oscuras y sobre todo, las altas chimeneas que no dejaban de expulsar humo de día o de noche. Cuando preguntó en medio del caos de la llegada al campo preguntó que se quemaba con tanta frecuencia, recibió un bofetón y una risotada de un oficial armado. “Quizás te enteres” le respondió.

La historia de “Los hornos de Hitler” sorprende por el hecho de ser un registro exacto, por momentos insoportable de lo ocurrido en los campos de concentración de Auschwitz — Birkenau. Uno de los pocos testimonios de primera mano de los que se tienen constancia sobre lo ocurrido en los campos de Concentración Nazi y que de la misma manera que los documentos fotográficos y de registro burocrático encontrados al finalizar la segunda Guerra Mundial, cumple una función de registro descarnado que conmueve por su exactitud. Olga Lengyel no sólo describe con meticuloso detalle la crónica de su experiencia en los campos de confinamiento y exterminio, sino que además lo hace con enorme rigurosidad. Paso a paso, la escritora narra a un estilo preciso pero sobre todo, directo los horrores que sufrió a medida mientras intentaba sobrevivir a la perpetua condena de muerte que significaba encontrarse en medio de la solución final Nazi. Aunque el propósito de Lengyel jamás fue la documentación histórica, su novela atraviesa cada detalle de una experiencia terrorífica con una frugalidad y economía de lenguaje que lo convierte en una visión transparente sobre una experiencia que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. No hay eufemismo o poesías en las largas y en ocasiones abrumadoras descripciones de la autora sobre las torturas, dolores y terrores que soportó en casi dos años de cautiverio. Tampoco en su manera de asumir el asesinato en masa del que fue testigo involuntario. Y es algo que se agradece.

Las cifras del horror:
Según registros de la época, en los cinco hornos de Auswitch se podían reducir 360 cadáveres en cenizas cada media hora y alrededor de 17. 280 cada día. Una cifra que resume mejor que cualquier otra la siniestra eficacia del nazismo al momento de echar a andar su mecanismo de aniquilación total. No obstante, en el libro de Olga Lengyel esa noción sobre la colosal proporción de la muerte se comprende casi de manera tangencial, a medida que la autora narra su propia tragedia y también la de quienes como ella, tuvieron que enfrentarse al despiadado poder opresor del nazismo sin otro recurso que su insistencia en sobrevivir. El dolor de Olga Lengyel como protagonista y narradora, avanza en medio de la historia oficial sin desentonar la tragedia que se intuye como contexto. Desde su decisión incomprensible de acompañar a su marido en la deportación junto al resto de su familia, la muerte de su hijo luego que Olga insistiera que no podía llevar a cabo trabajos forzados por ser menor de edad (quienes no podían trabajar eran asesinados sin contemplación) hasta las pequeñas muestras de humanidad en medio de la desolación y el miedo insoportable, el libro avanza entre las incontables visiones del miedo y la degradación, pero también la meticulosa narración de un hecho histórico desde la perspectiva única del observador. Para Lengyel el horror de su propia experiencia se confunde con el que ocurre más allá, se confunde con el de sus compañeras de cautiverio, con el de los cientos de hombres y mujeres hacinados alrededor de la europa invadida por el totalitarismo. Se trata de un testimonio que es a la vez una comprensión aguda sobre la complejidad del tema, un análisis quizás involuntario sobre el impacto real del exterminio Nazi en las historias de sus víctimas y sus implicaciones. Un documento a través del cual el horror se trasluce, se construye y se evidencia no sólo en la mirada al tragedia histórica sino esa otra, la mínima y quizás olvidada de quienes padecieron en carne propia los rigores del tormento.

Además, la historia de Olga Lengyel atraviesa las difíciles regiones del dolor humano con una sutileza que se agradece. Olga no es perfecta y no busca serlo. Comete errores — algunos terribles e incluso directamente despiadados — y quizás sea esa falibilidad lo que hace su relato tan profundo y doloroso. Sus vivencias están llenas de momentos bajos, mezquinos y angustiosos. Su sufrimiento es de un tenor realista que no evade la confusión de la culpa del sobreviviente, el horror del miedo que ciega y paraliza, la noción de la mortalidad, que llena cada parte del libro con un dolor tan genuino como sincero. No hay nada sencillo o heroico en la narración de Olga Lengyel, sino más bien una noción particular y dolorosa sobre la fragilidad de la naturaleza humana.

Una mirada desde la oscuridad.
Olga Lengyel era una mujer adelantada a su época. De nacionalidad rumana, logró completar la carrera de medicina y sobrevivió a la muerte de toda su familia. Llevada a Auschwitz en el momento más crítico de la llamada solución final, trabajó en la enfermería del campo y formó parte de la rebelión que destruyó uno de los hornos crematorios del campo.

La misma Olga Lengyel dijo en más de una ocasión no comprender cómo pudo sobrevivir a una situación extrema como la que vivió. Para la escritora, la supervivencia tuvo una relación directa con su implacable necesidad de enfrentarse al monstruo de la guerra y de “dejar constancia” como llegó a admitir en una entrevista, de los horrores a los que se sometió al pueblo judío. Olga batalló desde las sombras, en medio de un sufrimiento personal paralizante y con la conciencia que lo más probable, es que no pudiera abandonar el campo con vida. Tal vez por ese motivo su historia está plagada de referencias a la muerte y a la posibilidad de morir, pero desde un punto de vista desapasionado y aguerrido. Olga Lengyel no rehuye a la muerte, sino que se enfrenta a su posibilidad desde la convicción de luchar contra una circunstancia apabullante como pueda. Y esa vulnerabilidad — que se adivina en medio de las durísimas escenas y de las reflexiones cargadas de un dolor existencial incalculable — la que convierte al libro en una meditada comprensión sobre la pérdida y el terror invisible que acecha en todo conflicto bélico.

En una oportunidad, Olga admitió que ya desde el campo concentración, pensó en la posibilidad de un libro futuro. Lo hizo en medio de un miedo terrible y agudo por la mera posibilidad del olvido. En una entrevista que concedió en París en el año 1953, contó que intentó recordar detalle a detalle lo que padecía para luchar contra el anonimato, esa última muerte a la que se enfrentaron la mayoría de las víctimas del Holocausto Nazi. Para Olga Lengyel dejar testimonio — mostrar al mundo incrédulo lo que había vivido — se convirtió en un motivo para sobrevivir.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial y una vez instalada en Francia, Olga comienza a escribir sus memorias. Al principio le asusta la franqueza de sus propias descripciones, la descarnada angustia en cómo narra el horror que aún lleva a todas partes. No obstante persevera y continúa. Lo hace a pesar del miedo que le aflige, de las insuperable sensación de horror que la paraliza. Olga Lengyel admite que jamás se recuperó por completo de lo vivido en la Alemania Nazi. Que el recuerdo ensombreció su vida futura y que destrozó sus esperanzas, a pesar de sus esfuerzos. Aún así, escribe y lo hace con la convicción de vencer la resistencia al olvido de nuestra cultural, de mirar hacia la guerra con una afilada y concreta intuición por la persistencia de la memoria.

El libro se convirtió en un éxito inmediato: tuvo cinco reediciones a través de cuales el titulo de la novela cambió hasta encontrar el que le permitió alcanzar la trascendencia: Five Chimneys: a Woman Survivor’s True Story of Auschwitz se erige como una mirada durísima y abrumadora sobre los Campos de concentración en una época donde su existencia se debaten en público y en juzgados. En medio del asombro mundial, el libro sentó precedente sobre la forma de comprender una tragedia que destrozó a generaciones del pueblo judío y el mapa de la historia para siempre. Una percepción sobre el horror personal que se convirtió en un reflejo de la tragedia inimaginable del genocidio.

El valor del libro, como historia individual y como aproximación a un hecho histórico escalofriante, es incalculable. El drama personal de la protagonista parece extenderse en todas direcciones, abarcando lo propio hasta lo simplemente anecdótico: El Drama de Olga sintetiza el horror de lo anónimo, de las cientos de vida que perecieron cada día en los hornos del campo de concentración. Su temor es el de todas las víctimas, su horror ante un escenario de pesadilla, los pequeños gestos de humanidad en medio de la degradación más absoluta es el de todo un pueblo sometido a una crueldad sin sentido, a un sistema de destrucción inexplicable y peor aún, inimaginable para nadie de su época.

Un testimonio desde la pesadilla, una visión desde el horror más profundo de una superviviente a su propio infierno.

jueves, 26 de enero de 2017

Crónicas del cinéfilo neurótico: Cinco Películas políticas indispensables.

El Cine de tinte político suele clasificarse casi siempre entre la ópera bufa o el documental dramático con tintes moralistas. No obstante, el verdadero cine que retrata la política — esa reflejo ideal de la cultura como diálogo intelectual — es de hecho una forma de comprender su época. Un retrato en movimiento de esa opinión inevitable que toda sociedad tiene sobre sí misma y más aún, sobre su manera de elaborar un discurso sobre su identidad. Como arte y creación subjetiva, el cine ha logrado captar esa manifestación del yo colectivo que es inevitable en todo momento de la historia.

De la propaganda ideológica a la denuncia, el cine político ha dejado una huella indeleble en la memoria artística mundial y de hecho, podríamos decir que las mejores expresiones del género dibujan un mapa bastante preciso sobre la conciencia social que la política suele despertar y construir. ¿Y cuáles podrían ser las mejores películas sobre el tema? Una pregunta difícil de de responder. Me tomó algunos días de investigación, preguntas y sobre todo análisis encontrar una selección fílmica que pudiera resumir esa visión del cine sobre la política, esa necesidad de reinventar el discurso y crear sus propios héroes y monstruos. Finalmente, la lista se redujo a cinco (aunque por supuesto, estoy consciente que se encuentra muy incompleta) y que incluye las siguientes:


El Gran Dictador — Charles Chaplin, Estados Unidos
Chaplin siempre fue un hombre adelantado a su tiempo. Construyó un discurso cinematográfico nuevo que le brindó un nuevo sentido al humor. Pero más allá, analizó el discurso y la política como parte de la comunicación humana. Y es de esa visión que surge quizás su proyecto más osado “El Gran Dictador”, que construyó una nueva visión de la política y le brindó ese cariz de arte y manipulación que aún subsiste en nuestros días. Por supuesto, se suele insistir que la pieza fílmica surgió debido a la petición del presidente Roosevelt para para que el artista se uniera a la cinematografía de “protesta” tan en boga en la Segunda Guerra mundial. Pero se dice que la verdadera razón por la que Chaplin filmó la película fue que llegó a entender a Hitler no solo como figura política sino como símbolo de su época. Un pensamiento inquietante al tenor de las imágenes de la obra.

Con toda seguridad, se trata de una de las sátiras más incisivas y agudas sobre el totalitarismo que se haya filmado alguna vez. Chaplin usó el humor — disparatado, irreverente y cruel — como un desafío directo a la percepción de poder de su época y también, como un medio para analizar sus implicaciones y dimensiones. Filmada a base de secuencias — al estilo de los pequeños sketchs cómicos a los que Chaplin estaba acostumbrado — la película funciona como un ingenioso mecanismo en el que el mensaje está oculto en medio de pequeños golpes de efecto. Desde el discurso del Dictador anónimo — en medio de saltos y piruetas estrafalarias — a los inventos bélicos que muestra con cierta ingenuidad arrogante, el guión avanza para mostrar una completa reflexión sobre el miedo, la violencia convertida en discurso político. Para el recuerdo, el baile del Dictador con el Globo terráqueo: Uno de los momentos cumbres no sólo de la película sino de la historia del cine. Una durísima alegoría sobre el pensamiento político destructor y sus inmediatas consecuencias.

Dr. Strangelove — Stanley Kubrick, Inglaterra
Una vez leí que Stanley Kubrick tenía un sentido del humor retorcido y esta película parece confirmarlo: la película juega con los símbolos de la paranoia de la Guerra nuclear y lo hace de manera tan inteligente que termina siendo una sátira del absurdo sobre el lenguaje político. Certera, durísima y con un guión poderoso, creó una nueva manera de analizar el Universo político: desde la trinchera del mensaje como crítica directa al elemento social que lo inspira.
El guión de “Doctor Strangelove” se cuestiona de manera muy dura y pesimista el futuro de la humanidad e incluso el de la raza humana. Lo hace además a través de un humor delirante y surreal, que ridiculiza esa percepción del poder actual y sus consecuencias. No obstante, la película no utiliza la ironía y la sátira de manera moralizante y quizás, ese es su mayor fruto. No ofrece respuestas ni tampoco análisis morales, sino que se limita a transgredir un límite invisible sobre el temor hacia el futuro y sus infinitas implicaciones. Una percepción sobre la identidad humana como germen de todo tipo de desgracias y más allá de eso, como elemento fundamental en su propia destrucción.



Z — Costa-Gavras, Grecia
Fiel a su estilo, Costa Gavras creó una obra magistral de misterio, suspenso e intriga, tan espléndidamente construída que se convirtió en una alegoría directa a la resistencia y al poder del discurso político divergente. La película, basada tangencialmente en el asesinato del líder demócrata griego Grigoris Lambrakis, la película interpreta la rebelión social como una necesidad cultural: la subversión como una manera de expresar la divergencia.

Por supuesto, se trata de una historia que no dejó indiferente a nadie de su época, pero que gracias al buen hacer de Costa-Gravas, sobrevivió a la polémica y trascendió como documento íntegro sobre la violencia en el medio político. Como historia “Z” además consagra el uso de la noción sobre el poder como circunstancia cinematográfica: más allá de la ideología y el contexto, la película resulta comprensible para cualquier público y lo hace, gracias a su excepcional manejo de los símbolos y un durísimo discurso sobre el poder como herramienta de violencia directa. El film además, evita las discusiones y los debates éticos y se concentra en la noción de la política como reflejo de la sociedad que intenta representar. Una ingeniosa salvedad que el guión manera con precisión y una enorme elegancia argumental.


Un Día Muy Particular — Ettore Scola, Italia
Es probable que la película sea el mejor retrato de la multitudinaria visita de Hitler a Mussolini en Roma, unos cuantos años que estallara la Segunda Guerra Mundial. La película, un ejercicio de estilo profundamente intimista, es una reflexión meditada sobre el totalitarismo, la expresión de la política como una forma de represión y el temor como arma política. Asombrosas las actuaciones de Sophia Loren y Marcello Mastroianni, en una especie de diálogo visual que crea toda una nueva dimensión sobre el lado más sangriento del poder.

Ettore Scola crea una película sutil, de una atmósfera expresiva, tensa y elocuente. Hay una percepción sobre la circunstancia política como elemento externo a los personajes pero la distancia no es lo suficiente como para que no sufran sus consecuencias invisibles. La película avanza en medio de silencios metafóricos y alegorías al clima abrumador que transcurre más allá de las pequeñas escenas íntimas a las que el director dedica especial atención. El fascismo — que el director transforma en una presencia punzante a lo largo de la película — acecha de manera tangencial pero inevitable. Y mientras la trama retrata las pequeñas alegrías y dolores de la pequeña vecindad que analiza desde la periferia, las narraciones radiofónicas a mayor gloria del Duce y el Führer flotan en medio de las conversaciones y el sonido incidental. El resultado es un ambiente de doloroso realismo que es quizás, el mayor triunfo de la película.


Todos los Hombres del Presidente — Alan Pakula, Estados Unidos
Brillante, ágil, bien ensamblada y sobre todo, con una inteligente puesta en escena, el film retrata el trabajo periodístico que llevó a la destitución del controversial Presidente de Estados Unidos Richard Nixon. La película sin embargo, no solo asume el hecho real como una forma de documento histórico, sino que además lo convierte en un símbolo profundamente meditado sobre la política, las relaciones de poder y sobre todo las consecuencias de cualquier actuación en el ámbito público y de los entornos del poder.

La película es sobria y en ocasiones, analiza la historia que cuenta desde una distancia emocional que evita juicios de valor y nociones éticas, lo que le brinda un dura objetividad que se agradece. El guión de William Goldman además rehuye lugares comunes y clichés, en un intento por reflejar la convicción personal y moral de los personajes con enorme naturalidad. El resultado es una historia que avanza con enorme fluidez en medio de una visión de la política — sus secretos y entresijos — ágil y bien planteada. Un homenaje al periodismo de investigación que aún sorprende por su actualidad y frescura.

¿Una lista corta? Probablemente lo sea. Aún así, resume esa notoria necesidad del cine por crear un reflejo sobre su contexto histórico, un documento visual y estético que pueda resumir no sólo la identidad de la época que intenta retratar sino además, esa gran abstracción social que con gran ingenuidad, llamamos identidad.

miércoles, 25 de enero de 2017

La escritura como expiación y otros secretos del poder de la palabra.




La primera vez que leí la Novela “Orlando” de Virginia Woolf, no la entendí muy bien. La segunda vez que la leí, me asombró su fuerza, la irreverencia, la inteligencia de la escritora para crear escenarios inciertos de la manera más exquisita y firme. La cuarta vez descubrí que amaba la historia por su poder de evocación, por su capacidad para transgredir, para cuestionarse a sí misma, para elevarse sobre los paradigmas sociales y crear un lenguaje totalmente nuevo, sobre lo que al género sexual en la literatura universal se refiere. La novela “Orlando” fue para mí una especie de descubrimiento sutil, una forma de comprender el mundo y sus pequeños matices de una manera lírica, pero profundamente devastadora. En suma, Orlando me habló sobre la realidad con una sensibilidad desconocida y una crudeza inquietante.

No sé realmente cuando se transformó en hábito releer “Orlando” cada tantos meses, pero lo cierto es que es el libro que llevo en mi cartera: he memorizado algunos de sus párrafos, aprendido a encontrar un matiz distinto cada vez que paladeo la historia y de hecho, es como si volviera a leerla por primera vez en cada ocasión. Porque hay una sutil magia en su manera de recrear la complejidad de la naturaleza humana, la ternura que subyace en la capacidad del espíritu humano para entenderse de mil maneras distintas.

Comienzo hacerlo cada 25 de enero para celebrar el nacimiento de la escritora que me enseñó a la distancia y con el ejemplo, que escribir es un oficio calcinante. Una visión del ayer y del hoy dolorosa. Una perspectiva sobre el tiempo que se construye sobre piezas rotas de nuestra mente. Y cómo le agradezco a esta mujer de voluntad pertinaz esa noción de la escritura como vocación, como una forma de sanar y de romper viejos paradigmas. De crear desde la oscuridad y la ambivalencia.


De la pluma al Infinito Íntimo: 
A Virginia Woolf se le acusó prácticamente de todo: de una genialidad incomprendida, una locura radiante y más recientemente, de una personalidad clasista, y xenófoba. Tal pareciera que Virginia, en toda la gloria de su talento, es la víctima propiciatoria para la imaginación popular, esa que crea sus propios monstruos y también, devociones. Pero Virginia, distraída, levemente malvada, inquietante y poderosa, no parece encajar en ninguna parte. Como si su portentosa capacidad para contar y crear a través de la palabra, la convirtiera en un ser totémico, inalcanzable e irreal. No obstante, Virginia Woolf, más allá de su espléndida capacidad para transmutar el mundo en palabras, era también una pionera en el arte del pensamiento como defensa contra el dolor, la furia y el desarraigo. No sólo elaboró una percepción profunda sobre el hecho de la literatura como expresión ideal del paisaje íntimo sino también, esa necesidad de comprender el mundo interior como una forma de comunicación artística.


Tal vez por ese motivo, Virginia Woolf escribía siempre. Lo aseguran sus biógrafos, su doliente marido, su hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar. Pero Virginia, trágica y espléndida, también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún asombra a quienes la imagen, pálida y lánguida, como escritora trágica. Porque Virginia Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros — y lo hacía con el desparpajo del experto -, jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a máquina a toda velocidad. Lo hacía riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Virginia Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir.

En una ocasión, le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a equívocos. Cuenta Leonardo, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: “no todo está dicho”. Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura: escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna máquina de escribir soportaba “sus raptos de felicidad”. Porque para Virginia, escribir lo era todo, las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir, para Virginia, era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.

Virginia agonizaba lentamente. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, Virginia padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacía permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso — o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador — Virginia comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que le sobreviven. Virginia Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Virginia Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba, Virginia la extraordinaria: disfrutando de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amo y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Virginia Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras — a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada -, y continuar recorriendo el mundo a través de su mente.

Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus íntimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. “Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse”. De nuevo, la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido. Y es que Virginia y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Virginia solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que “eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas” y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, Virginia intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — “muchas, impensables imágenes”- y también en pequeños diálogos imaginarios — “toda época tiene un rostro” — hasta crear una manera de comprenderse así misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.

Pero Virginia no escribía únicamente como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. Virginia Woolf escribía también un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser — en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma — y sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para si misma, el lector más voraz, critico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941. Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. En realidad, sus anotaciones se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. El mundo colapsaba a su alrededor. La guerra — la real, no las historias como las que había crecido — se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o así lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.

Para Virginia Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judío y lo que podría ocurrir si los Alemanes invadian Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado. Debió ser insoportable para Virginia, que el mundo en penumbras de su dolor más intimo se hiciera visible, evidente, cercano. Real.

A medida que la Guerra se hizo incontestable, Virginia Woolf sintió que los síntomas de la locura — ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo — comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. “Muero un poco cada noche, en este silencio interminable”, escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable -esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis — Virginia descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo — la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros — comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar que Virginia nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa perdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de si misma.

Y es que en esa pulsación entrecortada e infinita de la escritura de Virginia Woolf es quizás su huella más perdurable en la literatura y sin duda, “Miss Dalloway”, la mejor expresión de una concepción de la literatura arraigada en la identidad y la necesidad de la creación como consuelo. Porque “Miss Dalloway” se asume desde una sencillez simbólica hasta alcanzar una profundidad desgarradora, una lenta cronología del olvido en mitad de una percepción sobre la angustia existencial que asombra por su crudeza. No hay nada estridente en la efímera belleza de esa narración lenta y progresiva de un día cualquiera. Y sin embargo, hay una belleza trágica en cada una de sus escenas que asombra y conmueve por su insistencia en la ternura como reflexión sobre lo cotidiano. Un lento goteo de ideas y consideraciones filosóficas que Virginia decía que lo había aprendido de Proust, maestro en el arte de atrapar el tiempo en frases inolvidables, una manera de conjugar el presente y el futuro en un verbo simultaneo que quería abarcar esa métrica incesante del tiempo. Pero además de eso, Virginia supo imprimir a su novela una vulnerabilidad que roza la fragilidad sin serlo, una lento y doloroso análisis del mundo que creó una visión del mundo a medio camino entre la confesión y la observación. Quizás lo aprendió del Ulises de Joyce, que solía decir “le había afectado en lo esencial de cualquier escritor” pero muy probablemente, lo aprendió sola. Esa yuxtaposición de las perspectivas de lo real, lo imaginario, lo profundo y lo venial es muy obvia y recurrente en “Miss Dalloway” pero también, en el resto de su obra. Esa interpretación de lo que se escribe como un todo extraordinario que abarca el mundo. Para Virginia era importante esa pespectiva Universal, de abarcar hasta el último detalle. Obsesionada con no ser tomada en serio, solía pensar que toda literatura, debe lograr englobar el mundo, “comprenderse así misma”, en un laberíntico análisis de perspectivas cada vez más complejo.
Sus biografos suelen comentar que no descansaba nunca. De hecho, jamás dejaba de estar en movimiento: una laboriosidad incensante que combinada con su necesidad de escribir a toda hora la dejaba exhausta. Un extravío que parecía provenir de una necesidad muy concreta de no tomar un segundo para pensar o analizar, de escuchar al mundo que la rodea. Con frecuencia insistía que quería lograr una forma de escribir fluida y abierta que contenga la vida, sin menospreciarla o falsificarla. Y para eso había que vivir, al borde, en la pasión, a toda hora, llenando cada minuto del día de palabras, pensamientos, quehaceres, vivencias. Tal y como lo refleja el exquisito cotidiano de “Miss Dalloway” que no quede nada para el vacío, que no haya nada para el extravío o el dolor.

martes, 24 de enero de 2017

Crónicas del cinéfilo neurótico: La noche de la estatuilla dorada.




Sin sorpresas: así podríamos resumir las nominaciones al Oscar de este año. Las predicciones de la mayoría de los medios especializados se cumplieron y la lista de nominados abarca la mayoría de los triunfadores en la temporada de premios que comenzó en noviembre del año que pasado. Con todo, la selección resume un año de buenas historias y sobre todo, que parece celebrar cierta diversidad sin caer en lo tópico o el cliché inmediato.

¿Y quienes son los nominados de este año? Los siguientes:

Mejor actor de reparto:
Mahershala Ali (Moonlight)
Jeff Bridges (Hell of High Water)
Lucas Hedges (Manchester by The sea)
Dev Patel (Lion)
Michael Shannon (Nocturnal animals)

¿Mi predicción?
Lo más probable es que Mahershala Ali levante la estatuilla este año, aunque si el mundo fuera justo, debería obtenerla Jeff Bridges por su brillante y durísima actuación en “Hell of High Water”. ¿La sorpresa? Quizás el triunfo de Dev Patel de la maravillosa “Lion”.


Mejor película extranjera:
Land of Mine (Martín Pieter Zandvliet)
A Man Called Ove (Fredrik Backman)
The Salesman (Asghar Farhadi)
Tanna (Bentley Dean y Martin Butler)
Toni Erdman (Maren Ade)

¿Mi predicción?
Con toda seguridad, la triunfadora de la categoría será la alemana Tori Erdman dirigida por Maren Ade, en ausencia de la que es posiblemente la mejor pelicula del 2016 “Elle” de Paul Verhoeven. ¿La sorpresa? podría darla Land of Mine de Martín Pieter Zandvliet. Si el mundo fuera justo, lo más probable es que triunfará sin competencia cercana “Tanna” de Bentley Dean y Martin Butler.

Mejor fotografía:
Arrival (Bradford Young)
La La Land (Linus Sandgren)
Lion (Greig Fraser)
Moonlight (James Laxton)
Silence (Rodrigo Prieto)

¿Mi predicción?
Lo más probable es que Silence se lleve el Oscar gracias a la fotografía de Rodrigo Prieto, que creó encuadres extraordinarios con paisajes infinitos y maravillosas visiones de un Japón onírico, además quizás como consuelo en una tanda de nominaciones que ignoró por completo a sus actores y director. ¿La posible sorpresa? Arrival de Bradford Young, aunque con La La Land de Linus Sandgren pisándole los talones. Si el mundo fuera justo, debería ganar sin discusión James Laxton por “Moonlight”

Mejor documental:
Fire At Sea (Gianfranco Rosi)
I am Not Your Negro (Raoul Peck)
Life Animated (Roger Ross Williams)
OJ: Made in America ( Ezra Edelman)
13th (Ava DuVernay)

¿Mi predicción?
Lo más probable es que triunfe OJ: Mad in America de Ezra Edelman por su excelente factura y la relativa controversia — bastante artificial — que ha despertado su proyección. ¿La posible sorpresa? “Fire At Sea” de Gianfranco Rosi, pero lo dudo.

Mejor actor:
Casey Affleck
Andrew Garfield
Ryan Gosling
Viggo Mortensen
Denzel Washington

¿Mi predicción?
Luego de una temporada de premios exitosa, lo más probable es que Casey Affleck sea el ganador de una categoría especialmente reñida. Eso, a pesar de los buenos augurios para Ryan Gosling por su actuación en la multipremiada y además, favorita en todas las predicciones especializadas “La La Land”. ¿La posible sorpresa? Viggo Mortensen, por su magnífica actuación en “Captain Fantastic”,

Mejor Guión:
Hell or High Water (Taylor Sheridan)
La La land ( Damien Chazelle)
The Lobster ( Yorgos Lanthimos y Efthymis Filippou)
Manchester by the Sea (Kenneth Lonergan)
20th Century Women (Mike Mills)

¿Mi predicción? 
Lo más probable es que "Manchester by the Sea" de Kenneth Lonergan logre un un muy merecido premio por una historia en apariencia simple pero profundamente emocional. ¿La posible sorpresa? Quizás el triunfo de “Hell or High Water” de Taylor Sheridan.

Mejor Guión adaptado:
Moonlight (Barry Jenkins)
Lion (Luke Davies)
Hacksaw Ridge (Andrew Knight, Robert Schenkkan y Randall Wallace)
Arrival ( Eric Heisserer)
Fences (August Wilson)
Hidden Figures (Theodore Melfi y Allison Schroeder)

¿Mi predicción?
Es bastante probable que la cuidada adaptación de Barry Jenkins de la obra “Moonlight Black Boys Look Blue” de Tarell Alvin McCraney logre el Oscar. No obstante, tiene una fuertes contendientes en “Fences” (adaptación de la obra teatral de August Wilson) y también en “Hidden Figures” (basada en el libro de Margot Lee Shetterly) . ¿La posible sorpresa? Arrival aunque sea una adaptación no demasiado rigurosa de la obra de Ted Chiang en que está basada.
Mejor película animada:
Moana (Ron Clements y Don Hall)
My Life as Zucchini (Claude Barras)
Zootopia (Byron Howard y Rich Moore)
Kubo and the Two Strings (Travis Knight)
The Red Turtle (Michaël Dudok de Wit)
¿Mi predicción?
Es más que probable que la ya premiada en el Globo de Oro “Zootopia” de Byron Howard y Rich Moore (Disney) consiga el Oscar a mejor película animada, a pesar de competir con esa maravilla argumental y técnica como lo es “Kubo and the Two Strings” de Travis Knight. ¿La posible sorpresa? Moana de Ron Clements y John Musker, también de la factoría Disney.
Mejor actriz de reparto:
Viola Davis (Fences)
Naomi Harris (Moonlight)
Nicole Kidman (Lion)
Octavia Spencer (Hidden Figures)
Michelle Williams (Manchester by the Sea)
¿Mi predicción?
En una de las categorías más reñidas de la premiación, es probable que la magnífica Viola Davis se lleve la estatuilla a mejor actriz por su magnífico trabajo en “Fences” de Denzel Washington. No obstante, Nicole Kidman sorprendió a crítica y pública por su maravilloso trabajo en “Lion” en la que muestra una profundidad histriónica desconocida. ¿La posible sorpresa? Octavia Spencer por Hidden Figure.
Mejor actriz:
Ruth Negga (Loving)
Natalie Portman (Jackie)
Isabelle Hupper (Elle)
Emma Stone (La La Land)
Meryl Streep (Florence Foster Jenkins)
¿Mi predicción?
Aunque este parece ser el año de La La Land, lo más probable que es la estatuilla a mejor actriz vaya a manos de Natalie Portman por su versión de la ex primera dama norteamericana Jackie Kennedy en la película del mismo nombre. Eso, a pesar de competir con la inmensa Ruth Negga y su formidable actuación en Loving. ¿La posible sorpresa? Isabelle Hupper por “Elle” aunque dudo muchísimo que ocurra.
Mejor director:
Dennis Villeneuve (Arrival)
Mel Gibson (Hacksaw Ridge)
Damien Chazelle (La La Land)
Kenneth Lonergan (Manchester by the sea)
Barry Jenkins (Moonlight)
¿Mi predicción?
Es probable que Damien Chazelle consiga la estatuilla como mejor director, en medio de la ola de popularidad y reconocimiento que ha obtenido “La La Land” durante la temporada de premiación. No obstante, Barry Jenkins es un fuerte contendor gracias al ritmo elegante y bien construido de “Moonlight”. ¿La posible sorpresa? Un posible triunfo de Kenneth Lonergan por “Manchester by the Sea”
Mejor película:
Arrival (Dennis Villeneuve)
Fences (Denzel Washington)
Hacksaw Ridge (Mel Gibson)
Hell or High Water (David Mackenzie)
Hidden Figures (Theodore Melfi)
La La Land (Damien Chazelle)
Lion (Garth Davis)
Manchester by the Sea (Kenneth Lonergan)
Moonlight (Barry Jenkins)
¿Mi predicción?
Lo más probable es que “La La Land” pase a la historia como la mejor película de la noche, a pesar de críticas a su blando guión y lo tópico de su argumento. No obstante, Moonlight es una fuerte competencia con una historia profunda y emotiva, que evita los clichés y avanza a través de una profunda reflexión sobre el prejuicio y el aislamiento emocional. ¿La posible sorpresa? Quizás “Fences” un drama sólido y bien construido, de esos que tanto ama la Academia.
¿Quienes podemos esperar de la futura entrega del Oscar? ¿Podrá sorprendernos a pesar de la evidente favorita en una lista de nominados predecible? Habrá que esperar a Marzo para comprobar si se cumplen las predicciones o por el contrario, habrá una que otra sorpresa en medio de la premiación.