sábado, 28 de febrero de 2015

Sonrisas y pequeños secretos. Historias de brujería.




Una vez, una de mis maestras del colegio de monjas bigotonas donde estudié me llamó "preguntona". Lo hizo en un tono duro insultante que no comprendí muy bien. Recuerdo que permanecí de pie, con las manos apretadas contra las caderas, pensando por qué debería sentirme ofendida por esa palabra, cuando de hecho disfrutaba mucho de preguntar y cuestionar. Tenía diez años y claro está, no lo analicé en términos tan complejos. Sólo sabía que preguntar era mi manera de recorrer el conocimiento, de tomarlo entre mis manos. De asumirlo como parte de mi mente, de mi vida y de forma de crear. Una profunda satisfacción personal.

- ¿Es malo ser preguntona? - pregunté entonces con toda franqueza. La maestra me dedicó una mirada de ojos entrecerrados y brillantes, boca apretada de furia, mejillas llameantes. Se inclinó hacia mí y la vaharada de su perfume dulzón me sofocó.
- Es irrespetuoso provocar con preguntas.

No entendí aquello. Toda su molestia parecía provenir del hecho que yo continuara sin entender muy bien por qué le parecía correcto que apenas se nombrara  al Virgen María en las escrituras de la Biblia. Una y otra vez, le había preguntado en voz alta, por qué las Santas escrituras Cristianas no mencionaban con más frecuencia a la Madre de Jesús, por qué no se describía su vida, sus sentimientos, incluso la extraordinaria experiencia que debió ser educar a un niño tan extraordinario como misterioso. Pero para la maestra, mis preguntas no eran fruto de mi curiosidad, sino una manera irrespetuosa de asumir lo que intentaba enseñarme.

- La Virgen María seguramente tenía muchas interesantes que contar - insistí - ¿Por qué..?
- ¡A la dirección! - estalló entonces la maestra, con la voz temblorosa y contenida - veamos si así, se te quitan las ganas de molestar.

Sentada en la silla del pequeño salón junto a la dirección donde cumplía mi castigo, me pregunté - de nuevo - por qué a la maestra le parecía tan irritante mi curiosidad. No era la primera vez que algo así sucedía, por supuesto: más de una vez, algún que otro adulto parecía incapaz de soportar mi intrépida necesidad de aprender, mi habito de preguntar y preguntar hasta haber comprendido todo lo que necesitaba o deseaba sobre algún tema. Era una especie de compulsión que no podía contener: preguntar era una forma de mirar el mundo, de tocarlo con suavidad desde mi mente. Me gustaba la sensación que me producía obtener respuestas e incluso no obtenerlas. Lo realmente emocionante era que se me ocurrieran ideas, que pudiera siempre encontrar algo nuevo en medio de la normalidad. Claro que, para una niña, esas ideas complejas podían resumirse de forma mucho más sencilla: me gustaba aprender. Hacerlo como podía y siempre que pudiera. Imaginaba que mi mente eran dos grandes manos de dedos finos y ágiles, y las preguntas, sus gestos suaves y precisos sobre las cosas y las personas que formaban el mundo. Me gustaba palparnos con mi imaginación, aprender sus formas y sinuosidades. Asumir su misterio.

Pero nadie entendía bien eso. O mejor dicho, nadie parecía tener paciencia con ese singular entusiasmo mio por el conocimiento. Al menos en la Escuela, mis maestras consideraban mis preguntas irritantes, insolentes o en el peor de los casos directamente groseras. Mi amiga Flor sorprender de la manera como hacia disgustar a las monjas y profesoras y sobre todo, la frecuencia como eso ocurría.

- Deberías dejar de preguntar tantas cosas - me dijo una vez con cierta timidez. La miré asombrada.
- ¿Pero que es lo que molesta tanto de preguntar? - me enfurecí - ¡No entiendo nada!

Flor mordisqueó con lentitud un pedazo de la galleta que comía. Después me dedicó una de sus luminosas miradas de niña inquieta.

- Porque seguro no saben que decirte. ¿No lo piensas?

No, no lo había pensado. Hasta que Flor lo mencioné, no había creído que los adultos no fueran fuente de toda sabiduría y conocimiento. En realidad, tenía unas extrañas ideas al respecto: creía que los adultos a mi alrededor debían saber todo lo que yo quería aprender. ¿No eran ellos lo que escribían los libros que yo disfrutaba tanto? ¿Los que habían estudiado lo que yo apenas comenzaba a comprender? ¿No tenían la capacidad para responder mis inquietudes? Parpadeé, un poco abrumada.

- No había pensado en eso - admití. Flor se encogió de hombros.
- Preguntas cosas que no saben. Seguramente eso es lo que les fastidia.

Recordé esa conversación mientras cumplia mi castigo y escribía cansonamente una composición sobre "el respeto y las buenas costumbres" que la maestra me había pedido entregar en un par de horas. Mordisqueando la punta del lápiz, me pregunté si su expresión irritada, si su evidente incomodidad tenía mucho que ver que realmente no sabía como contestarme. Y de ser así ¿Por qué no se hacía las mismas preguntas? ¿Por qué no me ayudaba a buscar las respuestas?

La puerta del salón se abrió despacito. Un rayo de luz polvoriento entró como un suspiro y la figura enorme y rolliza del Padre Antolin se dibujó en la puerta. Sonreí.

- Me han mandado a cuidaros, Chaval - comentó - De nuevo habeís hecho una de las vuestras ¿Eh?

Solté una risita divertida. El Padre Antolin, catalán, deslenguado y muy inteligente, era el sacerdote encargado de cuidar de las almas del grupo de monjas que dirigian el colegio. Era un hombre de proporciones fabulosas, con su enorme panza redonda y sus mejlllas mofletudas, las manos enormes y blancas, sus paso firme y siempre seguro. Pero lo que más me gustaba de él eran sus ojos azules, brillantes y redondos, como de niño. Era un hombre singular, un espíritu festivo y para horror de la congregación, un hombre que le gustaba debatir y reir en voz alta.

- Pues ya sabemos que vos siempre andareis por aquí con frecuencia - dijo. Se sentó con esfuerzo detrás del escritorio del salón, que al parecer le veía pequeño. Su enorme humanidad parecía flotar sobre la madera- ¿Que habeis hecho hoy?
- Preguntar - dije con toda sencillez. Antolin levantó una de sus cejas canosas.
- ¿Sólo eso?
- Otra vez.

Nos quedamos en silencio. Antolin resopló e inclinándose abrió una de las ventanas del salón. Una ráfaga de aire brillante y cálido entró por la ventana y sólo entonces, noté que había estado muy acalorada e incómoda todo el rato. Así era Antolin; siempre parecía saber cosas muy pequeñas e inusales del resto de las personas. Cosas, que poca gente notaba. Me entusiasmé.

- Me castigaron porque hice preguntas sobre la Virgen María - dije - pregunté por qué nadie habla de ella, por qué...
- Pero la Biblia si habla sobre ella - dijo Antolin. Pero sonreía cuando lo dijo, una sonrisa que yo comprendía muy bien - la menciona varias veces ¿No es eso suficiente?
- No - dije muy segura - No menciona lo más interesante ¿Cómo se sintió ella cuando supo que esperaba un bebé Santo? ¿Sintió miedo, angustia, se alegró? ¿Cómo fue verlo crecer? ¿Como fue descubrir que podía hacer cosas extraordinarias? ¿Le preocupó?

Antolin escuchó la bateria de preguntas con admirable paciencia. Luego fruncio los labios como si meditara en todo lo que le había dicho. Me dedicó una de sus miradas inteligentes y perspiscaces.

- De verdad que eres preguntona - pero lo dijo sin malicia - ¿Por qué te preocupan esas cosas sobre una mujer que no conociste? ¿Qué deseas saber en realidad?

Sacudí la cabeza. No había pensado en eso. Suspiré, mirandome los dedos las uñas rotas y sucias. Me hice la misma pregunta que me hacia Antolin y la analicé con detenimiento. ¿Por qué me intrigaba la historia sobre la Virgen María? ¿Por qué quería saberlo todo sobre ella? ¿Por qué no me llamaba la atención José, su esposo o Isabel, su prima, quien también había concebido un niño milagroso? Contuve la respiración, intentando ordenar mis pensamientos.

En una ocasión, mi abuela me había dicho que preguntar es una práctica constante. Me lo dijo mientras me enseñaba que debía o no escribir en mi Libro de las Sombras, el diario donde las brujas apuntamos todos nuestros conocimientos y aprendizajes. Me explicó que además de rituales, cánticos e invocaciones, una bruja debe incluir sus preguntas, porque eso refleja las formas de paisaje de su mente.

- ¿El paisaje de su mente? - repetí sin entender. Ella sonrío con su habitual malicia e inteligencia.
- ¿Alguna vez has visto un mapa? ¿De nuestro país o de cualquier otro? - me apresuré a asentir - Te muestran como es la tierra donde vives o lo que hay más allá de ella ¿Verdad? te muestra sus contornos, límites, fronteras. Te explica como es su mirada sobre el futuro, como fue construida a partir de su historia geográfica, de lo que la hace singular y única. Las preguntas de una bruja son también mapas, pero de su mente. Le permiten comprender el poder de su imaginación y la firmeza de su corazón, de la belleza que aspira y de la esperanza que anima cada cosa que haces. Toda bruja es una mujer poderosa en conocimiento pero también perseverante e insistente al conseguirlo. Es un alma libre, espléndida, en una busqueda constante sobre sí misma, sobre el placer de mirar al mundo, lo que le rodea y aprender todo lo que puede sobre eso. Así que anotar tu pregunta, te permite comprender hacia donde te diriges, cual es el camino que toma tu mente, hacia donde caminan tus pensamientos.

Miré las sombras alargadas del salón de castigo. ¿Qué deseaba saber sobre la Virgen María? o en realidad ¿Por qué me atraía tanto su figura? ¿Se debía quizás a que me intriga su infinita nobleza y bondad? ¿Su fuerza? ¿Que sabía había una historia interesante y profunda que contar? ¿O había algo en su historia que me parecía profundamente dulce y sentido? Solté una larga bocanada de aire.

- No comprendo porque la Biblia no le parece importante lo que ella tuvo que pensar o decir, o así lo parece - dije - Me recuerda a lo que mi abuela dice sobre la Diosa, que fue olvidada por los hombres pero que aún así, vivió en el corazón de sus hijas y en el brillo de la Luna. ¿Es lo mismo? ¿Le olvidaron?

- No es lo mismo - contestó Antolin - aunque si, proviene de la misma idea. La Biblia hija, es un libro de hombres, a pesar de contener la palabra divina. Y los hombres toman decisiones de su tiempo y según el mundo que les tocó vivir. La Biblia habla sobre Jesús como un hombre Divino que mostró al hombre el camino hacia Dios. Pero a nadie le pareció necesario mostrar que hubo una mujer que le cuidó, le educó, le quiso y sobre todo, le brindó el amor suficiente para ser el hombre que fue.

La idea me recorrió como un escalofrío. Una vez, tia E. me había leído un pasaje de un viejo libro de poesía que hablaba sobre la Diosa como una Dama triste perdida en el bosque de los hombres, abrumada de tristeza porque su nombre se había olvidado en los oceános del tiempo y de lo que asumimos bello. Me pareció una historia muy triste y angustiosa. Porque la tia me había explicado que cuando el hombre perdió a la Diosa, cuando la historia dejó de venerar a la Mujer Sagrada, también perdió un sentido único y espléndido de la belleza, de la sensibilidad y de la comprensión del mundo. ¿Había ocurrido de la misma manera con María? ¿La historia la había dejado sin palabras? ¿Le había arrebatado la historia?

- No es nada tan simple. Aún Veneramos a la Santa Madre, la comprendemos como parte de la Religión, pero si, algo tuvo que ver esa visión del Hombre y de la Mujer en la manera como se cuentan la historia que conocemos - suspiró - hay tanto que no se dice, que se esconde, que se encuentra lamentablemente perdido. Hay tantas pequeñas escenas que harian de la historia mucho más completa y hermosa. Pero recordad, hija: la historia la cuenta los triunfadores. Y la mujer, antes o después, siempre ha sido sólo la compañera, la figura servicial detrás de la palabra de la historia Universal.

Recordé la historia de la Diosa perdida. Me dolió esa idea de la caída en el desastre, como mi tia le había llamado. En las páginas del libro, la imagen de la Diosa se representaba como una espléndida Dama vestida en túnicas blancas, flotando sobre la noche, entre la oscuridad. Tan semejante a María, con las manos abiertas, brindado amor y consuelo al hombre. Había tantas Diosas misericordiosas y amables, de corazón amante, de la misma manera que advocaciones de la Virgen, que la imaginaban Espléndida, llena de la Gloria de la Santidad. ¿Que las unía? ¿Era una misma historia contada mil veces? ¿Interpretada en cientos de formas? No lo sabía y cada vez que me hacia más preguntas, comprendía que sólo había visto una parte de toda la historia, de todo lo que deseaba saber y aprender sobre el tema.

- La Virgen María sí, probablemente tuvo extraordinarias que decir, pero la Biblia de los Hombres era para Hombres - dijo Antolin - Y fue escrita para hablar de hechos y grandes portentos, de maravillas que despertaran la admiración de los incrédulos, como tantas veces se había hecho en el pasado. De manera que se silenció lo esencial, esa historia humana del Jesús desconocido. Lo que su Madre seguramente miró de él y aprendió de él. Un pensamiento triste.

"Y si miras más atrás, siempre ha ocurrido de la misma manera. La historia habla de guerras, de enfrentamientos, de conquistas y batallas, pero pocas veces de conocimiento. De la plenitud de ese amor y devoción discretos. O incluso del poder de esa Diosa femenina, nacida de la mente asombrada del hombre por las maravillas, como un niño que eleva los ojos hacia la Tormenta y espera comprenderla a través de una figura que pudiera resumir todo lo que era desconocido y temible. Porque la Diosa existió como consuelo y también como temor. Como simbolo de lo desconocido y también como lo que deseabamos conocer".

Lo miré boquiabierta. Aquello bien podía haberlo dicho mi abuela. Antolin soltó una de sus carcajadas estruendosas, sofocadas que tanto me gustaban. Me hizo un guiño amable y malicioso.

- Todos nos hacemos preguntas, hija - comentó - y todas las preguntas te llevan a investigar.

Sonreí. Recordé mi Libro de las Sombras, llenó de preguntas, de cientos de ellas. De las pequeñas y sin importancia, de las cada vez más adultas que había comenzado a formularme desde hacia unos cuantos años. De las simples y poéticas, de las cientificas. Cientos de preguntas que parecían anunciar mi necesidad de autodescubrirme, de cuestionarme, de comprender que el aprendizaje es un eterno descubrir, de ordenar las piezas de mi mente para asumir el poder de lo que somos y lo que deseamos ser. De desafiar mis limites y encontrar más allá de ellos una respuesta, una idea o quizás otra pregunta. Otra idea a punto de nacer.

Más tarde, Antolin me acompañó hasta la salida de la Escuela. Caminamos en silencio por el Jardin verde y silencioso, quizás el lugar que más agradaba del edificio. En medio del cesped verde y la enorme Ceiba anciana, había una escultura de la Virgen María. Tenía un rostro sereno y amable, las manos abiertas en un además amable y delicado. Me acerqué a mirarla con renovado interés.

- Debió ser una mujer extraordinaria - dije en voz baja, casi para mi misma. De pie a mi lado, Antolin levantó su augusta cabeza hirsuta y miró la escultura con un gesto de respeto y cariño que me sorprendió - debió estar tan asustada o quizás, tan asombrada. Quien sabe sí...

Sacudí la cabeza. Antolin me apoyó la mano en el hombro con delicadeza.

- Quizás todos los estamos - dijo entonces - y Ella, ese Sagrado Femenino, nos recuerda siempre el poder de crear y aspirar a la bondad.

Sabias palabras, pensé con cierto optimismo. Pero aún más, una manera poética de comprender nuestra propia ignorancia y fe en aprender. Muchos años después, pensaría que fue un raro pensamiento para una niña tan pequeña. Uno de los primeras ideas adultas que tuve alguna vez.

A veces, de adulta, siento que en ocasiones el cinismo y la desesperanza me vencen. Esa necesidad torva quizás de abandonar esa búsqueda de conocimiento y fe. Pero entonces, recuerdo que todo secreto tiene una manera de crear una respuesta. Y que todas las respuestas son maneras de aprender. Y continúo cuestionandome, buscando respuestas, creando y construyendo el mundo que deseo comprender. Una idea mucho más poderosa que el silencio. Una mirada hacia la esperanza. Una forma de magia, quizás.

C'est la vie.

viernes, 27 de febrero de 2015

Proyecto "Un género cada mes" Febrero - Ciencia Ficción: Saga "Fundación" de Isaac Asimov.




A Isaac Asimov se le suele llamar el padre de la Ciencia Ficción moderna. Un titulo que puede parecer exagerado, pero que en realidad engloba y define los aportes del escritor a una nueva perspectiva sobre la literatura fantástica. Porque Asimov, con su concepción optimista y sobre todo, profundamente humanista del futuro, reconstruyó y replanteó esa noción sobre el ser humano como parte de su entorno. Más aún, como protagonista y quizás victima de su propia historia. Asimov, obsesionado por no sólo la tecnología como anuncio de los planteamientos de un futuro distante, encontró en la identidad hombre - su cultura, religión, manera de pensar - una forma de aprender sobre lo que consideramos inevitable. El escritor miró el futuro - a mediano plazo, a largo plazo, incluso el distante y aún imposible de asumir como posible - como una combinación de ideas, más que factores y quizás, allí radica la enorme trascendencia de su obra.

Que Asimov estuviera obsesionado con las particularidades del género humano, nadie lo duda. No obstante, lo que sorprende es que esa mirada profunda y analítica sobre la identidad del hombre y sus particularidades, no incluya un juicio de valor. Asimov, quizás es su conmovedora humanidad. Porque la interpretación sobre lo fantástico de Asimov, no se limita a una inteligente reflexión sobre las posibilidades que el futuro puede ofrecer - que también lo es - sino una meditada comprensión sobre lo que hace al hombre ser una criatura racional y más allá de eso, una excepción en medio de la naturaleza. Una y otra vez, Asimov se plantea la naturaleza humana como un misterio en si misma, un descubrimiento asombroso y lo que resulta aún más desconcertante, una fuente de maravilla. Quizás, ese sea la cualidad que hace de las novelas de Asimov renovadoras de un género que hasta entonces, asimiló la cualidad del hombre como criatura natural como parte de una serie de ideas más o menos sustentables, pero nunca lo suficientemente sólidas como para sostener la complejidad de un planteamiento único. Pero Asimov se atreve, construye y evoca a la fantasía como un reflejo no sólo de lo que el ser humano Es, sino como una idea que se elabora a través de sus matices y se asume como parte de lo que creemos esencial. Una interpretación fundancional y primitiva sobre lo que el hombre comprende como su propia humanidad.

En más de una ocasión, el escritor insistió en que el objetivo de la Ciencia Ficción no era intentar entender lo desconocido y mucho menos, replantear lo desconocido como una idea cercana a la imaginación, sino justamente asumir las límitaciones de la mente humana para comprender lo que le rodea. Muy probablemente esa singular percepción sobre la realidad, era parte de su punto de vista personal: Asimov era un libre pensador, un hombre profundamente curioso pero también, lleno de tics y manias, de pequeñas limitaciones temporales que nunca comprendió pero que de alguna le permitieron asumir la fragilidad del espíritu del hombre. La enorme audacia de su imaginación en su insistente intento por recrear lo que le rodea a medida de las ideas. Con frecuencia, Asimov insistió que la escritura y sobre la literatura, eran formas de aceptar el asombro que nos produce lo que no podemos explicar. "¿No hablará de miedo?" le preguntó una vez un periodista. Asimov sonrío, timido y un poco incómodo como le solía suceder en todas las entrevistas y sacudió su augusta cabeza canosa. "No, hablo sólo sobre el asombro. El miedo nace de lo que no podemos identificar y crear. Cuando sobrepasas ese límite, encuentras un espacio extraordinario para la creación".

Extraña sentencia para este creador nato, que sufría de tanto miedo a volar que sólo subió a un avión dos veces en su vida, o que se sentía mucho más cómodo en los espacios pequeños y claustrofóbicos. Tal vez, esa es la razón por las que todas sus novelas - y fue un prolífico escritor con más de quinientos títulos publicados - fueron ventanas abiertas hacia mundos desconocidos, hacia parajes extraordinarios que recreó con un inusual y preciso punto de vista. Novelas y cuentos que miraban a la humanidad como una gran posibilidad y también, como una posibilidad que se construía a partir de premisas de carácter científico, no siempre estrictamente futuristas, sino más bien, una idea creciente y poderosa de lo que deseamos ser, de esa aspiración del hombre por remotar sus propias fronteras, las fisicas y las mentales. Pionero de las narraciones robóticas, Asimov encontró una manera de contar el futuro pero también, de contar las esperanzas de la raza humana.


Probablemente, por ese motivo, "Fundación" sea su saga más conocida. Considerada por sus admiradores como una obra de obligada referencia en el género de Ciencia Ficción y por sus detractores como una obra confusa y desconcertante, es sin duda una de las miradas más profundas que escritor alguno ha logrado crear sobre el futuro distante y la evolución del pensamiento y lo que consideramos esencial en la identidad humana. Porque Asimov, con su estilo lento, gradual y sobre todo, meditado, no sólo miró a las estrellas como fuente de asombro - que lo hace - sino que además, creó todo un Universo de pensamientos y conclusiones cientificas y filosóficas que transformaron su visión sobre el Cosmos y nuestra relación con lo infinito por completo nueva. Una reflexión no sólo sobre las posibilidades del futuro sino también, esa mirada esencial hacia lo construye y crea la cultura como reflejo del pensamiento inteligente. Asimov, que analizaba la humanidad desde un crisol amable y casi conmovedor, logró encontrar en "Fundación" no sólo la combinación justa entre la inocencia del devoto y audaz aventurero del pensamiento sino un maduro narrador que concibió el porvenir como un sueño a medio construir. Una noción sobre lo que tememos y anhelamos a mitad de camino entre lo deslumbrante y lo minimo, Una grieta entre lo que asumimos existirá y lo que soñamos podamos encontrar más allá de nosotros.

A "Fundación" se le suele asumir como una base de concepción para entender los orígenes de la ciencia Ficción. Podría serlo, pero más allá de eso, la Saga es una interpretación sobre lo que concebimos como conocimiento, más allá de los pequeños temores y confusiones de la posibilidad. Se ha dicho que los libros carecen de continuidad, que no tienen personajes que atrapen al lector. Que el hecho que se traten de historias independientes entre sí - pero unidas por un elemento común - hace que la novela tienda a mostrase distancia y fría para un lector ávido de encontrar sentido a todo lo que se muestra. No obstante, "Fundación" justamente maneja una serie de ideas muy bien construidas que sostienen esas aparentes fallas para crear algo más grande y profundo que el mero análisis de las ideas que intenta sugerir. Planteada desde el punto de vista de la filosofía platónica  - pero donde no es la filosofía sino la ciencia el sostén de la cultura - la novela se hace preguntas existencialistas que intenta resolver desde el punto de vista cientifico pero a la vez, insistiendo en esa necesidad de comprender que el hombre es el principal protagonista de todo tipo de expresiones y creaciones de carácter más o menos formal. La tecnología nunca supera la aspiración intelectual. Una y otra vez Asimov utiliza su estilo basado casi exclusivamente en dialogos, para dejar muy claro que la principal esperanza de ese futuro distante, no es la capacidad tecnológica - siempre apreciable, siempre en constante evolución - sino esa línea inconstante y casi siempre al borde de la ruptura como lo es la forma como el hombre comprende sus propias virtudes y capacidades. Asimov no se limita a la descripción de la tecnología posible, sino que va más allá: hacía el pensamiento necesario, la belleza de lo que se construye, se crea y se admite como real basado en la experiencia humana. Y es que quizás, lo más asombroso de la obra de Asimov sea esa necesidad suya de mirar al hombre con una enorme y conmovedora sencillez, de asumir el pensamiento humano como parte esencial de esa evolución deseable. A diferencia de otros tantos escritores de Ciencia Ficción, Asimov sueña con futuros radiantes pero también, con un tipo de conocimiento humano que erradique el miedo y que finalmente y como tantas veces insistió, consiga encontrar en el asombro el motor para construir esa promesa de futuro a la que el mundo aspira aún sin encontrar en realidad.

Un futuro lejano donde el hombre continúa siendo quizás la más extraña, valiosa y poderosa visión sobre la creación natural.

¿Quieres leer la Saga "Fundación" de Isaac Asimov en formato PDF? déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te la envío.

jueves, 26 de febrero de 2015

Puertas abiertas al desastre: la tragedia de enfermar en Venezuela.





A Manuel (no es su nombre real) le diagnosticaron cáncer en la piel hace siete meses. Al principio, no lo creyó — es un hombre sano de treinta y seis años , fanático del ejercicio y la buena alimentación— por lo que pidió una segunda opinión con un segundo especialista. Me cuenta que le llevó un enorme esfuerzo asumir la noticia, aceptarla como real. Cuando finalmente lo hizo, le aterrorizó la inmediata consciencia del riesgo que corría en nuestro país.

— Ya no se trata sólo de estar enfermo — me explica — sino de estarlo en Venezuela. A lo que debes enfrentarte en medio de una crisis como la nuestra.

Sacude la cabeza, las manos apretadas sobre las rodillas. Ha perdido peso, tiene la piel amarillenta, tiene un aspecto cansado y abrumado. Para Manuel, el diagnóstico sólo fue el comienzo de una progresiva pesadilla médica: la pequeña lesión en su brazo derecho se convirtió en un diagnóstico mucho más preocupante, que incluía metástasis en un ganglio linfático y algunos preocupantes síntomas pulmonares. Los médicos le recomendaron una operación de diagnóstico y luego, varios tratamientos alternativos. Ninguno de los cuales podían llevarse a cabo en el país.

— La palabra “cáncer” te cambia. Te deja sin expectativas, sin futuro. Todo se transforma al presente, a como sobrevivir — se acaricia con un gesto involuntario la cabeza calva — en Venezuela, la idea es incluso mucho más dura de asumir. Porque aquí debes enfrentarte al riesgo de no encontrar la manera de enfrentarte a todo. Un dolor dentro del dolor.

Manuel es ingeniero y hasta hace poco, era uno de los empleados más prometedores de una empresa de construcción. Me cuenta que en la oficina le extendieron un reposo médico indefinido — “Hubo mucho apoyo” — pero que sus modestos ahorros y mucho menos, su seguro promedio, podía costear un tratamiento como el que necesitaba, mucho menos fuera del país. De manera que comenzó el lento proceso de intentar una solución alternativa: un viaje a un país donde pudiera recuperar la salud o al menos intentarlo. Pero nada resulta tan sencillo en un país lleno de trabas y limites legales, donde la salud del ciudadano no es prioritaria y que además, no asume la idea sanitaria como parte de sus funciones y deberes. Manuel se enfrentó directamente con la burocracia Venezolana, con las infinitas graduaciones de la ineficacia y del “venga mañana más temprano”, del recorrido por clínicas y farmacias, en busca de medicamentos. Hubo campañas vía redes sociales para recolectar las medicinas que necesitaba y logró encontrar algunas, nunca las suficientes. Y paulatinamente, fue evidente que estaba empeorando. Quizás mucho más rápido de lo que cualquiera de los diagnósticos médicos había pronosticado. Y sin embargo, el ritmo de la Venezuela en crisis, seguía siendo lento, implacable. Uno de sus médicos, le explicó que probablemente el cáncer se haría más agresivo sino tomaba una decisión concreta con respecto al tratamiento.

— Necesitas la operación y la posible quimioterapia. Lo preocupante es que a medida que avanza el tiempo y no llevas a cabo ninguna de ambas cosas, la situación se hace más complicada, menos manejable — le dijo finalmente uno de sus médicos, en una especie de ultimátum inevitable — debes salir del país o asumir que aquí, sólo hay una respuesta a lo que padeces.

Manuel no se resignó. Me cuenta que luego de aquella reunión, comprendió que Venezuela, le obligaba a morir. Una frase simple que pareció resumir el terror y el dolor de una situación que se hacía más complicada a medida que la circunstancia país creaba un escenario de desastre. Para Manuel, las opciones se redujeron a encontrar la forma de huir del país, de aceptar que era la única posibilidad que tenía para sobrevivir. Todo esto, mientras la enfermedad avanzaba, se hacia más peligrosa, la recuperación menos posible. Una carrera contra su propio cuerpo.

— Entonces te das cuenta que vas a morir. No sólo porque tienes cáncer sino porque en el país que vives, no hay como curarte — me dice, con un suspiro cansado. La expresión agotada y triste. Su madre, sentada a su lado, sacude la cabeza, aprieta los labios como si estuviera conteniendo del deseo de llorar. Como si lo hubiese contenido por mucho tiempo — empiezas a aterrarte, a comprender que la posibilidad de morirte es mayor que la de vivir. No hay manera de explicar ese terror, esa angustia, esa desazón.

La familia de Manuel logró conseguir el dinero para el viaje y la estadía. Algunos amigos colaboraron monetariamente para su tratamiento. Entonces, tuvieron que enfrentarse a otro de los cientos de pequeños tropiezos de país en escombros, incompleto: no había pasajes aéreos para viajar a Bogotá, Colombia, donde se llevaría a cabo la operación y el tratamiento que necesitaba para sobrevivir. La madre de Manuel me cuenta que fue un duro golpe el comprender que virtualmente, tenían que enfrentar la posibilidad podía morir mientras lograban encontrar un boleto áereo. Un obstáculo absurdo, impensable pero que casi llevó a la muerte a Manuel.

— Finalmente decidimos que había que hacer el viaje largo : de Caracas a Maracaibo, de Maracaibo a Cucuta y de allí a Bogotá — me explica Manuel — para entonces, había bajado muchísimo de peso, tenía dolores y fiebre diaria. Vomitaba a diario. El estrés de la situación estaba haciendo lo suyo. No había ningún tratamiento paleativo que pudiera ayudarme. El médico me explicó que un viaje de esa naturaleza podría afectarme los pulmones, que podría incluso agravar mi situación de maneras inesperadas. Pero lo intenté. ¿Qué otra cosa podría hacerlo? La alternativa era quedarme en Caracas y por morir por la escasez de medicinas.

El viaje duró casi una semana. Para entonces, Manuel estaba tan débil que llegó inconsciente a la clínica privada de Bogotá donde lo esperaban. Llevó casi dos semanas más estabilizarlo y unos cuantos días más, lograr que se encontrara lo suficientemente fuerte como para llevar a cabo la operación. Para entonces, el cáncer había hecho metástasis en el pulmón derecho — un tumor aún lo suficientemente pequeño para ser operable — y sus médicos estaban preocupados por algunos síntomas que sugerían incluso algo peor. Durante casi dos meses, Manuel se sometió a una especie de via crucis médico que apenas podía costear, en un país extranjero, cada vez más debil y cansado. Me cuenta que estaba seguro no sobreviviría, que todo el esfuerzo había sido simplemente eso: una posibilidad que se hizo menos cierta a medida que el tiempo avanzó. Diciembre del año 2014 avanzó con lentitud, en medio de lágrimas y el altísimo riesgo que Manuel simplemente no pudiera soportar el fortísimo tratamiento que debía recibir. Su hermana, que le acompañó por dos semanas mientras su madre regresaba a Caracas para intentar reunir los fondos para continuar el tratamiento, me cuenta que en más de una ocasión, creyó que Manuel no podría soportar lo que sufría, ese lento pero insistente deterioro no sólo de su salud física sino también la mental.

— Llegas a convencerte que está bien morir, que cualquier esperanza de sobrevivir es un engaño emocional — me dice. Se pasa la mano por la cara, un gesto lento y casi frágil, como si le llevara esfuerzo reconocerse en su propia piel — y entonces es que entiendes que el cáncer te enferma algo más que el cuerpo. Te quebranta el espiritu.

A pesar de todo, Manuel se obsesionó con la idea de sobrevivir. No sabía que tanto efecto podría tener, pero recurrió a sus últimas reservas de optimismo y dedicación para convencerse que no moriría tan fácil, que no moriría así, como un huerfano perdido en un país extraño, rodeado de enfermeras. Hay un elemento de pura obsesión, de una necesidad insiste de no doblegar la voluntad, me explica, a pesar de los dolores, la angustia. El terror. Porque siempre hay miedo, me dice, frotándose las manos nerviosamente, desviando la mirada. El cuerpo rigido, encogido, aún muy delgado. “Siempre hay un tipo de terror que a pesar de todo, no hay mucho que hacer más que resignarse” — me dice su madre, con los ojos, ahora sí, llenos de lágrimas.

Pero Manuel no se resignó. Y de alguna manera triunfó. Logró atravesar lo peor de la enfermedad y estabilizarse. Aún no está curado — el riesgo continúa siendo latente — pero tiene muchas más posibilidades de recuperar la salud. Aún no sabe como lo logró, aún no sabe cuanto tiempo podrá disfrutar de ese breve paréntesis de tranquilidad. Pero si sabe que continuará esforzandose, que no se dejará vencer. Y también, que no volverá a Venezuela. Cuando me lo dice, frunce los labios con fuerza, enfurecido y pálido.

— No vine ni siquiera a despedirme. Este país no lo merece — la furia le colorea brevemente las mejillas pálidas. Una leve capa de sudor le cubre la frente, el labio superior. Se lo seca con un gesto duro, agresivo — este país es una especie de condena, como si te miraras con miedo. Venezuela te enseña a tener temor, a estar siempre con el miedo atravesado en todas partes. Y si me voy a morir, al menos no será aquí, porque no me pude salvar. Porque me ganó el terror de un país irresponsable.

Cuando nos despedimos, Manuel me da un abrazo apretado y que dura varios minutos. Tiembla, tiene la piel caliente. Y también está afligido, angustiado. Sin embargo sonríe, una sonrisa como de muchacho, del hombre joven que aún es a pesar de la máscara de la enfermedad.

— Puede que sobreviva, pero no aqui — me dice como despedida. No sé como contestar a eso.



Cuando la abuela de L. comenzó a olvidar algunas cosas, a nadie le preocupó. Después de todo, tenía sesenta y seis años y aún era una mujer muy activa y vital. La primera vez que no pudo recordar el nombre de uno de sus hijos, se echó a llorar, aterrada. Cuando el médico le diagnóstico Alzheimer, no pudo escucharlo. Hundida y perdida para todos, permaneció impasible, con la mirada perdida y el cuerpo flácido, en la cama de la clínica.

— Todo fue muy rápido — me dice L., exhausta — todo fue…violento. Un día se quejaba de dolor de cabeza, al otro día no recordaba cómo regresar a la casa de la panaderia y al mes siguiente, estaba diagnósticada. Me llevó tiempo procesarlo, entenderlo. Aún no puedo hacerlo.

Miro a su abuela, sentada a unos metros de nosotros. Mira placidamente hacia ningún sitio, con la boca entrebierta, las manos flojas sobre el regazo, los dedos abiertos en un gesto flojo. La recuerdo riendo, con su voz firme y amable. El sabor de su café. Contengo las lágrimas lo mejor que puedo. Cuando miro a L., sé que ella lo hace también.

— Mi abuelo murió hace cinco años, mi padre trabaja, mis hermanos están fuera del país, de manera que sólo mi mamá y yo podemos cuidarla — me explica en voz baja — no te imaginas como es eso. No te…

Sacude la cabeza. Más tarde, me contará que desde que su abuela empeoró, no ha podido dormir bien. Que se despierta, cinco, diez veces por noche para ayudarla a ir al baño, para devolverla a la cama. La anciana recorre la casa en la oscuridad, con las manos abiertas, tropezandose con los muebles. Hace unas pocas semanas se cayó al suelo y se dislocó la muñeca. De manera que ahora su madre y ella la vigilan a toda hora, con una obsesiva preocupación.

— Nunca sabes que puede ocurrir — me dice con un suspiro — el médico nos explicó todo lo que debemos hacer: el cuidado alimenticio, las precauciones sobre lo que debe o no comer. Ejercicios, la asistencia médica primaria. Pero en realidad…

Mira a la anciana otra vez, como si se avergonzara de lo que dirá a continuación o incluso de algo más profundo, que no puedo entenderlo. Lo cierto es que para L. y su madre, el cuidado de su abuela ha significado un nuevo estilo de vida. Un manera de afrontar lo cotidiano. Mi amiga aprieta las manos sobre las rodillas, se queda rígida, muy quieta. La angustia parece recorrerla como un escalofrío privado.

— No hay mucho que podamos hacer para que mejore, de hecho, va a empeorar — me explica por último — pero el problema es que en Venezuela, tampoco hay medios paliativos para que sea más fácil para nosotros. En realidad, la enfermedad de abuela es un poco una enfermedad para todos. Como si todos la estuvieramos padeciendo a la vez.

Me cuenta que desde que la abuela empeoró, su madre y ella debieron organizar su vida cotidiana en función de su cuidado: no sólo contratar a una enfermera les resulta prohibitivo — el altísimo costo de honorarios lo hace impagable para cualquiera de las dos — sino que también, la compra de las medicinas. Cuando se consiguen, añade con una mezcla de resignación y furia, cosa que no sucede con frecuencia. Los inventarios médicos de famarcias y Clínicas sólo disponen de lo mínimo y lo más necesario. Los medicamentos que necesitaría la anciana — para estimular el riego cerebral, vitaminas, unguentos para las articulaciones cada vez más rigidas — no se encuentran entre ellos.

— Para encontrarlos tiene que recurrir a las donaciones. Y no siempre ocurre — me cuenta L. mientras intenta alimentar a su abuela. La anciana aprieta los labios, se queja en voz baja. Mi amiga espera, le habla en voz baja y cariñosa, pero la mujer continúa resistiendose, los ojos muy abiertos y asustados — entonces debemos traerlos del exterior, que es el triple de costoso y no siempre podemos permitirnoslo. Ya este mes dejamos de hacerlo. No creo que podamos hacerlo en varios más.

De nuevo intenta que la abuela pruebe el arroz. La anciana suspira, baja la cabeza, mira hacia otra parte. Luego se echa a llorar, muy bajito, los labios temblorosos. Mi amiga suspira, aprieta los labios, como si estuviera a punto de echarse a llorar ella también.

— Es complicado intentar cuidar un enfermo sin tener los conocimientos, las medicinas, incluso…el tiempo — me dice más tarde. Logró que su abuela masticara un par de cucharadas de arroz y ahora la vigila mientras duerme, tan frágil y pequeña como un niño — pero en Venezuela no te queda más remedio. Una institución médica es impagable y un geriatrico…

La palabra flota entre nosotras, como una breve amenaza. En el país, la mayoría de las casas de cuidado de la tercera edad, carecen de personal entrenado e incluso, de los insumos mínimos para substituir. Gran parte de ellas son instituciones en condiciones deplorables, constantemente acusadas de descuido y maltrato a los pacientes. Para la familia de L. recluír a la abuela en una de ellas es impensable, a pesar del costo físico y emocional que les produce ocuparse de un enfermo crónico.

— Se acabaron las salidas al cine, a comer, incluso a paseos — me dice L. , sentadas ambas en el pequeño jardin de la casa. Mientras la abuela duerme, disfruta de una precaria tranquilidad. Pero aún así, mira una y a otra vez hacia la ventana de la habitación — cuando mi mamá está trabajando, yo debo estar aquí. Y cuando ella se ocupa, estoy en la Universidad o en la pasantia. El hecho es que no puedo hacer otra cosa. No hay nadie más, no hay otra posibilidad.

Cada día, L. o su madre despiertan para bañar y ocuparse de la higiene de la abuela. Luego, cambian las sábanas mojadas de orine — porque hace un par de meses dejó de conseguirse pañales para adultos — y limpian la habitación. Alimentan a la abuela, la ayudan a ejercitarse — unos cuantos pasos por el jardín y la terraza, para que tome un poco de sol -. Luego, todo vuelve a repetirse durante la hora de almuerzo y quizás lo hará en la última hora del día. La extenuante rutina se hace cada vez más aprensivo, más dura de sobrellevar. Pero para L. y su madre, es necesaria, imprescindible y con toda seguridad inevitable.

— En Venezuela, te conviertes en parte del problema, no en la solución — me dice L., con una mueca de amargura — ahora sufro de problemas nerviosos por el estrés, problemas estomacales por el nerviosismo de todo lo que ocurre — parpadea, contiene las lágrimas — pero no hay otra salida. No hay una institución, no hay ayuda. Estamos solas.

No sé que responder a eso. Me quedo sentada junto a ella, mirándola preocupada y desconcertada. Ella se seca el sudor de la cara, mira el reloj. Se levanta. “Debo despertarla o no dormirá en la noche. Además, seguramente hay que limpiar la cama de nuevo”, me explica. Hay una frustración dura y simple en su voz que resume su día a día extenuante, la sensación de simple desconcierto que la acompaña a todas partes.

— Aquí todos somos pacientes — me dice después, cuando nos despedimos. La abuela está sentada en el salón de la casa, murmura en voz baja. Una figura frágil y pequeña — en Venezuela, enfermarse es una condena al miedo. No queda de otra.

Pienso en las palabras mucho después. Se me parecen mucho a una frase que leí hace meses en el TL de mi Twitter. “Tengo miedo de acudir al médico y descubrir que estoy enferma y no podré sanar. De manera que prefiero no saberlo y esperar a ciegas” dijo Jacqueline Goldberg, poeta y libre pensadora de mi país. Un pensamiento que parece resumir el miedo, la angustia de un país a escombros, a medio construir.

C’est la vie.

miércoles, 25 de febrero de 2015

La herida que jamás cicatriza: Venezuela rota.




Venezolano Chavista:

No le conozco y seguramente, usted no querrá conocerme. Soy su enemigo, por razones que ya dejaron de importarnos. Nos encontramos enfrentados por quince años de diatriba política que nos han reducido a un tópico, a una imagen sin rostro sin otro argumento para sostenerse que el resentimiento. Irreconciliables, a la distancia de un ideal que no existe, de un país que concebimos de manera diametralmente distinta. De un espacio de ideas contrapuestas y enfrentadas que usted llama “patria” y yo llamó desazón. Somos ciudadanos compartiendo un país a trozos, dividido en fragmentos de una historia incompleta. Sin admitir la existencia del otro, sin aceptar que usted tiene el mismo derecho a comprender el país a su manera, que yo tengo. Huérfanos de un gentilicio y destrozados por la violencia.

Tal vez por ese motivo le escribo, porque intento encontrar al país en que nací en medio de los escombros del que debo enfrentar a diario. Un país que se desploma en medio de la peor crisis económica que ha padecido en décadas, de la inseguridad que nos convierte en rehenes del día a día, del odio sembrado en terreno fértil durante dieciséis años. Quizás desde hace un poco más. Le escribo porque esta carta sin verdadero destinatario es el único medio que conozco para intentar comprenderle y hacerle comprender que a pesar de la batalla de ideas insustanciales, de la diatriba barata que nos condena a ambos a mirar el país en direcciones opuestas, usted y yo somos Venezolanos. Y no lo somos sólo por compartir un gentilicio maltrecho, una visión del país a la deriva, sino porque ambos aún debemos convivir en esta frontera quebrantada, en este proyecto de país en tránsito, en esta estafa histórica que debemos soportar. Tenemos en común el odio — porque en nuestro país los extremos se parecen tanto que solo cambian de camisa — , y el hecho que somos victimas — lo reconozca o no — de esta guerra frontal contra la oposición de las ideas, la divergencia y la diferencia. Somos hijos de una generación destrozada por la violencia, acostumbrada al odio, con el habito del asesinato y de la muerte como moneda común. Usted y yo sobrevivimos con esfuerzo a una Venezuela que se desploma a pedazos, a pesar de los esfuerzos por ocultarlos. Somos victimas potenciales de un país tragedia.

Le escribo, mientras lloro la muerte de un Venezolano. Otro de tantos. Uno de los cientos de miles que morirán y habrán de morir en un país donde la violencia y el odio son parte de la cultura, de la sociedad y de la historia reciente. Un niño de catorce años que sólo conoció este país fragmentado, lleno de heridas abiertas que no cicatrizan. El país donde se odia por la simpatía política, el país donde la opinión se condena con una bala. La Venezuela de la humillación y el menosprecio. La Venezuela donde la reivindicación se disfraza de resentimiento y odio por las minorías. Hoy murió un Venezolano que no conoció otra realidad que el miedo, ese que te persigue a todas y está en todas partes. Hoy murió un Venezolano que nunca conoció la prosperidad en un país donde se condena el trabajo y el esfuerzo, un país de chivos expiatorios y ningún responsable. Hoy murió un niño Venezolano que no conocí pero a quien lloro porque es parte de mi historia y también de la suya. De esta tragedia que usted y yo llevamos como una penitencia silenciosa, que asumimos como parte de nuestra identidad. Hoy murió un niño, que fue hijo de la Revolución que usted defiende, que usted insiste en justificar. ¿Lo hace aún? ¿Aún considera necesario enfrentarse a la crítica y asumir lo injustificable sólo por necesidad política? ¿Qué ocurrirá cuando el puño de la violencia le roce? ¿Que excusa ideológica esgrimirá para disculpar un enfrentamiento fratricida? ¿Cual será la disculpa que pueda hacer menos grave el asesinato de un niño por un arma de la República? ¿Que objeción humanista invocará para no mirar que Venezuela vuelve a llorar la muerte de un niño, de una esperanza a manos de la agresión diaria? ¿Cómo se disculpa usted por la muerte de un niño que creció en la Violencia, que sólo conoció un país arrasado por un luto que no termina, por el terror de no ser otra cosa que una estadística entre cientos de otras? ¿Que ideología es la que apoya, cuando cada día Venezuela lamenta los crímenes diarios, En medio de la cultura de la silencio, de la negligencia y la censura?

Este país es suyo y es mio. También lo es la responsabilidad. ¿Cuando asumirá la suya? ¿Cuando asumirá la noción que la lealtad partidista no puede justificar el asesinato, la opresión y la represión legal? ¿Cuando asumirá la responsabilidad de comprender que está sufriendo los mismos rigores y desastres que cualquier otro Venezolano? ¿Cuando aceptará que en Venezuela no hay otra ideología que la del odio? ¿Cuando asumirá el riesgo que supone propugnar el odio de clases, el enfrentamiento irresponsables entre ciudadanos? ¿Cuando admitirá la grieta cada vez más profunda y peligrosa de un país que exige obediencia vertical y destruye al disidente? ¿Cuando admitirá que la violencia no reconoce el color de la franela y que usted y yo somos potenciales victimas propiciatorias de la Violencia?

¿Me hablará de los cuarenta años que precedieron el Gobierno que usted apoya? ¿Insistirá en la larga lista de oprobios de una democracia perfectible que permitió que los lideres que apoyan enarbolaran el poder? ¿Me hablará de guerras imaginarias? ¿Me explicará la hipocresía de la injerencia extranjera? ¿Continuará señalando con el dedo acusador a la victima que sufre? Venezuela fue una promesa, una posibilidad. ¿Cómo interpreta esta debacle, la lenta caída de una coyuntura cada vez más grave y peligrosa? ¿Insistirá en mirar a Venezuela como un error histórico?

Kluiverth Roa tenía catorce años de edad, un hijo de la Revolución. Un niño Venezolano que debió conocer el fruto de un país lleno de posibilidades y no lo hizo. Kluiverth no conoció otro presidente que los Chavistas, otro lenguaje político que la groseria y la vulgaridad. Kluiverth no pudo disfrutar de la promesa histórica de una Revolución cuya mayor herencia y legadoes la hipocresía política. Kluiverth murió hoy por el delito de encontrarse de pie en una calle de su país, porque había una bala con su nombre. Porque un joven de su país, ideologizado en el odio y protegido por la impunidad, levantó un arma de la República y lo asesinó. Kluiverth murió por cometer el delito de ser ciudadano invisible en un país fragmentado, por sufrir la decandencia de un Gobierno obsesionado con el poder. Kluiverth murió porque este es un país que educa para matar y no para vivir. Kluiverth murió por finalmente, la violencia de todos los días, de los insultos y epítetos, de la segregación y el prejuicio, de la ideología del odio, le alcanzo.



¿Esto es lo que usted defiende? ¿Un país donde cada día se llora la muerte de un Venezolano? ¿Este es el gobierno que usted sostiene con su voto y su lealtad a ciegas? ¿El país donde hay muertos que se lloran desde el poder y otros que se ignoran? ¿Este es el país que usted heredará a la historia? ¿Una Venezuela donde cada Venezolano lleva una bala con su nombre? ¿Una Venezuela que teme, que huye? ¿Esta es la “patria” que insiste en llevar como simbolo de los logros invisibles, que carecen de valor frente al horror de la sangre que se derrama? ¿Que país es el que usted comprende más allá de la realidad de un niño muerto asesinado por otro niño que lleva un arma?

Sin duda, habrá excusas. Ya las conozco todas. Pero lo real, lo incontestable, es que hoy murió otro Venezolano y morirán muchos más porque el País dejó de ser un proyecto y se convirtió en una grieta de incertidumbre. Yo asumí mi responsabilidad con lo que pude haber hecho y no hice, con mi indiferencia histórica, con la necesidad de construir y aspirar a un país donde usted y yo podamos hacer algo más que sobrevivir. ¿Lo hará usted? ¿O la muerte de Kluiverth Roa sólo será otra estadística? ¿Otro nombre que pasará a engrosar ese triste panteón de caídos que alimentamos año a año? ¿Le llamará un muerto “opositor” o comprenderá que un Venezolano muerto es una tragedia que todos llevamos a cuestas? ¿Condenará la muerte de un niño y aceptará que ninguna idea merece una muerte, menos la de la esperanza? ¿Se convertirá por mera lealtad negligencia de militante a cómplice?

Cada día, la idea del país que aspiramos se hace cada vez más borrosa, abstracta, insustancial. Venezuela dejó de existir para transformarse en un temor, en una promesa rota. Y eso, nos une a usted y a mí, más allá de cualquier cosa.

Con pesar, por su futuro y el mio, por todos los que llamamos compatriotas.

Una ciudadana más.

martes, 24 de febrero de 2015

Más allá del click: La eterna disyuntiva del fotógrafo.




¿Una cámara puede hacerte mejor fotógrafo?
Se le llama la discusión inevitable, el tópico jamás resuelto en fotografía. Por décadas, el debate sobre que tanto influye en el desempeño de un fotógrafo la cámara que utiliza, ha sido una de esos tópicos sobre los que no parece haber una respuesta concreta. Y es que no trata de una perspectiva sencilla, teniendo en cuenta que la fotografía depende directamente del funcionamiento de un aparato — si lo analizamos desde la óptica Flusser — para construir un concepto visual. Quizás, se deba justamente a esa implicación inevitable entre la herramienta y el resultado artistico o al hecho que la cámara — como objeto — construye una visión totalmente nueva sobre el valor artístico de la herramienta que crea la obra de arte. Cualquiera sea la respuesta, el hecho es que la relación entre la cámara y el fotógrafo es probablemente una nunca podrá ser analizada de manera suficiente y mucho menos, comprendida en toda su extensión. Aún así, el debate persiste, sobre todo a medida que la construcción ideal sobre lo que la cámara es y la manera como se comprende, se construye como parte de una idea esencial sobre la comunicación en imágenes e incluso su pertinencia. Una interpretación sobre la fotografía que combina tanto la capacidad del fotógrafo para crear como su necesaria habilidad para utilizar la técnica y la herramienta fotográfica a su favor.

Así que, el conflicto permanece. Y las inquietudes al respecto continúan siendo parte del aprendizaje fotográfico. Es inevitable por tanto, asumir la idea de la cámara — y su relación con el documento fotográfico — desde una perspectiva que pueda permitir su comprensión y sobre todo, una visión más profunda del tema. Una idea que engloba no sólo lo que la fotografía Es como idea artística sino lo que podría comprenderse a través de su análisis como reconstrucción sobre la realidad. Entre ambas cosas, se extiende el sentido más amplio del lenguaje fotográfico y las implicaciones que podría o no tener su visión de la expresión formal de la imagen.

Entonces ¿Cuales serían los cinco cuestionamientos más comunes acerca del tema? con toda probabilidad los siguientes:

* ¿La cámara es sólo una herramienta?
Con frecuencia, los fotógrafos suelen cuestionarse sobre cuanta relación puede o no tener la cámara que sostienen entre las manos con resultaron fotográfico que obtienen a través de ella. Una pensamiento obvio y hasta necesario cuando se analiza la fotografía desde su perspectiva técnica. No obstante, la cámara por si sola no es otra cosa que una herramienta mecánica y actualmente electrónica que facilita la toma de la imagen, pero no influye de manera directa en las decisiones artisticas, conceptuales y creativas que el fotógrafo pueda tomar con respecto a lo que capta. ¿Es la cámara sólo una herramienta? es una pregunta ambigua, porque en realidad una buena cámara puede hacer mucho más fácil el desempeño fotográfico y hacer mucho más precisa la intención artística y documental del fotógrafo que la sostiene. Pero aún así, el resultado final es fruto de las referencias, construcciones visuales e interpretaciones artisticas que el fotógrafo plasma sobre la imagen que logra captar y que es el resultado final de sus esfuerzos artísticos y técnicos. En conclusión, la cámara es sólo una herramienta, pero permitirá al fotógrafo una mejor construcción visual en la medida que sus prestaciones técnicas y electrónicas faciliten al fotógrafo su proceso visual.

* ¿Una mejor cámara te hará un mejor fotógrafo?
Hasta ahora, no existe una herramienta fotográfica capaz de tomar decisiones artísticas como composición, encuadre, motivación, construcción de lenguaje visual, aspectos estéticos o emocionales en una imagen. Una fotografía es una combinación de ideas artísticas y estéticas que el fotógrafo toma para captar una imagen sobre la realidad. Una mezcla de visiones e interpretaciones sobre lo que le rodea y sobre todo, la manera como lo comprende. Esa percepción es consecuencia directa de su compresión sobre el espacio, de sus interpretaciones sobre las referencias estéticas que crea y construye y sobre todo, de lo que desea expresar a través de las imágenes que crea. De manera que la cámara, sólo le permitirá hacerlo con mayor facilidad e incluso con mayor belleza, pero nunca con menor o mayor profundidad de planteamiento. Un buen fotógrafo es una combinación de experiencia, habilidad técnica y comprensión de sus símbolos y metáforas visuales. Ninguna cámara puede brindar al fotógrafo un mayor conocimiento sobre cualquiera de esos temas.

* ¿Una cámara de mejor calidad puede inspirar aún más y hacer mi trabajo mucho más sólido?
Con frecuencia en fotografía suele confundirse la belleza con la calidad técnica, conceptual y visual de la imagen. Una confusión que además, hace que el papel de la cámara como medio para la construcción de la imagen se desnaturalice y tome una relevancia artificial. Una fotografía visualmente atractiva no siempre es una fotografía significativa, de la misma manera que una fotografía estéticamente correcta no es siempre bella. Más aún, una imagen conceptual, personal y poderosa con frecuencia no resulta directamente bella o al menos, bajo los cánones habituales. Así que cuando hablamos sobre lo que puede o no ser inspirador o sólido en una fotografía, el cuestionamiento se hace mucho más profundo y por tanto, complejo. ¿Qué considero hermoso o atractivo en una fotografía? ¿Qué la hace visualmente impactante? ¿Qué deseo mostrar con mis imágenes? ¿La belleza por si sola resulta suficiente para lo que quiero expresar? ¿Lo que expreso puede ser bello? La re interpretación de lo que es bello o lo que no lo es, hace que cada fotografía sea una visión de nuestras aspiraciones, temores y conclusiones sobre la imagen, una combinación de nuestras referencias y reflexiones sobre lo que es el hecho fotográfico. Por tanto, una cámara sólo hará más sólido tu trabajo, si facilita lo que construyes como concepto visual.

* ¿Sólo puedo tomar fotografías a través de una cámara?
Es un concepto que desconcierta a muchos fotógrafos y que Vilem Flusser analizo de manera suficiente en su magnifico ensayo “Hacia una filosofía de la fotografía” . Porque para la gran mayoría de los fotógrafos la cámara es un elemento indispensable para asumir la idea de la imagen. No obstante, Flusser propone que la imagen fotográfica es algo más que una idea que se construye a través de una herramienta fotográfica y reflexiona sobre ella desde el punto de vista de su valor elemental. Para el filósofo, la imagen fotográfica se construye a partir de una idea que el fotógrafo desarrolla, independientemente de los recursos técnicos de los que dispongan. La imagen que engloba la idea visual más allá de los simples requerimientos tecnológicos y le brinda una sustancial conceptual mucho más sustanciosa. Así que según este punto de vista, crear una fotografía es un proceso que se lleva a cabo desde antes de la construcción de la toma fotográfica y que continúa después, en el lenguaje que el fotógrafo construye a través de la idea visual que expresa.

* ¿La cámara hace al fotógrafo?
Un fotógrafo es un artista con un punto de vista profundamente sensible sobre la imagen. Sobre todo, es un observador nato, un creador visual experto que logra combinar esa capacidad de observación con un concepto artístico. La cámara es la herramienta que permita la expresión de esas ideas, como antes lo fue el lápiz y el pincel, como probablemente lo sea ahora mismo los computadores y software digitales. Así que una cámara sólo es parte del proceso creativo del fotógrafo, la herramienta que permite la expresión. Nunca la expresión misma.

Una lista corta sin duda, pero que engloba la mayoría de las preguntas que los fotógrafos solemos plantearnos al momento de crear. Porque la fotografía no sólo una idea que se crea, es una visión que se plantea y un lenguaje que se profundiza. Una puerta abierta hacia nuestr mundo personal.

lunes, 23 de febrero de 2015

El alto vuelo del espíritu creador: Algunas consideraciones sobre Birdman, de Alejandro Gonzalez Iñárritu.





Hace poco, el crítico de cine español Javier Ocaña, comentaba que para comprender — y por ende disfrutar — de la película Birdman, de Alejandro Gonzalez Iñárritu, habría que ser sobreviviente al ego herido del artista. Quizás no sea tan necesario, sin embargo: Birdman, con toda su espléndida cualidad onírica, la soltura de un guión que no obedece a reglas de pautas y ritmos y sobre todo, esa esencial sensibilidad sobre lo que se crea y lo que se comprende como arte, se sostiene por sí misma, más allá de la experiencia del espectador. Y es que Birdman es un alegato metafórico no sólo sobre lo que el arte es en esencia — esa reconstrucción del ego a partir de símbolos personales — sino también de cómo puede interpretarse. Esas pequeñas grietas esenciales entre el discurso, la creación y lo que se expresa a través de ella e incluso, ese misterio indescifrable de lo que lo hace valioso en nuestra imaginación.

Probablemente, lo más destacable de Birdman sea esa capacidad para asombrar por su consistente complejidad: la película bordea el absurdo, mientras avanza entre una serie monumental de capas narrativas, subtextos y re dimensiones de símbolos habituales que sorprende por su impecable equilibrio. Y es que Birdman nada parece fuera de lugar, nada se desborda o mucho menos adolece de sentido. Desde el punto de partida de este actor caído en desgracia — que insiste en llamarse artista — y que parece debatirse entre lo que fue y lo que podría ser, hasta esa conmovedora perspectiva sobre la perdida de la identidad en favor de lo que se crea y construye a través del yo artístico, la película del director mexicano medita no sólo sobre lo visceral del espectáculo que emociona, sino también sobre las cientos de ramificaciones de puede construir esa idealización de lo artistico. Para Alejandro González Iñárritu, nada parece quedar fuera de esa visión arrolladora sobre la realidad, la fantasía, el dolor, la sensibilidad del espíritu del creador, incluso los pequeños guiños de una cultura obsesionada con lo que se muestra y se asume real, sin serlo. La película, es todo un homenaje no sólo al Hollywood real sino a toda esa percepción poderosa y en ocasiones, casi caótica sobre lo que el cine es en esencia. Ese delicadísimo equilibrio entre lo que se narra visualmente y lo que sostiene el planteamiento que se oculta entre imagenes. Toda una proeza argumental.

Con un guión en ocasiones tramposo, pero sobre todo lleno de una sorpresiva vitalidad, la película analiza la cualidad humana del arte desde múltiples punto de vista: desde el Cine como creador supremo de la banalidad — lo comercial, lo bello, lo superficial sin mayor sustancia - hasta la percepción del cine como línea que divide adulto de algo más blando e inocente. También, analiza desde un punto de vista original esa nueva necesidad de comprender las Redes Sociales como espejo social. E incluso, se atreve a reinterpretar temas tan profundos y emocionales como la paternidad ausente, el método de creación y lo que es la conciencia artística, como elemento esencial de toda idea que se sostiene un planteamiento conceptual. Todo lo anterior, mezclado con tintes de paranoia, una revisión sobre el mundo del teatro — llena de extraordinarios guiños de la obra De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver — que no sólo unifica el mensaje sino que además, crea a partir de esa mezcla imposible definir algo totalmente nuevo. Gonzalez Iñárritu juega además, con toda una serie de meta mensajes cinematográficos, que refuerzan una y otra vez, esa necesidad suya de tocar todos los registros con impecable maestría. Y es que en Birdman hay mucho de Fellini y su inmortal Ocho y Medio, de un Scorsese en estado de gracia con Toro Salvaje y ese renacimiento espléndido en medio del dolor. Más allá de eso, el director se regodea creando un universo alternativo, rico en contrastes, profundamente inteligente y sobre todo, variada en lo que intenta expresar y construir.

Quizás por ese motivo, los metamensajes sobran y Gonzalez Iñárritu los utiliza con gran acierto para crear un juego de capas y dimensiones de interpretación asombrosamente variado: Michael Keaton, antiguo Batman y que durante mucho tiempo lamentó públicamente que su carrera se viera relacionada de manera inevitable con el personaje, parece interpretarse así mismo, aunque a unos estratos caricaturescos que desconciertan y por momentos conmueven. Incluso, Edward Norton parece reírse de sí mismo al parodiar el tan caracareado malestar que provocó durante años en numerosos directores su método interpretativo. Una y otra vez, la película gira sobre sí misma, se reconstruye en pequeñas líneas que delimitan espacios reales e irreales para finalmente sostener lo que parece ser un sentido homenaje no sólo al cine — que ya es obvio — sino algo más profundo: la inocencia del espectador.

Sin duda, una apuesta arriesgada de un director conocido por sus enorme libertad creativa. Y es quizás ese elemento de absoluta rebeldía, de gran y sentido espectáculo visual basado en una serie de reinterpretaciones del género, lo haga de Birdman una experiencia inolvidable. Desde esa ilogicidad que por último bordear el delirio, hasta los pequeños detalles que recuerdan el poder del discurso visual (para el recuerdo, el Solo de bateria intermimable como improvisación de Jazz), Birdman es una mirada exaltada hacia una forma de comprender el cine totalmente nueva, radiante y sobre todo, valiosa. Una obra visual que celebra el cine y sobre todo, la magia de crear.

domingo, 22 de febrero de 2015

Fragmentos en rojo carmesí y otras historias de brujería.




Tia L. me dedicó una de sus mirada burlonas. Parecía encontrar muy divertido mi incomodidad, mi torpeza. Me encogí de hombros.

- Bueno, ya sabes que soy una gran timida.
- Lo sé.

Nos encontrábamos en su pequeño taller del alfarería, rodeada de sus pequeñas esculturas. Tia era una artista obsesiva, meticulosa, ritualista. Cada una de sus diminutas creaciones - todas mujeres voluptuosas, con los brazos levantados hacia un cielo imaginario, sin rostro - parecían cantar una canción secreta. O al menos, así me gustaba imaginarlo. Lo cierto era que tia jamás me había dicho realmente por qué le gustaba esculpir sus pequeñas mujeres o si incluso, alguna tenía un verdadero significado. Era como una obsesión silenciosa, inquietante, muy bella. Una especie de poema misterioso que sólo ella conocía.

- A veces me pregunto como puedes ser tan fuerte y tan frágil a la vez - me preguntó. Las mejillas me ardieron de pura vergüenza.
- No soy fuerte.
- Claro que lo eres. A tu manera distraída y un tanto desconcertada, lo eres.

Tia no era en realidad mi pariente. Era la mejor amiga de mi madre y durante mi infancia, me había acostumbrado a llamarla tia, en una especie de costumbre tan vieja en mi vida que no podía recordar cuando había empezado a hacerlo. Pero al crecer, había descubierto que en realidad, era mucho más cercana a mi que algunos miembros de mi familia. Como si nuestra capacidad para comprendernos, para mirarnos con atención, una complicidad lenta y amable, fuera un vinculo más fuerte que cualquier otro. Me intrigaba su mente afilada y profunda, su singular manera de comprender el mundo. Su capacidad para brindar a cada palabra y experiencia una especie de significado misterioso.

- Enamorarse es lo más natural del mundo - continuó - incluso para una bruja malcriada.

Sacudí la cabeza, divertida y sonrojada. Con dieciséis años, me encontraba todo lo enamorada que podía estarlo cualquiera  a mi edad . Ese amor luminoso, radiante, doloroso que tanto recordamos después.  Los primeros besos, el descubrimiento,  los brazos abiertos hacia la nueva experiencia. No obstante, por algún motivo, estaba convencida que sólo tia L. podía comprenderme. Que solo tia podría entender la emoción abrumadora que me sofocaba con tanta fuerza que comenzaba a preocuparme. Tia soltó una carcajada al escucharme.

- Mucha poesía y poca realidad. Estás enamorada de un muchacho, deseosa de experimentar. Y lo harás. Y sufrirás un poco, avanzarás un paso en la vida. Es natural y hermoso. Pero también un riesgo.

La escuché sin saber que decir. Tia caminó por su taller con su acostumbrado paso firme. Su larga falda de tela ondulo a sus pies, calzados en zandalias. Todo en ella tenía un toque salvaje, un poco extravagante. Tia tomó una de sus esculturas y la colocó sobre la mesa de trabajo.

- ¿A que llamas riesgo? - pregunté. Pero claro que sabía a que se refería. Lo había sabido desde los primeros besos, asombrada por la sensación, por la emoción, el deseo. El cabello de él cayéndome sobre las mejillas, sus brazos apretándome con torpeza, su muslo entre los míos, tan imperioso, delicioso. Todo en mi vida parecía haberse vuelto más intenso, más sentido. Pero también más inestable, a punto de derrumbarse. ¿Eso era el amor? me pregunté más de una vez, confusa, desconcertada. Miraba al chico del que me había enamorado entre sorprendida e irritada. Apenas un mes antes había sido un desconocido. Ahora era una sensación cruda, pura piel, el olor de su sudor, el sabor de su saliva. La sensación de su piel contra la mía. Y esta esperanza, venida de ninguna parte, esta sofocante y deliciosa sensación de caída en el desastre, en medio del caos. ¿Esto era el amor?

- Querer siempre te lleva al límite de lo que deseas aceptar y creer, confiar y aspirar - me respondió. Tomó un pequeño trozo de tela y comenzó a pulir la cabeza de la escultura con movimientos rápidos, firmes - enamorarte es algo más frágil, fugaz, inmediato. Lo necesitas, tu cuerpo, tu mente. Necesitas sentir. Necesitas poseer. El beso, las manos abiertas. El sexo. Todo a la vez. Y que confuso resulta, que ambicioso. Al final, sólo era una decepción o un recuerdo. Nada es tan perdurable como eso.

Siguió puliendo la cabeza elegante de la diminuta mujer. Sus palabras me golpearon como bofetadas. Me quedé inmovil, con las manos apretadas en las caderas. ¿Tan predecible resultaba todo? me pregunté un poco inquieta. ¿Tan evidente? A diario, tenía la impresión que descubría espacios nuevos en mi mente y en mi cuerpo. Que ese renacer en piel y espiritu, tenía algo de místico, único. Mío. Pero al parecer no lo era tanto, al parecer era una idea mucho más frágil y común de lo que había supuesto. Sacudí la cabeza, aturdida.

- ¿Es amor esto? - le pregunté. La pregunta que no dejaba de formularme. Los besos desesperados, la sensación de perdida. Y el miedo, siempre el miedo. Esa intimidad, que el sexo hacia parecer floreciente, siempre radiante. Tia suspiró y se detuvo. La muñeca de brazos alzados pareció devolverle la mirada desde su rostro hueco.

- Por supuesto que es amor. Y lo será después, cuando sólo sea un recuerdo, cuando únicamente sea un fragmento de una historia. El sabor de un beso, la lujuria joven. El amor es una idea constante, que nunca se transforma, siempre es inocente.

Con cuidado, continuó puliendo la escultura. El olor de la arcilla pareció confundirse con el de los candentes rayos del sol que entraban por la ventana. El calor flotó a mi alrededor, como una presencia viva y casi incómoda. Pero había algo bello, en esa sensación de vitalidad de las paredes de la pequeña habitación ardiendo, el viento fresco de la montaña entrando por las ventanas abiertas. Vida, la capacidad de crear y comprender nuestra mente, nuestro pequeño mundo. Sentí que el amor que sentía en ese momento se hacia poderoso, muy cercano a la superficie de mi mente.

- Cuando estoy con él...es como si todo comenzara en mi vida. Nunca me había gustado tanto un libro como cuando lo leemos juntos. Nunca sabe mejor la comida. Esa sensación que mi cuerpo es un misterioso por construir, por recorrer - sonreí, sentí que una vitalidad libre y poderosa me subía por los hombros - es...

- Es un ciclo - dijo mi tia. Me miro entre los rizos desordenados que le caían en la frente, húmedos de sudor. Siempre había pensado que había algo salvaje en tia. Una especie de profunda belleza que nacia de esa necesidad suya  de siempre asumirse distinta, poderosa, creativa. Por ese motivo le llamaba bruja, a pesar de que ella solía reírse cada vez que lo hacia. Pero lo era, claro que sí. Una bruja poderosa de nacimiento y por necesidad de su espíritu independiente.

- ¿Un ciclo vital? - pregunté.
- Un ciclo como cualquier otro. Pero este te transforma cada vez - Deslizó la mano sobre las curvas de la escultura que había creado, como si cada pequeña sinuosidad le brindara un significado a sus palabras - el amor es nuestra capacidad creativa al pleno, esa curiosidad incesante del ser humano. No es humano, no es poético. Es crudo, es doloroso. Es vivificante.

"Lo debes saber: en muchisimas religiones paganas, el espiral es un simbolo de poder y de vida. Pero también de amor. También de capacidad creativa, de construcciones de la memoria. De ideas poderosas que atraviesan cambios. Eso es el amor. Ese es el descubrimiento. Ese es el poder de la vida y de la muerte. Del cuerpo que se renueva, del espiritu que nace".

No respondí. Un breve recuerdo amargo. Hacia un par de años, uno de mis amigos más queridos de la infancia había muerto. Cuando visité su tumba por primera vez, dibujé un espiral para despedirme de él. Era desconcertante ahora imaginar el otro extremo de esa idea, de esa poderosa convicción de tiempo y conocimiento que el espiral simbolizaba. Pero tenía sentido, me dije un poco desconcertada. Una cierta correspondencia, una secuencia de valor. ¿No decía la brujería que toda fuerza tenía un exacto contrario? ¿No se trataba la magia de encontrar un equilibrio entre todas las cosas? ¿Y que otra cosa era la magia que nuestra capacidad para crear, construir y soñar? Suspiré. El aire caliente de la tarde me llenó los pulmones.

- Es un poco...duro pensar que el amor terminará - dije entonces. Tia sonrío, con cierta ternura.
- ¿Y que comenzará otra vez con otro rostro no te intriga?

No supe que responder a eso. Recordé mi primera vez, ese despertar del deseo y la lujuria que tanto me habría sorprendido. El placer convirtiendose en algo más que una idea para convertirse en un todo, una sensación confusa, salvaje, fuera de control. Mi cuerpo reaccionando, palpitando, sacudiendose, tan vivo, tan radiante como nunca pensé podía estarlo. El dolor y la belleza. La carne, el deseo, la sensación de redescubrir incluso mi propia identidad. Después, él se había quedado dormido abrazándome y yo me había sentido lejana a todo, incluso a esa dulzura del abrazo, del miedo, de la alegría, de la confusión. Mi mente rota y luego, llena de significado. De poder. Me había levantado en silencio, en medio del calor de la tarde. Desde la ventana de su habitación podía contemplar a Caracas, recién nacida, desconocida y tan mia. Todo era nuevo y bello. Más tarde, había caminado por la calle a solas, sintiendome fuerte y frágil a la vez. Audaz, torpe. Una idea llena de pequeñas grietas, elevándose en todas direcciones a partir de mi.

- No lo sé. Es decir...no sé aún si pueda comprender lo que siento o si incluso, llegaré a hacerlo - respondí - siento que hay una especie de ruptura entre esa necesidad de mirarme y simplemente...ser libre de todo pensamiento. Lo dijiste: no hay poesía, es solo piel. Y es verdad. La sensación es enorme, devastadora. ¿Es real? ¿O solo estoy abrumada por la novedad, por el descubrimiento? ¿Qué ocurrirá después?

Tia soltó una carcajada. Sostuvo la muñeca entre los dedos, la miro. Luego hizo algo muy extraño. Con un gesto grácil de sus dedos largos y elegantes, le rompió la cabeza. El sonido de la arcilla al romperse llenó el mundo, me sobresaltó. Parpadeé, desconcertada, mientras ella sostenía la cabeza de la escultura en la mano abierta.

- Los Celtas estaban convencidos que los espirales eran símbolos de dolor y de placer. De la vida que brota incluso en medio de la aridez - dijo entonces - incluso más allá, el transcurrir del tiempo. Una vez leí que durante sus rituales de cosecha, asesinaban a una victima propiciatoria para alimentar al tiempo, para construir una idea profundamente poderosa sobre lo que consideraban la transición entre la vida y la muerte. La sangre sobre la tierra recién sesgada, los árboles creciendo sobre los muertos bajo la tierra.

La imagen me estremeció. Imaginé la escena con tanta claridad que me estremecí: los bosques llenos de siluetas altas, de cabello rubio y rostros pálidos. La victima mirando al verdugo con los ojos muy abiertos y asombrados, incrédulos sobre su propia vulnerabilidad. El cuchillo cortando la garganta, la sangre salpicando. La tribu entera mirando, cantando quizás. El ciclo de la vida y de la muerte satisfecho. La belleza de lo terrible entre sus manos manchadas de tierra y sangre. Sacudí la cabeza, con un sobresalto.

- Ahora nos parece una idea bárbara desde luego - dijo entonces tia  - pero más allá de eso, la vida y la muerte, el amor y el dolor, todas las ideas que consideramos valiosas, son graduaciones de la misma idea, fragmentos de historias a medio completar. Formas inconclusas de nuestra vida. Ahora mismo el amor te parece todo, desde el resplandor del sol a tu despertar sexual. Pero luego será aprendizaje, asombro. Maravilla. Ternura. Será todas las ideas que crees puedan darle sentido a lo hermoso y a lo feo. A lo doloroso y a lo importante. Serás tu misma.

Un ciclo, pensé. Miré a mi alrededor, las estatuillas de brazos levantados mirando hacia un infinito secreto. Pensé en la sencillez del corazón humano, en la ternura de los labios entreabiertos, en la inocencia como comprendemos el amor, la dureza cruda de la muerte. Todas las ideas que crean la vida y lo que somos. Y sobre todo, quienes aspiramos a ser. Una idea desconcertante, dura de asimilar pero tan real como un anuncio de nuestra propia identidad futura. ¿Quienes somos? ¿Hacia donde caminamos con torpeza? Los brazos extendidos. El temor en todas partes. ¿Quienes somos más allá de lo que creemos real y lo que no lo es?

- Entonces, ¿el amor es sólo un tránsito? ¿Siempre habrá otro tipo de amor? - pregunté con un ligero sobresalto. La tia sonrío con esa malicia suya que la hacia tan hermosa, tan profundamente dura. Se encogió de hombros.

- No lo sé.

Recordaría sus palabras, muchos años después. De pie, frente al espejo. Desnuda, la sensación de libertad en la sangre, en el cabello desordenado, la piel despierta. La respiración exquisita de un hombre de rostro como de niño llenando la habitación. Esa sensación de posibilidades, del ciclo que comienza y termina. De una idea formidable que se crea así misma.

C'est la vie.

sábado, 21 de febrero de 2015

El eco de la fragilidad y otras historias de brujería.




El espiral pareció extenderse en la arena de la playa. Las blancas piedras reluciendo bajo la luz de la noche. Una lenta línea de pequeños destellos extendiéndose en la oscuridad. Miré la escena con los ojos entrecerrados, de pie en mitad de la arena blanca y cálida, el viento golpeándome las mejillas. Más allá, el sonido del mar era como un suspiro sordo, inhumano, ancestral.

- ¿Agla?

Parpadeé. Mi tía E. me dedicó una de sus largas miradas apreciativas. Me encogí de hombros, suspiré.

- Lo lamento, es la migraña.

Tía no respondió. Se acercó y me pasó los dedos por la frente sudorosa. Era una tarde brillante y calurosa de abril, de esas que abundan en el verano eterno de Caracas. El olor de la montaña era más fuerte que nunca y parecía confundirse con el sonido del tráfico de la calle, un poco más allá. El perfil de la ciudad resplandecía, una línea de destellos metálicos, más allá de la ventana. Entrecerré los ojos, adolorida. Una nausea ácida me cerró la garganta. El dolor palpitó con más fuerza en las sienes.

- ¿Qué estabas dibujando? - preguntó tía inclinándose sobre mi hombro. Se lo mostré.

Miró el espiral con atención. Era un dibujo torpe pero reconocible: una línea difusa y ondulada para representar la playa, el cielo como briznas delgadas extendiéndose hacia el horizonte de tinta. Y el espiral en la arena, las pequeñas rocas imaginarias redondeadas en pequeños trazos infantiles. Tía ladeó la cabeza, con una sonrisa singular.

- ¿Te gustan los espirales?
- No lo sé. Siempre los dibujo. Es como si...

No supe como explicarle la sensación exacta que me producía dibujar un espiral. Tal vez porque incluso a mi misma me resultaba difícil entenderlo: esa sensación de reconocimiento, de sentir que mientras la escena se creaba lentamente sobre el papel, sentía una inefable sensación de alivio que no podía comprender muy bien de donde venía o que podía provocarla. Pero real: Una tranquilidad fácil y casi dulce surgía de algún punto de mi mente, mientras la línea crecía en el papel, se hacía reconocible, clara, poderosa. El paisaje se abría paso entre las ideas, construía algo nuevo pero a la vez reconocible. El espiral moviéndose sobre la hoja del papel, bajo la punta del lápiz, creándose así mismo. ¿Como explicar aquello? me dije frustrada y un poco desconcertada. ¿Cómo explicarle a mi tía esa sensación sin sentido aparente que podía provocarme un simple dibujo? ¿Cómo podía explicarlo a mi misma?

Me encogí de hombros. Tía sonrío como si pudiera comprenderme, a pesar que no había dicho una sola palabra. Se sentó a mi lado, aún sosteniendo la hoja de papel donde yo había estado dibujando. El espiral pareció doblarse y combarse en la hoja, hacerse más visible que nunca. Sacudí la cabeza. El dolor en las sienes aumentó, se hizo más punzante. Un hilo ardiente color carmesí.

- Antiguamente se creía que los espirales tenían poderes curativos - comentó tia entonces - pero más allá de eso, que representaban la manera como nos comprendíamos: como si pudieran englobar el mundo que nos rodeaba. Para muchas culturas, el espiral es un símbolo de poder. Pero también es uno de transformación, de capacidad de aprender.

No dije nada. Apreté los labios. Con catorce años cumplidos, comenzaba a rebelarme  - con esa torpeza del final de la primera infancia - de todo lo que había creído cierto y seguro. Me sentía en un pleno enfrentamiento no sólo con mi manera de pensar y comprender mi propia identidad, sino con mi familia, sus creencias, la educación que me habían brindado. Suspiré, intentado contener el ramalazo de ira, la sensación de pura impaciencia que me provocaba aquel anuncio insistente de sabiduría antigua, de creencias abstractas y confusas. Con ese espíritu desesperado y  vital de la adolescencia, me sentía al borde de cualquier conocimiento pretendidamente poderoso, intrigante. La vida era mucho más sencilla, más frágil y decepcionante de lo que había imaginado. De lo que había temido pudiera ser.

No sabía muy bien que me había producido ese lenta pero inevitable sensación de frustración. Quizás se debía a esa  inevitable desazón de la adolescencia, que me había hecho definitivamente solitaria, irascible e inconforme. O a la mera idea que el mundo era un lugar árido, sin sentido, absurdo. Durante los últimos meses, había sufrido en silencio con la consciencia de mi propia fragilidad, de esa noción del tiempo como algo más poderoso de lo que había supuesto. Sólo eramos efímeros fragmentos de historias, sin sentido, destinadas a nunca encajar en ninguna parte. Pequeñas grietas en el paisaje interminable del mundo, incluso de esa mirada esencial a lo que eramos y lo que podíamos ser. ¿Qué sentido tenía encontrarle un simbolismo a eso? ¿A dotarlo de poesía? La muerte estaba tan cerca...

- Se debe a lo que le ocurrió a P. ¿No es así? - preguntó mi tía. Me sobresalté, incómoda e irritada porque pudiera comprenderme con tanta facilidad. Apreté los labios, conteniendo la respiración.
- ¿Por qué crees que tiene que ver con eso?
- Porque la muerte siempre deja una huella.

No dije nada. Aún no podía hablar sobre lo ocurrido con mi amigo P. - no al menos en voz al menos - y me preguntaba si alguna vez podría hacerlo. Y es que aún para mi, lo ocurrido carecía de sentido: P. había sido uno de mis amigos más queridos durante mi infancia. Una presencia reconfortante y constante que parecía formar parte de todos mis recuerdos desde que era muy niña. Era el hijo de una de las mejores amigas de mi mamá y siempre había estado allí o al menos, yo lo creía así. Le recordaba cuando eramos aún muy pequeños, corriendo con las manos levantadas, agitándolas al sol. Riendo mientras mi abuela cantaba en voz alta en su cocina luminosa. Trepando por el árbol de mango del jardín. Sentados juntos en el techo de la casa de mi abuela, mirando a Caracas a la distancia, conversando entre susurros, su rostro tan cerca del mio que podía percibir el olor almizcleño de su sudor, de la leve colonia para niños que su mamá siempre solía obsequiarle y de la que yo me solía burlar. Su rostro de niño pecoso, la sonrisa desdentada. El cabello apelmazado de polvo y suciedad.

Cuando P. se mudó a Maracay, una ciudad a cientos de kilómetros de Caracas, lloré durante tres días seguidos. Él me telefoneó para burlarse de mi. Me gustó escucharle reír a la distancia, el sonido de su respiración gangosa de asmático, la forma como le costaba pronunciar algunas palabras porque había perdido uno de sus dientes. Era como volver a encontrar una pieza que faltaba en mi vida, sentirme cómoda otra vez, en mi piel. En mi historia.

- Oye como si me fuera a ir para siempre.
- Otra ciudad es para siempre.
- Eres una boba.
- Tu eres un bobo que no me entiendes.
- Te voy a escribir todas las semanas.

Lo hizo.  A mano cada semana, con su letra desordenada y desigual, ilegible, una hoja arrancada de su cuaderno de clase. No importaba que le saludara cada día en la pantalla del computador de mi madre o que conversáramos por teléfono con mucha frecuencia. Siempre había una de sus cartas en papel arrugado, repleto de dibujos, contándome sobre el nuevo colegio, los libros que comenzaba a leer - "sin ti, leer mucho más aburrido. ¿A quién le cuento mis chistes? " -, la plaza bonita que quedaba a unos cuantos metros del nuevo edificio donde vivía. Su mamá traía las cartas a casa, cuando visitaba a mi abuela. Me habitué a esperarlas, con las manos extendidas, con el corazón lati muy rápido. Las leía riendo, burlándome ed él a la distancia. Pero eran las cartas de P., las palabras de P. y siempre me hacía feliz sostenerlas, leerlas en voz alta, contestarlas.

Nunca supe que estaba enfermo. No me lo dijo y ningún adulto tampoco. Las conversaciones a través de internet comenzaron a escasear, las cartas a llegar con menos frecuencia. Incluso las llamadas se hicieron esporádicas. Y P. hablaba poco, con una voz cansada y adulta, que me llevaba esfuerzos reconocer.

- ¿Qué ocurre?
- Nada, boba. Tu siempre crees que ocurre algo.
- La vida es de muchos "algo", bobote.
- La vida es vivirla, greñuda.

Parpadeé para contener las lágrimas. Esa había sido nuestra última conversación. Le había escuchado cansado, la voz quebradiza, la tos seca y dura. Cuando me colgó, sostuve el teléfono mucho rato entre los dedos, como si pudiera atrapar las palabras en las palmas abiertas. Cuando regresé frente a la pantalla de la computadora, la ventanilla de conversación del viejo Messenger parpadeaba aún. Sonreí.

"Oye boba. No hagas tonterias después"
"¿De qué?"

La conversación seguía allí. La veía cada mañana al despertar, en las tardes calurosas, en las noches en que despertaba sobresaltada, como si la realidad física de la muerte de P. me golpeara en medio del sueño. Me quedaba sentada en la cama, envuelta en las sábanas, tratando de respirar. Miraba a la pantalla de mi pequeña computadora y veía la conversación allí: inacabada, rota, las palabras al aire. El dolor me atravesaba como una sacudida dura, insoportable. No llores, no llores. Me obligaba a esconder la cabeza en la almohada, a soportar esa soledad remota de una angustia imposible de explicar. La sensación de haber perdido una parte de mi misma.

Nunca le había hablado a nadie sobre eso. Ni siquiera a tia E., que tenía la especial capacidad para escuchar y siempre parecía atenta a cada cosa que decías, las buenas, las dolorosas, incluso las que no decías en palabras. No quería hablar sobre la muerte de P. con nadie, por ningún motivo. Prefería seguir mirando las cartas incompletas, llenas de dibujos torpes y bonitos, de la conversación a fragmentos que continuaba flotando en algún lugar de mi mente.

- ¿Qué huella? - dije por último. En realidad no quería escuchar a mi tia. No quería saber sobre nada que tuviera que decirme, no quería intentar comprender la vida a través de esa filosofía lenta y poética en la que mi había educado. La cólera brillo en algún lugar de mi mente - Tia, P. murió y ya no se puede hacer nada. Murió y yo estoy viva. Eso no deja huella de nada, no hay nada que decir. Es sólo eso.

Le quité el dibujo del espiral de las manos. Lo apreté que se hizo una confusa mezcla de líneas entre las arrugas de papel. Quise gritar, quise correr al jardín antipático de mi abuela, quise levantar los brazos al sol, sacudirme bajo la luz, como si el dolor fuera una carga muy pesada, asfixiante. Pero no lo hice. Me llevaba mucho esfuerzo contener los deseos de llorar, de insistir en empujar el dolor hacia el fondo de mi mente. Tomé una bocanada de aire, los labios apretados. La imagen de P. corriendo por la calle, un niño flacucho y con el rostro lleno de pecas, parpadeó un momento en mi mente.

- La muerte es un hecho natural, tienes razón. Y es incontestable, es evidente y sin duda irrefutable - dijo en mi tia en voz baja - pero...el dolor que sientes puede ser algo más que eso. Puedes construir una manera de comprenerlo, de...
- ¿De qué? - estallé - ¿Qué se supone que debo construir? ¿Qué se supone que debo entender? ¿Que murió? ¿Que ya no está? ¿que nunca lo volveré a ver? ¿Que...?

¿Lo perdí? No lo dije. No quise construir esa idea insoportable y punzante en palabras. No llores, no llores. La respiración jadeante, las mejillas coloreadas por la emoción. Mi mamá había ido al colegio para buscarme el día en que P. murió. Me había esperado en la puerta, envarada, pálida y cansada. Cuando me acerqué a ella, sorprendida de encontrarla allí, me dedicó una sonrisa triste, cansada. Me tomó de las manos.

- Mi niña, hay algo que debo decirte.

El mundo se quedó en silencio, mientras ella hablaba. Las lágrimas corriendole por las mejillas, mi mamá que nunca lloraba por nada. La realidad pareció estallar en todas direcciones, romperse  a trozos irreemplazables. Me quedé de pie en la calle, rodeada del ruido del tránsito, la algabia de los niños que corrían a mi alrededor. Sosteniendo la muerte de P. entre las manos, tan apretada que dolía. Como si tuviera que sostenerla para conservar algo suyo, a pesar de todo. A pesar de la distancia inimaginable que se abría entre ambos. En mi mente, sonreía, sus grandes ojos claros llenos de alegría. "Boba dientona" la risa, elevandose hacia el cielo "eres una boba, Agla".

- El dolor de la muerte es insoportable, pero es parte de la vida también - dijo tia E., apacible, sentada a mi lado, en este presente donde P. ya no estaba. Sacudí la cabeza, apreté con fuerza el espiral entre las manos, me negué a mirarla - no puedes huir del dolor siempre, ni de lo que pueda enseñarte.

¿Que podía enseñarme? El espiral era una linea borrosa entre mis dedos, la playa que había dibujado, pequeños fragmentos de ideas que se deshilachaban con lentitud. Tomé una lenta bocanada de aire. Los dientes apretados. No llores, no llores.

- ¿Que se puede aprender de un espiral? - murmuré. Tia suspiró.
- El espiral de la vida es una idea que ha acompañado al hombre por siglos, mi niña - respondió - una idea que se funde en si misma, que se confunde entre muchas otras. El espiral es la vida que se eleva, que avanza, que se construye así misma. Que se hace cada vez más poderosa, que incluso en los momentos más duros y dolorosos, es fuerte. La vida tiene su propia historia.

Me pasó un brazo por los hombros. Me quedé rigida, conteniendo las lágrimas. Apretando los labios sin saber como expresar el dolor que me atormentaba desde hacia meses, del que no podía escapar despierta o dormida. Porque P. - su muerte - estaba en todas partes. En las mañanas radiantes y pulidas, en los días desordenados, en las noches tranquilas. En las páginas de los libros, en el sabor del café. En el vuelo frágil de los pájaros sobre los árboles. La muerte en todas partes. ¿Cómo podía soportar eso? ¿Como podía...?

- La muerte es un tránsito tan natural e inevitable como crear vida - dijo mi tia entonces. Impacable, pero también infinitamente dulce, cercana - todos viviremos y moriremos alguna vez. Algunos crearán vida, otros se miraran así mismos como parte de una historia. Pero la vida es un espiral de fuerza, mi niña. La vida es una noción enorme y gigantesca,  a pesar de la muerte. O quizás debido a ella. La muerte es real. Pero la vida también lo es. Tu capacidad para crear y soñar. Para reir y mirar el mundo con amabilidad. Para disfrutar, para reir a carcajadas. Sin duda morimos, moriremos. Pero antes viviremos también.

No dije nada. Rompí la hoja de papel con gestos furiosos, los brazos temblandome por la tensión, la garganta cerrada de angustia. Tia me miró preocupada pero sin detenerme. Tampoco me detuvo cuando corrí a mi habitación.

La tarde comenzaba a caer. Los últimos rayos de sol se enredeaban en la ventana. Los miré, sentada en mi cama, aferrandome los hombros, abrumada, confundida. El dolor estaba en todas partes, el miedo. Y también la tristeza. Todo a la vez, como un torbellino insoportable, enorme, aplastante.


Coloqué otra piedra del espiral. La última quizás, aunque tuve la sensación podía seguir y seguir hasta llenar la playa de piedras blancas que ascendían hacia el infinito. El rugido del mar era cada vez más profundo, cercano. Y su olor pareció abrazarme, rodearme con ternura. Lo contemplé, con las manos temblando, la sensación que la vida era un hilo finísimo del cual me sostenía con esfuerzo.

Desperté. Parpadeé en la oscuridad. Apreté la cara contra la almohada. No llores, no llores. Me quedé tendida, cansada y abrumada, hasta que finalmente, pude respirar con cierta tranquilidad. Me senté sobre la cama, mirando las sombras triples de mi habitación. Los muebles apareciendo unos a otros. La pantalla de la computadora encendida.

Me acerqué. Moví el mouse. La ventana de la última conversación con P. brillo en la pantalla. La miré, pensando que entonces, él había estado allí, riendo. Un niño frágil de ojos enormes. Cansado, ya con tantos dolores. Pero aún así, había querido hablar conmigo. Aún así me había sonreído. La pantalla pareció nublarse cuando se me escaparon las lágrimas, cuando levanté el pequeño puntero y cerré la ventana.


No hablé durante el viaje hacia Maracay. Mi abuela tampoco lo hizo. Conducía con su habitual firmeza, los ojos concentrados en la carretera. El viento caliente nos golpeaba el rostro y el día parecía brillar muy fuerte, en verdes y dorados muy intensos. Asomé la cabeza por la ventana. Me gustó el olor del mundo.

Ella no se había sorprendido cuando le pedí me llevara a Maracay. Me miró con sus ojos de bruja sabia. Después se inclinó para abrazarme. Escondí la cabeza en su hombro, llorando con los dientes apretados. Ella me acunó como si aún fuera una niña. Seguramente lo seguía siendo.

- Esta bien sentir miedo y dolor.
- No siento otra cosa.
- Lo sé.

Avanzamos por el camino lleno de hierba del cementerio. Sentí escalofríos ante las lápidas, los santos de ojos ciegos que me observaban desde el mármol tallado. El olor penetrante de las flores. Pero contuve el miedo, levantando los ojos para mirar el cielo interminable, muy azul. El calor era aliento vivo, rodeándome, con el olor del sol. La luz en todas partes. Incluso en medio de la muerte, hay vida, pensé. No recordaba donde había leído esa frase, pero me pareció apropiada - real - en ese momento. Abuela caminaba unos pasos delante de mi, con la cabeza levantada, el rostro impasible. Me tomaba de la mano con firmeza.

La tumba de P. era pequeña, blanca y recién construida. Un ángel exquisito y frágil me miraba desde la delicadeza de sus alas abiertas. Lo miré todo, aturdida y desconcertada. ¿Allí estaba P.? me pregunté con los labios apretados. ¿Allí estaba lo que había amado de él? ¿La sonrisa? ¿Las palabras desordenadas? ¿Allí perdido entre los crisantemos medio marchitos? ¿En ese silencio apacible? Mi abuela espero, respetuosa. Con infinita paciencia.

- Él no está aquí - dije entonces. Miré hacia el cielo interminable y volví a llorar. Esta vez no me contuve. Lloré con furia, lloré con angustia. Pero también con cierto alivio. Y es que el final no era el final. O al menos, para mi no lo era. Me llevé las manos al pecho, me apreté con fuerza. Allí, donde estaba el amor que había sentido por P., donde florecia el dolor. Lloré con los dientes apretados, temblando, entre gemidos de angustia. Lloré como no lo había hecho por meses. Cómo había querido hacerlo. Como necesitaba hacerlo.

Por fin, no hubo más lágrimas. Abuela me miró con una sonrisa triste, cansada.

- La vida es un espiral interminable, hija querida. La muerte forma parte de él, pero también lo que la vida puede darnos. Vive intensamente, despide con amor a quienes parten. Y conserva lo mejor de lo que pudo brindarte.

Sacudí la cabeza, sonriendo entre lágrimas. Seguro que P. se habría reído de verme llorar, pensé mientras me inclinaba sobre su tumba. O quizás, se habría inclinado hacia mi, con sus grandes ojos preocupados y un poco desconcertados, para secarme las lágrimas. Los dedos de uñas cortas y sucias. Los ojos grandes y luminosos, de niño eterno. Lo recordé en una imagen radiante, inmediata, mientras me inclinaba hacia la tierra llena de pétalos de flores. Con cuidado, dibujé junto a ellas, un espiral.

- Te quiero bobo - murmuré - te quiero para siempre.

El cielo azul centelleó entre el mármol. El dolor me recorrió otra vez, pero esta vez, había algo más en medio de la sensación blanca y paralizante. El rostro de un niño inolvidable.


En la playa desconocida, comenzaba a amanecer. Un rayo de luz blanca palpitaba sobre la arena, la hacia brillar con fuerza. El espiral de piedra que había construido abarcaba el mundo. En el sueño, parecía flotar sobre el reflejo del mar unos pasos más allá, brillante, interminable, infinito. Con el sabor de las lágrimas. Con la imagen de la vida por vivir dándole forma. Más allá del tiempo, en mí. 

Para Luis, que ahora vive en las estrellas.