miércoles, 11 de julio de 2018

Crónicas de la loca neurótica. Todas las preguntas que nunca deberías hacer a una mujer soltera.




Tenía unos doce años cuando pensé por primera vez que no deseaba contraer matrimonio. Por supuesto, a esa edad nadie piensa las cosas de manera tan clara: Sólo recuerdo haber tenido la súbita idea que algún día tendría que hacerlo y que la idea, no me gustaba demasiado. O mejor dicho, quería hacer muchas cosas antes de hacerlo. Quería ser arqueóloga, egiptóloga, aprender veinte idiomas distintos, ir como Margaret Mead por Guinea Oriental, pintar como Artemisia Gentileschi, fotografiar como Diane Arbus…cuando escribí todo aquello en una tarea escolar en la que debía contar como imaginaba mi futuro, la maestra me escuchó con una sonrisa simpática.

— ¿Y como imaginas tu familia? ¿Cuantos hijos quieres tener?

No supe que responder a eso. En realidad jamás me había planteado la cuestión de tener esposo o mucho menos, hijos a los cuales cuidar. Tenía la difusa idea que toda mujer debía aspirar al matrimonio — o eso insistía todo el mundo — y que sin duda, algún día recorrería el altar con un hombre que me amaría para siempre…y esas cosas. Pero en realidad, no lograba imaginarme la escena. Claro está, tenía doce años y no tenía por qué pensar en algo semejante…pero para la maestra parecía ser especialmente importante el tema.

— ¿Deseas casarte joven? ¿O después de culminar la universidad? — insistió.

Seguí sin decir nada, avergonzada y un poco aturdida. El resto de mis compañeras de clase me miraban entre la burla y el aburrimiento: era la más pequeña del salón, la más extraña, la que se quedaba en el recreo con un libro en las rodillas, la que le gustaba hablar de películas antes de muchachos. De forma que estar allí, de pie, muy sonrojada, me hizo sentir que había algo mal en mí. Que algo no funcionaba de manera correcta.

— No sé si quiera casarme.

Hubo un silencio muy tenso a mi alrededor. Alguien se echó a reír en voz alta. “Con esa pinta…” murmuró una de mis compañeras de clase. La maestra me miró un poco desconcertada y pareció no saber como asimilar muy bien lo que acababa de decir. Por último ensanchó su bonita sonrisa y me dedicó un guiño complice. O que ella pensaba era cómplice, en todo caso.

— Ya se te pasará — dijo — un día te enamorarás y querrás hacerlo.

Tenía razón en algunas cosas: en los años siguientes, me enamoré profundamente y varias veces. Pero jamás, ni antes ni después, tuve el impulso o necesidad de sentir debía contraer matrimonio. Mis amigas cercanas imaginaban la escena, la veían muy clara en su mente…mientras yo continuaba preguntandome si había algo mal en mi mente, en mi forma de entender el mundo. Si había algo roto, a medio hacer en mi manera de comprender la realidad. Ya pasará, me decía para consolarme.

Y no, no se me pasó.

La escena siempre es idéntica o muy similar a la siguiente: expresas tu opinión sobre el matrimonio — una no muy popular, por cierto — y lo siguiente que sucede es un breve pero significativo momento de silencio. Como si la frase “no creo en el matrimonio” no encajara bien en ese transcurrir de las escenas y conservaciones típicas. Seguramente habrá un intercambio de miradas colectivas que intentará desentrañar el misterioso motivo por el cual, la idea del elemento esencial de la sociedad no te parece especialmente atractiva. Habrá incluso risitas nerviosas, uno que otro carraspeo y sin duda, un bien intencionado que decidirá es un buen momento para aclararte que con toda seguridad, estás equivocado en tus conclusiones al respecto.

— Nadie puede decidir que no se casará por las buenas — me dijo en una oportunidad un buen amigo — simplemente, no te apetece ahora mismo. Es normal. Eres joven y sin pareja. Pero te llegará el momento que…

Por ese entonces tenía veinticinco y veía bastante improbable que eso sucediera. Tenía una opinión fundada sobre el hecho que el matrimonio — como institución — no sólo no satisfacía ninguna de mis aspiraciones a futuro sino tampoco formaba parte de cualquiera de mis proyectos personales. Dicho así, suela petulante e incluso arrogante, pero no se trata de un menosprecio directo hacia una idea social fundamental de la cultura en que nací, sino simplemente de una opción. Quizás una muy poco popular y con toda probabilidad incomprensible para la mayoría de quienes conozco, pero una decisión al fin y al cabo. Pero tratar de explicar eso a alguien que está por completo convencido de lo contrario, no sólo resulta complicado sino la mayoría de las veces incómodo e incluso insultante.

— Realmente, no quiero casarme ni tener hijos. No es que sea malo o bueno, no tengo prejuicios al respecto. Es que para mi no funciona — le expliqué en esa oportunidad al amigo preocupado — no encaja en lo que deseo hacer en el futuro o como intento construir mi vida.

Mi amigo chasqueó la lengua y sacudió la cabeza. Varios de los que nos rodeaban hicieron el mismo gesto, una combinación de conmiseración y aparente comprensión a lo que supongo, consideraron un gesto de malcriadez. Esperé, entre incómoda e inquieta. No era la primera vez que me enfrentaba a una discusión semejante, pero si quizás, la ocasión donde me sentía más desconcertada por la actitud general. De nuevo, me pregunté por que debía justificar una decisión personal, el motivo por el cual no sólo debía excusarme por actuar con cierta coherencia con respecto a mis opiniones sobre la familia y el mundo. Que permitía que no sólo mi estilo de vida sino incluso mis forma de comprender el futuro, pudiera ser debatido en voz alta, como parte de una idea pública en las que todos a mi alrededor sentían el derecho de opinar.

— De verdad, no quiero casarme — insistí. Comenzaba a disgustarme — ni ahora ni después. Lo elegí así. No entra en mis planes ni entrará después. — No puedes decidir algo así siendo tan joven. — ¿Por qué no? — Porque no es justo para ti. — ¿Por qué no? es una libre elección.

A estas alturas, el silencio incómodo se había convertido en un coro de murmullos malsonantes, directamente incómodos e insultantes. Una conocida levantó las manos y las sacudió, como si intentara desembarazarse de mis palabras con el gesto.

— Casarse es parte de la naturaleza humana. El matrimonio sólo oficializó ese instinto social que es parte de nuestra identidad — terció — ¿Cómo puedes tomar una decisión para toda la vida siendo tan joven y sin ni siquiera haber ponderado que sucederá después?

Suspiré. He escuchado el mismo discurso antes y en todas las ocasiones, ha hecho reír — una risa amarga, cansada — la inmediata conclusión a la que suelo llegar escuchándolo: nadie le diría la misma perorata moral alguien que decide contraer matrimonio siendo muy joven. A pesar, que básicamente también es una decisión que afectará el resto de su vida y que con toda seguridad, se toma bajo la efímera influencia de una emoción pasional. Pero cuando alguien decide contraer matrimonio, nadie lo cuestiona. Es un impulso, una necesidad, un requisito social. De manera que a pesar de cualquier duda e incertidumbre, el hecho de hacerlo marca la frontera en lo que se supone es la conclusión a la que todos debemos llegar en nuestro comportamiento cultural. Lo contrario es impensable o al menos tan improbable, que quien lo decide, se encuentra en la nada cómoda situación de transitar un terreno árido de puro ostracismo social casi inmediato.

— ¿Y que pasará cuando tengas una pareja que quiera casarse? — insiste alguien más — ¿Te negarás a pesar de que sea la única forma de continuar juntos?

Me guardé mis comentarios sobre el tono melodramático de la frase y me pregunté en silencio por qué, poca gente asume el hecho que todos podemos negociar nuestro futuro — de la manera pragmática y un poco emocional como se escucha — hasta encontrar un equilibrio que no sólo nos satisfaga sino que además, nos brinde cierta estabilidad personal. Que cuando decides no contraer matrimonio, no estás rechazando la idea de no disfrutar de la profundidad, intensidad y placeres de la vida en común, sino al hecho simple de no asumir un contrato social. Claro que, analizado de esa forma, el matrimonio parece perder esa solemnidad que se nos inculca, esa visión sacramental que lo hacen no sólo necesario sino imprescindible para comprender nuestro lugar bajo el sol. Aún así, el hecho evidente es que el matrimonio como cualquier otra clausula social no sólo admite corrección sino también excepciones. Y yo escogí una.

Con frecuencia este tipo de conversaciones suelen extenderse hasta la incomodidad. Porque no sólo se debaten las razones por las cuales decides que el matrimonio no forman parte de tus opciones, sino tu vida privada, tu forma de comprender el país y la cultura donde naciste e incluso tu aspecto físico. Llegados a cierto punto, la discusión no intenta profundizar sobre el por qué consideras que el matrimonio no podría satisfacer tus necesidades afectivas sino que hay de malo en ti, como para concluir tal cosa. Y es que para la mayoría de quienes conozco, la opción de la solteria no es sólo una forma de estigma sino también, una idea que te condena a un tipo de soledad de la que nadie quiere hablar o que directamente, provoca miedo e incomodidad. Una idea tan extraña a la percepción general del cómo debe ser las cosas, que termina siendo no sólo preocupante sino directamente, desconcertante.

Por supuesto, con treinta y pocos años, me he tenido que enfrentar a situaciones parecidas a la anterior — y mucho más incómodas — y sobre todo, a todo tipo de prejuicios e ideas sobre mi punto de vista no sólo sobre el matrimonio sino con respecto a la idea general sobre cómo debe ser mi vida. Un debate continúo que incluye no sólo una crítica directa y cada vez más agresiva sobre mis puntos de vista personales sino también, un ataque frecuente hacia mi perspectiva con respecto a mi futuro emocional. De manera que decidí recopilar las preguntas más comunes — con sus respectivas respuestas — a las que debo enfrentarme en ese insistente cuestionamiento que todo soltero debe soportar acerca de la forma como decidió vivir. Y podría decir que las más incómodas — y en ocasiones, extravagantes — son las siguientes:

¿No te casas por qué estas traumatizada? ¿Tus padres están divorciados? ¿Un novio te rompió el corazón?
Lo que respondo:
Más de una vez, se suele asumir que quien no desea casarse probablemente sufre de algún tipo de problema emocional complejo, que le hace rechazar plano tan solemne institución social. Una idea, que además, parece sostenerse sobre el hecho que para la mayoría de la gente, el matrimonio es el cenit de las aspiraciones y esperanzas a la que todo adulto podría aspirar en su vida. De manera que no sólo negarte a esa posibilidad, sino cuestionarla, te pone en la incómoda situación que cualquiera a tu alrededor se sienta no sólo en el deber, sino en el derecho de analizar tu historia personal y emocional en busca de una “razón” que le permita comprender el hecho que no desees contraer matrimonio. Y mientras más trágica y melodramática, mucho mejor.

Todo lo anterior puede ser cierto, por supuesto, aunque no es la norma y sin duda, en mi caso no lo es. Decidí que no contraería matrimonio no por el hecho que mi historia personal me haga complicado sostener una relación basada en ideas tradicionales, sino que el matrimonio como institución legal y social no satisface mi concepto sobre la pareja. De la misma manera que la mayoría de los solteros del nuevo milenio lo soy por razones bastante más simples que un trauma misterioso y poco analizado. Desde mi análisis de los parámetros de lo que el matrimonio puede ser hasta una percepción muy personal sobre el hecho y los límites del contrato matrimonial, mi decisión está basada en el análisis antes que en la emoción. Al igual que el resto de mi generación, el matrimonio no representa para mi una decisión concluyente: Según estadísticas recientes, el 45% de los hombres y mujeres entre 20 y 40 años deciden deliberadamente no contraer matrimonio por motivos de independencia económica, una nueva concepción sobre la vida en pareja y el hecho concreto que los parámetros sociales del matrimonio tradicional no le satisfacen. Aún más, Una generación que, según Boston Consulting Group (BCG), los adultos jóvenes del siglo XXI no sólo interpretan la idea del matrimonio como una opción poco ventajosa con respecto a la vida en solteria, sino que la sopesan sobre una decena de variables que favorecen su punto de vista: desde el hecho que la vida en común sin un contrato social se percibe como mucho más sincera hasta la necesidad de comprender el amor romántico como una construcción moral antes que legal. Incluso, para un breve fragmento de la población Millenians, contraer matrimonio es la contradicción de no sólo sus aspiraciones sino también, su punto de vista cultural.

En otras palabras, en el siglo XXI el matrimonio se analiza como una de las tantas perspectivas que un adulto independiente puede asumir. Una negociación de pareja que no necesariamente deba incluir una convalidación social.

Lo que quisiera responder:
Lo que ocurre es que vivir encerrada en una cueva durante diez años te deja algunas secuelas emocionales…

¿No te casas por qué no tienes pareja?
Lo que respondo:
Probablemente es la pregunta más frecuente que suelen hacerle al soltero por vocación, como si la vida adulta fuera una transición entre la búsqueda de pareja y el anillo al dedo, previo recorrido por el altar. Pero no, tomar una decisión que afectará probablemente no sólo tus relaciones emocionales a futuro sino la forma como elaboras una perspectiva sobre la vida en común, no tiene mucho que ver con una relación de pareja en específico sino como asumes tu forma de comprenderlas en general. No contraer matrimonio es una reflexión individual sobre como asumes no sólo puntos particulares sobre la cultura donde naciste sino de tu rol social, de género e incluso, temas tan abstractos como las ideas que sustentan una relación romántica o que esperas sobre ella. De manera que no se trata si te encuentras si te encuentras en medio de una apasionada relación de pareja o en búsqueda de una, sino del hecho de decidir sobre tu futuro basada en tus opciones personales y emocionales.

Lo que quisiera responder:
Por si acaso llega el indicado, tengo una caja con un kit de emergencia para el soltero que cambia de opinión: vestido blanco, anillo, un bate para convencer al indeciso de turno y…

¿No te casas porque nadie te lo ha pedido?
Lo que respondo:
Otro punto de vista popular: con frecuencia se suele concluir que el soltero lo es porque no tiene otro remedio, no ha tenido propuestas matrimoniales o directamente, jamás ha disfrutado de una relación de pareja que te haya hecho analizar tu decisión desde otro punto de vista. Una perspectiva tan errónea como la anterior y que implica, esa noción sobre el matrimonio como una conclusión obvia a toda relación romántica. No obstante, quien decide no contraer matrimonio lo hace por personalísimas razones, que incluyen una reflexión sobre su vida y lo que espera de ella. Casi siempre, se trata también de un acuerdo de pareja, un debate entre opciones disimiles y en ocasiones, tomar decisiones complicadas con respecto a lo que desea hacer — o no — dentro de una relación emocional. Quien decide permanecer soltero lo no sólo porque el matrimonio no le satisface sino porque además, es parte de su forma de comprender la dinámica de las relaciones románticas, emocionales y sexuales que forman parte de su vida.

Y aunque suele ocurrir que en algún punto te cuestiones si la decisión es la correcta, pocas veces ocurre por una relación especialmente significativa o profunda. De hecho, compartir un vinculo afectivo muy profundo con alguien más, se cimienta sobre la comprensión, el respeto mutuo y la comprensión intelectual, lo que implica debates y análisis sobre la manera como cada miembro de la pareja analiza y concibe el futuro de la relación. En otras palabras, nadie que te ame de manera sincera intentará hacerte cambiar de opinión sólo porque la suya sea contraria o por razones personales. Toda relación fructífera, se basa en la negociación, la comprensión y una mirada comprensiva sobre las razones del otro para asumir su vida cómo lo hace.

Lo que quisiera responder:
Es que yo no pierdo el tiempo. En el momento que llegue el hombre correcto a mi vida, tendré una epifanía devastadora: tomaré el grillete, el pañuelo con cloroformo, las llaves del candado y le explicaré por qué debemos pasar nuestra vid….

Eres bonita ¿Por qué no quieres casarte?
Lo que respondo:
Hace unos seis años, alguien debatió conmigo durante el horas el hecho de que era una mujer joven y hermosa y por lo tanto, debía querer contraer matrimonio a la brevedad posible. Cuando le expliqué que el matrimonio no sólo me parecía una institución obsoleta sino que además, sometía a una presión destructora a cualquier relación de pareja, no sólo se escandalizó sino que insistió en el tema que aún “tenía oportunidad” para “sentar cabeza”.

— Toda mujer bella puede casarse cuando quiera — me explicó — No entiendo por qué no puedes entenderlo.

En realidad, lo que no podía entender era el motivo por el cual relacionaba dos conceptos tan dispares como belleza física y compromiso matrimonial en una única frase. Cuando intenté cuestionarle al respecto, volvió al tema central: toda mujer atractiva debe aspirar al matrimonio, punto de vista en el que siguió insistiendo hasta que la conversación terminó por supuesto, en un incómodo silencio.

Con toda probabilidad, una idea tan desconcertante tiene su origen en cierta noción darwiniana que analiza las relaciones de pareja como una serie de impulsos instintivos que nos conducen a un punto en común: la reproducción. Una teoría que insiste en el hecho que todos necesitamos de una u otra forma, encontrar nuestro par genético y biológico perfecto que nos permita no sólo concebir al retoño de la próxima generación de la especie, sino además, aliviar nuestro claro e implacable instinto de conservación. No obstante, aunque es una teoría cientifica de indudable valor para comprender el comportamiento instintivo del ser humano, también menoscaba el hecho del poder de la razón sobre las decisiones biológicas. En otras palabras, podemos contradecir con toda tranquilidad lo que la naturaleza dispone en beneficio de lo que nuestras ideas suponen o sostienen.

De manera que no contraer matrimonio no tiene relación alguna con “falta de oportunidades”, con la belleza o la fealdad física, con la edad cronológica o mucho menos, esa noción que asume que toda mujer joven necesita contraer matrimonio para contraer cierta etapa de su vida emocional. Al menos en mi caso, la decisión de no casarme tiene una inmediata relación con la satisfacción de mis necesidades intelectuales y personales y muy poco, con un instinto misterioso aparentemente incontrolable que la sociedad doméstico a fuerza de contrato matrimonial.

Lo que quisiera responder:
Lo que pasa es que me falta el colágeno y la silicona suficiente para que alguien decida que puedo pasar por el altar. *Llora desconsoladamente*.

Eres joven ¿No te casas por qué eres lesbiana?
Lo que respondo:
Se trata de una frase recurrente, que suele incluir dos de los grandes prejuicios sociales de toda sociedad machista donde nací: la soltería y la orientación sexual. No sólo se trata de cuestionar la sexualidad ajena — que en todo caso, no se trata de un hecho insultante ni mucho menos — sino además, asumir que decidir no contraer matrimonio sólo puede explicarse por razones absolutas que expliquen o justifiquen el comportamiento del otro. O lo que es lo mismo: nadie puede rechazar por las buenas tan venerable institución, por lo que debe existir un motivo claro, evidente y muy comprensible para hacerlo. O de lo contrario, ¿Qué ocurriría con el mundo como lo conocemos?

Pues para los descreídos: una mujer puede ser heterosexual y no desear contraer matrimonio. Aunque sorprenda a más de uno y resulta incomprensible para cierta visión arcaica sobre la naturaleza femenina.

Lo que quiero responder:
¡Pero claro que tienes razón! Es que tengo un harén de mujeres que me convencieron de faltarle el respeto a la sociedad.

¿No te da miedo la soledad?
Lo que respondo:
Nuestra sociedad suele relacionar de inmediato la solteria con un tipo de soledad invalidante y dolorosa, lo cual no es cierto. La soledad o lo que es lo mismo, esa insatisfacción recurrente y sobre todo, amenazante que parece ser el temor más inmediato de buena parte de la sociedad, se relaciona más con la insatisfacción personal e individual que con una relación de pareja. La soledad de hecho o nuestra incapacidad para lidiar con ella, no es una idea que tenga relación con quien compartes tu vida emocional, sino la manera en como manejas tus relaciones emocionales a nivel general.

Así que no, no temo a la soledad ni tampoco usaría el matrimonio como un consuelo inmediato para un conflicto de índole personal. Además, el hecho de no contraer matrimonio no implica que no disfrute de relaciones sentimentales y emocionales. El contrato social que sostiene el matrimonio sólo es una convención cultural que simboliza una serie de ideas sobre el compromiso que en realidad, tienen muy poca relación directa con nuestros debates emocionales e individuales. Y la soledad es uno de ellos.

Lo que quisiera responder:
Por eso tengo mi escopeta preparada para convencer al primer incauto que se me atraviese de acompañarme el resto de mi vida…

¿No te da miedo la vejez?
Lo que respondo:
Cuando era adolescente, pasé un par de meses trabajando en un Geriátrico de mi ciudad como parte del Servicio social que exigía el colegio donde estudiaba. Allí conocí a una anciana entrañable a la que le tomé especial afecto, no sólo por su capacidad para sonreír a pesar de sus dolores y precaria salud — sufría de un tipo de artritis reumatoide invalidante — sino por el hecho, de encontrarse definitivamente abandonada por buena parte de sus familiares. Con enorme tristeza me contó como sus hijos no sólo la habían recluido en la institución para no cuidar de ella. Me habló de sus esfuerzos para educarlos, de su abnegada dedicación maternal. Y de lo buena esposa que había sido durante casi cuarenta años de feliz matrimonio. En la viudez y en su soledad de anciana, mi amiga solía preguntarse en que se había equivocado para terminar sus días en un lugar tan árido como en una casa de cuidados como en la que se encontraba. Lo decía con una enorme tristeza inconsolable, como si estuviera convencida que su comportamiento como esposa y madre, habían provocado su penosa situación.

Por meses, pensé en historia y me hice la mismas preguntas que ella. Sobre todo, porque por entonces, ya comenzaba cuestionarme si era necesario contraer matrimonio por el muy pragmático motivo de asegurar una vejez segura. Pero el caso de mi amiga no sólo me demostró que el matrimonio no es un contrato exacto que prevenía las penurias de la vejez sino analizarlo desde ese punto de vista, era una generalización que desmerecía lo que debía ser una institución basada en ideas emocionales profundas. Pasada la idealización de la adolescencia, también me cuestioné el hecho que el matrimonio represente una opción para evitar no sólo el abandono de la vejez sino el hecho básico, de un tipo de soledad que mucha gente suele temer y es la que se relaciona con la tercera edad de nuestra vida. Una perspectiva para que la mayoría tiene ideas confusas, basadas casi siempre en el temor y la fragilidad que supone la vejez.

De manera que aunque supongo temo a ese último estadio de mi vida como cualquier persona de mi edad, no creo que el matrimonio sea una respuesta para consolar ese temor. O que deba contraer matrimonio para especular sobre mi futuro basada en ideas muy generales sobre el amor fraternal y filiar. Después de todo, el futuro se basa en las decisiones personales que tomamos y no en un espectro amplio de posibilidades sustentadas en un contrato social.

Lo que quiero responder:
¡Claro que le temo! por eso tengo una habitación en el sótano lleno de candidatos a cuidarme cuando llegue a la chochez. ¿Qué? ¿Que eso no es legal? ¿Pero como que no?

¿Y si te lo pide la persona indicada? ¿Y si te insiste en contraer matrimonio alguien que amas de verdad?
Lo que respondo:
Alguien que me ame de verdad, habrá debatido conmigo lo suficiente la idea para saber que no forma parte de nuestras opciones. Y a partir de allí, negociaremos el futuro de nuestra relación. Se trata de un punto de vista que forma parte de mis reflexiones sobre lo que deseo para mi vida y sobre todo, la forma como construyo mis aspiraciones personales. Algo tan álgido e importante, no puede resumirse sólo a una propuesta, sino a una discusión larga y profunda sobre nuestras diferentes perfectivas. El amor real, al menos como yo lo analizo, no puede basarse en imposiciones morales o sociales, sino en la libertad de elegir lo que consideramos mucho mejor para nuestro vida y nuestra salud emocional.

Lo que quisiera responder:
Estoy aquí en mi castillo esperando que llegue, ya ves. Creo que se está tardando un poco. Debe ser el dragón del bosque que no le deja llegar.

Todas las mujeres sueñan con el matrimonio. Tu no puedes ser distinta:
Lo que respondo:
No, no todas las mujeres sueñan con el matrimonio. La cultura popular, el cine y la literatura ha creado una imagen del matrimonio como un ideal necesario para toda mujer que desee “satisfacer” su mundo emocional y ocupar su rol tradicional en el mundo. Pero en realidad, existe una amplia, sostenida y cada vez más sustanciosa opinión femenina sobre la solteria y se fundamenta en el hecho, que deseamos elegir nuestras opciones personales y sobre todo, la manera como comprendemos nuestra vida. No critico ni criticaré jamás a todos los que asuman el matrimonio como necesario e imprescindible, pero esa visión no puede menoscabar o menospreciar la contraria. El matrimonio es una decisión personal y emocional muy privada e insistir en construir una obligación a través de ese planteamiento no es sólo contraproducente sino directamente amenaza la integridad de cualquier decisión moral que se tome al respecto.

Lo que quisiera responder:
Es que somos un club, las solteras esperando casarse. Nos encontramos todos los viernes a las seis vestidas en primoroso blanco para llorar nuestra desgracia de no haber encontrado nuestro galán. *Llora desconsoladamente*.

¿A que te tantas explicaciones? No te cases y ya. A nadie le importa.
Lo que respondo:
Ojalá realmente, a nadie le importara. Ojalá no tuviese que soportar las preguntas maliciosas e insistente cada vez que me reúno con mi familia. Ojalá no tuviera que escuchar comentarios y la mayoría de las veces hirientes de conocidos e incluso, amigos cercanos. Que cualquiera se sienta básicamente en la libertad de debatir en voz alta mi vida personal emocional. Que cualquiera crea que tiene el derecho a juzgar mi manera de actuar y de comportarme por el mero hecho de no llevar un anillo en el dedo. De no tener que intentar lidiar con el prejuicio y los juicios morales que suele despertar en mucha gente, la soltería femenina. Que no tuviera que responder un interminable interrogatorio más o menos mal intencionado sobre mi punto de vista sobre las relaciones románticas e incluso mi sexualidad. Sería un alivio, créanme. Y lo agradecería más que nadie.

Pero nací en una cultura machista donde mi individualidad e identidad se intenta definir por un rol tradicional. En las que las mujeres como yo, que toman decisiones poco populares y sobre todo, contraviniendo la idealización sobre quienes debemos ser, deben justificar cada tanto el motivo por el cual tomaron decisiones y sobre todo, sus implicaciones. Que carecemos de nombre — como no sea un estigma — y también de lugar — como no sea burlón — en una sociedad perfectamente convencida de su infalibilidad y que se asume absoluta.

Por eso continuo escribiendo y debatiendo sobre el tema. Lo hago por todas las mujeres como yo que se hacen preguntas, que toman la via menos transitada, que deciden no asumir una idea única sobre su identidad. Por las que luchan a diario contra la palabra “solterona” y las que deben sonreír cuando les insisten “que van a vestir santos”. Por todas las que se preocupan por la presión social y las que apenas pueden soportarlo. Por las que sufren relaciones de pareja por no haber tenido la opción de decidir. Porque deseo hacer visible el hecho que el hecho que la obligatoriedad del matrimonio es una contradicción al amor romántico que suele celebrar. Porque quiero celebrar la independencia emocional e intelectual.

Lo que quisiera responder:
¿Por qué estás leyendo esto entonces?

Años atrás, cuando alguien me cuestionaba sobre mi decisión sobre no contraer matrimonio, solía enfurecerme y asustarme, como si debiera justificar una idea tan natural en mi que resulta indivisible de mi personalidad. No obstante, ahora comienzo a sonreír, convencida que quizás esa sorpresa — y en ocasiones agresividad — es una señal que la sociedad comienza a comprender que hay opciones, que le desconcierta su existencia pero que aún así, admite en cierta manera su importancia. Una inflexión sutil de una idea general que quizás comienza a transformar lo que consideramos inevitable en algo más parecido a una decisión personal.

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