sábado, 29 de abril de 2017

Puertas abiertas al recuerdo y otras historias de Brujería.




En una ocasión, me enfurecí muchísimo con Gloria, la niña más popular de la Escuela y le dije que me vengaría de ella. Lo hice a mitad del patio de recreo, rodeada de sus amigas y un grupo de curiosas, que me escucharon boquiabiertas e incluso, un poco aterrorizadas.

- ¿Que me vas a hacer niña loca? ¿Pegarme con las escobas de tu casa? - se mofó Gloria. El grupito de niñas que le acompañaban a todas partes se deshizo en risitas. Me acerqué a ella con las manos apretadas en puños.
- No, algo mucho peor.

A Gloria siempre le había caído antipática, aunque no sabía por qué. Después de todo, ella era la niña más bonita y querida de la Escuela. Todas las demás alumnas querían ser su amiga e incluso, las monjas bigotonas que dirigían el colegio, parecían haber sucumbido a su encanto de mejillas con hoyuelos, larga melena castaña. Así que no entendía muy bien por qué insistía en molestarme y provocarme. Pero lo hacía: cada vez que podía me llamaba "La loca de las escobas" y solía decir, en voz bien alta para que todo el mundo le escuchara, que mi familia de "locos" vivía en un manicomio por creer en "cosas del diablo".

Intentaba no hacerle caso. De verdad, que lo intentaba. Me concentraba en leer el libro que tenía entre las manos. O en seguir saltando la cuerda hasta que me dolía las rodillas y los tobillos. Pero en esta ocasión, Gloria había dicho lo imperdonable: Que mi abuela era "mujer malvada" que le comía niños. Arrojé el cuaderno donde había estado dibujando y la encaré.

- ¡No te metas con mi abuela! - le grité a todo pulmón. Gloria se regodeó feliz.
- ¿Que me vas a hacer para que no lo haga?
- Me voy a vengar de ti.

Moví los dedos frente a mi cara y me incliné hacia ella mirándole a los ojos. Moví los labios como si estuviera diciendo una cosa sin que nadie me escuchara, que por cierto no era cierto. En realidad, sólo decía cualquier palabra que se me ocurría con un tono misterioso y pretendidamente malvado.

- ¿Que haces loca? - gritó.  Seguí haciendolo, acercándome a ella. De pronto, las niñitas a su alrededor dejaron de reirse. Retrocedieron con el rostro tenso y serio.
- Ya verás lo que te va a suceder.

Entonces hice algo que había visto hacer a mi abuela en la cocina cuando lavaba las legumbres. Levanté las manos y las sacudí hacia adelante, moviendo la cabeza y ahora sí, diciendo algunas palabras incomprensibles en tono gutural. Aquello fue suficiente para Gloria, que empezó a chillar, entre enfurecida y asustada.

- ¡Maestra! ¡La loca está haciendo cosas locas! ¡Maestra!

Bajé las manos. Cuando la Sor Eugenia vino corriendo a donde nos encontrábamos, sólo me encontró allí de pie con los brazos cruzados sobre el pecho. Gloria y el resto de las niñitas de su grupo me miraban con recelo. Flor, mi única amiga del colegio, daba saltito sobre el muro de chicas más altas, con los ojos muy abiertos y asombrados. El resto de las alumnas que habían contemplado toda la escena, con una mezcla de curiosidad y horror.

- ¿Que pasa aquí? ¿Que estabas haciendo Aglaia?

Me encogí de hombros, mirándola con aire inocente. Gloria pareció enfurecerse con mi gesto.

- Me hizo un...HECHIZO o algo - gritó poniendo un énfasis enfermizo en las palabras. La joven monja la miró con los ojos muy abiertos.
- ¿Que dices?
- ¡Ella hizo algo! ¡Yo lo sé! - se quejó Gloría dando un puntapié malcriado al suelo - está loca.

Parecía que todo aquello superaba a Sor Eugenia, recién llegada al colegio y que todavía, no parecía muy segura de si misma para controlar el entusiasmo y las rivalidades del patio de recreo. Así que tomó una decisión salomónica: señaló el cuarto de castigo junto a la dirección con un dedo acusador.

- ¡Las dos están castigadas!
- Pero yo no hice nada - se quejó Gloria. Pero Sor Eugenia, que a pesar de sus enormes ojos inocentes era muy lista y despierta, sabía que las cosas no eran tan fáciles. Nos tomó a ambas por el brazo y nos obligó a caminar por el patio.
- No quiero escuchar nada. Están castigadas hasta que las vengan a buscar.

Eso quería decir que Gloria y a mi nos quedaban  unas dos horas sentadas juntas en aquel pequeño salón desastroso, lleno de pizarras viejas y pupitres rotos. Me senté en una esquina, detrás de una mesa con la pata coja y Gloria lo hizo junto a la ventana, con el rostro encendido por la furia y la verguenza.

- Todo esto es por tu culpa, loca - murmuró mordiendose las uñas. No dije nada, siguiendo con el dedo los dibujos que alguien había hecho en la madera del la vieja mesa seguramente hacia muchísimo tiempo - era un chiste, una cosa tonta...pero tu te pusiste...
- ¿Sabes lo que te va a pasar ahora no? - dije de pronto. Me sorprendió la rabia en mi voz pero más aún, mentir de esa manera. De inmediato, me sentí incomoda y avergonzada. Aquello era muy tonto, me dije. ¿Para que le dices esas cosas? Pero Gloria me disgustaba tanto. Me enfurecía como nadie más podía hacerlo.

Gloria me miró con los ojos muy abiertos y la boca apretada con fuerza. Era el rostro mismo del miedo, aunque claro está, ella no lo admitiría nunca y se apresuró a fingir que seguía estando furiosa.

- Nada pues ¿Qué me va a pasar?
- Ya vas a ver - murmuré en tono misterioso. Me volví en la mesa, medio inclinando la cabeza, procurando parecer enigmática aunque no tenía idea de como lograr algo así. Pero lo intenté de como lo recordaba en los libros y películas que había leído - primero no lo vas a creer. Después te va a asustar. Y después...

Solté un suspiro melodramático y seguí mirando la mesa. Escuché a Gloria revolverse nerviosa en el pupitre.

- Dime pues - me desafió - ¿Después qué?
- Ya vas a ver.

Por supuesto, yo no tenía idea de como continuar aquella patraña, de manera que me hice la desentendida y me dedique a contemplar con cierto aburrimiento el montón de objetos que se guardaban en la habitación. Gloria tampoco volvió a decir nada. La escuché sentarse en el pupitre con un gesto lento y no me volvió a dirigir la palabra hasta que Sor Eugenia vino a decirnos que nuestros padres - en mi caso mi abuela - nos esperaban afuera. La vi correr hacia el pasillo de afuera, toda faldas y rizos de cabello color castaño atados con lacitos rojos. Se le veía tensa y preocupada. Me pregunté como era capaz de creerme aquellas tonterías.

Pero a mi abuela, como a Gloria, no le parecían tonterías. Cuando Sor Eugenia le contó por qué me habían castigado, me dedicó una mirada dura y muy severa.

- ¿Cómo? ¿Que hiciste qué? - dijo en un tono frío que sólo le había escuchado cuando estaba realmente furiosa. Me encogí, preocupada y de nuevo avergonzada.
- Sólo le dije que le iba a pasar "algo" si me seguía fastidiando - confesé - pero abuela...
- ¡Y además la asustó con unos gestos y unas palabras! - describió con toda precisión Sor Eugenia - me pareció algo muy reprobable.

Mi abuela se disculpó en voz baja con la monja y luego, caminó hacia la puerta, sin mirarme otra vez. La seguí, entristecida por su disgusto, aunque sin entender muy bien que se lo provocaba.

- ¡Ella te llamó malvada! - dije por último, sacudiendo las manos alrededor de mi cabeza, tratando de hacerle entender la gravedad de lo que Gloria había hecho. Mi abuela se detuvo y me miró con los ojos entrecerrados y enfurecidos.
- Y entonces tu en vez de dejarla hablando sola, que todo el mundo notara su crueldad, utilizas nuestras creencias y el nombre que llevas para hacerle creer que puedes hacerle daño - me dijo.

No levantó la voz, pero sus palabras me dolieron muchísimo. Caminé a su lado, sin saber que decir, si debía disculparme o explicarle lo ridículo que había hecho. ¡Pero si sólo había movido las manos y dicho palabras a lo tonto! ¿Cómo Gloria se había asustado de eso?

- Se asusta porque por muchísimo tiempo, a las brujas se les consideró mujeres crueles capaz de hacer daño - dijo - se asusta porque la educaron para creer que realmente hay poderes que pueden herirla. Y entonces llegas tu y haces estas cosas.
- ¿Quién le enseñó eso? - pregunté sobresaltada. Abuela tomó una bocanada de aire, con la piel enrojecida por el disgusto.
- La cultura en que nacimos considera a la bruja una mujer perniciosa y peligrosa - me explicó casi con tristeza. La rabieta parecía haberse convertido en algo más amargo y eso me dolió mucho. Tuve la impresión la había lastimado de una manera que ni siquiera comenzaba a comprender - Una mujer sabia, Un verdadero sabio, con verdaderos conocimientos, siempre crea, construye, elabora cosas constructivas. El conocimiento o al menos, la aspiración a sabiduría nunca debe usarse para hacer daño.

Continué caminando a su lado, con los hombros encorvados por el peso de la tristeza. Pensé en la mirada asustada de Gloria, en la forma como el resto de las niñas me miraban. En la expresión angustiada y hasta desconcertada de Flor. Y sentí, que de alguna manera, había sobrepasado una línea invisible, entre lo que asumía era correcto y lo que no. Me sentí, además de avergonzada, un poco necia por haber hecho aquel espectáculo sin sentido en el patio del colegio. De pronto, la escena había perdido todo lo divertido que podría haber tenido.

Mi abuela no volvió a mirarme ni a dirigirme a la palabra hasta que llegamos a la casa. Le tomé de la manga del vestido, abrumada y muy preocupada por su furia y su silencio.

- No pensé que era tan grave - comencé. Ella me dedicó una mirada limpia y callada que podría significar cualquier cosa - de verdad no lo pensé.
- Entiendo.
- No, no entiendes. De verdad estaba tan furiosa - pensé en las mejillas calientes de la ira, en como había querido golpear a Gloria, hacerla sentir tan triste y avergonzada como yo - pero ahora...no sé si debo disculparme.
- ¿Qué crees que debas hacer? - preguntó mi abuela. Me solté de su manga.

Lo sabía con toda claridad. Lo había venido pensando desde que habíamos salido de la Escuela. Pero no quería hacerlo. De verdad, odiaba el sólo pensamiento de decirle a Gloria que todo habían sido meros inventos. Pero ¿Qué otra cosa podía hacer?

- La brujería es una manera de ver el mundo. Una creencia que hace enormemente importante nuestro recorrido personal en busca de aprendizaje - dijo entonces mi abuela. Se inclinó hacia mí, mirándome con cierta tristeza. Bueno, al menos ya no está disgustada, pensé con cierto alivio. Aunque la verdad, no sabía que era peor entre ambas cosas - una bruja es una mujer fuerte, que intenta construir el conocimiento y la sabiduría a través de la experiencia. Eso ya lo sabías ¿No?
- Sí - dije en voz muy bajita.
- Entonces sabes que una bruja respeta y considera lo que sabe y lo que aprende lo más valioso del mundo. Su tesoro. Lo que tu hiciste hoy, fue burlarte de tu tesoro en conocimiento porque una niña te provocó. O de mi. Pero lo que hiciste es una burla aún mayor. Te burlaste de ti misma.

No dije nada, con las manos apretadas contra las caderas. Mi abuela me acarició la frente con sus dedos callosos y cálidos.

- No te diré que hacer, pero yo sé que sabes. Haz lo que debas hacer.

La miré alejarse por el salón de la casa, sin mirarme de nuevo. Me asombró su confianza, porque en realidad yo no tenía tan claro que debía hacer a continuación. De hecho sí, pensé con cierto fastidio, pero no que tanto importaba disculparme con Gloria. Quizás prometerme a mi misma que no lo haría más, sería suficiente. ¿O debería intentar hablar con Gloria y explicarle? Seguramente no me entendería, me dije aún disgustada, pero bueno...quizás mi abuela tenía razón.

Pues bien, aunque hubiese tenido muy claro que era lo que debía hacer, Gloria no fue al día siguiente como para que intentara hacerlo. Miré su lugar vacio en el salón. De hecho, todo el mundo parecía mirarlo. Y mirarme a mi también, además. Miraditas sorprendidas, rencorosas, sorprendidas, asustadas. Incluso Flor era incapaz de sostenerme la mirada.

- ¡Pero yo no hice nada! - le dije cuando me preguntó durante el recreo. Me miró con expresión severa. Sacudí la cabeza, enfurecida y angustiada - ¡En serio! ¡Sólo quería asustarla!
- ¿Y por qué no vino a clases? - dijo Flor con cautela. Me dedicó una mirada extraña y un poco huidiza. ¿Me tenía miedo? Caramba, y después de todo lo que me había costado convencerla que las brujas no eran personajes malignos como los cuentos que leía. Comenzaba a entender que había querido decir mi abuela.
- Quizás está resfriada.
- Después que tu hiciste eso - movió los dedos como yo lo había hecho - no sé, Agla.
- Oye no hice nada - insistí fastidiada y entristecida - sólo quería que no se burlara de mi.

Pero Gloria no había acudido al colegio al día siguiente. Ni lo hizo el día después de ese. Para entonces, todas las niñas de mi clase me miraban con cierto sobresalto. Incluso tuve la impresión que las maestras murmuraban entre ellas al verme. Aquello era demasiado. Llegué llorando a mi casa el tercer día en Gloria no fue a clase.

- Sor Eugenia dice que tiene un resfrío - le expliqué a mi abuela entre lágrimas - pero no sé que hice o que no hice. ¡Me culpan a mi!
- Tu hiciste algo para crear miedo. Ahora todos te tienen miedo - dijo mi abuela con preocupación. Me sequé las lágrimas con una servilleta.
- Pero ¿Es por mi que está así? Seguro no es eso.

Pero si lo era. Había escuchado a una de las primas de Gloria, que estudiaba dos grados después de nosotras, diciendo que la niña estaba aterrada y convencida que "se estaba muriendo". Y que a pesar que sólo tenía los sintomas de un resfrío normal, para Gloria era la prueba que la "loca de las escobas" le había hecho "algo grave". Me sentí responsable por toda aquella angustia, pero sobre todo, enfurecida de no saber como solucionar aquel entuerto.

- Sí, sé que todo es consecuencia de algo. Pero ¿Ahora que hago?
- Vamos a hablar con Gloria.
- ¿Cómo? No sé nada de ella. Ni donde vive. Ni siquiera su teléfono.
- Yo me ocupo.

Mi abuela hizo algunas llamadas al colegio. Conversó con la directora, con su habitual tono mesurado y amable. Le explicó que yo quería disculparme con Gloria - lo que no era del todo cierto - y le explicó lo muy preocupada que yo estaba por su salud - eso sí era verdad -. Al final de la tarde, mi abuela conducía hacia el Este de la Ciudad, donde Gloria vivía en unos bonitos edificios color ladrillo.

- ¿Y que le voy a decir? - le pregunté ansiosa. Mi abuela me dedicó una mirada dura.
- Tu sabrás que hacer.

Resultó que la mamá de Gloria era una señora muy simpática que nos recibió muy agradecida hubiésemos visitado a su hija enferma. Cuando mi abuela le explicó que era conmigo con quien había peleado, me dedicó una mirada entre exasperada y divertida.

- Así que tu eres la que la asustaste - me dijo. Y tuve la impresión que estaba más irritada de lo que parecía - bueno, ve y dile que no pasa nada. Está obsesionada con eso.

Al principio, Gloria no quería recibirme. Su mamá tuvo que insistir e insistir, hasta que finalmente, me permitió entrar a su cuarto. Miré a mi abuela con gesto suplicante.

- ¿Vienes?
- No, ve tu sola.

Me mordí los labios, inquieta. Después me resigné y seguí a la mamá de Gloria hasta su habitación.

Ella estaba sentada en su cama, llevando pijama y con el cabello recogido en una cola de caballo muy pulcra. Incluso resfriada, asustada y disgustada, se veía como lo que era: La niña más bonita de la clase. La odié un poco por eso. Su habitación era un espectáculo de muebles de madera, color roja y peluches. Me pareció lindo, pero tan parecido a ella que me provocó cierta repulsión. Me quedé en la puerta mientras su mamá prometía volver con dos vasos de refresco.

- No entiendo por qué viniste - me dijo. Tenía las aletas de la nariz roja y ojeras de cansancio. De pronto, parecía de todo menos la niña malcriada y temible a quien solía rehuir en la escuela.
- Tenía que decirte unas cosas.
- ¿Que cosas? Tu no eres mi amiga.

No dije nada. Ella me miró obstinada y furiosa, con los labios apretados y los brazos cruzados sobre el pecho.

- Era mentira.
- ¿Qué cosa? - preguntó perpleja. Suspiré.
- Todo eso que hice en el patio. No te estaba haciendo nada.

Levanté los ojos. Gloria me miraba atónita.

- ¿De que hablas?
- Tu sabes de qué.

Si sabía. De pronto, hubo un gesto en su cara que la hizo parece fragil y asustada. Se secó la nariz húmeda con una servilleta.

- De inmediato me empecé a sentir mal.
- Ya te sentias y lo relacionaste con lo que te dije - le expliqué. Me sentía avergonzada y furiosa. Gloria pareció de pronto entusiasmada.
- O sea que me dijiste un embuste.
- Sí.
- Eres un fraude.
- No - comenzaba a enfurecerme. Ni siquiera recordaba que quería decir esa palabra - o no sé que quieras decir con eso. Yo solo me defendí de ti.
- Cobarde, no te hacia nada.
- Te metias con mi familia - dije y traté de contener la furia que me subió a las mejillas - mira, tu puedes seguir siendo la niña boba que eres. Yo vine aquí y demostré que era más valiente que tu.

Vaya, ¿De donde había salido eso? me pregunté desconcertada.  Me quedé de pie, con las manos apretadas contra el vientre, sin saber a donde mirar o que decir. Gloria no dijo nada, enfurruñada en la cama. Volvió a soplarse la nariz.

- Yo lo hago para reirme, no para hacerte nada - se quejó - no sé...
- Tu te ries, pero los demás se sienten horribles.
- No sé por qué.
- Tu sabrás...

Pero tuve la impresión que si sabía por qué. Me encogí de hombros, mientras ella volvía la cara, sin mirarme, hacia su colección de muñecos de felpa y peluche.

- Eres una mentirosa.
- Y tu una persona que se burla de los demás - la acusé - yo al menos sé que no volveré a decir mentiras. ¿Tu que harás?

No esperé a que me respondiera. Volví a la sala. Su madre, que conversaba con mi abuela sosteniendo la bandeja de refrescos, me miró perpleja.

- Eso fue rápido.
- Se sentía enferma y ya me disculpé - le expliqué. Mi abuela se acercó a donde me encontraba y me pasó un brazo por los hombros. La señora me me dedicó una mirada amable.
- Gloria es malcriada, lo sé, pero es una niña que está madurando - me aseguró. Señaló una fotografía donde aparecía Gloria junto a ella y un hombre de cabello canoso - desde que su papá se fue, no ha sido fácil para nosotras.

No dije nada. Mi abuela tampoco. La señora movió la cabeza con un gesto triste.

- Para los niños no siempre es sencillo el mundo de los adultos.

Pensé en esa frase mientras mi abuela conducía hacia la casa. Recordé a Gloria, altanera y gritona en el patio del colegio y también, a la niña de la fotografía, más pequeña e infinitamente más frágil. Pensé en su furia, en el hecho que siempre se estaba burlando de todos y de todo. Pensé en mi misma, en como la ira, me había hecho amanezarla con algo que ni yo sabía que era. De pronto, me sentí muy confusa y también, muy cansada.

- Nada es simple - le dije a mi abuela más tarde, sentada en la mesa de la cocina - todo parece tener mil explicaciones. No entiendo nada, a veces.
- El mundo es complejo porque necesitamos asumir que cada quien tiene su propia visión de las cosas. No es sencillo analizar y juzgar que piensa alguien más - dijo mi abuela con un suspiro - por supuesto, entiendo que te disgustaras. Pero también, debes entender que la ira es el camino sencillo para entender las cosas.
- Y el complicado...es este - pregunté con cierto desánimo. Ella río.
- En Brujería hablamos de causa y efecto porque todo se relaciona en consecuencias - me explicó - nada de lo que haces, deja de crear algo nuevo. Pero asumir que así sucede, te permite aprender. Construir tu propio trayecto de aprendizaje. Crecer a través de tus propias experiencias.

Pensé en la sensación de responsabilidad que había sentido cuando supe que Gloria estaba enferma. Y también en el alivio - a pesar de la ira y la incomodidad - cuando disculpe. Me encogí de hombros.

- Al final, la magia es lo que hacemos a diario bajo nuestro propio riesgo - dijo mi abuela con una sonrisa - y todo lo que ocurre a partir de que comprendes eso. Somos poderosos en nuestras decisiones.

No comprendí muy bien esa frase. No lo haría por completo hasta mucho después. Pero quizás comencé a hacerlo, cuando Gloria regresó al día siguiente a clase, aún estornudando pero repuesta. Intercambiamos una mirada lenta, cansada y después me ignoró. Yo también lo hice. Jamás le dirigí la palabra de nuevo y tampoco le conté a nadie lo que sabía de ella. Quizás todo se trata de eso, pensé en más de una ocasión semanas después, cuando nos tropezábamos en los pasillos del colegio sin mirarnos mutuamente. De asumir que somos distintos y quizás no siempre coincidentes, pero a que a pesar de eso, necesitamos mirarnos con simple respeto. Unidos en medio de una experiencia de las que todos formamos parte. En un único recorrido existencial.

C'est la vie.

viernes, 28 de abril de 2017

Una recomendación cada viernes: #GilBoss de Sophia Amoruso.




El éxito suele describirse como un largo trecho plagado de obstáculos y quizás por ese motivo, las grandes épicas para alcanzarlo suelen narrarse desde una perspectiva tediosa romántica que ensalza la dificultad como una conquista moral. Sin embargo, la novela “Girlboss” apuesta por lo contrario y encuentra una insólita energía justo en su capacidad para burlarse de los lugares comunes sobre el trayecto hacia el triunfo corporativo. La historia de Sophia Amoruso es un cuento de hadas moderno con tintes vulgares que fascina por necesidad. Después de todo, tiene todos los elementos para asombrar, cautivar y seducir. Desde una maliciosa protagonista — una cenicienta moderna que perdió bien pronto su inocencia — hasta un final feliz, con una fortuna de 280 millones de dólares de por medio y un futuro prometedor. En apariencia, se trata del triunfo de la cultura millennial — con sus altas y bajas — pero también, de la percepción esencial del éxito moderno. Sophia Amoruso lo vende todo bajo un mismo paquete. Y el resultado es por supuesto una curiosa combinación de ambición muchas trampas de efecto y algo muy cercano al melodrama insustancial.

Todo eso y más lo resume la novela “Girlboss” de Sophia Amoruso con un desparpajo que sorprende e irrita a la vez. Un manifiesto ególatra que medita con enorme cinismo sobre las grietas de la percepción de nuestro siglo sobre la individualidad y sus alcances. Pero no todo es tan simple como pudiera interpretarse a primera vista: Sophia Amoruso es más que una estrella fugaz en medio del firmamento. Se trata del símbolo más inmediato de cierta percepción sobre la futilidad de nuestra época. Una maliciosa interpretación de la fama contemporánea, con su combinación de espectáculo fallido y amarga decepción cultural. Sophia Amoruso es famosa en una época donde se necesita casi nada para serlo y lo logra a través de los golpes de efecto aprendidos en internet. El libro es el reflejo exacto de esa percepción sobre el desvarío de una generación convencida de la necesidad del triunfo inmediato pero sobre todo, es un rarísimo punto de vista sobre la identidad moderna. Divertido, despreciable por momentos y muy consciente de sus baches perversos, el libro deja muy claro desde sus primeras páginas que su intención no es maquillar esa raíz de la apreciación moderna del individuo. Sophia Amoruso saltó a la fama gracias a sus trampas y su chocante ambición. Y el libro no sólo lo muestra sino que además, lo enaltece.

Por supuesto, “GirlBoss” está pensada para ser un reclamo de atención sobre la cultura frugal fruto de las redes sociales y sobre todo, esa gran conversación universal que tiene a internet como testigo. Sophia Amoruso es una gran heroína contemporánea pero al contrario de las épicas extraordinarias como las de Steve Jobs y otros personajes semejantes, Sophia transita a la periferia, entre las miserias vulgares de una sociedad que no se toma en serio a sí misma. Como personaje — autora, Amoruso no duda en describirse como una antiheroína de dudosos escrúpulos y lo hace con toda la intención de demostrar que nuestro sistema — esa percepción cultural del bien y el mal — puede ser subvertido con enorme facilidad. Amoruso es la viva imagen de la vida al margen de los deberes y responsabilidades de una sociedad inocente y obsesionada por una idealizada percepción de la bondad. Y quizás es su insistencia en la banalidad, la desobediencia y cierta rebeldía disoluta los mejores rasgos de una historia que en ocasiones abusa de la frivolidad.

La vida de Amoruso es una rareza que encaja a la perfección en la pléyade de personajes insólitos de nuestra época olvidadiza: Pasó de abandonar la escuela a convertirse en una celebridad de redes y CEO de una compañía con 110 empleados. Todo en menos de seis años y sin en aparente esfuerzo. El libro se convierte entonces en una especie de mirada a corta distancia sobre la posibilidad que cualquiera pueda repetir su hazaña y subvertir el método y el sistema para convertirse en éxito inmediato. Amoruso — como escritora — parece muy interesada en dejar claro que su clamoroso ascenso al Olimpo de las celebridades frágiles de una época con corta memoria es un fenómeno medible y que puede repetirse a la medida del consumidor. Y emplea todas sus energías en demostrarlo en una serie de consejos en apariencia sensatos sobre cómo alcanzar el éxito por la vía rápida. Lo hace además, con evidente buena intención y un desparpajo que convierte a un libro en un manifiesto atolondrado sobre conocimientos básicos sobre el mundo financiero, publicitario y la otra cara de los negocios en la época de internet.

No obstante y a pesar de los esfuerzos de la autora, el libro no deja de otra cosa que una revisión no muy profunda sobre los golpes de efecto y suerte que le acompañaron a la cúspide. No hay nada en sus entusiastas palabras, metódicas descripciones e incluso, la noción sobre la ambición que sea distinto a cualquier otro libro al uso. Sophia Amoruso no logra superar la rebeldía infantil para construir algo más profundo y el libro decae cuando intenta englobar su experiencia empresarial en algo más que una serie de jugarretas afortunadas. Una y otra vez, Amoruso intenta dejar claro que su personalidad, ambición inescrupulosa y algo más cercano a la travesura es el secreto de su sólido éxito. Pero la explicación no resulta suficiente y por momentos, simplemente tiene algo de engañosa autocomplacencia.

Claro está, no se trata de un fenómeno único: como todos los que han tenido éxito en el mundo empresarial, Sophia está más que interesada en dejar muy claro que el triunfo de su empresa y su propuesta a largo plazo, es un atributo personal. Pero exagera al intentar mezclarlo todo en una especie de fórmula patentada para alcanzar el Olimpo de la empresa moderna en la que el elemento más reconocible es su comportamiento. Para empezar la autora — que se suele describir a sí misma como “una pequeña tramposa” — admite que el éxito de su proyecto tiene más relación con su falta de escrúpulos que con su habilidad comercial, lo cual no sería del todo desdeñable — y hasta podría catalogarse de intrigante — de no ser por el hecho de sus insistencia en que se trata de una forma de “destruir el capitalismo”. Quizás una de las cosas que más desconciertan de la narración de Amoruso sobre su rápido ascenso al éxito financiero y comercial, es no admitir que se trata sólo de otra visión del sistema que tanto desdeña y no un ataque al sistema mismo. De hecho, para Amoruso lo más importante parece ser dejar muy claro que “se salió con la suya”, una idea que repite en tantas ocasiones que deja de ser graciosa e incluso, interesante.

A pesar de todo, “GirlBoss” remonta la cuesta de sus momentos más bajos con una indudable frescura que se agradece. Amoruso reflexiona sobre todo tipo de tópicos sobre la identidad y el desconcierto moderno desde una atolondrada perspectiva y con una sinceridad que se agradece. No hay contradicción alguna entre su necesidad de demostrar que el éxito fraudulento no es otra cosa que una táctica agresiva de negocios y su encanto personal, a mitad de camino entre un tipo de malcriadez juvenil muy definida y una perspicaz mirada hacia la individualidad contemporánea. Incluso, su visión sobre la ropa como reflejo de lo que aspiramos — “todos queremos ser diferentes pero nadie sabe cómo” insiste más de una vez — sino también, la sagacidad para encontrar un lugar adecuado para la ambición. Porque Amoruso, sea cual sea su táctica para escalar en medio de la feroz competencia del mundo financiero, trabajó duro para lograr su resonante éxito. Un esfuerzo que fue una combinación de ofrecer lo necesario para asombrar a su público y además, una enorme audacia para encontrar el golpe de efecto necesario para hacerlo impactante.

En la novela hay mucho de esa filosofía y quizás por ese motivo, el libro se convirtió en un símbolo sobre el liderazgo femenino quizás con demasiada rapidez. No parece importar mucho la irritante versión de Amoruso sobre la personalidad empresarial sino más bien, parece ser justo esa antipatía que despierta la autora — personaje lo que convierte al libro en un raro producto a mitad de camino entre la celebración del triunfo femenino y algo más ambiguo. No obstante, Amoruso se libera de todo formalismo y logra un considerable éxito en dejar claro que para una mujer el camino siempre es un poco más escarpado y duro, mucho más si se es joven y con pocos deseos de disimular la ambición. Y eso es algo que a Sophia Amoruso — Estrella rutilante caída en desgracia, escritora sin intención de serlo, empresaria tramposa — sabe muy bien.

jueves, 27 de abril de 2017

El dolor y la belleza en la obra cinematográfica: unas cuantas reflexiones sobre ‘Apocalypse Now’ de Francis Ford Coppola.





El cine suele interpretarse como una reflexión de la realidad que intenta brindar sentido a lo quizás, no lo tiene. Una forma de reflexionar sobre el absurdo y asumir sus formas más depuradas. Es el caso de Francis Ford Coppola y su persistente necesidad de comprender y asumir lo cinematográfico desde la periferia. Quizás por eso, ha sido llamado muchas veces “el chico italiano de Hollywood”, no solo por sus raíces étnicas sino además por esa sensibilidad suya tan cercana los clásicos europeos de finales de la década de los sesenta y tan lejana a la estética dura y casi desagradable que imperó en la meca del cine durante sus primeros años como director. Y sin embargo, este autor intimista, reflexivo y sobre todo, tan bien dotado para el simbolismo visual, es una combinación de ambas corrientes, un hijo rebelde de cualquier corriente visual que le precede o desea perpetuar. Quizás se deba a que Coppola, asimiló el mundo cinematográfico a través un sensible recorrido íntimo — en más de una ocasión se ha declarado autodidacta — y creó algo mucho más personal que un ejercicio estilístico en estado puro. Desde muy joven, demostró comprender el lenguaje visual desde su capacidad para la metáfora y sobre todo, su necesidad de sostener un mensaje profundo a través de lo que cuenta. Cual sea el caso, Coppola construyó una íntima interpretación del cine por el cine, de la narración por la narración a través de lo que se asume evidente y lo que se esconde en lo sutil. Una combinación que le ha permitido no solo reformular lo obvio sino crear algo más sustancioso que un mero ejercicio visual.

Coppola comprende el cine como una expresión social y cultural. Lo hace quizás por esa convicción tan suya de asumir lo cinematográfico como instrumento de reflexión de la realidad. Como hijo de una familia de artistas inmigrantes, que le inculcaron desde la infancia no sólo el gusto por la belleza sino un cierto compromiso con la veracidad como expresión creativa, Coppola asume la dirección fílmica como una expresión de símbolos de profunda importancia. Para el director, nada es casual, mucho menos ordinario. Todos los elementos en sus películas funcionan como un cuidadoso engranaje que brinda sustento no sólo a la historia que se cuenta — imprescindible — sino algo mucho más profundo: esa visión íntima que define el modo de ver su autor. Coppola aprendió bien pronto — quizás desde esa niñez solitaria, confinado a su habitación debido a su salud frágil — que el poder de lo que se muestra reside en la capacidad que cada imagen tiene para evocar. Mucho más allá, el Coppola creador concibe lo cinematográfico como una pieza única de conceptos e ideas: una elaboración visual de una poderosa idea visual. Apasionado por la representación, por lo bello, lo doloroso, lo crudo, lo espiritual y lo humano, Coppola siempre ha intentado mostrar en el cine su opinión sobre si mismo, en una autorreferencia incansable y sistemática. Bohemio, culto y también rebelde, Coppola busca en el cine la redención última de un lenguaje visual propio.

Muy probablemente por ese motivo “Apocalypse Now” sea la obra más poderosa de Coppola: en ella convergen no solo su capacidad para crear una visión de la realidad íntima y singular, sino también algo más duro, más profundo, más elemental. Porque “Apocalypse Now” no es sólo una película: se trata de un manifiesto profundamente duro sobre la muerte, el dolor, el miedo y en última instancia, la fragilidad del hombre. Eso, a pesar de los esfuerzos de Coppola por brindar a su obra una identidad mixta, extrañamente ambigua. Por momento “Apocalypse Now” parece ser un Western, una representación fugaz y alternativa sobre la guerra, sobre la violencia y una mirada directa a la capacidad del hombre para matar. Pero también hay momento de profundo existencialismo, una lucha entre valores y temores tan filosófica como inquietante. Ambas abstracciones se funden en un paisaje de pesadilla, en una aproximación casi primitiva al fenómeno de la violencia humana, de esa capacidad del hombre para infringir dolor. Una combinación que Coppola logra sin perder el vista el objetivo de su personalísima épica: esa furiosa concepción de la guerra como una ruidosa caída a los infiernos del mundo del hombre.

Todo lo anterior, sin que Coppola olvide su mirada estilística, su pasión por la belleza: mientras la trama avanza, la música de de Carmine Coppola — padre del director y reconocido flautista — brinda a los momentos más duros una rara amargura, combinación de dulzura y fragilidad. La música parece confundirse con la atroz cacofonía de la batalla, del dolor, del miedo. Minucioso hasta la obsesión, Coppola logra que los acordes metálicos de balas, hélices de helicópteros, metralla y explosiones se confundan con la fragilidad cristalina de la flauta, en un vaivén hipnótico y por momentos insoportables. Es así como el director consigue que incluso las escenas más crudas de su película, tengan un lustre casi onírico: los amplios e interminables paisajes contemplados desde el silencio, un vuelo plácido que observa el mundo un instante antes de estallar en la locura y la destrucción. Porque la guerra está presente — nunca deja de estarlo — al borde mismo de esa otra narración sutil, la humanidad evidente en cada personaje, en todos los símbolos dolorosos, quebradizos y en ocasiones, directamente aterradores que Coppola utiliza para mostrar la guerra en toda su crudeza.

Basada en la novela de Joseph Conrad ‘El corazón en las tinieblas’ la película conserva de su gemelo en tinta, esa insinuación de la moral sobre el dolor, la pérdida de la identidad del hombre ético a medida que la crueldad se hace cada vez más descarnada. Para Coppola — como antes lo fue para Conrad — la guerra es el mal mayor, la esencia de lo primitivo, el sufrimiento más profundo de la historia del hombre. Aún así, la película no se ocupa de ofrecer un sermón ético, ni tampoco intenta enaltecer o manipular: ofrece la realidad con una crudeza casi insoportable pero sincera, una visión de la violencia tan cercana a la realidad — desnuda, trágica — que conmueve e incluso, repugna.

Se ha dicho que Coppola creó una nueva visión de la guerra y la muerte a través de “Apocalypse Now”. O mejor dicho, refundó un género basado en interpretaciones morales en ideas esenciales nunca demasiado analizadas. Pero Coppola logró además crear una visión moral de la guerra a través del metamensaje, de la elucubración simbólica, del metódico estudio del dolor y el miedo metafórico. Todo a través de imágenes devastadoras, durísimas, de historias que se entremezclan entre sí para narrar la angustia y el miedo de una manera totalmente nueva. Lo psicológico se mezcla con algo más complejo, del odio a la angustia, de lo descarnado a la búsqueda de la redención. Y al final, sólo silencio. Solo una profunda enajenación.
Los últimos minutos de la película son de un existencialismo abrumador: una reflexión sobre la fragilidad humana que pocos directores de cine han logrado llevar a cabo en las líneas mayores del llamado cine comercial. El personaje de Willard (interpretado por un jovencísimo Martin Sheen) mira el horror de la guerra, del infierno en la tierra, desde los ojos asombrados y conmovidos de un espectador. Más allá, el terror de lo que le rodea — la historia sangrienta que envuelve la suya propia — le empuja lenta pero inexorablemente hacia la barbarie. Hacia un tipo de muerte moral que simboliza la debacle del mundo que se concibe así mismo al margen de la realidad y también de lo que se concibe como moralmente aceptable. Poco a poco el personaje sucumbe a un destino inexorable — o que parece serlo — y se enfrenta a la disyuntiva del desastre, de la muerte, de la definitiva caída en el abismo. Más allá, la selva, la guerra, el horror, continúan siendo los mismos: inabarcables, sin identidad. El sufrimiento anónimo, el terror angustioso y brumoso de lo impensable: la muerte física sino la espiritual. Una mirada al horror del mundo, una visión durísima y descarnada sobre el hombre y en la periferia — siempre latente — a la violencia y al dolor. Quizás la esencia de la identidad humana y más allá, su propia perversión.

miércoles, 26 de abril de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: En territorio del miedo y la violencia.





Carlos Moreno no estaba manifestando. En eso insisten todas las notas de prensa que mencionan su caso, como si manifestar fuera en sí mismo, un delito que mereciera un castigo. Pero es la manera como se describe su inocencia, el hecho casual que la llevó a la muerte. Carlos regresaba de un participar en un entrenamiento deportivo, cuando tropezó con una de las manifestaciones que se llevan a cabo en la ciudad desde hace más de dos semanas. Recibió un disparo en medio de la confusión y murió unas horas después. Carlos estaba de pie en la calle rodeado de ciudadanos que ejercían su derecho a la protesta y simplemente cometió el único error que han cometido cada una de las víctimas que han sido asesinadas durante un mes de anarquía y violencia: encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, de transitar en medio del caos que auspicia la admisión de la impunidad y la criminalización de la opinión que padece nuestro país.
No, Carlos no estaba manifestando, pero fue asesinada de la misma manera que otros tantos que si lo hacían durante las últimas cinco semanas. Y quizás por las mismas razones. Como cada una de las víctimas de la violencia callejera que el Gobierno alienta como forma de represión, su muerte, se transforma en otro símbolo de la indiferencia y la actitud irresponsable de un gobierno que penaliza la opinión en lugar de condenar su muerte. Carlos Moreno fue asesinado de un disparo en un país donde la ley de desarme no es prioridad legislativa, donde cualquier argumento para su discusión se considera innecesario y mucho menos, de urgencia. Eso, a pesar que somos el tercer país más peligroso del mundo, que cada fin de semana casi un centenar de Venezolanos son asesinados a mansalva por el único delito de ser carne de cañón para la irresponsabilidad de un Estado ciego e indiferente a la tragedia que padecemos.

Porque al Gobierno trasladó la discusión, no al hecho evidente y repudiable que un desconocido disparó contra una multitud desarmada. Resulta obvio en cualquier país civilizado: La responsabilidad del gobierno es la de procurar todos los medios para evitar violencia armada. El chavismo hace justo lo contrario: porque la discusión y el debate no insiste sobre la necesidad de protección del ciudadano que es la víctima de un sistema que auspicia la violencia, sino en el hecho que se debe criminalizar cualquier visión que disienta de la versión oficial. Porque el delito en Venezuela no es empuñar un arma y disparar. El verdadero crimen en un país donde la represión desmedida es legal y la agresión una herramienta de disuasión es opinar

Miro la fotografía de Carlos Moreno: Un joven que sonríe, casi con inocencia. Carlos no manifestaba, pero su muerte se convirtió en esa sincronía inquietante de los tiempos violentos que padecemos, en otro motivo para hacerlo. La protesta que se convierte en necesidad, en mensaje, en una forma de expresar no solo el descontento sino esa imperativa necesidad de enfrentarse al miedo y a la opresión.

***
Me encuentro con mi amigo Juan Antonio (que insistió usara su nombre real) en su casa. Aún lleva la mano derecha inmovilizada y tiene una enorme raspón de aspecto doloroso en la mejilla. Sobre todo, aún está asustado por la experiencia que vivió, hace seis días en Valencia. Pero más allá de eso, Juan está enfurecido, desconcertado por haber sido una víctima más, en la incesante estadística de violencia de un país en conflicto. Para él, lo que vivió no solo demuestra la grave coyuntura que atravesamos sino sus implicaciones.
- Aquí todos somos vulnerables — me dice. El rostro cansado, la mano sana temblorosa — aquí no se salva nadie de la locura de lo que está ocurriendo en la calle.

Juan Antonio no es estudiante. Tampoco es partidario de ningún extremo político: es cobrador de cuenta de una empresa del ramo y durante las últimas semanas ha intentado sobrellevar a duras penas, en medio del difícil clima de conflicto que atraviesa el país. Porque Juan Antonio insistía en que no ocurría nada de especial gravedad y que había que continuar la vida rutinaria como pudiera. El caos en las calles parecía resumirse en una mera percepción de la realidad.

Hace seis días, Juan tuvo que trasladarse por la ciudad para cobrar una de las cuentas pendientes de la que se ocupa. Juan no es asiduo al Twitter ni tampoco a ninguna otra red Social, de manera que no tenía noticias sobre la situación de Violencia que en ese momento estaba atravesando Caracas. Tampoco le habría importado, de haberlo leído. Durante las últimas semanas, Juan me insistió en más de una ocasión que lo que estaba ocurriendo en las calles de Venezuela, no era otra cosa que “desorden” y “los muchachos de siempre echando varilla”. Como muchos otros ciudadanos de este país, para Juan la protesta no era más que una expresión pasajera de descontento, esa espontánea reacción que de vez en cuando todo país sufre en sus calles. Una visión un poco brumosa del verdadero malestar que atravesamos.

Muchísima gente le llamó a Juan indiferente. Yo fui una de ellas. Durante las tensas semanas de protestas, en más de una ocasión su insistencia en disminuir la gravedad del conflicto que atravesamos me demostró que definitivamente, hay una parte del país que no solo no se siente involucrado con el motivo de las incesantes manifestaciones, sino que directamente no le importan. En una ocasión, Juan me insistió que en Venezuela protestar: “Se convirtió en una especie de alboroto farandulero”, una opinión que me demostró que el ciudadano Venezolano aún no se considera parte — mucho menos protagonista — de la expresión del descontento que vivimos. No obstante, esta visión sobre el país no es extraña en una sociedad donde la opinión tiene un sesgo definitivamente ideológico. La realidad parece dividirse en dos, abrir un compás de espera para construir una interpretación concreta sobre lo que ocurre.

Quizás Juan recuerda nuestras conversaciones mientras me cuenta lo que vivió. Lo escucho, preocupada: Le noto cansado, agobiado, definitivamente abrumado.

- Una cosa es lo que creemos que está ocurriendo y otra es la que pasa en la calle — me dice — y cuando entiendes la diferencia, la realidad es otra cosa. Te pesa.

Una frase lapidaria, más aún viniendo de alguien que durante años, insistió no tener opinión política en un país donde todos parecen necesitarla. Para Juan, toda circunstancia Venezolana se encuentra a merced de ese gran debate ideológico que parece incluir cada extremo de lo que vivimos, de lo que se asume real y lo que no lo es. Tal vez por ese motivo, Juan se sorprendió con la súbita escena de caos que tuvo que enfrentar. La realidad, más allá de la noticia, del debate simple. Me explica que la escena con que se encontró en las calles le sorprendió por inesperada: las calles cerradas por barricadas humeantes, el sonido de detonaciones que se escuchaban a la distancia, un fuerte despliegue militar en los alrededor. Sin comprender que ocurría, tropezó con un grupo de manifestantes que levantaban pancartas en una esquina mientras un grupo de funcionarios uniformados les arrojaban bombas lacrimógenas. En medio de la confusión, se arrojó al suelo y trató de esconderse, pero pronto se encontró en medio de la confusión de gritos, el olor insoportable de las lacrimógenas y la violencia, plena y directa. Me cuenta que durante casi una hora, temió morir, agazapado detrás de una pared, escuchando el vaivén de las Tanqueta recorriendo la calle, las detonaciones, las explosiones de bombas y otros artefactos. Finalmente, y gracias a la ayuda de un vecino que le brindó refugio en una de las casas, pudo escapar del desastre. Para entonces, se encontraba medio asfixiado, cubierto de raspones y moretones y con un dedo de la mano derecha dislocado. Sonríe con amargura cuando levanta la mano para mostrarme el vendaje.

- Y salí barato — me dice — para lo que estaba ocurriendo allí, pudo haber sido mucho peor. No es posible vivir de esta manera, esa gente no estaba haciendo nada, yo no estaba haciendo nada y creí que podría morir. Una zona de guerra.

Me describe, de nuevo, el sonido de las tanquetas, el rumor sordo del estallido de las bombas lacrimógenas. Para Juan, el horror reside en enfrentarse a la represión cruda, a esa violencia indiscriminada que durante semanas enteras han sufrido las calles de Venezuela. Esto está por encima del discurso político, me dice, muy por encima de toda idea borrosa y poco precisa que pueda tenerse sobre el conflicto que atravesamos. Su esposa, que nos escucha en la cocina cercana sacude la cabeza.

- Esconder la cabeza no hará que el problema se solucione — respondo — el país se nos cae a pedazos. Eso no tiene nada que ver con quien apoyes, todo lo sufrimos.

Juan parece aturdido. Por mucho tiempo, me insistió en que el debate político no era lo suyo, que de hecho le importaba bastante poco lo que ocurría más allá del mundo de las cosas prácticas, de esa normalidad quebradiza que parece esconder el verdadero rostro del país. Y no obstante, lo que ocurra desborda la simple opinión, la decisión discrecional de asumir que Venezuela está padeciendo los avatares de una conflicto que se manifiesta de mil maneras distintas. Y es que la Venezuela real, la rota por mil circunstancias, la que debate entre la violencia y la necesidad de evasión, parece desbordar cualquier interpretación simple, toda consideración que intenta mirar el problema desde un solo punto de vista.
- No es solo sobre la escasez que sufrimos, o sobre lo costoso que está lo poco que conseguimos — responde por último— es algo que va más allá. Es el caos, es lo incontrolable. Pude morir. De verdad, pude morir.

La idea parece abrumarlo. A mi también. Es un pensamiento que he tenido con frecuencia durante las últimas semanas. Y sí, como insiste Juan, poco tiene que ver con la postura política que profesamos e incluso, con el simple hecho de asumir una visión crítica sobre lo que sufrimos. La violencia de infinitas implicaciones, la realidad desbordando la simple indiferencia

martes, 25 de abril de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: El paisaje del terror cotidiano.






— ¿Tienes miedo?
Me lo pregunta mi vecino de cinco años, mientras espera junto a su madre para subir al ascensor. Tiene la carita pálida y bajo los ojos, ojeras violáceas. Su madre me dedica una mirada preocupada y cansada. Me encojo de hombros, sin saber que responder.

— Un poco, pero trato de no hacerle mucho caso — digo por último.

 — Mi mamá también tiene miedo — me explica entonces en voz baja — todas las noches todos en la casa nos asustan los ruidos de la calle. No sabemos para donde correr.

Mi vecina suspira, extiende la mano, le acaricia la mejilla al niño. Él la abraza, se aprieta contra su cintura. Me quedo paralizada por una angustia brumosa, helada. Quisiera tener las palabras correctas, ofrecerle algún tipo de consuelo, decir algo que pudiera no sólo conjurar el miedo sino protegerlo del real que padecemos los adultos. Pero por supuesto no puedo — quizás no exista algo semejante — de manera que permanezco muy quieta, por la frustración y la impotencia.

Dentro del ascensor tres vecinos nos observan en silencio cuando subimos. Entre los murmullos de saludos corteses, alguien comienza a relatar lo que ha leído en redes sociales sobre los ataques sectorizados que sufre nuestra zona, la violencia callejera, las balaceras nocturnas en varias partes de Caracas. Miro al niño, que esconde la cabeza contra el cuerpo de su madre. Las manos pequeñas tensas sobre la tela, el cuerpo rígido. La madre suspira, le pasa los brazos alrededor. Pero no hay manera de protegerte de la información, de la tensión, del clima asfixiante de un país en crisis como el nuestro.

Al niño lo vi crecer. He escuchado su llanto durante la noche, me tropecé con sus primeros pasos en el pasillo de mi edificio. Su familia es parte del paisaje común de vida, de los esporádicos encuentros aquí y allá. De pronto pienso que con cinco años de vida, no ha conocido otra cosa que la angustia que llena cada espacio de la vida cotidiana. Que ha padecido la escasez, el temor insistente, la carga de abrumador temor que está en todas partes. Una generación rota, herida. La incertidumbre como única respuesta al futuro.
Cuando las puertas se abren, la madre levanta al niño en brazos y los veo caminar por el pasillo en semipenumbra. El niño me mira sobre su hombro, todos ojos tristes, las mejillas tensas. La madre le besa la cabeza, le susurra algo — quizás justo lo que a mi no se me ocurrió para calmarlo — y caminan por la calle, con la cabeza baja, el cuerpo rígido. Y me quedo pensando en todo lo que hemos perdido, en todos los espacios en silencio, devastados y afligidos, de un país lleno de cicatrices.

Camino por la calle y miro a los transeúntes a mi alrededor. Todos tienen el mismo aspecto agobiado del niño y el que yo también debo tener, aunque ya no le doy importancia. Durante las últimas semanas, hemos sufrido los rigores de la represión nocturna que padece de nuestra zona, el temor insistente de lo que pueda ocurrir por los ataques de desconocidos a moto y a pie. Se ha hecho un hábito las denotaciones inexplicables, las ráfaga de balas fugitivas. De pronto, la violencia se volvió parte de todas las cosas, de los pequeños hábitos, de la percepción de la normalidad. Me abruma la mera idea de la resignación que eso simboliza y sin embargo, que real resulta cuando te convences a ti mismo que debes continuar, que necesitas encontrar cierta normalidad. ¿Cual? me pregunto con cierta violencia. ¿Qué tipo de normalidad puedes encontrar en el país ahora mismo?

Por supuesto, no hay respuestas para algo semejante. Lo pienso mientras me formo en fila para comprar un poco de pan, mientras avanzo por la calle tratando de sortear los restos de basura quemada en la que aún se percibe el olor de las lacrimógenas. Cuando me detengo frente a la pared de piedra de unos de los edificios que rodean la plaza pública y distingo una línea de agujeros requemados con olor a pólvora. Los rozo con los dedos, me invade el asco, el terror. Un tipo de amargura indefinida que tiene mucho que ver con la incertidumbre. La conciencia de vivir en un país en el cual con toda probabilidad haya una bala con tu nombre.

***
La tarde transcurre pacífica. La calle tiene el mismo aspecto que ha tenido durante los casi veinte años en que la he contemplado a través de la ventana de mi estudio. Hay un aire de tranquilidad plácida y engañosa, con los árboles en flor sacudiéndose por el viento y el sonido del tráfico esporádico. Y me asombra, que sea tan fácil disimular lo evidente, lo crudo de lo vivimos. Ese barniz de normalidad fragmentado e incomprensible.

Un funcionario militar cruza la calle llevando su arma de reglamento contra el pecho. A la distancia, tiene un aspecto amenazante, con el caso y el peto bien visible. Lo veo rodear la plaza, avanzar hacia adelante, detenerse en una esquina. Apoya el fusil contra el suelo, se queda inmóvil. Unos minutos después, se le unen dos funcionarios más. Y la calle en apariencia corriente se transforma en otra cosa. En una amenaza tácita pero imposible de ignorar. Hay algo alegórico en esa imagen, en el hecho que el Estado policiaco esté en todas partes, que sea un fragmento visible entre todas las concepciones de la rutina cotidiana.
Cuando tenía diez años o un poco menos, vi por primera vez una Tanqueta, ese enorme vehículo militar que en Venezuela, se ha hecho parte del paisaje urbano a medida que recrudecen las protestas. Acababa de ocurrir el primer golpe de estado y mi calle se encontraba custodiada por efectivos militares que me aterrorizaron por sus uniformes, sus armas bien visibles, el aire agresivo que parecían encarnar. Pero el recuerdo más vívido que tengo de por entonces es la silueta colosal de la tanqueta que cerraba la calle frente al colegio en el que estudiaba. Un armatoste de metal de aspecto envejecido y peligroso. Una criatura imposible a la que no encontré explicación ni tampoco justificación. Me detenía a su lado, con el morral sobre el hombro y apretando la mano de mi abuela con nerviosismo, sin saber el motivo por el cual me causaba tanto terror su silueta recortada contra el sol de la tarde. Todavía no sabía que hacía en realidad aquel objeto incongruente en todo lo que conocía, pero el temor era real, cercano.

Crecí en un país cercado por el estado general de sospecha, tutelado por el militarismo, hundido y aplastado bajo la bota verde oliva. Mientras miro al grupo de funcionarios de pie bajo el sol, incómodos y un poco inquietos, pienso en que no recuerdo cuando la violencia no formó parte de mi vida, cuando no tuve que temer por la agresión por el poder. Y pienso en esa niña que fui, que asumió con facilidad — y con preocupante rapidez — la tanqueta en la calle, el militar armado en las esquinas, la percepción de la represión como parte de todos los lugares de la vida cotidiana. ¿Qué provoca en un niño la violenta perenne, silenciosa? ¿Esa persistente visión de la agresión como parte de tu identidad, de todo lo que aspiras y eres?
Hace poco, le comentaba a una de mis amigas que llevo tanto tiempo sintiendo miedo, que no sé como dejar de sentirlo. O mejor dicho, cómo sobrellevar esa combinación de amargura, cansancio y temor que parece inabarcable. Está en todas partes, en cada trozo de lo cotidiano, en los intentos inútiles por mantener la cordura, la calma. Simplemente la esperanza. El miedo forma parte de cada noción que tengo sobre el país, de la forma en que vivo, de la manera en que deseo vivir.

El grupo de militares camina hacia la esquina y desaparece bajo la copa de un árbol. Pero aún invisibles, la calle entera parece manchada y contaminada por esa violencia que palpita al fondo de todas las cosas. Cuando cierro la ventana, las manos me tiemblan. Y el miedo está allí de nuevo, porque no puede ser de otra forma. Porque Venezuela se refleja en todas las pequeñas cosas que recuerdan la fractura, la grieta, el dolor.

***
Cuando me asomo al pasillo para arrojar la basura en el deposito, mi pequeño vecino está allí. Está jugando en las escaleras, saltando de un lado a otro. Arroja la pelota, la ataja, vuelve a arrojarla. El sonido acompasado resulta casi relajante. Me hace pensar en tiempos inocentes, dolorosos por lo incomprensibles que me resultan ahora mismo.

Su madre le observa desde un peldaño de la escalera. Me siento a su lado. Ella suspira y me mira con los mismos ojos tristes y cansados de su hijo.

— A veces, le pongo sus películas, su música, sus programas a todo volumen para que no escuche las bombas lacrimógenas. Lo encierro con las ventanas cerradas y los espacios cubiertos con paños empapados en bicarbonato. Pero…eso no es suficiente. ¿Cómo puede serlo?

El niño toma la pelota y corre escaleras arriba, fingiendo una finta. Le escucho narrar entre dientes un juego imaginario, reír en voz alta. Y siento un dolor ajeno, persistente, inexplicable. Su madre sacude la cabeza, aprieta las manos hasta que los nudillos le quedan blancos. Su angustia es tan directa y visible que es mía también. La entiendo con una claridad total.

— Estamos intentando irnos del país, pero no tenemos la plata. Estamos encerrados — suspira. Las mejillas contraídas, los ojos secos. Un sufrimiento tan lento que le deforma la expresión — y no me duele por nosotros, su papá y yo podemos con esta vaina. Pero él…

El niño baja corriendo de nuevo y me arroja la pelota. La sostengo con un gesto torpe de manos abiertas. Sacude los bracitos, me anima a arrojarla de nuevo. “Vamos a perder el juego” me grita. “Pasamela ya”. Cuando lo hago, él se burla de poca puntería y regresa al mundo pequeño y frágil que lo consuela. Su madre ladea la cabeza, se restriega los ojos con la palma de la mano.

— Hay que ver cómo se sobrevive — murmura — pero sobre todo, cómo evitas te joda el futuro todo esto.

Pienso en esa frase tendida en mi cama, escuchando los sonidos de la calle, atenta a las denotaciones acompasadas, el posible sonido de las balas fugitivas. ¿Me destrozó el futuro la violencia? ¿Ese lento goteo interminable en este país que lleva heridas tan profundos? El pensamiento me tensa el cuerpo, me hace sentir dolor. Me quedo sin aliento, con la cabeza hundida en la almohada. Y de pronto, todo es incertidumbre a mi alrededor. En medio del silencio tenso de la noche, del eco de las primeras detonaciones que se hacen más cerca. Un dolor tan viejo que no puedo hacer otra cosa que pensar quizás es irremediable.

lunes, 24 de abril de 2017

La fotografía como una puerta y ventana para la emoción y los secretos espirituales: Algunas reflexiones sobre la obra de Eve Arnold.





A menudo la fotografía es una forma de expresión que resulta un reflejo fidedigno sobre las motivaciones y esperanzas de su autor. Quizás por su carácter inmediato o sólo por el hecho de crear las condiciones propicias para la expresión, la imagen es capaz de crear un tipo de lenguaje que lleva a cuestas la historia del fotógrafo. Algo semejante debió ocurrirle a Eve Cohen (futura Eve Arnold) quien nació mujer, diminuta y con graves problemas de salud en el seno de una familia ultraortodoxa judía. Una familia disfuncional, que además tuvo que huir de su natal Ucrania cuando Eve era aún una niña pequeña. El padre, un rabino ucraniano convencido de la santidad del hogar y el papel secundario de la mujer, le insistió desde la infancia que su papel y futuro estaba “junto al fogón”. Una idea que atormentó a Eve durante buena parte de la niñez. “Soñaba con ser escritora, bombero, fotógrafa. Las palabras de mi padre me aterrorizaron” escribió en una oportunidad, rememorando la época. Quizás para alguien con menos fuerza de voluntad, esas condiciones habrían supuesto una condena a la tradición, una puerta cerrada hacia cualquier aspiración más allá de la podría imponer la época y la cultura. No obstante, Eve Arnold no sólo logró convertirse en fotógrafa tal y como lo soñó sino además, en una de las mujeres más importantes en la historia de la fotografía. En un inmediato referente a un tipo de fotografía sensitiva, emocional y pulcra que asombró a sus contemporáneos y que continúa haciéndolo décadas después de su muerte.

Fue sin duda esa larga historia de batallas personales y pequeños sinsabores, lo que hizo que Eve Arnold construyera un lenguaje fotográfico basado en la empatía, la comprensión y sobre todo, un inusual respeto hacia quien retrataba. Arnold estaba obsesionada con la circunstancia humana y lo demostraba en cada oportunidad posible: Sus imágenes cautivan por su mirada profunda y elegante, una persistente intención de expresar ideas complejas a través de cierto acercamiento emocional. Tomaba fotografías sin juzgar al personaje pero además, tenía la delicadeza intelectual suficiente como para asumir el riesgo de asimilar su historia a través del documento fotográfico. “Fotografiar es un poco analizar la psiquis y la circunstancia de quien fotografías” comentó en una oportunidad “una conversación sin palabras en la que la cámara es el vehículo ideal para confesiones inesperadas”.

De hecho su trabajo se recuerda sobre todo por acercamiento y relación con quienes fotografiaba, más que por su estilo fotográfico, sobrio y formal. Eve Arnold supo captar la individualidad y la historia personalísima de todo el que posó frente a su lente y el resultado, es una colección de historias basadas en imágenes con un claro propósito intimista. Eve Arnold asumió la capacidad de la fotografía como documento emocional y lo llevó a una nueva dimensión de análisis intelectual. No es extraño que aún en la actualidad sus imágenes de estrellas de Hollywood como Marilyn Monroe y Joan Crawford, sorprendan por su delicadeza y el aire íntimo que convierte las imágenes en testimonio, más que un mero registro. Asombra también su capacidad para transmitir percepciones complejas que acentúan su discurso intimista: En su proyecto Tras el velo Arnold mostró la cultura musulmana a la audiencia norteamericana como ningún fotógrafo lo había hecho hasta entonces. Se trató de un recorrido existencialista y anecdótico a través de las costumbres religiosas pero también, de las invisibles relaciones de poder, amor y familiaridad entre los creyentes. El resultado fue un acercamiento desconocido al núcleo mismo de la creencia y la comunidad a su alrededor. Una inédita percepción sobre la humanidad y la belleza emocional que sorprendió al público de su época.

En una ocasión, Eve Arnold confesó que fotografiar era el medio más exacto del que disponía para comprender las vicisitudes espirituales de quienes le rodeaban. Para la fotógrafa, la cámara era un recorrido por la belleza invisible, la noción sobre la identidad y algo mucho duro que solía llamar “el rostro oculto”. Rara vez Eve Arnold dejaba de fotografiar antes de encontrar esa otra perspectiva del personaje, esa vulnerabilidad amable y humana que convertía su manera de fotografiar en un discurso sobre la fragilidad del hombre y su entorno. Esa insistencia suya en mirar más allá de lo obvio, sería un elemento persistente en la obra que la haría famosa. Cuando fotografió durante casi un año a Malcolm X, el propio líder político confesaría que le asombró la delicadeza y respeto de la fotógrafa al construir un mensaje fotográfico sobre su vida y obra. “Miro lo esencial y descartó cualquier otra cosa” llegó a comentar.

Eve Arnold concibió la fotografía como una combinación de medios y conceptos. Desde sus famosas fotografías de rodajes (fue pionera de la llamada foto fija y también, del documento registro detrás de cámara del Hollywood de casi dos décadas) hasta su trayectoria como reportera, Eve Arnold supo encontrar el equilibrio entre el discurso, el mensaje y la referencia, en medio de un contexto íntimo y poderoso que dotó a su trabajo de una indudable personalidad propia. Su trabajo tenía tantas aristas como intereses la fotógrafa: Arnold fue la primera fotógrafa en seguir el rastro de los inmigrantes africanos al norte de Estados Unidos y lo hizo con un respecto étnico que le permitió obtener un documento de profundo valor sociológico. También fotografió las audiencias del Macartismo y lo hizo con tanta seguridad y pulso firme, que le permitió captar la humanidad incluso en los enconados acusadores, convertidos en villanos sociales. Una y otra vez, Arnold demostró su pericia para analizar lo social y lo cultural a través del prisma de cierta emotividad sobria y serena. Una comprensión sobre los alcances de lo humano en el hecho fáctico y sobre todo, un análisis directo sobre sus implicaciones. “Todo lo que ocurre es emocional y tiene un alto contenido humano. La labor del fotógrafo, es descubrirlo”.

De la mirada amable a la profundidad conceptual: Eve Arnold y la fotografía como recurso expresivo.

Cuando Eve Arnold fotografió a Marilyn Monroe, la actriz atravesaba una etapa especialmente dura de su vida. Tenía problemas de dependencia a todo tipo de medicamentos, su trabajo como actriz era menospreciado en favor de su turbulenta vida privada y sobre todo, sufría las críticas y sinsabores de un entorno hostil. Eve Arnold se encontró con una mujer que no deseaba ser fotografiada y que se sentía incómoda frente al lente de la cámara. “Sólo mostraré lo que tu deseas se muestre” se cuenta que insistió Arnold, con el lente de la cámara aún cubierto. La actriz aceptó continuar con la sesión.

Las fotografías de Marilyn Monroe se convirtieron en íconos de la belleza, pero también de un sensible acercamiento a la soledad y cierto desarraigo personal. La actriz se muestra en el cenit de su atractivo físico y personal, pero también desde una vulnerabilidad casi conmovedora. Arnold no sólo supo captar la combinación entre ambas cosas sino también, un rasgo misterioso sobre Monroe que aún asombra y se celebra: su infalible instinto para comprenderse así misma. Monroe no era una mujer simple a pesar de la insistencia en lo contrario y fue la fotografía de Arnold la que reveló al mundo esa extraña y brillante complejidad.

Historias semejantes se multiplicaron durante la larga carrera de la fotógrafa. Eve Arnold era una mujer ejemplar o esa la opinión mayoritaria de quienes la conocieron. Y no lo era por un comportamiento impecable — al contrario, era obstinada, ruidosa, impulsiva y con un gran carácter — sino por su asombrosa sensibilidad en una época en la que la fotografía se distinguía por su pulcritud directa y en ocasiones cruda. Arnold era conocida por su nobleza y humildad, rasgos que se ensalzan como los más reconocibles de su personalidad y que forman parte del mito a su alrededor. Algo de esa percepción sobre la vulnerabilidad del espíritu humano, es parte profunda de su visión fotográfica.

James A. Fox, editor y archivista de la agencia Magnum, recuerda a Arnold como una mujer formidable, divertida pero sobre todo “nada pretenciosa”, que estaba obsesionada con las perfección pero a la vez, estaba convencida que la creación fotográfica era un motivo para la celebración. “Eve Arnold sabía que la fotografía era un medio para mostrar emociones, a pesar de la insistencia en la pulcritud del documento en estado puro. Pero ella era rebelde y no obedecía la noción la imagen sólo como registro. Insistía en encontrar lecturas, dobles miradas. Mundos enteros escondidos en el rostro de quien fotografiaba.” Una opinión que comparte Zelda Cheatle, socia del Tosca Fund y antigua responsable de ventas de la Photographer’s Gallery londinense: “Arnold tenía una enorme voluntad para conectar con las personas y su sentido común, ya se tratara de retratar la pobreza, la excentricidad o la fama”.

Más de una vez, se le preguntó a Eve Arnold cual era su secreto para encontrar el punto exacto de vulnerabilidad y belleza en todas sus imágenes. Arnold sonrió, con cierto cansancio. “Provengo de un hogar humilde, con un padre que consideraba que debía cocinar en lugar de educarme. Me casé muy joven y perdí un bebé. Sé todas las tristezas y dolores que puede ocultarse detrás de una expresión impasible. Busco lo que hay detrás de nuestras máscaras. De nuestras puertas cerradas. Saber contar bien una historia implica comprender sus orígenes”.

De la mirada y el silencio: la búsqueda de la fotografía como registro de lo humano.
Eve Arnold siempre fue una mujer con cientos de contrastes: sus colegas de la Agencia Magnum la recuerdan como ama de casa suburbana, que reía en voz alta, contaba historias sobre sus vecinos pero también, tenía un infalible olfato para las buenas historias. Eve Arnold, que había soñado con ser médico, bailarina, escritora, encontró en la fotografía una forma de expresión tan profunda como elemental, tan personal como significativa. Se trató de un largo trayecto desde su Filadelfia adoptiva hasta llegar a Nueva York, en donde encontraría una forma de expresar toda su enorme potencia creativa. De pronto, la fotografía estaba en todas partes, era un elemento imprescindible para comprender la época que vivía. Para Eve, fue una forma de expresión tan novedosa como inevitable. “Fotografiar se convirtió en lo único que podía procurarme paz y despertar mi curiosidad”.

También en Nueva York encontró su primer trabajo como fotógrafa: vio un anuncio en The New York Times en el que se solicitaba un “fotógrafo amateur” para una fábrica de negativos. Fue el empleo perfecto para su recién nacida vocación como fotógrafa: Durante el día, aprendía todo sobre la cámara y el proceso de revelado y en su tiempo libre, retrataba las calles de Nueva York con una cámara Rolleicord. Entre ambas cosas, Eve Arnold encontró su definitiva vocación.

No obstante, le llevaría casi década y media tener el suficiente conocimiento, material y sobre todo confianza para presentarse con su portafolio en la Sede Neoyorquina de la legendaria cooperativa de fotógrafas y solicitar su admisión. Se trataba de años de transición en el lenguaje fotográfico: Robert Capa ya había que se necesitaba una renovación en el grupo de fotógrafos. Y además, había insistido en que se necesitaban mujeres. “El ojo fotográfico femenino es mucho más sagaz que el masculino” había dicho en más de una ocasión, sin duda debido al recuerdo de Gerda Taro. Para Arnold fue el momento idóneo pero sobre todo, su trabajo representó un momento de transición entre el documento en estado puro y un tipo de fotografía más sensitiva y poderosa que tenía por foco lo humano.

En su libro Eve Arnold. The Unretouched Woman (1976) la fotógrafa analiza lo que significó para su trabajo comenzar a formar parte de una agencia en la que no sólo encontró inspiración sino una nueva dimensión de su percepción sobre la imagen. “En Magnum descubrí mi capacidad para adaptar la fotografía a una búsqueda del elemento discreto y poderoso en cada ser humano” explicó pero además, encontró el sentido de sus temas recurrentes “Fui pobre y quise documentar la pobreza; perdí un niño y me obsesioné con el nacimiento; me interesaba la política y quise saber cómo afectaba a nuestras vidas; soy una mujer y quise saber más sobre las mujeres”. Con una valentía y entrega absoluta, Arnold encontró en la fotografía una forma de catarsis pero sobre todo de construir un discurso basado en su necesidad de explorar las emociones humanas como un todo. Desde sus icónicos retratos a celebridades hasta sus reportajes sobre hechos históricos, el lente de Arnold supo captar un tipo de poderosa metáfora sobre la trascendencia y el dolor del espíritu humano, en cientos de facetas distintas. Su versatilidad tiene como punto central un concepto muy profundo y aún por definir: humanidad. Para Arnold, era de enorme importancia encontrar lo que había bajo el ícono, el glamour de los grandes estrellas, lo inalcanzable de las grandes tragedias imposibles de comprender, hasta convertirlo todo en algo algo humano y accesible. Y con su maravillosa sensibilidad pero sobre todo, su sincera percepción sobre lo que nos hace humanos, lo logró.

sábado, 22 de abril de 2017

Cantos al viento y otras historias de brujería.





El circulo de velas parpadeantes parecía extenderse por el jardín entero.  Mi tia E. me miró con cierta impaciencia cuando me detuve al borde, observando las llamitas bailotear en la oscuridad.

- ¿Vas a entrar o no?
- Bueno...

Volví a mirar las velas, tan pequeñas y chatas que parecían brotar de la tierra misma. A la luz del atardecer, tenían un aspecto bonito, limpio. Pero la verdad, muy poco mágico. O al menos como yo me imaginaba las cosas mágicas, en todo caso. Me incliné para mirar una de cerca: tia se había preocupado por poner una piedrita debajo de cada cabo de vela y el conjunto - con sus hilos blancos de cera flotando recién derretido - tenía un aspecto delicadísimo, casi artístico. Pero aún así, seguía siendo sólo una vela sobre un trozo de roca, en un jardín con la hierba mal cortada.

Pero claro está, una no le dice esas cosas a su tia. Menos, una tia tan malhumorada como la mía, que me miraba con los ojos entrecerrados y los brazos en jarra mientras yo seguía de pie al borde del circulo, pensando en esas cosas con toda mi curiosidad infantil. En vez de eso, hice lo que me había enseñado: levanté el brazo y con el dedo indice de la mano derecha, dibujé una puerta invisible sobre el aire de la noche. El viento me sopló en la cara y tuve una extraña sensación de sobresalto. Pero magia, lo que se dice magia, no pasó.

Entré finalmente al circulo. Volví a cerrar la puerta imaginaria como tia me había enseñado y me senté a su lado. A estas alturas me sentía un poco loca o al menos, una niña jugando a solas con su tia en la oscuridad. Pero bruja...torcí la boca para masticar las palabras que se me vinieron a la lengua. Segurito que a tia no le iba a encantar que le dijera lo decepcionada que me sentía de haber hecho mi primer gran gesto mágico y no haber sentido otra cosa que cierta confusión. Así que me callé y me senté a su lado, con las piernas cruzadas y la espalda rígida.

- Pues muy bien - dijo tia extediendo las manos sobre sus inmaculada falda de flores diminutas - ya aprendiste lo primero que toda bruja aprende: a trazar el circulo de energía a tu alrededor.

Dicho así, aquello sonaba misterioso y emocionante. Pero en realidad, lo que habíamos hecho era encender un montón de velitas diminutas, colocarlas en circulo y luego, levantar el brazo para crear otro con un gesto que aparentemente tenía que demostrar alguna cosa...que por supuesto, no tenía idea de qué podía ser. Algo de mi festiva incredulidad de ocho años debió notarse en mi rostro porque mi tia frunció el entrecejo e inclinó su rostro regordete hacia el mio.

- ¿Esto te parece una nimiedad no?
- No - dije perpleja.
- ¿De verdad?
- ¿Que es nimiedad? - respondí con toda sinceridad. La verdad era que jamás había escuchado la palabra antes.

Tia soltó un resoplido muy audible e inclinó la cabeza hacia mi. Me dedicó una de sus miradas verdes, cargadas de intención e inteligencia. Parecía un poco impaciente por mi comportamiento, pero sobre todo, desconcertada por mi incredulidad. La verdad no se me estaba dando muy bien eso de creer en "la magia" - lo que sea que fuera - y mucho menos, de entender lo que mis abuelas, tías y primas comprendían sobre la palabra. Después de todo, apenas llevaba seis meses viviendo en casa de mi abuela. Y menos de dos, aprendiendo eso que con tanto amor y devoción, abuela llamaba "brujería".

No era algo sencillo, por supuesto. A pesar que me entusiasmaba la idea de aprender algo que en mi mente tenía mucho de asombroso, las cosas no eran tan sencillas como creía o al menos, esperaba. Menos, para una niña de ocho años, con la cabeza llena de ideas fabulosas que se parecían muy poco a la tradición doméstica, sencilla e incluso discreta que abuela insistía era una forma de "celebrar" el mundo de las brujas. Al principio, había hecho muchas preguntas.

- ¿Pero no se supone que una bruja vuela? - pregunté muy solemne, mientras mi abuela cocinaba el almuerzo del día. Me miró por encima de sus anteojos de leer conteniendo una sonrisa.
- ¿No es más fácil ir en un avión?
- Pero...en los cuentos las brujas se montan en una escoba y vuelan - sacudí los brazos para explicar la imagen mental que me acompañaba a todas partes desde que había leído algo semejante - se montan en las escobas y van por el cielo.

Miré disimuladamente las escobas colgadas en la pared, quizás esperando que nada más con desearlo, una saldría volando rauda y veloz hasta llegar a mi lado. Aún faltaban unos cuantos años para que Harry Potter hiciera realidad mi sueño, pero mientras tanto, en mi imaginación ese tipo de cosas eran muy reales. Por supuesto, nada sucedió: las escobas siguieron colgadas en la pared, con su mango un poco deslucido y las cerdas de paja torcidas.

- Las escobas y todo lo que existe en brujería son símbolos de algo mucho más profundo y hermoso - explicó mi abuela - Todas las brujas son ritualistas, creen en el poder de lo simbólico y en la belleza de la mitología personal. Crean su propio paisaje de historias. Y cada uno es distinto.

No entendí nada de nada de lo que dijo mi abuela, aunque sus palabras me gustaron y me parecieron bonitas, asi que supuse las recordaría después. ¿Mitología personal? Me acerqué al horno donde hervía el asado negro y miré al techo: varios ramos de diferentes especias colgaban del punto más alto, envueltas en listones de tela rojo y verde. Me les quedé mirando desde abajo, a la distancia de mi poca estatura, preguntándome por qué estaban allí.

- Pero ¿Las brujas siempre tienen que hacer cosas así? - señalé las plantas - ¿guardar cosas como plantas y matas? ¿Las escobas? No entiendo para que tenerlas si no son de verdad...ya sabes, que hacen cosas...mágicas.

Abuela siguió revolviendo la sopa en la hornilla con el cucharón. Tenía el rostro enrojecido por los vapores de la cocina y el cabello en punta. No parecía la verdad, una venerable abuela sino un poco...loca. Me avergoncé del pensamiento, pero no pude evitarlo porque me parecía muy divertido. Abuela era muy distinta a cualquier otra persona que había conocido antes. Era por distancia, la más extraña, amable y graciosa. Y también, la más sabia.

Y era bruja, claro. No  como la de los cuentos, como me había insistido con paciencia todas las veces en que le había preguntado. Una bruja que era algo más que una fantasía de mujeres de piel verdes y verrugas, nariz ganchuda y manos retorcidas. Una bruja de corazón intrépido, ojos despiertos y sonrisa interminable. Me lo había dicho desde los primeros días en que me había quedado en su casa, un año y poco más atrás y me había sorprendido su franqueza, la sencillez en la manera como usaba la palabra. Porque para ella "Bruja" era algo más que una idea, era una forma de mirar el mundo. Su reflejo en el espejo. Una aspiración total a la belleza espiritual.

Claro que, yo entendería todo eso muchos años después, luego de un largo aprendizaje y de poder yo misma llamarme de la misma manera. La niña de ojos asombrados en la cocina, seguía un poco desconcertada por la idea, tratando de darle forma, de encajarla en el mundo del colegio, de los almuerzos en familia, de los domingo en el cine con mamá. Todavía no lo lograba y me preguntaba con frecuencia si lograría hacerlo. Si alguna vez podría llamar "bruja" a mi abuela sin quedarme desconcertada, mirándome las manos, intentando comprender que quería decir al pronunciar una palabra semejante.


- Las brujas hacen lo que quieren - mi abuela soltó una carcajada - pero entre esas cosas, está crear una idea sobre su vida que vaya más allá de los objetos. Una bruja tiene un caldero, una daga, un cayado, un libro. Pero una bruja no se define a través de ellos. Una bruja es un corazón inquieto, furioso, lleno de preguntas. Una bruja es una mujer que crea y disfruta haciéndolo.

- Pero...¿Haciendo qué? ¿Creando qué? ¿Que es que lo hace una bruja que no hace otra gente? - insistí. Caminé por la cocina, mirando los viejos anaqueles de madera y cristal repletos de hierbas, las pequeñas estatuillas de madera de aspecto extraño de hombres y mujeres de aspecto extraño, las estrellas grabadas en todas partes. Todo se veía normal...pero a la vez no. Y aunque no sabía explicar en qué consistía la diferencia, si sabía que podía verla, notarla. Disfrutarla, incluso.

- Lo que les inspire su mente y su espíritu, mi niña - me contestó mi abuela. Tomó la olla, la puso en la siguiente hornilla de la cocina y la cubrió con una tapa. Se secó las manos en el delantal - Crear es un oficio de todos los días. Todos hacemos cosas propias y por el mundo a diario. Una bruja sabe el valor de todas esas cosas. Las aprecía, las construye de manera consciente para asumir su responsabilidad sobre ellas.

Una de las cosas que más me gustaba de mi abuela - la sabia, la bruja - era que siempre contestaba a todas mis preguntas. Y lo hacia como si yo fuera un adulto, sin disimular la complejidad de lo que me decía o adonarlo para hacerlo más comprensible. Por supuesto, muchas veces me llevaba esfuerzo seguir el hilo de la conversación pero ese pensar y re pensar había hecho maravillas en mi. No obstante que muy pocas veces comprendía las palabras de mi abuela, estaba consciente que quizás después podría comprenderlas. Las anotaba, las recordaba de vez en cuando. Poco a poco, aprendí ese juego de espejos que es aprender a través de tradiciones intimas, pequeñas. Palabra a palabra heredada.

- Pero ¿Hay algo que te haga bruja? - pregunté. Aquello era importante. Con apenas unos meses en casa, había descubierto que la casa de mi abuela no era sólo una casa asi sin más, era la casa de una bruja. Y de una venerable, que amaba la naturaleza,  a su familia y disfrutaba demostrándolo. Una casa llena de flores, plantas, libros, fotografías, pequeños trozos de historias. Una casa donde nada era corriente a pesar de parecerlo. Una casa llena de magia.
- Sí claro - mi abuela se inclinó y me hizo un guiño malicioso. Luego apoyó su dedo indice en mi pecho - está aquí y se llama corazón. Una bruja es un corazón de fuego puro.

Pensé en esas cosas, sentada al lado de mi tia en la tarde de la primera vez que celebré Luna Llena. Sentada dentro del círculo de velas preparado especialmente para mi. Escuchando el viento bajar de la montaña y un poco inquieta, por no comprender en realidad que ocurría a mi alrededor. ¿Será que yo no era TAN bruja como lo eran mi abuela, mis tias y primas? ¿Me habría perdido de algo luego de un año entero de hacer preguntas, mirarlo todo con ojos asombrados, escuchar todo lo que mi abuela decía? Esa idea me preocupaba. O mejor dicho, me dolía. Porque si yo no podía ver - o sentir, más bien - la importancia del circulo mágico que habíamos creado...si yo no podía percibir esa magia que tia insistía que había...pues bueno...tragué grueso, muy preocupada.

La verdad, es que el circulo mágico era una de las pocas cosas realmente misteriosas que había visto hacer a las mujeres de mi familia. No se trataba de una metáfora, ni tampoco de una larga explicación filosófica. Era el hecho que bruja podía trazar con su energía - lo que sea que eso fuera - un lugar marcado con las cosas que la hacían especial y única. Era una idea que me había costado entender, que seguía sin estar muy clara. Oye, ¡Que solo se trataba de mover el brazo y decir que allí estaba un circulo! Pero...

La verdad, yo no veía nada. Por más que lo había intentado. Por más que había abierto bien los ojos mientras mi abuela lo invocaba con palabras hermosas y enigmáticas. No había otra cosa que cielo nocturno, hierba y la luz de la Luna. Pero a pesar de eso, mi abuela, tias y primas reían en voz alta, se tomaban de las manos. Celebraban que "el circulo" las uniera. ¿Que debía entender de todo eso? ¿Que había de mal en mi como para que circulo continuara siendo sólo una palabra para describir algo que no podía entender en realidad?

- Tia...- empecé. Las palabras se me atragantaron en la garganta - yo no...

Tia aguardó. Iluminada por la luz de las velas, tenía un aspecto extraño, casi misterioso. El cabello trenzado le caía sobre los hombros con mucha elegancia y parecía muy venerable, con sus joyas de plata brillando en la oscuridad. Pensé en lo hermosa que se veía, de pie en la oscuridad, con el brazo extendido, señalando al infinito con el dedo, creando un circulo invisible que sólo era visible a los ojos. Aunque no conocía las palabras para describir bien la escena, tuve la sensación que había algo muy viejo en su gesto, su postura, la escena completa. Algo poderoso.

- ¿Qué ocurre?
- Yo no siento nada cuando trazas el circulo - confesé finalmente. Sentí que el corazón se me caía al suelo y que un hilo helado me recorría la espalda - quisiera sentirlo. Quiero decir que si lo siento pero...Sólo te miro a ti y...

Era la pura verdad. Había intentado con furiosos esfuerzos de imaginación percibir el circulo, visualizarlo en mi mente a la manera como suponía las otras mujeres de mi familia podían verlo. Pero,  ni antes ni después, el circulo había sido otra cosa que una idea brumosa de la que no estaba muy segura.

Y eso me dolía muchísimo. Para las brujas, el circulo de energía era realmente importante o al menos, era lo que había concluido luego de todos esos meses. Mi abuela solía decir que un circulo podía contener el Universo entero, la plenitud de comprender cada secreto del mundo. Que el circulo era una tradición tan vieja que se perdía en el tiempo, que parecía proceder de todas las naciones y de todas los pueblos de la tierra. Porque el Circulo de energia no era sólo la representación del perfecto equilibrio entre el espíritu humano y la naturaleza, sino también del misterio de un tipo de perfección elemental difícil de explicar. Sentada en la hierba, con la cúpula de la noche extendiendose brillante y púrpura sobre mi cabeza, pensé que quizás, yo no formaba parte de esa historia muy vieja que abuela insistía en llamar "familiar", de esa larga línea de brujas que no sólo podían comprender que era el círculo sino también verlo.

Pero con ocho años, no sabes explicar esas cosas. O al menos no de una manera comprensible. Expresar la frustración que puede producirte una idea semejante. Así que me quedé con las rodillas apretadas contra el pecho y el rostro oculto entre las manos, sin saber que hacer. Si es que tenía que hacer algo.

- Agla...
- Perdón, tia. Quizás no nací para bruja - respondí con mucha dramatismo.

Escuché a la tia reír. Me pasó un brazo por los hombros.

- Escucha, hay un secreto que toda bruja conoce bien temprano y este: El universo entero y el mundo completo, caben en un circulo - murmuró a mi oído. Suspiré, si, ya lo sabía, pensé. El mismo circulo que yo no podía ver - y ese circulo no está en ninguna otra parte que en el lugar más misterioso de toda la creación.

Levanté apenas los ojos.Tia me observaba con los suyos brillantes por la luz de las velas.

- ¿Donde es eso?
- Aquí.

Me apoyó la mano en el pecho. Parpadeé confusa.

- ¿Como es eso?
- Cierra los ojos y vamos a buscar el circulo - seguí mirándola, sin saber que me decía. Enarcó la ceja, impaciente - que bruja más terca. ¡Haz lo que te digo!

A regañadientes, la obedecí. Sentí sus dedos en mi frente y luego acariciandome el cabello.

- El poder de una bruja, la energía que crea un circulo no procede de nada que no poseas, no disfrutes, no puedas imaginar - me susurró al oido - una bruja es un paisaje interminable. Es un valle gigantesco a punto de crearse. Son cientos de pequeños fragmentos de luz y de sombra que unen para crear un país nuevo. En tu ment. En tu espíritu. Eso es lo que crea el circulo. No algo exterior, sino lo que sientes en tu interior.

"Ahora imagina que eres un árbol. Uno jovencito, de ramas delgadas y tronco agil. De esos que mueve el viento con facilidad. De los sacuden las hojas  al doblarse frente a las tormentas. Tu espíritu es así. Aún eres una idea recién nacida, un pensamiento en el Universo tan diminuto que necesitas caminar y comenzar a avanzar para encontrar tu nombre, tu lugar bajo las estrellas. Y ese andar, es el círculo. ¿Lo puedes imaginar?

Claro que podía. Con los ojos apretados, me vi como un árbol, uno pequeñito de ramas muy cortas, danzando por las ráfagas de viento de la montaña. Un árbol que aún no sabía que lo era. Que se estaba haciendo  más fuerte con lentitud. Tanta, que a veces no podía notarse. Y ese árbol, que era yo, parecía muy frágil, muy chiquito. Una tormenta podía golpearlo. Un rayo podía partirlo en dos. Me asusté pero también sentí esa conexión con el centro del árbol, la vida nueva naciendo en él.

"Ahora, imagina que tus raíces son tan profundas que se clavan a mucha distancia en la tierra. Eres muy joven, pero hay algo en ti muy viejo. Luz pura que te hace avanzar hacia ese centro del mundo de las ideas, que eres tu misma. Una raíz que avanza hacia el corazón, el espíritu, lo que tu mente es. La explicación a todas las cosas, las preguntas que no has formulado, los sueños que aún no nace, todo eso está en su raíz".

Vi las raíces enormes y fuertes del árbol que yo era. Las vi con tanta claridad que extendí las piernas y apoyé los pies descalzos en la Tierra. Imaginé mis raíces - esos pies de mi mente - abriéndose paso a través de las rocas, más abajo, más más profundo. Hacia un centro luminoso, hacia visiones tan poderosas que parecían abrirse en capas en un mundo subterráneo. Y esas raíces eran cada vez más fuertes, fértiles, grandes. Madera antigua sobre madera nueva. Viejas palabras sobre otras que acababan de hacer.

- Y esas raíces son todo lo que eres - dijo mi tia. Senti su mano en mi hombro. El calor de las velas a mi alrededor. Tan cercano, tan fuerte que de pronto, abrí los ojos sorprendida. La luz era la misma, pero para mi había cambiado. Había algo más intenso, radiante. Algo en mi que respondía a la luz - esa raíz es la historia de tu familia, antes y después de ti. Cada palabra que te hace crecer, cada idea que te hace madurar. Cada percepción que te hace mucho más fuerte, sabia. Cada rama, cada hoja de tu vida, es una historia que contar. Es un sueño que alcanzar. Y creces, tan rápido, como para alcanzar el cielo. Tan fuerte como para mirar el mundo con ojos asombrados. En el circulo de tus ideas. En el poder de todo lo que crees y asumes posible.

Se levantó del suelo. Lo hice también, con las rodillas temblando de una emoción que no podía comprender muy bien. Me tomó del brazo y me hizo señalar al norte, donde las velitas bailaban bajo el viento de Septiembre.

- Creamos el circulo en nuestra mente para recordar que nuestra historia - dijo mientras ambas girábamos en el sentido de las agujas del reloj, mirando la luz de las estrellas. La llamitas de las velas parecieron torcerse, aumentar de tamaño. Palpitar en la oscuridad. Pero de pronto, eran parte de mi, algo más profundo. Más significativo. Eran pequeños fragmentos de historia, de esa idea amplia sobre mi propia vida, que era una pieza de una tradición más vieja de lo que yo podía imaginar - Creamos el círculo para recordar de donde provenimos, hacia donde vamos. Que esperamos recordar. Hacia donde caminamos en la oscuridad.

Nos detuvimos, el dedo apuntando al norte de nuevo, el corazón latiendo muy rápido. Sentí que una emoción simple, de pertenencia, de compresión, de puro amor me recorría. Era muy pequeña para entender su trascendencia, su justo valor. Pero aún así, sentí esa definitiva sensación de reconocimiento. Ese poder real y consciente de ser parte de algo mucho más importante que mis temores. Mi capacidad para la esperanza.

- Crear un circulo es recordar todos los motivos que te unen, te atan y te liberan a tu identidad - dijo mi tía, con su sonrisa amable - una bruja lo sabe, lo necesita. Se apoya en esa idea. Siempre avanza hacia adelante en ella.

Me llevo muchos años comprender en realidad lo que podía abarcar esa idea, el poder real de un circulo que te une, que le brinda valor a cada una de tus ideas. Pero desde esa noche, jamás volvía  temer que el circulo pudiera abandonarme, que pudiera dejar de percibirlo. Que incluso, pudiera dejar de comprender su importancia.

Porque descubrí que el circulo estaba en mi. En ese rincón del espíritu donde vive el poder de crear y aprender, de soñar y aspirar a la sabiduría.

Un símbolo de pura esperanza.

viernes, 21 de abril de 2017

Una recomendación cada viernes: “Big Little Lies” de Liane Moriarty.




Lo doméstico, lo invisible de lo cotidiano y los pequeños dolores ocultos del seno familiar, se suelen abordar en la literatura desde el drama o en el mejor de los casos, con una perspectiva satírica que busca desacralizar sus extremos más complejos y emotivos. Pero cuando las perspectiva bordea ambas cosas, no es tan sencillo comprender su objetivo. Por ese motivo, a la obra de Liane Moriarty se le suele catalogar como barata e incluso superficial, a pesar de haber tenido dos éxitos de librería casi consecutivos y sobre todo, una buena recepción de crítica y público. No obstante, la visión de Moriarty sobre el mundo femenino — sus secretos, deslices y matices — no suele ser del todo bien recibida. Quizás se deba a su rara percepción sobre el dolor y la tragedia — muy cercana a la burla nihilista — o al hecho que Moriarty analiza sus historia desde cierto desparpajo festivo. Cual sea la razón, su obra sorprende e incómoda y para la autora — que se confiesa rebelde, intranquila y petulante — eso es más que suficiente.

“Big Little Lies” no es diferente al resto de la obra de Moriarty: la historia está llena de mujeres con problemas éticos y emocionales, un misterio inquietante y problemas domésticos convertidos en alegoría del dolor femenino. Pero en esta ocasión, Moriarty forza la barra para reflexionar sobre la angustia, el miedo y la confusión desde una óptica que sorprende por su inesperada profundidad. De nuevo Moriarty juega con los acostumbrados elementos que hicieron éxitos de librería a sus obras precedentes, pero esta vez, la lección es más retorcida, mucho más dura de asimilar. La escritora asume el rostro de la feminidad moderna — que parece ser tan ambigua, mutable y desconcertante — para crear algo más refinado y duro de asimilar. En este juego de espejos que comienza como un melodrama al uso y termina convertido en una insólita mezcla de thriller y especulación filosófica sobre la vida filosófica, la autora encuentra el tono y el ritmo correcto para meditar con dureza sobre la identidad, la caída en desgracia de sus personajes y sus pequeño dolores incomprensibles. Y lo hace con una habilidad que sorprende por su eficacia.

A la novela se le ha llamado “una historia de suspenso doméstico con sofisticados toques de humor” y hay quien incluso se ha empeñado en comparar la estructura limpia — por momentos simple — de la obra de Moriarty con cualquiera de las magnificos mecanismos literarios de Agatha Christie. No obstante, “Big Little lies” no es ni cosa ni la otra: Entre ambos extremos, el libro maneja su propia batería de símbolos y pequeños juegos de dimensión y símbolos, para lograr algo novedoso. Las mujeres de Moriarty son algo más que excusas para analizar el universo femenino: son complejas entidades que batallan entre sí para encontrar un sentido profundo a sus personales vicisitudes. No siempre lo logran, pero el trayecto a la iluminación — el largo camino endeble hacia la liberación y una eventual moraleja — es tan intrigante como para captar por completo la atención del lector. La cuidada atmósfera, los cambios de estructura y punto de vista, logran sostener no sólo una historia que podría parecer tópica y remilgada, pero que en realidad, es una mirada inteligente al dolor, el desarraigo, la angustia e incluso temas tan específicos como el maltrato y la violencia doméstica.

Más de un crítico ha insistido que la obra de Moriarty es un gran colección de chismes ordenados con astuto esmero. Y durante las primeras páginas de la novela, la acción podría resumirse justamente en una justificación a un cotilleo repetitivo y cursi casi ingenuo. Aún así, la novela remonta sus peores momentos y hasta alcanzar una vigorosa perspectiva sobre el uso de los rumores y el cliché como parte del drama central. Moriarty deja muy claro que su historia se basa en la hipocresía social y también, en las debilidades de esa percepción de normalidad que se impone y que a veces, resulta casi imposible de vencer. Es entonces cuando la novela alcanza sus puntos más altos y se deleita en su capacidad para avanzar a través de lo trivial con un tono venenoso y ofensivo. No hay nada sencillo ni mucho menos superficial, en esta épica doméstica, mitad reflexión pesimista y mitad sátira retorcida. En medio de ambas cosas, Moriarty escoge los momentos y escenas a través de las cuales, dejará muy clara la diferencia entre ambas cosas.

Con todo y a pesar del buen esfuerzo de la escritora por disimularlo, la novela tiene momentos de brillo falso que quizás, demuestran la incapacidad de la escritora para abandonar por completo los pequeños clichés sobre la identidad de la mujer. A pesar de los esfuerzos de Moriarty por brindar complejidad a personajes, no tiene otro remedio que analizar el estereotipo para reforzar la idea multicultural y levemente clasista de la historia que cuenta. El libro sitúa la acción en una pintoresca península en las afueras de Sydney (Australia) en un intento por dotar de capas de significado a las extrañas combinaciones sociales y culturales que Moriarty utiliza como telón de fondo para la trama. En medio de la democrática bahía sin nombre en la que habitan el cuarteto de mujeres protagonistas, hay madres solteras muy pobres que apenas alcanzan el final de mes, autoritarias matronas que viven en mansiones lujosas y también, simpáticas damas que intentan encarnar el ideal de la independencia femenina moderna. Moriarty traspone los elementos y crea un mosaico lo suficientemente sólido como para funcionar pero en el que cuesta comprender motivaciones y puntos de vista. La escritora dedica una considerable cantidad de tiempo a ocultar las intenciones de sus personajes y no el suficiente, a dotar de realismo a los pequeños elementos que sostienen sus — en apariencia — poderosas personalidades. El resultado es una visión mixta, incompleta y desigual de sus diferentes circunstancias.

Por supuesto, para Moriarty el misterio es de importancia capital y lo deja claro desde las primeras páginas de la novela: la intención de cada una de las escenas y personajes parece esconder algo tenebroso, tendencioso y la mayoría de las veces peligrosos. El recurso resulta efectivo cuando el enigma escabroso se entremezcla con el rápido discurrir de la trama. Pero cuando no lo hace, el resultado es un blando y machacón anuncio de algo pérfido que Moriarty anuncia en cada oportunidad posible. La insinuación se hace repetitiva, innecesaria e incluso, amenaza la fina noción de la autora sobre la necesidad de mantener el equilibrio entre lo que se muestra y lo que se oculta.


Claro está,  el tema principal del libro es una alegoría a la rivalidad femenina en clave de crítica, con algunas percepciones sobre todo lo que una mujer oculta para sostener la fantasía social de una vida perfecta. La crueldad, la intimidación, la agresión sutil, el odio y el resentimiento sostienen un análisis casi cruel sobre el rol femenino, el tópico y la exigencia social. En mitad de todo, hay una definitiva intención de sostener el discurso del libro sobre la percepción del horror de los secretos domésticos como una forma de control y prejuicio. Pero Moriarty carece de la pericia para profundizar en el concepto con mayor propiedad y la idea termina convirtiéndose en un mirada simplona que evade lo más incómodo del tema.

Aún así, la novela funciona: como crítica, como alegoría y como excusa para un thriller de misterio lo suficientemente logrado para no decepcionar. Hay una ferocidad helada y durísima en la perspectiva de Moriarty sobre el comportamiento masculino, que sorprende en mitad de las descripciones edulcoradas y ambivalentes. El ritmo de la historia cambia de súbito y hacia el tramo final, la novela muestra sus mejores cartas. El tono siniestro y durísimo de las descripciones de la violencia, la despiadada mirada sobre la resignación y la angustia alcanzan un realismo casi doloroso. Es entonces, cuando “Big Little Lies” demuestra que hay una percepción del horror y la decadencia muy poderoso en aparente banalidad. Una grieta obscena y sorprendentemente efectiva en medio su paisaje en apariencia inofensivo. Una sonrisa siniestra detrás del carmín de labios aplicado con esmero en el rostro de sus personajes.

Al final, la novela gravita quizás de manera inevitable hacia cierta ambigüedad moral. La historia termina sin mostrar todas sus cartas — quizás no debe hacerlo para resultar efectiva — y evade el motivo principal que parece sostener el resto de la historia: la moraleja oculta que insiste que a veces hacer lo incorrecto también es correcto.