martes, 30 de septiembre de 2014

Capitulos de una historia incompleta: el país que se desploma en lo irreal.





La máscara de la epidemia roja.

Mi amigo M. comenzó a sufrir de fiebre muy alta alrededor de las nueve de la mañana del sábado de la semana pasada. No hubo un síntoma previo ni tampoco anuncio de la virulencia del inmediato malestar. La fiebre llegó y también, la erupción rojiza, el ya tristemente conocido dolor en las articulaciones. Encorvado y tembloroso, reconoció lo que sufría con esa certeza triste del Venezolano que sabe los riesgos que corre en un país que se ha vuelto peligroso en la indiferencia: formaba parte de la estadística sanitaria del país. No obstante, para el Gobierno, mi amigo — y su cuadro médico — no es más que una estadística que debe esconderse, una cifra en medio de un debate insustancial y la insistente diatriba ideológica sin verdadera sustancia que el gobierno insiste en usar como arma legal.

La primera vez que tuve noticias sobre la Chikungunya, fue hace unos meses a través de un artículo muy modesto en una publicación científica. Se le comparaba con el dengue — debido a la sintomatología semejante y sobre todo, al vector de contagio — aunque se le considera incluso más peligrosa, por el hecho que sus sintomas continúan presentándose luego de incluso dos años de haber presentado el cuadro médico. El artículo además, indicaba que es lo bastante virulenta como para propagarse a considerable velocidad y que puede puede convertirse en epidemia en un tiempo relativamente corto.

Cuando escuché el rumor — porque en Venezuela carecemos de información veraz y oportuna desde que la censura sustituyó la versión oficial — de varios casos de la enfermedad en Venezuela, me aterroricé. No sólo por el hecho que el país no se encuentra preparado bajo ningún aspecto para manejar una emergencia sanitaria sino porque además, la Revolución chavista suele enfrentar las crisis de cualquier índole a través del desconocimiento y la indiferencia. De manera que cuando se insistió había al menos seis casos de Chikungunya confirmados y otros tantos por verificar en varios estados del país, lo primero que temí fue el silencio. Y me refiero a esa mutismo irresponsable de la noticia que se esconde para disimular y ocultar la verdadera gravedad de una situación insostenible y potencialmente peligrosa.

Los rumores continuaron aumentando. De media docena de casos, comenzó a hablarse de diez, veinte y finalmente, de casi cien, repartidos equitativamente en la geografía nacional. Casos inexplicables por su virulencia, caso imposibles de clasificar porque nuestro país depauperado y empobrecido se encontró intentando espantar el Chikungunya con las manos vacías y esa sensación de desamparo del que no tiene otra defensa que el temor. Con una lentitud de pesadilla, la Chikungunya dejó de ser un rumor para convertirse en el amigo cercano, en el esposo, en el pariente. En la sala de espera llena de rostros enrojecidos por la fiebre, en el vecino encorvado de dolor. En las largas filas frente a las farmacias de anaqueles vacíos. En los casos sin nombre llenando las páginas frágiles de los periódicos sobrevivientes. Finalmente el gobierno no pudo seguir ignorando la evidencia y decidió admitir lo inevitable: Venezuela está enferma.

Pero de pronto, el Chikungunya no era un problema de salud pública. En un país donde cada tema se debate amargamente y tiene un cariz político, el lento avance de una enfermedad se tildó de inmediato de “Guerra Bacteriológica”, de “ataque de la derecha” contra el “robusto” sistema de salud Revolucionario. Todo lo anterior mientras la epidemia se expandía con una rapidez previsible, acentuada además por una severa crisis de insumos médicos de proporciones imprevisibles. Pero el Gobierno revolucionario continuó insistiendo en su método escapista y propagandistico de dismilar las grietas de la gestión deficiente, de una admistración partidista que sólo beneficia a los incondicionales. Llamó “irresponsables” a las distintas advertencias del gremio médico sobre la delicadisima situación de salud, desmintió cifras y ocultó las reales para luego proclamarse “en control” de una severa circunstancias que le desborda. Porque el Chavismo, cualquier crisis coyuntural es un saboteo directo a su proclamada visión humanista, una grieta en esa máscara quebradiza y borrosa de ideología que usa a conveniencia. Pero la Chikungunya no conoce sobre votantes, electores o el color de la camisa. No sabe de cifras maquilladas ni tampoco de discursos virulentos sobre “ofensivas”. La Chikungunya es un enemigo silencioso y discreto, uno invencible para la grandielocuencia revolucionaria.

Dos días después de sufrir de fiebres altísimas, mi amigo M. continuaba sin encontrar acetaminofen, el único medicamento capaz de aliviar los dolorísimos síntomas de la Chinkungunya. Ninguna farmacia de Caracas asegura su existencia y las pocas que aún tienen algunas pocas cajas en el inventario advierten que el producto “ es insuficiente para la demanda. Tampoco ha podido practicarse el necesario examen médico que le indicará si realmente sufre de Chikungunya o de si se trata de algún otro cuadro médico, de los tantos y misteriosos que en la actualidad forman parte del panorama nacional. Pero en Venezuela, incluso la salud se debate, tiene una connotación ideológica: El Ministerio de salud desmiente, no aconseja. Poco a poco, la epidemia del silencio se enfrenta a la realidad, se convierte en una contradicción a la simple evidencia de la estadistica de todos los días, de cada nueva victima de la indiferencia de un país donde incluso la salud es motivo de diatriba ideológica.

Ha transcurrido una semana desde que mi amigo M. enfermó. Comienza a recuperarse lentamente, aunque ahora sabe que no lo hará del todo. Que con toda probabilidad durante los siguientes dos o tres años, sufrirá de fiebres, dolores y pequeños malestares. Además, toda la familia de M. también presenta los síntomas de la enfermedad: la epidemia suma rostros a medida que las cifras gubernamentales insisten en invisibilizarlo. Poco a poco, la crisis sanitaria borda esa normalidad que el gobierno intenta sostener con todos los recursos a su alcance, con la opinión penalizada y la censura debida. Pero en esta ocasión, el enemigo es mucho más certero, más directo y sin duda mucho más fuerte que un discurso político y la contradicción.

El emperador va desnudo:

Hace dos años, decidí solicitar un crédito para adquirir lo que sería mi primer automóvil. Lo hice a pesar de que muchos de mis amigos me insistieron que una deuda cuantiosa era sin duda mi peor decisión en el difícil momento económico que atravesaba el país. Aún así y contra el criterio de la mayoría, lo hice. Tenía esta noción poco clara que necesitaba realizar una inversión segura que aseguraba mis ahorros y además, me garantizara podría revalorizarse con el transcurrir del tiempo.

Luego de una larga serie de trabas y dificultades, finalmente obtuve el crédito y adquirí un pequeño automóvil. No era ni por asomo el vehículo más costoso del mercado y mucho menos el más cotizado pero para se trató de un pequeño triunfo en una economía cada vez más deprimida y escasa de oportunidades para pequeños inversiones bursátiles. Recuerdo que la primera vez que me subí en él, tuve una extraña y emocionante sensación de posibilidades, como si mi inversión no sólo tuviera un sentido y un valor monetario muy concreto, sino que además simbolizara un tipo de confianza en el país que aún dudaba pudiera merecer, pero que consideré oportuno brindar. Una de esas decisiones que demuestra tu opinión sobre el país en que trabajas, una manera de incluirlo de tus proyecciones a futuro y tus metas inmediatas.

Hace menos dos meses, compré un nuevo teléfono. Un smartphone de una marca reconocida que no es el modelo más reciente de la línea y tampoco, el más costoso. ¿Su precio? el mismo que el total del crédito que solicité por mi automovil. De hecho, el modelo más reciente del aparato tiene el mismo valor en el Mercado Venezolano completo que mi automovil. Cuando realizo un pequeño calculo mental, tengo una sensación de vértigo casi doloroso: al cambio y debido a la distorsión de la inflación que sufrimos, el precio de cualquiera de los bienes que poseo se multiplicó…pero también cualquiera que aspire comprar. De manera que la escalera de progreso se hace mucho más cuesta arriba: cada peldaño inalcanzable con respecto al anterior. La sensación me abruma, me desconcierta, finalmente me aplasta.

Y es que de pronto, asumo que en Venezuela la posibilidad de progreso y motilidad social se redujo a mínimos históricos. O si somos mucho más pragmáticos, no existe. El salario mínimo de cualquier trabajador del país es incapaz de cubrir el gasto elemental del modus vivendi de Caracas, la ciudad más costosa del continente y que irónicamente tiene las peores condiciones de vida. Pero vayamos más allá: no se trata de lo que podamos comprar o no, sino de lo que podemos aspirar. Porque mientras la moneda Venezolana pierde valor, la economía se desborda de billetes sin otro valor que la de reforzar una falsa prosperidad, el país se desploma sobre las bases débiles de una propuesta económica inviable, que no posee mayor sustancia que las arengas ideológicas de un gobierno que se aferra a la ortodoxia financiera para complacer un radicalismo obsoleto. Y en medio de esa batalla contra un enemigo invisible, contra una moneda frágil, se encuentra el ciudadano común, el cada vez más desconcertado frente a un panorama económico incontrolable, que lo sujeta y lo aplasta en indicadores irreversibles y sin duda, cada vez más inestables.

Camino por un centro Comercial de la ciudad. No se trata del más lujoso, aunque sí probablemente el más concurrido. Cientos de paseantes abarrotan los pasillos. Pero no hay nada que comprar. Las vitrinas de las pocas tiendas abiertas, muestran una mercancía tan exigua que hace incluso más triste ese aspecto de tierra arrasada que parece tener cada local comercial desde hace varios meses atrás. Cuando me detengo a mirar una tienda de electrodomésticos, me asombra la vitrina vacía, el anaquel brillante sin nada que mostrar. Un vendedor me mira con una especie de resignación amarga que he aprendido a reconocer en esta Venezuela depauperada.

— ¿Hace cuanto no reciben mercancía? — pregunto. No me responde. Mira a su alrededor, al interior vacío de la tienda, donde los anaqueles desnudos se multiplican. De hecho, la tienda parece desmantelada, rota. Se encoge de hombros, me mira de nuevo. La expresión dura se transforma en otra cosa. En un pesar nítido, en un miedo que no puede disimular.
— Desde diciembre pasado.
— ¿Y que han vendido durante este tiempo? — pregunto sobresaltada. El vendedor mira a su alrededor. La tienda siguiente está cerrada y la que le sigue inmediatamente después anuncia que “esperan reponer inventario”. Y de pronto, comprendo que me responderá el vendedor, con ese cansancio enorme, de días enteros de esperar que también llegue el cartelito con el “esperamos por inventario” o el sonido de la Santamaria que se cierra. Sé que me dirá porque seguramente lo ha pensado tantas veces que ya se le hizo rutina.
— Nada que no sea la puerta cerrada — dice. Y lo dice en voz baja, sin tremendismo ni dramatismo. Solo se trata de la verdad. De la imagen de la Venezuela silenciosa, la que vive más allá de la versión oficial.

Hace unos días, escuché a Maduro asegurar que la economía Venezolana “era perfecta”. Lo hizo frente a un auditorio vacío en el centro del mundo Capitalista que tanto denigra. Lo hizo en medio de una arenga torpe, escuchada demasiadas veces, sin sustancia ni valor. De nuevo, el puño en alto, la ideología. Una pieza más en un mecanismo político roto que lentamente deja de funcionar.

Como matar un Ruiseñor:

En muchos países del mundo, el color verde es el símbolo de la esperanza y de la belleza. Pienso en eso mientras miro la línea del Ávila, inmensa y radiante, en contraste con la silueta árida de Caracas. Me encuentro en la fila de un supermercado esperando para pagar los pocos artículos que pude comprar. Debería estar agradecida: encontré dos paquetes de azúcar, uno de papel sanitario, unos cuantos de café y una botella de champú. Todos productos escasísimos y cada vez más limitados en los anaqueles depauperados de los supermercados Venezolanos. Pero no lo estoy. No agradezco esta sensación de rapiña, de humillante angustia que siento cuando decido llevar cuatro paquetes en lugar de los dos que necesito. No agradezco el sobresalto que me produjo la visión de pasillos llenos con un único producto. No agradezco este silencio agrio que llena el pequeño supermercado donde me encuentro. No agradezco esta sensación de haber perdido en algún momento la posibilidad de la normalidad, esa noción que lo que soporto no sólo es inadmible sino por completo inevitable. Porque en Venezuela vivimos en una constante crispación, en una perenne sensación de desastre. En medio de una guerra ficticia con victimas reales.

La fila avanza lento. Hace rato que la existencia de productos acabó. De manera que sólo quedamos dentro del supermercado los sobrevivientes a la pequeña confusión de la compra nerviosa. Aprieto las bolsas entre los brazos, cansada y entristecida. Miro de nuevo El Ávila: un trozo de verde radiante, alzandose extraordinario hacia el cielo de un azul tan hermoso que duele. Pero no es suficiente. Hoy no me consuela su belleza, a pesar de que intento aferrarme a ella. No es suficiente para secarme las lágrimas de furia y humillación que me hace sentir este alivio borroso por haber podido avanzar un paso más en la difícil cadena de oprobios de un país herido. No es suficiente, para hacerme sentir de nuevo ciudadana en un país de huerfanos. No es suficiente para consolar la angustia, para ocultar las cicatrices aún sensibles de una amargura silenciosa. A pesar de la belleza, hoy no hay gentilicio que pueda aferrarse a ella.

El verde de una Venezuela que no existe, que no logro conciliar con la realidad. El verde circunstancial, sin otro significado que el que yo quiera darle. Más tarde, sentada en terraza de mi edificio, miro el verde desde la tristeza, miro el verde desde el dolor y me pregunto, a ciegas, exhausta, cuando tendrá de nuevo significado, cuando podré recurrir a mirar la montaña querida para intentar creer de nuevo en la posibilidad, en la esperanza, en la capacidad de construir algo sobre las cenizas.

No lo sé, pienso y quizás eso es más doloroso que cualquier otra cosa: esa incertidumbre en todas partes. Esa angustia latente y simple que no puedo manejar.

C’est la vie.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Una vieja promesa con un nuevo rostro: Venezuela en el laberinto de la historia.





Cuando en el año 1999 se invocó en Venezuela el llamado “poder constituyente” me inquieté. Al contrario de la mayoría de la gente que conocía, la idea de refundar la nación a través de una nueva constitución me preocupaba, antes que entusiasmarme. Después de todo, la Constituyente es una figura histórica asociada a momentos de ruptura histórica especialmente tensos y sobre todo, que no suele ser el vehículo idóneo para dirimir una crisis de naturaleza política y social. Y es que aunque la constitución es un contrato social que garantiza la coherencia y la inclusión legal, la constituyente es sin duda una herramienta ambigua y poco clara para su creación o al menos eso parece sugerir esa larga tradición Venezolana de usar la ley como un arma que empuña el poder.

Cual sea el motivo, no me uní a esa gran oleada nacional de Optimismo que por el año 1999 recorría el país y que tenía por principal figura a Hugo Chavez Frías, recién electo presidente por un masiva diferencia electoral. Venezuela disfrutaba de esa relativa concordia que suele acompañar a cualquier elección multitudinaria y se preparaba para el ambicioso proyecto de reconstruir el país desde la base, a través de un nuevo proyecto constitucional que sustituiría a la entonces vigente constitución del año 1961. Enarbolando su considerable popularidad como moneda de cambio, Chavez no sólo arrasó en la novedosa consulta vinculante que allanó el camino a la constituyente, sino que se aseguró que la gran mayoría de los constituyentes y por tanto, encargados de reformular la base legal de la nación, fueran afines políticos. Eran tiempos donde aún el Gobierno de Chavez era de una sobria centro Izquierda y todavía, la palabra “Revolución” no se había pronunciado en ninguna parte. Pero las intenciones eran obvias: La nueva Constitución no sólo aseguraría las bases del proyecto de Chavez — cualquiera que fuera y por entonces, sólo había promesas de “reconstruir al país” — sobre una base legal que podría afectar, no sólo el futuro inmediato sino a mediano plazo. Una apuesta muy elevada para un político de laboratorio, un hombre que había llegado al poder por la via del voto al fallarle el de la violencia y sobre todo, un sistema político que parecía beber de infinidad de vertientes sin definirse a través de ninguna de ellas. Eran los tiempos de la promesa de construir país con la “democracía más perfecta del mundo” y también de una distribución más justa de la riqueza.

La idea deslumbró a un país inocente y sobre todo, que aún creía en las promesas románticas de la izquierda histórica tradicional del continente. Sobre todo, apeló al descontento genérico, que necesitaba, bajo cualquier aspecto posible, lograr un cambio inmediato y cuyos beneficios pudieran cuantificarse a corto plazo. La constituyente, de la que muy poca gente tenía noticia, se alzó no sólo como una promesa electoral sino también como una posibilidad concreta de reconstruir un modelo político agotado. El partidismo atravesaba quizás su momento más bajo, el ciudadano exigía una visión del Estado incluyente y sobre todo, mucho más justa de que hasta entonces había sido y la insistencia de Chavez en un cambio “radical2 de Venezuela, logró lo que parecía imposible años atrás: aglutinar a la oposición política de entonces en una única idea. Chavez, un político sagaz que aprendió bastante pronto a manejar no sólo la opinión como arma electoral sino también, como peso político de considerable importancia, uso su resonante triunfo electoral como trampolín para lograr esa aspiración confusa de una constitución “a la medida” de un proyecto social y legal aún difuso. Con el músculo de una popularidad asombrosa y cuantificada en un apoyo irrestricto a cualquier decisión presidencial, Chavez condujo al país a una decisión histórica de ruptura, a una nueva visión del país nacida de la ilusión social en estado puro.



Continúe encontrándome entre los incrédulos. Lo que me pregunté y no pude evitar hacerlo, es por qué para Chavez era necesario una nueva carta magna, si a través de la vigente, podía llevar a cambio importantes cambios de contraloria y distribución de la riqueza. Después de todo, la figura de la enmienda le permitía reformar artículos especificos de la constitución que necesitaran una indispensable revisión y lograr así, una reconstrucción legal sin costes tan traumáticos como los que podría traer una constituyente. Por entonces, cursaba los primeros años de la licenciatura de Derecho y el debate sobre la idoneidad o no de la constituyente transformó las aulas de clase en un hervidero de opiniones que parecían reflejar lo que ocurría el país.

— Si queremos un país nuevo, tenemos que tener un entramado legal nuevo — insistió hasta el cansancio uno de mis compañeros de clase, ferviente defensor de la constituyente. Para él, la propuesta de Chavez de reformular el poder para sustentarlo sobre bases legales y sociales más amplias necesitaba de una constitución mucho más “adecuada” que la muy conservadora del año ‘61, formulada además con la única intención de superar por la via legal el Gomecismo. A sus palabras, la visión rural, limitada y clasista de la Carta Magna en vigencia por entonces, no le permtiría abarcar objetivos tan amplios como pragmáticos. La idea me desconcertó y sin embargo, era la más repetida por entonces. Porque la mayoría La Constituyente, esa figura desconocida y sobre todo, brumosa para la gran mayoría del país era una expectativa muy concreta de futuro. La gran mayoría de los Venezolanos no tenían ninguna duda que a través de ella, los errores e injusticias de cuarenta años de administración deficiente, de burocracia y clientelismo serían subsanados de origen.

— Una constitución a la medida de las expectativas políticas — me comentó mi por entonces profesor de derecho administrativo, uno de los pocos abogados que conocí que rechazaba públicamente y de manera frontal la constituyente — lo preocupante de todo esto, es el proyecto de ley puede no sólo construir un nuevo país, sino asentar las bases de un proyecto social a futuro y aún desconocido. Es un cheque en blanco a las ambiciones políticas de toda una nueva generación de funcionarios y un lider recién nacido y bañado en popularidad. Aún peor si la propuesta política aún no existe, es sólo una proyección a mediano plazo y basado en el carisma de un hombre que promete demasiado y que hasta ahora, sólo se muestra como una figura histriónica.

Me asombró su opinión, tan pragmática, tan objetiva y sobre todo, tan dura sobre el extraño proceso político que atravesaba el país. Después de todo, por entonces Chavez era un hombre admirado incluso por sus críticos acérrimos, que parecía haber logrado el milagro local de unificar opiniones y lograr una cierta cohesión de intenciones en un país confuso y que intentaba sobrevivir a una progresiva crisis económica cada vez más preocupante. Pero para mi profesor, la cosa estaba clara: en todas las veces en que se había invocado una Constituyente el resultado había sido una confusa mezcla entre la expectativa y la realidad: una visión del país a medias, un marco legal endeble basado en una inmediata de una realidad mucho más amplia.

— Entonces, usted cree que Chavez se asegura un papel político y un proyecto aún desconocido — recuerdo exactamente el temor que me produjo formularle la pregunta. Sentada en su calurosa y pequeña oficina de la Universidad, tuve una inquietante sensación de avanzar hacia un país desconocido, una propuesta borrosa de política y contrato social que aún no entendía demasiado bien. Y es que quizás, no había nada que entender, me dije con nerviosismo. Quizás La Constituyente más que necesidad histórica y legal palpable, era un gesto de efecto político de proporciones desconocidas y de consecuencias imprevisibles. Me sentí en la mitad de ninguna parte, en medio de una perspectiva de futuro anónimo y desconocido.

— Sí, sin duda es lo que hace. Promete una Constituyente bajo la figura elemental de un “gran cambio” a un país que que aspira a una reconstrucción de base, que está cansado y aplastado por una tensión social insostenible. ¿Santo quieres misa? Toma tu vela — suspiró, encendió un cigarrillo. Le noté tan preocupado como yo — ¿Lo peor? que seguro triunfará. Dudo muchísimo que las pocas voces en contra tengan otro efecto que demostrar que existe cierta disidencia, nada más.

Tenía razón, por supuesto. La Constituyente fue aprobada por una apabullante votación a favor, y las voces en contra, aplastadas bajo esa gran celebración sobre la “democracia” que nacía de la mano de Hugo Chavez. Recuerdo haber escuchado celebraciones ruidosas de mis vecinos, que aseguraban “ahora sí comenzó el cambio”. Chavez, rollizo y entusiasta, saludo al país con voz triunfante “La revolución comienza hoy”. Lo escuché, entre la preocupación y la alarma, desconcertada por su impavidez, a pesar de las noticias sobre la tragedia natural que sacudía por las mismas fechas el Estado Vargas. Pero para el Chavez triunfador, de uniforme verde y boina roja, la emergencia de un país en desastre podía esperar. El triunfo de la opción pro Constituyente parecía para el recién electo Presidente, la piedra ángular de una propuesta que no era precisamente el sobrio proyecto de Gobierno que con sonrisas amables y traje ejecutivo había vendido a la confiada clase media, alta e intelectual de Venezuela. El Chavez renacido en popularidad, transformado en un lider con un discurso agresivo como pocas veces se había conocido en nuestro país, tomó la renovación legal de Venezuela como simbolo de su cualidad invencible, del poder polítoco ejercicio como una cuota personal. El país a la medida y la ley que lo sostiene. Una construcción del Estado a favor de una parcialidad política y social, antes que de una visión ciudadana del poder.

En la consulta, voté por la opción “No”, por supuesto. Lo hice a pesar de saber que formaba parte de una minoría exigua y muy poco representativa del país. Lo hice a pesar de todo el que me aseguró que era un voto perdido, de todos los que asumieron mi decisión política como un apoyo tácito a lo que llamaron “continuísmo de las cúpulas”. Mi compañero de clase me miró casi con tristeza cuando se lo comenté.

— Y tu insistes en la idea de apoyar lo que ya no existe — me comentó. Sacudió la cabeza — aunque lo aceptes o no, el cambio en Venezuela llegó.

No respondí. Pensé en el discurso cada vez más agresivo de Chavez, en los pequeños enfrentamientos que estaba sosteniendo con la prensa y el periodismo privado. Pensé en la Tragedia de Vargas, que el país aún sufría en carne viva y que el gobierno parecía desbordado para asumir. Pensé en el Uniforme verde oliva de Chavez, en la boina roja de paracaidista. Pensé en la propuesta un poco sorpresiva de cambiar el nombre del país para añadir la palabra “Boliviarana”. Pensé en las paredes llenas de consignas contra el partidismo tradicional. Pensé en la imagen de Chavez golpeandose el puño y llamando a su proyecto “Revolución”. Pensé en la sensación de un inminente desastre que tenía a toda hora. Pensé en las enormes esperanzas cifradas en un proyecto político del que no se tenía otra noticia que la de prometer un “gran cambio”. Pensé en la nítida sensación que buena parte de los electores Venezolanos estaban deslumbrados por el poder de una herramienta jurídica desconocida. Pensé en el futuro. Pensé que ocurriría después.

— Lo sé — admití por último. Me encogí de hombros — solo nos queda esperar.

Han transcurrido quince años desde entonces. Quince años de un enfrentamiento amargo y directo entre dos visiones de hacer política, de comprender las relaciones de poder, una ideología que propugna un dogmatismo ortodoxo que empuja al país a un abismo financiero cada vez más imprevisible. Quince años en que se ha invocado a la constitución como pacto entre ambas partes, que se ha desconocido. Quince años en los cuales Chavez intentó de nuevo reconstruir el marco legal sin lograrlo y aún así, utilizó la capacidad legal para ensanchar el horizonte de la ley a su conveniencia. Quince años en que la constitución no solo ha sido desconocida a conveniencia, sino que ha demostrado que no sólo no sustenta proyecto político alguno sino tampoco una propuesta concreta de país. O al menos, no una muy distinta a la que resumió la constitución previa. Y es que en Venezuela, la historia suele ser ciclica, una reconstrucción de errores inauditos, de experiencias superpuestas una sobre otras para crear una interpretación del país a medias, siempre incompleta.

Hace poco, me tropecé con mi amigo de la Universidad. Continúa siendo un ferviente defensor de la ley como un arma contra el poder establecido. Tal vez por ese motivo, no me extrañó que sea un entusiasta, otra vez, de una nueva posibilidad constituyente. Lo escuché, alarmada y asombrada por su ingenuidad. Quizás la de todos, pensé después un poco entristecida. Me pregunto si el Venezolano es capaz de asumir su propia carga histórica y también, su manera de comprender su propia ciudadanía. O si continuaremos construyendo interpretaciones del poder a la medida del entusiasmo o la desesperación, o la simple noción de esa identidad política que continúa sin existir realmente.

No lo sé, me digo mirando una pared donde un Chavez descolorido saluda a una ciudad árida y violenta. Y quizás no tener una respuesta sea lo peor de todo.

C’est la vie.

domingo, 28 de septiembre de 2014

De las sonrisas olvidadas y otras miradas al silencio. Historias de Brujería.




El sonido del viento contra la ventana. El olor de la lluvia tan cerca, tan dulce como amargo. Y más allá, el suave vaivén del mar, un susurro primitivo que parece nacer de las rocas y de una historia tan vieja que nadie recuerda ya. Y de pronto, el rayo cruza el cielo púrpura, lo abre en dos. El sonido ronco del trueno lo llena todo, lo envuelve en una nota cálida y misteriosa casi sobrenatural.

Desperté sobresaltada. Me llevó unos segundos recordar que me encontraba en la cama de mi casa, la noche del día de mi cumpleaños. Me quedé sentada entre las sábanas con una extraña sensación de vértigo, como si aún continuara soñando, elevándome en medio del silencio, remotando las olas de mis ojos cerrados. Pero estaba despierta, claro. No llovía afuera y el jardín de mi abuela tenía un aspecto apacible, muy diferente al paisaje de la tormenta violenta con que había estado soñando. Me acerqué a la ventana para mirar. El cielo despejado me recibió con una sonrisa. Faltaba poco para el amanecer.

Cumpliría doce años. Era una fecha singular a la que le había brindado un significado personal, aunque en realidad no tuviera ningún otro. Había transcurrido casi un año desde que me había iniciado en la Brujería y aún me sorprendía lo mucho que aprendido durante los meses que habían transcurrido desde entonces. Claro está, no se trataba de otra cosa que conocimiento elemental, de largas conversaciones con mis tias primas, del conocimiento de todos los días, de la mirada atenta al continuo devenir de la historia de la que ahora formaba parte. Pero aún así, me sentía profundamente feliz, como si avanzara con lentitud por un camino desconocido cada vez más fértil y verde.

Mi cumpleaños coincide con el primer día del sol. Una fecha curiosa que marca el principio de un nuevo ciclo en muchas partes del mundo y el último trecho del año, en mi país donde siempre es verano. Miré el amanecer preguntándome si por ese motivo, tenía esta sensación de entusiasmo, de alegría. Vaya, no se cumple doce años todos los días, me dije ufana. Ya no era niña aunque tampoco era una joven aún. Estaba en ese espacio intermedio entre dos mundos muy distinto pero a mi no me molestaba. Los primeros cambios en mi cuerpo habían comenzado a suceder: había crecido unas cuantos centimetros, mi cuerpo comenzaba a a tener curvas femeninas y de hecho, yo misma me sentía como una semilla a punto de nacer. Era una sensación curiosa e intima que de inmediato relacioné con mis próximos doce años. Sí, seguramente de allí partía la sensación.

Además, mi abuela me había prometido un regalo "especial".

- ¿Como que especial? - le pregunté con los ojos muy abiertos. Soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Muy especial.
- ¿Qué es?
- Lo recibirás el día de tu cumpleaños.
- ¡Pero dime algo sobre lo que será!
- No, te conviene ejercitar la paciencia.

Apreté las manos sobre las rodillas. Caramba, que de paciencia si no estaba muy dotada y la larga espera de semanas me resultaba insoportable. Pero mi abuela se limitó a sacudir la cabeza y a reir de nuevo, muy divertida con mi mohín malcriado.

- Sólo tienes que esperar, sé que te gustará.

Mi imaginación se disparó. Comencé a imaginarme todo tipo de objetos misteriosos y fabulosos que la abuela podía regalarme: ¿Sería un libro con una historia extraordinaria? ¿O una nueva cámara, de esas antiguas que tanto me gustaban? Decidí que no. Mi abuela no llamaría especial a cosas que podrían comprarse en una tienda. ¿Sería entonces alguna de las cosas enigmáticas que se guardaban en el sotano? ¿O uno de los bellos objetos mágicos que mi abuela coleccionaba? Imaginé tantas cosas y de manera tan distinta, tantas imágenes espléndidas, que cuando mi abuela me extendió el pequeño baúl de madera grabado, no supe que decir.

- ¿Una caja? - tartamudeé por último. Mi abuela me dedicó una mirada penetrante.
- No es sólo una caja. Abrela.

La coloqué sobre la mesa de la cocina y la miré con atención. Realmente, no se trataba sólo de una caja, sino de varias, colocadas unas dentro de otras hasta formar una diminuta y rara estructura. Todas tenían una gavetera de mango romo y también, pequeñas pestañas que podía abrir hacia afuera o presionar para volverlas a ocultar. Lo toqué todo, asombrada y un poco desconcertada. ¿De que clase de cosa se trataba? No había visto nada parecido antes o al menos, no tan pequeño y mucho menos, tan delicado.

- ¿Que es? - pregunté sin saber que pensar.
- Es una caja de sabiduría  - me explicó con una pequeña sonrisa - todas las brujas tenemos una. En ella guardarás todas las cosas que representen para ti la magia, el conocimiento, los sueños. Y un secreto. Es tu forma de recordarte a ti misma, que cada día creces en conocimiento y que la mujer que serás en el futuro, despierta cada día.

Me entusiasmé. Abrí y cerré las gavetinas, saqué algunas para mirar. Eran de madera muy fina, con un leve olor medicinal. Me pregunté que se había guardado antes en ellas, a quien había pertenecido antes que mi abuela me lo regalara. Como todas las cosas que había en su casa, aquella caja enigmática seguramente tendría su historia, una muy larga e interesante que contar.

- La tiene, pero hoy comienza la tuya - me dijo mi abuela cuando se lo pregunté - usa la caja de la sabiduría para recordar quién eres y a donde vas.

Que palabras extrañas esas, me dije cuando me quedé a solas con la caja. Aunque me había encantado la historia que la abuela me había contado, seguía pareciendome un objeto extraño y sin mucho chiste. Pero no se lo dije claro. Meses atrás habia aprendido con mi caldero que en brujería, las objetos suelen tener más de un significado, todos ellos muy interesantes. Y estaba dispuesta a descubrir cual era el de esta pequeña caja, con su extraño olor entre amargo y dulce, sus muescas en la madera. La acaricié con dedos timidos, asombrada por la belleza de sus ornamentos, por su delicadeza. Le di vueltas, mirando los pequeños raspones opacos que hablaban de historia. Alguien habia tallado las letras J.E en el interior de una de las bisagras interiores y me hizo sonreír imaginar la mano desconocida que lo había hecho. ¿Eran sus iniciales? ¿Las de alguien a quien quería? Casi pude ver con los ojos de mi imaginación a la bruja sin rostro que lo había hecho, con el cuchillo apoyado sobre la madera, los labios apretados por el esfuerzo. ¿En que habría estado pensando? Me gustó que mi caja de la sabiduría  se trataba de un objeto que quizás tendría mucho que contarme.

- ¿Y que haré ahora contigo?  - me pregunté en voz alta. La verdad, no tenía mucha idea de que podría guardar en la caja. Mi abuela había dicho que debían ser objetos que simbolizaran para mi lo mágico, lo misterioso, la sabiduría. ¿Cuales podrían ser? Miré a mi alrededor ¿Cuales podrían mostrar mi curiosidad innata, mi necesidad por aprender? Me acerqué a mis libros favoritos. Acaricié con la yema de los dedos los lomos de cuero. Una caricia cariñosa. Tomé mi viejo Volumen de Narraciones Extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

Con distancia era el libro que más me había sorprendido hasta entonces. Mi mamá me lo había obsequiado, casi al descuido y yo había comenzado a leer sin saber de qué se trataba o quién era su autor. Pero de inmediato, el poder de sus historias me abrumó, me desconcertó. Fue como entrar a otra región de mi mente, en un lugar totalmente nuevo de mi imaginación. Cada cuento, cada escenario, me asombró y me desconcertó. Me asustó, incluso. Me desconcertó la mezcla de lo bello con lo tétrico y de pronto, entendí que el mundo podía ser muchas cosas que no había imaginado aún.

De manera que el primer objeto que guardé en mi caja de sabiduría fue un libro. Me gustó verlo allí, con su tapa amarilla un poco gastada por los bordes y sus hojas dobladas, tan manoseadas. Sonreí, con cierta sensación de satisfacción. Era un buen comienzo, pensé. Un primer paso para algo más grande. Añadí además, una pequeña notita escrita a mano donde explicaba que Edgar Allan Poe me había enseñado que el miedo puede ser hermoso y que lo hermoso aterrador.

Lo siguiente que guardé en mi caja de sabiduría fueron tres de mis fotografías favoritas. Me llevó semanas escogerlas, mirar una a una todas las que había tomado durante ese largo año de aprendizaje solitario detrás de la cámara. Finalmente escogí tres de rostros, entre todas las escenas y paisajes que había coleccionado: un retrato de una mujer desconocida de la calle, uno de mi tatarabuela P. y uno de mis autorretratos. Miré esos pequeños fragmentos de historia y pensé que me habían enseñado mucho en si silencio: La mujer desconocida había sonreído cuando la fotografié y esa sonrisa, me había demostrado que el lenguaje de las imagenes es trascendental. La imagen de mi abuela, que el tiempo puede detenerse: a pesar de haberla perdido, aún podía contemplar su fotografía y recordar su olor y el sonido de su voz. Mi autorretrato, a reconocerme, a pesar del miedo, del sobresalto de mirar mis ojos como un reflejo de mis pensamientos. Coloqué con cuidado las tres imágenes en una de las gavetas, con dedos temblorosos.

"Somos lo que vemos. Vemos lo que somos" Decía la nota que incluí entre ellas.

Con el transcurrir de los meses, incluí también pequeñas hojas a medio escribir: párrafos solitarios, poemas a medio terminar, fragmentos de imágenes a medio describir. También lápices, pequeñas esculturas de arcilla del taller de mi tia L., piedritas con pequeñas historias a cuestas. Pronto, descubrí que decidir que guardar en mi casa de la sabiduría se había convertido no solo en un hábito sino en una obsesión. Porque por cada objeto que incluía, también guardaba una idea, un recuerdo, una promesa, una interpretación de mi misma. Cientos de miradas a mi vida, a ese proceso lento y doloroso de crecer. Una especie de imagen en movimiento de mi misma.

"Una palabra por cada sueño que conservo. Una palabra por cada mirada al infinito" escribí en un papel para cerrar una de las pequeñas gavetinas. De pronto, noté que habían transcurrido casi siete meses desde que mi abuela me había obsequiado la caja. Como si el viento se llevara el tiempo enredado en las esquinas.

Probablemente, pensé con un sobresalto, a eso le llamen crecer.

***

El sonido de la lluvia, cada vez más fuerte, cada vez más poderoso. Me golpea el rostro, me sacude por completo. Aprieto los brazos contra el pecho, cierro los ojos, deslumbrada por el brillo de la lluvia al caer. Y de pronto, el sonido del mar, extraordinario, interminable...

Desperté. Me había quedado dormida junto a la caja, mientras terminaba de guardar en ella un ensayo de clase donde había obtenido la mayor calificación y una hoja de mi árbol favorito. ¿Había tenido ese sueño antes? Me parecía recordarlo vagamente. El olor del mar, la sensación de la lluvia sobre la piel. No pude encontrar donde podía encajar esa sensación de desasiego, de asombro un poco temoroso. Cuando comencé a escribir la escena en una hoja de papel, la imagen se hizo clara, radiante.

El mar embravecido golpeando contra las rocas. El rayo cortando en dos el cielo púrpura. El trueno llenando el mundo. El escalofrio en mis brazos desnudos. Y esa calma plomiza después.

Guardé el papel entre las páginas del libro de Edgar Allan Poe. Tal vez después podría recordar cuantas veces había soñado lo mismo o sabría que podría significar. Miré las páginas amarillentas del libro, la madera pulida y envejecida de la caja y pensé en la sustancia que crea el recuerdo y los conocimientos. El poder de construir nuestra propia mirada hacia el futuro.

Por esas semanas de septiembre, mi abuela llevaba a cabo la limpieza de Equinoccio en casa, lo que venía a significar que durante algunos días mis agitados cada lugar de la casa sería ordenado, sacudido, lavado y sacado al sol. Había un gran revuelo en pasillos y habitaciones y como cada año, tuve la sensación que el comienzo de ciclo traía un soplo de aire fresco a la casa. Me gustaba la sensación de entusiasmo, de risas y algarabia que llenaba el aire perfumado y cálido del Verano eterno. Era como un renacimiento diminuto. Una explosión de luz.

- Tienen que ver esto - llamó mi tia E. desde el comedor - les va a encantar.

Me encantó desde luego lo que encontré cuando me senté junto a ella en la mesa: Mi tia había extendido sobre la madera un buen montón de fotografías de familia. Algunas tan viejas que comenzaban a romperse por los bordes, otras actuales y coloridas. Solté un jadeo de alegría, tomando algunas para mirarlas de cerca: no reconocí a la mayoría de las personas en ellas, pero si a varios rostros, tan jóvenes que casi me resultaron desconocidos. Mi abuela sonreía desde una juventud frutal, con el cabello largo y abundante. A su lado, mi abuela me miraba con su habitual serenidad. Mi madre, muy pequeñita y risueña, jugaba entre sus piernas. Solté una carcajada de puro placer.

- ¡Hay un montón de gente que no recuerdo de quien se trata! - me dijo mi tia - que extraño eso. Debe tratarse de algún pariente desconocido.

Seguí revisando. Encontré una fotografía de mi tio favorito, siendo aún un niño muy pequeño. De tia E., adolescente y taciturna. De prima M. con su cabello rizado muy corto y abundante - pensé en burlarme de ella después -, una de mi bisabuela, una dama muy joven y bella. Extendí la mano para tomar la imagen de una mujer pálida y alta, que sonreía con tristeza a la cámara.

- Ah mira, esta es tu tia J. La hermana de tu bisabuela. Murió unos diez años antes que nacieras - me contó tia E. - era una mujer muy triste, sufría de artritis y siempre la atormentaban severos dolores. Pero era una gran pintora, o habría llegado a serlo de haber vivido lo suficiente. Murió de polio a los veintitrés.


Miré a la desconocida J. en la fotografía que había captado su imagen para siempre. Estaba de pie, junto a un mar plácido y radiante, lleno de chispas de luz. Llevaba un vestido negro, los brazos descubiertos. Una expresión cansada que la hacia lucir mayor a pesar de su hermoso rostro y de la melena de cabello oscuro que le caía sobre los hombros. La miré, con una extraña sensación de reconocimiento, como si pudiera adivinar su historia solamente a través del juego de luz y sombra a sus pies. Tuve un escalofrío.

El mar, infinito, extraordinario, dibujándose más allá. Sacudí la cabeza, incrédula, desconcertada. No, seguramente mi imaginación salvaje me estaba jugando algún truco pesado. Con todo, no pude dejar de mirar la sonrisa triste de la desconocida J., el mar a su espalda, el cielo infinito de tormenta abriendose más allá.

- ¿Puedo quedarme con la fotografía? - pregunté. Tia E. se encogió de hombros, mirándome por encima de sus anteojos de aumento.

- Bueno claro - titubeó - aunque no entiendo para qué.

- Conocimiento - le respondí. Ella sacudió la cabeza, divertida.

- Si tu lo dices.

Miré la fotografía por horas en la oscuridad de mi habitación. ¿Eras tu la dueña de mi caja de sabiduría? le pregunté a la joven de cabello negro. ¿Grabaste tus iniciales en ella para recordarte a ti misma incluso después de tu muerte? ¿Y el sueño? ¿Ese mar borrascoso y extrañordinario te pertenece? De nuevo, me taché de atolondrada, de inventar una historia sin ningún resquicio de realidad, una conjetura demencial. Y sin embargo....

El mar, alzandose añil y plata. El rayo más allá.

"Eres la historia que cuentan de ti" escribí detrás de la fotografía de J. cuando la guardé junto a la descripción del sueño - su sueño, me surruró una voz en mi mente - y volví a esconderla entre las páginas del libro de Poe. "Eres quien te recuerda, quien te conserva para la memoria, quien aprende de ti".

Quizás, en eso se basa la sabiduría, pensé acariciando mi caja con dedos tiernos. En el recuerdo de quienes fuimos y quienes podremos ser.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Del y la Luna, de tiempos olvidados. Historias de brujería.



Nací en una familia de mujeres. Mujeres fuertes, apasionadas. Mujeres que se disgustan, envejecen, se arrugan. Mujeres que decidieron la mayoría de las veces tomar decisiones personales y contradecir la idea que la cultura tenía sobre ellas en tiempos donde no era tan sencillo hacerlo. Mujeres que rien a todo pulmón, que lloran a lágrima viva. Mujeres que despiertan con los brazos levantados hacia el sol. Mujeres con los brazos llenos de flores y también de ideas. Mujeres que escriben, pintan, bailan, crean. Mujeres extraordinarias en lo cotidiana. Mujeres con el corazón roto, que pudieron encontrar las piezas perdidas para construir una nueva manera de comprenderse. Mujeres que aman al sol.

Nací en una familia de brujas.

Por supuesto, cuando eres una niña pequeña, no adviertes esas cosas de inmediato. O no te importan, que es lo mismo. La primera vez que escuché la palabra "bruja" en casa de mi abuela, fue en su cocina, mientras preparaba una de sus deliciosas tortas de queso y maiz. Era una niña muy pequeña y tuve la sensación que el nombre - mágico y misterioso - tenía una cadencia antigua, de cien historias a punto de contarse.

- ¿Bruja? - repetí. Abuela me hizo uno de sus guiños maliciosos.
- Pero no como la de los cuentos.

Hacia menos de dos meses que vivía en casa de abuela y aún no la conocía demasiado. Era una mujer de cabello rojizo, ojos color miel y sonrisa perpetúa. Ella misma me repetiría después con frecuencia que sonreía como una muestra de valor y de coraje. Sólo sonríen los valientes, solía decirme. De manera que ella sonreía. Una sonrisa amplia, con todos los dientes, de cara al sol.  Podía ser una sonrisa simpática o una misteriosa, de labios cerrados. O una carcajada estruendosa, que siempre me dejaba un poco sorprendida. En realidad, mi abuela siempre me sorprendía.

Su casa también. Era una vieja casona en una urbanización privada de Caracas que había conocido mejores tiempos pero que aún, conservaba su belleza. Tenía dos pisos, una terraza pequeña y cerrada con una reja de metal, un jardín desordenado y una muralla de piedra al fondo, donde crecía el rosal favorito de mi abuela, de un encendido color rojo. El Ávila se abría en vertical a la derecha y la ciudad al fondo, con sus luces parpadeantes y la silueta sinuosa de sus edificios. Era un buen lugar para escuchar el sonido del viento pero también el murmullo de Caracas, tan cercano  y lejano a la vez. Yo adoré de inmediato aquella casa espléndida, con sus puertas de madera y sus moldaduras agrietadas por la humedad, sus cristales opacos y sus silencios. Incluso aún siendo una niña pequeña, sabía que el olor delicioso a tierra fértil, viento de montaña y árbol y albahaca fresca, era el olor del hogar.

En casa de mi abuela también vivían varias de mis tias, por diferentes razones y durante diferentes momentos del año. Mi tia E, que había enviudado siendo muy joven y había decidido regresar a la casa de sus padres para consolar el corazón herido. Mi tia M., que disfrutaba de una vejez apacible entre sus paredes. También venian a visitarnos la tatarabuela P., centenaria y vivaz y la bisabuela F., quien vivía sus años dorados de su v recorriendo el mundo otra vez. De vez en cuando, mis primas mayores o menores se quedaban durante largas temporadas en la casa, compartiendo habitación, llenando con sus risas y gritos los pasillos venerables.  Eramos, por tanto, una familia extravagante, de puertas y ventanas abiertas, bulliciosa e informal. Para mi, que me había criado en el silencio severo de mi madre, toda esa algarabia me parecía desconcertante pero también muy bella. Era como entrar en otro mundo, en otra visión de las cosas normales. El tiempo detenido en el brillo del sol de la tarde, de la risa de mi abuela.

- ¿Y como eres bruja entonces, si no eres como la de los cuentos? - le pregunté a mi abuela. Ella siguió mezclando la harina y la mantequilla, con sus movimientos lentos y fuertes, sin responder. El brillo perlado de la tarde se colaba entre las ventanas abiertas y toda la cocina tenía un aspecto pulido y dorado, flotando en medio del calor.  El viento del Ávila entró por la cocina y revolvió todo, como si quisiera participar en la conversación. Me gustó ese pensamiento. Tal vez era cierto.

- ¿Que es para ti una bruja?

- ¿Para mi?

- ¿Como te la imaginas?

La primera imagen que me vino a la cabeza fue una mujer alta y encorvada, con la piel verde y la nariz aguileña. Había visto dibujos parecidos en muchos libros y en la televisión. Una mujer vestida de negro, que reía de manera chillona y que ofrecía a los niños manzanas envenenadas. También, había visto una vez en un programa de televisión a una mujer vestida de colores y las manos llenas de pulseras, que miraba con atención una enorme bola de cristal de colores. ¿Alguna era realmente una bruja? Miré a mi abuela de reojo, alta y rolliza, con sus manos fuertes y llenas de callos, el cabello trenzado cayéndole sobre el hombro, el rostro arrugado y amable, los grandes ojos mirándome con atención. ¿Como podía ser ella una bruja? ¿Que quería decir cuando se nombraba así misma de esa forma? Suspiré, confusa.

- Me la imagino de muchas formas - admití - y no sé cual es la de verdad. La imagino misteriosa y terrible como en las películas, pero también una señora rara que lleva pañoletas en el cabello y las uñas muy largas. Pero tu...

No supe como explicarle la diferencia. Me pareció que era importante hacerlo, describirle esa imagen mental que yo tenía sobre lo que era una bruja y como la veía a ella. Pero el pensamiento era muy complejo y enrevesado, incomprensible, al menos para la niña que yo era por entonces. Me quedé un poco abrumada, desbordada por la idea, sin saber como explicarsela, como mostrarle las imágenes vivaces de mi mente, esa que mostraban a una mujer fuerte, colorida, llena de misterios. Una mujer espléndida, de pie bajo la luna y el sol. Una mujer...como ella quizás. Una mujer como la que yo quería ser.

Abuela siguió cocinando. Lo hacia todo con gestos firmes y fluidos, como si disfrutara mucho incluso las cosas más pequeñas, más delicadas, más frágiles.  Y quizás era así. Mi abuela tenía un instinto muy poderoso, una noción de si misma y del mundo que le permitía paladear intensamente cada momento, cada idea, cada forma de comprender lo que le rodeaba. La observé fascinada por ese entusiasmo secreto, esa vivacidad que mucho años después, tendría que describir como pasión.

- Una bruja es una mujer sabía - dijo entonces mi abuela - es una mujer que conoce su cuerpo, que mira a su alrededor con curiosidad y sed de conocimiento, que anhela crecer y soñar.  Una bruja es una mujer que necesita entender lo que ocurre en su vida y como afecta a los otros. Que sabe el poder de sus decisiones y sus consecuencias. Que conoce el valor de la naturaleza y sus ciclos. Que admira lo misterioso y tiene la humildad de hacerse preguntas.

La escuché desconcertada. ¿Eso era una bruja? me dije con cierto sobresalto. Repasé de nuevo mi imagen mental: la mujer terrible de piel verde, de pie en una habitación de piedra, riendo con una manzana envenenada entre los dedos. La anciana con el cabello cubierto por un paño colorido, de mirada misteriosa y cierto aire poderoso. ¿Todas eran brujas? ¿Quién era la mujer que describía mi abuela? ¿Cual era su secreto poder? ¿En donde residía su belleza?

- ¿Cómo es una bruja entonces? - le pregunté con timidez. A pesar de mis cortos ocho años, ya sabía que para algunas personas, la palabra "bruja" era cuando menos, inquietante. Provocaba algo parecido al miedo. Las brujas de los cuentos siempre aterrorizaban a los niños, a las princesas, a los aldeanos. Siempre miraban por el ojo de la puerta, siempre estaban a punto de cometer algún acto terrible. Pero la mujer que mi abuela describía era muy distinta.

- La bruja es una mujer fuerte. Es herencia de una larga tradición de mujeres espléndidas que han formado parte de la historia en muchas partes del mundo, bajo diferentes nombres - me explicó mi abuela - hace mucho tiempo, cuando los seres humanos no dominaban aún el fuego y no sabían como contar el paso del tiempo, el cuerpo de la mujer y la sangre menstrual seguía el ritmo de la Luna, mostraban el poder de la naturaleza a través de sus ciclos y transformaciones. Una sintonia perfecta que asombraba a los antiguos. Durante muchos siglos, en muchas partes del mundo, se consideró a la mujer sagrada.

Me asombró la idea. Imaginé a una mujer de extraordinaria belleza de piel oscura, vestida y engalanada con bellas telas y abalorios, de pie frente al fuego de algún pueblo remoto. Imaginé a los hombros y mujeres a su alrededor, mirándole asombrados, comprendiendo que había un misterioso vinculo entre ella y la Tierra Fertil, entre la forma como su cuerpo comprendía el tiempo y la Luna. La imagen me produjo escalofríos de asombro.

- ¿Y eso las hacia brujas?

- Eso las hacía Sabias - dijo mi abuela - las hacia poderosas en su conocimiento. Aprendían a medida que se hacian mayores, con cada hebra de cabello blanco, anunciando el paso del tiempo. Y era esa sabiduría, lenta y poderosa, de todos los días, lo que les brindaba su capacidad para comprender lo que le rodeaba y así mismas. La magia de construir a partir de la experiencia, de soñar y mirar el futuro a través de cada paso y cada momento de tu vida.

La idea me sobrepasó, me asombró. Por unos minutos, no supe que responder. ¿La magia era entonces conocimiento? Recordé de nuevo los cuentos que había leído, donde las brujas envenanaban, engañaban y lastimaban niños indefensos, princesas aterrorizadas que huían a través de bosques tenebrosos. ¿Qué había ocurrido para que esa mujer espléndida y poderosa en sabiduría se transformara en esa vieja encorvada y peligrosa?  ¿Como había llegado esa imagen de la mujer sabia a convertirse en esa otra, la criatura temible que poblaba los cuentos que leía? No podía entenderlo.

- ¿Por qué las brujas asustan? ¿Por qué la gente las imagina con piel verde y dedos retorcidos? - pregunté. En realidad, lo que quería haber preguntado y no supe cómo, era que hacia que las brujas produjeran temor, que para muchas historias y películas, la bruja fuera un personaje aterrador. Pero mi abuela me comprendió, como siempre lo hacia. No respondió de inmediato, con el rostro tenso y un poco triste.

La miré verter la mezcla de la torta sobre un molde engrasado. Lo hizo con una delicadeza tal que ese sencillo movimiento tuvo cierta belleza. A nuestro alrededor, la tarde caía rapidamente: resplandores grises y verdes parpadeaban anunciando la última hora del día. Lo contemplé todo y tuve una rara sensación de dulzura, como si la belleza del momento, el olor dulce de las ramas que colgaban a nuestro alrededor, el calor aromático del horno, el viento de montaña que flotaba en las ventanas, tuvieran un significado propio, un lenguaje invisible que aún no podía entender, pero sí disfrutar. Mi abuela sonrío cuando se lo dije.

- Todas las cosas tienen su propia manera de expresar la felicidad - me dijo - cada elemento que nos rodea tiene una historia que te obsequia cada día. De manera que sí, todos hablan su propio idioma.

Que pensamiento bonito, me dije. Miré la montaña ondular en los últimos rayos de luz, como si desapareciera gradualmente, el jardin despertar en ternura. Y pensé en la sabiduría de la que mi abuela me había hablado, esa de aprender cada día, de observar con atención cada cosa. De hacerse preguntas. Un corazón inquieto y una mente curiosa, pensé y me encantó esa visión de las cosas. Me encantó que la Bruja fuera el simbolo de todas esas cosas.

Mi abuela cerró la portezuela del horno con un gesto firme que me sobresaltó. Se quitó el delantal con lentitud. Se pasó las manos recién lavadas por el cabello. La observé atentamente, aún recordando la pregunta que no había respondido. Me pregunté si lo haría. Después descubriría que mi abuela siempre contestaría mis preguntas. Incluso las más duras, las más dolorosas, las más antiguas.

- La bruja produce temor porque durante mucho tiempo fue símbolo de conocimiento, de búsqueda y de independencia - dijo entonces. Un finísimo y tenue rayo de luz se coló sobre su hombro y dibujo su silueta en la penumbra blanda de la noche recién nacida. La imagen me gustó, me conmovió - la mujer sabía fue durante siglos ese poder incontrolable de la naturaleza, de mirar el mundo con ojos bien abiertos, de enfrentarte al temor y la violencia. A la bruja se le tachó de malvada porque decidió vivir según las palabras de su corazón.

No entendí todo lo que me dijo por supuesto. Lo intenté claro, pero eran palabras gigantes, mucho más grande que yo, que me llevó esfuerzo atesorar para mirar después, que acaricié en mi imaginación para asegurarles que intentaría comprenderlas más adelante. Mi abuela sonrío cuando se lo dije, una de sus sonrisas amables y traviesas, teñida esta vez de un poco de tristeza.

- Lo sé, pero lleva el conocimiento contigo. Guardalo. Son semillitas que luego brotarán altas y fuertes, un árbol de ramas muy antiguas. Pero llevalas ahora, que te hiciste la pregunta, para aprender después.

Recuerdo con frecuencia esas palabras. Las recuerdo cada vez que levanto la cámara para crear, el lapiz para escribir, la voz para hablar. Y es que esa sabiduría misteriosa, del tiempo y de la piel, de la Tierra y de los sueños, viaja conmigo, es parte de mi espíritu. De mi voz y de mi nombre. De mi manera de mirar el mundo, de creer y confiar en mi espiritu. De caminar con paso firme hacia el futuro. De crear la mujer que seré.

Nací en una familia de mujeres sabias.

Nací en una familia de brujas.

C'est la vie.



viernes, 26 de septiembre de 2014

Proyecto "Una película cada Viernes". Apocalypse Now" de Francis Ford Coppola.




Francis Ford Coppola ha sido llamado muchas veces "el chico italiano de Hollywood", no solo por sus raíces étnicas sino además por esa sensibilidad suya tan cercana los clásicos europeos de finales de la década de los sesenta y tan lejana a la estética dura y casi desagradable que imperó en la meca del cine durante sus primeros años como director. Y sin embargo, este autor intimista, reflexivo y sobre todo, tan bien dotado para el simbolismo visual, es una combinación de ambas corrientes, un hijo rebelde de cualquier corriente visual que le precedió o le continuó. Quizás se deba a que Coppola, asimiló el mundo cinematográfico a través de su propia sensibilidad y  para creo algo mucho más personal que un ejercicio estilistico o que desde muy joven, demostró comprender el lenguaje visual desde su capacidad para la metáfora. Cual sea el caso, Coppola construyó una intima intepretación del cine por el cine, de la narración por la narración a través de lo que se asume evidente y lo que se esconde en lo sutil. Una combinación que le ha permitido no solo reformular lo obvio sino crear algo más sustancioso que un mero ejercicio visual.

Y es que Coppola comprende el cine como una expresión artística en estado puro. Como hijo de una familia de artistas inmigrantes, que le inculcaron desde la infancia no sólo el gusto por la belleza sino ese lirismo profundamente personal que imprime a cada una de sus obras, Coppola asume la dirección filmica como una expresión de símbolos y significados personalísimos. Para el director, nada es casual, mucho menos ordinario. Todos los elementos en sus películas funcionan como un cuidadoso engranaje que brinda sustento no sólo a la historia que se cuenta - imprescindible - sino algo mucho más profundo: esa visión intima que define el modo de ver su autor. Coppola aprendió bien pronto - quizás desde esa niñez solitaria, confinado a su habitación debido a su salud frágil - que el poder de lo que se muestra reside en la capacidad que cada imagen tiene para evocar. Mucho más allá, el Coppola creador concibe lo cinematográfico como una pieza única de conceptos e ideas: una elaboración visual de una poderosa idea visual. Apasionado por la representación, por lo bello, lo doloroso, lo crudo, lo espiritual y lo humano, Coppola siempre ha intentado mostrar en el cine su opinión sobre si mismo, en una autoreferencia incansable y sistemática. Bohemio, culto y también rebelde, Coppola busca en el cine la redención última de un lenguaje visual propio.


Muy probablemente por ese motivo "Apocalypse Now" sea la obra más poderosa de Coppola: en ella convergen no solo la capacidad de Coppola para crear una visión de la realidad intima y singular, sino algo más duro, más profundo, más elemental. Porque "Apocalypsis Now" no es sólo una película: se trata de un manifiesto profundamente duro sobre la muerte, el dolor, el miedo y en última instancia, la fragilidad del hombre. Eso, a pesar de los esfuerzos de Coppola por brindar a su película una identidad mixta, extrañamente ambigua. Por momento "Apocalypse Now" parece ser un Western, una representación fugaz y alternativa sobre la guerra, sobre la violencia y algo más crudo, esa mirada directa a la capacidad del hombre para matar. Pero también hay momento de profundo existencialismo, una lucha entre valores y temores tan filosófica como inesperada, intima como inquietante. Ambas abstracciones se funden en un paisaje de pesadilla, en una aproximación casi primitiva al fenómeno de la violencia humana, de esa capacidad del hombre para infringir dolor. Una combinación que Coppola logra sin perder el vista el objetivo de su personalísima épica: esa furiosa concepción de la guerra como una ruidosa caída a los infiernos del mundo del hombre.

Todo lo anterior, sin Coppola olvide su mirada estilística, su pasión por la belleza: mientras la trama avanza, la música de de Carmine Coppola - padre del director y reconocido flautista - brinda a los momentos más duros una rara amargura, combinación de dulzura y fragilidad. Y es que la  música parece confundirse, con la atroz cacofonía de la batalla, del dolor, del miedo. Minucioso hasta la obsesión, Coppola logra que los acordes metálicos de balas, hélices de helicopteros, metralla y explosiones se confundan con la fragilidad cristalina de la flauta, en un vaivén hipnótico y por momentos insoportables. Es así como el director consigue que incluso las escenas más crudas de su película, tengan un lustre casi onírico: los amplios e interminables paisajes, contemplados desde el silencio, un vuelo plácido que observa el mundo un instante antes de estallar en la locura y la destrucción. Porque la guerra esta presente, nunca deja de estarlo, siempre evidente, al borde mismo de esa otra narración humana, casi irreal. Pero está allí, siempre insistente, siempre sosteniendo lo que se cuenta en símbolos dolorosos, quebradizos y en ocasiones, directamente aterradores.

Basada en la novela de Joseph Conrad ‘El corazón en las tinieblas’, la película conserva de su gemelo en tinta, esa insinuación de la moral sobre el dolor, la perdida de la identidad del hombre ético a medida que la crueldad se hace cada vez más descarnada, anónima. Y es que para Coppola - como antes lo fue para Conrad - la guerra es el mal mayor, la esencia de lo primitivo, el sufrimiento más profundo de la historia del hombre. Aún así, la película no se ocupa de ofrecer un sermón ético, ni tampoco intenta enaltecer o manipular: ofrece la realidad con una crudeza casi insoportable pero sincera, una visión de la violencia tan cercana a la realidad - desnuda, trágica - que conmueve e incluso, repugna.

Se ha dicho que Coppola creó una nueva visión de la guerra y la muerte a través de "Apocalypse Now". O mejor dicho, refundó un género basado en interpretaciones morales en ideas esenciales nunca demasiado analizadas. Pero Coppola logró crear una visión moral de la guerra a través del metamensaje, de la elocubración simbólica, del metódico estudio del dolor y el miedo metáforico. Todo a través de imágenes devastadoras, durísimas, de historias que se entremezclan entre si para narrar la angustia y el miedo de una manera totalmente nueva. Lo psicológico se mezcla con algo más complejo, del odio a la angustia, de lo descarnado a la búsqueda de la redención. Y al final, sólo silencio. Solo una profunda enajenación.


Los últimos minutos de la película son de un existencialismo abrumador: una reflexión sobre la fragilidad humana que pocos directores de cine han logrado llevar a cabo, en las líneas mayores del llamado cine comercial. El personaje de Willard (interpretado por un jovencísimo Martin Shen) mira el horror de la guerra, del infierno en la tierra, desde los ojos asombrados y conmovidos de un espectador. Más allá, el terror de lo que le rodea - la historia sangrienta que envuelve la suya propia - parece empujarle, lenta pero inexorablemente hacia la barbarie. Hacia un tipo de muerte moral que simboliza la debacle del mundo que se concibe así mismo al margen de la realidad y también de lo que se concibe como moralmente aceptable. Poco a poco el personaje sucumbe a un destino inexorable - o que parece serlo - y se enfrenta a la disyuntiva del desastre, de la muerte, de la definitiva caída en el abismo. Más allá, la selva, la guerra, el horror, continúan siendo los mismos: inabarcables, sin identidad. El sufrimiento anónimo, el terror angustioso y brumoso de lo impensable: la muerte física sino la espiritual. Una mirada al horror del mundo, una visión durísima y descarnada sobre el hombre y en la periferia - siempre latente - a la violencia y al dolor. Quizás la esencia de la identidad humana y más allá, su propia perversión.


¿Quieres ver la película "Apocalypse Now" de Francis Ford Coppola Online? Hazlo desde aquí --> http://www.peliculasyonkis.com/s/ngo/1/1/0/2/7934

jueves, 25 de septiembre de 2014

Un Universo infinito: El sueño de la razón y el monstruo que espera.






No me gusta Tom Hanks. Sí, reconozco que es un gran actor con una prolífica carrera. Pero simplemente no me gusta. Tal vez se deba a que es un hombre muy nítido, con todas las piezas de sus sistema muy pulidas y brillantes. Un hombre que sonríe con todos los dientes blancos, un espíritu muy decoroso cuya vida parece tan ordenada y estructurada como cualquiera de sus películas. Casi pareciera que su vida transcurre en un paisaje idílico, extraordinario, con esa belleza inmaculada e impecable del gran Hollywood. A mí, eso me da un poco de miedo. Aunque no sepa el motivo.

Quizás por las mismas razones, prefiero a Bukowski en lugar de Neruda. O a Pizarnik en lugar de Elizabeth Barrett Browning. O el dolor extraordinariamente hermoso de Iris Murdoch en lugar de esa ordenada precisión — que no crítico pero tampoco añoro demasiado — de Agatha Christie. No lo sé, estoy convencida que se debe a cierta predilección por el desorden o quizás que concibo la vida deshilachada por los bordes, con sus pequeñas grietas abriendose de lado a lado, descolorida y algunas veces quebradiza. Y eso es bueno, me digo en ocasiones a mi misma. Lo pienso sobre todo cuando tomo la cámara para fotografiar o el lapiz para escribir. Lo pienso, cuando las palabras fluyen de entre mis dedos y me consuelan, a medias, nunca con suficiente fuerza, en ese dolor mínimo de la existencia. Cuando una imagen hace retroceder al caos. Cuando la belleza me asombra, me desconcierta, me sacude desde lo esencial. Y pienso claro, mirando este mundo imperfecto, desigual y en ocasiones inquietante que me tocó vivir, que el arte nos salva. El arte nos brinda poder. El arte se crea así mismo. El arte crea mundos y visiones. El arte se eleva sobre las limitaciones. El arte nos brinda la oportunidad de admirar el mundo más allá de sus pequeños dolores.



Así lo pensaba al menos Gustav Mahler, que estaba profundamente obsesionado con la muerte y también, con la idea de la resurrección. Esa curiosa mezcla fluye en su música con fuerza, la transforma, la hace algo nuevo y emocionante. Y es que Mahler, con su extraordinaria estatura histórica y su talento enérgico, descubrió muy pronto que el arte redime. Que el arte es una forma de vida. Como cuenta Philip Sandblom en su libro “Enfermedad y creación” la obsesión de Mahler por crear música que hiciera retroceder el desastre y el dolor, comenzó desde su juventud. En una revisión médica menor cuando contaba apenas dieciocho años, su médico de cabecera descubrió que sufría de una afección cardíaca, poco trascendente pero que aterrorizó al futuro músico. “Si he de morir, que sea rodeado de música”, escribió a sus padres abrumado y desconcertado por la posibilidad de la muerte, por su necesidad de comprender la nada que parecía extenderse más allá de su propia visión de la vida. Y es que Mahler, que hasta entonces había sido un muchacho activo y vitalista, la posibilidad de la muerte brindó mucho más sentido al arte. “Intento encontrar la eternidad a través de la belleza” escribió a uno de sus discipulos “Quizás lo logré. Quizás no. Pero la muerte no será mi destino si encuentro la profundidad de lo que deseo expresar a través de las notas”. El director se afanó por años en esa idea obsesiva del arte que se enfrenta a la mortalidad y de hecho, muchas de sus obras están impregnadas de esa necesidad ciega de trascender la natural debilidad física del hombre. “Soy la música y más allá, lo que sueño de ella”. Una mezcla de aspiraciones y visiones que transformaron a Mahler en un visionario.



Para Marcel Proust el elemento redentor fue la escritura. Obsesivo, puntilloso y furiosamente apasionado de la palabra, el escritor tenía un enorme interés en los más pequeños detalles de la vida cotidiana: cada frase que escribía era una manera de lidiar con la nada impersonal, con la no existencia que parecía acecharle al borde mismo de la identidad, de esa visión de lo habitual rota por la posibilidad de la mortalidad. Y es que Proust, estaba obsesionado con la vida en la misma medida que lo estaba en la muerte. Tenía una necesidad casi ingobernable por asumir el arte como una cualidad vital y extraordinaria: la posibilidad de reconstruir el temor en algo mucho más hermoso y trascendente que la simple inquietud. Proust, además, estaba convencido que su obsesión, su necesidad de desmenuzar cuidadosamente la vida y las escenas de esa normalidad borrosa que en su mente se acercaba tanto al caos, era una forma de creación por si misma. “Todo lo importan lo han creado los neuróticos” llegó a decir, exaltado por esa capacidad de la palabra para calmar el pánico al silencio absoluto, a la no existencia que parecía habitar más allá de la págima escrita “ ellos han creado las grandes obras. Disfrutamos de música deliciosa, hermosas pinturas y miles de pequeños milagros, sin detenernos a pensar lo que le ha costado a sus creadores en insomnio, salpullidos, asma, epilepsia y, lo que es aún peor, temor a la muerte”. Ya a punto de morir comentó “Soy lo que escribo y me sobrevivo a mi mismo”.

Y es que el arte, es sin duda la esencia de ese singular poder humano para reinventarse así mismo, para reconstruirse, para elaborar ideas mucho mas grandes que sus limitaciones morales y personales. Como ese solitario Lewis Carroll, disminuido y aplastado por sus temores, que creó un mundo extraordinario en secreto, para escapar de sus dolores. O el escritor Samuel Odman, que siempre temía enfermar y debido justamente a ese temor comenzó a escribir, una forma de escapar a su propia fragilidad. “Escribo como sueño, entre pequeños dolores y terrores. Pero escribo para crear algo mucho más fuerte que esos trasiegos ingratos del alma. Escribo para liberarme. Escribo para elevarme. Escribo para vivir”, escribió a uno de sus alumnos. Una mirada dura pero radiante a ese Universo confinado, solitario y duro en el cual habitó el escritor, entre sufrimientos y terrores por casi medio siglo. Unos pocos días antes de morir, abrumado por su debilidad física insistió “la escritura me permitió trascender”. Murió dos días después, con el lecho de enfermo repletos de hojas a medio escribir y una pluma en la mano.

Tal vez por ese motivo, por ese poder calcinante de la palabra, por su capacidad para brindar un nuevo brillo al sufrimiento, Virginia Woolf casi desfallecía al terminar cada una de sus obras. Postrada al límite de lo que llamaba “Una brillante cordura” parecía sufrir de breves períodos de delirios que le producía su necesidad de creación. “Soy el más grande de los seres humanos…porque puedo mirarme a mi misma desde la palabra y asumir que me renuevo a mi misma”. Porque para Virginia Woolf, la literatura era una manera de asumir su identidad, las pequeñas aristas de su profunda depresión y los momentos de brillante alegría que disfrutaba a continuación. La escritura no sólo era redentora, sino esencia de todo lo que consideraba comprensible en su vida. “A través de la literatura, entiendo al mundo”. Eso, a pesar que Virginia Woolf tenía una enorme capacidad para la autocrítica y tal vez por ese motivo, era muy vulnerable a la opinión de sus defensores y detractores. “A veces temo tanto lo que se dirá sobre lo que escribo como lo que no se dirá, aún más doloroso” insistió a su esposo en una de sus últimas cartas. Una idea parecida a la que abrumó durante buena parte de su corta vida a Sylvia Plath. La poeta, diagnosticada como maniacodepresiva, utilizaba la poesía como una puerta abierta hacia su mente, para mirarse así misma en el refleho de sus palabras: “Sólo escribo porque oigo una voz dentro de mí que no se calla”. Por semanas, Plath solía obsesionarse con sus obras, en infinitas y cada vez más furiosas correcciones, escribiendo hasta la extenuación. Su tremenda necesidad de triunfar en el reducido y misógino mundo Literario Americano, se convirtió en una obsesión. Pero aún más, ese placer inmediato que le producía escribir, crear, escapar por instantes al sufrimiento emocional. En una ocasión insistió que “se desnudaba” a través de la palabra y que la poesía “era quizás el arma más aguda de la que disponía”. Desconcierta incluso que esa incesante búsqueda de belleza y renacimiento en las palabras, parecieran incluir además un anuncio de su muerte temprana: “Muestra la sonrisa de la realización/La Ilusión de la soluición griega”. Una metáfora que parece asumir el peso de la muerte — inexorable e insoportable — sobre la necesidad de trasformación que brinda la palabra.

El arte salva sin duda. Y también trasmuta, transforma, re dimensiona. La belleza en todas partes, brindando nuevo sentido a los limites difusos de un mundo borroso, en ocasiones carente de sentido. Cuando levanto la cámara y miro a través del visor, la idea es más real que nunca. La idea que extraordinaria de crear que se extiende a todas partes. La misma sensación de la palabra que describe, que cuenta, que narra, que se eleva. Que es más real y cierta que cualquier otra sensación en el momento justo en que existe, que es más fuerte que cualquier otra idea. El arte, como un sueño de la memoria. La verdadera inmortalidad.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del quién somos al cómo nos miramos: La inevitable disyuntiva.





Hace unos días, la actriz Emma Watson pronunció un interesante discurso en la ONU, donde debatió el controvertido tema del “feminismo actual”. Lo hizo de manera personal, apasionada y sobre todo, poniendo en tela de juicio una serie de parámetros y conceptos que han convertido la lucha por los derechos de la mujer en poco menos que una batalla de ideas extremas y contradictorias. El discurso, además, tocó varios aspectos imprescindibles que pocas veces se discuten a la luz pública. ¿Como terminó el feminismo siendo una palabra que asusta y preocupa? se cuestionó la actriz con enorme delicadeza intelectual. ¿En qué momento defender nuestros derechos se volvió tabú?

Como era de esperarse, el discurso causó revuelo y extrañamente, no sólo porque fue pronunciado por una mujer muy joven y triunfadora que parece representar todas las ideas espléndidas que un mundo de inclusión promete. Lo hizo porque despertó el viejo debate sobre hasta donde es idóneo y necesario aupar e insistir porque los derechos de la mujer sean reivindicados. De hecho, las palabras de Emma Watson causaron un inesperado malestar: desde quienes la acusaron de crear una “visión limitante de la mujer” hasta quienes insistieron su interpretación del tema “denigra la imagen tradicional de la mujer”. Y es que el hecho que Watson hablara directamente sobre esa idea de la mujer estereotipo incómodo esa nueva tendencia que insiste que la defensa sobre los derechos de la mujer no es necesaria. Que el mundo necesita “igualdad” pero más allá del género. Estoy de acuerdo, por supuesto: la igualdad y la exclusión cultural y social no debe limitarse a la mujer. Pero también sé que ignorar que el género es una de las razones fundamentales para la discriminación, es menospreciar una larga lucha cultural, silenciosa y cotidiana. Un debate que por décadas a intentado demostrar que el género es una cualidad antes que un motivo para denigrar.

De todos los comentarios que leí, probablemente uno de los que más me sorprendió fue el siguiente: “Los hombres y las mujeres jamás podrán aspirar a la igualdad porque sus cerebros funcionan de manera distinta”. Lo leí y escuché en diferentes lugares, dicho por diferentes personas. La mayoría, mujeres. La frase, que además fue analizada desde la perspectiva de “el hombre y la mujer son seres totalmente antagónicos” parecía describir ese cierto malestar inevitable que últimamente produce la idea del feminismo. Un planteamiento que quedó bastante claro luego de los ataques que recibió la actriz Emma Watson luego de su discurso sobre el tema. Al menos, es lo que pude deducir de la reflexión. El pensamiento me entristeció.

Y es que parece que la palabra “feminismo” incomoda. Lo suficiente como para que nadie quiera asumirla como una planteamiento político y social. Mucho menos personal. Nadie quiere que se le relacione con una palabra que define una postura radical. O eso parece sugerir esa insistencia de muchas mujeres que conozco en dejar claro de entrada “No soy feminista”. Que no dudan en explicar que no podrían serlo, por el sólo hecho de considerarse “femeninas”, como si ambos conceptos se contrapusieran uno contra el otro. Ese replanteamiento de la lucha de los derechos que parece bordear el prejuicio, mirar la lucha por la inclusión como un fenómeno limitado y hasta vergonzoso. Más de una vez, esa postura me ha parecido no sólo inquietante, sino contradictorio. Porque no dejo de preguntarme el motivo por el cual produce tanta preocupación y desconcierto que la mujer asuma un rol activo en cuestionar su herencia histórica, de analizar su lugar social desde una perspectiva totalmente nueva. ¿Se trata de una incómoda visión cultural sobre nuestro rol biológico que no termina de evolucionar? ¿Se resume a esa idea sobre el quienes somos o cómo nos percibimos que carece de verdadero sustento? Lo pienso, cada vez que una mujer insiste en menospreciarse en silencio, en asumir que el mundo “es así”, que lo acepta porque es inevitable y más aún, que lo mira como un rasgo que define esa diferencia inevitable entre los géneros. ¿Por qué produce incomodidad asumir que el mundo menosprecia de muchas formas a la mujer y que es necesaria la reivindicación? ¿Por qué inquieta?

Mi amiga Ana (no es su nombre real) me escucha con atención cuando me hago las preguntas anteriores en voz alta. Ana es psiquiatra y durante los últimos años, se ha dedicado a la investigación de lo que llama “la consciencia distorsionada de la victima”, una expresión que usa para definir esa desconcertante culpabilidad que suele sufrir quien padece abuso y violencia. Para Ana, buena parte de las victimas de la violencia sexista, de género y crímenes de odio, están convencidas que “provocaron” el ataque. Que de alguna manera, no pudieron evitarlo por el mero hecho de provocarlo aunque no sepan como.

— Es una percepción de la Violencia necesaria, de la que ocurre, de la que se asume como una parte esencial de la cultura — me explica Ana — la violencia natural, inevitable, debida. La violencia como consecuencia, antes que síntoma.
— ¿Podría explicar esa idea de la violencia como inevitable esa insistencia sobre la imposibilidad de la igualdad entre hombres y mujeres? — le pregunto — escucho la frase con frecuencia.
— No exactamente. La idea que la igualdad entre géneros es una imposibilidad, nace de la interpretación parcial juego de roles, por esa percepción que la mujer y el hombre son biológicamente complementarios. No puedes igualar dos elementos en esencia distintos. Ahora bien, el hecho que la diferencia sea un motivo para justificar la exclusión y el menosprecio es la raíz del odio sexista, de la discriminación y el prejuicio.

En una ocasión, una amiga me insistió que ella disfrutaba de ser “mujer”. Me lo comentó insistiendo en que para ella maquillarse y llevar ropa a la moda era parte de su identidad. Abogada, triunfadora y empleada de un prestigioso bufete, me dijo que la lucha “de la mujer por la mujer” era una reliquia cultural. Se burló un poco de lo que suele llamar “El feminismo de la hojilla perdida” (en referencia a las imágenes de mujeres con axilas velludas que suelen representar el feminismo puro y duro) y que ella desde luego, se consideraba mucho más “que una mera lucha de extremos”.

— No entiendo por qué molesta tanto que disfrute de mi feminidad, que sea crea que un poco de vanidad no está reñida con mi percepción sobre mi capacidades — me insistió.
— Nadie dice que lo esté, o al menos yo no lo creo. Lo que sí me pregunto es como manejas el hecho que debido a esa feminidad, te menosprecien.
— No lo hacen. Me admiran.
— Y es maravilloso te admiren. Nos admiren. Pero lo que sí resulta preocupante es que esa cualidad estética que tanto celebras sea un motivo para limitarte o restringirte.
— Eso no me ha ocurrido nunca.
— ¿Estás segura?
— Por supuesto.
— ¿Cual es tu sueldo en el bufete donde trabajas?

Mi amiga sacudió la cabeza, con una sonrisa socarrona. Sabía a que me refería. Durante años, se había quejado una y otra vez, que a pesar de su impecable trabajo, de su dedicación y sobre todo, de trabajar el triple que cualquier otro compañero de trabajo, seguía teniendo un salario porcentualmente menor a cualquiera de ellos. Era la mujer más joven en un despacho de abogados, un club “de muchachos”, donde la mayoría de los socios y empleados llevaban unos diez años conociendose. Solía comentarme que para todos, el hecho de haber contratado a una mujer era “un triunfo” y que recibía un trato caballeroso o así me lo describió: halagos, piropos y un trato preferencial que más de una vez me insistió era “intachable”. No obstante, en la escala administrativa la cosa no parecía ser más amable: mi amiga no había recibido un beneficio contractual desde hacia más de dos años. Mi amiga se lo atribuyó a su poca experiencia, al hecho que no había obtenido las mejores calificaciones en la Universidad e incluso, a elementos de propia personalidad, a la que con frecuencia solía tachar de “discutidora”. Cuando le pregunté si cualquiera de esas ideas era suficiente para la considerable diferencia en la percepción que se tenía sobre su desempeño laboral en contraposición a sus compañeros del sexo masculino, se rio de mi.

— No se trata de machismo, se trata que aún no tengo un cargo de responsabilidad para demostrar mi capacidad — me insistió — cuando ocurra, se notará la diferencia.

Trascurrieron tres años antes que mi amiga recibiera la promoción que esperaba. Tres años donde vio a compañeros menos dotados y mucho menos comprometidos con la oficina avanzar profesionalmente. Mientras tanto, ella siguió desempeñando cargos intermedios y de relativa poca importancia. Siempre que tocabamos el tema, me insistía que se trataba de “la línea administrativa” normal. Finalmente, una vez promovida de cargo, estuvo segura que la larga carrera de obstáculos para el éxito profesional que había empredido se hacia más corta. O así me lo comentó.

— Solo se trata de esperar una oportunidad — concluyó.

Pensé mucho en esa frase, preguntándome cuantas mujeres deben usarla para disculpar esa limitación laboral que muchas veces sufren y que es tan común en nuestro continente. Cuantas veces una mujer asume que sólo necesita se confié en su trabajo y en su talento, para demostrar su capacidad profesional. Y sin embargo, quejarse sobre el tema parece ser tabú, ese incierto límite entre lo que consideramos habitual y esa línea incómoda que consideramos extremo. De nuevo, el femenismo como una palabra que asusta, que preocupa. “No soy femenista pero necesito una oportunidad” es la sintesis de esa contradicción, de esa búsqueda en paralelo del derecho y la necesidad de convalidar el propio talento. ¿Por qué resulta un problema analizar la idea desde una óptica especifica, que prima la justicia, que celebra la necesidad de convalidar y apreciar a la mujer no desde su género sino desde su forma de expresión? ¿Por qué produce incómodad esa interpretación?

Y mientras esa incomodidad aplasta, se insinúa, la mujer sigue considerando innecesario reclamar en voz alta lo que asume justo. Continúa callando la incomodidad que le produce el menosprecio, el hecho de ser juzgada por la ropa que lleva o el maquillaje que luce, por el hecho de desempeñar el rol de madre, por la forma como se ve, por el aspecto de su cuerpo. Continúa callándose la inquietud que le produce que su éxito profesional dependa de la forma como se interprete su género, su rol sexual. Un silencio que duele, que inquieta, que desconcierta, que hiere.

Porque a la mujer no se le suele enseñar que quejarse y reclamar está bien. Que está bien reclamar en voz alta que te consideras menospreciada y limitada por el hecho de tu sexo. Que está bien verse hermosa y a la moda, pero que no es necesario y obligatorio que lo hagas. Que está bien quejarte que no obtengas el salario que merezcas. Que está bien negarte a ser encasillada y estereotipada. Que está bien no aceptar se te mire desde la perspectiva de la mujer objeto. Que está bien discutir y polemizar cuando consideres que tus derechos están siendo vulnerados. Que está bien declarar que tomas decisiones conscientes sobre tu cuerpo y tu sexualidad. Que esta bien disfrutar del sexo, que puedes llevar a la cama a quien quieras. Que está bien disfrutar de tu identidad y tu rol de género como prefieras. Que está bien sentirte invadida e incómoda por piropos de naturaleza sexual. Que está bien rechazar cualquier tipo de discriminación en tu contra. Que está bien y además es necesario que siempre tengas muy claro que no depende de tu aspecto físico tu éxito profesional. Que está bien ser ultra femenina pero que eso no es excusa para disminuir tu rol cultural. Que está bien si te sientes agredida por insinuaciones de índole sexual que no pediste. Que es necesario comprender que la diferencia no es justificación para la discriminación.

Porque nadie duda o cuestiona el hecho que el hombre y la mujer son en esencia distintos: que su manera emocional y mental de mirar el mundo es cuando menos contradictoria. Aún así, esa diferencia no es una excusa — o no debería serlo — para el menosprecio, mucho menos para considerarla un elemento limitante o restrictivo. La mujer y el hombre son distintos, por supuesto, pero esa diferencia es parte de esa mirada conjunta. Jamás una forma de segregación.

Pienso en esas cosas mientras comparto un café con mi amiga. Hace ya casi un año renunció al bufete donde trabajaba. Lo hizo, luego de continuar insistiendo en lograr un salario justo — que jamás obtuvo — o de obtener beneficios profesionales que parecieron siempre encontrarse muy cuesta arriba. Una idea que la atormentó y lastimó hasta que finalmente asumió que debía exigir lo que consideraba justo. Algo que había evitado todo lo que pudo, para no poner en riesgo lo que llamo “sus perspectivas profesionales”.

— Pero cuando finalmente lo hice, descubrí que en el bufete, mi perspectiva profesional tenía mucho que ver con que jamás pertenecería al grupo de “los muchachos” — me explicó — que a pesar de cualquier intento mio por simplemente demostrar que mi capacidad era suficiente, siempre estaría por debajo de las expectativas con respecto a mi desempeño.

Silencio. No supe que responder. No supe como consolar esa angustia que percibí en sus palabras o como expresar mi propio miedo hacia lo que me contaba. Mi amiga sacudió la cabeza, como si pudiera percibir mi confusión.

— No se trata de nada que tenga que ver conmigo. Y eso es lo más doloroso y humillante. Que en algún punto comprendí que nunca sería lo suficientemente buena sólo por ser quien soy.

Silencio otra vez. Más tarde, me pregunté cuantas veces las mujeres nos miramos desde esa limitada idea de la identidad, de ese descubrimiento que bajo ciertos parámetros, sigue existiendo un menosprecio tan sutil que pocas veces reparamos en él. O del hecho, que nuestra concepción del mundo parece limitada por ciertas visiones sobre el deber ser de la identidad y quienes somos. ¿Hasta donde somos capaces de luchar contra eso? La pregunta continúa en el tintero, como tantas otras, sin respuesta y por ahora, sin mayor resolución.

C’est la vie.

Para leer:

El discurso completo de Emma Watson ante la ONU:
http://smoda.elpais.com/articulos/discurso-emma-watson-onu/5345

martes, 23 de septiembre de 2014

Memorabilia personal.




Casi medianoche. Caracas parece flotar al otro lado de la ventana: irreal, una colección desigual de luces y sombras. Me hace sonreír la imagen, a pesar del larguísimo año de sinsabores y sobresaltos en mi vida que está a punto de terminar. Pero aún así, siento que soy el reflejo no solo de la experiencia, sino de esa capacidad simple y casi instintiva de enfrentarme a la angustia y al temor que durante estos meses de zozobra, descubrí era mi mejor baluarte. La firme consciencia de crecer, a pesar del vaivén cotidiano, de esta grieta innegable entre quien fui y quien seré. Y aquí, a escasos minutos de comenzar otro ciclo, de escribir la primera palabra de un nuevo capítulo en mi vida, creo en el valor de la esperanza. En mi necesidad de confiar a pesar de todo. Sobre todo, en las lecciones pequeñas, sencillas, poderosas y complejas que he aprendido a lo largo de un año inolvidable, entre doloroso y amargo, entre radiante y prometedor. Soy una pieza en el paisaje de mi mente, del futuro que construyo con lentitud pero que comienza a tomar forma clara, a pesar de todo o quizás justamente, debido a todo lo que viví en mi largo recorrido para llegar a este silencio, la puerta abierta a otro nuevo año por vivir.

Una oportunidad.

Treinta y cuatro pequeñas lecciones. Treinta y cuatro formas de aspirar, de comprenderme. Un largo y sinuoso deambular que me trajo al ahora y que elabora lo que deseo, lo que me espera a unos pocos pasos de distancia. ¿No es la vida un camino? Al menos, esa es la imagen más común con que se le describe. Cuando era más pequeña, la metáfora me parecía barata. Pero ahora la acepto. Porque quizás, paso a paso, estoy avanzando hacia algo tan brumoso como elemental. Idea tras idea. Palabra tras palabra. Treinta y cuatro pasos más adelante para lo que imagino será el mundo que deseo crear.

Y ¿Cuales son esas lecciones que me obsequio un año de vida? Las siguientes:



1) Los amigos, incluso los más queridos, no se quedan para siempre: Y tal vez, es necesario que así sea. Tal vez es inevitable, además. Despide con gracia y sin rencores a lo que ya no forman parte de tu vida y asume el poder de recibir a quienes comienzan a formar parte de ella.

2) El bloqueador solar si es necesario: Aunque seas un freelance sedentario que apenas se mueve de su escritorio, aplícate un poco de bloqueador solar incluso si solo te sientas junto a la ventana abierta. O podrías terminar como yo, mostrando un único brazo muy bronceado en contraste con mi piel pálida. Si el hipotético lector se lo pregunta, sí, hablo por experiencia propia. Además, la salud está en los pequeños gestos.

3) Comer es un placer: En realidad, esta no es una lección sino más bien, un recordatorio. La comida no es consuelo, tampoco una forma de expiación. La comida es una satisfacción primitiva, hedonista, simple pero profunda de la que todos disfrutamos. Y en ocasiones es necesario recordar que es sólo eso. A pesar de todo.

4) Sin deudas, sueño tranquilo: Quizás me estoy haciendo más adulta de lo que supuse, pero este año comprobé que las deudas monetarias — sí, esas tan prosaicas como la tarjeta de crédito, las cuentas de los servicios e incluso las pequeñas entre amigos — son una forma de sobresalto moral que es mejor controlar. Paga lo que debes como prioridad y en lo posible, evita malos entendidos monetarios. La tranquilidad moral es invaluable.

5) Nada es personal, todo es personal: Hay un viejo refrán Irlandés que insiste en que “todo lo que te tomas personal, lo conservas aunque no te perteneciera al principio”, lo que equivale a decir que cuidado con lo que asumes como una critica malintencionada o un comentario venenoso, sin serlo, porque lo convertirás en algo peor. De manera que, ante la duda pregunta. Te sorprenderá las veces en que comprobarás que poco de lo que supusiste un insulto o un ataque, lo es en realidad.

6) Pies para la vida: Este año aprendí — o recordé — que estar descalza es un privilegio de libertad. De manera que quítate los zapatos y las medias y ensuciate las plantas, siente el poder de la tierra húmeda, la frialdad del piso al amanecer, la ternura de la madera fuerte bajo tus dedos. Una experiencia exquisita.

7) Tu ciudad, tu reflejo: Por años, mantuve una relación dolorosa y amarga con mi ciudad, Caracas. Este año, intenté mirarla de otra manera, asumir sus errores y los míos, la aridez de sus calles y mi temor insistente. Y encontré que más allá de lo angustioso — incluso a pesar de eso — es el lugar donde nací. Parte de mi identidad y de mi historia. Y probablemente de la persona que seré más adelante, también.

8) Los beneficios de la incomodidad: Este año, me obligué a sentirme incómoda muchas veces: subí a una montaña a pie, monté por seis horas en una mula, hundí mis pies en un agua tan helada que me quemó la piel, hablé en público por horas, me obligué a escuchar incluso cuando no lo deseaba. En resumen: aprendí a rebasar mis propios límites, a mirar en todas direcciones y admitir los cambios, las transformaciones, los nuevos comienzos ¿El resultado? Una manera mucho más flexible de mirar el mundo e incluso, a mi misma.

9) Embrase your Madness: Sufro de un pertinaz y profundo trastorno del pánico, TOC y ciertas manias compulsivas. Eso es todo, es real, forma parte de mi vida. Enfrentarlo me permitió retomar el control y sobre todo, mirarme con mayor amabilidad. Soy quien soy, a pesar de mis grietas.

10) Usa labial rojo: Porque es hermoso. Mucho mejor sin ningún otro tipo de maquillaje. Este año aprendí el poder de los pequeños símbolos: labios rojos para sonreír y para mirarme con mucha más atención. Y Porque me hace sentir bella. Sin ningún otro motivo en particular. ¿Eres chico? ten un momento de intima vanidad, aunque te resulte incómodo.

11) Correr de manera torpe: Una vez, un amigo me dijo que corría como si estuviera a punto de caerme siempre. Es verdad. Y por años, evité hacerlo en público: me avergonzaba mi aspecto, mi torpeza natural, mi algarabía casi infantil. Este año he corrido mucho, con los brazos en alto, riendo a carcajadas. Una forma de felicidad.

12) Ríete a carcajadas: Siempre que puedas, como quieras y por los motivos que prefieras. Que nadie te quite el poder de reír. Las emociones más fuertes siempre necesitan expresiones profundas y la risa es quizás, la más compleja y poderosa de todas.

13) El placer del teatro: La emoción de la sala a oscuras, la cercanía con las tablas, el error humano, la energía de los actores y actrices en escenas es un tipo de experiencia difícil de olvidar. Disfruta el sonido de las voces de los personajes, la música en vivo, la intensidad de esa conexión elemental de la emoción y la actuación.

14) Comprar lápices y horas de papel: Y escribir a mano. Todo lo que puedas. Hasta que duela la muñeca. Escribe en los momentos más inesperados, en los dolorosos, en los pequeños, en los intrascendentes. Re descubre el poder de la palabra.

15) Perdonar: y con toda sinceridad. Sin recordar de vez en cuando lo que molestó, sin irritarte otra vez por eso que tanto te hirió. Rompe el vínculo de dolor e incomodidad que te mantiene unido a alguien más. El obsequio del perdón es para ti mismo, no para alguien más.

16) Cantar: Aunque no te sepas la letra y a todo pulmón.

17) Llorar de risa: Y también de tristeza. Llorar por cualquier motivo, sin avergonzarte.

18) Disfrutar de películas infantiles: Sin reservas. Sin segundas intenciones. Sin análisis. Comprender que el poder de la eterna juventud es sonreír como un niño una vez al día.

19) Cede ante los caprichos: Aunque sea una vez al mes. O al año. Pero hazlo. Yo debo decir que me ha ocurrido más de una vez — mea culpa — pero el resultado ha sido una pequeña colección de excentricidades que amo.

20) Ríete de las bandas de moda, a los gruppies empedernidos, a los fanáticos sinceros: enfrentate a ellos. Disfruta la polémica. Deleitate con el arte silvestre de llevar la contraria porque lo deseas.

21) Sé fanático acérrimo de algún libro, autor, cantante o película: Y recordar la lección 21 cuando te critiquen.

22) Comer Chocolate: Con placer. Paladeando su sabor. Cerrando los ojos.

23) Mirarte al espejo: Pero mirarte bien. No esa ojeada rápida y torpe de la vergüenza, de no reconocerte. Contemplate. Toca tu rostro, sonríe con placer. Siente el poder de tu personalidad y tu identidad creando una imagen de ese elemento que te hace individual y extraordinario.

24) Recordar donde dejaste las llaves: Llegó la hora de usar el ingenio. Simplifica tu vida de pequeños accidentes incómodos.

25) Soñar: Disfruta haciéndolo. Imagina lo que deseas, lo que aspiras. Incluso las cosas más extravagantes, insólitas. E inclusos las perversas ¿Por qué no?

26) Di lo que piensas: La delicadeza y el tacto son atributos magníficos, pero de vez en cuando necesitas expresarte de la manera que prefieras y como te sea más sencillo. ¡Disfruta tu espontaneidad!

27) Levántate al amanecer: Mi amiga Arianna insiste que ningún viaje está completo hasta que disfrutas de un amanecer y un atardecer en el lugar donde te encuentras. Este año comprendí que esa sabia visión del mundo también incluye nuestro día a díaDescubre — como si se tratara de la primera vez —  ese espectáculo portentoso e inolvidable de ver nacer un nuevo día. ¿Parece sencillo? sin duda lo es. Pero también es profundamente conmovedor.

28) Preguntale a tus amigas aunque sea una vez a la semana ¿Como estás?: Y escucha la respuesta.

29) Di groserías: ¡y no te disculpes por hacerlo!

30) El poder de dar las gracias: Siempre agradece lo que obtengas, cualquier gesto de cariño. Sonríe al hacerlo. Asume el poder de una palabra tan simple como trascendental.

31) Lee un libro de un autor clásico: Aunque te lleve un poco esfuerzo. Hazlo a tu ritmo, medita las frases, anota las que más te gusten. No importa si no logras terminarlo. Valdrá la pena incluso solo haber leído un par de capítulos, te lo aseguro.

32) Comprende el lenguaje del dolor: El emocional, el físico, el espiritual. La vida está llena de sinsabores y tropiezos, pero también de posibilidades: Un crisol extraordinario de pequeños momentos creando algo más grande que tu. Acepta lo inevitable, admira lo inefable, enfréntate a lo limitado. Y crea siempre una nueva manera de asumir tu responsabilidad, de crecer y de confiar. Al final de todas las cosas, la vida es una manera de comprender tu propia complejidad.

33) Admite que te equivocaste y sigue adelante: Todas las veces que sea necesario. Las ocasiones en que lo necesites. Aprende de tus errores y sobre todo, confia en en la experiencia que cada uno te brindó.

34) Perdonate: Todas las veces que lo necesites. Te lo mereces, créeme. Cualquier error que cometas, siempre te enseñará el poder de volver a comenzar.


Medianoche. De pie, en silencio, escucho la noche transcurrir. Un año comienza a transcurrir, para mirar con los ojos muy abiertos y asombrados el futuro, las puertas que deseo abrir, los paisajes que quiero mirar, los pasos que deseo dar. Esta necesidad intensa, pasional de vivir, cada minuto, cada día, cada escena de mi memoria. Y encontrar, quizás, un nuevo motivo — siempre uno, cada día — para soñar, crear, tener esperanza y simplemente, vivir.

C’est la vie.