martes, 31 de julio de 2018

La Bruja y la Diosa: La Diosa Blanca, la bruja literaria y otras sutilezas.




Hace unos años y a propósito de una investigación universitaria, me encontré analizando con cuidado la idea de la identidad de la mujer poderosa — la Diosa, la bruja, la sabia, incluso la malvada — en la literatura occidental. Recuerdo que por entonces, me encontré con todo tipo de reflexiones sobre el tema pero además de eso, con un vacío de información que parecía abarcar el hecho de la Mujer extraordinaria — esa figura que pocas veces aparece en el arte más allá de la idealización — como una idea directamente relacionada con algo más elaborado, meritorio y extraño. Esa percepción de lo femenino místico, irreal, profundamente arraigado en el subconsciente colectivo como una premisa que se toca poco y mucho menos, se analiza con la debida profundidad.

— Mira, se trata de la forma como se reflexiona sobre la mujer en contexto — me dijo una de mis profesoras cuando pedí su consejo — ese conocimiento esencial sobre el hecho de la mujer: eres doncella, eres madre, eres puta, eres sabia. Entre esas cuatro casillas, existen grises que pocas veces se analizan y es esa versión de la mujer lo que buscas. Para los antiguos, la mujer era sagrada. Después, la mujer se hizo peligrosa.

La profesora estaba tan obsesionada como yo con los textos medievales sobre la iluminación y la comprensión del conocimiento, en los que obviamente, la figura de la mujer tenía poca cabida. Aún así, la figura seguía presente, siendo parte de una idea general sobre lo creativo muy relacionada con lo femenino. Una idea que parece subsistir a pesar de los intentos de la Iglesia católica y la cultura en general por ocultarla, minimizarla y menospreciarla.

— La cosa es así: la mujer Sabia siempre ha sido parte de la imaginería popular, pero también de algo más amplio, más elaborado y más elemental sobre la forma como concebimos los símbolos. De modo que la Diosa, la Poderosa, la Bruja, son manifestaciones de la mujer Sagrada, que está en alguna parte de nuestra mente.
 — ¿Olvidada? — le pregunté en esa ocasión. Ella sonrió.
 — Oculta — me respondió — lo que quiere decir, que se manifiesta de manera simbólica.

Con frecuencia, la idea de una divinidad con identidad femenina desconcierta. Años de visión Patriarcal, y sobre todo, de la insistencia de un Dios Mecanicista — Yo lo construyo, todo se construye en mi — hace complicado comprender la idea de la Diosa Primigenia, la Diosa del Bosque sin nombre, la Deidad femenina dadora de vida. No obstante, la idea de la Divinidad femenina ha sido una constante en numerosas culturas. Desde la esposa — equilibrio hasta la Diosa de todos los rostros, la idea de la creación con forma de mujer no es nueva ni mucho menos, novedosa.

Era una adolescente cuando leí por primera vez a Robert Graves. Y no lo hice en relación alguna con sus obras, si no investigando sobre la misteriosa Laura Riding, su amante y escritora maldita que por unos años, me tuvo obsesionada. Por cierto que ella en sí misma merece todo un artículo, pero esa es otra historia. Lo cierto es que, por supuesto, terminé leyendo la obra de Graves y encontré que el escritor había logrado conjugar no solo la visión teológica de una Divinidad con atributos femeninos, si no además, dotarla de una dimensión histórica y literaria que me dejó no solo asombrada, si no por supuesto, cautivada.

Para Graves, la Diosa Madre, asume muchas formas. Es de hecho, una visión sobre esa capacidad de la naturaleza de ser hermosa y bondadosa, cruel y destructora a la vez y es que Graves engloba la visión de lo femenino a través de extremos. Sus arquetipos son siempre opuestos y más aún, complementarios, creando una especie de teología de lo femenino que por extraño que parezca, se contradice y se complementa entre si. De hecho, los arquetipos de la bruja buena y mala son sólo dos de ellas. La mujer que puede ser tanto amante como asesina, la Medea maldita y triunfante que parece repetirse tantas veces en la historia Universal, no solo como estereotipo, si no además, como visión sobre lo esencialmente femenino. Tal vez por ello, esa disyuntiva constante de la Santa y la puta, de la tentadora y la que purifica. La perdición y la salvación. Para Robert Graves todas las facetas de la divinidad inquietante y misteriosa, se funden en una identidad con rostro de mujer. No es casual por cierto, que la más famosa evocación de la Diosa Madre en la literatura reciente es probablemente la descripción que hace de ella Robert Graves en La Diosa Blanca. Graves asocia la Diosa Madre a la musa y a la luna, y llega a afirmar que ninguna composición poética es verdadera poesía si no la invoca. Tal vez tomando como referencia inmediata los Romances y otras formas literarias históricas, la prueba decisiva de la inspiración de un poeta, podría decirse, es el esmero con el que pinta la Diosa Blanca y la isla sobre la que reina. La razón por la que un poema nos hace poner los pelos de punta, lagrimear los ojos, cerrar la garganta y sentir un escalofrío en la espina dorsal es que se trata de un verdadero poema, y un verdadero poema es necesariamente una invocación a la Diosa Blanca o Musa, a la Madre de Todos los Vivientes, al antiguo poder del miedo, y de la sexualidad… la araña hembra, o la abeja reina, cuyo abrazo significa muerte. Según Graves, este principio se aplica al mundo literario al completo: desde los cuentos de Hadas, hasta los más pequeñas historias que tengan a una mujer como protagonista.

Como pagana, la visión de Graves siempre me ha parecido no solo hermosa sino además, asombrosa. Hay una capacidad enorme para sintetizar, esa identidad divina de la Mujer en todas sus sutilezas y sentidos. Porque para Graves, la Diosa, más allá de una entidad esencial y etérea, es una idea que engloba la feminidad, la divinidad y el concepto de misterio en sí misma. Hay una necesidad del escritor de englobar toda idea divina y terrenal en una sola identidad, en el rostro de la Diosa blanca, que a la vez es mujer y también, por supuesto, espíritu creador.

De manera que, según Graves ¿Quién es la Diosa Blanca y qué tiene que ver con las brujas? Es “una mujer bellísima, delgada, con nariz aguileña, el rostro de una palidez mortal, los labios rojos como serbas salvajes, los ojos de un azul increíble y largos cabellos rubios; se transformará de repente en cerda, yegua, perra, asna, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena u horrible arpía”.

Me interesa muchísimo todo lo referente a la Diosa Blanca de Graves porque existen pruebas convincentes del hecho que, sea ella como el moderno arquetipo de la bruja a la Walt Disney (la vieja fea y mala con la nariz y el mentón curvados y cercanos) o como antiguo estereotipo de la curandera ( una mujer misteriosa que habitaba en un bosque secreto ) ambas tienen la misma progenitora divina, la antigua, pagana Diosa Madre, la Reina del Cielo, conocida también con el nombre de Ísis por los egipcios, de Ishtar por los asirios, de Inanna por los sumerios y de Astarte por los fenicios… Posee muchos nombres. Corresponde también a Venus/Afrodita, que era, en los tiempos antiguos, más que una simple diosa del amor, una poderosa creadora de vida y de muerte.

Para Graves, toda la verdadera poesía es en realidad una evocación a la antigua diosa adorada en el Cercano Oriente y en Europa. La noción sobre el culto primigenio a una Diosa sin nombre sobrevive en el lenguaje de la poesía, aunque parezca haber desaparecido de todo documento escrito desde hace siglos. Lo singular es que sin duda, la percepción sobre la mujer Sagrada — la amante, la hermosa que todos los verdaderos poetas la honoran, conciente o inconcientemente — es el hecho que engloba un lenguaje mítico usado por los poetas de forma reiterada y construida a través de todo tipo de ideas que parecen superponerse entre sí. Se trata de una idea fascinante: ¿Hay un tipo de simbología oculta, elaborada convertida en un discurso proverbial y constructivo a partir de esa sombra de una divinidad desconocida que sin embargo parece formar parte de la noción colectiva sobre lo sagrado. Lo más sorprendente, es que la idea de Graves — esa presencia absolutamente misteriosa de una mujer poderosa y deseada por el hecho mismo de su poder — parece de pronto encontrarse en todas partes. ¿Es a ella a la que se brinda culto y elegía en “La Belle Dame Sans Merci” de Keats, por ejemplo? ¿la encantadora que representa el amor, la muerte y la inspiración poética, la moderna encarnación del tríplice aspecto de la diosa? ¿Se encuentra en los textos de Shakespeare a Spencer, a Donne, a John Clare, a Coleridge, a Keats, a Yeats y otros?

La teoría de Graves es innegablemente sugestiva y poderosa. No se trata por cierto de una idea feminista o de homenaje a la mujer (a pesar de su apasionada fidelidad a la musa) sino de un análisis de la idea sobre lo femenino (divinizado, sacramental) elaborada. Hay una percepción extravagante en su forma de concebir a la inspiración creativa: la elabora y la condiciona relación entre la musa y el poeta en sentido sexual (un erotismo de la mente) que asume y se asemeja a esa versión de YO sustantivo que se crea a partir de la idea de la escritura como un acto personalísimo. De modo que para Graves, la diosa y bruja, bruja y poetisa, son creaciones del mismo punto de vista, la creación absoluta enmarcada dentro de una percepción elaborada sobre el bien y el mal, la belleza y lo profundamente significativo.

La idea me hace sonreír. Casi puedo imaginar a Robert Grave, obsesionado por esa figura elusiva, enorme y sugerente que al parecer forma parte de nuestra forma de crear y construir el arte, aún sin saberlo. bruja en el mito, en la poesía y en la religión, esa concepción sobre lo femenino como el último de los misterios en la religión y en el arte. Una forma espléndida de concebir las dimensiones y quizás el pensamiento colectivo que aún hoy día, nos resulta por completo desconcertante.

Una forma de incertidumbre, tal vez.

lunes, 30 de julio de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que “Hot Summer Nights” de Elijah Bynum demuestra que Timothée Chalamet será el actor más prominente de su generación.






La noción de arraigo suele analizarse en el cine desde dos perspectivas opuestas: desde el dolor de la pérdida, a la melancolía del reencuentro con una idea mucho más fuerte y poderosa, quizás una forma de identidad. La película “Hot Summer Nights” del debutante Elijah Bynum es una combinación de ambas cosas, pero también una exhaustiva reflexión sobre la vida y la muerte, la juventud y la soledad, en clave de thriller descarado y sin cortapisas. Para Bynum, parece ser de enorme importancia englobar lo que se recuerda — esa noción sobre el pasado y la pérdida que se transforma en un discurso elaborado por derecho propio — y además, añadir la percepción del tiempo que transcurre como una versión de nuestra individualidad que crece y se construye a través de una idea casi abstracta. Bynum no sólo medita sobre los pequeños y grandes recuerdos, sino que además elabora una idea persistente sobre la memoria como hecho conceptual y las pequeñas vicisitudes que la rodean.

Ambientada en Cape Cod (Massachusetts) a principio de la década de los noventa, la percepción de la película sobre la época es algo más que un contexto: es un discurso sutil que enlaza la concepción sobre los personajes y sobre todo, la visión del tiempo como un telón de fondo para sostener la historia como una obra coherente. Hay algo perspicaz y bien estructurado en la versión de Bynum sobre la realidad y el trasfondo de la época. Una vuelta de tuerca a la explotación de la melancolía que parece ser tan frecuente en la actualidad. Al contrario, el director usa la ligera sensación de melancolía como algo más duro y gregario (pero sobre todo, mucho más elocuente) y logra que sus personajes sean algo más que una versión más jóvenes de algún elemento futuro que no encaja en la historia que se cuenta en pantalla. Tal vez el mérito de tal sutileza no sea por completo de Bynum, sino de la indudable estrella de la película, Timothée Chalamet que encara de nuevo un papel en que es necesario elaborar una percepción sobre la cotidianidad que se rompe y se desvirtúa como una conmoción diminuta más allá del eje cronológico del argumento. Chalamet vuelve a demostrar su capacidad para los matices (La timidez frágil y torpona de su personaje es sólo el punto de partida para algo mucho más visceral y prometedor) es quizás el punto más fuerte de su registro actoral, pero también, de la concepción elemental sobre el hecho de la arbitrariedad del azar en la forma en que sus personajes se comprenden unos a otros. Timothée Chalamet llega de triunfar en el suceso de crítica y público “Call me by your name” de Luca Guadagnino y es notoria su evolución como actor, más allá de la noción de joven promesa. Su Daniel (ese adolescente casi en la línea del cliché) que llega a Cape Cod casi por accidente, es un prodigio de inteligencia argumental pero también, de la percepción del actor sobre esa difícil fractura entre el muchacho y el hombre que encarna con especial sutileza. Chalamet convierte a un planteamiento anodino (el de la inocencia caída en desgracia o mejor dicho, vencida por la tentación) en una percepción mucho más intuitiva del tránsito entre la ingenuidad y un tipo de experiencia atroz. Y Bynum no sólo aprovecha las dimensiones de la actuación del actor, sino que además, dota a la atmósfera de una decadencia vulgar que marcará el ritmo de la narración como un metrónomo cuidado y bien construido.

Por supuesto, que la película se toma con cierta heroicidad falsa la caída en desgracia del personaje de Chalamet: del adolescente tímido a la promesa de un hombre sagaz y levemente retorcido, el director crea un una concepción sobre el bien moral y el mal banal como algo más escandaloso y pintoresco. Mientras el Daniel de Chalamet aprende todo sobre la venta y el uso de la Marihuana en medio de un pueblo pequeño, la película toma un tono trepidante, extraña y casi venial. Pero sólo se trata de una idea aparente en medio de una rara combinación de premisas que juntas, parecen contar una historia debajo de la que se analiza en el guión. El argumento se toma el tiempo para explorar no sólo los intríngulis del improvisado negocio que se desarrolla en las calles de la ciudad en pleno verano, sino la progresiva transformación de Chalamet en una especie de rebelde extrañamente contenido y cínico. Mientras todo esto ocurre, Bynum muestra la época que intenta recrear con pequeños golpes de efecto: Los personajes atraviesan las calles con hombres y mujeres llevando ropa de tono neón, mientras una marquesina anuncia a una multitud callejera el estreno de “Terminator 2: Judgment Day”, al mismo tiempo juegan Street Fighter 2 en la sala de juegos local. La puesta en escena insiste en los pequeños detalles como forma de arraigo de la memoria, pero también, se trata de algo vital y real que elude cualquier concepción sobre el tiempo como una necesidad intelectual. Los personajes van de un lado a otro (enajenados, llenos de una vivacidad contagiosa, riendo, enamorándose entre sí) mientras el mundo a su alrededor se hace un poco más agrio, más duro y más pesado de sobrellevar. Bynum construye un golpe de efecto lento, persuasivo. La película no deja dudas que el crimen — incluso el venial — tiene la capacidad para destruir esa frágil comprensión sobre la identidad que proviene de la moral corriente y culturalmente comprensible. Es ese golpe de efecto lo que convierte a la película en una mirada dubitativa pero inteligente, sobre el dolor y la caída en desgracia, la desesperanza y la confusión emocional. Todo bajo el atractivo paquete de algo en apariencia inofensivo y casi superficial.

Es ese buen uso de la locación, el contexto y lo temporal lo que hace que “Hot Summer Nights” sea algo más que una apuesta a un ejercicio de nostalgia previsible. Bynum utiliza a la cultura pop como pequeños trozos de información que tienen por único objetivo, concatenar la historia pero nunca, suscribir de manera concisa lo que ocurre en ella. No utiliza la iconografía para saturar la pantalla de lo referencial ni tampoco, asume el hecho de lo temporal como un personaje al trasfondo. El resultado es una concepción de la época mucho más realista de lo que cabría esperarse. De la misma forma que Greg Mottola en Adventureland (2008) Bynum escoge mostrar a la adolescencia y la tragedia diminuta de la madurez como una sucesión de reflexiones sobre la naturaleza espiritual de nuestra sociedad, lo cual lleva a “Hot Summer Nights” a un nivel hiper estilizado y elaborado que aunque emparenta a la producción con el film de Mottola, también crea su propia personalidad y versión de la realidad.

De principio a fin, la película es una sucesión de pequeños y meditados golpes de efecto. En 120 de metraje, el film de Bynum cuenta cada detalle de su historia, sin perder jamás el estilo ni mucho menos, el ritmo sosegado pero jamás lento que le imprime la forma como el director modera a sus personajes y las relaciones que se entablan entre ellos. Además, incluye leyendas Urbanas, mitos del vecindario y todo tipo de percepciones sobre lo cotidiano, que convierten a la película en una mixtura de experiencias desiguales que terminan sosteniéndose sobre una versión de la belleza y el tiempo que sorprende por su efectividad. Bynum usa al narrador para embellecer y brindar profundidad a la noción de lo emblemático como parte del argumento y lo hace con tan buen pulso, que al final la película se convierte en un cuidado mapa de ruta por la mitología subyacente de la ciudad.

Ambiciosa, rebosante de personalidad, pero sobre todo, con una percepción muy clara sobre la historia que cuenta “Hot Summer Nights” es un recorrido anecdótico de profunda fuerza emocional. Claro está, parte del mérito lo tiene Chalamet, de nuevo demostrando el motivo por el cual es probablemente la promesa más brillante de su generación, pero sin duda, la película debut de Bynum tiene el suficiente encanto por si misma para elaborar un pequeño discurso sobre el bien y el mal como una conspiración menor, en medio de las brumas de lo que se recuerda y la realidad que circunda a la historia. Todo un logro de imaginación, buen hacer cinematográfico pero sobre todo, sensibilidad narrativa. Algo que muy pocas veces confluye en una misma pieza artística.

jueves, 26 de julio de 2018

De las pequeñas y retorcidas obligaciones modernas: ¿Por qué la obsesión contemporánea por la felicidad?




Hará un par de semanas, leí un artículo sobre alguien que se “resistía a ser feliz”. Una frase que al principio me pareció provocadora y socarrona, pero que después, a medida que comprendía su sólido argumento, tuvo un nuevo y extraño sentido. Para el autor, el hecho de la felicidad es una obligación moderna — una de las tantas — que supone una carga psiquiátrica que poca gente puede llevar a cuestas sin sentir que le aplasta un poco. La felicidad — como se comprende en la actualidad, la forma casi histérica como se convierte en una notoria forma de deber moral — es otro elemento sin sentido y explicación, que se sostiene a duras penas sobre una concepción de la realidad irreal y simplista.

Los planteamientos me desconcertaron y me cautivaron tanto, que me encontré escribiendo al correo del autor, para preguntar como había llegado a semejante conclusión y como separaba la noción de la felicidad real — el hecho que de alguna forma todos deseamos alcanzar cierto nivel de satisfacción emocional — con esa otra versión, la artificiosa y creada a la medida de lo que llamó en su artículo “consumismo y autoexplotación”. Para mi sorpresa, el autor no sólo contestó sino que lo hizo con un inteligente párrafo que me dejó asombrada por su lucidez: “La felicidad es la suma de todo lo que creemos necesarios, indispensable y deseable. La culminación de deseos y aspiraciones. Puede ser varios momentos a la vez o un único especialmente significativo, el hecho es que es por completo subjetivo. Nace de las necesidades del individuo, se adecúa a esa poderosa comprensión que cada uno de nosotros desarrolla sobre la búsqueda de lo que somos y la identidad como parte de las aspiraciones personalísimas. La felicidad actual está basada en metas irreales, inalcanzables. En fama y fortuna construida a la medida de un motor conceptual que no se atañe a lo individual, sino que por el contrario la colectiviza. Nadie es feliz por lo que a otro satisface, esa es la importante diferencia entre un concepto y otro”.

Por supuesto, el razonamiento me dejó aturdida pero más allá de eso, me hizo analizar el tema de la felicidad desde una óptica mucho más dura. ¿Qué deseamos como conclusión de todas nuestras aspiraciones? ¿Cómo elaboramos la idea de la satisfacción en un mundo estandarizado como el nuestro? ¿De qué manera construimos una versión de la realidad que se ajuste a los requerimientos de nuestra percepción de la realidad? Pareciera que las preguntas anteriores tienen poca relación con el hecho concreto de la felicidad, pero en realidad engloba la idea desde un punto de vista profundamente importante: ¿Que necesitamos para satisfacer esa concepción de la felicidad que parece entremezclarse con algo más elaborado y tangencial?

Mi buen amigo P. es un hombre triste. Jamás le he visto reír a carcajadas, ni tampoco bromear en voz alta. Mucho menos sonreír por simple justo. Y aún así, se considera un hombre “satisfecho”, que bajo su interpretación es mucho más válido y comprensible que “feliz”. Un “melancólico crepuscular”, como diría Unamuno. De hecho, el mismo se define de esa manera, lo cual siempre me ha hecho reír. Cuando le pregunto por qué, suele explicarme que se niega en redondo a sucumbir a lo que llama “La sonrisa congelada del nuevo Milenio”.

— Todos necesitan estar felices, como si debieran convencerse o mejor dicho, asumir que la tristeza es algo vergonzoso. No lo es. La tristeza es una manera de ver el mundo tan válida como cualquier otra.

Una idea curiosa, aún más en un mundo que insiste y presume de su optimismo. Seguramente una consecuencia directa de esa visión heredada de décadas anteriores que aspira a una evolución hacia lo bueno. Hijos de esa visión de la perfectibilidad y del progreso de los siglos XVIII y XIX, tendemos a creer que la sociedad donde vivimos siempre será mejor que la que la que le precedió y peor de la que nos espera. Y no obstante, la historia antes que lineal es circular y demuestra que la máxima no siempre se cumple. Porque en realidad la evolución social se encuentra signada no sólo por esa necesidad de mejorar sino por algo más turbio e impredecible: la visión humana sobre sí mismo. De manera que la felicidad, es sin duda, un objetivo difuso en medio de una lenta construcción de una certidumbre cultural. ¿Y la tristeza?

— La tristeza se ha comenzado tomar como un síntoma de algo grave que se debe de inmediato “curar” o “sanar” — me explica — en realidad, no estoy deprimido, tampoco angustiado. Mucho menos abrumado por algún dolor espiritual insospechado. Simplemente no necesito esa búsqueda maniaca de la felicidad y tampoco, me dedico a buscarla.

Muy válido por supuesto, aunque desconcertante para una época y una sociedad que se encuentra bastante obsesionada con la búsqueda de la felicidad y la satisfacción personal. Y mientras en épocas anteriores la tristeza y el pesimismo se consideraban estados del ser, incluso formas de comprender el mundo totalmente apropiado, lo contemporáneo parece insistir justo lo contrario. Desde una cultura que promueve el éxito profesional y de consumo como una forma de satisfacción personal, hasta una estereotipación de la tristeza como un esquema cultural, lo cierto es que la tristeza — la melancolía — parece no formar parte de esa novísima cultura que promueve la alegría como principal objetivo. Una interpretación del yo más intimo dentro de un gran esquema que insiste en cómo debemos mirarnos — y más aún, justificar esa mirada — dentro de las ideas que promueve. Todo eso a P. le parece inquietante, cuando no directamente incómodo.

— Lo encuentras en todas partes . Es una necesidad casi ciega de consolar ese vacío interior que es natural en cualquiera de nostros — me dice, mientras caminamos por los pasillos de una librería. Una buena parte de los libros en exhibición tienen títulos rebumbantes que indican que pueden casi de manera inmediata, consolar dolores, restañar heridas emocionales, construir nuevas expectativas espirituales. Todo tan cerca y tan al alcance de la mano. Un lectura y se garantiza un tipo de felicidad prefabricada que me resulta muy dudosa — Desde que somos concientes que la felicidad no s divina ni tampoco terrenal sino una interpretación de lo que somos y el lugar a donde pertenecemos, todo se hizo más obsesivo e insistente.

Es verdad. Desde el siglo XIX, con la muerte de ese Dios filósofico y el nacimiento del positivimos, la psique humana parece recorrer un camino tortuoso en la búsqueda de una creencia. Y es que probablemente, esa ausencia de la Divinidad que asuma la responsabilidad y otorgue sentido a lo que podría no tenerlo, resulta descorazonador para una buena parte de la población mundial. En una ocasión leí que durante el tercer Reitch, las masas anónimas y oprimidas por el totalitarismo necesitaron creer en la superioridad ária para justificar su sacrifio por una guerra incomprensible. Sostener el ídolo de barro de un enfrentamiento incomprensible. Por supuesto, esa convicción se derrumbó apenas el conflicto arrasó Europa entera bajo la represión, el hambre y el dolor. Y sin embargo, continúa siendo una buena muestra de esa necesidad de la creencia, de lo que asume necesario entender y más aún, predicar.

— ¿La felicidad como religión? — le pregunto a P., mientras compartimos una taza de café. Se encoge de hombros.

— Toda doctrina y dogma comienza por una necesidad que se asume irrevocable: necesitas creer para considerarte parte de un todo, de una idea que te supere, te rebase y te justifique — me dice — pero también una que te consuele. Sin un Dios que se asuma creador y redentor, el mundo puede ser un lugar muy solitario.

Es una inquietante: La mayoría de las crímenes de la historia se han cometido bajo el nombre de Dios o de sus proclamas. Ejercitos enarbolando simbolos Santos para Justificarse o más allá, para asumirse reivindicados. ¿Que nos reinvidica actualmente? ¿Que nos hace necesitar una divinidad que pueda metaforizar nuestras dudas, temores y visiones espirituales? Probablemente se trate de un rasgo biológica sin más, un comportamiento aprendido por una larga herencia intelectual. ¿O se trata de algo mucho más profundo y primitivo? Recuerdo los textos de Margaret Mead y otros antropólogos que insisten en que la necesidad de creer es un elemento natural que define al hombre y también, a su expresión cultural. Algo parecido señaló Robert Graves, quién por años buscó la Diosa Primigenia y encontró que la creencia en la Divinidad es parte de todo un esquema de valores espirituales que se repite de manera más o menos parecida. ¿Qué es la felicidad entonces? ¿La nueva búsqueda de creencia que indica ese gran vacío espiritual de una época sin Dioses ni Diosas? ¿Qué busca esta cultura obsesionada hasta límites irrisorios con la belleza, la felicidad, la plenitud sin que ninguno de esos conceptos parezca lo suficientemente claro? No lo sé y el mero hecho de cuestionarmelo, me hace preguntarme también sobre los motivos existencialistas que todos tenemos para aceptar u oponernos esa idea.

— De manera que actualmente, eres un ateo de felicidad — bromeo. Pero en realidad me sobresalta un poco el pensamiento. Y es que somos una sociedad que se oculta detrás de una imagen lozana y brillante, una sociedad tan niña como fútil, que está muy poco consciente de su propia fragilidad.

— Ya lo decía Orwell, la felicidad es una ilusión rota — me responde — Una dosis de felicidad y olvidas cualquier otra necesidad, incluso la inmediata.

¡Ah, que idea cruel es esa! Y sin embargo tan antigua. Después de todo, ya los Romanos insistían en el “Pan y el Circo” para entregar la República, Cleopatra atravesaba el Nilo envuelta en belleza para asombrar a sus súbditos y distraerlos de la derrota frente a Octavio. Los Nazis mostraron una bella propaganda alabando sus propio y férreo prejuicio. Cada siglo y época parece tener su propia deidad de la felicidad, ese que te hace sonreir a la fuerza, mirar a otro lado en medio del dolor.

— ¡Gol! — grita un grupo junto a nuestra mesa. Todos miran asombrados y maravillados al jugador que salta y vitorea. Por un momento, el país en crisis, la incertidumbre por el futuro e incluso el presente quebrantado dejan de existir ante esa satisfacción inmediata, pueril. Cuando miro a P., esta sonriendo. Yo no.

— Ateos de la felicidad, sin duda — insiste — y quizás ese es nuestro mayor pesar.

No sé como contradecirle. Y quizás no quiero hacerlo.

C’est la vie.

miércoles, 25 de julio de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país anónimo. Fragmentos de pequeñas historias sin rostro.




La vida en dos maletas. Es una frase que durante los últimos años, que he escuchado con dolorosa frecuencia. La repiten amigos, familiares, parientes en una letanía que no parece terminar y que se extiende más allá de lo que asumimos evidente. Porque la emigración en Venezuela no es una decisión, sino más bien una urgencia dolorosa, una respuesta inevitable a la incertidumbre. La emigración en Venezuela se ha convertido en una ventana abierta hacia lo desconocido, pero también, en una instantánea del país que se desploma a diario, que lentamente se oculta en un no ser — no existir — donde la identidad y el gentilicio carecen de nombre. Una sensación trágica, abrumadora, inaudita.

La vida en dos maletas. El país desmoronándose entre los dedos.

Mi tio L. jamás pensó en emigrar. Eso y a pesar de ser un reconocido científico con múltiples ofertas de trabajo internacionales. Con frecuencia, me insistió que Venezuela es “la tierra que aspiro a futuro” y que cualquier “espejismo” de prosperidad más allá de la frontera, era sólo eso: una manera de evadir la responsabilidad histórica. Escuchándole, siempre tuve la impresión que mi tío guardaba un idealismo soterrano, ese tenor casi ambiguo. El que aspira y sueña con un país posible, que tarde o temprano terminará por construirse sobre las cenizas de la mala administración, la burocracia y la diatriba política. Ahora lo hace por temor. Lo resume así, mientras conversamos en voz baja en la pequeña reunión de despedida que celebra en su casa. Cuando miro a mi alrededor — las puertas cerradas, las paredes desnudas — su viejo apartamento es la mejor imagen que resume la tierra arrasada del futuro en suelo patrio.

- Emigrar a mi edad, no sólo implica comenzar otra vez en cualquier parte, sino asumir que perdí parte de mi historia — me dice — es una soledad enorme. Un aislamiento intelectual y emocional que es muy díficil de entender. Dejó en Venezuela mi identidad. La niñez, el primer trabajo, todos los pequeños trozos de identidad que se quedan para siempre perdidos porque no sobreviven a la realidad.

Me muestra un pequeño álbum de fotografía que rellenó durante los últimos meses. Fotografías de la vieja calle donde creció, de la la playa favorita. De la Caracas que se recuerda y también la real, con sus calles rotas y sucias. La línea verde del Ávila radiante en el paisaje. Los rostros de amigos, vecinos, familiares, desperdigados entre las hojas de cartón como pequeños testimonios de la vida antes de una decisión inevitable. Lo ojeo con una sensación de tristeza amarga, como si ese pequeño testimonio de soledad resumiera al país con mayor exactitud que cualquier otra cosa.

- A tu edad, incluso, esa generación más joven que está abandonando el país por todas las excusas y medios a su alcance, reconstruir lo que se pierde no es tan complicado. Nada te ata, nada te detiene. Volver a empezar consiste en una decisión de fe. Pero a mi edad es construir una nueva vida a medias, siempre pensando en la que abandonaste, en lo que tuviste — dice. Nos encontramos en su vieja biblioteca, el lugar donde pasé tantas tardes de mi infancia, en el que de alguna manera crecí. Pero ahora es sólo una habitación arrasada: las ventanas cerradas, los anaqueles vacíos. Las cajas de lo que se abandona amontonadas en cualquier esquina. Tio suspira, con el álbum de fotografía apretado bajo el brazo y de pronto me parece tan cansado, con la barba rubia llena de canas, el cuerpo encorvado — no es justo para nadie.

Cuando lo abrazo, trato de no llorar. Lo intento de verdad, pensando en que tendrá un futuro extraordinario en un país donde su talento sea reconocido, donde su trabajo y esfuerzo tengan valor. Pero al final lloro, claro, como una niña. Como la niña que jugaba en esa misma habitación y leía en voz alta los libros favoritos. Pero ahora, sólo somos dos adultos, perdidos y tan solos. Las grietas del país, bajo los pies.

Pienso en esa imagen con frecuencia. Lo hago mientras sonrío sin alegría en las pequeñas reuniones donde se celebra las frecuentes despedidas. Casi nunca hay alegría en esos pequeños encuentros: aturdida y cansada, tengo la sensación que todos somos expatriados del mismo país borroso, a pesar que algunos continuémos aquí, de pie, afrontando la realidad lo mejor que podemos. La sensación de desconcierto es profundamente árida, porque de pronto, comienzas a preguntarte cuando te tocará el turno. Cuando serás tu, el que promete mantendrá el contacto, que nunca olvidará los viejos afectos, sin saber si podrá hacerlo. Una última noche, para recordar como era y no mirar lo que inmediatamente ocurrirá. Ese silencio donde todos asumimos que la cuenta regresiva avanza, hacia tus cuestionamientos, las razones que te aún te permiten sobrevivir en el País. Y es que las despedida frecuente te deja todo muy claro, una visión frontal de la realidad: pronto también tendrás que decidir.

- Bueno, siempre se mantendrá el contacto ¿No? — me dice Fernanda, mi amiga de la niñez, que abandona el país en dos semanas. La vida en dos maletas. De hecho, veo el pequeño equipaje — el suyo y el de su esposo — en una esquina de la sala donde nos encontramos. Bien visibles, como para que no quede duda del desarraigo. Las miro, como si me parecieran irreales. Las miro y pienso en Fernanda de niña, cuando la conocí en el bachillerato. Su habitación estaba repleta de muñecas, libros y discos. La recuerdo riendo a carcajadas, bailando en medio de su pequeño mundo. También recuerdo a la adulta, la que me decía que cada objeto tenía un significado. La pequeña oficina en el Este de Caracas, decorada con un gusto volátil: objetos extraños llenando cada lugar, brindándole personalidad. Ahora, sólo son dos maletas. ¿A donde fueron los recuerdos?

- Vendí casi todo — me explica en voz baja. Más allá de la ventana, Caracas brilla, tiene un aspecto casi inocente, con su parpadeo nocturno hermoso — fue…un dolor dentro de un dolor. Vender, regalar, cosas que por años atesoré, cuidé, consideré parte de mi misma. Es como perder pequeños trozos de quien eres. Y al principio duele tanto que te preguntas si podrás hacerlo. Pero lo haces, y después descubres que sí, duele pero más allá, es necesario. Capa tras capa. Al final, te quedas con lo que puedes llevar. Y a veces sin eso.

La diaspora Venezolana es una especie de secreto a media voz en el continente. Ese lento goteo de venezolanos que huyen del país que se desmorona, parece sorprender a los vecinos territoriales. Fernanda sonríe cuando me cuenta su experiencia.

- Mi hermana me dijo ¿Vienes a México? ¡Pero aqui te estamos esperando! ¡Las fiestas de bienvenida están de moda! El hermano, el primo, el amigo. De pronto te encuentras que hay una especie de lugar Venezolano, mínimo pero reconocible. Y como se disfruta. Todas las semanas hay por quién celebrar: ¡Ya escapaste! ¡Pudiste hacerlo!

No respondo. Fernanda me toma de la mano y de pronto, ese pequeño gesto parece resumir tantas cosas. “Pero te quedas, tu y todo el resto de mis amigos. Y mi madre, que es muy anciana para intentar algo así. Y mis primas, que aún creen que este país tiene algo que dar. Y todos los días de Caracas de sol, los diciembres de cielos azules, el agosto radiante, la parranda, la risa. Se queda todo”.

- Y yo me voy — dice Fernanda entonces. Sacude la cabeza — me voy porque no tengo más remedio. No porque….

No lo dice, pero yo la entiendo. Me explico. Actualmente todos somos emigrantes. Antes o después, hemos considerado la idea de abandonar el país pero cada una de nuestras circunstancias hacen que la decisión, sea una mezcla de elementos que parece pesar en exceso. Lastimar, en realidad. Nadie lo admite en voz alta, pero el país nos abandonó hace tanto tiempo que está súbita oleada de Venezolanos que decidieron continuar su camino extra frontera, no es una reacción inmediata. Como Fernanda, muchos de nosotros miramos el futuro como un gran salto al vacío. Y hay una cierta soledad, un aislamiento inevitable, desgarrador. Al menos yo siento que tránsito sola por un largo camino de obstáculos que no sé exactamente a donde me conduce, pero que debo recorrer, por mi salud mental, física y quien sabe si algo tan abstracto como emocional.

Hace poco, comentaba a través de Twitter que Venezuela se parece cada vez más a una casa abandonada. Una que tuvo una época extraordinaria y memorable, cuando las paredes aún relucian de la pintura recién aplicada y los jardines muy verdes y cortados con mimo. Ahora, sólo es un paraje vacío, cubierto de escombros, a medio derrumbarse. Sus habitantes huyeron uno a uno de la destrucción y finalmente, solo quedan unos pocos, que miran el deterioro a la distancia, sin decidir si mirar la última columna caer o continuar recordando la propiedad maravillosa que fue.

Nos quedamos. El último que apague la luz. Es un chiste amargo que se repite cada día entre los que aún no tomamos la decisión, pero que sin duda la tomaremos pronto. Yo aún no lo hago, pero el pequeño mecanismo de dolor y preguntas ya comenzó. No sé exactamente cuando pero supongo que fue la tercera vez en que use la palabra “sobreviviente” para definirme, o cuando se hizo muy frecuente caminar por las calles de la ciudad abrumada por un tipo claustrofobia muy especifica. Porque de pronto, este no es el país, no tengo ninguna identidad, no comprendo a la tierra que me vio nacer. No la reconozco, la pierdo a trozos, no encuentro una disculpa al dolor que me produce y a la angustia que me agobia. Y es que poco a poco, las preguntas — y las razones se acumulan -, se hacen evidentes. No hay justificación para la insistencia de permanecer en un país donde el futuro está formado por una serie de piezas agrietadas, donde la expectativa se parece mucho más a la incertidumbre. Donde perdiste, capa a capa, la esperanza.

Que doloroso es perderla, por cierto. No sé cuando me sucedió, tampoco. A veces me recuerdo, joven y entusiasta, convencida que esta Tierra de gracia, sería mi hogar no sólo para mi manera de ver el mundo sino para mi individualidad. Por mucho tiempo, no tuve dudas que Venezuela era mi hogar, que podría ser parte de esa expectativa sobre mi misma que es parte de mi historia. Pero ya no lo es. No lo ha sido durante mucho tiempo, sólo que me llevó un esfuerzo enorme, dolorísimo admitir que está roto algún mecanismo misterioso que me unía a esta país y a mi gentilicio. Sin saber cómo me encontré en medio de la nada, perdida y abrumada, con las manos vacías de país y de historia. Una pequeña tragedia que no puedo explicar a quien no la haya vivido, que produce un tipo de dolor sofocante a quien la enfrenta.

Y es que de pronto, asumes que probablemente abandonarás el país, incluso a pesar de lo irreal que te parece la idea, del hecho que te preguntas que ocurrirá después. Te vas porque el país te agobia, te hiere, te aplasta, te limita, te restringe. Lo pienso mirando este azul Caracas que tanto duele, coño, mirar este país que tanto llegaste a necesitar, como una traición. Y quizás no solamente eso: como una herida abierta. Todos estamos heridos, lastimados, tan cansados. Agotados de bregar y luchar contra esta colisión entre lo viejo y lo nuevo, que no deja otra cosa que escombros. Somos un país de victimas pero peor aún, de sobrevivientes. Nadie quiere mirarse como ninguna de las dos cosas.

Soy una huerfana de gentilicio. En algún rescoldo del desencanto, perdí a Venezuela.

Tal vez por eso ya no lloro en las despedidas, aunque continúo sentiendo unos enormes deseos de llorar. Pero no lo hago ya. Escucho la noticia — siempre ese breve anuncio, casi renuente “Nos vamos”, “No podemos quedarnos” — con una rarísima sensación de resignación muy amarga, a la que paulatinamente me he acostumbrado durante los últimos meses. Y es que durante el último año, al menos la mitad de mis amigos más cercanos han decidido emigrar. También lo han hecho varios miembros de mi familia. En un plazo de tres o cuatro meses, continuaré despidiéndome, una y otra vez, en un ciclo tan doloroso como agotador. Probablemente en lo que resta que año, dejaré de contar cuantas veces ha ocurrido ya.

Quién sabe si sólo lo haga en la que espera por mi, en esa decisión que aún no tomo pero que sin duda tomaré a no tardar. La que finalmente comienza a tener forma, la que con toda probabilidad me haga comprender que el país donde nací, no es el mismo que me verá construir mi vida.

Sí, es probable que guarde mis lágrimas para ese último adiós.

lunes, 23 de julio de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que deberías ver la miniserie “Sharp Objects” de HBO.





Las historias televisivas suelen intentar construir una estructura narrativa que convierte a sus personajes en objeto de cuestionamiento continuo, quizás por el énfasis que brindan a las historias emocionales en conjunto. No obstante, “Sharp Objects” de HBO toma la arriesgada decisión de asumir el hecho tridimensional de su protagonista desde lo individual. La Camille Preaker de Amy Adams no sólo es el misterio de una narración cargada de ambigüedad y dobles lecturas, sino también, es el rostro visible de una reflexión profunda sobre el dolor, los traumas y sobre todo, lo vicioso que pueden resultar la noción del sufrimiento oculto bajo capas de extraño simbolismo. Camille — una reportera con pocas ambiciones, autodestructiva y herida por su pasado — encarna un tipo de personaje que rara vez se muestra en pantalla chica: uno que además de ser el centro de la trama, es también, el misterio dentro del misterio. Porque a pesar que la nueva serie de HBO trata sobre un caso de asesinato, en realidad el protagonismo es el de su personaje principal, sus vicisitudes pero sobre todo, su particular punto de vista sobre lo moral, el dolor emocional y el horror de las pequeñas tragedias privadas.

De modo que el personaje no sólo es el centro vital de la narración, sino también de sus implicaciones. Camille regresa al pueblo de su niñez con una bolsa de golosinas, botellas de vodka y todo tipo de obsesiones y dolores, convertidos en cicatrices, que oculta bajo un blusas de cuello cerrado y mangas largas. Hay algo definitivamente claustrofóbico y duro en la forma como Adams presenta al personaje pero además, en esa sutileza del sufrimiento agónico que se muestra a través de imágenes sobre su pasado, el pueblo como centro neurálgico de todos sus traumas y pesares, la versión de la realidad que el miedo de Camille muestra como una realidad distorsionada. Camille regresa al pueblo en que vivió — y sufrió — buena parte de su adolescencia, pero también al origen de su vida desgraciada y dolorosa. Del terror que convierte a su mente en una extraña combinación de osadía y desconcierto.

“Sharp Objects”, es una fascinante mirada al sufrimiento, el veneno de lazos familiares rotos y al miedo convertido en una forma de agresión moral. Con toda su apariencia de Thriller criminal con tintes góticos, la serie es algo más duro y elaborado de comprender. es Camille convertida en un mapa del dolor a través de sus cicatrices, la autoflagelación, los vicios y adicciones. Pero también es el pueblo y el pasado, convertidos en una alegoría al castigo y al nacimiento de un tipo de alegoría a las lesiones emocionales y reales que aplastan a Camille.

La serie está basada en el libro homónimo de la escritora Gillian Flynn, autora del best seller “Gone Girl”, que se convirtió en un controvertido éxito taquillero en la primavera del año 2014. En “Sharp Objects”, la autora repite la fórmula de un complejo personaje femenino convertido en algo más elaborado que un simple vehículo metafórico. Camille es de hecho, un espejo convexo a través del cual se refleja los escombros de la ciudad en la que nació y el pasado que se esconde entre los trozos perdidos de historias. En la serie, todo parece a punto de sucumbir al olvido: los edificios están vacíos, cubiertos de grafitis y carteles rotos, las paredes agrietadas y abiertas, en las que nace musgo fresco y verde. Los árboles y plantas se marchitan en jardines abandonados. El aire de abandono tiene un ingrediente de pura decadencia pero no lo suficiente como para disimular los estragos del tiempo y el dolor lento que parece destruir desde un núcleo invisible a un pueblo perdido en sus secretos. Pero ante todo, “Sharp Objects” medita sobre la autodestrucción y la muerte y todo parece gravitar en torno a esa idea, medida y elaborada como una comprensión extravagante sobre la pérdida. A la manera de Chejov, la serie utiliza la melancolía aparente como telón de fondo, pero también como motivo del enigma que la envuelve.

Por supuesto, “Sharp Objects” basa su efectividad en la capacidad del show para cuestionar lo que se supone debería contar y de la misma manera que el libro, confundir al lector con un extraño juego de visiones y percepciones sobre la realidad. ¿Cual es exactamente el nudo de la historia? ¿La vida atormentada y a menudo desordenada de Camille? ¿O la serie de secretos que subyacen debajo de la apariencia crepuscular de un pueblo que lleva a cuestas sus propios secretos? ¿O quizás una mezcla de ambas cosas, convertidas en un fenómeno de pura especulación sobre los horrores que se esconden puertas adentro de las casas familiares? La serie no se prodiga con facilidad y avanza a un ritmo mesurado que podría confundir pero que en realidad, es un análisis pormenorizado de un tipo de sufrimiento sin nombre imposible de definir a primera vista. Hay algo ritualista y casi sobrenatural en la forma como se asume la existencia de la muerte — el asesinato — y su relación con el cuerpo de Camille, convertido en una alegoría al dolor ritualizado y convertido en pulso poderoso del miedo. La serie analiza a sus mujeres — y el elenco entero, mayoritariamente femenino, sorprende por su eficacia y buen hacer — y transforma al habitual estereotipo de mujer/objeto en mujer/agente, lo cual añade una inusitada complejidad a los personajes y también, una dosis de perversa concepción sobre el miedo y los deseos complicados que anidan en el Universo femenino.

A pesar de las expectativas, “Sharp Objects” huye del habitual juego del gato y del ratón criminal, para construir algo mucho más elaborado y competente. Con su Camille Sardónica y tétrica, un pueblo sumido en la desgracia, un asesino sin rostro y una mirada caótica sobre el sufrimiento como base de la violencia, la serie tiene la capacidad de concebir una idea agresiva sobre lo femenino pero además, elaborar algo más duro de asimilar. La adaptación de Marti Noxon de la novela de Flynn conserva toda la belleza agónica de la narración literaria, pero le añade un elemento duro y cínico que elabora un discurso nuevo sobre el sufrimiento, con enorme crudeza y sin caer en dramatismos o análisis morales. “Sharp Objects” actúa como un eco de algo más sutil, pero a la vez, retorcido de lo que se muestra a primera vista.

No hay juego de gato y ratón, no hay burlas de un genio criminal. “Sharp Objects” en cambio se basa en el drama interno y transfigura a la Sra. Adams, quien deja al descubierto el alma harapienta de Camille con sardonicismo y odio hacia sí misma. (Wind Gap, le dice a su editor, se divide entre “tu dinero viejo y tu basura”, y ella misma es “basura, de dinero viejo”).

Con su puesta en escena delicada, derruida y melancólica — gracias al director Jean-Marc Vallée, quién el año pasado brindó a“Big Little Lies” su aire lujoso y peligroso — “Sharp Objects” tiene el tono y el brillo lustroso de una joya antigua mal conservada, a punto de destruirse por la presión de la realidad. De la misma manera que su protagonista, el contexto en la serie tiene algo de narcótico, sugerente y delicado, al borde mismo de una percepción de la locura refinada y ambivalente. Camille, con la memoria escrita en su piel, es el rostro de un horror doméstico y enigmático. Una nueva forma de comprender el desarraigo y la soledad a través de una sutileza casi venenosa que es quizás, el elemento más perturbador de una serie en la que nada es lo que parece.

jueves, 19 de julio de 2018

Crónicas de la loca neurótica: Las cosas que todo ansioso quisiera que supieras (y no se atreve a decirte)





En una escena de la película “The Avengers” (Joss Whedon-2012), el doctor Bruce Banner — Mark Ruffalo — se vuelve para mirar al resto del equipo de superhéroes, justo antes de convertirse — en apariencia a voluntad — en la criatura enorme y de piel color verde llamada Hulk. A unos metros de distancia, el Capitán América — encarnado por el actor Chris Evans- le devuelve la mirada intrigado.

— Doctor Banner ¿Cual es su secreto para disgustarse tan pronto? — le pregunta , cuándo Banner encorva los hombros y se prepara para acometer la transformación. Banner sonríe casi con malicia mientras los hombros se le ensanchan y todo su cuerpo se deforma para transformarse en el peligroso alter ego del científico.

— Ese es mi secreto — confiesa — Siempre estoy disgustado.

Se podría decir que el buen doctor Banner y la pandilla de ansiosos del mundo compartimos el mismo secreto. Porque cuando alguien me pregunta cómo logro controlar mi natural nerviosismo y neurosis, no puedo evitar sonreír con tristeza. Porque la verdad es que siempre estoy ansiosa. De la mañana a la noche, siempre estoy al borde del desastre emocional. O al menos, creyendo que lo estoy.

Lo sé, suena melodramático. Nadie que no haya sufrido un cuadro de ansiedad aguda entiende realmente lo que significa la constante sensación de miedo que te abruma a toda hora. Y hablo de toda hora: desde que despiertas, preocupado por todo lo que tendrás que hacer — y probablemente no podrás llevar a cabo — , hasta que te vas a dormir obsesionado por ciento de imprecisas proyecciones sobre el dolor, la angustia, la desazón y el temor. No resulta un panorama sencillo de explicar y mucho menos de entender, pero es exactamente lo que sucede. De manera que como el doctor Banner — que siempre está muy cerca de convertirse en un monstruo peligroso e incontrolable — , el ansioso siempre está a punto de estallar. De avanzar hacia ese terreno impreciso donde las fobias y preocupaciones se entremezclan para crear un terreno minado que seguramente estallará la menor provocación.

Y no se trata que el ansioso no pueda — o quiera — controlarse o que algo — alguien — a su alrededor le provoque la insistente sensación que le acosa a cada minuto en que está despierto. La ansiedad es un padecimiento psiquiátrico que afecta la vida corriente de quien lo sufre. Incluso en las más mínimas cosas. De manera que el ansioso siempre se encontrará a medio camino entre intentar controlarse — sin lograrlo — o en pleno estallido y tratando de controlarse también. Por supuesto en medio de una situación tan caótica y sofocante, el ansioso debe aprender a vivir no sólo con las consecuencias de su trastorno sino también con las pequeñas cosas de la vida cotidiana que no deberían afectar a nadie …pero que en nuestro caso si lo hacen. No hay nada sencillo para un ansioso y de hecho, cada día significa un esfuerzo considerable en avanzar hacia cierta normalidad. En encontrar algún punto de equilibrio entre el temor — esa sensación desconcertante que te deja sin control de tu mente en mucha más ocasiones de las que deseas admitir — y la vida que deseas vivir. Una idea que no siempre logras conciliar pero que sin embargo, continúas intentando lograr siempre que puedes.

De manera que sí, la ansiedad para alguien que la sufre es un elemento constante a toda hora, todos los días y en cada momento de su vida. Y por ese motivo, pensé que la mejor forma de ilustrar cómo es la vida de alguien que padece cualquier trastorno relacionado al estrés, ansiedad y pánico, es describiendo situaciones aparentemente sencillas que para cualquiera de nosotros no lo son tanto. Pequeñas escenas cotidianas que parecieran ser simples fragmentos rutinarios que para cualquiera que soporta el miedo a toda hora, no lo son.

¿Y cuáles podrían ser esos pequeños momentos de misterioso y profundo sufrimiento para un ansioso? Quizás los siguientes:

El ansioso y las reuniones sociales:
Nos producen estrés y ansiedad en cualquier ámbito, situación y motivo. No importa si se trata de un mitin político o el cumpleaños de nuestra tía desdentada. Lo peor que puede ocurrirle a un ansioso es que no pueda evitar acudir a una reunión social y que además se vea en la obligación de socializar. Nunca habrá nada que provoque tanta ansiedad para un ansioso como departir, conversar o llevar a cabo el menor intercambio social con alguien que no conoce. Lo más probable es que es que un ansioso intentará cualquier cosa antes de verse en la incómoda situación de estrechar manos, sonreír y escuchar la conversación ajena. Y no se trata que no nos interese, sino que el estrés que supone convencernos que todo irá bien, que no meteremos la pata de alguna manera estrafalaria o que terminaremos convirtiendo la conversación en una larga sucesión de errores imperdonables es lo suficiente abrumador como para disfrutar de algo semejante. Así que cada vez que veas al chico o la chica de rostro pálido y manos apretadas en un puño nervioso en cualquier reunión social, ya sabes que es lo que probablemente le está ocurriendo.

El ansioso y las pequeñas escenas cotidianas como conversaciones en el elevador, transporte público y otras parecidas:
Hace unos días, me tropecé con uno de mis vecinos en el jardín del edificio donde vivo y el buen hombre, consumado conversador, intentó todas las tácticas conocidas para entablar una fluida conversación conmigo. Por supuesto, no lo logró. De hecho, lo único que consiguió fue hacerme sonreír con todos los dientes — una mueca terrorífica sin ninguna alegría — y ponerme lo suficientemente incómoda como para que al final de una larga media hora, él también se quedara callado. Transcurrió casi media hora más hasta que logré avanzar en mi maraña de pensamientos ansiosos para intentar explicarle que se trata de uno de los síntomas de mi ansiedad. Pero ya para entonces, el hombre parecía convencido me había ofendido de alguna manera misteriosa: se apresuró disculparse y correr al pasillo interior del edificio.

Creeme, no se trata de mala voluntad, pésima educación o un relapso Snob preocupante que evita que un ansioso pueda entablar una conversación cotidiana con algún conocido eventual. En realidad nos tomamos tan en serio cada conversación, que nos lleva una considerable cantidad de tiempo decidir que decir o que no, convencidos que a la menor equivocación nuestro amable interlocutor notará nuestra locura/nerviosismo/torpeza y en consecuencia, se aterrorizará, avergonzará o lo que es aún más temible, nos avergonzará. Tampoco resulta sencillo encontrar una manera sencilla de describir la abrumadora sensación de miedo — de eso se trata, sin más — que nos produce cualquier interacción social. Así que la próxima vez que ese sujeto extraño que te encuentras en el elevador comienza a tartamudear cuando lo saludas, ten un poco de paciencia.

El ansioso y las relaciones amorosas/amistad/profesionales:
Hará unos cuantos años, salí con un hombre que jamás respondía los mensajes de texto con una frase concreta, sino con todo tipo de pequeñas ambigüedades que terminaban provocándome una aguda ansiedad, aunque no fuera su intención y de hecho, se disculpara una vez que le expliqué cómo me hacía sentir la situación. Preguntas tan sencillas como “¿Qué película quieres ver?” o “¿A que hora nos encontramos?” se convertían en pequeños debates extravagantes por mi necesidad de analizar hasta la última frase, pausa y signo de puntuación que utilizaba en sus lacónicos mensajes. Los “Claro”, “Está bien”, “No hay problemas” se convertían en verdaderos suplicios semánticos que terminaban no sólo enfureciendome — aunque yo jamás admitiera que esa era la razón — y que provocaron más de alguna pelea disonante y absurda. En más de una ocasión intenté explicarle que ocurría — y lo hice lo mejor que pude — pero no se trata de una situación comprensible para alguien que no la atraviese y por último, nuestra relación terminó. Y aunque mi ansiedad sobre aquellas extrañas conversaciones virtuales no fue el único motivo para la ruptura, si tuvo la suficiente importancia como para que asumiera que era uno de los motivos por los que la relación dejó de funcionar.

Sí, sé que parece absurdo. Y también sé que no tiene mucho sentido la idea que alguien pueda acarrearle un sufrimiento semejante el hecho que no pueda entender el sentido exacto de una frase escrita. Pero no puedo negarlo: para un ansioso así suelen ser las cosas. Tenemos la tendencia sobredimensionar, analizar hasta el cansancio y enredar lo sencillo hasta que termina aplastandonos en una mezcla de impotencia y angustia. Las relaciones interpersonales para alguien que sufre de ansiedad suelen ser tan complicadas como dolorosas no sólo por lo mucho que nos importan sino por el hecho que justamente por la enorme importancia que tienen en nuestras vidas, nos interesa comprenderlas y lograr que funcionen. Se trata de una presión desigual, incómoda y muchas veces enloquecedora, que muy pocas veces provoca nuestra pareja, amigo o colega y por tanto, jamás llega a comprenderla del todo.

El ansioso y la opinión ajena:
En el grupo de ayuda para ansiosos en el que participo hay una chica que asegura tener pesadillas con la opinión de quienes la rodean. Y no sólo se refiere a chismes, cotilleos y comentarios mal intencionados — que también le provocan sueños inquietos — sino justo eso: la opinión ajena su vida, su aspecto físico e incluso, cosas tan corrientes como los perspectiva de los demás sobre si misma. Con frecuencia, nos cuenta que sueña con que se encuentra en una sala vacía donde una multitud la señala con el dedo y se ríe de cada cosa que dice, hace o piensa. Que la persiguen de un lado a otro, cada vez más cerca. Empujándola, riendo a gritos y que por último extienden la mano para apretarla contra la pared, golpearla, arañarle la cara.

— A veces creo que moriré de miedo — nos dijo hace poco, con rostro compungido — que toda esa multitud de críticas terminarán asustandome tanto que sufriré un infarto o algo semejante. Y es que no puedo soportarlo. Realmente no puedo hacerlo.

Quizás en cualquier otro lugar, una confesión semejante hubiese hecho reir a una concurrencia escéptica. Pero entre nosotros, sólo hubo cabezazos y asentimientos de comprensión. Porque para un ansioso, la opinión de quienes le rodean es importantísima. Aunque no lo crea, lo parezca o incluso lo admita en voz alta. Se trata de enfrentar no sólo la mirada del otro sino admitir lo mucho que nos preocupa y nos duele complacer expectativas ajenas, como si se tratara de una desagradable lucha contra nuestra intimidad y la forma como el resto del mundo nos mira.

¿Suena exagerado? Por supuesto que lo es. Y justamente allí radica el problema: la percepción sobre el miedo, la tensión social y la ansiedad general de un ansioso es muy distinta a la de cualquier otra persona que no sufre un trastorno parecido. Se trata de una carrera de obstáculos contra ti mismo, contra lo que piensas y sobre todo cómo te percibe. Una competencia desigual contra el temor.

El ansioso y las enfermedades:
Mis amigos ya me conocen y se toman el asunto a risa: en cada ocasión que tengo un síntoma físico inexplicable — por pequeño que sea — lo siguiente que ocurre es que me encuentro en medio de un debate mental sobre mi posible muerte. Ya sea gracias a Google — Paraíso del Hipocondríaco — o por el hecho que no podemos controlar el espiral de pensamientos funestos que nos abruman ante situaciones semejantes, estar enfermo es de las peores cosas que puede ocurrirle a un ansioso. Con toda seguridad, no sólo perderá de inmediato la capacidad para discernir entre lo que está imaginando ocurre y lo que realmente ocurre sino que además, se encontrará inmerso en un mar de suposiciones e incertidumbres funestas que lo sumieran en el miedo más profundo. Para un ansioso estar enfermo no es sólo significa perder la salud sino también, su limitada capacidad para contener y manejar la pulsión incesante del medio que debe soportar a toda hora.

Una lista corta sin duda. Podría seguir escribiendo por horas para describir cada situación normal que para un ansioso resulta potencialmente enloquecedora. Pero creo que esta pequeña lista resume no sólo lo que la ansiedad puede ser — y en que te convierte — sino que además, brinda una perspectiva bastante clara de cómo es en realidad soportar un trastorno que convierte a tu mente en tu peor enemigo. Después de todo, todos somos un poco ese alter ego monstruoso y violento que nos domina cada cierto tiempo y como bien lo sabe el Doctor Bruce Banner, en ocasiones es tan incontrolable como inevitable. Parte de nuestro mapa mental.

miércoles, 18 de julio de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: la voz invisible de la ideologización.




El lunes, desperté con la noticia que el presidente Nicolás Maduro había anunciado durante el acto de graduación de policías en la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES) que “insistiría en la eliminación” de licenciaturas universitarias relacionadas con las humanidades como Letras, idiomas modernos, estudios internacionales. Maduro consideró que “no pueden haber universidades con carreras graduando miles y miles de profesionales en carreras que no tienen nada que ver con el desarrollo del país”. Leí la noticia con un escalofrío de miedo, no sólo por ser egresada de una de las carreras mencionadas sino además, por las implicaciones directas que tiene el hecho que el Gobierno haya decidido atestar un golpe — a corto y mediano plazo — al pensamiento crítico y también, a la formación intelectual integral de la siguiente generación de Venezolanos.

Por supuesto, no se trata de algo que me sorprenda, luego de la rápida radicalización de la llamada “revolución chavista” durante los últimos tres años y sobre todo, a partir de las manifestaciones callejeras del año anterior. Aún así, me sorprende que la intención del gobierno por imponer un sistema educativo y Universitario a la medida de su ambición ideológica, sea tan claro, tan elocuente, tan imparable. Maduro aseguró que insistirá en que “todas las universidades tienen que estar conectadas con el plan de la patria 2025”, lo que equivale a decir que tendrán que encontrarse al servicio de un plan ideológico específico y además, plegarse a los requisitos de una percepción sobre el estado discriminatoria y sectaria.

— Era inevitable que algo semejante ocurriera — me comenta P., socióloga y que desde hace más de tres años sigue con ojo crítico los cambios al pensum estudiantil implementado por el gobierno — Para el gobierno, las Universidades son un bastión de resistencia que no han podido controlar a pesar de sus intentos. No ha podido mermar su representatividad ni tampoco, controlar sus opiniones o formas de protesta. Lo que quiere decir que el camino más evidente es crear una percepción de la Universidad como un instrumento que debe utilizarse “por el bien común”

Claro está, no es la primera vez que ocurre algo semejante: hace unos años, la llamada “Colección Bicentenaria” de textos escolares fue motivo de discusión en redes Sociales debido a la evidente y tendenciosa manipulación de la historia que lleva a cabo el Gobierno a través de sus páginas. El gobierno no sólo procuró elaborar solo una nueva visión de la historia — re interpretada y revisada a conveniencia — sino además, que construyó un nuevo escenario histórico donde la ideología es el punto de unión en la opinión futura. Con un escalofrío, recuerdo las ilustraciones donde la figura del Difunto Presidente Hugo Chávez aparece como parte conclusiva de la historia que se cuenta, que formará parte de la futura visión del país y siento temor. No solo por las implicaciones de lo que puede significar una intrusión semejante en medio de la educación básica, sino además el simbolismo de crear una opinión política desde la niñez. El país de pronto, el posible, el que se debate en aulas, el que se sueña en figuras y escenas, se desdibuja, carece de sentido, se desmorona. Se hace una única conclusión cultural.

- Es una técnica habitual en todo sistema político que se base en una transformación ideológica. Educas para fomentar el agradecimiento al poder, para instruir al futuro ciudadano en las ideas que beneficien la autopreservación del poder — Me dice P. cuando le menciono el tema — se trata de un proyecto de inducción educativa que incluye no solo a la educación, sino a la visión del país que se elabora a partir de una visión social.

P. suspira con una evidente preocupación. Nos encontramos en su oficina en la Universidad privada en la que aún imparte clases, aterrorizada por las posibles consecuencias de la última y más agresiva tentativa del gobierno por controlar el pensamiento colectivo. Mi amiga me mira con pesar y luego se levanta para tomar uno de los libros ordenados en su biblioteca desordenada. Se trata de un ejemplar de la ya célebre colección bicentenaria. Lo abre en cualquier hoja y me lo extiende: Chávez, caricaturizado y llevando la reconocible banda que lo distingue como presidente, sostiene en brazos a una niña que lee muy atenta bajo la sombra de un árbol. La imagen resulta grotesca, inquietante. Hugo Chávez parece incluido a la fuerza en ese paisaje de las primeras letras infantiles, en la recién nacida visión del mundo del niño que sostendrá el libro.

- Y esto es solo un ejemplo de lo que se lleva a cabo — comenta — carteleras, actos de colegio alusivas al gobierno y su desempeño. Textos escolares donde se exalta la obra partidista. El Himno escolar cantado por la voz de Hugo Chávez. El Gobierno intenta englobar la idea política con la noción de país. Crear un todo indivisible que convierta al chavismo, más allá de una fuerza política, en una forma de comprender a Venezuela.

Pienso en el concepto de “Patria” que el gobierno usa con frecuencia. Esa perspectiva sobre la nación, que parece incluir no solo su historia, el gentilicio, las características y detalles que forman esa gran noción sobre la Venezuela simbólica, la metáfora cultural, sino también la ideología. La “patria” que define a un nuevo tipo de país, uno cónsono con la insistencia ideológica, del patrioterismo barato y como no, el militarismo a espuertas. Ese socialismo vago e insustancial que sostiene una idea de Gobierno basado en la exclusión del disidente. Unos pocos meses después de la muerte de Hugo Chavez, la ciudad se llenó de imágenes en blanco y negro de su rostro, una alegoría a lo Urbano que parecía incluir el rostro del difunto líder político en cada espacio cotidiano. Miro de nuevo el libro: el dibujo de Chávez me sonríe desde cada página, enseñando las primeras letras, mostrando el país desde una óptica única. Elaborando una nueva idea de Venezuela sin matices. Siento un escalofrío.

- El gobierno está creando un caldo de cultivo cuidadoso para conservar su ideología — dice P. y me muestra la fotografía de una Escuela Pública de Caracas, donde un grupo de niños posan frente a una fotografía de Hugo Chávez. Los niños miran la cámara con sus sonrisas desdentadas, ninguno tendrá más de seis años. Pero todos hacen un saludo militar, en una imagen de pesadilla — lo está creando a partir de lo esencial: de desmerecer y desaparecer cualquier otra opinión contraria a la suya. Poco a poco, el nuevo Venezolano asumirá que el Chavismo no es solo un partido político, sino una parte esencial de la identidad Venezolana. Para ser buen Venezolano, deberás ser chavista. Para de hecho, llamarte Nacional, deberás asumir que Chávez es parte de tu historia y como un funcionario político, sino como una visión esencial del país.

Se trata de un proceso lento y laborioso que el gobierno ha llevado a cabo con inusual eficacia: hace dos años, hubo un moderado escándalo mediático por las transformaciones que el Ministerio del poder popular para la educación, implementó en el pensum escolar del país. La intervención ideológica en el temario es evidente y las consideraciones para llevar a cabo semejantes cambios, difusas y eminentemente políticas: según el documento que circuló en escuelas del país “el academicismo mutiló el trabajo, el hacer, la práctica y desvirtuó a saberes teóricos memorizados, con muy poca aplicación en la realidad, la vida y la cotidianidad; se convirtió en un ancla que detiene el proceso de comprender el mundo complejo”. También puntualizó que los métodos de enseñanza utilizados por los Centros educativos del país son “simplificadores, reduccionistas, mecanicistas” y que el aprendizaje en general tiene un enfoque fragmentado que “evita el aprendizaje como proceso”.

— Pero se trata algo más que eso — me explica P. — no se trata de una modernización del sistema educativo sino algo mucho más intencionado y con una carga política notoria: la propuesta de reforma escolar intentó conectar con los llamados “objetivos históricos” del llamado “Plan de la Patria” redactado por Hugo Chávez. Un proceso que comenzó a llevarse a cabo en el 2007 con la presentación del denominado “Currículo Nacional Bolivariano”, que formaba parte de la Reforma Constitucional. Fue rechazado en elecciones pero lentamente ha sido impuesto a través de decretos, sin consenso alguno.

Se trata de un tema evidente que se ha debatido por años, oculto detrás de los cada vez más graves problemas económicos y sociales que atraviesa el país. En el 2016, Luis Rosas, representante del Colegio de Profesores de Venezuela, destacó en una entrevista en el periódico “El Nacional” que la transformación impuesta — o el intento, para entonces — de los requerimientos del gobierno a los Centros educativos Venezolanos, tenía por único propósito la ideologización de la nueva generación de Venezolanos y además convertir a las escuelas y Universidades, en centros de formación política. “el pensamiento bolivariano al lado de los símbolos patrios y de los valores de la nacionalidad como dogmas de fe que no pueden ser discutidos, sino simplemente acatados, con lo cual se ofende la memoria del prócer, quien postulaba una educación creativa y crítica”.

Hace unos años, investigué por meses el tal celebrado sistema escolar soviético, que terminó convirtiéndose en un sistema que se asentaba directamente en la ideología. Se trataba de un sistema educativo creado a la medida de las aspiraciones y sobre todo, elaborado para favorecer la formación de ciudadanos a la medida del sistema y censurar, casi de manera originaria, el pensamiento crítico. La distribución forzada de las licenciaturas en las Universidades, logró crear una generación de relevo construida a la medida de las necesidades del poder central. Jóvenes educados para asumir la política y la ideología como parte de su gentilicio y sobre todo, de su percepción sobre el país y su identidad.

— En Venezuela bien podría ocurrir lo mismo — me explica P. con desánimo — la intención del gobierno no es procurar educación como una forma de crecimiento intelectual de la población, sino formar individuos ideológicamente competentes, lo cual por supuesto, es su forma de perpetuar la Revolución más allá de cualquier restricción legal.

Hace menos de dos años, el gobierno intentó imponer una propuesta de nuevo currículum estudiantil que no incluía asignaturas, sino ejes de aprendizaje, que según la información suministrada por el Ministerio, pudiera “garantizar la continuidad durante los cinco años”, especificando que deben estar “transversalizados con los cinco objetivos históricos del Plan de la Patria en un tejido interdependiente”. Los ejes estaban divididos en Lenguas, Culturas y Comunicación (LCC), Memoria, Territorio y Ciudadanía (MTC), Matemática, Ciencias Naturales, Lenguas Extranjeras (LE), Educación para el Trabajo (EPT) y Educación Física. Durante los tres primeros años, cada uno de los ejes tendría asignado seis horas semanales, a excepción de Memoria, Territorio y Ciudadanía, que tendría ocho. En conclusión, el pensum educativo estaba propuesto estaba construido para crear y elaborar una idea de un ciudadano sometido al arbitrio del Estado y sobre todo, a la noción de la educación como herramienta ideológica. Y Aunque el por entonces Ministro de Educación, Elías Jaua, anunció el 20 de enero de 2017 “suspender el avance progresivo del plan de estudio propuesto en el artículo 8 de la Resolución 0143, la cual contempla los Lineamientos del Proceso de Transformación Curricular en todos los Niveles y Modalidades”, es evidente que la intención continúa siendo cierta y directa. Un pensamiento que se acerca a un tipo de control sobre el pensamiento y la independencia ideológica individual cuyas consecuencias resultan inquietantes en sus alcances e implicaciones.

Imagino entonces a la generación que crecerá en Venezuela en la década siguiente. Una generación de jovenes que estará convencido recibe dádivas del gobierno, que debe agradecer la visión del hombre que le brinda el gobierno, la ideología como principal motivo y motor de conclusión sobre lo que vive, lo que es. Un país donde la disidencia sea contraria a la concepción misma de nación, que deba mirarse así misma como un elemento ajeno a la visión del país, al hecho mismo del gentilicio. Un país donde la juventud no tenga otra interpretación de la realidad y del futuro que la que le brinda la política. Un país de ideología. Un país sin argumentos ni debate. Un país silencioso.

Y siento miedo. Miedo que Venezuela se desdibuje por completo en el entorno de una posición ideológica prestada, a pedazos, sin sentido. Cuando camino por las calles sucias y caóticas de Caracas, miro a mi alrededor con un nuevo sobresalto: el rostro de Chávez me mira desde todas partes, una presencia omnipresente desde Vallas amarillentas, carteles rotos. El rostro flotando entre líneas de pintura en proclamas casi imprescindibles del rostro urbano. Y la política allí, en todas partes, como un temor, como una visión del desconcierto. La ideología rebasando una idea simple y convirtiéndose en algo más, una grieta pesarosa e irreconciliable del país posible, de la esperanza, de la simple necesidad de concebirnos como una de idealización del sueño histórico.

¿Quienes somos? Me pregunto de nuevo, en medio de esta fragmento de realidad sin nombre, en la tierra arrasada del ciudadano anónimo. ¿Que es esta Venezuela que comienza a vislumbrarse, herida y visceral, a un futuro borroso? No lo sé, quizás no haya respuesta para ese cuestionamiento recurrente. Para esa incertidumbre dolorosa que sustituye la necesidad de futuro. Un país sin norte.

martes, 17 de julio de 2018

Crónicas de la loca neurótica: Todo lo que deberías saber sobre el insomnio y nadie te ha dicho.






Tendida en la oscuridad, contemplo el juego de luces y sombras que se mueven en el techo de un lado a otro. Es la tercera noche en que no he logrado conciliar el sueño — no más de dos o tres horas, a lo sumo — y comienzo a sentir el extraño cansancio casi doloroso que trae consigo la prolongada vigilia. De forma que me quito las sábanas del cuerpo, me levanto de la cama y camino de un lado a otro. Tengo una ligera sensación de malestar: no me encuentro completamente alerta pero tampoco, por completo somnolienta. Sólo me siento profundamente cansada, tanto como para sentir que me lleva esfuerzos pensar y razonar con claridad.

Tomo un libro, comienzo a leer. Me lleva más esfuerzo de lo normal concentrarme en la historia. Mi mente divaga en preocupaciones, inquietudes y terrores. Me encuentro leyendo el mismo párrafo en más de una ocasión, mientras analizo la situación del país, la incertidumbre hacia el futuro, mis pequeñas y grandes preocupaciones diarias. La ansiedad me sofoca y me encuentro caminando de un lado a otro, con las manos temblando de nerviosismo, los ojos muy abiertos en la semipenumbra. El cuerpo rígido de angustia. Esta será otra noche en blanco, pienso inquieta. Otra de tantas desde que recuerdo.

Por supuesto, soy una insomne veterana. Lo he sido desde que recuerde. De niña, era la pesadilla de cualquier padre: pasaba horas despierta, jugando, gritando y saltando, mientras mi angustiada madre intentaba encontrar una manera de convencerme que debía dormir. Más o menos en la adolescencia, mi inquietud nocturna recibió un nombre que no sorprendió a nadie “Insomnio crónico”. Mi médico explico que se trataba de un desorden hormonal y que tenía severos problemas para llegar al sueño profundo. Mi madre se preocupó, pero a mi me encantó la idea. Ya con doce años cumplidos era una veterana del insomnio, una asidua a la vida en vigilia. Sobreviviente al sueño, pensaría después.

Porque cuando eres insomne, el mundo resulta completamente distinto que para cualquier otra persona. Y no, no exagero. El insomnio te hace mucho más consciente del tiempo, del transcurso de las horas y sobre todo, de como utilizas esa otra versión del mundo que descubres casi por casualidad. En mi caso, muy pronto tuve claro que esas horas nocturnas inútiles, era una manera de autodescubrimiento. Y sin llegar a la complicación filosófica, de diversión continúa y privada. E incluso algo más sustancial: te brinda la oportunidad de analizar el mundo desde el reverso, desde la idea que pocas veces se nota, un hilo marginal siempre nuevo. Probablemente se deba a que no dormir, niegue cierta naturaleza de las cosas, una idea muy sutil que no analizamos con frecuencia.

De manera que siempre fui la niña que permanecía despierta incluso cuando los adultos iban a dormir. La que esperaba en la oscuridad, impaciente y aburrida, mientras el resto del mundo roncaba ruidosamente. La que caminaba por la oscuridad aterrorizada y que luego dejó de temer por la simple razón que terminó encontrándose a gusto en la penumbra. Ya por entonces leía, en esas interminables horas nocturnas y disfrute de esa silencio interior y exterior que brindó a cada palabra un nuevo realce, que las dotó de una importancia novedosa. Nada como una historia que te asusta a medianoche o que te conmueve hasta las lágrimas antes del amanecer. O que flota, en esas horas muertas y calladas de la madrugada. Después descubrí el cine — o el cine me descubrió a mi — y el insomnio se pobló de personajes, paisajes e historias. De las extraordinarias y dementes elucubraciones de Luis Buñuel a la maravilla visual de Kubrick. Y mucho espagueti Western, con sus parajes desérticos y sus vaqueros pistola en mano. Y terror, claro que sí: del puramente visual, del que te produce escalofríos. Todo en la noche tiene mejor sabor.

Pero también, hay un lado incómodo y sofocante en las horas interminables del insomnio. La que llena la ansiedad, el miedo, el desconcierto. Porque las horas de vigilia también brindan terreno fértil a los pensamientos más angustiosos, a los más incómodos. Recuerdo noches enteras de mi adolescencia, plagadas de temores, inquietudes, la sensación que mi mente era un espacio incontrolable y fortuito sobre el que no ejercía el más mínimo control. En ocasiones, ese caos interior — un término que parecía describir la súbita sensación de miedo y desconcierto que me atacaba durante el insomnio — era tan sofocante como para no sólo evitar el sueño sino para hacerme sentir prisionera de mi propia mente. Una sensación sin sentido, sin forma, sin limite. Mis pensamientos convertidos en algo parecido a un singular mapa de ruta hacia mis peores temores, los recónditos. Los más punzantes.

Crecí, por tanto, en cierta frontera de la normalidad. Recuerdo que cuando visitaba a primas y amigas, les sorprendía mi energía nocturna, esa necesidad mía de deambular de un lado a otro cuando debía empezar a bostezar. A mi prima M. sobre todo, matutina hasta la médula, le desconcertaban mis hábitos insomnes. Le parecían incomprensibles.

- No puede ser que nunca tengas sueño — me insistía — ¿No necesitas soñar un rato?
- Siempre sueño — le expliqué — con los ojos abiertos. A toda hora. Por eso leo y escribo.
- No es lo mismo.
- Claro que lo es.
- ¿No te agotas?
- Siempre estoy cansada. Pero vale la pena.

Porque para mi lo valía. Una idea banal que supongo resume esa visión un poco infantil que durante toda mi adolescencia tuve sobre el insomnio. Y es que realmente, por mucho tiempo pensé que valía la pena ese espacio de horas muertas, esa capacidad de ir contra el mundo diurno a mi manera. Hasta que descubrí — o mejor dicho, admití — que el insomnio es también un padecimiento. Uno que te hace agota, que puede ocasionarte más de un trastorno preocupante: desde cosas tan simples como problemas de atención hasta tan graves como aumento de peso y padecimientos estomacales. Ya por entonces, me encontraba en los primeros años de la veintena y el insomnio había dejado de parecerme divertido. Incluso intrigante. Y no obstante, continuaba disfrutando de esas horas secretas de lecturas, de ese descubrimiento — cámara en mano — del mundo en sombras. Era una combinación de lo que puede preocuparte en tu cotidiano y lo que asumes como parte de tu vida. Una confusa mezcla entre esa versión del mundo que aprendiste a disfrutar y esa otra que inevitablemente, comienza a hacerte daño. Me llevaría años entender el limite entre ambas cosas.

Quizás por eso decidí escribir este pequeño artículo, desordenado y salpicado de un poco de locura: quizás el mayor descubrimiento de estos largos años insomnes, fue comprender que la vigilia es en realidad una forma de mirarte, un rasgo de personalidad tan válido como el color de tu cabello o cualquier otro talento que tengas. Y es por ese motivo, que los insomnes somos de alguna manera testigos de una historia que se cuenta poco. Una visión del mundo exclusiva y hasta extravagante, pero que tiene su propia identidad. Una que termina siendo la tuya y de alguna manera, parte de tu identidad.

¿Y cuales son esos diez aprendizaje que mi vida insomne me ha brindado? Los siguientes:

A conocer mi cuerpo:
No, por muy divertido y rebelde que parezca, el insomnio no es beneficioso ni productivo. Aunque la mayoría de las veces intento distraer las interminables horas sin dormir leyendo o fotografiando, con el tiempo he llegado a descubrir que el insomnio es realmente un padecimiento físico que requiere atención médica o al menos, el suficiente cuidado físico para que no se convierta en un elemento verdaderamente preocupante de tu vida diaria. De manera que aprendí — casi por accidente — a cuidar de mis valiosas horas de sueño tanto como puedo y comprender que las necesito, tanto para mantenerme saludable como en equilibrio emocional. Cuando debo dormir — o intentarlo — y como lograr un sueño plácido, a pesar de mi inquietud natural y mi desvelo perpetuo. Y es que dormir, no se trata de un capricho cultural ni tampoco una rutina social. Necesitas dormir por las mismas buenas razones que necesitas comer sano o ejercitarte. Mi médico suele resumirlo en que cada cuerpo es un mecanismo, y requiere pausas pequeñas para recobrar el ritmo.

- O lo que es lo mismo: necesitas que tu cuerpo pueda reconstruir lo perdido durante el día — me explicó en una ocasión — No todo los cuerpo se comporta de la misma manera, así que la forma más práctica de descubrir que necesitas, es comprendiendo tus propios ritmos. Hay quien tiene momentos de mayor lucidez a deshoras y descansa mejor en una rutina propia. Aprende tus curiosidades físicas y te sentirás mejor.

Tenía razón: con el tiempo, he logrado identificar mis momentos más energéticos y también los más bajos. Reconocer mis vaivenes físicos me ha permitido manejar mi insomnio hasta lograr un equilibrio entre el necesario descanso y esa otra parte de mi vida que disfruto, a pesar de todo.

El consejo del insomne para el público en general: 
¿Tienes problemas de sueño? Lo más probable es que se trate que aún no tienes un hábito personal para dormir. Intenta identificar tus horas de mayor lucidez y de mayor agotamiento. Distribuye tu tiempo y tus horas de manera que coincidan entre sí.

Todo amanecer es hermoso:
Y no solo de la manera poética. Hay una cierta sensación de renacimiento en esa hora inmediatamente anterior al primer rayo de sol. Después de años de encontrarme despierta durante los últimos momentos de la madrugada, he aprendido a disfrutar de los sutiles cambios que preceden la primera luz del día. Desde el gris opalino que comienza a elevarse en la linea del horizonte, hasta el primer azul que iluminan los primeros rayos del sol. Un espectáculo que siempre resulta vivificante, enaltecedor. Incluso conmovedor.

También he aprendido que las mejores horas de actividad mental y física son justamente durante las primeras horas del día. Por razones médicas y fisiológicas, la actividad cerebral es mucho más rápida durante la mañana: aprendes más rápido, tu organismo responde mejor al ejercicio, asimilas mejor cualquier tipo de alimento. Aprendí entonces a dormir unas pocas horas antes del amanecer y disfrutar de esa sensación de fortaleza y claridad que puede brindar las primeras horas de la mañana. Es un habito que me ha permitido — cuando logro retomarlo, claro — sentirme mucho más fuerte y lucida durante el día de lo que pudiera sentirme de dormir durante buena parte de la mañana para recuperar el sueño perdido.

El consejo del insomne para el público en general:
Aunque te parezca un contrasentido, despierta bien temprano luego de haber dormido poco. Tu cuerpo recuperará cierto equilibrio y ciclo circadiano podría estabilizarse usando el primitivo mecanismo de coincidir con la luz solar como forma de recuperar el ritmo.

Café, bendito café:
Soy una cafemaníaca confesa y estoy totalmente convencida que sin una buena taza humeante, no habría podido sobrevivir esos días lentos y confusos luego de varios días de insomnio continuado. Y sí, conozco todas las historias que acusan al café de todos los males del dormir inquieto y le culpan directamente de los desvelos de la humanidad. Pero debo decir que al contrario que la mayoría, considero al café la bebida ideal para estabilizarme luego de una noche de mal dormir. Ya sea porque la cafeína es un estimulante natural o por la simple razón del hábito insustituible, una buena taza de café te permite recuperarte de la somnolencia con más rapidez que con cualquier otro método.

No obstante, no todo se trata de mi benevolente opinión personal sobre el café. Esta demostrado que su mayor beneficio es la variedad de antioxidantes que contiene el grano y que permiten que el organismo recupere energía con rapidez. La milagrosa sustancia, llamada polifenoles, posee múltiples beneficios, incluyendo el hecho que evita la resistencia a la insulina, hormona que es la principal de la diabetes tipo II. Sólo las moras, nueces, fresas, alcachofas y arándanos contienen más antioxidantes que el café.

Por supuesto, como cualquier otra sustancia, abusar de la cafeína si puede empeorar los síntomas del insomnio, como he comprobado más de una vez a través de los años, además de ocasionarte toda una serie de transtornos físicos como nerviosismo y dolores estomacales. No obstante, un par de tazas durante la mañana es probablemente la manera más rápida de reponerte de los efectos y el cansancio de una noche en vela y lo que resulta aún mejor, de sonreír con cierto humor ante la resaca diurna. Y soy la prueba viviente de lo idóneo del método, debo decir.

Consejo del insomne para el público en general:
Y aunque soy amante del café, tal vez por el mismo motivo conozco sus efectos nocivos. Procura que la taza de café matutina no se encuentre muy cargada o con exceso de azúcar. En el primer caso podría producirte un incómodo malestar estomacal y en el segundo, acentuar los síntomas del insomne. ¿La medida ideal? Una taza de café no muy concentrado con media cucharada de azúcar.

Cuida lo que comes:
Cuando era muy jovencita, solía prepararme copiosas cenas durante la madrugada: comía enormes fuentes de pasta y salsa, o también combinaciones asombrosas de comida chatarra que terminaban provocandome un inevitable malestar estomacal. Y es que un insomnio prolongado suele producir una incontrolable ansiedad y la reacción más natural es comer, comer y comer. Lo peor del caso es que nuestro cerebro siempre tendrá predilección por comidas de alto contenido calorico y una buena provisión de dulces, que no hará otra cosa que empeorar el problema del mal dormir. Además, comer a altas horas de la noche produce problemas digestivos que la mayoría repercuten en el resto de la dieta diaria: durante años he luchado con algunos kilos de sobrepeso y sobre todo, con una pésima salud estomacal debido justamente a mis terribles habitos alimenticios provocados por mis episodios de apetito insomne.

Con el correr del tiempo aprendí que comer a altas horas de la noche es la forma más inmediata de sabotear tu dieta diaria y tu salud estomacal. Durante la madrugada y a pesar de encontrarte despierto, tu cuerpo digiere con mayor lentitud la comida, lo que puede producirte inmediatos transtornos gastrointestinales. Luego de luchar por años contra la gastritis, aprendí a manejar esos impulsos de apetito desordenado y conseguí restringir mis horarios de comida a una saludable rutina de seis comidas diarias durante el día. Y eso a pesar que continúe sufriendo esa necesidad voraz de devorar cualquier carbohidrato a mi alcance después de medianoche. No obstante, estar más consciente de los efectos que pueden producirme la ingesta calorica a deshoras, me ha hecho responsable de lo que me llevo a la boca — o que no — para distraer las horas en vela.

Consejo del insomne para el público en general:
Si estás sufriendo de un período insomne, procura no llenar tu refrigerador de dulces, bebidas de alto contenido calórico y carbohidratos. Prepara porciones de zanahoria cortada en lajas, ensaladas frías y jugos naturales sin endulzantes. Si finalmente la ansiedad te vence, no estarás saboteando tu digestión y afectando tu salud estomacal.

El arte de Procrastinar:
Durante años, aproveché mis largas horas nocturnas para leer, disfrutar del buen cine, fotografiar y escribir. Pero a pesar de que siempre he disfrutado de esa libertad de tener unas cuantas horas libres extras, no siempre el insomnio es tan productivo o útil como pareciera. De hecho, las ocasiones en que realmente puedes utilizar las horas de desvelo para crear o mantener algún tipo de actividad artistica o profesional realmente útil son contadas. La mayoría de las veces, las noche de insomnio son un larga sucesión de horas de distracción y ansiedad.

El cuerpo humano — o mejor dicho, su ritmo biológico — está estructurado de tal manera que tu atención, fuerza física y capacidad de concentración sean más altas durante el día. Cuestión de evolución, diría cualquier científico, simple efectividad, añadiría alguien más descreído. Cualquiera sea el caso, las horas de insomnio no son esa fuente de actividad y creatividad con las que todo el mundo sueña, sino que se trata de un esfuerzo adicional para el organismo y la actividad cerebral. Sobre todo, a medida que la madrugada avanza y el ritmo biológico natural se enfrenta con la necesidad de continuar despierto, lo cual suele producir confusión y cuando menos, un cansancio mucho mayor del que podría producir la misma actividad en condiciones diurnas.

Así que si deseas dormir, comienza a dejar de leer, ver televisión o estudiar. Alejate de fuentes de luz eléctrica y permitele a tu cuerpo relajarse. Deja de revisar el celular, cuchichear en Tumblr o reír con tu TimeLine de Twitter. Mi doctor suele decir que el hombre moderno nunca está completamente dispuesto a dormir, y mucho menos a desconectarse del constante flujo de información. Y que esa es la principal causa de los desvelos y problemas de sueño en la actualidad:

- Casi nadie duerme en completa oscuridad, o toma la decisión de permitirme unas horas de completa relajación — me explicó — de manera que el ritmo del sueño se modifica. Se hace liviano y sobresaltado para responder a los impulsos que nos habituamos a recibir. Somos, de alguna u otra manera, receptores constante de información y los sintomas del mal dormir son una reacción a eso.

Por supuesto, no diré que he logrado dormir durante horas sin levantarme una que otra vez para encender la televisión, escuchar algo de música o revisar mi teléfono celular. Pero si, estoy bastante consciente que si necesito un sueño reparador — y de vez en cuando lo logro — debo al menos disfrutar de unas cuantas horas de necesaria tranquilidad mental y oscuridad para lograrlo.

Consejos del Insomne para el público en general:
La mejor manera de conciliar un sueño reparador es comenzar un lento proceso de desconexión de información y de estímulos. Apaga las luces de tu habitación, deja el celular en otra habitación, cierra las cortinas. Sé que quizás te parezca incómodo o hasta superficial, pero puedo garantizarte que será la manera más rápida de asegurarte un buen descanso.

¿Consejos sencillos? probablemente, pero debo decir que son fruto de mi larga experiencia como sobreviviente al insomnio. O mejor dicho, a ese espacio extraño y en ocasiones inquietante, de mi mente en vigilia.

lunes, 16 de julio de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todo lo que debes esperar de la serie “Castle Rock” (Hulu — 2018) si eres fanático de Stephen King.





Con frecuencia, el Universo de un escritor se crea a partir de sus obsesiones más privadas, profundizadas y construidas a partir de una idea más elemental sobre lo que desea narrar lo que le rodea, sus vicisitudes y dolores. Para Stephen King, sus libros son “puertas abiertas a la oscuridad de su mente” — como ha insistido en más de una ocasión — y también, delgados hilos conductores de una idea originaria y esencial sobre el desarraigo, la inocencia y el dolor existencialista, lo que convierte al miedo en todas sus narraciones en una versión del bien y del mal transformada en algo más tenebroso y a menudo complejo. Desde su ya legendaria novela debut “Carrie” (1974) hasta “The Outsider” (2018) su más reciente fantasía siniestra — una historia enhebrada entre los horrores muy realistas de la norteamérica trumpista — King ha plasmado en sus obras una mirada sobre la realidad en la que lo sobrenatural elabora una versión de lo moral y lo crítico de enorme peso metafórico. Para el escritor, cada uno de sus libros, es un alegato solapado sobre la sociedad que se transforma, sus dolores e inquietudes bajo una capa modulada de oscuridad. No resulta sorprendente, que el Universo creado a partir de ellas, elabore una percepción sobre el miedo más cercano a lo cotidiano, hilvanado entre una realidad alterna y una versión de lo corriente bajo lo que subyace el terror convertido en algo más inquietante y cercano.

Tal vez por ese motivo, la serie del canal HULU “Castle Rock” — basada íntegramente en la mayoría de las obras de King — se mueve en el terreno de la antología pero también, de algo más cercano a una unidad temática que se sostiene sobre la versión del escritor sobre el mundo y sus circunstancias. Hay algo levemente opaco, perverso y desconcertante en los primeros capítulos de la serie, como para dejar muy claro que la visión de King sobre el horror es la base medular de la historia televisiva, pero también su sentido de la continuidad, el tiempo deconstruido para crear algo más elaborado pero sobre todo, esa versión de lo sobrenatural que parece aparejado a lo fortuito y lo inclemente. Claro está, es un producto televisivo que corre el riesgo de enfrentarse a uno de los fandom más devotos y corrosivos de la literatura actual, que sin duda, analizará cada referencia bajo el ojo meticuloso del conocedor ferviente. Y los productores de “Castle Rock” lo saben: el primer capítulo es un homenaje fidedigno y respetuoso a personajes conocidos, eventos y a la configuración misma del Universo King, recreado para televisión con un argumento en la que se hilvana no sólo las historias conocidas por el público, sino su trasfondo y concepto. El resultado es un extraño experimento entre lo alternativo — el ritmo y la coherencia de la serie juegan constantemente con la idea de la doble visión de un mismo hecho — y algo mucho más elaborado, que sin duda será el punto más fuerte de una primera temporada de presentación que tiene el objetivo complicado de captar al público que conoce y ama la obra de King, pero también al neófito o al que sólo conoce la obra del autor por referencias o por alguna esporádica lectura. Entre ambas cosas “Castle Rock” toma la iniciativa y el riesgo de asumir la narración como bloques de información bien diferenciados — en algunos casos los diálogos explicativos se hacen excesivos e incluso innecesarios — y una capa más profunda, eminentemente referencial que es quizás el elemento más importante de la serie como idea única.

Por supuesto, la serie también abre el espacio para nuevos personajes, que interactúan de manera consistente con las líneas de tentadoras dobles referencias con las que el argumento juega con eficacia. Las narraciones originales de la serie interactúan con toda facilidad y fluidez con los escenarios que King adoptó como espacios finitos que delimitan su narración literaria: de modo que Maine es mucho que un lugar y se convierte en un espacio insular en la que ocurre todo tipo de sucesos más o menos inexplicables, incómodos, incómodos. Los hilos narrativos de “The Dead Zone”, “Cujo” y “Needful Things” aparecen como pequeños espejismos, aunque no se muestran del todo y aún no es claro que papel representarán en el resto de la serie. Aún así, hay mucho del brillo de las sensibles adaptaciones de Frank Darabont, aunque bajo un lustre por completo cínico. La combinación es una mirada al Universo King bajo una mirada siniestra que se esfuerza por seguir paso a paso el mito dentro del mito. La versión del mundo que King quiso crear como una reflexión elusiva de la realidad.

Una epopeya semejante hace que el tejido del multiverso dependa completamente de sus historias humanas, que gravitan sobre las insinuaciones de lo terrorífico con delicadeza. La combinación crea un drama apasionante que recorre un mapa de ruta propio entre las historias que el lector consecuente reconocerá al punto. No obstante, las trampas nostálgicas son mucho menos efectivas — y los productores no abusan de ellas — que los momentos en que la narrativa se mezcla con un profundo trasfondo episódico. El argumento entonces se crece hasta hacerse una historia independiente a toda regla, que no depende ni de las criaturas de King que suponemos esperan en la periferia ni de las narraciones deudoras que delimitan los capítulos. “Castle Rock” en toda su gloria tenebrosa, es una nueva narrativa llena de misterios dignos de la musa del autor.

Pero sin duda, es el misterio de los Easter Eggs (repartidos con buen instinto a través de la trama) lo que hace a “Castle Rock” un obsequio mal intencionado para los amantes del género de terror y sobre todo, de Stephen King. Las pequeñas sorpresas abundan pero además, la interconexión entre personajes funciona con solidez gracias al hecho que todas están sustentadas sobre un único hilo conductor: las andanzas de Henry Deaver (Andre Holland), un abogado de Texas que regresa a Maine para atender a una llamada inexplicable e insistente de ayuda. Se trata de un golpe de efecto que sitúa la trama y la contextualiza: de pronto, todo alrededor de Holland se materializa para recrear todo tipo de vicisitudes de su pasado y su presente, conectadas entre sí para elaborar un argumento tenso y bien armado. Evitando el homenaje excesivo pero sobre todo, creando una atmósfera específica y personal, “Castle Rock” avanza a buen pie entre el enigma — que se percibe al trasfondo de la trama principal — y todo tipo de pequeñas argucias argumentales que intentan crear un elemento fresco en medio de lo que se supone una idea misteriosa sobre elementos conocidos por el gran público. Pero en realidad, la serie tiene más interés por el descubrimiento y no se prodiga con facilidad: desde sus sobresaltos bien planeados hasta sus durísimas historias emocionales, “Castle Rock” es un diorama de pequeños estratos narrativos por descifrar, quizás lo parecido a la mente del escritor que cualquier adaptación haya logrado plasmar. Una mirada quizás, a ese reducto de oscuridad que tanta insistencia, King asume como su mayor inspiración.