martes, 3 de julio de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: El realismo mágico de un país sin nombre.




Cuando Aureliano Babilonia descifró finalmente los raros manuscritos de Melquiades, Macondo sucumbió al desastre. Un viento Infernal — o sagrado, según se le mire — azotó con fuerza el pueblo y comenzó a devastarlo. Palmo a palmo. Con una lentitud de pesadilla. Eso, mientras Aureliano descifraba su historia, asumía su lenta caída en el olvido. El último testigo de la debacle.

Últimamente resulta casi risible comparar a Venezuela con el pueblo literario de Garcia Marquez. Una fantasía barata que parece disimular la verdadera gravedad de una situación absurda que plantea al país posible como una imposibilidad de origen. Eso lo sé, por supuesto, pero no puedo dejar de imaginar ese último instante de Macondo cada vez que analizo la situación que atraviesa Venezuela. Esa sensación de desastre inminente, en la ruptura de la tragedia definitiva. Lo hago porque de alguna manera, somos los sobrevivientes a una debacle histórica, a un proceso incompleto y absurdo que conduce al país a una crisis de proporciones imprevisibles. Lo hago porque somos los testigos, los sobrevivientes inevitables. Los Aurealiano que miran como el transcurso del historia avanza hacia un desenlance inminente y peligroso.

Es difícil asumir que vives en un país al borde del caos. Que mientras el resto del mundo avanza hacia una idea de progreso más o menos realista, Venezuela se desploma en una especie de utopía fallida cada vez más vacía, quebradiza. Una reflexión que parece no sólo simplista — ¿Cómo resumes el conflicto Venezolano en una idea tan superficial? me pregunto a veces — sino incluso insustancial. Pero en realidad se trata de una perspectiva concreta: Venezuela se detuvo, dejó de transformarse. Parece mirar su propia existencia desde una visión estática, un estadio intermedio entre lo que fue y la promesa fallida. Un país que no termina de comprenderse y mucho menos, elaborarse como un planteamiento viable. Y en medio de eso, subsiste el ciudadano. El sobreviviente. Ese “pueblo” que el poder invoca a conveniencia y el cual parece sostener esa perspectiva sobre la sociedad posible. Y también, la gran excusa para la idea invisible sobre el futuro. La incertidumbre del gentilicio.

Pienso en todo lo anterior, de pie en una de las interminables filas que se extienden en las calles de Caracas. Espero para comprar un poco de detergente en polvo para lavar. Un producto prosaico que nunca pensé podría considerar imprescindible pero que ahora, forma parte de esa enorme variedad de pequeñas privaciones que todo Venezolano padece. Sacudo la cabeza, abrumada, preocupada, afligida. Una mujer unos metros más adelante, se vuelve para mirarme.

— No se preocupe Mija, seguro que hoy podemos comprar además de jabón, también arroz. Me contaron que hoy podría llegar — me informa. Y lo hace con una sonrisa de alivio. Intento agradecerle por la noticia, entusiasmarme quizás, pero no lo hago. Aprieto los puños y siento que el malestar — desconocido, turbio — de encontrarme atrapada en medio de una situación insoportable me sofoca. ¿Qué ocurrió en Venezuela para la resignación se convirtiera en inevitable?

Un amigo Argentino a veces me pregunta como puedo sobrevivir en un país sin expectativas. Me lo dice sin malicia, sino simplemente con ese asombro desconcertado de quien no puede concebir este tiempo sin tiempo. Esta soledad de razones y previsiones que es actualmente el país donde vivo. Nunca sé que responder, porque la respuesta no es sencilla o quizás no existe en absoluto. O incluso, se trate de simplemente asumir la idea que en Venezuela avanzas como puedes en medio de un desastre lineal que carece de sentido. Un pensamiento que abruma, que desconcierta, pero que sobre todo, define a mi generación y quizás a la siguiente: Dos décadas donde los Venezolanos hemos subsistido a base de sostenernos sobre los trozos de una promesa histórica rota.

— Hablo que no entiendo como trabajas sabiendo que no podés ahorrar para nada. Que no te podés dar un gusto, viajar, comprar ropa. Es como…avanzar contra la corriente sin lograrlo nunca — me dice — Es un pensamiento desesperante.

Lo es, desde luego. Lo es en la medida que comprendes que Venezuela es una especie de ciclo incompleto y retorcido. Una sociedad adolescente que obtuvo del poder el reflejo de sus aspiraciones inmediatas. Porque la promesa del Chavismo recién nacido se basó justamente en esa expresión del Venezolano por lo fácil, lo evidente. El Padre Estado, en esta ocasión con el puño de la ideología, golpeó fuerte. Destrozó los cimientos de una expectativa de futuro basada en la esperanza. Y transformó el mensaje político en un planteamiento por sí mismo. El país de la ideología barata, obsesionado con una diatriba política insustancial y carente de importancia. Y en medio de todo, una población sujeta a la limitación, que se acostumbró a sufrirla e incluso, asume el hecho de la restricción como necesario.

— No es tan sencillo como que tomas la decisión de trabajar y continuar a pesar de la incertidumbre — le respondo — es que lo haces porque aprendes a avanzar a pesar de todo. Asumes el riesgo de seguir aunque te parezca sin sentido.

Me aterrorizan mis palabras. Suenan un poco a resignación, me digo. Las recuerdo, de pie en la fila para comprar detergente, con la sensación amarga y abrasiva que perdí un elemento esencial sobre mi propia identidad como ciudadana. ¿Cuando me habitué a este espacio neutro? ¿Cuando asumí que era inevitable someterme a esta realidad difusa y movediza? El país que se esconde bajo el país de la propaganda. El país que se desploma a mi alrededor a diario. Y lo acepto, lo asimilo. Y como duele esa conciencia. Como sofoca ese pensamiento insistente de admitir que me encuentro — también — bajo el yugo de la ideología que aplasta la voluntad.

Hace quince años, lo habría considerado impensable. Fui opositora al gobierno de Chávez incluso antes que pudiera explicar por qué lo era. Incluso antes que resultara electo. Jamás confié en su discurso altanero, grosero, vivaracho. Jamás me identifiqué con su insistencia en la refundación de la República por medio de la violencia. De manera que me opuse a la ideología del revanchismo, esa que pareció aglutinar el odio latente en nuestra cultura y convertirla en poder político. Participé en manifestaciones, firme proclamas de dudosa validez, voté una y otra vez por candidatos en quienes no confiaba. Intenté hacer lo que estuvo en mi mano para oponerme a una idea de país excluyente y violento.

No lo logré.

Me sobresalta la idea. Como si la analizara por primera vez o mejor dicho, la asumiera como real luego de largos años de evitarlo. ¿Que perdió y que ganó el país luego de casi veinte años de enfrentamientos? ¿Que perdió y que ganó el poder luego de derrotar la disidencia, diluirla en pequeñas batallas interinas? ¿Que gané y que perdí en medio de una lucha ideológica que jamás me incluyó como ciudadana? Avanzo en la fila unos pasos. A mi alrededor, la multitud lo hace también. Y de pronto, tengo la sensación que todos somos piezas rotas de un único mecanismo. ¿Que perdió Venezuela luego de enfrentarse a si misma?

— El peo en este país es que nadie se queja y cuando se queja, le tapan la boca con un bozal de arepa — dice un hombre, unos pasos más allá de donde me encuentro — Este país tiene mentalidad de esclavo.

Alguien a su lado refunfuña. La mujer que camina frente a mi, sacude la cabeza. Un anciano le reclama en voz alta que se vaya con “su quejadera para otra parte”. El hombre suelta una carcajada, con el rostro enrojecido de la ira. O quizás de la vergüenza.

— ¿Entonces es chevere seguir haciendo Cola? ¿Es chevere aguantarte todo lo que está pasando y lo que viene?
— ¡Mijo! ¿Pero que coño vas a hacer? — responde el anciano — ¿Qué otra cosa se puede hacer?

El tono de resignación me irrita pero no digo nada. Ahora buena parte de los que hacen fila, se alejan del pequeño grupo que discute. Nadie los mira, evitan mirar hacia el extraño dúo del viejo y del hombre de pie en mitad de la acera. El tiempo que no es tiempo, pienso casi de manera distraída. ¿Cuántas discusiones similares ocurren ahora mismo en Venezuela? ¿Cuántas personas están luchando por sobrevivir, contra el desamparo y la vulnerabilidad de una coyuntura histórica sin nombre?

— ¿Te vas a morir de hambre? ¿Te vas para la calle para que te maten como un perro? — insiste el anciano — ¡Aquí estamos todos atrapados puertas adentro!

Un murmullo de preocupación recorre a la multitud. Hay sacudones de cabeza, una voz insiste que “hay que mantener la calma”. Siento miedo, uno real y muy cercano, mientras imagino aquella misma discusión, extendiendose en todas direcciones en la ciudad, en el país. Esa desesperanza. Esa angustia mal disimulada, disfrazada de furia, de cólera y de frustración. Ese temor a la nada que viene después del enfrentamiento. Me imagino al país entero roto y herido, dividido en cientos de pequeñas facciones de la misma idea. En una dimensión impensable y mínima del conflicto.

— ¿Y tu que dices? ¿Calarte esto para siempre? — grita ahora el hombre. Señala la cola con el brazo extendido. Pero el gesto parece abarcar la calle, la ciudad más allá — ¿Calarte la cola? ¿Agradecer que aún puedas hacerla?

El anciano no responde. Voltea la cabeza y vuelve a su lugar en la fila. Los hombros rigidos, los puños apretados. El rostro tenso y empapado de sudor. Y de nuevo, imagino la misma escena repetidas cientos de veces. Una y otra vez. Cada vez más virulenta, más agresiva. Más superficial.

Porque al final, el hombre que grita también vuelve a la cola. Espera bajo el sol, como el anciano que se niega a mirarlo de nuevo. Como la mujer que llamó a la calma. Como yo misma, que tengo esta sensación inevitable de desgaste y temor. Porque el resentimiento está allí, latente, perenne. Y también lo está esa línea difusa entre la resignación y algo más absurdo, carente de sentido. ¿Que perdió Venezuela en medio de una guerra que jamás se llevó a cabo?

Más tarde, camino a casa llevando dos bolsas de detergente. Tuve que mostrar mi cédula y aguardar que alguien registrara mi nombre para poder hacerlo. Un sistema de control tan sutil como eficaz. Soy parte de un sistema ideológico que no me reconoce como ciudadana ni mucho menos, acepta que me le oponga. Pero aún así, lo sostengo. Lo admito. Lo acepto. Es un pensamiento que me abruma, que me hiere pero sobre todo, me aplasta. Y sin embargo, es real. Son una pieza en un mecanismo que se basa en la contradicción que lo alimenta.

George Orwell solía decir que el poder se sostiene sobre el miedo que pueda provocar. Y lo pienso, mientras camino por la calle repleta de una multitud que aguarda en silencio para avanzar. Los miro — me miro — y pienso que somos las víctimas de un tipo de presión histórica incomprensible, de un largo proceso sin sentido que nos convierte en dolientes de un país antes que habitantes. Un pensamiento desnudo y crudo que me deja sin respiración, a solas en esta sensación de mirar la debacle a cierta distancia.

Aureliano Babilonia comprendió que un viento de destrucción se abatía sobre Macondo. Y permaneció allí, con los manuscritos de Melquiades entre las manos, viendo como el final se alzaba quizás como un espiral luminoso hacia el cielo encapotado. Una escena que resume esa fatalidad tan simple de quien se sabe victima, de quien asume su lugar en la historia. Me pregunto como se mira el Venezolano, a medio camino entre la tragedia y la orfandad.

C’est la vie.

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