jueves, 5 de febrero de 2015

La moral anónima y otras formas de puritanismo moderno.





En la fotografía, las dos chicas posan semi desnudas, llevando una camiseta de tela ligera y un bikini de tela bajo. Una de ella sonríe casi con ingenuidad, la otra levanta los brazos, desperezándose. La línea del traje de baño parece caer un poco sobre el hueso visible de la pelvis. Una ligera sombra de vello púbico — apenas sugerido — aparece en la piel núbil. La imagen tiene algo de bucólico, con esa sutileza de las fotografías accidentales, poco importantes. Pero para Instagram, la fotografía es censurable. De hecho, la censuró. ¿El motivo? mostrar un poco de vello púbico.

Lo anterior le ocurrió hace algunas semanas a la revista Sticks and Stones: Instagram eliminó su cuenta — a pesar de tener más de 30 mil seguidores — debido a lo que se consideró una violación “gravísima” a las políticas de publicación de la plataforma, donde se prohibe expresamente el desnudo. No obstante, ninguna de las fotografías de la cuenta mostraba a una de las modelos desnudas: las modelos llevaban bikinis y ropa de playa. No obstante, en una de las imágenes podía verse claramente el vello púbico de una de las modelos, que la tela no podía ocultar. Un motivo al parecer más que suficiente para que los moderadores de Instagram decidiera que la imagen ofendía la sensibilidad del posible observador y debía ser borrada.

La insólita conclusión causó desconcierto. ¿Hasta que punto una parte del cuerpo humano — o en este caso, una característica personal — puede ser censurable? ¿Cual es la línea que separa a la sugerencia del directamente ofensivo? ¿Por qué una entrepierna depilada es mucho más inofensiva que una velluda? ¿Quién decide el límite entre ambas cosas? ¿Cual es la disgregación entre ambas percepciones con respecto a lo que debe ser censurado? El razonamiento parece sugerir que ya no se trata del hecho de la desnudez — asunto debatido durante siglos y que aún continúa sin tener respuestas — o las implicaciones que puede tener o no, un cuerpo desnudo, sino algo más sutil y desconcertante. ¿Hay partes del cuerpo que pueden resultar visualmente peligrosas y provocativas por simple interpretación? ¿Por qué el pezón es mucho más ofensivo para la moralidad pública que la amplitud generosa de un seno? ¿Por qué el pubis afeitado sugiere una puberta inocencia mientras que el velludo ocasiona la inmediata censura? El cuestionamiento puede continuar indefinidamente, construir toda una serie de ideas y pre concepciones que al parecer coinciden en un punto en común: ¿Qué es lo que hace ofensivo al cuerpo humano? ¿Que lo hace directamente una ofensa a esa percepción de la moral que parece tan relacionada con la sexualidad? ¿Que hablamos cuando hablamos de censura?

La idea parece remontarse a siglos de existencia. Desde las Vírgenes y Santos cubiertos de ropa y el horror ante los Dioses Romanos y Griegos temidos, gloriosos en su desnudez aparentemente procaz. La desnudez como la evidencia directa de la provocación y la necesidad de concebir el cuerpo humano como parte de esa connotación divinizada que se violenta con el desnudo. Más allá, el cuerpo sin ropas parece sugerir un tipo de libertad que se enfrentaba frontalmente con la idea básica del ser humano como una criatura razonable e intelectualmente superior. La civilización presume el control de los impulsos y el cuerpo desnudo, parece contradecir ese axioma básico, necesario e imprescindible para considerarse parte de la idea de una visión mucho más elevada de si misma. Y es que para la Iglesia — por entonces el poder absoluto — la desnudez era no sólo la tentación que debía combatirse sino un simbolo del yo salvaje que parecía prosperar al borde de la razón. Y que idea peligrosa esa, tan inquietante, la de un hombre o una mujer que pudiera desnudarse sin sentir culpabilidad y vergüenza. Que preocupante, esa interpretación del cuerpo humano como símbolo de libertad y poder personal. En una época donde la Iglesia insistía en el monopolio del conocimiento y tenía la capacidad de castigar por la mera contradicción, la idea del desnudo debió percibirse como peligrosa.

No obstante, la noción de lo que es censurable, evolucionó a medida que la cultura reconoció — o recordó — el cuerpo humano como parte de lo esencialmente se considera sensible, artístico y elevado. El Renacimiento volvió a mirar el cuerpo humano con asombro y lo recreó con una vitalidad que despertó la ira de la Iglesia pero fascinó al hombre ávido de conocimiento. Los Dioses Griegos y Romanos volvieron a mostrarse en todo su esplendor carnal y el mundo pareció reconocer el valor de la piel y esa sensualidad tan temida, como parte del pensamiento histórico. Somos criaturas sensoriales, extraordinarias, piel y espíritu, carne y pecado, dualidad absoluta, parecen sugerir los grandes frescos de una época brillante, donde el cuerpo humano desnudo reinó y también se hizo parte de esa percepción brillante y por entonces tan novedosa, de la tentación como parte esencial del arte que se presume provocador.

Pero la historia es cíclica, por supuesto, y en lo que respecta al desnudo, lo es aún más. Luego del fulgurante renacimiento, el cuerpo humano volvió a cubrirse con telas y prejuicios. Durante siglos, la desnudez — sobre todo y en ocasiones, únicamente la desnudez femenina — fue considerada símbolo del pecado, de una afrenta divina y cultural de proporciones tan preocupantes como inesperadas. Porque la desnudez no sólo era vulgar sino también, una grave afrenta a la moral pública. La desnudez, incluso la artística, la que llenaba los cuadros colgados en los principales museos del mundo, seguía mirandose con desconfianza. El desnudo continuaba siendo sugerido, apenas un accidente ocasional en los espléndidos paisajes y escenas bucólicas, una idea que parece solo ser aceptable si está lo suficientemente justificada por la timidez de la cultura. De manera que los prerafaelistas podían desnudar a sus lánguidas damiselas sólo si conservaban su pureza, esa exquisita y eterea inocencia que las apartaba de toda tentación. Las mujeres desnudas del arte, rodeadas de caballeros bien envueltos en lujosas telas, se hicieron motivo común. Todas espléndidas, exquisitas, de miradas inocentes y largas cabelleras brillantes, doncellas en apuros rodeadas de paisajes fantásticos. Y desnudas claros. Tal parecía que mientras el desnudo no incitará al pecado evidente, podía admitirse. Desde el Perseo y Andrómeda de Tiziano con su doncella exquisita y sufriente — y desnuda — hasta el cuadro El caballero errante de John Everett Millais en 1870, los caballeros recatadamente cubiertos por armadura de ropa o metal, continuaban justificando la existencia de la mujer desnuda. Se habló sobre la desnudez como el simbolo de la fragilidad, de la belleza, de lo etéreo. Del cuerpo como metáfora de la suprema belleza. Aún así, la desnudez continuaba siendo objeto de desconfianza: en la pintura original de Millais, la figura femenina miraba directamente hacia su pudibundo caballero andante, en una expresión que fue considerada provocativa. Porque la desnudez sólo podía ser humilde, servil, simple, ingenua. De manera que Millais fue obligado a pintarla de nuevo, apartando con enorme timidez la mirada. La desnudez artística volvía a tener significado — y motivo, lo cual resulta más preocupante — para el puritanismo de la época.

Y es que quizás, el arte como reflejo de su época, solo continuó mostrando el terror a la intimidad y a la comprensión del ser humano que por mucho tiempo se expresó a través de una feroz conciencia moral. Siglos de hombres y mujeres separados por una barrera intelectual, para evitar la posible y siempre insistente tentación. Pero a la vez, ese autodescubrimiento que brindara sentido — y forma — a la conciencia de la individualidad. Hombres y mujeres tímidos y torpes, ellas llevando dolorosísimos corset y ellos pesadas chaquetas de paño, para que la piel se encontrara a la suficiente — y prudente — distancia de esa necesidad carnal de reconocimiento. Más aún, el cuerpo humano se insistió en interpretar como peligroso. Temible. Perpetuamente perverso.

Con el siglo XX, la revolución del cuerpo humano sobrepasó las ideas más optimistas. En un reflejo del renacimiento, la idea del cuerpo tentador regresó con mayor fuerza y sobre todo, convenientemente lejos de esa percepción del pudor que por tanto tiempo se consideró necesario. De nuevo, el cuerpo humano volvió a ser sexual y disfrutó siéndolo. La nueva visión llegó a todas partes: desde la percepción elemental de lo que la sexualidad es (y más allá, de lo que denota) y también de sus implicaciones. Se podía ser sexual, se necesitaba ser sexual, se aspiraba a ser sexual. El desnudo pasó a ser accesorio, formalmente intrascendente. Como las escenas de las Damas frágiles rodeadas de hombres en armaduras, la desnudez pareció perder importancia en la sobre estimulación, en la idea insistente, evidente y sobre todo, voraz, sobre lo que el cuerpo desnudo puede significar. Todo y nada, la belleza sublimada, la vulgaridad aparente. La necesidad, la metáfora, la piel, el deseo, el sexo.

Y en medio de esa confusión de conceptos, del cuerpo humano creándose así mismo a través del medio, las Redes Sociales parecen transitar con dificultad por una serie de conceptos que quizás aún no puedan interpretar bien. Porque en esa infinita conversación, en esa extraordinaria visión del pensamiento humano simplificado y construido a partir de lo inmediato, la desnudez con su enorme carga de significado parece construirse a la medida de una mirada restringida, incapaz de abarcar la idea y de construir un concepto a la medida de lo que sugiere e incluso se interpreta. Y es que desde las Redes Sociales, la desnudez se mira con recelo, o mejor dicho, se asume como una perspectiva limitada. Es entonces cuando un poco de vello púbico puede ser sexualmente inquietante e incluso, una versión líneal y poco comprensible de lo que asumimos erótico. La censura debida, sin matices. La idea esencial de lo que comprendemos como desnudez reinventada para una formula obsoleta y prejuiciada de percibir el cuerpo humano.

De manera que lo ocurrido con Sticks and Stones y esa noción del límite entre lo censurable o no, deja muy claro que lo que se considera peligroso el cuerpo humano — y lo que puede significar su desnudez — es un cúmulo de conceptos borrosos, sometidos a una especie de perspectiva engañosa y desconcertante sobre lo moral y lo que no podría no serlo. Y que después de todo — a pesar de siglos de historia o quizás justamente debido a eso — la razón de la moral se encuentra a la distancia de un delicado y núbil hebra de vello púbico femenino.

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