lunes, 9 de febrero de 2015

Todos los pequeños rostros del Temor: Una pequeña reflexión fotográfica sobre el trastorno de pánico.







Cuando extendí las fotografías sobre la mesa, me recorrió un escalofrío. Mi rostro me miró desde el papel y como suele ocurrirme, no me reconocí en las imágenes. Pero en esta ocasión, no se trató sólo que cada uno de mis autorretratos es una re formulación esencial sobre mi identidad, sino que por primera vez, toqué un tema que nunca creí podría abordar a través de la fotografía. Me alejé un paso. Miré la secuencia. La extraña escena que mostraba me cerró la garganta con un nudo amargo.

— Quise expresar en imágenes lo que siento cuando padezco una crisis de pánico — le expliqué a los dos profesores que me acompañaban. Ambos miraron las fotografías en la mesa con esa mirada atenta del fotógrafo, como si todos sus sentidos se enfocaran en lo que podían contemplar y asimilar a través de sus ojos — nunca lo había hecho, no creí que fuera posible, pero finalmente, asumí que una de las maneras de comprender el trastorno que sufro era tratar e interpretarlo de manera fotográfica. Esta es mi mejor aproximación del tema.

A ambos fotógrafos les conozco desde hace unos cuantos años, pero es la primera vez que admito en voz alta — y a través de imágenes — el trastorno que sufro. Los observo, incómoda e impaciente, mientras miran las imágenes, mi rostro tenso y angustiado, esa representación incompleta y quizás muy torpe de una parte muy dolorosa de mi vida. El maestro A., de quien aprendí el buen hacer de la fotografía como documento, levanta los ojos y me mira. Un gesto lento, respetuoso, amable, pero también, desconcertado.

— ¿Y así te sientes? — me pregunta. Lo hace casi con respetuosa inocencia. Aprieto las manos contra los costados, tomo una bocanada de aire. Mis alumnos me miran con atención. Me pregunto que debo responder, si es que puedo responder alguna cosa.


Aún no sé por qué decidí intentar mostrar en fotografías lo que me produce una crisis de pánico. La primera idea que tuve al respecto fue durante la primera clase del año de mi taller e Autorretrato, mientras explicaba que el Autorretrato es de hecho, un reflejo esencial de su autor. Me pregunté entonces, por qué jamás había intentado construir un concepto fotográfico sobre una parte de mi vida que me resultaba tan incómoda, pero que era tan esencial en mi forma de comprenderme. Me cuestioné sobre ese silencio visual con respecto a una circunstancia contra la cual me enfrento a diario, que temo e intento sobrellevar cada momento de mi vida. Y me pareció que la respuesta lógica — quizás la sincera — era intentar mirarlo a través del lente de la cámara. Como había hecho con cada escena de mi vida, con cada elemento imprescindible de mi historia. Fue un pensamiento muy concreto, una sensación muy definida. Necesitaba hacerlo.

No fue sencillo. El trastorno de pánico es un padecimiento solitario, que te aísla, que te deja en ocasiones arrasada por una agotamiento emocional difícil de expresar y mucho menos, comunicar por cualquier vía. Hacerlo en imágenes suponía analizarlo desde una perspectiva desnuda, casi impersonal, incluso objetiva. ¿Podría hacerlo? me pregunté nerviosamente, intentando dibujar el boceto de la primera fotografía. ¿Podría ser lo suficientemente sincera como para admitir ante la cámara mi debilidad y sobre todo, comprenderme a través de ella? Una y otra vez, intenté dibujar una idea lógica, alguna imagen válida. No lo logré.

Después comprendí que no podía hacerlo.


De manera que me replanteé la cuestión desde una perspectiva distinta. Sentada en la oscuridad, intentando analizar mi propia perspectiva sobre el padecimiento, me cuestioné que tan lícito era fotografiar (me) de una manera calculada y milimétrica algo que de hecho, me provoca una absoluta perdida del control. Porque un trastorno de pánico no es sólo la reacción física, violenta e incontrolable, sino también un momento psicológico fragmentado, carente de frontera y forma. Un instante de absoluta desconexión, un sufrimiento mental que te entumece, te deja sin defensas, al margen de lo que temes y sobre todo, en medio de una sensación de fragmentada angustia imposible de contener.

No recuerdo exactamente cuando asumí que la serie fotográfica debía captar justo esa angustia blanca, ese pánico sin forma ni confín que parece amenazar la cordura. Sólo pensé que debía hacerlo, que era la manera más franca de aproximarme al tema. Con los dedos temblando de miedo, construí entonces una especie de escenario personal: una caja de madera en cuyo interior me sentaría. Una especie de frontera entre el mundo y mi propio temor. No se trataba sólo de una idea metafórica: intenté que la caja pudiera representar de manera fidedigna la sensación de agobio, ese súbito ostracismo que parece arrojarte a una parte de tu mente de la que no puedes huir. Una caja de madera que pudiera representar esa absurda pero real sensación de perdida, de absoluta tristeza y sobre todo, esa abrumadora percepción del tiempo a fragmentos — rotos, aislados, sin sentido — que una crisis de pánico suele producir.


Cuando me senté en su interior, tuve un sobresalto. No se trataba de otra cosa que una caja de madera vulgar: cuatro listones unidos de manera torpe y provisional por un par de clavos martillados con cierto descuido. Pero la sensación que me cerró la garganta fue de puro terror. Como si pudiera recrear ese región de mi mente en un hecho físico concreto. Me quedé muy quieta, paralizada por la angustia. Pensé si era posible que ese dolor tan profundo, que por tanto tiempo intenté ocultar podría ser fotografiado. O en caso de hacerlo, si podría expresar la idea de una manera clara, evidente. Y es que el trastorno de pánico es un padecimiento ambiguo, solitario, tenaz. Crees que puedes controlarlo, lo intentas. Te convences que sólo se trata de temor, abstracto, visceral. ¿Por qué no puedo controlarme? me lo he preguntado tantas veces, me lo he exigido tantas otras. Sentada dentro de mi caja, abrumada por el olor de la madera seca, me tiemblan las rodillas, me castañean los dientes. ¿Podré expresar esta sensación de dolor frágil, de angustia desconcertada?

La primera vez que le dije a mi madre que sufría de un trastorno de pánico me miró fijamente. Se quedó muy quieta, con una expresión preocupada y dura en el rostro.

— ¿Me estás diciendo que estás loca? — me dijo. Con esa franqueza elemental de las madres, que resulta casi dolorosa. Me quedé un rato en silencio, pensando en los momentos en que las crisis me dejaban desvalida y agotada, a la deriva en medio de mi mente. Pensé en esa rarísima sensación de encontrarme rota a pedazos. De no encontrar una forma de ordenarnos de nuevo, como si mi mente estuviera a punto de desplomarse sobre si misma. Me encogí de hombros.

— Ojalá lo estuviera.

Mi psiquiatra suele decir los ataques de pánico son una pequeña trampa psicológica. Una reacción dificil de explicar y mucho menos de comprender, lo que provoca que la gran mayoría de quienes lo sufren estén convencidos que son responsables en mayor o en menor medida de no “poder controlare”. De hecho, la primera frase con que describí lo que sufría, en mi primera consulta, fue “no puedo manejar el estrés”. Mi psiquiatra me miró, entre preocupado e irritado, y se apresuró a aclararme que un trastono de pánico es un padecimiento muy concreto y sobre todo, devastador que merece ser tomado en serio. “Tomate en serio. Asume que sufres un padecimiento” me insistió.

Me llevó algún tiempo hacerlo. Por años, continué insistiendo que no sufría de otra cosa que “ansiedad”. Que se trataba de una perdida de control momentánea sobre mis emociones. Eso a pesar de los sintomas cada vez más violencias, de la frecuencia con que sucedía. Pero me resultaba mucho más sencillo creer que había un nivel de control, sutil e incluso precario, en medio de un momento tan caótico como ese. Que en realidad, podía lograr recuperar el aliento, enfrentar el miedo con esfuerzo de voluntad. Una idea sin sentido a la que me aferré por años, que insistí en creer incluso cuando fue evidente que no podía hacerlo. Finalmente, tuve que admitir que lo que sufría era mucho más que mi interpretación sobre el padecimiento. Que me encontraba al borde de algo más devastador y angustioso que difícilmente podría controlar realmente alguna vez.


Pensé en todo eso mientras permanecía sentada en mi caja, con las manos apretadas, las uñas clavadas en la palma de la mano. Percibí como el miedo me cerraba la garganta, el corazón latiendo más rápido. ¿Realmente podré lograr una imagen que pueda captar esta hilo de sufrimiento tan pequeño que casi resulta invisible? ¿Esta sensación de perdida cada vez más definitiva y abrumadora? Me inclino, con los hombros rígidos, casi sin respiración. ¿Podré comprender las implicaciones de lo que sufro? ¿Podré ser lo suficientemente sincera como para mirarme a través de lo que creo artístico, de lo que construyo a través de mi lenguaje artístico para mirarme de una forma más exacta, más profunda?

Escucho el click de la cámara. No quiero mirar el lente. No sé si pueda soportar lo que veré, si es que logra captar algo. Lo escucho nuevo. Una y otra vez. Cierro las puertas de mi caja, la escucho crujir, la madera mal tableada combándose y doblándose. Me inclino, miro por la rendija. La cámara me observa, atenta, con su atención dura e inquebrantable. Me mira mientras yo intento no hacerlo, mientras comienza a llorar aunque no sepa por qué. Me seco las lágrimas con furia, me muevo nerviosamente. El miedo vuelve a fluir a borbotones, se hace un espacio amplio y mudo a mi alrededor. Se eleva, se hace parte de la caja, la caja misma. Me abruma, me aplasta. Levanto las manos, me cubro el rostro. Lucho por respirar, estiro las manos, forcejeo con la madera.Con mi propia mente, con mi manera de mirarme. ¿Debería volver el rostro? ¿Esconderlo? ¿Debería mirar en otra dirección, asumir el dolor como algo intimo? ¿Qué está mirando la cámara? ¿Qué está captando? ¿Qué está creando? Sacudo la cabeza, golpeo la caja con las manos abiertas. Los clavos mal martillados ceden, las dos tablas caen al suelo. El sonido me hace gritar, casi me resulta doloroso. Y continúo allí, con la cámara mirándome, con esa fijeza del artístico, de lo intimo, de lo poderoso. Click. Click. Click.

Recuerdo la escena mientras miro las fotografías. A la distancia, me parecen inocentes, incluso frágiles en su simplicidad. Mi rostro, como el de una niña, parece flotar sobre la madera, sin pertenecer a ninguna parte. Los ojos aterrados, los labios apretados, los dedos en tensión tratando de liberarme de lo invisible. Quizás de la mirada de la cámara, quizás de lo que temo pueda encontrar. Y de pronto, observando el resultando, pudiendo analizarlo a la distancia, interpretarlo con cierta abrumadora sensación de reconocimiento, comprendo que rebasé ese silencio sin límite ni fronteras a mi alrededor. Que a pesar de sus sencillez, las fotografías que intentan captar como me siento — o en todo caso, como me hace sentir — el trastorno de pánico, pueden hablar con enorme elocuencia de esas salas en mi mente que aún no comprendo muy bien. Sacudo la cabeza, intento contener las lágrimas.

— Sí, así me siento — respondo por fin. No puedo ser más sincera.

Aún no sé si mi pequeño proyecto fotográfico tenga algún sentido que lograr construir una idea válida y real sobre lo que significa sufrir de un trastorno como el mio. Probablemente no tenga otro, por ahora y lo admito con cierta tristeza. Aún así, estoy convencida que lograr elaborar una idea visual a partir de ese dolor informe, de esa visión fragmentada de mi misma en sí mismo un pequeño triunfo, una paso más allá de esa caja de madera imaginaria en la que algunas veces estoy atrapada. Pero de la que deseo escapar.

Una manera de construir. De mirar el tiempo privado entre sus pequeñas grietas invisibles. De sobrevivir.

C’est la vie.

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