martes, 30 de octubre de 2018

Mary Shelley y el nacimiento de la era de los monstruos.





¿Que es un monstruo? La definición de la criatura que aborda nuestros miedos y terrores inconfesables parece desbordar la mera semántica, pero además, encontrar raíces en lo más primitivo de nuestra psiquis. David Roas suele decir que “el monstruo encarna la transgresión, el desorden. Su existencia subvierte los límites que determinan lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico e incluso moral”. Para el escritor, la cualidad monstruosa es una visión sobre la capacidad del hombre para comprenderse a sí mismo, su moralidad y la existencia misma de la razón, por lo cual el escritor concluye que siempre implica “su inevitable relación con el miedo. Porque una de las esenciales funciones del monstruo es encarnar nuestro miedo a la muerte (y a los seres que transgreden el tabú de la muerte, como ocurre con el vampiro, el fantasma, el zombi y otros revenants), a lo desconocido, al depredador, a lo materialmente espantoso… Pero, al mismo tiempo, el monstruo nos pone en contacto con el lado oscuro del ser humano al reflejar nuestros deseos más ocultos”. Una comprensión de que evade y hace mucho más amplios los límites de la realidad, tal y como la conocemos y sobre todo, asumimos su existencia. La cualidad del Monstruo es justamente esa noción de la realidad entre la fantasía y la belleza, una construcción cultural alegórica que muestra lo mejor y lo peor del hombre, como reflejo del monstruo interior que le habita.

A Mary Shelley se le llamó en más de una oportunidad “monstruo”. Por su palidez espectral, su aspecto frágil y extrañamente endurecido — un cronista de su época la define como “una mujer de rara dureza de marfil — pero sobre todo, por su talento. El mismo que le permitió concebir la obra que abrió las puertas a la Ciencia ficción a los veintiún años de edad y dar el paso hacia otro tipo de mirada a la literatura de horror, cuando el género parecía destinado a convertirse en una mirada menor a la naturaleza humana. Pero Shelley también era monstrosa en su magnífica rareza: la que le hizo conservar el corazón de su difunto marido en su escritorio predilecto, caminar por cementerios, obsesionarse con la muerte con una desconcertada maravilla. También era monstruosa para una sociedad que consideraba a una mujer escritora — independiente, hija de una mujer soltera, que además tenía la capacidad de escribir sobre temas que se consideraban prohibidos para su sexo — una figura tenebrosa, inconcebible, la mayoría de las veces peligrosa. Una mujer que además, estaba decidida a luchar contra todo estigma y etiqueta. Que crearía algo más duro y persistente sobre su identidad que lo que la sociedad de su época imponía. Un monstruo sin explicación que alumbró a otra criatura misteriosa y extraordinaria, que aún forma parte de la noción sobre la belleza, lo trágico y lo tenebroso en nuestros días.

Frankenstein de Mary proviene del mismo nexo cultural y político que los versos de su marido — el ahora casi desconocido Percy Bysshe Shelley — y su novela nos sigue deslumbrando por las mismas razones que aterró y desconcertó a los lectores doscientos años atrás. De hecho, la novela es mucho más un mito contemporáneo que cualquier otra cosa, lo cual sorprende y desconcierta si se toma en cuenta que para el momento de su escritura, el debate sobre lo científico y lo moral no hacía más que comenzar. De una u otra forma, se ha convertido en uno de los símbolos sobre los peligros de lo tecnológico carente de moral: el Dr. Frankenstein y su criatura se abren camino en la corriente principal de la vida moderna como una alegoría persistente sobre la forma en que concebimos la realidad y sobre todo, los límites del conocimiento. Además, Shelley dotó al monstruo de todo tipo de significados metafóricos y extrañamente cercanos al dolor: monstruo por fealdad, por su rareza, por su sensibilidad. ¿Hablaba Shelley de si misma?

Por siglos, la voz literaria femenina ha sido menospreciada y en el mejor de los casos, considerada un género menor dentro del mundo de la palabra. Tal vez se trate del inevitable anonimato que la mujer ha sufrido a través de la historia o de algo incluso más intrincado: esa noción sobre el Universo femenino que parece limitarse a la delicadeza de los sentimientos, la conmovedora pasión que suele atribuirse al corazón de la mujer. Y no obstante, más allá, la identidad de la mujer que crea, que construye y elabora historias estaba sujeta al prejuicio, cuando no a una percepción muy directa sobre su pretendida debilidad.

No obstante, Mary Shelley, futura madre de uno de los monstruos literarios más famosos del género gótico, no era una mujer normal. No para la asfixiante y abrumadora sociedad donde nació. Incluso para que le admiraron mucho después. Y es que Mary Shelley, narradora, dramaturga y una convencida filósofa, era un espíritu educado que aspiró a lo intelectual desde su infancia, que construyó un mundo a la medida de su mirada analítica sobre el mundo y que finalmente, legó al futuro una visión profunda sobre su propia vulnerabilidad. Una percepción durísima sobre los peligros de la perdida de la humanidad y más allá, sobre los terrores del conocimiento carente de moral.

Se trató de un hito dentro del mundo de la literatura. Hasta entonces, las autoras femeninas parecían restringidas al ámbito del hogar, el amor y los sufrimientos emocionales, tópicos de las que pocas escaparon y no siempre con éxito. En más de una ocasión, se insistió en la “novela femenina” para describir un subgénero ficticio, lleno de historias románticas edulcoradas y esquemáticas. De manera que la obra de Shelley, asombrosa, original y brillante, despertó toda la suspicacia de una sociedad donde la voz literaria de la mujer no sólo carecía de sustancia, sino aún de identidad. Se habló sobre que las inspiradas reflexiones de Shelley sobre la ciencia, la ética y los límites del sufrimiento intelectual no eran suya, sino obra quizás de su marido o incluso, su padre, el filósofo político William Godwin. Y es que Shelley creó en su obra el más inspirado manifiesto contra la segregación y también quizás, un inédito alegado sobre la tolerancia, oculto bajo el cariz de una novela gótica al uso. Un atrevimiento que la llevó no sólo a la fama sino al centro de las críticas. ¿Quién era esta mujer que creó un monstruo más humano y sensible que el hombre que le levantó entre los muertos? ¿Quién era esta discreta editora, que dedicó buena parte de su vida a promocionar las obras de su esposo, el poeta romántico y filósofo Percy Bysshe Shelley? ¿Quién era el espíritu poderoso que dio vida no sólo a una obra perdurable sino a punto de vista único?

Para empezar, Mary Shelley nunca estuvo destinada a ser una mujer normal. Hija de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft, desde muy niña, Mary aprendió el valor de la palabra y el poder contundente del pensamiento como una forma de liberación. Además, su padre fomentó su pensamiento político — algo rarísimo para la época — y le permitió analizar y comprender ideas culturales muy complejas desde su primera juventud. El resultado, fue una mujer de vanguardia, una libre pensadora esencial que asumió los riegos de vivir y construir su propia vida no bajo las convenciones del siglo represor que debía padecer, sino de su ilimitada curiosidad intelectual. Tal vez por ese motivo, su vida avanzó entre el escándalo y el ostracismo social: Fue amante de Percy Bysshe Shelley mientras el poeta continuaba casado y poco después se embarazó de él, lo que al parecer provocó el suicidio de la esposa de Shelley. Finalmente contrajeron nupcias, pero la reputación de Mary — esa idea abstracta y elemental sobre la identidad social que tan perniciosa podía ser — resultó dañada para siempre. Incluso cuando alcanzó el éxito literario, su pasado continuó siendo una grieta insalvable entre la sociedad que continuaba repudiando su capacidad como creadora.

No obstante, Mary jamás dio su brazo a torcer ni se rindió a los convencionalismos habituales de una sociedad convencida que debía ocupar el lugar que le correspondía por deber. No sólo se destacó como una competente editora — suyo es el mérito del relativo éxito de la obra de su esposo en medio de un complicado momento del mundo literario Londinense — sino además, como una destacada ensayista y filósofa. Su lúcido punto de vista fue una perspectiva refrescante en una época donde la filosofía parecía obsesionada con ciertas ideas que no parecían encajar en las inmediatas discusiones sobre derechos laborales y humanos, una renovada mirada sobre la idea dignidad del hombre por el hombre y más allá, la tolerancia como un elemento esencial para la comprensión de la cultura. A menudo, las obras de Shelley meditaban sobre la cooperación y la compasión, lo que incluso la hizo enfrentarse directamente a la obra de su padre y su esposo, con quienes se insiste en comparar su obra.

Tal vez por ese motivo, resulta curioso que la autora Mary Shelley escribiera la novela que luego la haría célebre gracias a una apuesta entre escritores — en la que participaban entre otros su marido y Lord Byron — que terminó ganando casi de manera casual. No se trató de una de sus profundas elucubraciones sobre la filosofía y la convivencia, sino de una fábula levemente siniestra sobre los peligros del mundo moderno. Aún más intrigante es que la autora fuera la única del grupo de escritores en completar la historia: según sus propias palabras, el relato del monstruo creado por un científico obsesionado por los misterios de la muerte y la creación, tenía “vida propia”. Como si la escritora encontrara en la ficción — y sobre todo, en esa ambiciosa metáfora sobre el dolor y el rechazo que elaboró con tanta rapidez — un espejo inmediato donde reflejó su propia historia. Una idea seductora y que tiene inquietantes interpretaciones, si recordamos que la desconcertante trama de la novela, intenta reflejar los peligros de la audacia audacia del hombre por rozar los limites mismos del saber, más allá de toda moralidad y sensibilidad. Porque Frankenstein no es una historia de terror tradicional, es un juego de símbolos morales y éticos que intenta llevar la reflexión sobre la identidad del hombre — y el poder de la razón — a una dolorosa comprensión sobre la individualidad y la enorme soledad moderna. El conocimiento destructor, ese que rebasa cualquier interpretación, que se asume asume así mismo como infalible y que intenta definir los límites de la mente humana, sólo para sucumbir a su propia destrucción.

Lo más asombroso de “El Monstruo de Frankenstein o el moderno prometeo” — titulo original de su obra más conocida — es que fue escrito muchos años antes que la tecnología destruyera los últimos Dioses tambaleantes de la mente humana y lo sustituyera por la visión científica. De manera que no se trata de una crítica simple hacia el poder de la ciencia — como se suele analizar — sino a los motivos por el cual el hombre utiliza el poder del conocimiento como arma. Una abstracción tan amplia que no sólo abarca esa noción de Shelley sobre el debate ético sino sobre lo que se pondera como la individualidad como principal riesgo del intelectualismo. No se trata de una idea sencilla. Shelley se enfrenta a una época donde nace la gran soledad moderna, en la que los primeros anuncios de la industrialización destruyen los cimientos elementales de lo que hasta entonces había sido una sociedad obsesionada con el colectivismo. Durante siglos, el mundo se concibió así mismo como una gran mancomunidad donde la soledad era una virtual rareza y lo personal, una idea aún en construcción. Con la llegada de la primera mirada al mecanicismo, esa realidad se transformó en algo más: de pronto el talento era un reflejo de la identidad y el mundo, una combinación de esa presunción sobre lo intimo y lo privado. Y es entonces cuando Mary Shelley describe un mundo nuevo: una maravillosa posibilidad — el hombre que crea vida, más allá del misterio — y también, el horror de ese descubrimiento. La responsabilidad de una idea que desborda a la moralidad simple que hasta entonces podía sostener la idea. Una alegoría angustiosa a esa búsqueda de una idea que pueda justificar la pérdida de la inocencia, la caída en el dolor del alma humana ante la ausencia de fe. Una visión que inquieta por lo precisa, más allá de su poesía y sensibilidad, por mostrar ese dilema del poder de la sabiduría: el creador que pasa a ser esclavo de sus actos, la osadía del espíritu que puede llevar al desastre y la destrucción. Una moraleja ética. Y no obstante, Mary Shelley no se prodiga con facilidad. En Frankenstein el dilema no es evidente: el Monstruo no sólo encarna el dolor sino la crítica, mientras que el doctor parece ser el símbolo de la moral rota, de la perdida de las esperanzas de un mundo carente de Dios o de cualquier creencia que pueda sostener esa prodigiosa capacidad. Ese misterio recién descubierto del hombre que se transforma por un momento, en un Dios.

¿De que escribe Mary Shelley en Frankenstein? ¿Sobre una época que se encontraba al borde mismo de una ruptura histórica? ¿Sobre ese papel secundario y eternamente anónimo que le endilga su género? ¿O incluso sobre su madre, quien sufrió la deshonra y el dolor ser menospreciada intelectualmente durante su vida? ¿Qué se esconde realmente bajo esa monumental visión sobre lo bueno y lo malo, lo temible y lo bello? ¿Que ocurre debajo de esa aparentemente inocente visión de un monstruo benigno que lucha contra el horror que prodiga sin desearlo? ¿Que aspiraba Mary Shelley a crear, como un moderno Prometeo de la palabra, en esa declaración de intenciones tan profunda como dolorosa?

Con frecuencia, se le acusa al libro de sermoneador. Y podría serlo, si los personajes fueran menos complejos o la historia más edulcorada. Pero hay una crueldad subyacente en lo que se cuenta, que parece impregnar todo el relato, que destruye la ilusión de solemnidad que abarca la visión del autora e incluso la desborda. Una breve ensoñación sobre el poder del hombre y a la vez, su fragilidad.

lunes, 29 de octubre de 2018

Crónicas de la lectora devota: “Solitud” de Emilia Marcano Quijada. Proyecto 24 voces venezolanas.




La poesía sin duda, es uno de los géneros que suscita mayor debate en la literatura, no sólo por su capacidad para sorprender sino además, para traducir la naturaleza humana desde las palabras con una dolorosa y fidedigna belleza. No obstante, sus límites siempre parecen poco claros o sometidos a una percepción sobre la naturaleza del hombre que desconcierta por su profundidad. ¿Es la poesía la manifestación máxima de la palabra que crea? Si nos atenemos a las palabras de Arthur Rimbaud, el poeta se transforma en un mero traductor de una idea más fecunda y sublime, una percepción sobre una dimensión de la realidad por completo nueva. Pero en palabras de Bukowski (la antítesis del poeta tradicional), la palabra es una herida abierta y sin posibilidad de curación. Entre ambas interpretaciones, la poesía — esa antigua idea sobre el poder de la palabra que se transmite de siglo en siglo como una herencia palpable — continúa definiéndose. Abriendo espacios novedosos, creando una noción del mundo por completo nueva.

El poemario “Solitud” de la poeta venezolana Emilia Marcano Quijada, atraviesa esa noción de lo experimental, lo levemente transgresor y lo vivencial a través de una mirada brillante sobre el espíritu del hombre en plena transformación. La obra de Marcano Quijada es una extraña mezcla de expresiones de la realidad en apariencia dispares pero que la autora construye para crear un concepto muy amplio sobre el mundo: una evidente necesidad de traducir en luces y sombras la urgencia de la transformación de lo cotidiano en una noción poética toda regla. Con cada día señalado de manera clara a modo de diario vívido y poderoso, la obra de la poeta es una delicada síntesis entre lo íntimo y lo doloroso, lo mítico y esa interpretación de la poesía como deseo de profunda contradicción. A medida que las confesiones veladas y medio construidas a través de exquisitos versos se hacen más sentidas, la autora reflexiona sobre el amor, el tiempo, el vacío existencial y el miedo desde la sutileza. Una y otra vez, la sucesión de días y también, de estadios y dimensiones emocionales, permite a Marcano Quijada desglosar con cuidado y paciencia el erotismo, lo terrenal y lo divino. Al final, el poemario entero tiene el tono y la mirada de un punto de vista original y exhaustivo sobre el ser y sus delicados matices, pero también sobre algo más Universal y potente. Una percepción crítica sobre la ternura, el dolor, el sufrimiento disimulado bajo el silencio, la belleza como un elemento inevitable en nuestra vida.

Intimista, incluso descarnado en ocasiones, pero la gran mayoría solo veraz, Marcano Quijada crea una retórica propia, una sensualidad cálida llena de elegancia. Para la poeta, la vida, la muerte, la belleza y el amor, forman una única visión sobre la vida que se entreteje entre sí para crear imágenes oníricas, casi místicas. Quizá siguiendo la tradición de la poesía latinoamericana (con su formidable carga de poder simbólico) “Solitud” medita sobre lo divino, lo inquietante y lo misterioso de manera esencial. La autora se debate entre la comprensión del tiempo — que es de hecho, la piedra angular de su obra — y la forma en que analiza su identidad a través de la palabra. Probablemente para la autora, el poder de la evocación en sus poemas sea una forma de trascendencia personal. Marcano Quijada intenta encontrar un equilibro entre la complejidad y la pureza en la palabra. Su lenguaje formal, sereno, pero a la vez audaz es muy probablemente, su manera de comprender el mundo, entre dos extremos, más allá de sí misma, en una forma tan depurada como íntima.

El poemario “Solitud” no se prodiga con facilidad, pero aún así, en su lento conteo de días y horas perdidas, la autora logra construir una atmósfera pura en la que escribe con paciencia sobre el amor, el sexo, las relaciones, el desarraigo, la soledad, las heridas cotidianas y lo hace con poemas que recuerdan pequeños garabatos privados al margen de un libro. Y es esa cualidad privada, poderosa y quizás efímera lo que brinda sentido a su manera de descubrir ideas colectivas y sobre todo, profundamente ideales. Su mirada es una expresión de fe y de comprensión casi inocente sobre lo que le rodea y a la vez, una meditada versión sobre la poesía como herramienta de construcción de ideas muy elaboradas sobre la época que le tocó vivir. El resultado es una mezcla de existencialismo y poder espiritual que conmueve por su contundencia.

Es evidente que para Marcano Quijada, la palabra es el método idóneo para reencontrar fragmentos perdidos sobre la mitología personal. “Solitud” como conjunto, no sólo lo hace sino que sostiene una estructura esencial sobre la poesía como vehículo de búsqueda de la individualidad. Para la poeta, la poesía nace y se extiende como un valor agregado a su forma de comprender el mundo y también, un específico trayecto de un poder personal inalienable. Con su poemas cargados de deliciosa dulzura y una cierta melancolía creada a partir de la añoranza, “Solitud” es una defensa a ultranza de la poesía como hecho literario personalísimo y una compresión ideal del tiempo personal y la experiencia como lienzo subjetivo. Una recreación constante de una belleza simple, arraigada y potente.

No obstante, Marcano Quijada busca algo más que la tristeza melancólica en su obra: el poder femenino se manifiesta a través de ideas y los pequeños silencios de elaborada franqueza y una firme elucubración de la identidad en cada uno de los poemas de su obra. Todo a través de la poesía, del poder de la evocación, de su capacidad para conmover. Quizás esa noción sobre lo persistente de la poesía como expresión de asombro hacia el mundo y su capacidad para reflejar el poder de los dolores y alegrías universales, lo que emparenta el trabajo de Marcano Quijada con la poesía como visión extraordinaria del mundo. Y sin duda, ese es su mayor mérito.

viernes, 26 de octubre de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Lo bueno, lo malo y lo feo de “The Chilling Adventures of Sabrina” de Netflix.




Durante los últimos años, la nostalgia ha conquistado la pantalla chica y grande. Desde remakes hasta reboots, hay una definitiva mirada al pasado, ya sea en busca de inspiración o por el contrario, para el uso consciente y premeditado de los buenos recuerdos colectivo como un recurso inmediato para atraer las grandes audiencias. El experimento no siempre resulta especialmente sustancioso o profundo (mucho menos exitoso), pero es evidente que la reinvención de series de tv y franquicias con un considerable número de fanáticos fieles, es una apuesta segura para despertar el interés en las grandes audiencias, a pesar de los resultados desiguales que pueda tener.

No obstante, la mayoría de los productos creados a partir de esta nueva tendencia, carecen de la osadía suficiente como para que la revisión sea algo más que una modernización no siempre afortunada del original. Desde sagas y franquicias convertidas en versiones caricaturizadas de sus predecesoras hasta miradas alternativas al Universo primitivo en el que se basan, la onda de la nostalgia no logra superar en la mayoría de los casos, la necesidad de sostenerse casi por completo sobre el éxito que les precedió. De manera que esa percepción sobre el revival casi siempre resulta fallida, cuando no una combinación tediosa de lo viejo y lo actual sin mayor trascendencia.

Por supuesto, siempre hay excepciones: Una de las más relevantes es sin duda el trabajo transgresor de Roberto Aguirre-Sacasa, que tomó el tradicional cómic de “Archie” (un reconocido ícono de la cultura norteamericana) y lo convirtió en una propuesta tan novedosa como desconcertante: su spin off del original “Afterlife With Archie” envió al Universo entero del pelirrojo de la sonrisa traviesa justo hacia el otro lado de la cortina de un mundo asolado por un apocalipsis zombie. De pronto, la noción social y estructural de Archie (que durante buena parte de su tiraje reflejo el estilo de vida americano desde una inocencia casi conmovedora) se transformó en algo más violento, electrizante y potente, lo que cambió para siempre no sólo la percepción de los personajes sino el Universo mismo elaborado a su medida. Aguirre-Sacasa parece tener una especial habilidad para llevar a los extremos lo culturalmente familiar y agregar cierta persistencia de la memoria común como algo más complejo que una simple combinación de símbolos. Con un sentido del humor sardónico y extravagante, también evocó y trajo de vuelta al icónico “Riverdale” en un drama juvenil de la CW con tintes de drama sexy que se ha convertido en adictivo para buena parte de la audiencia. De modo que su versión de “The Chilling Adventures of Sabrina” no podía ser otra cosa que un experimento extravagante y desbordante de imaginación. O así lo esperaban la mayoría de los fanáticos. Sin embargo, el resultado es un producto con el sello de Aguirre-Sacasa, pero con ciertos fallos argumentales y de coherencia, que convierten al show en una mezcolanza de estilos y referencias no del todo sólido. Entre lo sobrenatural y algo parecido a un drama con tintes de humor negro, “The Chilling Adventures of Sabrina” no logra alcanzar verdadero ritmo e identidad y termina convertida en una combinación levemente confusa de estilos y puntos de vista sobre los más variados temas. Para bien o para mal, Sabrina se ha transformado en ícono de su época pero el cambio no ha sido del todo satisfactorio.

Por supuesto, la nueva encarnación de la bruja adolescente, poco o nada tiene que ver con el sonriente personaje de los cómics de la década de 1960 y mucho menos, con la simpática serie de mediados de los años noventa. Transformada en un reflejo de la juventud cínica de nuestra época, Sabrina no tiene motivo para sonreír o bromear: de hecho lo hace muy poco y Aguirre-Sacasa no parece muy interesado en que su personaje tenga momentos de alivio en medio de una historia tensa, por momentos angustiosa y casi siempre, muy tenebrosa. Pero se trata de una oscuridad poco creíble o al menos, no lo suficientemente poderosa como para asombrar o aterrorizar, sino que construye un tipo de parodia involuntaria sobre lo tenebroso que en algún punto, tiene algún encanto. La Sabrina de Kiernan Shipka tiene una sonrisa mordaz, un rostro inocente y un actitud un tanto distante, que la convierte en una especie de personaje escindido por una angustia existencial no resuelta. De hecho, es así: Sabrina no toma su naturaleza como bruja de la misma manera natural y encantadora de sus predecesoras, sino que se encuentra atada a su identidad enigmática desde una perspectiva casi dolorosa. Por un lado, Sabrina es una estudiante en apariencia normal de un escuela secundaria corriente, que debe lidiar y batallar con todas las pequeñas incomodidades y dolores que de cualquier chica de su edad. Pero por el otro lado, Sabrina también debe complacer a su aquelarre, que venera al diablo — así, sin matices — y a diferencia de otras tantas brujas de la ficción reciente, se encuentra literalmente atado a un tipo de maldad subyacente. Como si de un melodrama medieval se tratara, todas las brujas jóvenes deben firmar con su nombre el libro del Señor Oscuro al cumplir los dulces dieciséis, en una extraña parodia a la costumbre americana sobre el rito de paso hacia la temprana adultez. Pero este pacto con tintes faustiana, tiene su doble truco: a cambio de una petición, la bruja debe entregar todo a su futuro amo.

“Quiero libertad y poder” se rebela Sabrina, contra la maquinaría antiquísima que traslada la información y tradición a través de un longevo vínculo familiar. La tía Zelda de Sabrina ( encarnada por Miranda Otto en un estilo de malvado y sofisticado que recuerda a las complejas villanas televisivas de varias décadas atrás) está convencida que aceptar el pacto no sólo es necesario sino además imprescindible, no sólo para supervivencia del rito sino también, del núcleo familiar basado en el poder y el deber. Al contraste, la adorable tía Hilda (interpretada por una espléndida Lucy Davis, tan entrañable como en su corto papel en Wonder Woman) no está tan segura. Para Hilda, el ritual tiene algo de inevitable y cuando explica sus razones para aceptarlo, la serie asume un doble discurso extrañamente actual“ Antes, las chicas no teníamos ninguna opción en ese entonces” le explica a su sobrina “Es simplemente lo que se hizo”. Toda una declaración de intenciones que tiene la singular intención de demostrar que Sabrina luchará no sólo para equilibrar su doble vida sino también, para asumir el peso de una tradición que no acepta y tampoco, siente le pertenezca.

Aún así y a pesar de esta interesante premisa, “The Chilling Adventures of Sabrina” pierde muy pronto el pulso y el sentido de su propia identidad, en una mezcolanza poco comprensible de referencias cruzadas. La serie, que podría haber sido un éxito diez o doce años atrás en medio de una generación aún deslumbrada por la franquicia de Harry Potter, avanza por momentos con torpeza, utilizando como bazas superficiales elementos de otras sagas idénticas que no logra aglutinar en un discurso comprensible o al menos lo suficientemente coherente como para resultar atractivo. Sabrina es ahora una bruja llena de preocupaciones mundanas y que además, parece luchar con los mismos bemoles y puntos bajos de la historia de Rowling, sólo que bajo todos los pequeños rudimentos culturales norteamericanos. Además, la bruja adolescente debe enfrentarse a un conflicto que a los consecuentes espectadores de “Riverdale” es resultará familiar y que en la serie, resulta fallido. En medio de todo, el guión trata de agregar un subtexto feminista y además, elaborar una idea consecuente sobre la percepción de Sabrina sobre su propia historia, sin resultar convincente. Dotada de poderes mágicos, voluntad, temperamento e inteligencia Sabrina es el prototipo de un nuevo tipo de superhéroe muy semejante a otras tantas mujeres con elementos de poder en la cultura actual, aderezada además con una flamante dosis de reivindicación cultural. Pero la propuesta parece superar a Shipka y el personaje flota entonces, en medio de una extraña confusión entre una debilidad que se percibe como inevitable y una impulsividad inexplicable que termina siendo a la larga tediosa.

Claro está, “The Chilling Adventures of Sabrina” se esfuerza por encontrar un sentido de la coherencia y en algunos capítulos lo logra, pero el resultado no es uniforme en absoluto. El diseño de producción de la serie está pensando para crear una atmósfera caótica, un tanto inquietante, pero sobre todo, con reminiscencias de un gótico chic que no logra alcanzar a pesar de sus Polaroids y sus cigarrillos, los toques de paleta oscura o su atmósfera claustrofóbica. El esfuerzo es insuficiente a medida que la serie avanza entre lugares comunes y algunos clichés inevitables, pero sobre todo, envuelta en cierta percepción sobre la concepción del poder más cercano a una capacidad incontrolable que a un don misterioso. Al final, “The Chilling Adventures of Sabrina” con su temerosa nostalgia y sus inevitables referencias a productos más elaborados y mejor construidos, resulta una inevitable decepción en conjunto. Otro intento fallido de revitalizar la melancolía de personajes e historias entrañables carente de la solidez necesaria para resultar efectiva.

martes, 23 de octubre de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: ¿En que se parecen el libro y la serie “The Haunting of Hill House? Un recorrido por todos los Easter Eggs y referencias que puedes encontrar en el show.





La labor del escritor en ocasiones se ha definido como una puerta abierta al misterio, una mirada profunda y compleja sobre la identidad colectiva pero sobre todo, un reflejo de los temores más insólitos de su autor. Quizás por ese motivo, Shirley Jackson escribía no sólo sobre terror, sino también de la capacidad del miedo para mostrar nuestra humanidad. Un matiz insólito sobre el género que brindó a la obra de Jackson una nueva dimensión y una identidad propia. Para la escritora, lo tenebroso poco o nada tenía relación directa con lo sobrenatural — que asume en ocasiones casual, accidental e incluso espontáneo — y, sí, con la naturaleza del hombre y su circunstancia.

La nueva versión de su libro más conocido “The Haunting of Hill House” dirigida por Michael Flanagan, pone una enorme atención en la percepción del horror como parte de lo invisible. De la misma forma que su gemelo literario, la serie analiza el cuestionamiento sobre lo que nos aterroriza — y el motivo por el cual lo hace — con una delicadeza y profundidad que dotan a la serie de una extraña semejanza con el libro en que se basa, a pesar de la cronología por completo distinta y los cambios sustanciales en la trama de la reinvención televisiva. No obstante, la serie “The Haunting of Hill House” rinde un inteligente y osado tributo al libro pero también, a la comprensión de Jackson sobre lo sobrenatural. En conjunto, la serie analiza los elementos tradicionales de las casas embrujadas y los fenómenos inexplicables desde una perspectiva tradicional, pero añadiendo además, una mirada nueva que compone y mezcla lo emocional con algo más complejo de definir. Para Flanagan parece haber sido de enorme importancia, no sólo utilizar el libro de Jackson como contexto a la obra sino además, analizar de manera precisa la historia original para crear un telón de fondo de extraordinaria complejidad. De modo, que aunque la adaptación de Netflix no sea literal al libro homónimo, si es una formidable mirada a la concepción de Jackson sobre el horror, los dolores, las enfermedades mentales y el desarraigo emocional. Tal vez por ese motivo, la serie entera está llena de referencias al libro que podrían resumirse en la intención del director de construir una mirada de persistente belleza sobre el mundo creado por Shirley Jackson y sobre todo, su mirada siniestra sobre lo absurdo, lo terrenal y la incertidumbre.

Al principio y al final, en palabras de Shirley Jackson.
El primer párrafo del libro “The Haunting of Hill House” es uno de los más conocidos de la literatura de género y la serie lo incluye para brindar una primera perspectiva de lo que ocurrirá a lo lo largo de la serie:

“Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo en unas condiciones de realidad absoluta; incluso las alondras y las chicharras, suponen algunos, sueñan. Hill House, nada cuerda, se alzaba en soledad frente a las colinas, acumulando oscuridad en su interior; llevaba así ochenta años y así podría haber seguido otros ochenta años más. En su interior, las paredes mantenían su verticalidad, los ladrillos se entrelazaban limpiamente, los suelos aguantaban firmes y las puertas permanecían cuidadosamente cerradas; el silencio empujaba incansable contra la madera y la piedra de Hill House, y lo que fuera que caminase allí dentro, caminaba solo”.

El mismo párrafo define los límites de la novela y también los de la serie en la que parece señalar hacia dónde nos llevará el tránsito de la familia Crain a través de no sólo de su recorrido por Hill House, sino de su vida, como una versión ampliada y retorcida de los fenómenos que alberga la casa. El capítulo final de la serie, también es un homenaje claro al impactante y ambiguo final del libro, aunque mucho más edulcorado y poco convincente que la obra original. Aún así, la serie utiliza el mismo motor de ritmo y estructura del libro para elaborar una hoja de ruta a través de la historia. Una estupenda respuesta argumental, que subsana la falla evidente de un clímax pensado para un medio por completo distinto al literario.

Un eco reconocible:
Una de las referencias más claras de la serie con respecto al libro original, es el uso de los nombres de los personajes. No obstante que la línea argumental principal es por completo distinta al libro, los nombres logran crear un hilo conductor que vincula con sutileza lo que se muestra en pantalla con la versión original. El más obvio, es por supuesto el de “Nell” — abreviatura de Eleanor Vance — nombre de la protagonista del libro de Shirley Jackson y que en la serie, conserva la mayor parte de los elementos reconocibles del personaje original. Los hermanos de Nell, además, también llevan los nombres de otros personajes del libro: Theo y Luke forman parte de la trama de Jackson y en la serie, tienen el mismo peso argumental que en la versión literaria. Además, Flanagan parece haber profundizado en la mitología de todas las anteriores versiones de la historia: El Dr. Montague — personaje esencial en la novela — también forma parte del Universo creado por la serie de Netflix y está interpretado por el actor Russ Tamblyn, que formó parte de la la adaptación de 1963 del libro de Jackson.

Por supuesto, la referencia nominal más llamativa es el apellido de la familia Crain: en la novela de Shirley Jackson, Hugh Crain es el patriarca siniestro que construye Hill House y de hecho, centro esencial de la historia. Jackson crea una mitología propia y elabora una idea esencial sobre el bien y el mal basada en la personalidad del hombre, descrito en la novela como “el horror encarnado como un hombre cerril y silencioso”. En la serie, es el padre errático, confuso y por momentos ambiguo. El resto de la familia Crain, es también una inteligente mezcla entre lo literario y lo esencialmente televisivo, lo que da como resultado, una mirada alegórica que no desmerece el argumento original. Pero además, Flanagan y los guionistas de la serie, parecen lo suficientemente familiarizados con los personajes de Jackson como para crear pequeñas coincidencias referenciales de enorme inteligencia: Los los Dudleys — la pareja que está encargada de la vieja Hill House mientras permanece vacía — son un reflejo exacto de sus pares en el mundo literario. Una y otra vez, la serie parece decidida a construir una reinvención del icónico libro a través de una serie interconectada de referencias bien planteadas que convierten al argumento del show en un reflejo consciente de su referente inmediato.

Theodora: Inevitable y ambigua.
De la misma manera que Nell, el personaje de Theodora es una reinterpretación muy cercana a la original imaginada por Jackson para su libro. De la misma forma que en el libro, la Theodora televisiva tiene capacidades psíquicas y una sexualidad ambigua que Jackson insinuó en su libro pero debido al temor a la censura, fue limitado a unas cuantas insinuaciones poco claras. No obstante, en la serie Theodora es abiertamente lesbiana y es quizás esa evolución del personaje — o esa conclusión elegante a lo que probablemente fue la idea original de la escritora — lo que hace aún más interesante el juego referencial que Flanagan utiliza en la serie.

Una bienvenida inquietante:
Una de las conexiones simbólicas más evidentes entre libro y serie, es la existente entre los mensajes que el personaje “Nell” encuentra en la casa en diferentes capítulos de la serie y la forma como en la novela, los episodios más aterradores están relacionados con palabras y frases escritas en los pasillos y paredes. Pero, mientras que Jackson recurre de nuevo al recurso de no prodigar demasiadas explicaciones al momento de construir una escena, Flanagan decide mostrar a través de Theo la autoría — o mejor dicho, el extraño origen — de la serie de mensajes escritos con tiza roja que llenan los pasillos y habitaciones de Hill House. Flanagan y su equipo parecen haber tomado en cuenta también, el hecho que para Jackson, lo sobrenatural tenía una estrecha relación con las pequeñas vicisitudes que rodeaban a sus personajes, lo que convertía a lo verdaderamente terrorífico en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes. La serie toma el testigo y elabora una perspectiva sobre lo temible muy cercano a pequeños hallazgos trágicos, que redimensionan el hecho del terror hacia algo mucho más profundo, emocional y privado.

Una conexión inevitable:
Quizás, los únicos personajes extraídos directamente del libro y que forman parte de la serie sin sufrir cambio algo, son los Dudley, que además parecen tener el objetivo de establecer una conexión directa entre novela y el producto televisivo. Flanagan tomó la acertada decisión de conservar los nombres, ocupaciones y el vinculo casi cognoscitivo que los personajes mantienen con la casa. La pareja, además, sostiene cierto discurso tenebroso que se desliza debajo del argumento principal como ideas elaboradas a partir de algo más complejo y difícil de comprender. De hecho, en el primer episodio — titulado “Steven ve un fantasma” — es una copia fiel de las líneas que describen a los personajes en la novela original: “Nadie se acercaría más que eso. Así que sí, vivían solos. En la noche, en la oscuridad”

La muerte en todas partes:
La violencia sugerida forma parte de buena parte de la obra de Jackson, pero sobre todo, la concepción eminente y elocuente de la concepción del miedo como un peldaño en medio de una meditada estructura que se hace cada vez más enrevesada y compleja. Además, para la autora, la muerte y las mujeres, parecen forman parte de una única línea argumental que usa para delinear un punto de vista atroz y audaz sobre lo terrorífico. No obstante, no se trata de una predilección de género o una opinión de la escritora sobre lo femenino, sino algo mucho más orgánico y complejo. Las mujeres en la obra de la escritora son elementos imprevisibles que transforman la narración en un recorrido sorprendente y lleno de matices. Las describe llena de delirios, angustias y debilidades. Flanagan apuesta por la misma idea y logra una conjunción de perspectivas sobre la mujer y la muerte que crea un reflejo inevitable del libro, pero también una dimensión original sobre la idea esbozada por Jackson en su novela. Sus personajes tan poderosas, inquietantes y macabras como sus homónimas en papel, pero también, plasma la percepción que Jackson tenía sobre lo femenino: un elemento incontrolable y salvaje de enorme valor argumental. Las mujeres de Jackson son fuerzas de la naturaleza: incógnitas y reflejos de lo incierto y lo tenebroso. Al contraste, muestra a lo masculino desde lo previsible. Simplificaciones casi maliciosas que logran crear una rara tensión insólita al fondo de cada narración.

Los misterioso como una expresión de belleza:
Con frecuencia Jackson escribió sobre la brujería y las prácticas paganas en Nueva Inglaterra y se aseguró de dejar en claro que no sólo los conocía de manera académica, sino que además, era una sincera practicante de ritos antiguos. Para Shirley — la provocadora, la mujer extraña que logró aterrorizar a una nación con un único cuento — la idea de la bruja era algo más que una mera anécdota histórica. Cuando su marido bromeó con la presa al declarar que «se había casado con una mujer maligna, una bruja» los periódicos se lo tomaron en serio y Shirley también. Con su habitual y sardónico sentido del humor, Shirley admitió, a quien quisiera escucharla, que desde niña había practicado vudú y que tenía una amplia experiencia en conjuros y hechizos. «Llevo la maldad como una marca», llegó a decir, para horror y fascinación del público que por entonces ya le temía y admiraba en partes iguales.

La serie juega con elementos de brujería y también, con una proyección ideal sobre el bien y el mal que elabora algo más perspicaz que simples posturas morales. La serie crea secuencias enteras de cuestionamientos sobre la naturaleza de las fuerzas que habitan en la casa — y su capacidad para confundir y aterrorizar — y también, construye una mirada elocuente sobre el hecho del miedo como algo más enigmático que una mera reacción emocional. La serie parece mucho más interesada en meditar sobre el miedo como una idea que se hereda — o en todo caso, vincula — que en cualquier otra cosa.

Lo cotidiano como un hecho terrorífico:
En una ocasión Shirley Jackson dijo que sus monstruos siempre sonreían. Que habitaban en las relaciones de familia, en los círculos de amistades, en los polvorientos rincones de las casas que la escritora imaginaba como una visión del miedo y la belleza. Sus criaturas son hombres, mujeres y niños, la mayoría de aspecto agradable, con un retorcido sentido del humor y una conciencia de sí mismos que sorprende por su agudeza. Y entre toda esa placidez burguesa, habita un dolor y una maldad de enorme densidad. Capas tras capa de sufrimientos, frustraciones y temores convertidos en una oscuridad plausible y conmovedora. La serie recurre a la misma concepción sobre el terror y todos sus fantasmas y rostros escondidos entre las paredes, forman parte de una mirada mucho más vehemente sobre el miedo convertido en algo más elocuente y doloroso. De hecho, la serie tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea que identifica a la obra de Jackson. Cada una de sus obras se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para la autora, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. En la serie “The Haunting of the Hill House” el horror se convierte en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes. La serie lo traduce con planos secuencia que apelan a una cierta claustrofobia y al horror, traducido en escenas largas en las que los personajes parecen perdidos en la confusión de los innumerables pasillos y habitaciones de “Hill House”. Todo un homenaje al horror en estado puro que siempre analizó la escritora.

Quizás el éxito de la serie radica directamente en esa percepción de Jackson sobre la naturaleza humana: Un valle tétrico poblado de monstruos sonrientes. Una enorme casa cuyas puertas no conducen a ninguna parte, sus habitaciones son más grandes de lo que aparentan y en las que el horror habita como una sombra sonriente. Una extrañísima combinación entre lo temible y lo vulgar que sólo el talento de Jackson pudo conjugar en una mirada ambigua sobre la realidad y que la serie de Michael Flanagan supo comprender de una manera brillante y siniestra.

lunes, 22 de octubre de 2018

Crónicas de la lectora devota: “La Hora perdida” de Krina Ber. Proyecto veinticuatro voces Venezolanas.




Alice Munro comentó en una oportunidad que contar lo cotidiano era sin duda, una de las experiencias más difíciles que puede tener cualquier escritor. No sólo se trata de narrar los pequeños secretos del día a día desde una observación fortuita y poderosa, sino además, crear y construir algo a través de esa mirada atenta, esa capacidad para transmutar lo corriente — ese brillo cegador de lo que casi resulta invisible en el transcurrir de los días y los años — en algo mucho más poderoso, extraordinario y sobre todo conmovedor. Un espejo en el cual contemplar el propio reflejo y cierto yo colectivo que parece comprender la naturaleza humana desde una perspectiva de exquisita sutileza.

Tal vez por eso, el libro “La hora perdida” de Krina Ber, sorprende desde sus primeras líneas, por la habilidad de la escritora para construir una mirada alternativa de lo cotidiano y brindarle un leve misterio que se adivina página tras página, en la que la narración avanza con cuidado en medio de lo conocido para profundizar en ese secreto íntimo que el libro elabora como puente entre la narración y el mundo que le rodea. Ber es una mujer de método y sobre todo, una escritora que asume el lenguaje como una estructura viva. En otras palabras, una noción sobre lo que le rodea, que se construye pieza a pieza a través de una observación diáfana y profunda de lo que rodea al autor. Ber asume las capas movedizas de información y reflexión que todo relato contiene desde la sencillez. Desde una transparencia engañosa tan sutil que parece abarcarlo todo, asumir la existencia — en palabra y metáfora — desde la idea originaria que se construye a partir de una ensoñación. Meticulosa, discreta y con un profundo asombro por la capacidad redentora de la escritura, Ber cimenta su estilo narrativo desde lo mínimo. El detalle que elabora. El sentimiento que sustenta. Y “La hora perdida” transita justo esa percepción sobre lo bello, lo doloroso, la pérdida y el desarraigo con un pulso impecable y elegante. Cada una de las partes del libro (divido en cuatro partes que se complementan entre sí) elaboran un discurso coherente y profundamente sentido sobre el tiempo que transcurre, el amor que pierde sentido, la ternura del olvido y lo conmovedor del tiempo que se transforma en una forma de identidad. Ber, asimila los espacios de sus historias como pequeñas transformaciones del entorno y dota a cada relato, de una plasticidad que se desliza con ternura por entre pequeños gestos y recuerdos sostenidos por una única mirada sobre la realidad. Esa que contiene todos los matices y formas de construir lo individual y también, la concepción sobre lo humano como falible e incompleto.

Por supuesto, “La hora perdida” no es solamente un conjunto de relatos, sino que en realidad se trata de fragmentos entretejidos por una colección de vivencias que se adecuan a la narrativa como un puente entre la mirada que recuerda y la que cuenta la historia en su metáfora esencial. Es evidente que Krina Ber construye sus relatos paso a paso, con una prosa cuidada que sin embargo, no es ajena a cierto virtuosismo que llega a sorprender a medida que avanza la trama. Ber, no sólo descompone la realidad en sus elementos esenciales — o así parece hacerlo, en ese sentido de vaivén del bloque de información que se sustenta sobre una delicada visión de lo que se cuenta — sino que además, elabora una idea sobre lo real por completa orginal. En ocasiones, la escritora parece escribir sobre líneas, al margen, contradiciendose y finalmente reafirmando ideas, que a fuerza de sencillas llegan a construir un entramado profundo y preciso de la emoción. Desde el padre ausente al dolor del leve desamor, hay una vuelta de tuerca sobre la ternura, el poder del sufrimiento secreto y la constante conciencia sobre el desarraigo. Hay una evidencia real de la sustancia en los intersticios, las elipsis, los silencios, como si la insinuación fuera en sí mismo una audacia. No hay evidente ni directo en la prosa de Ber y quizás, ese sea su verdadero triunfo. El hecho ideal que lleva a sus historias a erigirse como elementos literarios de un raro valor en su belleza y buen hacer. Una y otra vez, la escritora parece tomar el camino más sutil y el más discreto, para crear una poderosa visión de lo que narra. Apunta, sugiere, se mueve a dos bandas, observa, puntualiza. Y la sencillez se hace compleja. Crea un laberinto que conduce al lector entre las sombras, las puertas entreabiertas. Una ingravidez de verbo y de propuesta que hace cada pieza literaria de la autora, inolvidable.

Quizás, el mayor triunfo de Ber sea justamente ese: su resistencia a la opinión evidente, directa. Al hecho de asumir el preludio y el desenlace progresivo como necesario para elaborar una idea esencial sobre su obra. Ber apela a la imaginación del lector, sin prodigarse demasiado, sino narrando con firmeza el cuidadoso entramado de sensaciones y visiones que construyen al final, una magnífica visión sobre lo privado, lo íntimo y el misterio de lo cotidiano. Como autora, Ber parece estar convencida de la importancia de la participación consciente del que mira el mundo a través de sus ojos, del que hojea sus historias como quien paladea un álbum de fotografías ajenas. Una participación a dos manos que construye un paisaje nuevo a cada lectura.

Entre una historia y otra, Ber se esfuerza por crear una mirada amplia y tierna sobre el ser humano en toda su sencillez anecdótica y por momentos, la presencia de la autora — su personalidad intangible — es quizás su principal personaje: Sin duda, por ese motivo, los relatos de Ber muestran a una mujer aparentemente fuerte, que intenta mantener el equilibrio, que aspira a lograrlo al menos, hasta que se desploma, se rompe en dos mitades que nunca vuelven a encajar entre sí. El amor que se mira entre dolores, los recuerdos que palpitan en algún lugar de la memoria. Y esta complejidad inaudita, este proceso de temores y desasosiegos, de belleza y dolor, se describe con una prosa casi simple, sin énfasis. No obstante, Ber crea esa deliciosa intimidad con sus personajes y más allá de eso, permitirnos comprender sus motivaciones, crearlos en nuestra imaginación. De tan reales, que resultan siendo entrañables e incluso, un símbolo de una persona desazón.

Sin duda “La hora perdida” medita sobre la fragilidad del espíritu humano con la habilidad para hacernos recordar nuestras propias grietas y desigualdades. Todos sus personajes parecen a punto de quebrarse en trozos irreconciliables, de sucumbir al peso de la realidad: mirarse más allá de la rutina inevitable, de esa transformación incesante del rostro humano en busca de intimidad. Una interpretación de la mente y la naturaleza humana a través de su fragilidad, de su pequeña obsesión con el desastre y su accidentado recorrido a través de lo cotidiano. Para la autora nada es simple. Su complejidad tiene mucho que ver con su capacidad para crear infinitas ramificaciones dentro de un Universo de palabras construido con una mirada tan firme como coherente. La tensión nunca rompe la quietud casi elemental que sostiene la historia y en cierta medida a los personajes. Con un pulso asombroso, la autora renuncia a toda drama concreto, para dejar entrever ese desazón del espíritu que subsiste entre las grietas de la memoria.

Ber analiza el mundo a través de sus imperfecciones y muy probablemente, allí radica la belleza de su obra. Desde sus estudios detallados sobre la decepción y la ternura hasta el fino análisis de la vida cotidiana que mira con un ojo observador y crítico, Ber encuentra una manera de construir el mundo a través de una profunda melancolía. Su escritura parece insistir en esa necesidad de asimilar la complejidad del mundo desde una sencillez coloquial, una decepción simple que transforma en belleza, en una elemental revisión de la sensibilidad como forma de homenaje a lo humilde. Una escritura que realza y homenajea la vida real, sin tapujos y sin adornos. No obstante, hay una sensibilidad sutil que se desborda en sus escenas perfectamente delineadas, directas y francas. Cada circunstancia en sus novelas, parece recrear lo cotidiano y no obstante, se tratan de metáforas profundamente sensibles sobre ideas intencionadas que se entremezclan con lo que apenas se sugiere. Una mirada sincera y obsesiva a los detalles sobre la realidad, llena de una profunda compasión.

viernes, 19 de octubre de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todos los motivos por los que la película “First Man” de Damien Chazelle es un triunfo visual y conceptual.




La llegada del hombre a la Luna se convirtió no sólo en un hito en la historia del hombre sino también, en un momento de ruptura con respecto a la forma como la humanidad se mira a sí misma y elabora respuestas sobre permanencia. Después de todo, se trata de una mirada hacia las posibilidades e implicaciones de la tecnología. Por ese motivo, para comprender la obra más reciente de Damien Chazelle “First Man “ — basada justamente en la historia de Neil Armstrong y su papel en semejante hazaña histórica — haya que remontarse no sólo a la forma como norteamérica se analiza como colectivo, sino también, la manera como la identidad del país se manifiesta a través de un logro tecnológico que apuntala cierta percepción sobre la personalidad estadounidense. Además, Chazelle intentó — y casi logra hacerlo — llevar el cine de autor a la tecnología, usando cierto acento poética que elabora a través de una cuidada puesta en escena y largos silencios hasta lograr una extraña distancia emocional, que engloba cada personaje de “First Man” en un visión sobre el desarraigo y la soledad de especial belleza.

Por supuesto, Damien Chazelle no fue el primero en traer el cine de autor a la tecnología: En 1968 Stanley Kubrick convirtió a “2001 Odisea en el Espacio” en una obra de ruptura dentro del cine de Ciencia Ficción pero también, el uso de la alegoría del espacio profundo como fuente de sabiduría, conocimiento o simplemente el reflejo de la condición humana. El autor encontró una depuración creativa de objetivos y metáforas que brindó una enorme madurez al hecho de la tecnología al servicio del arte. Lo mismo podría decirse de Andrei Tarkovski, a quien le interesaba muy poco la ciencia ficción o las propuestas de cine fantástico, pero que logró con “Solaris” una mirada asombrada sobre la perpetuidad y el poder del hombre como creador de su propio entorno. “Solaris” es una obra meditada y profunda sobre la naturaleza de la sabiduría, además plasmar sus obsesiones más profundas, como su durísima visión sobre el vacío existencial del hombre e incluso su relación con la Divinidad. Chazelle intenta la misma mirada sobre el hombre y su circunstancia en “The First Man” creando un escenario espartano en donde los personajes se mueven con una lentitud casi onírica, evolucionando en un viaje introspectivo de consecuencias imprevisibles. Los problemas de comunicación del ser humano, el miedo hacia lo desconocido, los vericuetos de la realidad que no puede comprenderse de inmediato, hacen de los conflictos argumentales una vuelta de tuerca evidente a la mirada del Chazelle sobre la naturaleza humana. Todo la historia parece girar alrededor de esa necesidad del director por comprender al individuo desde un viaje interior gradual hacia algo mucho más complejo e inquietante. Y es que todo ser subjetivo, en esta travesía que avanza despacio hacia el núcleo y razón del comportamiento de los personajes, su mirada tardía y angustiada sobre su propias vicisitudes. El proceso interno de reflexión parece hacerse cada vez más intrincado, con innumerables ramificaciones que crean un metamensaje sobre la historia que se muestra — este pequeño acercamiento del director al plano tecnológico — a la que se sugiere, mucho más dura y rica en matices. La fuerza poética, la atmósfera melancólica, la soledad y el silencio parecen construir una idea extrañísima sobre la experiencia humana, historia y lo que es aún más desconcertante, la propia y compleja visión del hombre sobre sí mismo.

Damien Chazelle además, añade un elemento deslumbrante a la visión de Neil Armstrong — encarnado por un hierático Ryan Gosling — y crea una percepción sobre la idea de los misterios interiores del espíritu humano, reflejados sobre la grandeza de un Infinito dibujado desde la percepción de lo atípico y lo complejo. A pesar del muy conservador guión de Josh Singer — basada en la biografía de James R Hansen — Chazelle encuentra un vínculo entre la concepción del hombre como pionero de su propia historia y convierte a Armstrong encarnación viva del siglo americano. No obstante, la obsesión de Chazelle con Armstrong resulta por momentos excesiva: El astronauta que dibuja Chazelle representa el modo de vida norteamericano, sus valores y su noción sobre el futuro, una especie de Adán que abre una nueva manera de comprender el tiempo y el progreso de un país en plena evolución. Pero el retrato resulta incompleto: Este Adán carece de Eva y también de un Edén, por lo que Armstrong tiende a mirarse desde una soledad absoluta y enigmática. Una especie de anacronismo tecnológico desconcertante: Por una breve época Armstrong encarnó al ideal del estilo de vida de un país obsesionado por sus avances tecnológicos, pero después se volvió parte de toda una serie de supuestos adelantos y progresos que cayeron en desuso y terminaron convirtiéndose en un pasado casi arcaico. De la misma manera que el Concord, los viajes espaciales se convirtieron en sueños nunca realizados del todo por una sociedad que perdió el interés por sus grandes logros muy pronto.

Pero Chazelle parece muy consciente de esta pequeña salvedad histórica, de forma que construye la película no desde un exhaustivo análisis de la vida de Armstrong sino desde el hecho que marcó un antes y un después en su vida y en la historia de su país. El alunizaje es de hecho, el clímax glorioso de una película metódica, de extraordinaria puesta en escena y sobre todo, una contenida fuerza visual que asombra por su sutileza. Chazelle parece decidido a homenajear el coraje de los aventureros y pioneros de una hazaña técnica que llevó al país de la cúspide de sus esperanzas, pero lo hace a través de una personalidad artística extraordinaria y acomete la idea del heroísmo desde una versión de la realidad levemente aumentada. El rostro de Armstrong (usualmente tenso y rígido) se llena de un asombro estupefacto al mirar el planeta que deja más atrás y es entonces cuando la película descubre el verdadero sentido: la admiración por un logro extraordinario e irrepetible dándose cuenta de lo que eso representa.

Por supuesto, la película debe apelar — quizás sin querer — al fervor patriótico que trajo consigo un hecho semejante, lo cual la convierte en un elocuente vehículo — inevitable e involuntario — para algún tipo de nacionalismo y conservadurismo que endurece el argumento de la película, sobre todo hacia el tramo final. No obstante, Chazelle logra luchar con el peso del orgullo país que sostiene un hecho de monumental simbolismo y prefiere escudriñar el misterio de Armstrong, lo mira con una reverencia atónita y casi misteriosa. El Armstrong de Chazelle (interpretado por Ryan Gosling desde una frialdad distante y quebradiza) es un hombre calmado y moderado, que parece incapaz de conectarse con quienes le rodean pero que a la vez, conserva la virtud de usar esa mirada helada para asumir el reto de una aventura única con mano de hierro. Entre toda este retrato de un héroe imperturbable, Chazelle incluye un aspecto crucial de la vida del astronauta: la muerte de su hija Karen de un tumor cerebral a los dos años de edad. De modo que de manera progresiva, el hombre silencioso se abre a una dimensión nueva: la del hombre que sufre en secreto o que el espectador presume que lo hace, como una extraña muesca en medio de ideas que se entrecruzan entre sí para elaborar algo más complejo sobre la personalidad del astronauta.

Pero Chazelle logra algo más: convierte la llegada del hombre a la luna en una especie de ritual de paso para toda una generación, incluso para la historia contemporánea. Una depuración de dolores y estratagemas para construir un paso raquídeo hacia una comprensión singular sobre la naturaleza del hombre. Para Chazelle parece de primordial importancia analizar el hecho del hombre como testigo de la historia Universal con cuidado y lo hace además utilizando cierto esfuerzo tiránico sobre la percepción del alunizaje como un gran momento de éxtasis y extraordinaria belleza.

Durante los últimos décadas, la carrera espacial ha sido analizada de diversas formas: desde “El Apollo 13”del director Ron Howard que narró las implicaciones luego del triunfo de Armstrong hasta “Las figuras Ocultas” de Theodore Melfi con toda su carga elaborada y poderosa de reivindicación, la noción sobre el triunfo país ha sido comprendido desde casi todos los puntos de vista. No obstante, “First Man” mira hacia lo silencioso y extraordinario de una ruptura histórica de enorme envergadura desde un enorme silencio cósmico que el director utiliza como un espléndido contexto. Todo un triunfo de imaginación y buen gusto.

jueves, 18 de octubre de 2018

Una delicada perversión: Un recorrido por el largo camino de los Cuentos de Hadas como expresión del yo colectivo.




El video músical “Sonne” del grupo de rock industrial alemán Rammstein es un pequeño y tenebroso cuento de hadas: Comienza por unas tomas cenitales en medio de la oscuridad, de un grupo de mineros que trabajan sin descanso en lo que parece ser una mina muy profunda y de difícil acceso. Poco después, el espectador sabrá que no se trata de trabajadores cualquiera, sino de los tradicionales 7 enanos, convertidos para la ocasión en esclavos de una majestuosa y pérfida Blancanieves. De pronto, el bajo eléctrico nos dirige hacia la visión inquietante de la espléndida Princesa, azotando a mano desnuda el trasero de sus desobedientes enanos, encargados no sólo de cuidarle — peinarle, alimentarle — sino también brindarle lo que parece ser el motivo de la extraña relación que sostienen: Oro. Pero no se trata sólo del valor del noble metal — o eso, al menos, no lo cuenta el videoclip — sino que la Princesa malvada lo utiliza como la más refinada de las drogas. Unas cuantas líneas de Oro que la espléndida y malvada “Ama” aspira con entusiasmo y que finalmente la hace sonreír. Paso a disolvencia y ahora Blancanieves, inmensa y deslumbrante, abre los brazos para recibir con amor a su pequeña tribu de sufrientes admiradores, que la contemplan con los ojos muy abiertos y fascinados por su belleza. Una pequeña fábula de la dependencia y el horror.

En su momento — hará unos quince años — el video causó furor y escándalo. Nadie parecía saber muy bien cómo encajar a esta Blancanieves drogadicta y su relación masoquista con un grupo de hombres absolutamente subyugados por ella. Se debatió sobre la distorsión y destrucción de un cuento legendario, del atrevimiento del grupo de atacar una fantasía infantil. El cantante del grupo Till Lindemann se burló de todas esas interpretaciones. “Es una historia de amor, una tradicional y muy común” declaró “todos nos entregamos a nuestras contradicciones y sobrevivimos por lo que recibimos de quienes queremos, sea lo que sea eso. No hay nada cruel. Es un asunto de supervivencia”. La polémica se detuvo en seco y hay quien llegó a decir que Lindemann tocó alguna fibra sensible que dejó en evidencia la hipocresía general de una sociedad obsesionada con el decoro pero fascinada con cierta perversión. Cual sea el caso, el video quedó para la historia como quizás una trágica y exquisita metáfora de esa necesidad insistente que todos tenemos de ser comprendidos, queridos y aceptados.

Una vez leí, que somos quienes amamos y odiamos. Extrapolando un poco la idea, podemos comprendernos mejor a través de nuestras relaciones con los demás y sobre todo, como reaccionamos a ellas. No se trata de una idea sencilla, a pesar que lo parece: ¿En cuantas ocasiones somos conscientes hasta qué punto influye en nuestro comportamiento la innata naturaleza social? ¿Qué tanto de quienes somos es parte de ese peculiar reflejo de amar, ser aceptado, querido comprendido por alguien más? Resulta difícil no reflexionar sobre la idea, sobre todo en un mundo obsesionado con las relaciones interpersonales como el nuestro. Unido por infinitas líneas que intentan sujetar — a la fuerza, en ocasiones — esa impaciente necesidad de sentir somos parte una idea de sociedad mucho más amplia que la nuestra. No obstante, hay una línea que insiste en dividir esa idea sobre quienes somos de lo que esperamos de quienes nos rodean. Una percepción sobre nuestra identidad más o menos clara en medio de este caos existencial de una cultura que se sostiene sobre su inocencia. Es por ello, que al momento de asumirnos como parte de ella, la gran pregunta que solemos formularnos es quizás la más simple ¿Que necesitamos para sobrevivir a este pequeño juego de espejos que llamamos relaciones interpersonales?

Edgar Allan Poe, lo sabía muy bien o eso he pensado buena parte de mi vida. De hecho, Poe parece haber creado la versión del horror sobre los cuentos de hadas, pero con su propia carga semiológica y simbólica. Leí “Narraciones Extraordinarias” de Edgar Allan Poe a los diez años y con la misma avidez con que se leen los cuentos de Hadas y otras historias asombrosas. Sólo que estos fragmentos de pesadillas y fantasias morbosas, provocaban miedo en lugar de alegría o maravilla. Verdadero terror, de ese que sólo se experimenta en la oscuridad, en los momentos más lóbregos e inciertos. Eso me encantó. Me cautivó. Me conmovió. Y nunca lo olvidé. Como otros tantos lectores antes y después, descubrí con Poe una interpretación del mundo que hasta entonces me había resultado desconocido. Y como Rammstein y otros tantos muchos años después, se trató de re elaborar esa versión del bien y el mal inevitable (convertido en una perdurable convicción del tiempo como una forma de mirar nuestra historia) en algo más elaborado, sustancioso y quizás peligroso.

Una vez leí que Poe fue el primer escritor moderno en tratar de vivir sólo para y por la escritura. Que lo intentó cuando aún el oficio de escritor era un terreno borroso en medio de la pasión privada y algo más nebuloso, que no terminaba de definirse. Tal vez por ese motivo, su figura más que trágica — se le considera el prototipo del escritor maldito y atormentado — sea más bien poderosa en su simbología. Porque Poe, abrumado por la incertidumbre, sofocado por la necesidad de escribir — a todas horas, de brindar su vida a esa compulsión ciega de la literatura — se creó así mismo, con el mismo pulso firme y profundo con que delineó a cualquiera de sus personajes. Poe, convencido de no sólo de la urgencia de la escritura — de partir de la hoja hacia algo mucho más profundo y enaltecedor — se esforzó no sólo en convertirse en escritor — cualquiera sea el significado de esa imagen popular — sino en brindar a la escritura ese poder de asumirse como oficio. Como inequívoca forma de subsistencia. La palabra como vocación.

Parece sencillo, pero no lo es. Para Poe, desde luego, resultó una temeridad: pasó la mayor parte de su vida negociando, viviendo de la caridad ajena, sofocado por un mar de deudas con las que lidiaba sin demasiado decoro en una época donde la reputación bursátil era algo más que un reglón en la hoja de vida común. Hay anécdotas de Poe intentando vender su obra, siendo a la vez apasionado artista y pragmático negociante. Y es que el escritor, epítome de la tragedia gótica, era también un hombre que construía meticulosamente su lugar en el mundo. Un hombre que luchó a brazo partido para hacerse un lugar en medio de esa idea tan abstracta que su época tenía del escritor. Crítico, valiente, ambiguo, en ocasiones violento, Poe encarnó entonces esa transición entre el escritor como objeto de culto — encumbrando por un cierto elitismo intelectual — a el escritor que nace del objetivo, la forma y la inspiración. El creador literario por excelencia.

Porque por extraño que pueda parecer, Poe no procedía del mundo artístico ni mucho menos, disfrutaba de la vida decadente y exquisita que se le suele atribuir al escritor clásico. Su vida fue lo suficientemente trágica como para cimentar un telón de fondo a las historias que escribiría en las décadas venideras: hijo de una pareja de cómicos itinerantes y luego huérfano con apenas un año, Poe fue adoptado por la adinerada familia Allan en su plantación de Virginia, lo que le convirtió en un pequeño terrateniente sin serlo y mucho menos, sin disfrutar del jugoso patrimonio familiar. A pesar de eso, pasó los primeros años de su infancia y adolescencia, entre distintos colegios e Internados ingleses, antes de volver a su natal EEUU, donde finalmente comenzaría su largo recorrido como escritor. El mismo Poe diría en una de sus cartas que la incertidumbre, la sensación de ser un extraño en el mismo seno de su familia le acompañaría durante buena parte de su vida. “Como un fantasma en mi propia vida” llegaría a decir, para describir ese extraño ser y no ser, ese vacío existencial tan angustioso como lóbrego, que luego sería el elemento distintivo de la mayoría de sus novelas.

Y es que Poe, en su tragedia mínima, encontró la inspiración para esa visión del horror marcado por el dolor y la nostalgia. Porque Poe, sufriente pero también, aferrado a la realidad con la desesperación del sobreviviente, supo crear una nueva aproximación al miedo. Una noción tan viva como humana sobre lo que nos lastima, nos aterroriza, nos acosa. Las pesadillas literarias de Poe no solo asustaban, sino también analizaban la mente humana. Las desmenuzaban con una firmeza que llegó a desconcertar a sus contemporáneos, acostumbrados al miedo — a la fragilidad y a la debilidad del terorr — como una idea pasajera, sin sentido, que moría bajo las luces del positivismo. Pero Poe atrajo el miedo al foco de luz de la vela, del farol de las esquinas de una ciudad cualquiera, a las calles pobladas y habitadas del hombre moderno. Y es que cada una de sus obras — los poemas, los cuentos, los afanosos fragmentos de realidad convertidos en arte — se basaban no sólo en el miedo construído a partir de metáforas y símbolos, sino en la percepción durísima e implacable de Poe sobre la realidad. Para Poe, el miedo estaba profundamente enraizado en el alma humana, confundido y mezclado con todas las escenas y circunstancias que creaban algo más sustancioso que el miedo simple que podía provocar lo sobrenatural. El miedo de Poe era algo real.

Claro que, si combinamos esa visión de “lo real” — o lo que consideramos real — con algo más elaborado, terminamos preguntándonos por qué la simbología de la vieja tradición oral suele ocasionar semejante incomodidad en una cultura arraigada justo en esos símbolos. Me refiero a algo simple: Poe encontró que la raíz del miedo es esa conexión con el yo primitivo y la incomodidad que supone lo que guarda la oscuridad de nuestra mente, lo cual es muy válido. Y sin embargo, la pregunta inevitable continúa siendo una sola ¿Por qué produce tanto malestar esas emociones en estado puro? ¿Esa sensación unánime y violenta que no sabemos muy bien como nombrar y construir? Supongo que no hay respuesta para eso. O de haberla, está relacionada directamente con algo más potente y duro de digerir que la mera noción de la existencia como una serie de líneas obsoletas que se entrecruzan entre sí.

Cuando era una niña pequeña, mi abuela me mostró una escultura de una de sus artistas favoritas: Malvina Hoffman, una obra impresionante de bronce oscuro de tamaño natural reunida en una espaciosa idea de creación femenina. La artista había esculpido con visión salvaje cuerpos, generalmente desnudos de personas de todo el mundo.

La artista derramaba su amor sobre la enjuta pantorrilla del cazador, los largos pechos de la Madre con dos hijos mayores, las espléndida esbeltez de la virgen, los testículos del anciano colgando hasta medio muslo, la nariz con unas ventanas más grandes que los ojos, la nariz curvada como el pico de un halcón, la nariz como un ángulo recto. Se había enamorado de las orejas enormes de los etíopes, de los rostros esquivos y exquisitamente redondeados de los indígenas australianos. Le encantaban cada uno de los cabellos enroscados como los cestos de las serpientes y cada uno de los cabellos ondulados como unas cintas que se desdoblaran o los cabellos lisos como la hierba. Sentía el amor salvaje del cuerpo. Comprendía el poder que había en nuestra piel y nuestro concepto de carnalidad.

Recuerdo haber pensado, aun siendo tan pequeña, que la vida es bella solamente por recrear la imperfección a través de una estética individual. Con una sonrisa — a escondidas de los celosos vigilantes del museo — apoye mi mano sobre la curva de un rostro, en la cadera de una mujer gigantesca, en la pierna de un cazador eternizado en bronce y esperanzas. En aquel momento no supe muy bien como expresar la enorme emoción que me invadió, la sensación espúrea y fascinante que la tierra y el tiempo carecían en ese momento de significado, o mejor, que se encontraban contenidos en todos aquellos rostros, en todas las voces, las danzas misteriosas que nunca vería y que solo podría imaginar, toda la vida que la artista había retratado a través de su pasión.

¿Eso es lo que simbolizan los cuentos de Hadas en realidad? No lo sé. O al menos, no tengo una respuesta concreta, como podría haberla tenido la maravillosa Angela Carter y su espléndida recopilación sobre relatos orales del mundo entero. Según Carter “Un cuento de hadas es una mirada furiosamente viva sobre la raíz central del pensamiento primitivo” Lo cual es cierto, pero además, forma parte de la cultura pop de una manera que resulta en ocasiones inquietante por su tácita aseveración sobre la naturaleza del relato, la idea sobre las emociones puras y algo más profundo. ¿No es ese el motivo por el cual las Princesas Disney continúan siendo estereotipos sobre la mujer admirados y admitidos por millones de niñas alrededor del mundo? Recuerdo haber pensado algo semejante, cuando se estrenó la película “Maléfica” especie de spin off de la original historia de la Bella Durmiente. Investigando sobre la polémica que suscitó la película en su oportunidad, encontré que en una versión primitiva de la historia Maléfica es un “hada” (en contraposición con la versión Disney animada, que habla sobre una bruja) y además, se le tiene por un personaje esencialmente benigno que fue “herido” por la ambición “de los hombres”. No se menciona por supuesto, el motivo por el cual el personaje carece de alas (como todas las hadas literarias y del folclore Europeo) pero si se insiste en que Maléfica es una criatura “mutilada”. El pensamiento me intrigó y me pregunté si en algún momento, alguna antigua narración esbozaría la misma conclusión a la que Linda Woolverton -guionista de la versión actual — llegó: ¿Eran las alas de Maléfica un símbolo de su libertad, belleza e incluso feminidad? La idea no parece descabellada: en una de las tantas versiones del cuento original de la Bella Durmiente, se insiste que un Hada “malvada y envilecida” se venga del Rey “por dolor”· Mucho más especifico, se le llama malvada “debido a la venganza”. Es una idea que asombra, no solo por el matiz que arroja sobre la visión que se tiene sobre el personaje sino además, la simbología de la narración primitiva, que se aleja lo bastante de la versión actual, como para desconcertar al lector más desprevenido.

Incluso, las implicaciones de la manera como se aborda el personaje de Maléfica parecen meditar sobre puntos muy controvertidos de la versión original en que la historia en que se basa. En una versión más antigua de la historia de la Bella Durmiente, Aurora no despierta de su sueño interminable con un beso de amor: es violada por el príncipe hasta que queda embarazada. Una imagen profundamente chocante y cruel que convierte al cuento original en una de las acostumbradas metáforas sobre la violencia y el dolor tan comunes en la Edad Media. Aún más, la historia parece expresar esa idea del Príncipe “que rapta” a su “Dama” como derecho Divino. Una recreación del tristemente célebre derecho de “Pernada” que daba derecho al señor Feudal a tomar la virginidad de las hijas de sus siervos. ¿Es la misma visión sobre Maléfica, traicionada y herida por alguien en que confía que nos muestra la película? ¿Es esa imagen dolorosísima de Maléfica, mutilada y desfigurada de una manera casi simbólica la que insinúa que hablamos sobre un tema mucho más profundo y doloroso? ¿Es su metafórica vulnerabilidad y su dolor un reflejo de esa feminidad rota que parece contener su versión más primitiva?

Una idea que cuando se analiza, parece mostrar todo un nuevo cariz sobre la historia de la Bella Durmiente que más conocida y sobre todo, la verdadera dimensión de los personajes. En la historia Original (Titulada Sol, Luna y Talía del italiano Giambattista Basile y que data alrededor del año 1634) la Princesa tampoco despierta por un beso de amor. Nueve meses después de ser violada por un noble desconocido, La Princesa da a luz a dos gemelos, un niño y una niña, Sol y Luna. Los niños son cuidados por las hadas, que acompañan a la princesa mientras duerme. Un día el niño trata infructuosamente de cogerse al pecho de su madre, encontrando finalmente su dedo. Empieza a chuparlo y logra, casualmente, extraer de su piel la astilla envenenada que la mantiene en dormida. En ese preciso momento Talía recupera el conocimiento (unos cien años después de haber caído “muerta”). ¿Es entonces, la nueva reinvención del mito de Maléfica un homenaje al simbolismo del cuento original? ¿Es el personaje, con toda su dualidad y singular vulnerabilidad — que tanto ha molestado a los fanáticos de la versión original — una revisión de la historia original y su metáfora con respecto a la perdida de la inocencia?

Más allá, “Maléfica” (como planteamiento) parece subvertir esa noción occidental que insiste en la figura femenina como débil y accesoria, o en el mejor de los casos, como acompañante necesaria de la historia masculina. Para sorpresa de propios y extraños, Maléfica es una película de personajes femeninos en Universos y vicisitudes femeninas y eso a pesar de lo descafeinado que puede resultar algunas propuestas y giros argumentales. Pero el solo hecho que el guión rechace la idea del beso de amor, para brindar mayor importancia a la complicidad femenina — lo que ha hecho que más de un crítico insista sea “un alegato lésbico” — crea un precedente muy intrigante sobre el planteamiento de estas nuevas heroínas femeninas, solteras y significativas por derecho propio. Desde la audaz “Merida” de Brave, que decidió romper el esquema del “Vivieron felices para siempre” por el “viví feliz y cómoda sola” hasta esa última imagen de Aurora coronada en medio de un Reinado solitario, deja muy claro que Disney reconstruye su discurso tradicional a favor de algo mucho más sustancioso: una construcción renovada de la mujer y del mundo femenino.

Más asombroso y puntual resulta su cuestionamiento a la demonización de lo femenino, que parece hacer referencia inmediata a toda la visión medieval de la mujer como “tentadora” y “perversa”. El guión asume a Maléfica como parte de una naturaleza irracional, una idea que trasciende a la mera visión de la maldad por la maldad. Y es que el personaje, a pesar de su sencillez y de nuevo, ser concebido como una idea comercial, permite reivindicar esa idea de la mujer como poderosa y a la vez emocional. La fuerza de la mujer salvaje que forma parte de un imaginario sutil de la cultura universal.

Con su carga de ambigüedad moral y sobre todo, su insistencia en el horror de lo que se oculta bajo capas de simbología, los cuentos de Hadas siguen siendo un misterio en si mismo. Pero más allá de eso, se trata de una ruptura de la visión racionalista sobre la vida, para lograr algo tan complejo que por momentos resulta inclasificable. ¿Que es un cuento de Hadas en realidad? ¿Una metáfora de la historia humana? De la imaginación a la realidad y de la inocencia a una perversa belleza, los antiguos relatos orales son un recorrido malicioso por nuestros secretos inconfesables. Una historia oculta bajo el rostro de la normalidad.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El miedo, el terror y los monstruos de la imaginación: Un pequeño ensayo sobre la oscuridad de la mente humana.




Hace unos años, el escritor Stephen King comentaba en el prólogo de su recopilación de cuentos “Todo oscuro y sin estrellas” que el miedo es quizás es el sentimiento más sincero que puede expresar el ser humano. Después de todo, lo temible — a lo que tememos o lo que en todo caso, puede producir temor — proviene de una parte muy antigua y primitiva de nuestra mente. El miedo real, es algo más que una conjunción de ideas, es una radical confluencia de sensaciones y recuerdos a medio construir que elaboran una versión sobre lo desconocido a la medida de nuestra mente. De modo que, como diría el Rey del Horror, cada uno de nosotros tiene su particular monstruo del armario, la criatura funesta y perversa que aguarda en la oscuridad. La sombra espectral que sonríe entre las sombras mientras intentamos convencernos que se trata de algo que sólo podemos imaginar.

Por supuesto, el miedo — o la costumbre de analizar sus implicaciones como parte de la vida cotidiana — forma parte de nuestra cultura desde tiempos inmemoriales. Por siglos, la costumbre de compartir historias bajo el calor de la fogata doméstica fue parte esencial de los ritos cotidianos. Y los relatos de terror fueron patrimonio casi exclusivo de esa tradición oral. En buena parte de Europa, el hábito de contar historias terroríficas pertenecía a la antiquísima costumbre de la reunión familiar junto al fogón, quizás luego de la cacería o una opípara cena familiar. La costumbre además, formaba parte de la permanente idea de lo sobrenatural como parte de la vida cotidiana y lo que ahora puede resultarnos por completo desconcertante, la percepción del miedo como una dimensión de la belleza y lo profundamente significativo. De manera que el terror no sólo era parte de las tradiciones más antiguas de pueblos y tribus, sino un reflejo de todo tipo de atributos y virtudes. Las historias terroríficas tenían una importancia específica y también, un profundo significado en la memoria colectiva de buena parte del mundo antiguo.

Los primeros relatos de terror de los que se tienen constancia — y registro — provienen justo de las costumbres familiares y tribales alrededor del fuego sagrado. Hacia el siglo II DC, las historias sobre monstruos, fantasmas y terrores nocturnos formaban parte de una riquísima herencia cultural en buena parte de Europa y también en Oriente medio. De hecho, se trataba de una costumbre que formaba parte de cierta jerarquía intelectual y ya en Inglaterra, “los cuentos de sombras” se conservaban en buena parte de las Iglesias y Abadías como ejemplarizantes y más allá, huellas de un pasado pagano que la Iglesia se empeñaba en cristianizar. Los antiquísimos relatos celtas y de otras tribus — con su rico folclor y llenos de todo tipo de referencias mitológicas — se convirtieron en epopeyas religiosas en el que el poder divino triunfaba de manera invariable sobre el mal. Los Dioses se transformaron en demonios y los espíritus, en criaturas malignas capaces de tentar al pecado al hombre. No obstante, la noción sobre el miedo — la incapacidad del hombre para explicar lo desconocido y sobre todo, la incertidumbre sobre la existencia — continuó siendo parte de la percepción del terror como experiencia colectiva. Hay descripciones detalladas de celebraciones en las que la narración formaba parte integral de los ritos de paso, una visión muy amplia sobre lo sobrenatural que reflejaba las relaciones entre el hombre y el conocimiento. Una expresión de fe, de convicción pero sobre todo de asombro por lo invisible y lo inexplicable.

Gracias a esa comprensión del cuento de horror como elemento cultural, hacia el siglo XV la tradición había alcanzado una nueva dimensión: los relatos transmitidos de boca en boca, comenzaron a ser copiados y recopilados para su conservación y difusión. De la época datan las versiones tempranas de cuentos como La Cenicienta y Blancanieves, que por entonces eran consideradas como “leyendas de fuego” por su ingrediente estremecedor. No obstante, aún el miedo — o su capacidad para provocarlo — no era el elemento más reconocible en la mayoría de los cuentos, de manera que no recibían otra denominación que leyendas. A pesar de los intentos de copistas por conservar la mayoría de las historias tradicionales en papel y tinta, buena parte de las narraciones sobre monstruos, demonios, brujas y princesas continuaban formando parte de ritos y creencias domésticas que se transmitían de generación en generación como una forma de conocimiento familiar.

En el célebre ensayo “Un tratado sobre cuentos de horror” del crítico estadounidense Edmund Wilson, se analiza también el origen del cuento de terror como intento de transcripción y sobre todo, racionalización de un tipo de costumbre oral que se mantiene a través del tiempo como objetivo cultural. El autor sostiene que los cuentistas originarios fueron los que intentaron brindar un nueva comprensión al cuento y dotarlo de ciertas características literarias de las que carecía. De esta época de transición, provienen los primeros intentos por brindar al cuento de terror una cierta noción moral e incluso, dotar a lo terrorífico de cierta personalidad humana de la que hasta entonces habían carecido. La oralidad había transformado los cuentos y relatos terroríficos en una forma de entretenimiento. La recién nacida tendencia literaria vino a dotar de refinamiento y profundidad a la visión del terror como parte de la identidad del hombre y de su mundo intelectual. Según Wilson, esta lenta evolución permitió a la historia de terror encontrar no sólo una nueva forma de difusión — el papel podía conservarse y formar parte de una idea general sobre el relato mucho más específica — sino también, una visión elemental sobre su significado. Además, la escritura y reinvención del cuento de terror creó lo dotó de un inesperado simbolismo «Los autores no estaban interesados en apariciones por sí mismas; sabían que sus demonios eran símbolos, y sabían lo que estaban haciendo con esos símbolos» explica Wilson en su texto.

Otro escritor que también asume el hecho del cuento de terror como una transformación de lo oral a un género literario por derecho propio, es David Punter que en su obra “The Literature of Terror. A History of Gothic Fictions from 1765 to the Present Day” relaciona el término “terror” con la narrativa gótica de origen anglosajón, directa heredera de los primitivos relatos celtas basados en horrores inexplicables y sobre todo, la fábula moral reconvertida en noción espiritual e intelectual. Para el autor, el género del terror pasó a ser una colección de visiones sobre lo terrorífico a sostener toda una comprensión más o menos elaborada sobre el mundo del hombre y su circunstancia. Para el siglo XVII, el cuento de terror ya formaba parte de una dimensión muy amplia sobre la personalidad humana. Y es esa búsqueda, lo que permite que narración que analiza el miedo como parte del paisaje humano se haga cada vez más profunda, perversa y obtenga un enorme valor estético. Punter además insiste en el hecho que la rápida capacidad del terror para absorber todo tipo de tendencias lo convirtió en la herramienta ideal para contar los vericuetos y dolores más inquietantes de la naturaleza humana. “De Mary Shelley a Ambrose Bierce, de Dickens a J. G. Ballard, en todos los cuales hallamos rastros de lo gótico. Los conceptos de “gótico” y “terror” han aparecido entrelazados a lo largo de la historia de la literatura y lo que se precisa es una investigación de cómo y por qué tal ha llegado a ser el caso” sostiene Punter, que además asume que el terror como hecho folklórico es una indudable herencia de nuestra época. “El miedo nos simboliza y nos refleja” apunta en su libro.

Tal vez por ese motivo, las casas embrujadas, cementerios y lugares poseídos por fuerzas invisibles, forman parte de buena parte de las leyendas orales de todas partes del mundo. Una de las primeras historias sobre casas atormentadas por el recuerdo de muertes o tragedias recientes, es la que narra Plinio el joven en su obras. El escritor describe “una casa espaciosa y amplia, pero desprestigiada y funesta” en Atenas, sobre la que corrían todo tipo de rumores debido a los “hecho inconfensables” acaecidos en ellas durante décadas. La construcción había sido escenario de asesinatos y después, de la muerte de toda una familia, asesinato que Plinio describe como de tan horrible naturaleza, que provocaron el miedo de “la ciudad entera y todos quienes conocían las consecuencias de un acto tan atroz”. Según el escritor, la casa permaneció vacía por de décadas, debido a que “en medio del silencio de la noche, se oía un sonido de hierros y un ruido de cadenas, primero más lejos, luego más cerca”. Por último, Plinio asegura que en los terrenos de la casa “aparecía un espectro, un anciano consumido por la delgadez y el abandono, de barba larga, cabellos erizados” que “ llevaba y sacudía grilletes en sus piernas y en las manos cadenas”. Los rumores y terrores que provocaba los extraños sucesos, impedían que fuera comprada o alquilada por nadie, lo que motivó al filósofo Atenodoro — conocido por su escepticismo — a pasar la noche en ella y enfrentar al espectro. La historia avanza y en lo que parece ser una extraña mezcla de crónica y sucesos fantásticos, el filósofo narra que en mitad de la noche y en medio “del estrépito de objetos y la oscuridad”, logró comunicarse con la singular presencia que habitaba la casa vacía. Aterrorizado, Atenodoro pidió al espectro “revelar el motivo de sus horrores” y observó que la figura apenas visible señalaba hacia uno de los jardines interiores de la propiedad. El filósofo memorizó la ubicación y al día siguiente, regresó a la casa junto con varios testigos. Tras una excavación, se encontraron “huesos revueltos y metidos en hierro, que el cuerpo putrefacto había dejado desnudos y carcomido entre cadenas”. Cuenta Plinio que, una vez enterrados según los ritos tradicionales,”la casa quedó libre y en silencio”.

Sorprende que la descripción del escritor griego tenga tantos puntos en común con la mayoría de las historias actuales sobre el tópico. Como si se tratara de un legado tradicional basado en una serie de temores y percepciones sobre lo desconocido muy concretos, las “casas embrujadas” simbolizan un tipo de miedo relacionado de manera muy directa por los espacios y los lugares como expresión de una idea muy primitiva sobre los temores colectiva. Quizás por ese motivo, las historias siempre resultan idénticas, basadas en la misma reflexión sobre el horror y el espanto reconvertidos en una visión sobre la frontera de lo que consideramos personal e íntimo.

Lo maligno y lo sutil: El miedo entre la penumbra.
En una ocasión Washington Irving comentó que había comenzado a escribir por puro aburrimiento. Lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía luego de dedicarse a tan docta profesión. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — parecía dedicar una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”. Quizás por ese motivo, sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creo toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.

Y es que quizás, Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura. Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacia. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.

Porque Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo. Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración.

De hecho, su obra más conocida “La leyenda de Sleepy Hollow” es el reflejo exacto de esa percepción de Irving sobre lo cotidiano. La historia no solamente transcurre desde lo habitual sino que además, describe entre líneas ese saber originario y oral que forma parte de la costumbre de tantos pueblos y lugares alrededor del mundo. Y lo hace con increíble gracia: El Sleepy Hollow de Irving es un pequeño y tranquilo valle en el Estado de Nueva York, habitado por descendientes holandeses. Como otras tantas localidades de la Norteamérica llena de emigrantes, el pueblo guarda sus costumbres, leyendas y opiniones sobre lo fantástico y lo natural. Una percepción tan desconcertante como originaria que crea sus propios monstruos y terrores, sus propias historias de miedo. Y es allí, donde Irving encuentra el momento y lugar idóneo para contar — a su manera precisa, rápida, concisa y siempre divertida — esa percepción sobre lo maravilloso y lo fantástico por la que parece sentir predilección pero también, esa noción sobre lo que atemoriza. Tal parece que el miedo tiene una raíz sustancial: una idea que subsiste en lo cotidiano y que se crea así misma. Y más allá de eso, un reflejo de esa particular cultura de lo absurdo — donde todo es posible y cualquier cosa podría suceder — que Irving retrata tan bien en sus historias.

Incluso los personajes de Irving siguen esa línea aparentemente costumbrista que de pronto, puede crear algo por completo nuevo y desconcertante: el Ichabod Crane de Irving no sólo el epítome de esa visión casi genérica sobre el antihéroe que luego se haría parte del imaginario de la literatura fantástica y gótica, sino que además juega con los estereotipos para crear una visión sobre el hombre y la credulidad por completo original. El maestro Crane no es agraciado, ni tampoco valiente ni mucho menos, un hombre inolvidable. Como reflejo de la historia que protagoniza, es un cúmulo de rarezas bien planteadas que sorprende por su singularidad: pobre pero en una elegante decadencia, lleva levita remendada y zapatos de tacón que conocieron mejores tiempos. Es tan poco agraciado físicamente que para lograr las atenciones de los lugareños se prodiga en favores y es un ejemplo de corrección y buena educación. Además de eso, es culto, disfruta el canto y como no, las leyendas tradicionales que disfruta contando con gracia y enorme entusiasmo. En resumen, un personaje que no parece encajar en ninguna parte pero en realidad, lo hace en todas. Un hombre cotidianos que sin embargo resulta extraordinario en su rareza.

Y es que en medio de ese equilibrio entre lo vulgar y lo inquietante, transcurre toda la obra de Irving. No sólo lo hace a través de esos pequeños contrastes que desconciertan por su limpieza y precisión — Su Ichabod Crane despierta ternura y a la vez cierta conmiseración — sino de esa comprensión sobre los ambientes y espacios como elemento terrorífico que con toda probabilidad, provienen de los numerosos viajes que el escritor realizó a lo largo de su vida. Para Irving el pueblo de Sleepy Hollow es otro personaje dentro de la obra, con sus momentos luminosos y otros sencillamente aterradora, extendiéndose alrededor de las ideas como un espacio necesario para comprender lo que se cuenta. El escritor logra no sólo incorporar elementos de la novela costumbrista — con sus descripciones elementales sobre campos y posadas — sino que dota al pueblo de una personalidad real, que se sostiene con una enorme facilidad y consistencia a través de la narración.

Incluso el conflicto de la novela — esa aparente comedia de equivocaciones entre Katrina Van Tassel, hija del un rico labrador y objeto del deseo de Ichabod y Brom Van Brunt, su rival — parece ocultar algo mucho más lóbrego e inquietante de lo que puede suponerse a primera vista. Para el escritor, el terror tiene muchas formas de expresarse…y si duda el humor es una muy poco habitual. Y es esa salvedad, lo que hace probablemente tan curioso esta recreación del género escrita por Washington Irving. Porque con una asombrosa capacidad para la ironía y la sátira, el autor convierte lo que podría ser un relato folletinesco y hasta ridículo en una entretenida parodia de los relatos populares de miedo y fantasía. En realidad, la novela de Washington tiene muy poco de terrorífica y si mucho de irónica, una visión definitivamente burlona del miedo, la superstición y la necesidad de la mente humana de crear sus propios monstruos. Con su Ichabod Crane torpe y su historia de amor contrariada por Katrina, el autor juega con los elementos tradicionales hasta brindar una perspectiva totalmente al relato tradicional de terror, a esa búsqueda de elementos de lo fantástico y lo onírico que el género del terror intenta conjugar.

Muy probablemente, sea esa característica de desenfado y burla lo que haga que la obra de Washington Irving haya envejecido con muchas más dignidad que otros relatos de terror de su época. Con su estilo ligero y su buen uso de la ironía refinada, parece abandonar esa retórica recargada que condenó al olvido a otros relatos contemporáneos y brinda al lector una rara oportunidad de conocer esa otra perspectiva del terror o mejor dicho, de la naturaleza humana.

No obstante, esa aparente talante desenfadado de la novela, se transforma en algo más: poco a poco Irving construye una mirada sobre el terror tan genuina que sorprende por impecable y aguda. Lo que parecía una mirada burlona a lo que produce el miedo — o puede producirlo — se convierte en el miedo mismo, con sus narraciones de leyendas sobre cortejos fúnebres, lamentos en los bosques, apariciones de mujeres misteriosas y por supuesto, la leyenda favorita del pequeño pueblo, el Jinete Sin Cabeza, el centro mismo de los terrores sutiles de un pueblo aparentemente crédulo.

Es entonces cuando la habilidad de Irving para crear ambientes dota a la novela de una peculiar viveza: el giro argumental que sostiene la historia ocurre con tanta facilidad y sobre todo, fuerza que no sólo brinda todo un nuevo cariz a la hasta entonces, divertida narración, sino que crea una nueva dimensión del terror. ¿Que infunde miedo? ¿Lo que tememos? ¿Lo que ocurre? ¿O esa misteriosa combinación entre lo que imaginamos y lo que ocurre en los límites de lo que asumimos real? Con una enorme habilidad y buen pulso, Irving dibuja un paisaje donde el terror se combina con una percepción muy fresca sobre lo que asumimos puede ser temible. Y lo hace sin dejar a un lado esa convicción tan evidente suya que en medio de la normalidad, puede abrigar lo terrorífico o lo que es quizás lo mismo: lo terrorífico se disfraza con enorme frecuencia de lo que consideramos habitual.

Al final, ese plácido Sleepy Hollow, con sus paisajes idílicos y somnolientos, rodeado de misterios y pequeños silencios, parece describir mejor que cualquier otra cosa, ese terror que el mundo moderno comprende tan bien: esa claroscuro entre lo que asumimos real, lo que puede no serlo y más allá, lo que resulta terrorífico por el mero hecho de existir en nuestra imaginación. Una imagen insistente sobre lo que somos y más allá, de lo que asumimos puede ser lo real. Un interminable juego de espejos.

El terror y lo cotidiano: La mirada escondida entre las sombras.
Shirley Jackson fue quizás la autora estadounidense que mejor conjugó la idea de la casa tenebrosa, el terror y el hecho mágico del cuento terrorífico en una única percepción sobre el bien y el mal. Jackson estaba obsesionada por la maldad y el misterio de una forma profunda y original que le permitió crear una percepción sobre el miedo que hasta entonces, había resultado desconocida para la literatura norteamericana. De origen, Jackson pareció encarnar la mitología del hecho inquietante: Era una mujer tenebrosa, rodeada de una extraña historia personal que la hacía tan desconcertante como cualquiera de sus personajes. Callada, distante, con un extraño y cínico sentido del humor, Jackson se alejaba por completo de la noción de la mujer sumisa de la década de los cincuenta, que causaba sorpresa y sobre todo, una profunda incomodidad. Según sus propias palabras y los testimonios de quienes le frecuentaban — un selecto grupo de amistades que conservó durante toda su vida — Shirley era una mujer “siniestra”. Lo decían sus compañeros de The New Yorker — en donde fue colaboradora por más de dos décadas — y también, quienes la conocieron en la revista “Woman’s Day” que jamás sospecharon que la mujer que escribía divertidos artículos sobre su vida cotidiana — sus pequeños desastres hogareños, sus problemas para encontrar la casa ideal en North Bennington, en Vermont e incluso lo raro que resultaba su matrimonio con otro escritor — también podía escribir sobre el horror, la muerte y lo desconocido con una prosa tan precisa como la que usaba para describir simpáticos dilemas provincianos. El contraste resultó casi aterrador para la mayoría de quienes le rodeaban. De súbito, la pálida mujer de antojos no parecía tan inofensiva ni tan corriente como la mayoría había supuesto.

Esa ambigua percepción sobre Jackson se mantendría por el resto de su vida. Sobre todo, luego que Jackson se convirtiera en el símbolo de la mujer norteamericana de clase media gracias a sus artículos: muchas lectoras se veían reflejadas en la placidez doméstica de sus relatos — En 1952 se publicarían con el titulo Life Among The Savages — y sobre todo, en su particular sentido del humor para sobrellevar las mínimas desgracias cotidianas. Jackson era capaz no sólo de narrar lo que ocurría en los suburbios norteamericanos sino que además, lo hacía con sensibilidad, buen gusto y elegancia. Para mediados de 1947, la escritora era una pequeña celebridad literaria y sus artículos gozaban de la lealtad de un nutrido grupo de lectores que le seguían de publicación en publicación. A la vista de sus fanáticos, Jackson era un ama de casa modélica con enorme talento para la escritura.

Entonces, en 1948 se publicó el cuento “La Lotería” y Jackson rompió el delicado equilibrio entre su engañosa imagen pública y su ambición literaria. Para entonces, ya la escritora había publicado la siniestra novela “The Road Through The Wall” y algunos otros relatos, pero “La Lotería” fue un golpe de efecto de profundo significado que devastó la trivial noción que hasta entonces se tenía sobre el trabajo de la escritora. El cuento no sólo es una magnífica obra de terror, sino que además analiza el género desde una perspectiva novedosa que desconcierta por su dureza. Jackson crea un ambiente malsano y espeluznante basado en los detalles y con la misma placidez de sus narraciones domésticas. Además, la historia construye una inesperada dimensión macabra de lo que horroriza. Se trata de un miedo primitivo y casi doloroso que sorprende por su efectividad. Un cuento de horror folk que desde su engañosa apariencia de vulgaridad cotidiana, logra el efecto inmediato de horror puro. A primera vista, no hay nada destacable ni especialmente peligroso en el pueblo pequeño y tranquilo que describe la escritora. Hay una atmósfera cotidiana en las charlas triviales de los personajes, incluso en el inocente sentido del humor con que bromean entre sí. Pero de súbito, toda la narración toma un arco retorcido que es quizás, el rasgo más duro de asimilar de la narración. El horror y lo siniestro llega como una ola, atraviesa el paisaje y lo transforma en una oda a lo temible, lo que se esconde debajo de la máscara corriente que todos llevamos en alguna oportunidad. Con “La Lotería” Jackson incursiona en una nueva dimensión de lo terrorífico y lo hace con un pulso que sorprende por su eficacia. Una obra maestra de enorme alcance literario que prácticamente de la noche a la mañana, la convirtió en una de las escritoras más importantes de su generación.

La reacción no se hizo esperar: con su estilo brutal y explícito, “La Lotería” aterrorizó al público devoto de Jackson y convirtió la admiración en una ola de indignación sin precedentes. The New Yorker recibió todo tipo de cartas y reclamos de lectores, que acusaban a la escritora de “causar el pánico” y “de grotesca”. Jackson no sólo no respondió directamente a la polémica, sino que además pareció encontrar humorístico la cólera que provocó la mera insinuación del horror en medio de la normalidad. En el artículo que Jackson escribió sobre el escándalo que provocó la publicación del cuento «Biografía de una historia», la escritora incluye fragmentos de las cartas que recibió pero también, usa el paralelismo del linchamiento público que padeció durante varias semanas para demostrar que el terror descrito en el cuento no es otra cosa que una metáfora. Con una escalofriante frialdad, Jackson logró crear un duro paralelismo entre “La Lotería” y lo que estaba ocurriendo bajo el ojo ciego de la sociedad estadounidense. El país se encontraba en plena caza de brujas política y en los albores de la Guerra Fría. La violencia verbal y la acusaciones estaban en todas partes y de pronto, el pequeño pueblo imaginado por la escritora — y sus secretos — no parecían tan lejos de la realidad.

De hecho, toda la obra de Shirley Jackson tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea. Cada una de sus obras se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para la autora, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes.

En una ocasión, Shirley Jackson dijo que sus monstruos siempre sonreían. Que habitaban en las relaciones de familia, en los círculos de amistades, en los polvorientos rincones de las casas que la escritora imaginaba como una visión del miedo y la belleza. Sus criaturas son hombres, mujeres y niños, la mayoría de aspecto agradable, con un retorcido sentido del humor y una conciencia de sí mismos que sorprende por su agudeza. Y entre toda esa placidez burguesa, habita un dolor y una maldad de enorme densidad. Capas tras capa de sufrimientos, frustraciones y temores convertidos en una oscuridad plausible y conmovedora.

Se suele insistir que las mujeres son el motor esencial de toda la obra de Jackson. No obstante, no se trata de una predilección de género o una opinión de la escritora sobre lo femenino, sino algo mucho más orgánico y complejo. Las mujeres en la obra de la escritora son elementos imprevisibles que transforman la narración en un recorrido sorprendente y lleno de matices. Las describe llena de delirios, angustias y debilidades. Pero también, tan poderosas, inquietantes y macabras que ese simple giro de la manera como el género percibe a lo femenino, dota a sus obras de un elemento incontrolable. Las mujeres de Jackson son fuerzas de la naturaleza, incógnitas y reflejos de lo incierto y lo tenebroso. Al contraste, muestra a lo masculino desde lo previsible. Simplificaciones casi maliciosas que logran crear una rara tensión insólita al fondo de cada narración.

El monstruo de sonrisa sangrienta: El miedo y la inquietud convertidos en mitología.
Para Stephen King, la normalidad es una gran simulación. El escritor es capaz de describir el ocio y detalles en apariencia insustanciales, para elaborar algo mucho más complejo y violento. En todas las novelas de King, el suspense es una criatura extraña, ambivalente y casi corriente, sostenido sobre esa pasividad insistente que convierte la incertidumbre en algo por completo nuevo. Una irrupción en la irrealidad que se manifiesta como un gran estallido sensorial. Lo anormal que crea y medita sobre lo fundamental de lo consideramos real. Como escritor King intenta reelaborar las reglas del miedo y lo hace con una precisa construcción de ideas: Ninguno de los libros de King carece de un poderoso, profundo e incluso conmovedor elemento humano. Todos los monstruos de King se miran al espejo y se sobresaltan con la imagen que les devuelve el espejo — como ese tétrico vecino de Salem’s Lot encerrado en un ático, incapaz de afrontar la raíz de su nueva naturaleza — o Christine, convertida en vehículo de venganza y nuevos vicios. En cada una de sus obras, lo que aterroriza se esconde bajo el tejido de la realidad, conspira para aparecer y desaparecer entre paisajes tan rutinarios que resultan incluso vulgares. Con la misma capacidad para el desencanto de Shirley Jackson para el tema común y los pequeños horrores alambicados en lo desconocido íntimo, King se supera a sí mismo y elabora un lenguaje poderoso para hablar de algo tan antiguo como evidente: el mal aciago, elemental, poderoso, convertido en símil de la naturaleza humana.

Para King el terror es indivisible de lo evidente y palpable. King encuentra una manera concreta, realista y práctica de describir sucesos imposibles, que crea una inmediata complicidad con el lector. Para King, lo imposible y maravilloso forma parte de un sustrato de la realidad misma, lo que le permite convertir a cualquier narración en una reflexión sobre el mundo como mirada elocuente sobre la identidad y la individualidad. Cada novela de King tiene la elocuente capacidad de narrar hechos de naturaleza violenta y sobrenatural desde un ángulo cotidiano: asesinatos cometidos por hombres y mujeres corrientes, monstruos que habitan pueblos de aspecto anodino, violentas visiones sobre la naturaleza humana disimulados en el cariz de lo obvio y lo natural. Para King, el terror nace de la capacidad del hombre para temerse a sí mismo — la cualidad monstruosa confundida con el temor subyacente que reelabora una idea de lo habitual — y también, para encontrar en lo desconocido, una mirada hacia lo inquietante como terreno fértil de la fantasía colectiva. El bien y el mal para Stephen King forman parte de una dimensión de enorme peso real: tal vez por ese motivo sus personajes hacen frecuentes referencias a la cultura pop y de hecho, es uno de los pocos escritores de terror que crea dimensiones del género para sostener sus historias. Con frecuencia, las situaciones que describe están profundamente relacionadas con pulsiones primitivas, reconstruidas desde un cariz diáfano y pulcro. Pero debajo de esa apariencia inofensiva, el terror palpita como una transgresión a las leyes de la realidad. Una proeza argumental que el escritor construye desde lo notoriamente obvio hacia algo más inquietante, profundo y enrevesado. La raíz de un mal primigenio que parece palpitar en cada una de sus novelas como un dimensión invisible en la que el terror es una forma de expresión de ideas tan antiguas como la humanidad misma.

Tal vez ese es el motivo por el cual, todas las novelas de King tiene una cierta percepción de lo inevitable que las hace familiares, unidas por un hilo conductor que desarrolla un sustrato coherente entre todas. Incluso antes que King decidiera darle sentido y forma a la idea con la saga “The Dark Tower” y crear un universo metaficcional de enorme complejidad, sus narraciones parecían analizar temas semejantes pero a través de una serie de matices retorcidos y de enorme valor argumental. Eso, a pesar de su aire localista — tan norteamericano — que en ocasiones convierte la narración — cualquiera de ellas — en una asimilada reflexión sobre la cultura y su trasfondo sobre lo que crea y sustenta el miedo. Por supuesto, King es un buen hijo de la norteamérica saludable y progresista, lo que hace que sus novelas estén plagadas de banderas de la Unión, discos de vinilo, celebraciones del cuatro de Julio y grandes nociones sobre la sensibilidad del país. Pero es justo ese elemento doméstico y costumbrista, lo que permite a King desarrollar un escenario bajo el cual subsiste el miedo como elemento real. La oscuridad bajo la oscuridad. Los terrores siniestros escondidos bajo una pulcra postal de lo inevitable, obsoleto y venial.

King creó toda una nueva mitología del terror, basada esencialmente en el mal absoluto y encarnado bajo una percepción de la identidad cultural. El mal en las novelas de Stephen King es tradicional pero también, extrañamente relacionado con los miedos que se transforman en nuevas versiones de la realidad. King tomó los temores de la infancia, las supersticiones colectivas, la vulnerabilidad de la comprensión del miedo como una parte indivisible de la mente humana y la desarrolló como un ente individual capaz de sostener un sentido de la vulnerabilidad completamente nuevo. Y quizás, ese sea su mayor mérito como autor.

Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido, o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia o incluso, la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante, esa predilección por intentar explicarnos por qué sentimos miedo — o que nos lo provoca — lo que hace que nadie sepa muy bien a que teme, pero sabe que lo experimenta. No es casual, por tanto, que oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad. Una idea tan infantil como quizás inexplicable.

De manera que ese gusto por el terror, tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo: el temor como emblema y símbolo, el temor como metalenguaje de nuestra visión del mundo. Es de hecho, bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación.