jueves, 12 de julio de 2018

Del mundo del arte y la expresión Individual: ¿Por qué veo manzanas azules?





Hace unos días, visité una de las pocas librerías que sobreviven a la crisis Venezolana y encontré que remataban los libros de arte. Pilas y pilas de libros en diferentes estados de deterioro, algunos empaquetados en celofán, otros con las hojas abombadas y amarillentas. Me incliné y rocé algunos con la yema de los dedos, el corazón latiendo muy rápido de una angustia indefinible. El nuevo librero que atiende el local — el anterior, que me educó el buen arte de escoger libros usados y regatear — emigró hace unos meses. El rostro desconocido me mira con cierta indiferencia e incomodidad.

— Todo allí está a mitad de precio — me indica.

Vuelvo a mirar. En la pila, hay un libro de la editorial Taschen sobre Simbolismo que añoré por años, unos cuantos sobre la obra de Vasari, un considerable número sobre análisis pictóricos de diferentes artistas italianos. Todos en un rincón, rodeados de papel periódico húmedo. Miro la lista de precios: Aunque siguen siendo altos — en Venezuela hiperinflacionaria no hay nada que pueda considerarse barato — son considerablemente más accesibles que el resto de los libros que ofrece la librería. Tomo un par, lo sostengo entre los brazos.

— ¿Por qué la rebaja?
 — Nadie compra eso. Para botarlos mejor venderlos.

Parpadeo. La furia se me sube al rostro pero no digo nada. El librero vuelve detrás del mostrador y cuando me acerco, toma los libros con aire distraído. Los libros que nadie quiere, pienso con un sobresalto. El arte regalado a las antípodas del conocimiento, me digo. El pensamiento me parece dramático hasta que vuelvo a mirar la pila polvorienta, descuidada.

No sé por qué me sorprende, pienso después, cuando regreso a casa conduciendo por la ciudad. Llueve y las calles anegadas de barro tienen un aspecto derruido, con el concreto roto y abierto. Un grupo de transeúntes corre a guarecerse bajo la cornisa de una tienda. Hay un aire de definitiva derrota en todas partes, como si el país agonizara. O mejor dicho, sufriera de una muerte lenta y dolorosa.

El peso de los libros sobre las rodillas me obsesiona. Los únicos libros que no se venden. ¿Qué me desconcierta de eso, en realidad? En un país como Venezuela, el arte por el arte no existe. De hecho, me pregunto si en algún lugar del mundo te puedes llamar artista sin tener que pensar en que una parte debe ser comercial, más prosaica, el arte útil, como he leído en ocasiones. Unos años atrás, tuve una larga conversación con un amigo fotógrafo sobre el tema que me dejó reflexionando sobre la disyuntiva y más aún, cuestionando sobre lo que me hace desear fotografiar o escribir. O lo que es lo mismo ¿la pasión en estado puro existe?

- Yo tomo fotografías porque amo hacerlo y es un privilegio que pueda vivir de ese amor — me comentó — pero en este país, esa noción es inexistente. El arte es un pretexto, una mirada angustiada. Nada que pueda definirse como utilitario en medio de la crisis.

Me quedé pensando un buen rato en la idea. He fotografiado durante gran parte de mi vida y de vez en cuando tengo la sensación me ha permitido seguir cuerda en los momentos más complicados. De hecho, no recuerdo un momento de mi vida que no esté directamente relacionado con la fotografía. Trabajo, construyo mi idea del mundo a través de las imágenes. Pero en mi país, no se me considera profesional — a pesar de los largos años que he dedicado a educarme y mi aprecio por la imagen — porque mi trabajo fotográfico no es un hecho comercial. En otras palabras, la fotografía no me hace ganar dinero, mucho menos ahora, en medio de una crisis inflacionaria que convierte al salario (el de cualquiera) en una especie de ilusoria percepción del valor real de lo que haces. Más aún, cuando se hace difícil asumir que tu pasión, esa a la que dedicas tanto tiempo y consideras tan íntima, pueda ser no solo un producto de venta sino que además, deba serlo. Como diría mi sabia bisabuela, quién era una apasionada de la pintura pero nunca vendió un cuadro: “Hay que asumir que quizás solo crees arte para disfrutarlo tú sola”.

Una idea inquietante. Porque todo artista y creador intenta comunicarse, expresar ideas a través de lo que hace. Y no obstante, esa necesidad se tropieza — choca de frente, diría yo — con el mundo real, lo que sea que ese término quiere decir. Más allá de la privacidad, del placer de crear está la gran disyuntiva ¿Ahora qué? ¿Qué hago con mis palabras, mis imágenes, mis versiones de la realidad, mis formas de crear? ¿Existe un límite que defina la calidad del arte a través de lo muy visible y reconocido que pueda ser? Es una pregunta que todo artista se ha formulado en su momento y que más allá, le ha producido inquietud. Todo artista desea que su obra sea apreciada, pero en una cultura de consumo, en una sociedad en donde el éxito se traduce en una manera de comprobar cual es el valor neto de casa cosa, el limite entre lo que se muestra — como expresión — y lo que se vende — como visión — es difuso, cuando no inexistente. Una manera de mirar la propia obra como una pieza de valor, cuantificable y redituable. Lo cual es válido claro, pero no siempre coherente con la idea más pura, que cualquier creador piensa sobre si mismo y lo crea.

Del arte crudo al valor real: Entre lo cuestionable y lo visible.
Modigliani fue un artista atormentado y muy pobre la mayor parte de su vida. Tuvo que morir — en la miseria — para que poco después, sus obras comenzaran a venderse por precios extraordinarios. Lo mismo ocurrió con Van Gogh. Para ambos, el mundo artístico fue tan estéril como sin sentido, un monstruo de cien cabezas contra el que tuvieron que luchar durante toda su vida para sobrevivir en el mundo hostil del comercio artístico. Es un pensamiento inquietante ese: el artista crea y construye y de pronto, debe comprender que más allá del hecho artístico crudo, el que lo inspira, el que nace como un instinto esencial en su mente, debe lidiar con un mundo mucho más simple pero cientos de veces más duro: el de mostrar su obra como un producto. Hay un largo trecho entre el arte — el que nace de las manos del autor — al que comerciable, al que gana dinero, al que atrae multitudes. Ya lo decía más arriba: Modigliani pintó cada día de su vida por más de quince o veinte años y su obra fue masacrada por la crítica de su época, ignorada por el público. Murió pobre y tuberculoso, rodeado de sus pinturas y solo después, alcanzó el éxito comercial que lo convirtió en historia. ¿Por qué? ¿Que hizo sus obras atractivas al comprador luego de su muerte? Puede haber montones de razones, pero la evidente es una sola: El arte sobrevive a su autor y sólo si se convierte en objeto de valor.

Pero volvamos a Venezuela, a esta realidad tropical que todos intentamos sobrevivir. Con frecuencia, la situación me hace recordar la vieja admonición filosófica: “¿Si un árbol cae donde nadie puede escucharlo, el estruendo que hace al cae aún es sonido?” Una idea curiosa. La extraordinaria fotógrafa Vivian Maier, que durante más de 30 años fotografió casi a diario pero jamás mostró su trabajo a nadie más. Solo después de su muerte, su espléndido trabajo fue encontrado por un coleccionista que mostró al mundo su talento. ¿Es menos válido, menos real, menos fuerte, el trabajo de Maier por no pensar en su pasión por la fotografía como una trascendencia en si misma? A veces la puedo imaginar, recorriendo las calles cámara en mano, fotografiando por placer, por al mera necesidad de hacerlo. A diario, todas las que veces que pudo. No tuvo mayor importancia para ella mostrar el resultado, incluso, disfrutarlo de ella misma. ¿Que motivaba a Vivian? ¿que la hacia persistir? ¿Se llamó a si misma fotógrafa? ¡Quizás ni le importaba llamarse así!. Algo muy parecido a lo ocurrido con el trabajo del magnifico Franz Kafka: el escritor escribió durante casi toda su vida pero nunca se lo mostró a nadie. De hecho, cuando supo que moriría, pidió a uno de sus amigos quemara su obra. ¿Una pasión anónima? ¿Una necesidad jamás satisfecha? ¿Por qué pintamos? ¿Por qué escribimos? ¿Por qué fotografiamos? ¿Por qué soñamos? Esos cuestionamientos me hacen recordar uno de mis poemas favoritos de Bukowski, que al parecer también se preguntó el motivo por el cual tomaba un lápiz y una hoja para escribir:

(…)

No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso.
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que te mueras
o hasta que muera en ti.

No hay otro camino.

( Fragmento de Así que quieres ser escritor de Charles Bukoswki )

Con frecuencia recuerdo también todos los libros anónimos que leí durante mis años de trabajar en editoriales. Historias simples, otras poderosas, muchas olvidables. Pero también encontré algunas furiosas, exquisitas, duras, dolorosas. Que nadie leerá porque un editor cansado lo arrojó al infame cajón de los olvidados. Porque la primera linea no fue lo suficientemente fuerte, porque el texto tenía algunos errores de principiantes.

El caso es que todos creamos por una razón: transcender. Y quizás otras tantas que no tienen nombre. Porque lo que te hace tomar una cámara y buscar una imagen que atesorar, no es tangible. Tampoco lo que te hace llorar sobre una hoja de papel o de un lienzo a medio pintar. Lo que te hace crear proviene de alguna fibra pasional, sensible, iracunda, que te hace desear mirarte más allá de ti mismo, morir y renacer en tu propia capacidad para construir mundos. Como el músico que tiembla de placer mientras toca un instrumento o canta, o la bailarina que levanta los brazos y baila a solas, disfrutando del leve vértigo de esa inmortalidad de a trozos que nos regala el arte. Todos queremos ser escuchados, desde luego, todos queremos mirarnos a través de un espejo profundamente significativo y mostrar esa mundo interior que nos pertenece, nos agobia, nos define, nos crea. Pero ¿de qué depende el impulso creativo? ¿de la idea de que esa transcendencia se logre? ¿De esa necesidad innata de encontrar un momento de pura belleza y comunión para y por el arte?

Mi profesor de morfolingustica se reiría por un discurso tan florido como mi anterior párrafo. De hecho, tomaría su lapiz rojo de las correciones y lo tacharia. Para él, cualquier consideración con respecto al arte, era dura y cruda.

- Escribes porque quieres que te lean, fotografías para todos miran el mundo como lo haces tu — me dijo una vez, en una de esas tardes de debate, café en mano, que disfrutamos en mis años universitarios — nadie es tan puro o tan ingenuo para creer que el arte solo es una idea que nace y se manifiesta. Esa necesidad debe crear alguna cosa, construir algo más.

- No lo dudo, ¿Pero debe ser la única razón para crear?

- Claro que no — recuerdo que me dedicó una de sus sonrisas cínicas — pero es de indudable valor que lo que haces de manera individual se reconozca como valioso. Esta es una sociedad arrogante, una sociedad de vanidosos muy concentrados en mirarse, en intentar demostrar su cuantificable valor siempre que pueden. El arte es un gran vehículo.

- O sea, escribimos por egocentricismo.

- ¡Pero por supuesto! — exclamó. Ambos reímos, asombrados por el cinismo de aquella conversación, en medio del jardín de una Universidad que insistía en inculcar un ideal difuso — el arte es un ejercicio de profunda arrogancia y egocentrismo. Pequeños mundos distantes. Es como el asesinato, la muerte. El último acto de vanidad. Por eso en el medioevo se llamaba a pintar o escribir el arte de morir lentamente. Es un acto único de reafirmación.

Una idea interesante. Reflexioné mucho sobre el tema en los años siguientes, mientras mi aprecio por el arte aumentaba y mi opinión por lo comercial fluctuaba entre la preocupación y el desconcierto. Pero ¿Como separar una cosa de la otra? ¿Que ocurre con los soñadores? ¿Los que crean y los que desean por el mero placer, por ese momento cristalino de reafirmación que te proporciona el arte?

- Manzanas azules — me dijo una vez mi bisabuela — ¿Te conté eso verdad?
- No.
- Cuando era niña, me pidieron dibujar manzanas y colorearlas. Y yo las dibujé irregulares y las añadí un vibrante color azul, del primario y muy evidente. Mi maestra trató de convencerme que las manzanas jamás serían azules: que las pintara de rojo, de verde, de amarillo. Pero me empecine e insistí y seguí pintando las manzanas azules. Con cinco años era una rebelde. Pero como a ninguna maestra le agrada una niña rebelde, llamaron a mi madre.
- ¿Y que ocurrió?
- La maestra le explicó que probablemente yo sufría de algún problema psiquiátrico. O quién sabe que me ocurría para mirar las manzanas azules. Mi madre lo escuchó todo y por último respondió “Sueña con manzanas azules”, es suficiente.

Una idea maravillosa. La pienso mientras incluyo mis nuevos libros en la biblioteca y sonrío. A pesar de la crisis, de la identidad rota de un país en escombros, aún hay una manera de luchar contra la corriente. Después, tomaré una fotografía de los nuevos habitantes de mi anaquel favorito y la incluiré en mi colección de rostros e historias en mi cuaderno de historias, ese que llevo a todas partes y al que nadie muestro. Repleto de manzanas azules, de ideas creándose y mirándose así mismas nacer, una y otra vez.

Una manera de soñar.

C’est la vie.

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