jueves, 26 de febrero de 2015

Puertas abiertas al desastre: la tragedia de enfermar en Venezuela.





A Manuel (no es su nombre real) le diagnosticaron cáncer en la piel hace siete meses. Al principio, no lo creyó — es un hombre sano de treinta y seis años , fanático del ejercicio y la buena alimentación— por lo que pidió una segunda opinión con un segundo especialista. Me cuenta que le llevó un enorme esfuerzo asumir la noticia, aceptarla como real. Cuando finalmente lo hizo, le aterrorizó la inmediata consciencia del riesgo que corría en nuestro país.

— Ya no se trata sólo de estar enfermo — me explica — sino de estarlo en Venezuela. A lo que debes enfrentarte en medio de una crisis como la nuestra.

Sacude la cabeza, las manos apretadas sobre las rodillas. Ha perdido peso, tiene la piel amarillenta, tiene un aspecto cansado y abrumado. Para Manuel, el diagnóstico sólo fue el comienzo de una progresiva pesadilla médica: la pequeña lesión en su brazo derecho se convirtió en un diagnóstico mucho más preocupante, que incluía metástasis en un ganglio linfático y algunos preocupantes síntomas pulmonares. Los médicos le recomendaron una operación de diagnóstico y luego, varios tratamientos alternativos. Ninguno de los cuales podían llevarse a cabo en el país.

— La palabra “cáncer” te cambia. Te deja sin expectativas, sin futuro. Todo se transforma al presente, a como sobrevivir — se acaricia con un gesto involuntario la cabeza calva — en Venezuela, la idea es incluso mucho más dura de asumir. Porque aquí debes enfrentarte al riesgo de no encontrar la manera de enfrentarte a todo. Un dolor dentro del dolor.

Manuel es ingeniero y hasta hace poco, era uno de los empleados más prometedores de una empresa de construcción. Me cuenta que en la oficina le extendieron un reposo médico indefinido — “Hubo mucho apoyo” — pero que sus modestos ahorros y mucho menos, su seguro promedio, podía costear un tratamiento como el que necesitaba, mucho menos fuera del país. De manera que comenzó el lento proceso de intentar una solución alternativa: un viaje a un país donde pudiera recuperar la salud o al menos intentarlo. Pero nada resulta tan sencillo en un país lleno de trabas y limites legales, donde la salud del ciudadano no es prioritaria y que además, no asume la idea sanitaria como parte de sus funciones y deberes. Manuel se enfrentó directamente con la burocracia Venezolana, con las infinitas graduaciones de la ineficacia y del “venga mañana más temprano”, del recorrido por clínicas y farmacias, en busca de medicamentos. Hubo campañas vía redes sociales para recolectar las medicinas que necesitaba y logró encontrar algunas, nunca las suficientes. Y paulatinamente, fue evidente que estaba empeorando. Quizás mucho más rápido de lo que cualquiera de los diagnósticos médicos había pronosticado. Y sin embargo, el ritmo de la Venezuela en crisis, seguía siendo lento, implacable. Uno de sus médicos, le explicó que probablemente el cáncer se haría más agresivo sino tomaba una decisión concreta con respecto al tratamiento.

— Necesitas la operación y la posible quimioterapia. Lo preocupante es que a medida que avanza el tiempo y no llevas a cabo ninguna de ambas cosas, la situación se hace más complicada, menos manejable — le dijo finalmente uno de sus médicos, en una especie de ultimátum inevitable — debes salir del país o asumir que aquí, sólo hay una respuesta a lo que padeces.

Manuel no se resignó. Me cuenta que luego de aquella reunión, comprendió que Venezuela, le obligaba a morir. Una frase simple que pareció resumir el terror y el dolor de una situación que se hacía más complicada a medida que la circunstancia país creaba un escenario de desastre. Para Manuel, las opciones se redujeron a encontrar la forma de huir del país, de aceptar que era la única posibilidad que tenía para sobrevivir. Todo esto, mientras la enfermedad avanzaba, se hacia más peligrosa, la recuperación menos posible. Una carrera contra su propio cuerpo.

— Entonces te das cuenta que vas a morir. No sólo porque tienes cáncer sino porque en el país que vives, no hay como curarte — me dice, con un suspiro cansado. La expresión agotada y triste. Su madre, sentada a su lado, sacude la cabeza, aprieta los labios como si estuviera conteniendo del deseo de llorar. Como si lo hubiese contenido por mucho tiempo — empiezas a aterrarte, a comprender que la posibilidad de morirte es mayor que la de vivir. No hay manera de explicar ese terror, esa angustia, esa desazón.

La familia de Manuel logró conseguir el dinero para el viaje y la estadía. Algunos amigos colaboraron monetariamente para su tratamiento. Entonces, tuvieron que enfrentarse a otro de los cientos de pequeños tropiezos de país en escombros, incompleto: no había pasajes aéreos para viajar a Bogotá, Colombia, donde se llevaría a cabo la operación y el tratamiento que necesitaba para sobrevivir. La madre de Manuel me cuenta que fue un duro golpe el comprender que virtualmente, tenían que enfrentar la posibilidad podía morir mientras lograban encontrar un boleto áereo. Un obstáculo absurdo, impensable pero que casi llevó a la muerte a Manuel.

— Finalmente decidimos que había que hacer el viaje largo : de Caracas a Maracaibo, de Maracaibo a Cucuta y de allí a Bogotá — me explica Manuel — para entonces, había bajado muchísimo de peso, tenía dolores y fiebre diaria. Vomitaba a diario. El estrés de la situación estaba haciendo lo suyo. No había ningún tratamiento paleativo que pudiera ayudarme. El médico me explicó que un viaje de esa naturaleza podría afectarme los pulmones, que podría incluso agravar mi situación de maneras inesperadas. Pero lo intenté. ¿Qué otra cosa podría hacerlo? La alternativa era quedarme en Caracas y por morir por la escasez de medicinas.

El viaje duró casi una semana. Para entonces, Manuel estaba tan débil que llegó inconsciente a la clínica privada de Bogotá donde lo esperaban. Llevó casi dos semanas más estabilizarlo y unos cuantos días más, lograr que se encontrara lo suficientemente fuerte como para llevar a cabo la operación. Para entonces, el cáncer había hecho metástasis en el pulmón derecho — un tumor aún lo suficientemente pequeño para ser operable — y sus médicos estaban preocupados por algunos síntomas que sugerían incluso algo peor. Durante casi dos meses, Manuel se sometió a una especie de via crucis médico que apenas podía costear, en un país extranjero, cada vez más debil y cansado. Me cuenta que estaba seguro no sobreviviría, que todo el esfuerzo había sido simplemente eso: una posibilidad que se hizo menos cierta a medida que el tiempo avanzó. Diciembre del año 2014 avanzó con lentitud, en medio de lágrimas y el altísimo riesgo que Manuel simplemente no pudiera soportar el fortísimo tratamiento que debía recibir. Su hermana, que le acompañó por dos semanas mientras su madre regresaba a Caracas para intentar reunir los fondos para continuar el tratamiento, me cuenta que en más de una ocasión, creyó que Manuel no podría soportar lo que sufría, ese lento pero insistente deterioro no sólo de su salud física sino también la mental.

— Llegas a convencerte que está bien morir, que cualquier esperanza de sobrevivir es un engaño emocional — me dice. Se pasa la mano por la cara, un gesto lento y casi frágil, como si le llevara esfuerzo reconocerse en su propia piel — y entonces es que entiendes que el cáncer te enferma algo más que el cuerpo. Te quebranta el espiritu.

A pesar de todo, Manuel se obsesionó con la idea de sobrevivir. No sabía que tanto efecto podría tener, pero recurrió a sus últimas reservas de optimismo y dedicación para convencerse que no moriría tan fácil, que no moriría así, como un huerfano perdido en un país extraño, rodeado de enfermeras. Hay un elemento de pura obsesión, de una necesidad insiste de no doblegar la voluntad, me explica, a pesar de los dolores, la angustia. El terror. Porque siempre hay miedo, me dice, frotándose las manos nerviosamente, desviando la mirada. El cuerpo rigido, encogido, aún muy delgado. “Siempre hay un tipo de terror que a pesar de todo, no hay mucho que hacer más que resignarse” — me dice su madre, con los ojos, ahora sí, llenos de lágrimas.

Pero Manuel no se resignó. Y de alguna manera triunfó. Logró atravesar lo peor de la enfermedad y estabilizarse. Aún no está curado — el riesgo continúa siendo latente — pero tiene muchas más posibilidades de recuperar la salud. Aún no sabe como lo logró, aún no sabe cuanto tiempo podrá disfrutar de ese breve paréntesis de tranquilidad. Pero si sabe que continuará esforzandose, que no se dejará vencer. Y también, que no volverá a Venezuela. Cuando me lo dice, frunce los labios con fuerza, enfurecido y pálido.

— No vine ni siquiera a despedirme. Este país no lo merece — la furia le colorea brevemente las mejillas pálidas. Una leve capa de sudor le cubre la frente, el labio superior. Se lo seca con un gesto duro, agresivo — este país es una especie de condena, como si te miraras con miedo. Venezuela te enseña a tener temor, a estar siempre con el miedo atravesado en todas partes. Y si me voy a morir, al menos no será aquí, porque no me pude salvar. Porque me ganó el terror de un país irresponsable.

Cuando nos despedimos, Manuel me da un abrazo apretado y que dura varios minutos. Tiembla, tiene la piel caliente. Y también está afligido, angustiado. Sin embargo sonríe, una sonrisa como de muchacho, del hombre joven que aún es a pesar de la máscara de la enfermedad.

— Puede que sobreviva, pero no aqui — me dice como despedida. No sé como contestar a eso.



Cuando la abuela de L. comenzó a olvidar algunas cosas, a nadie le preocupó. Después de todo, tenía sesenta y seis años y aún era una mujer muy activa y vital. La primera vez que no pudo recordar el nombre de uno de sus hijos, se echó a llorar, aterrada. Cuando el médico le diagnóstico Alzheimer, no pudo escucharlo. Hundida y perdida para todos, permaneció impasible, con la mirada perdida y el cuerpo flácido, en la cama de la clínica.

— Todo fue muy rápido — me dice L., exhausta — todo fue…violento. Un día se quejaba de dolor de cabeza, al otro día no recordaba cómo regresar a la casa de la panaderia y al mes siguiente, estaba diagnósticada. Me llevó tiempo procesarlo, entenderlo. Aún no puedo hacerlo.

Miro a su abuela, sentada a unos metros de nosotros. Mira placidamente hacia ningún sitio, con la boca entrebierta, las manos flojas sobre el regazo, los dedos abiertos en un gesto flojo. La recuerdo riendo, con su voz firme y amable. El sabor de su café. Contengo las lágrimas lo mejor que puedo. Cuando miro a L., sé que ella lo hace también.

— Mi abuelo murió hace cinco años, mi padre trabaja, mis hermanos están fuera del país, de manera que sólo mi mamá y yo podemos cuidarla — me explica en voz baja — no te imaginas como es eso. No te…

Sacude la cabeza. Más tarde, me contará que desde que su abuela empeoró, no ha podido dormir bien. Que se despierta, cinco, diez veces por noche para ayudarla a ir al baño, para devolverla a la cama. La anciana recorre la casa en la oscuridad, con las manos abiertas, tropezandose con los muebles. Hace unas pocas semanas se cayó al suelo y se dislocó la muñeca. De manera que ahora su madre y ella la vigilan a toda hora, con una obsesiva preocupación.

— Nunca sabes que puede ocurrir — me dice con un suspiro — el médico nos explicó todo lo que debemos hacer: el cuidado alimenticio, las precauciones sobre lo que debe o no comer. Ejercicios, la asistencia médica primaria. Pero en realidad…

Mira a la anciana otra vez, como si se avergonzara de lo que dirá a continuación o incluso de algo más profundo, que no puedo entenderlo. Lo cierto es que para L. y su madre, el cuidado de su abuela ha significado un nuevo estilo de vida. Un manera de afrontar lo cotidiano. Mi amiga aprieta las manos sobre las rodillas, se queda rígida, muy quieta. La angustia parece recorrerla como un escalofrío privado.

— No hay mucho que podamos hacer para que mejore, de hecho, va a empeorar — me explica por último — pero el problema es que en Venezuela, tampoco hay medios paliativos para que sea más fácil para nosotros. En realidad, la enfermedad de abuela es un poco una enfermedad para todos. Como si todos la estuvieramos padeciendo a la vez.

Me cuenta que desde que la abuela empeoró, su madre y ella debieron organizar su vida cotidiana en función de su cuidado: no sólo contratar a una enfermera les resulta prohibitivo — el altísimo costo de honorarios lo hace impagable para cualquiera de las dos — sino que también, la compra de las medicinas. Cuando se consiguen, añade con una mezcla de resignación y furia, cosa que no sucede con frecuencia. Los inventarios médicos de famarcias y Clínicas sólo disponen de lo mínimo y lo más necesario. Los medicamentos que necesitaría la anciana — para estimular el riego cerebral, vitaminas, unguentos para las articulaciones cada vez más rigidas — no se encuentran entre ellos.

— Para encontrarlos tiene que recurrir a las donaciones. Y no siempre ocurre — me cuenta L. mientras intenta alimentar a su abuela. La anciana aprieta los labios, se queja en voz baja. Mi amiga espera, le habla en voz baja y cariñosa, pero la mujer continúa resistiendose, los ojos muy abiertos y asustados — entonces debemos traerlos del exterior, que es el triple de costoso y no siempre podemos permitirnoslo. Ya este mes dejamos de hacerlo. No creo que podamos hacerlo en varios más.

De nuevo intenta que la abuela pruebe el arroz. La anciana suspira, baja la cabeza, mira hacia otra parte. Luego se echa a llorar, muy bajito, los labios temblorosos. Mi amiga suspira, aprieta los labios, como si estuviera a punto de echarse a llorar ella también.

— Es complicado intentar cuidar un enfermo sin tener los conocimientos, las medicinas, incluso…el tiempo — me dice más tarde. Logró que su abuela masticara un par de cucharadas de arroz y ahora la vigila mientras duerme, tan frágil y pequeña como un niño — pero en Venezuela no te queda más remedio. Una institución médica es impagable y un geriatrico…

La palabra flota entre nosotras, como una breve amenaza. En el país, la mayoría de las casas de cuidado de la tercera edad, carecen de personal entrenado e incluso, de los insumos mínimos para substituir. Gran parte de ellas son instituciones en condiciones deplorables, constantemente acusadas de descuido y maltrato a los pacientes. Para la familia de L. recluír a la abuela en una de ellas es impensable, a pesar del costo físico y emocional que les produce ocuparse de un enfermo crónico.

— Se acabaron las salidas al cine, a comer, incluso a paseos — me dice L. , sentadas ambas en el pequeño jardin de la casa. Mientras la abuela duerme, disfruta de una precaria tranquilidad. Pero aún así, mira una y a otra vez hacia la ventana de la habitación — cuando mi mamá está trabajando, yo debo estar aquí. Y cuando ella se ocupa, estoy en la Universidad o en la pasantia. El hecho es que no puedo hacer otra cosa. No hay nadie más, no hay otra posibilidad.

Cada día, L. o su madre despiertan para bañar y ocuparse de la higiene de la abuela. Luego, cambian las sábanas mojadas de orine — porque hace un par de meses dejó de conseguirse pañales para adultos — y limpian la habitación. Alimentan a la abuela, la ayudan a ejercitarse — unos cuantos pasos por el jardín y la terraza, para que tome un poco de sol -. Luego, todo vuelve a repetirse durante la hora de almuerzo y quizás lo hará en la última hora del día. La extenuante rutina se hace cada vez más aprensivo, más dura de sobrellevar. Pero para L. y su madre, es necesaria, imprescindible y con toda seguridad inevitable.

— En Venezuela, te conviertes en parte del problema, no en la solución — me dice L., con una mueca de amargura — ahora sufro de problemas nerviosos por el estrés, problemas estomacales por el nerviosismo de todo lo que ocurre — parpadea, contiene las lágrimas — pero no hay otra salida. No hay una institución, no hay ayuda. Estamos solas.

No sé que responder a eso. Me quedo sentada junto a ella, mirándola preocupada y desconcertada. Ella se seca el sudor de la cara, mira el reloj. Se levanta. “Debo despertarla o no dormirá en la noche. Además, seguramente hay que limpiar la cama de nuevo”, me explica. Hay una frustración dura y simple en su voz que resume su día a día extenuante, la sensación de simple desconcierto que la acompaña a todas partes.

— Aquí todos somos pacientes — me dice después, cuando nos despedimos. La abuela está sentada en el salón de la casa, murmura en voz baja. Una figura frágil y pequeña — en Venezuela, enfermarse es una condena al miedo. No queda de otra.

Pienso en las palabras mucho después. Se me parecen mucho a una frase que leí hace meses en el TL de mi Twitter. “Tengo miedo de acudir al médico y descubrir que estoy enferma y no podré sanar. De manera que prefiero no saberlo y esperar a ciegas” dijo Jacqueline Goldberg, poeta y libre pensadora de mi país. Un pensamiento que parece resumir el miedo, la angustia de un país a escombros, a medio construir.

C’est la vie.

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