sábado, 8 de abril de 2017

Estrellas perdidas y otras historias de brujería.





El primer recuerdo que tengo del mar es el brillo plateado y desigual que en ocasiones adquiere en septiembre. Como si se tratara de un espejo muy brillante y pulido, que refleja el mundo en pequeñas imágenes desiguales. Lo vi por primera vez el día de mi quinto cumpleaños, a la orilla de la casa familiar de Higuerote, estado Miranda. Estaba de pie en la arena, junto mi abuela y mi madre, con la sensación que ese paisaje imposible de tonos radiantes era fruto de mi imaginación. Me incliné, hundí la mano en el agua tibia y tuve la nítida sensación que el mar me daba la bienvenida, que me explicaba muchas cosas que en ese momento no entendí pero que me hicieron sonreír. Fue nuestra primera conversación.

Nunca lo olvidé.

Mi abuela solía decir que el mar es el refugio de los solitarios y que para las brujas, es el símbolo de lo imperecedero. Que en algunos pueblos costeros de Europa, las familias encienden grandes fogatas a la orilla para bailar alrededor del fuego con los brazos levantados sobre la cabeza y celebrar lo eterno. Porque el mar siempre es el mar y el hombre, siempre lo mira con el mismo asombro infantil. Tal vez justamente por recordarnos siempre que somos pequeños, insignificantes, en medio de lo que construye el tiempo, de la belleza infinita de esa metáfora de nuestro propio pensamiento trascendente.

Recordé eso el día de mi consagración a la Diosa. Habían transcurrido 7 años desde mi iniciación, justo en la arena cálida de la casa familiar y ahora, volvía para recordar el motivo por el cual lo había hecho, todas las razones por las cuales había decidido aprender la vieja herencia de la familia y construir una versión personal - intima, quizás - sobre ella. Estaba de pie en el mismo lugar de mi primera conversación con el mar, convertida en la mujer pálida y callada que imaginé sería de niña y mi abuela estaba a mi lado, con el cabello canoso trenzado sobre el hombro, el rostro cruzado de arrugas y un poco encorvada por la edad. Pero aún sonreía, radiante de su humor malicioso y un poco enigmático que siempre me gustó tanto de ella.

- No creí que estarías aquí esta noche - me dijo cruzando los brazos sobre el pecho. Me eché a reír, sentada en mi piedra favorita de la playa, jaspeada de verde y plateado por efecto del salitre del mar.
- Eso se llama confianza.
- No sabía si al final, querrías llamarte bruja.
- Siempre quise llamarme así. Lo soñé desde que te lo escuché decir la primera vez.
- ¿Y ahora?
- Ahora lo soy ¿No?

La consagración es el momento cuando una bruja recibe el Libro de Las sombras de la bruja que la educó: un gesto simbólico que viene a indicar culminó su aprendizaje en las viejas tradiciones, costumbres y rituales de su familia. Es un ritual antiguo y sencillo, que no reviste mayor complicación: la mujer que por 7 años te educó para la brujería, te pone en las manos su posesión más valiosa, te lo encarga para futuras generaciones. Y tu lo aceptas, comprendiendo el peso de la responsabilidad que asumes, con un testigo querido para asumir que comienzas un nuevo camino, a solas. Quizás, en siglos anteriores, hubo un ritual muy elaborado para eso, pero yo no lo sé. El mio fue a solas frente al mar con mi abuela, con el sonido de la respiración de las olas como testigo. Un momento solemne y privado que me provocó escalofríos de preocupación en la espalda.

- ¿Y esto es todo? - dije sosteniendo el libro de las Sombras de mi abuela entre las manos. Lo conocía ya: Lo había leído y consultado durante toda mi infancia. Se trataba, por supuesto, de uno de los Libros de mi abuela. Una bruja escribe muchas anotaciones durante su vida. Tantas, que llenan decenas de cuadernos, pequeños altares de la memoria que contiene toda la sabiduría de todo un camino de aprendizaje que debe ser compartido, heredado, legado. Mi abuela me obsequió el favorito de su colección: uno de tapas de cuero, con un árbol taraceado con cuidado en la solapa. En él, hablaba no sólo de su tránsito desde su iniciación como niña a consagración como joven mujer, sino todo ese lento transcurrir de pensamientos y aprendizaje que la habían modelado y esculpido con el correr del tiempo. Era un poco como el mar, que había delineado con un dedo invisible mis rocas favoritas de la playa. A mi abuela la había formado el conocimiento de la fe, la creencia y la fuerza de voluntad.
- ¿Qué más deseas? - preguntó. Sus ojos color miel brillaban en la Oscuridad.
- No lo sé, creí que sería más solemne.
- No somos un dogma.
- Pero este es un momento prodigioso.
- Y como todo prodigio, es sencillo y personal. Recuerdalo.

Con todo, tomó su daga y la clavó en la arena, en un movimiento fluido que me sorprendió. La Daga de mi abuela siempre había colgado en la pared, una preciosa pieza de orfebrería en bronce y plata que durante toda mi niñez me había despertado una enorme admiración. Pero ahora estaba allí, en la arena, brillando bajo la luz púrpura de la noche, haciéndome pensar en cientos de noches antes que esta, en todas las historias que construye la brujería. En todas las mujeres que antes que yo, recibieron libros de sus madres, abuelas y tias. De todas las mujeres alrededor del mundo que abren los brazos a la sabiduría y comienzan una nueva vida. De todos los momentos, sagrados y pequeños, que construyen un momento extraordinario. Me quedé de pie, con el libro entre las manos, mirando el mar y sintiendo las olas que me acariciaban los tobillos. El suave vaivén de la arena, que parecía hacer al mundo ondular. Cerré los ojos, con una sensación de vértigo extrañisimo. Como si el mundo a mi alrededor diera vueltas, encontrando un lugar ideal e inolvidable para detenerse.

- A veces temo...- tomé una bocanada de aire - a veces temo no hacerlo bien. Que toda esta sabiduría llegue a mis manos y después...

Mi abuela me escuchó en silencio. Sentada en la arena, tenía un aspecto juvenil. A pesar de su edad, era una mujer agil y fuerte. Una anciana sabia, como solían contar los Libros de las Sombras, ese último tramo del ciclo de la vida que la brujería venera con especial amor. Pero ella misma no se hubiese llamado así nunca: Abuela reía y disfrutaba de la vida como una niña, abrazaba cada día con un entusiasmo que en ocasiones me sorprendía. Solía decirme que la sabiduría era precisamente eso: el poder de nunca envejecer, dejar que el mundo siempre te sorprenda. De levantar los brazos para recibir el viento y sus canciones. Comprender que cada día, es una buena oportunidad para soñar y crear. Para reír, para construir un camino personal. De niña, nunca entendí bien esa frase. Pero me gustaba que mi abuela la encarnara: su rostro joven pero anciano, su cuerpo frágil pero aún flexible, me hacían recordar que la edad es sólo una manera de contar el tiempo y que nuestro espíritu, lleva la experiencia como un estandarte de sabiduría.

- La sabiduría está en tus manos porque te la ganaste. No te la obsequié - me respondió - Aprendiste y creciste durante siete años. Te hiciste una mujer que cree en sí misma y en su espíritu. Eso es formidable.

Aprender brujería no es sencillo. De niña, creí que se trataba de algo muy sacramental y fantasioso, parecido a los grandes portentos de misterio que solía leer en los cuentos de Hada y que yo imaginaba con los vivos colores de mi infancia indómita. Pero en realidad, se trató de un lento y en ocasiones trabajoso aprendizaje sobre mi misma, sobre mi identidad. Sobre quien soy y como quiero comprenderme. Del lento devenir de esa tradición convertida en mi manera de creer y construir respuestas. De esa visión del tiempo y de quien soy que tiene mucho que ver con mi propia fortaleza. La brujería es el arte de creer en tu poder creativo, en tu capacidad para construir tu mundo personal. La magia viene después, cuando asumes, como un conocimiento delicado y exquisito, que eres tu mejor obra de arte. Que tu vida es tu manera de soñar y crear.

- ¿Y crees que lo haré bien entonces?
- Creo que harás lo que debas hacer.

Ya por entonces, tenía una idea vaga pero persistente que no querría tener hijos ni tampoco contraer matrimonio. Quería amar, eso sí. Tantas veces como pudiera, con lágrimas, con dolor, con ferocidad y alegría. Que habría muchas historias esperándome: besos y caricias, el placer y la angustia. Todas las formas de querer esperándome como puertas abiertas. Pero no estaba segura si deseaba esa otra visión de mi misma que implicaba la maternidad. Si deseaba brindar mi vida a una sola persona. Si deseaba quedarme siempre en el mismo lugar emocional. ¿Qué ocurriría entonces con el conocimiento que había heredado? ¿A donde iría a parar? Más de una vez había pensado esas cosas en silencio, escribiendo en mi Libro de las Sombras. Y me angustiaba haber traicionado a una tradición antiquísima, amorosa, que me había educado para expresar ideas.

- ¿Y si no hay nadie que...? - comencé. No pude decirlo. Corrí por la orilla de la playa. El viento me sacudía el cabello, cargado del olor del mar. Mi abuela no se movió mirándome a la distancia - ¿Y si no hay nadie a quien heredar esto?

Mi voz pareció perderse en la noche. A la izquierda, más allá, una lancha pequeña fondeaba en el horizonte, moviéndose de aquí para allá con pequeños destellos de luz. Un hombre se inclinaba sobre una luz parpadeante, verde y gris.  Un pequeño recuerdo de lo imprevisible, de lo circunstancial que el mar guarda, pensé con cierta poesía inoportuna.

Mi abuela se levantó de la arena. Camino hacia mí, con el viento ondeando en el vestido blanco. La tela producía un sonido como de aleteo, hinchada y combada por el viento. El momento tuvo algo de irreal y bello, con la daga palpitando en luz más allá y en el silencio llenándolo todo, con el mar a cuestas.

- Siempre habrá alguien que quiera escuchar - dijo entonces. La escuché a pesar de la distancia. Quizás me lo imaginé, pensé después - y tu sabrás como encontrarlo.

Una ola me golpeó los pies, me hizo trastrabillar. Cuando fui a responder, mi abuela subía el caminillo de grava hacia la casa dormida más allá.

***

De pie, frente al mar, recuerdo esa escena. Han transcurrido casi una década desde que ocurrió. Y estoy aquí de nuevo, pienso. Mirando el atardecer en tonos grises y rojos, como si el mundo se encendiera en belleza. La Luna Llena pendula en el cielo. Y de pronto, sólo somos ella y ya. Como si nadie más existiera. El silencio y el mar, la Luna y la mujer pálida en que me convertí, con el cabello rizado flotándole alrededor del rostro. Los labios apretados de emoción.

Llevo entre los brazos las hojas de mi libro, el que que contará la historia de las brujas de mi familia a todo el que quiera leerla. El hijo que alumbré palabra tras palabra, página a página, sueño a sueño. Lo llevo apretado contra el pecho, donde el corazón late muy rápido, en un ritmo casi doloroso. Avanzo por la playa, a través de la arena caliente, mirando al mar. A la plata fundida de la última luz del atardecer. Y los ojos se me llenan de lágrimas de emoción. He vuelto, me digo, te he traído un regalo.

Porque la sabiduría se comparte, diría mi abuela. Porque el conocimiento es para todos. Porque incluso las anecdotas de una bruja joven y torpe como yo, son parte de la historia de la brujería. De ese infinito hilo de conocimiento que se extiende a través de la historia, a través de cientos de experiencias, en el espíritu de incontables mujeres alrededor del mundo. Porque somos nosotras, las brujas, las memoria de un tiempo intimo, de una aprendizaje lento y hermoso que transcurre hacia el futuro, que se hereda al que quiera aprender. Porque soy parte de una tradición más vieja que mi misma, porque soy un sueño de cientos de era. Porque somos hilo de plata y manos al viento. Porque somos una forma de herencia.

Y cuando comienzo a arrojar las hojas al mar, estoy llorando. Lloro de felicidad, porque sé que mi libro llegará a las manos de las mujeres que quieran llamarse brujas, de las que se hacen preguntas, de las que se encuentran en la búsqueda de una palabras que las defina. Porque será una pieza en un mecanismo antiquísimo que une la experiencia de un sueño que se crea de palabra en palabra, a la luz de la Luna. Porque la palabra Bruja será parte pronunciada entre sonrisas, será celebrada. Porque mi legado, es este, pequeño y quizás humilde, pero perdurable. Porque escribí para las brujas que no lo saben que lo son, para los que lo saben y lo celebran, para todas las mujeres salvajes que alrededor del mundo miran el cielo para encontrar respuestas y sienten el Infinito en su corazón. Una y otra vez, brujas. Las olvidadas, las reales, las poderosas, las que renacen. Una y otra vez, Una Divinidad recién nacida, tan vieja como el tiempo, tan fuerte y profunda como el espíritu al que le brinda sentido.

Corro por la playa, riendo y llorando, viendo mi palabras flotar en el mar. Casi es de noche y la última luz del día corta el horizonte. El mar reluce en plata y sangre, con la Luna flotando sobre él. Y pienso en mi abuela, que ahora es luz de estrellas muertas y en todas las mujeres que antes y después de ella, me educaron, me brindaron la oportunidad de aprender. Pienso y bailo frente al mar, con el corazón en fuego, las llamas en los dedos, la sensación de crear. Y de nuevo, me consagro al conocimiento, al poder de la belleza, a todo lo hermoso y profundo, a toda la delicadeza que construye y mira el tiempo, más allá de mi misma, como un hilo de sabiduría interminable que he heredar.

Baila la bruja bajo el cielo estrellado, entre el sonido de las olas. Bailan las brujas en el espíritu y la capacidad para crear.

Como antes, como ahora, para siempre.

Un conocimiento que se hereda, que crece y se hace cada vez más fuerte. En la luz de la Luna y las estrellas.

Así sea.

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