martes, 10 de febrero de 2015

Dos miradas en paralelo: ¿Cual es el rostro de Venezuela?




Mi amigo D. es chavista incluso antes que el término definiera una postura política. Durante casi dieciséis años se ha llamado así mismo “revolucionario” y también, apoyado cada iniciativa y propuesta de Hugo Chavez Frías y posteriormente su sucesor inmediato, Nicolás Maduro. Cuando le pregunto si se siente decepcionado, me mira con franca irritación, como si la mera insinuación del descontento fuera un insulto frontal.

— Toda revolución atraviesa un período de conflictividad y descontrucción. No puedes levantar una propuesta ideológica como la que propuso el Comandante sin que las bases tradicionales sufran un colapso inmediato — me explica. Lo hace con una convicción apasionada, casi juvenil. Eso a pesar de que acaba de cumplir los cuarenta años de edad y lleva dos carreras Universitarias a sus espaldas. De manera que D. no es un chavista que no sepa el terreno que pisa o que engañado por la efervescencia de la propuesta. Según sus palabras, lo suyo es “convicción”. Lealtad, también.
— ¿Cual es la propuesta del Chavismo? — le pregunto. Lo hago con toda franqueza — ¿Qué ofrece? ¿Que propone? ¿Cual es el plan de Suprapaís que promueve?
— El Socialismo.
— ¿A la Cubana?
— A la Venezolana.

D. ha participado como colaborador directo en la mayoría de las iniciativas gubernamentales, Misiones y también, en toda esa nueva percepción del ciudadano que en apariencia, construye el chavismo. De manera que su respuesta es una defensa a ultranza de un modelo económico y social que insiste es una ventana abierta a la solidaridad. “El capitalismo te convierte en una máquina de hacer dinero. El socialismo en un observador de la realidad” dice, con una sonrisa orgullosa. “Me convertí en un hombre consciente de su responsabilidad con el resto de los habitantes del país. Esa comprensión enorme sobre el aporte imprescindible que debo brindar para crear la patria grande” me explica. También me habla sobre el poder “para el pueblo”, de los progresos lentos pero imprescindibles, para construir un tipo de Estado Incluyente que asuma su responsabilidad humanista como prioridad. Enfatiza que el Gobierno ha intentado refundar la República y ha logrado importantes avances, visibles progresos, en temas álgidos como redestribución de la riqueza y también, la percepción del electo como actor social. No habla de ciudadano, sino elector. Me preocupa la selección de términos. Cuando se lo digo, suelta una carcajada.

— La democracia se basa en la elección y el voto — me dice — y en el Chavismo, el tema electoral logró que el presidente Chavez afianzara las bases de un proyecto perdurable. No se trata de votar, sino de afirmar y apoyar el pensamiento bolivariano. El voto ya no es el voto. Es una muestra de confianza.
— Es decir, el poder recibe una especie de carta blanca de actuación — le digo. Me mira con cierta incomodidad.
— ¿No se basa en eso cualquier relación de poder? — responde — una gran muestra de confianza en la vanguardia. Hay que asumir que el funcionario que escoges cumplirá su palabra, actuará en lo necesario para sostener el proyecto.
— Pero ¿Cual es el proyecto?
— Lo dices como si Venezuela estuviera sobre una especie de anarquía constitucional y no es así — me dice — Hay un proyecto: se basa en las líneas del Movimiento que motivó el Golpe de Estado del ‘92. Venezuela necesitaba una reconstrucción moral, una repartición de la riqueza equitativa, un nuevo planteamiento de la competencia política y el poder.
— ¿Eso se ha logrado?
— No aún — dice de inmediato — sé exactamente cuales son tus críticas, cual es la crítica opositora al proyecto. Hablamos que el país está avanzando hacia la profundización de un ideal. Lentamente pero seguro.

Cuando le pregunto sobre la crisis económica, sacude la cabeza. “Hay una guerra de la Oligarquía burguesa” dice y me sorprende que cada una de sus frases está cargada de una especie de visión ideológica carente de verdadera sustancia. Cuando le pregunto sobre cual Guerra habla y le indico que todas las líneas de producción, comercialización y venta comercial en Venezuela están en manos del Gobierno, sacude la cabeza. La expresión tensa y rígida.

— La Guerra económica es convencer al consumidor que el Gobierno no está dando los pasos necesarios para asegurarse de la distribución de la riqueza — me explica. Lo hace con absoluta convicción, aunque sé que durante las últimas semanas, ha sufrido como cualquier otro ciudadano los rigores de la escasez. Hace poco, su esposa me comentó que ambos recorrieron Caracas para encontrar la medicina que su hijo menor necesitaba y que más de una vez, han tenido que enfrentar la realidad de la cola y el desabastecimiento — si convences al consumidor que nada es suficiente, que debe comprar aunque no lo necesite, que la escasez siempre será mayor que cualquier intento de solventarla, cualquier intento del gobierno carecerá de efecto. A eso suma la disminución mal intencionada de la producción, el alza de precios indiscriminada. El bachaqueo. Eso es una guerra Económica.
— ¿Y la destrucción de los medios de producción? — insisto.
— El gobierno Boliviariano ha apoyado el agro más que cualquier otro gobierno Venezolano en la historia — protesta — desde micro créditos hasta maquinaria…
— Entonces ¿Por qué importamos todo lo que consumimos? — pregunto — ¿Por productos tradicionales como el café, el azúcar y el trigo escasean?
— ¡Porque el Gobierno no tiene posibilidades de producir de manera autónoma mientras la cultura del Venezolano sea la ganancia y no la solidaridad! —exclama. Tiene las mejillas coloreadas de furia, los gestos duros y tensos de quien comienza a perder el control — te hablo que estamos en transición. Lo que vivimos, son los trozos de una generación que se acostumbró a los vicios de la cuarta, aún no reacciona realmente a lo que es otro sistema económico.
— ¿Qué me dices de la corrupción? ¿La violación a las leyes y la constitución? ¿Qué ocurre con la inseguridad? — intento no perder los estribos, no rozar lo emocional. Después de todo, quiero escuchar sus respuestas, comprender su punto de vista. Pero me lleva un enorme esfuerzo. Después de todo, durante quince años he escuchado al gobierno disculparse de la misma manera, evadir su responsabilidad de la misma forma una y otra vez. No obstante, me asombra la confianza ciega, la confianza firme de D., que parece desbordar la simple duda, la incertidumbre.
— Hablamos de un sistema falible en pleno perfeccionamiento — me responde — no puedes pretender que luego de cuarenta años de corrupción, de un sistema que propicia la burocracia, el gobierno Chavista…
— Hay 80% más Ministerios que en el año ’98 — le recuerdo — aumentó exponencialmente el número de empleados públicos. El número de subsidios, Becas, ayudas económicas.
— También las Universidades.
— Mientras restringen por ideología el presupuesto de otras — respondo. Sacude la cabeza. Se encoge de hombros.
— La ideología es necesaria.
— ¿La obediencia también?
— La lealtad.

No respondo. Sé que D. ha sufrido en carne propia la progresiva destrucción de la economía. A pesar de la inamovilidad laboral decretada por el gobierno, ha sido despedido en dos ocasiones de diferentes entes del Estado. También ha sufrido asaltos, una herida leve de bala. Uno de sus hijos fue golpeado por un criminal armado. Pero aún así, continúa apoyando al Gobierno. ¿A eso le llama lealtad? ¿A la ausencia de críticas? ¿A la necesidad de encontrar una explicación a todos los errores administrativos y judiciales? ¿A la construcción de un chivo expiatorio al que pueda achacarsele un país que se desploma con preocupante rapidez? No logro comprenderlo, no quiero hacerlo.

— ¿Qué esperas del país?
— Que siga avanzado por esta ruta, porque es la única que ahora tenemos — me responde. Y por primera vez en la conversación no hay entusiasmo ni efusividad en su respuesta. Sólo una profunda tristeza.



J. siempre insiste que es el único de sus parientes y amigos que jamás ha votado por Chavez. Me lo recuerda con un gesto tajante, duro. Cuando le pregunto por qué le parece necesario aclararlo, suelta una carcajada seca, dura, burlona.

— Porque no se podrá decir que algo de esto fue culpa mia.
— ¿De quién lo es? — le pregunto. Me dedica una mirada enfurecida, cansada.
— La culpa es de todos y al parecer de nadie. Los Chavistas insisten que en hay algo que rescatar, los descreídos que esto es obra de la indiferencia y los que se llaman así mismo demócratas, que esto es parte del desorden de un país sin bases y sin proyecto.
— ¿Para ti de quien es la responsabilidad?

J. sacude la cabeza, abrumado. Desde hace quince años, ha participado en cada manifestación publica, en cada protesta, en cada elección. Lo he visto marchar bandera en mano, al principio con enorme alegría, después con profundo escepticismo. Sigue haciéndolo, incluso ahora cuando admite que no tiene motivos para hacerlo. Lo hace por frustración, por la necesidad de creer que está participando de alguna manera en un proceso político que dejó de pertenecerle hace mucho tiempo. No le guarda simpatía a ningún lider político. “Son la misma mierda pero con diferente color de camisa” me dice.

En más de una ocasión, J. me ha insistido que lo ocurre en el país no tiene una solución sencilla, pero la tiene. Hasta hace pocos años, me explicaba que Venezuela tiene todas las posibilidades de lograr una reconstrucción desde sus bases, incluso a pesar de la critica situación que durante casi década y media ha atravesado. No obstante, ahora está convencido que Venezuela no tiene remedio. Me lo dice con sencillez, con una llaneza que parece abarcar una situación caótica y que lleva esfuerzos comprender. “Venezuela no tiene solución porque eso implicaría una toma de conciencia y en este país, todos están demasiado obsesionados con intentar huir” me comenta.

— ¿Huir? ¿Hablas de Emigrar? — le pregunto. No responde de inmediato. Nos encontrámos en la sala de su pequeño apartamento en una zona residencial de Caracas. Fue su primera inversión como hombre casado, recuerdo que me contó en alguna oportunidad. Tanto su esposa como él invirtieron sus ahorros en lograrlo. Es un lugar pequeño pero cómodo. De hecho, su vida en Venezuela hasta hace algunos años era relativamente tranquila, a pesar de los sobresaltos políticos y la creciente inseguridad. No obstante, poco a poco fue deteriorándose hasta hacerse directamente insoportable: J. perdió su empleo de seis años hace un par de meses y su esposa, su pequeña empresa de importaciones privada. Ahora, sobreviven con trabajos ocasionales y sus escasos ahorros. “Sabes cuando todo se fue a la mierda porque llegar al fin de mes te parece una proeza” me dice ella, cuando se une a la conversación. Sonríe a pesar de todo, pero con una tristeza dolorosa, que hiere. “Vivimos al día. Mejor dicho, sobrevivimos a diario. Te alegras cuando logras avanzar un poco más allá. Pero las expectativas terminaron, ya no existen en realidad”.
— En realidad emigrar es otra de las formas de huida, sí — admite J. con cansancio — pero no se trata de huir por miedo o por angustia, incluso por el desacuerdo con el Gobierno. Se trata que para permanecer en Venezuela debes renunciar a toda esperanza. De una vida normal, provechosa. A las aspiraciones que puede ofrecerte cualquier sociedad medianamente enfocada en el bienestar ciudadano. Venezuela no lo está.

Aún no tienen planes concretos para abandonar el país, pero saben que lo harán. Ella mira a su alrededor, a su pequeño apartamento decorado por mimo, lleno de fotografías de una vida en común, de paisajes Venezolanos con un gesto duro y compungido de profundo tristeza.

— Es duro cuando admites que hasta aquí llegaste — me dice — cuando no tienes otra perspectiva que aceptar que el país en que te encuentras ya no es el que naciste. Que ya no existe, o que al menos, no existe para ti.

J. la escucha y le pasa un brazo por los hombros. Nos quedamos en silencio los tres, mientras una tarde apacible y azul cae sobre la Caracas ruidosa. Hace tres años, ambos me insistieron que emigrar era el último de sus planes, el menos probable, el que siempre se aplazaría. Para J. sobre todo, resultaba impensable y sobre todo, dolorosa la mera posibilidad.

— Este es un país para volver — me dijo entonces — para quedarte, para creer que se puede lograr algo bueno. Estoy convencido que si logramos convertir ese descontento en la calle en algo real, habrá una solución. Tiene que haberla. Ningún país es refractario a una propuesto de progreso.

Cuando le recuerda sus palabras, no responde. Continuamos allí, simplemente sentados contemplando el perfil de la ciudad. Tres años no parece demasiado tiempo. Se trata de una distancia cronológica relativamente corta para un proyecto de vida, pero para J. y su esposa parece ser infinita, interminable. La diferencia entre dos países distintos, dos vidas distintas.

— Realmente estaba convencido que hacer oposición al Gobierno tenía sentido — me explica por último — puede que aún lo tenga, pero yo no se lo veo. Yo no veo cómo puedo enfrentarme no sólo a un Gobierno que intenta imponer una idea de país a pesar de cualquier objeción, incluso la supervivencia misma del modelo. Hablo de los Venezolanos que lo apoyan, que lo sostienen, que te asumen como enemigo. ¿Cómo te enfrentas a un país que no se entiende así mismo? ¿Como luchas por un país que es distinto al del otro? Yo no creo en el Socialismo Chavismo, a mi no me ha traído ningún provecho. Pero ¿Qué ocurre al que sí? ¿Qué ocurre al que mira con esperanza lo que va ocurriendo? ¿Cómo lo convences que un grupo de dirigentes que ni siquiera son capaces de tener un discurso articulado y realista son una opción? No puedes. No va a pasar. Esa es la tragedia.

No digo nada. Miro la noche púrpura de Caracas, de esta Venezuela donde siempre es verano, donde siempre hay belleza, buen clima, donde siempre hubo esperanza. Una vez, alguien me dijo que Venezuela te enamora con su gentileza y te embauca con la nostalgia. Me pregunto si eso es lo que nos ocurre a nosotros, los sobrevivientes al país en escombros, a los que aún insistemos en continuar pero sin saber por cuanto tiempo. La tristeza tiene un sabor agrio. Como si una pieza irreparable de lo que se aspira y se mira como futuro estuviera rota, inservible para siempre. ¿Lo está? me pregunto en silencio, abrumada por la angustia. ¿Hay una posibilidad más allá de lo que sufrimos y padecemos como país en punto crítico?

— ¿Qué esperas del país? — le pregunto a J. antes de despedirme. Su esposa no me mira, se aleja unos pasos. Él suspira, creo que no me responderá pero finalmente, se encoge de hombros.
— Nada — admite con sencillez — ahora mismo, lo único que aspiro es un poco de paz.

Pienso en sus palabras más tarde y me hago la misma pregunta, con una sinceridad frontal y descarnada. Lo pienso, mientras atravieso la ciudad para regresar a mi casa. Las calles oscuras y solitarias, la sensación de tierra arrasada. Me abruma cuando no encuentro la respuesta. Me pregunto si la encontraré después.

C’est la vie.

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