lunes, 31 de diciembre de 2018

Entre hojas y anaqueles: Los favoritos del año 2018 (Segunda parte)






Este año leí mucho más libros de terror que cualquier otro género. No sólo porque son mis favoritos, sino también, porque encontré en muchas de las historias una mirada simbólica sobre los cambios y transformaciones que definen a nuestra época. La fantasía, el miedo y sobre todo, las especulaciones científicas, siempre parecen tener la capacidad de reflexionar con muchísima más claridad que cualquier otra propuesta sobre los dolores y temores de la cultura que nos tocó vivir y sobre todo, la época incompleta y en ocasiones caótica que atravesamos. En mi recopilación anterior me preguntaba sobre lo que hace a un libro extraordinario, inolvidable o simplemente imprescindible por encima de otro. Y llegué a la conclusión que no hay una respuesta para eso: después de todo, lo que leemos es un reflejo de nuestro mundo personal, el recorrido intelectual que llevamos a cabo y sobre todo, esa expectativa espiritual que nos hace encontrar nuestro un lugar — emocional, privado — entre las páginas de un libro. Con todo, creo que estas pequeñas retrospectivas nos permiten comprender nuestro trayecto como lectores y sobre todo, la manera como asumimos nuestra relación con la literatura. Un hábito — espejo que nos muestra lo mejor — y quizás, lo más privado — de nuestra forma de mirar al mundo.

De manera que estas pequeñas listas recopilan esa mirada asombrada de la literatura sobre el mundo y sus vicisitudes. Ese complejo devenir entre lo que somos y lo que la imaginación puede construir a partir de esa identidad difusa que consideramos nuestra. No están todos los que son y mucho menos, todos los que me gustaría incluir, pero siempre me será complicado llevar a cabo una recopilación de mis lecturas favoritas. Para mí, la lectura siempre ha sido el viaje, el renacimiento, el poder de evocación, la compañía, la alegría, la sabiduría, la ignorancia, el poder de creer. Así que recopilar mis libros favoritos — y sobre todo, de mis géneros favoritos — siempre resulta en listas incompletas, en amigos injustamente olvidados, en pequeños silencios de libros perdidos en la memoria. Igualmente, quise llevar a cabo esta pequeña selección, para celebrar no solo el hábito — la pasión — por la fantasía, el miedo, lo grotesco y lo sublime, sino también mirarme a través de todos los rostros que nacen en las páginas, comprender quién soy y a donde voy a través de ellas.

Sin orden particular y por supuesto terriblemente incompleta, esta es una lista pequeñita de lo mejor del terror que leí durante el año 2018:


The Outsider de Stephen King
La novela tiene una percepción de sí misma que refleja la intención de Stephen King por innovar en pequeños fragmentos de horror sugeridos. The Outsider es la historia de una imposibilidad: La novela narra la extraña historia de como Terry Maitland, hombre intachable, buen esposo y ciudadano ejemplar (además del entrenador de béisbol de ligas juveniles) es acusado del cruel asesinato de un niño. De figura apreciada, querida y respetada, Maitland se transforma muy pronto no sólo en un paria sino también en el chivo expiatorio de los peores dolores y terrores de un pueblo obsesionado con su culpabilidad. Aún peor: Maitland ha formado parte de la vida de la mayoría de quienes le acusan (La mayoría de los personajes le conocen por haber sido entrenador en algún momento dado de su hijo, nieto, sobrino) lo que hace la confusión y la ira acerca de su culpabilidad aún más dura de asimilar. La investigación corre a cargo del detective Ralph Anderson, que como todos el resto de los personajes de la trama, también conocía a Maitland lo suficiente como para agradarle (esa visión periférica y tangencial de un hombre corriente dentro un espacio corriente) y a quien le lleva esfuerzos comprender que pudo cometer un crimen tan atroz. No obstante, la evidencia — y al principio de la novela, todo parece resumirse a lo comprobable — apunta a que no sólo es culpable sino que de hecho, es el único sospechoso en medio de una situación enrevesada y difícil de digerir.

King juega entonces con la línea temporal, el narrador y las pequeñas estructuras argumentales — de la prosa en tercera persona va a los testimonios y declaraciones, de una forma muy parecida en que lo hizo en los primeros capítulos de It — y crea la sensación que la historia tiene un único objetivo o mejor dicho, una sola forma de comprender el motivo y la percepción sobre lo moral y lo ético. Pero como siempre, King encuentra una arista no explorada sobre el tema — en esta ocasión, la culpabilidad, la acusación colectiva y la percepción de lo ético en medio del estigma — y lo transforma en algo por completo nuevo y lóbrego. Con su estupenda documentación legal — es notorio que King se tomó una buena cantidad de tiempo para construir una visión del sistema legal creíble — pero sobre todo, su lenta aproximación a la culpa como hecho casi fortuito, de pronto la novela toma el riesgo de contradecirse en sus líneas más elementales y es entonces, cuando el mejor estilo King sale a relucir: Maitland no sólo tiene una sólida, comprobable y sustentable coartada, sino además una grabación de video, en la que puede constatar que se encontraba en otra ciudad al momento en que ocurrió el crimen del cual se le acusa. De manera que ahora Anderson deberá lidiar no sólo con un caso por completo distinto sino también, con la singular sensación que algo sin explicación está ocurriendo en mitad de todo el misterio que trata de resolver, sin lograrlo. De pronto, lo que parecía ser un delito forense — y una narración policíaca al uso — se transforma en algo más. King, con su habitual habilidad para la construcción de peculiares capas de información y dimensión de lo temible, encuentra en The Outsider una manera por completo nueva de analizar el terror pero sobre todo, la identidad colectiva como una forma de expresión individual.



In the house in the dark of the Woods de Laird Hunt.
El escritor Laird Hunt usa la misma fórmula en su novela In The House in The Dark of the Woods (2018) y además, le añade una notoria capacidad para conjugar el horror desde la mirada de la brujería y la magia como una versión de la incertidumbre. De la misma forma que Stephen King (que redimensiona la fórmula de Shirley Jackson y la lleva a un nuevo nivel), Hunt analiza el mal y el miedo desde la conveniente distancia de un hecho fatídico envuelto en el manto de lo cotidiano. Su novela explora lo mítico y enigmático a través de una mirada sobre circunstancias en apariencia carentes de importancia, para luego crear una historia de horror folk que desde su engañosa apariencia de vulgaridad, logra el efecto inmediato del miedo en estado puro. A primera vista, no hay nada destacable ni especialmente peligroso en los paisajes que describe el escritor. Tampoco en la desaparición de uno de los personajes, punto de inflexión en la narración que Hunt sostiene con pulso inteligente pero también, con una evidente consciencia sobre lo engañoso de su propuesta. Como en el cuento La lotería de Jackson, Hunt incursiona en una nueva dimensión de lo terrorífico y lo hace con un pulso que sorprende por su eficacia.

A medio camino entre un cuento de hadas y un thriller a toda regla, la obra de Hunt funciona a dos bandas paralelas. Por un lado, recorre las enigmáticas zonas rurales de Nueva Inglaterra (la norteamérica profunda construida a la medida del desarraigo cultural) y a la vez, se concentra en la poderosa voz del personaje narrador, que asume el papel de guía en mitad de un recorrido complejo e incompleto a través de la oscuridad — exterior e interior — y además es la frontera entre lo absurdo y lo terrorífico que se esconde en los extensos bosques de árboles centenarios. Hunt maneja con inusual habilidad la connotación de lo desconocido que se extiende alrededor del personaje central. Lo sobrenatural se estructura como una amenaza casi orgánica. Con sus caminos impracticables, el sonido del viento cada vez más violento y la persistente sensación de anomalía, la historia de Hunt se superpone a lo evidente para mostrar una dimensión original sobre lo terrorífico. Para el escritor, el centro de toda la acción es una búsqueda incesante de significado — de lo temible, lo misterioso, lo que se esconde en la oscuridad — y las formas que asume lo inquietante en medio de la realidad.


Elevation de Stephen King
A medio camino entre el drama existencialista y el terror, la novela Elevation de Stephen King es una mezcla poco común entre los temas habituales del escritor y una extraña remembranza sobre el poder de la ternura, el amor y la solidaridad para combatir la oscuridad. No se trata de una combinación sencilla y en manos menos hábiles que las de King, habría sido con toda seguridad un argumento informe y fallido. Pero el escritor no sólo supera el escollo de la combinación de géneros sino que además, crea algo tan novedoso que el lector se encuentra en la extraña situación de decidir sobre el sentido de lo que lee. Elevation retoma la línea — que no los personajes o la historia — de uno de los relatos menores del autor — la novela Thinner de 1996—y lo reconstruye hasta crear una metáfora maliciosa sobre la sociedad norteamericana. Hay algo de espectáculo transmedia, en esta mirada del autor a su realidad — la novela extrae parte de su vitalidad de la crítica abierta y público de King hacia el gobierno de Donald Trump — pero sin duda, su mayor fortaleza es el recorrido desde lo siniestro hacia una percepción más elaborada y consecuente de la realidad desdoblada y reconvertida en algo incomprensible. Mientras que en su trilogía de Bill Hodges (a la que se podía incluir de manera tangencial la novela The Outsider, también publicada este año) lo sobrenatural es una especie de conjetura a medias, en Elevation toma el lugar del símbolo y elabora una percepción de la realidad asimétrica. La narración cambia a medida que el personaje pierde peso — o sería más apropiado decir, se hace más ligero — y lo hace, para brindar un sentido de asombro inaudito más parecida a la narración como experimento que a cualquier otra cosa. Todos los elementos habituales de las historias de King están allí — lo cotidiano que esconde lo siniestro, la lóbrega visión de la naturaleza humana en contraposición al mundo más allá de la incertidumbre — pero también, una compresión casi gentil del dolor colectivo. De nuevo, la acción transcurre en Castle Rock — la mítica ciudad núcleo del escritor — pero el escenario conocido es sólo una excusa para el misterio, a su vez que el misterio es una puerta abierta para un tipo de durísima reflexión sobre norteamérica, el futuro y la identidad. La mezcla resulta asombrosa por momentos y excesiva en otros, pero aún así, Elevation llena las expectativas y construye una nueva dimensión de lo terrorífico que asombra por su sutileza.


The Hunger de Alma Katsu
Norteamérica tiene sus leyendas privadas, la mayoría tan famosas y tan arraigadas en la cultura popular que el origen se hace difuso o en ocasiones, tan dudoso como la mera idea de su existencia. De modo que escribir ficción histórica sobre estas grandes historias periféricas, anónimas y la mayoría de las veces inverosímiles, lleva un doble esfuerzo: el de la reconstrucción de la verdad — cualquiera que sean los elementos que puedan sostener una versión única — y a la vez, dotar de su propio cuerpo narrativo a la historia bajo los datos, las comprobaciones y los hechos reales que lo conforman. Una labor ímproba que Alma Katsu lleva a cabo con mano precisa en su novela The Hunger.

Basada en la llamada Donner Party — la fallida expedición de colonos norteamericanos que debió sufrir el invierno de 1846 — 1847 en la Sierra Nevada y que recurrió al canibalismo para sobrevivir — la novela de Katsu, es una historia de horror que no pretende serlo. La escritora no se concentra en el clima de lo que podría aterrorizar, sino que elabora una versión de la historia basada en los detalles reales, crudos y violentos. El resultado es una novela con cierto parecido a las obras de Cormac McCarthy pero a la vez, una percepción sobre lo terrorífico emparentado con la violencia inevitable, más propia de Dean Koontz. Katsu además plantea la situación desde lo inevitable: la expedición está plagada desde el inicio de errores de juicios, accidentes, dolores y temores que al final, concluyen en una tragedia progresiva de consecuencias inimaginables. La prosa seca y directa de Katsu tiene algo de crónica, pero también, de mirada objetiva y fría sobre una situación cada vez más caótica, agresiva y al final, devastadora. Pero además, Katsu incorpora el ingrediente sobrenatural como un ingrediente fatídico que eleva a la historia a un nivel por completo nuevo. De pronto, la drástica mirada de la escritora sobre la tragedia se hace menos ecuánime y más misteriosa, lo que hace que la novela tome un giro inesperado hacia una percepción del horror impecable. Katsu sabe qué necesita mostrar — y que ocultar — para elaborar un durísimo manifiesto sobre la naturaleza humana y el dolor. Y lo hace en quizás una de las novelas de terror más poderosas de los últimos años.


The Merry Spinster: Tales of Everyday Horror de Mallory Ortberg
De la misma manera que Laird Hunt, Mallory Ortberg analiza el terror desde la percepción de la realidad convertida en una mirada hacia el origen del arte de contar historias. The Merry Spinster: Tales of Everyday Horror podría considerarse una colección de cuentos de Hadas ligeramente siniestros, a no ser por la extraña percepción de su autora sobre la fantasía, mucho más cercana al existencialismo y al miedo en estado puro que a la mera metáfora. Sus narraciones, no sólo analiza la maldad, la violencia, lo moral y lo visceral desde un ángulo por completo nuevo, sino que también, parecen atravesar varios géneros a la vez para crear un tipo de narración donde nada es muy claro ni es lo que parece. Desde la fantasía hasta las leyendas especulativas — pasando por el terror convertido en una pieza de creación secreta entre historias en apariencia inofensivas —, la obra de Mallory Ortberg elabora una concepción sobre el cuento que resulta deslumbrante por su originalidad. Es notorio que Ortberg elabora una especie de nueva percepción sobre la oralidad originaria de cualquier narración arquetípica, pero a la vez, la entrelaza con la percepción de medio (ya sea en este libro de relatos o sus obras en formato web), que analizan algo más poderoso y siniestro. Con la misma fluidez de un cuento de hadas tradicional, los cuentos de Ortberg mezclan lo cotidiano con lo absurdo y lo temible, en una extravagante combinación que termina siendo un recorrido por lo desconocido. Después de todo para la escritora, lo cotidiano sólo es un hábito y lo extraordinario se encuentra muy cerca del límite de lo que asumimos real. De modo que cada una de sus obras, evaden cualquier clasificación inmediata: con una prosa que podría tildarse de simple — aunque no lo es — y una prosa atempora, Ortberg utiliza los cuentos de hadas para elaborar una versión del terror casi instintiva. Lo que tememos se encuentra más cercano de lo que jamás hemos creído y es esa concepción de lo inquietante — lo absurdo hilvanado entre lo cotidiano —, lo que crea un reflejo sobre lo que tememos por completo nuevo.

Una lista corta, sin duda, que por supuesto no resume del todo mi trayecto por el mundo de la palabra este año. Aún así, se trata de un recorrido profundo, emocional y como siempre privado que me demostró de nuevo el poder de la literatura para crear, ennoblecer y sobre todo consolar como una forma de arte de infinita belleza. Una manera de soñar.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Crónicas de la loca neurótica: Siempre se puede ser feliz, incluso en el parque temático comunista.

Fotografía de Gabriel Cárdenas. Y la bella que se ve allí, es mi amiga Arianna ❤



Una de mis amigas insiste que siempre escribo historias tristes y un poco dramáticas. Cuando no de terror, claro. Esas son mis favoritas: siempre muere alguien de manera sangrienta (muy sangrienta, a ser posible) y hay al menos un par de monstruos, para no decepcionar al público hipotético. También amo las casa embrujadas, los lugares con el terror al ras de la tierra, los bosques…

— Agla, no sigas, la idea se entendió — me interrumpe mi amiga — el hecho es que ya es suficiente de historias tristes.

Vaya, ¿dije eso en voz alta? No sé qué responder a continuación. La verdad es que sí, mi radar sobre lo cotidiano se inclina con mucha frecuencia a contar el país en ruinas que heredamos de una revolución que jamás existió. Siento una especie de deber ineludible de hablar sobre las colas en la calle, la ciudad hostil, los emigrantes, las ausencias. Todo eso en un tono doloroso y casi trágico. Pero la verdad…mi vida es mucho más que eso, me digo con la taza de café entre las manos. Una buena taza de café, en realidad. Alguien me lo envió en un paquete certificado desde Colombia y el olor suculento se extiende por toda la cocina, vívido y apetitoso. Bueno, tengo café, me digo. Eso eso bueno. Y en plena hiperinflación, prosigo en mi mente mientras mi amiga me mira con una ceja enarcada. No todo es tan ¿qué?

— Funesto o melodramático, te pasan cosas muy graciosas — dice mi amiga.
 — A todos.
 — A ti con más frecuencia.

La verdad, me pasan muchas cosas sin sentido con singular y exuberante frecuencia, para ser exactos. Tengo vecinos chismosos, amigos estrafalarios y también, un blog que tiene una buena media de lectura de casi mil visitantes diarios, que me deja las anécdotas más extrañas. Además…

— Eres feminista.
 — Lo dices como si fuera un condicionante para la rareza.
 — ¡Pero lo es!

Lo es, claro que sí y no puedo evitar reír a carcajadas cuando lo admito en voz alta. Ser feminista en un país machista es enfrentarte a todo tipo de críticas, lidiar con la incredulidad ajena y como si eso no fuera suficiente, con la agresividad del macho alfa lomo plateado local, que intenta dejarte claro cada vez que puede — y si es bastante más de lo soportable — que estás equivocada. Que lo estás y que el mundo algún día te lo dejará claro, ya sea por las ilustradas “criticas” de los esforzados lectores de memes y artículos de clickbait, como por el hecho que admita que este un país — continente — incorregible y por tanto, luchar contra la corriente no tiene ningún sentido. Pero continúo intentándolo, claro que sí. Y lo hago por puro gusto además.

— Yo contaría lo de los fotopipes — dice mi amiga con una sonrisa de pillete — lo contaría en un buen artículo.
 — ¿Para qué?
 — Porque eso también te pasa. No sólo las primas que se van o la soledad…

Me río de nuevo. Que te envíen un fotopipe — así le llamamos en Venezuela a una fotografía casual de un pene masculino, la mayoría de las veces anónimo — es una experiencia que te hace dudar con seriedad de la salud mental de la humanidad. La de quien lo envía y por supuesto, la propia. La idea se me ocurre cada vez que abro un mensaje privado en cualquier red social e incluso en mi correo y encuentro una fotografía de un pene. Así, sin más. El pene en toda su gloria circuncidada — si ese día tengo tanta suerte como para ganarme el Loto Florida — o con su bonito capuchón hinchado y a veces, con algo que puede ser papel higiénico…o quién sabe qué. Con o sin vello púbico, con una barriguita que cuelga y lo hace parecer un fenómeno salido de la grasa o con un vientre plano, que le brinda la oportunidad de curvarse a la derecha o la izquierda, según lo que la biología ordene. Con una gran vena robusta o un hilito azul. Siempre erectos, porque si vamos a enviarle un fotopipe a la feminazi, tiene que demostrar que hay un macho feliz de su gran faloactractivo. Al final, la cosa es lo mismo: Estoy viendo un trozo de carne ajena — un trozo de carne erecta — que intenta ¿qué? ¿Provocarme? ¿Llevarme a un rápido estado de lujuria? ¿Aleccionarme? Ya dejé de hacerme esas preguntas. Ya dejé de preguntarme en qué podía estar pensando un varón funcional de más de diecisiete al enviarme un primerísimo primer plano de su órgano sexual. Ya dejé de preguntarme por qué alguien podría creer que la imagen de un pene sin nada más que añadir, puede resultar atractivo. Y como ya no me pregunto nada, entonces ahora los bautizo. Con el poder y la Gracia que me ha concedido el buen humor patrio, me lanzo en la definitiva labor de llevar alegría a mis fotospipes dándoles un nombrecito.
La cosa se pone divertida entonces. Por ejemplo, hace una semana me llegó “Zulbarán”. Un pene largo, torcido a la derecha, moreno y con tanto vello púbico para recordar a los bigotes de Pancho Villa. Así que “Zulbarán”. Descargo la imagen, le añado el nombre. Y también un par de ojitos en Photoshop. Ahora “Zulbarán” tiene el aspecto de un revolucionario mexicano. Le agrego un sombrerito. ¿No es lindo? Listo y a la carpeta.

Después me llegó “Johnny English”. Debo mencionar que ese día había publicado un artículo sobre feminismo, lo que hace que los machos alfa lomo plateado que me leen, necesiten demostrarme que mi argumentación está equivocada…porque bueno, a ver ¿Por qué ellos tienen pene y yo no? Pues parece. Johnny English es pálido, largo y parece tener problemas para mantener en posición de ¡firme!. Hay un mechón rubio por algún lado, de modo que le agrego un bastoncito y un bombín. ¡Johnny! ¡Ya puedes contarme sobre la Reina de Inglaterra!

— ¿Ves? eso es divertido — dice mi amiga entre carcajadas.
 — ¿Te parece?
 — ¿A ti no?

Para ser franca, no creo que sea divertido. En realidad es un tipo de agresión sutil, una forma de…Ah, vamos…sacudo la cabeza y le doy otro sorbo a la taza de café que tengo entre las manos. ¿No dicen los grandes pensadores de este siglo aglutinados en perfectos memes de ocasión que lo importante no es lo que ocurre, sino como reaccionas? Suspiro. Este año he tenido que reaccionar a muchas cosas — por decirlo de la forma más sencilla — y asumir que no tengo el menor control en la mayor parte de los aspectos de mi vida. Soy la doña más joven del mundo, me digo con frecuencia. Un “alma vieja” en el cuerpo de una mujer en los treinta y pocos que sigue intentando vivir de alguna manera creativa e independiente en un país, que no tiene la intención de permitirlo. Pero lo intento, claro. Lo intento, sin duda. A diario y a pesar de todas las cosas que como caraqueña — Venezolana — debo afrontar con cierta actitud de superhéroes a capa caída.

Pero no dejo de seguir ¿qué? ¿luchando? ¿Eso no es grandilocuente y melodramático? Seguramente Raúl Amundaray — galán eterno de la televisión Venezolana, antes que vayan a Google a verificar — estaría orgulloso de mí. Como sea, sigo con la terquedad intacta y esa es la clave, me digo. A pesar del clima enrarecido del país abrumador, de la sensación que el desastre está muy cerca. Bueno, en realidad el desastre tiene cerca casi quince años completos, de modo que no es nada nuevo, ni tampoco nada en especial que no pueda superar. Me lo digo con cierta alegría malsana, mientras lucho por equilibrar mis finanzas, por no dejar que la depresión me venza o incluso, la simple especulación de lo que podría ocurrir en un país sin norte, me agobie. Vivo y lo intento hacer como cualquier otro ciudadano del mundo. Cualquier otro hasta que…te recuerdan eres Venezolano.

Escena recurrente: Primera clase Online del Máster de escritura creativa. Estoy tan nerviosa que casi dejo caer la portátil en dos ocasiones. Finalmente me obligo a mantener las manos sobre el escritorio y escuchar con atención. El resto del grupo se presenta y la interfaz del Hangout me muestra rostros que veré durante los próximos tres años. Tres norteamericanos, un australiano, dos argentinos, un colombiano. Y yo, por supuesto. Sonrío al presentarme y por un momento, tengo la imagen absurda que soy una Miss de pasarela, de las que se idolatran en mi país. “Soy Aglaia ¡De Venezuela!” tengo deseos de gritar. Pero no lo hago y en lugar de eso, me presento en voz baja, torpe. Mi inglés oral no es la gran cosa — mi acento deja mucho que desear — pero al menos me hago comprender lo suficiente como para que el resto del grupo me mire en silencio. ¿Qué dije? ¿Se me coló un “fuck” y no lo noté? pienso con las mejillas ardiendo de verguenza anticipada. Uno de los norteamericanos se inclina.

— Oh Aglaia, so sorry.

Ah, “el pésame”, pienso con cierta resignación. Para hacer el cuento corto: de unos años a esta parte, cada vez que debo presentarme en alguna parte y especificar mi nacionalidad, recibo además de una instantánea solidaridad, el pésame. Lo digo por completo en serio: hará nueve meses, en un curso corto sobre Grafología online que llevé a cabo, escuché por casi veinte minutos a un Rumano lamentar mis “penurias” y “mi dolor”, lo que hizo que el grupo entero se tomara unos minutos para rezar por los dolores de mi país. Todo eso con el interfaz del Hangout en modo intermitente — soy cliente de internet ABA de CANTV, el servicio público más ineficiente del continente — y los nervios a flor de piel. Pero es inevitable, supongo. Es parte de esta situación extravagante que atraviesa Venezuela. De modo que siempre agradezco la solidaridad, el pésame, los rezos, respondo las preguntas. Al menos, las que no directamente morbosas. Las “¿De verdad hay gente que come de la basura?” las ignoro. Las “¿Y como se siente vivir en comunismo?”. Las “¿qué ocurre contigo que sigues allí?”.

Pero a veces, las conversaciones del pésame terminan en divertidas tertulias sobre como es vivir en el parque temático Comunista más grande del mundo, después de Cuba, por supuesto. Mis amigos se compadecen, pero también insisten que vale la pena el esfuerzo. “Venezuela es un Paraíso en malas manos” dice Drew, de Wisconsin, que ha visto muchas veces la película “Up” de Pixar y está convencido que el país entero está lleno de Tepuyes y cascadas mágicas. O Michael, australiano, que tiene una imagen idílica de calles llenas de mujeres de cuerpos esculturales paseando en Bikini. “Pero debes conocer a alguna Señorita de pasarela” me insiste de vez en cuando. Sonrío. “No, Mike. Abundan mujeres bellas, pero no como las imaginas” “No sabes como las imagino” dice con los ojos brillantes. Oh, me apuesto a que sí lo sé, pienso.

Pero uno se acostumbra al pésame, las preguntas, las bromas, la sensación de ser un bicho raro de un país del siglo XIX en la mitad de la cultura millennial, claro está. El ser humano es un animal de rutinas y llegados a cierto punto, incluso las pequeñas tragedias cotidianas te hacen reír. Una vez leí que en el ghetto de Varsovia, los judíos que sabían había una posibilidad bastante alta de morir, bromeaban al respecto como si tal cosa. “Nos vemos en la jabonera” es una frase que se repite mucho en el libro “Treblinka” de Chil Rajchman. Y también en el no-tan-exacto-y-si-muy-dramático “Tatuador de Auswitch” de Heather Morris. Al parecer, siempre hay espacio para reírse incluso en mitad de una conflagración mundial. Grande como un gran genocidio. Grave como una crisis humanitaria que arrasa un país entero desde hace más de dos décadas. O una más local, si al caso vamos. Hay espacio para enamorarse, para tener grandes celebraciones. Para sentir la maravilla de triunfar en lo que amas. Y más de una vez. Este año me ha ocurrido. Este año vi mi fotografías colgadas en una de las galerías más prestigiosas de la ciudad en la que vivo y también, en medio de un evento en Miami que me hizo sentir profundamente honrada. Mi segunda novela llegó a manos del corrector y espera publicación. Comencé a escribir en varias de mis páginas predilectas. Hubo espacio para la felicidad, por tanto. Sería hipócrita y poco agradecida de no admitirlo. Mi amiga Raomely me lo dice con frecuencia “No hay mayor acto subversivo que ser feliz” insiste. Y al menos, he comprobado que la mayor parte de las veces, hay una noción sobre el humor que está allí, que te salva y que te permite persistir.

Y sí, he reído mucho este año. A pesar de la hiperinflación, de la represión, del miedo en todas partes. Me reído a carcajadas con mis vecinos indiscretos, mis amigos poco cuerdos. Los desconocidos ingeniosos. Y sobran, en Venezuela. Sobran las risas, los abrazos, los buenos momentos. Celebrar por un bebé que nacerá en unos meses y que considero mi sobrino (sí, yo, la bruja comeniños ¿qué les parece?), encontrar espacio y el tiempo para sacudir los brazos y bailar. Mirarme en el espejo desnuda y sonreír. Oh sí, tenía años sin hacerlo. De manera que se puede ser feliz. A pesar de todo, quizás por todo.

— Bueno, cuenta eso — insiste mi amiga.
 — ¿Y como se cuenta algo así?
 — No lo sé. ¿No eres escritora pues?

Ah, “escritora” que palabra tan grande y tan bonita. Y tan dura de sobrellevar (viene la queja, piensa el lector. Allí viene el drama). Pero no, aquí no hay drama posible. Escribir me ha salvado la vida (literal), me ha llevado a lugares en lo que jamás imaginé estar. Escribir me ha hecho ser la mujer que siempre soñé e incluso, una por completo nueva. Escribir me ha permitido sostener mi cordura, aprender sobre como mirar al país con amor, no obstante las heridas y cicatrices. De manera que esto es lo hago para vivir y sobrevivir: escribir. Escribir y pensar que las palabras son un hogar. Un lugar seguro. Lo que describe la realidad con pulso firme.

— Y los fotopipes — dice mi amiga. Reímos a carcajadas.
 — Que no falten — respondo.

Brindamos por la histórica frase con el último sorbo de café. Caracas, la furiosa, la violenta, la capital más peligrosa del mundo, pende bajo mi terraza. Tiene un aspecto casi amable, con su luz de caramelo, como diría mi amiga Arianna y el cielo de un azul extraordinario. Una ciudad que es parte de mi vida, que lo será a dónde sea que vaya después. Como el país, como esta huella indeleble que lo que sea que haya ocurrido en Venezuela — aún necesito descifrarlo — dejó en mí. Brindemos con café, entonces. Un último sorbo. Un buen sorbo. Uno que valga por un año extravagante, doloroso pero que aún, puedo celebrar.

***

*En el ascensor*

— ¡Vecina! ¡Que bueno que la veo mucho más sana!
 — ¿Más sana? ¡No estaba enferma!
 — ¿Usted es así de pálida?
 — ¿ “Así” cómo?

*Silencio incómodo durante seis pisos*

jueves, 27 de diciembre de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Mis películas favoritas del año.




Con respecto al ámbito Cinematográfico, el 2018 fue bastante ambiguo. No podría decir que fue prolífico en originalidad — hubo abundancia de secuelas y remakes innecesarios — pero tampoco aseguraría fue del todo estéril: el cine, el bueno, el de hueso rojo, el comprometido, siempre te sorprenderá y hubo varias propuestas extraordinarias, a pesar de todo. Así que podría decir que como cinéfila, el año fue sustancioso, aunque con algunas lamentables carencias. Y es que hubo mucho para todos: desde los acostumbrados Blockbuster prefabricados para reventar taquilla — con resultados dispares — hasta las propuestas destinada a arrasar en la temporada de premiaciones, tan manufacturadas como el taquillazo de ocasión. Pero en medio de ambas cosas, subsiste como siempre, el cine sólido, el inolvidable, el que nos recuerda que el séptimo arte es una conversación entre nuestra visión del mundo y la sensibilidad de la historia que se cuenta.

Personalmente, este año disfruté de una serie de películas que me demostraron que siempre hay algo nuevo que decir en el cine, algo novedoso que plantear y una vuelta de tuerca en ese arte discreto de contar grandes historias en metáforas. Como siempre, me resultó difícil encontrar un grupo que pudiera llamar “las mejores”, de manera que me limitaré a decir que son “mis favoritas”, un matiz que deja muy claro que esta lista es totalmente subjetiva y personal. Porque así es el cine — el arte en general — una mirada a la belleza que solo nos refleja a nosotros mismos.

Entonces ¿Cuáles podría decir son mis películas favoritas durante este año? Las siguientes:


Roma de Alfonso Cuarón
A la obra de Cuarón podría llamársele “autobiográfica”, aunque sería reducir sus alcances a la experiencia personal del director, que no es el caso e indudablemente, no pretende serlo. Cuarón cuenta la historia con la misma naturalidad de un observador casual, pero se esmera en lograr que Roma combine la versión panorámica y en rápida expansión sobre México, en algo más puro y sincero de lo que se adivina en primer lugar. De la misma manera que en su oportunidad lo hizo Federico Fellini — quien usaba sus películas como un valle inmenso, desconcertante y surreal de sus pulsiones y obsesiones, pero siempre brindándole un espacio específico a la estética como mensaje — la Roma de Cuarón analiza el espacio, el tiempo y a sus personajes desde una concepción conmovedora pero también, levemente confusa. Cuarón tiene la habilidad de reconstruir a cada personaje de escena en escena, hasta lograr una mirada atrayente sobre no sólo lo que se narra, sino también, lo que sostiene a nivel cognoscitivo a la historia. La película está impregnada de esa noción del peso existencial, de las dudas y complejidades inevitables con las que se debate todo espíritu humano. De allí la predilección de Cuarón por reflexionar sobre lo humano, lo divino, lo mundano y lo invisible a través de todo tipo de símbolos y sobre todo, de un acercamiento irreverente al espíritu de la época. De la misma manera que Fellini — que no respetaba nada, no creía en nada y a la vez, rendía devoción a todo — Cuarón toma la decisión de sostener a Roma sobre su percepción del país espectral, el que existió y se escindió hasta convertirse en otra cosa. Roma es un reflejo pero también un retrato y una mirada incisiva sobre el yo que aniquila cualquier espacio sin nombre. Para Cuarón, México existe gracias a los mexicanos, pero también, a pesar de la historia y el país. Y esa dicotomía confusa y por momentos devastadora, lo que brinda a la película sus mejores momentos.


Spider-Man: Into The Spider-Verse de Peter Ramsey, Robert Persichetti Jr. y Rodney Rothman.
Luego de tres remakes distintos — y de diferente calidad — la franquicia del amistoso vecino de Nueva York, parecía no tener nada nuevo que ofrecer. Sobre todo, luego que Marvel llevara a la pantalla grande quizás la versión más cercana al cómic — y al personaje imaginado por Stan Lee y Steve Ditko — dentro de un Universo esencialmente contemporáneo. Pero Spider-Man: Into The Spider-Verse, no sólo demuestra que el personaje — y su Universo — tiene mucho que ofrecer sino que las películas de Superhéroes de cualquiera de las grandes casas productoras, no han dicho la última palabra en cuanto a la forma de recrear sus grandes historias. Con su juego de multiversos, ritmo trepidante pero sobre todo, uno de los guiones más audaces, inteligentes y bien construidos de los últimos tiempos, la película es una mezcla afortunada de aventura y homenaje al producto original, que además, lleva consigo una propuesta de sorprendente eficacia. Con un nuevo tipo de Superhéroe que hereda de su versión cómic todo el desenfado y aire contemporáneo que el resto de la franquicia aún no logra plasmar, Spider-Man: Into The Spider-Verse”está llena de riesgos a nivel argumental pero también, de una propuesta basada en llevar al personaje — en todas sus múltiples facetas — a una nueva dimensión. En una época saturada sobre historias de superhéroes, la película no sólo resulta ser la más original, sino con toda seguridad, la mejor propuesta del género de un año en el que Avengers: Infinity Wars de los Hermanos Russo pareció llenar — y decepcionar, en parte — las expectativas.


Burning de Lee Chang-dong
El director Lee Chang- Dong crea una mirada turbia sobre el amor y sus obsesiones en mitad de lo surreal en Burning, una extrañísima combinación del ambiente onírico de Murakami con algo digno de Cocteau. Original, poderosa, pero sobre todo, desconcertante en su uso de lo visual y el diálogo para crear un ambiente claustrofóbico y violento, Burning tiene mucho de drama psicológico aunque no parece directamente orientado al análisis de la mente de sus protagonistas. En realidad, Chang — dong está mucho más interesado en desmenuzar la sociedad de consumo, el dolor, el apremio y la ansiedad del deseo en una improbable combinación que resulta por momentos agobiantes y a la vez conmovedora. Llena de escenas de asombrosa potencia visual, la película recorre Corea del Sur con ojo crítico, irónico y también, con una rara comprensión sobre la naturaleza humana. El argumento analiza la rivalidad, el miedo y la soledad moderna desde la concepción del absurdo y lo hace con cierto lirismo no exento de una amargura casi pesimista. Pero Lee Chang-dong no tiene la intención de pontificar o sermonear, por lo que sus personajes — todos imperfectos, irritantes y desagradables — van de un lado a otro mostraron lo peor del rostro de la juventud asiática contemporánea pero también su fragilidad. Una combinación dura y enigmática que crea una versión de la realidad levemente alterada.


Lazzaro feliz de Alice Rohrwacher
Sin duda, para la directora Alice Rohrwacher, el neorrealismo italiano es un reflejo ideal para el argumento enrevesado, rico en matices y levemente amargo de su película. Atemporal, dulce y a la vez, con una crudeza incidental que resulta por momentos dolorosa, Lazzaro Feliz tiene el sentido de una fábula sobre el nacimiento de un país, su entorno y su cultura en clave de realismo mágico. Con la misma lenta y exquisita noción sobre el absurdo y lo maravilloso que el Macondo de Gabriel García Márquez, Rohrwacher crea una estructura muy parecida a la mitológica para narrar la historia de Italia desde la periferia. Lo logra y además, crea una versión descarnada sobre el declive de un país radiante lleno de espacios oscuros. Filmada en 16 mm, la película tiene el aire de la vieja fotografía, lo que le otorga un engañoso aire nostálgico.

Pero lo mejor de Lazzaro Feliz no es su argumento tramposo o esa versión de la realidad quebradiza y a punto de disolverse en radiantes imágenes, sino el pausado pulso de la directora para elaborar una versión del mundo casi infantil que remonta su propia inocencia para mostrar todos el dolor de los matices más profundos y peligrosos. La Italia profunda presta a la película un indudable aire pastoral — familiar en el trabajo de Rohrwacher — y también, esa percepción del tiempo que no transcurre sino que parece suspendido en medio de las pequeñas escaramuzas locales y el mundo más allá. Para Rohrwacher, Italia es una postal del tiempo y sus personajes, los pequeños engranajes que hacen mover su enorme mecanismo. Toda una visión de la belleza que sorprende por su sutil inteligencia.


El infiltrado del KKKlan de Spike Lee:
Como en todas sus obras anteriores, el interés de Spike Lee en la historia de su país tiene un fino ojo crítico, lo que le permite construir un discurso argumental contundente que analiza la identidad estadounidense con una potencia descarnada que rara vez llega a la pantalla grande. Con mano experta, el director reflexiona sobre la discriminación y el prejuicio sin caer en tremendismos o sermones morales, limitándose a construir un entorno incómodo en la que los hechos reales elaboran una percepción acerca la segregación y la discriminación directa y temible. Del pasado al presente, Lee recorre la moral estadounidense para mostrar sus aristas y a la vez, las contradicciones de una sociedad hipócrita y violenta. La película está basada en la historia del detective Ron Stallworth, que en la década de los años setenta y en pleno enfrentamiento por los derechos civiles en el país, se infiltró en la organización. Pero para Lee la película es mucho más que un alegato o un discurso sobre el espíritu quebrantado de una cultura racista que ignora sus propios pecados. Durante los últimos quince minutos de su película, el director explora la simbología y la dialecta de EEUU hasta develar en todo su horror lo que habita bajo la imagen saludable de un país en esencia dividido y roto. Toda una hazaña argumental que demuestra que la brillante capacidad de Lee para la provocación continúa intacta.


The Favourite de Yorgos Lanthimos:
De ser un libro, The Favourite — la obra más reciente y convencional de Yorgos Lanthimos — podría considerarse parte del género inmortal de la picaresca. En la pantalla grande, la historia de las intrigas durante el reinado de Ana de Gran Bretaña, la última soberana británica de la casa de los Estuardo tiene algo de drama, mucho de comedia involuntaria y un grupo de extrañas secuencias sexuales, que tiene la cualidad de convertir la película en un fresco inclasificable sobre la ambición femenina, el deseo sexual, la rivalidad y la violencia. Pero Lanthimos avanza más allá y añade a la película el ingrediente de la provocación en mitad de una época como la nuestra, en la que lo políticamente correcto parece inevitable e incluso, imprescindible. De manera que el director junto con los guionistas Deborah Davis y Tony McNamara, convierten a The Favourite en una extraña combinación de extremos: Emma Stone ríe a carcajadas mientras bromea sobre la violencia sexual, al tiempo que la mayor parte de la corte se horroriza por lo que está ocurriendo justo bajo las narices de la Reina Ana, a saber una traición de alto nivel, todo tipo de intrigas y una sutil trama de corrupción que atraviesa los lujosos vestidos de los cortesanos entre sobornos y traiciones. Entre mujeres poderosas, otras fatales y algunas decididamente violentas, The Favourite es la obra más accesible de su director pero también, la más corrosiva sobre los peligros del poder y la ambición.



La balada de Buster Scruggs de Joel e Ethan Coen:
Absurda, extravagante y por momentos tenebrosa, la primera colaboración de los hermanos Coen con Netflix, es una especie de recombinación de su estilo con la comedia y un tipo de terror latente, que crea un híbrido argumental difícil de definir. Por supuesto, se trata del sello de la casa: El retorcido sentido del humor de los Coen obra maravillas y La balada de Buster Scruggs no es la excepción. En medio de lo que pareciera ser un Western al uso, los Coen crea una rarísima búsqueda de la identidad en tono cruel y desprovisto de verdadero sentido…o eso hace suponer la disparatada sucesión de escenas antológicas, unidas por lo que asemeja una historia única, sin serlo. Se trata de un cuento de hadas malicioso — o eso podría decirse — pero también, de una corrosiva crítica burlona a la moral pendenciera del viejo oeste. Entre una cosa y otra, la historia de los Coen se desenvuelve con maravillosa inteligencia entre tiroteos, Damas en peligros, perros perdidos en la llanura y asesinos a sueldo, todos con una rarísima mezcla entre profundidad y fatalismo. Para los Coen, el límite entre la comedia negra, lo sarcástico y el drama es casi inexistente y en La balada de Buster Scruggs es incluso más difuso. Pero de algún modo, los directores se las arreglan para construir algo más poderoso y extraño que la simple provocación. Con una impecable puesta en escena, diálogos rápidos y una rarísima visión sobre el bien y el mal, La balada de Buster Scruggs es una rareza cinematográfica de enorme valor anecdótico.


Mission: Impossible — Fallout de Christopher McQuarrie.
Misión Imposible: Fallout conserva el ritmo y estructura de sus predecesoras, pero su director Christopher McQuarrie (que repite frente a una entrega de la franquicia) logra el complicado prodigio de dotar al entretenimiento de cierta emoción plausible y sobre todo, profunda y compleja. Además, es sin duda la película más ambiciosa de la saga: sus colosales escenas de acción tienen algo de icónico y están filmadas con una pulcritud metódica que convierte al film en algo más que una serie de reinvenciones de la misma percepción sobre la acción y el suspenso. De hecho, hay un notorio parecido -en ritmo, forma y cohesión de la acción con momentos de peso argumental — que emparentan a Misión Imposible: Fallout con la serie Bond, específicamente la que protagonizó el célebre Roger Moore.

El enfoque de McQuarrie tiene un considerable acento sobre el misterio, más allá del habitual argumento de vencer al villano de turno y ese, es el triunfo de una película que remonta sus debilidades para hilvanar con cuidado, una versión del cine de acción rejuvenecida y audaz. Misión Imposible: Fallout es un espectáculo a todo nivel: McQuarrie explota el encanto de Tom Cruise hasta transformarlo en la piedra angular que une al viejo equipo de agentes y después, en el reflejo del ritmo incansable de una historia al servicio de la espectacularidad. Pero además, se trata de una trama repleta de buenos momentos en la que se entrecruza el peso de la franquicia como contexto y también, la notoria madurez del personaje de Ethan Hunt, al que Cruise dota de una tridimensionalidad inesperada. A pesar de algunos altos y bajos en el guión y algún que otro despropósito argumental al servicio de la batería de efectos especiales, la acción transcurre sin tropiezos y convierte a Misión Imposible: Fallout en quizás, la mejor película de la franquicia. Todo un éxito en medio de una época plagada de reboots y sagas menores sin mayor trascendencia real.


“First Man” de Damien Chazelle:
En First Man de Damien Chazelle, los problemas de comunicación del ser humano, el miedo hacia lo desconocido, los vericuetos de la realidad que no puede comprenderse de inmediato, hacen de los conflictos argumentales acerca del hasta entonces, el más importante logro tecnológico de la humanidad algo por completo nuevo. Toda la historia parece girar alrededor de esa necesidad del director por comprender al individuo desde un viaje interior gradual hacia algo mucho más complejo e inquietante. El proceso de reflexión parece hacerse cada vez más intrincado, con innumerables ramificaciones que crean un metamensaje sobre la historia que se muestra y la que se sugiere, mucho más dura y rica en matices. La fuerza poética, la atmósfera melancólica, la soledad y el silencio parecen construir una idea extrañísima sobre la experiencia humana en la historia y, lo que es aún más desconcertante, la propia y compleja visión del ser humano sobre sí mismo.

Damien Chazelle además añade un elemento deslumbrante a la visión de Neil Armstrong, encarnado por un hierático Ryan Gosling y crea una percepción sobre la idea de los misterios interiores del espíritu humano, reflejados sobre la grandeza de un infinito dibujado desde la percepción de lo atípico y lo complejo. A pesar del muy conservador guión de Josh Singer — basado en la biografía de James R. Hansen — , Chazelle encuentra un vínculo entre la concepción del ser humano como pionero de su propia historia y convierte a Armstrong en la encarnación del siglo americano. No obstante, la obsesión de Chazelle con Armstrong resulta por momentos excesiva. El astronauta que dibuja Chazelle representa el modo de vida norteamericano, sus valores y su noción sobre el futuro; una especie de Adán que abre una nueva manera de comprender el tiempo y el progreso de un país en plena evolución. Pero el retrato resulta incompleto. Aún así, la película es un triunfo visual y una extraña alegoría a la pérdida de la inocencia, todo bajo la elegante pátina del cine de autor.

Una selección corta, sin duda y reconozco que faltan muchísimas obras que agregar a la lista, pero creo las escogidas reflejan bastante bien mi opinión cinematográfica sobre el año que acaba de terminar. Una experiencia sensorial y profundamente emocional que de nuevo, me recordó todos los motivos por el cual amo el cine y su capacidad para crear realidades alternativas. Una forma de construir mundos privados que jamás pierde su capacidad para cautivar.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país como colección de ausencias.

Imagen de Pictoline




Las celebraciones navideñas en mi familia solían ser multitudinarias y bulliciosas: la vieja casa de la abuela recibía con las puertas abiertas a todos los parientes que pudieran llegar, junto con sus amigos, compañeros de vida o cualquiera que quisiera compartir las fechas junto con nosotros. Había algo festivo y tosco en la algarabía de los platos que corrían de mano en mano, de los gritos y risas, los niños que corrían de un lado a otro. Desde muy temprano por la mañana había olor a polenta, bacalao y al guiso de hallacas, copas de vino tibias con sabor a especias que pasaban de mano en mano, tazas de café muy fuerte y villancicos en al menos tres idiomas. Somos una familia de inmigrantes y como tales, la navidad y el año nuevo revisten un significado un poco más profundo que la mera idea de levantar copas y compartir mesa. Había un ambiente de profunda alegría melancólica, con los viejos relatos repetidos años tras años, del país perdido, los familiares que se habían quedado al otro lado del mar, la vida en el país adoptivo. Mi abuelo sobre todo, nunca perdió el hábito de hablarme sobre su última noche en su natal Nápoles. Sonreía con la boca rígida y sin que la sonrisa llegara a los ojos, para hablarme de la imagen de su madre y su hermana menor de pie en el muelle. Del azul magnífico del mar. De las piedras que se elevaban para crear pequeños pináculos abiertos. Un paisaje que jamás volvió a ver de adulto a pesar de todos sus esfuerzos.

— ¿Por qué no volviste? — le pregunté una vez. Se encogió de hombros.
 — Ya no había a donde volver.

Quise preguntarle cómo podía decir semejante cosa, si había miembros de la familia que aún seguían viviendo en Nápoles. Si aún por años, recibió cartas de sus sobrinas nietas, si todavía había fotografías de la vieja casa. Pero no lo hice. Abuelo tenía una expresión solemne y triste. Pensé en que era la misma que le había visto cuando su hermano había muerto, unos años atrás. Un luto silencioso, doloroso y sin nombre.

— Quise mucho a mi pueblo. Los recuerdos todos están muy vivos — prosiguió — pero ya no son reales. Ya no es lo que existe, sino lo que recuerdo. No quiero ver eso.

No supe que responder. Supongo era muy joven para entender un sentimiento semejante o había perdido muy pocas cosas, para imaginar qué podría sentir mi abuelo, mientras rememoraba el país perdido, la infancia lejana. De modo que le abracé y me quedé apretada contra su pecho enorme, escuchándole respirar con lentitud. El olor a tabaco que siempre le acompañaba me rodeó y me recordó todas las veces en que me había contado historias parecidas. Cuando me mostraba las fotografías ya apenas visibles de los parientes que habían muerto tanto tiempo atrás. Me pregunté si abuelo se arrepentía alguna vez de haber subido al viejo barco que siempre me describía como “una chatarra rota llena de quejidos” y haber venido al caribe radiante, a la Venezuela amable en la que formó familia y vivió el resto de su vida. No me atreví a preguntar eso tampoco.

Hace unos días, encontré la fotografía de abuelo. Murió hace casi doce años atrás. Lo hice en casa de una de mis pocos parientes que aún continúan en el país y que casi por casualidad, atesora los viejos recuerdos familiares. Levanté la fotografía e intenté contener las lágrimas.

— El abuelo no habría creído esto posible — dije.
 — ¿El qué? — preguntó mi tía.
 — Esto que está ocurriendo en Venezuela.
 — Quizás lo habría comprendido mejor que tu y que yo.

“Esto” por supuesto, es la emigración de millones de Venezolanos para escapar de la crisis económica y social en que se encuentra sumido el país. “Esto” es la colección de ausencias. Las casas vacías, los lugares en la mesa solitarios. Las llamadas ansiosas, las despedidas entre llantos. Esta tragedia a cuenta gotas que nadie entiende demasiado, que se convirtió en un fenómeno de proporciones inesperadas y monumentales. La emigración que ya no una decisión, sino como una huida apresurada, una decisión inevitable, casi de pura supervivencia. ¿Lo habría comprendido abuelo? Miré la fotografía. La recordé de inmediato. Por años, estuvo colgada en la pared de la habitación de costura de la abuela. Al abuelo se le ve muy joven y erguido, con el cabello aún oscuro — llegaría a tenerlo muy blanco -, un traje elegante, una mano en un bolsillo, a la usanza de la época. A su lado, sonríe mi madre. Una niña pequeña y rubia de ojos brillantes que lleva una cofia de encajes. El aire de inocencia de la imagen me provocó dolor, aunque no supe de inmediato el motivo.

— ¿No…te asusta a veces todo esto? — digo.
 — Me aterra — tía vino y se sentó a mi lado en el sofá — tengo tanto miedo que a veces, creo que es todo lo que siento.

Nos quedamos en silencio. Los hijos de mi tia emigraron hace ya casi dos años, ambos a la Italia que mi abuelo abandonó casi cien años atrás. Después lo hizo mi prima menor. Cuando la despedí en el aeropuerto, me abrazó con fuerza. Temblaba, el cabello muy corto me rozó la mejilla. La escuché llorar sobre mi hombro.

— ¿Vas a cuidar a mi mamá? ¿Te cuidas tú?
 — Vamos a estar bien — le respondí por decir cualquier cosa. Ella no me soltó.
 — Tengo un miedo terrible de no verlas otra vez.

Recuerdo la escena mientras mi tio nos sirve a tía y a mí una copita pequeña de Limoncello. Antes, el licor se preparaba cada navidad para agasajar a los invitados: Cuatro y cinco botellas que se mezclaban con la torta negra, que se bebían en el almuerzo y a la cena. Pero ahora nadie puede costearse un lujo semejante. De manera que sólo se trata de una copa diminuta, medio dedo. Tio se sienta a mi lado, con un suspiro. Ha envejecido desde que sus hijos abandonaron el país. Tiene el cabello ralo, las sienes muy marcadas, las arrugas de las comisuras de los labios más profundas. Un viejo, pienso con un sobresalto. La vejez de la tristeza, quizás.

— ¿Qué harás para navidad? — me pregunta.
 — Creo que me quedaré en casa, tengo mucho que trabajar.
 — En navidad no se trabaja — salta mi tia.
 — Ven con tu madre y comemos en familia.

No sé que responder. Mi madre y su esposo probablemente viajarán para evitar…¿qué? Aprieto los labios. La sensación de amargura se hace un leve palpitar en alguna parte de mi mente. Nadie desea afrontar este silencio. Nadie desea mirar la mesa de sillas vacías, asumir que la familia está desperdigada alrededor del mundo. Que las risas y las conversaciones las intentan sustituir las llamadas telefónicas, los largos correos electrónicos, las conversaciones por Skype. Pero la soledad es la misma. Esta sensación hueca, fragmentada de un temor absurdo y sin forma que llena todos los espacios, que te deja a solas en esta consciencia de haber perdido más de lo que te atreves a admitir.

— Yo llamaré a tu madre — dice mi tia. Y sonríe. También ha envejecido, está cansada, afligida — si apenas…
 — Los que estamos tenemos que al menos, mantenernos juntos — dice mi tio.

Tomo un sorbo de Limoncello. El sabor dulzón y muy fuerte me sacude como una sensación vívida, un pensamiento que toma forma con rapidez. “Los que estamos”. ¿Cuántos miembros de mi familia aún permanecen en el país? me pregunto con crudeza. ¿Menos de quince? ¿Diez? Casi toda nuestra familia emigró durante la última década. Una lenta despedida que terminó en resignación. La sensación de pérdida que parece abarcarlo todo, que se extiende en todas direcciones como un silencio casi tenebroso. Los ojos se me llenan de lágrimas, me quedo muy quieta. Tío me pasa un brazo por los hombros.

— Ya veremos como sobrellevar esto — dice — ya veremos.

No sé que responder a eso. Tal vez no haya una respuesta, en realidad.

***

Sentados todos juntos en la mesa, aún sobran varios puestos. Mi tío y mi madre sirven las hallacas, el bacalao y la polenta. Mi tia escancia las copas. Corto el pan con torpeza. Las manos me tiemblan de puro nerviosismo. No sé que me asusta tanto, no sé qué me hace sentir tan profundamente triste y afligida. O quizás si lo sé y reconocerlo, me lleva un esfuerzo que no puedo afrontar de inmediato.

Apenas somos cinco a la mesa. Una conversación educada, en voz baja. Hay pocas risas. Mi tia comenta sobre la vida de mis primos en Roma, de mi prima en Madrid. Mi madre cuenta una anécdota de uno de mis tíos, que vive en Chile desde hace seis años. “Por fin pudo preparar hallacas” dice “lo intentó todo este tiempo, hasta que finalmente…” todos sonríen con cierta condescendencia cariñosa. Intento sonreír también pero no lo logro. Tengo la sensación que algo artificial en toda la escena, algo tenso. O quizás se trate sólo de mí, abrumada y aplastada por la tristeza, por esta desazón sorda y ambigua que no sé como llamar y tampoco como definir.

— Estás callada.

Mi madre me encuentra sentada en el balcón de mis tíos, pulcro y diminuto. En cierta forma, tiene el mismo olor que el jardín de la casa de mi abuela, con su albahaca frondosa, su tomateras cargadas y las trinitarias de un rojo encendido. Miro a la ciudad que pende más abajo. Oscura, vacía y silenciosa. De vez en cuando escucho ráfagas de música navideña. Hace un rato, alguien lanzó un sonoro petardo que reverberó entre el concreto de los edificios de ventanas oscuras que nos rodean. Después, el silencio.

— Sólo triste.
 — ¿Por todo?
 — Por todo.

“Por todo”. Me alivia no tener que explicarle a mi madre que el recuerdo de todos los parientes perdidos — quizás para siempre — , me golpea con más fuerza de lo que jamás me atrevería a admitir. Que recuerdo con punzante e inesperada nostalgia mi infancia bulliciosa. Que no dejo de pensar en mis primas, mis tias, mis amigos. En todos los que debí despedir. En la última mirada antes del abrazo. En ese minuto silencioso el aeropuerto, mientras les veo alejarse y partir. En las llamadas telefónicas que jamás terminan bien. “Perdón por llorar” me dijo mi prima mayor hace unos días después de una corta conversación “esto es duro”. “Lo sé, Tina” “No lo sabes” murmura. La escucho suspirar. “O sí, pero…” el sonido de su llanto, bajito y casi infantil. Me sacude el corazón, un lugar de mi misma que no sabía podía doler de semejante forma. El país de las ausencias, de todos los recuerdos rotos.

— Quizás el año que viene serás tú — dice entonces mi madre — ya lo he asumido.
 — Mamá, no quiero hablar de eso.
 — Va a pasar, eres joven y mereces más que…

No dice nada. Soy hija única y la decisión de emigrar es un peso casi doloroso, que apenas puedo sostener. Podría hacerlo. Podría simplemente tomar dos maletas, libros y huir. Huir a cualquier país. Vivir lo mejor posible. Aspirar a algo más que sobrevivir. Pero…¿Y después? Miro a mi madre y la noto envejecida por primera vez en mi vida. El cabello rubio corto, el rostro de muñeca cruzado por una fina telaraña de arrugas. Los ojos verdes oscurecidos por el cansancio. ¿Cómo podría…? ¿Qué? ¿Abandonarle? Quiero decir muchas cosas. Quiero enfurecerme, pedirle deje de presionar, de hacerme preguntas. Quiero que tengamos una discusión de las grandes, como cuando yo era una adolescente incontrolable y ella una presencia fría distante. Quiero…me quedo en silencio, las manos apretadas sobre la baranda de metal. Los dedos rígidos por la presión.

— No sé que merezco.
 — Esto no, la verdad.

Caracas tiene un aspecto roto y desquebrajado. Más allá, el Ávila es una silueta tenebrosa. El país que se cae a escombros. La sensación que he perdido el sentido del gentilicio, que ya no pertenezco a ninguna parte. Que no formo parte de otra cosa que de este dolor compartido, esta comunión en la tragedia mínima. Sacudo la cabeza.

— No quiero hablar de nada.
 — Tendremos que hablarlo alguna vez.
 — No ahora.

Mi tia me mira con ojos atentos cuando llego a la cocina para llenar la copa de vino. Jamás tomo y cuando lo hago, siempre había una razón. No una muy buena, en realidad. Tia me observa tomar la bebida de un sólo trago y después sacudir la cabeza, aturdida y asqueada. Me pasa el brazo por los hombros.

— No es fácil para nadie.
 — Yo sé.
 — Quédate tranquila y trata que nada te haga daño.

Más fácil decirlo que hacerlo. Mi madre se despide con un abrazo y mi padrastro me mira preocupado. Tengo las mejillas enrojecidas y las manos me tiemblan. Me acaricia las mejillas con sus manos cálidas y enormes.

— No vayas a manejar.
 — Estoy bien.
 — Todos estamos bien.

No digo nada. Después, decidiré aceptar la invitación de mi tia para quedarme en su casa. Me quedo tendida en la cama de la habitación que era de mi prima y miro las estrellas fluorescentes que todavía brillan en la pared. Recuerdo cuando las pinto, lo muy orgullosa que se sentía. Las fotografías que me envió por messenger para presumir. La odié por eso. Ahora el recuerdo me hace sonreír entre lágrimas.

— Tus primos hablan con tu tio por Skype — dice mi tia desde el pasillo — vente para que saludes.

Pero no voy. Me hago la dormida. Escucho la conversación a la distancia, las risas, los murmullos. Me vuelvo de espaldas. ¿Por qué tiene que doler tanto? ¿Cómo podrá un país entero librarse de este dolor? En algún punto me quedo dormida realmente y cuando tia entra para traer el té de la noche, me sobresalta el sonido de la puerta. Había estado soñando con abuelo, que sonreía, el sombrero panamá sucio y medio ladeado en el jardín de la casa de la abuela. “El cielo azul de diciembre en Caracas es puro cristal” decía en el sueño. Quizás fue sólo un recuerdo.

— ¿A veces no sientes como que todo esto te devora? — pregunto — ¿No sientes que…?

Tomo un sorbo de té. Manzanilla para los nervios y el estómago. Ya son más de las tres y las manos me tiemblan de cansancio. Pero en casa de los tíos, todavía hay conversaciones y risas. Al otro lado del océano, todavía hay voces que recordar y agradecer. Tia suspira, se mira las manos, luego la habitación, que aún conserva la mayoría de las cosas de mi prima. El poster de su actor favorito en la pared. Los libros desordenados en las esquinas. Las cortinas verdes y gruesas de la pequeña ventana.

— Sí, que te devora y te lleva por delante — murmura — pero…
 — Hay que aguantar — completo. Asiente.
 — Hay que aguantar. Eso es lo que él diría.

Abuelo, claro. He visto su fotografía varias veces durante la noche. De pie, con mi madre a su lado. Y en otra, muy joven y atractivo, sacudiendo un brazo en una playa de la Guaira. Los ojos claros llenos de alegría. Hay que aguantar, diría mi abuelo. Hay que aguantar, me dijo cuando una vez me habló sobre el largo viaje hasta Venezuela, de los primeros años de trabajo y pobreza, del matrimonio, de los hijos. Hay que aguantar.

— A veces…es tan agobiante — digo — pero…

Tia me toma de las manos. Las aprieta alrededor de la taza caliente. Y nos quedamos allí, escuchando las risas de mi tío, la voz inconfundible de mi primo al hablar, el murmullo de la televisión en algún lugar de la casa.

— Hay que aguantar — digo entonces — sólo eso.

***

Pongo la fotografía de mi abuelo en mi biblioteca. La sonrisa torcida, el cabello abundante le cae sobre la frente. Heredé de él la nariz larga y los ojos grandes. Y nada más. Lo miro y recuerdo mi infancia. Lo miro y lucho contra la sensación que algo en mi interior se rebela, se sacude, se hace casi enorme dentro del espacio estrecho de mis dudas y dolores. Lo miro y pienso como debió ser para él ser un joven que debía huir de su país. Que debía tomar la decisión de abandonar todo lo que conocía y quería, para comenzar otra vez. Ahora toda su familia recorre el camino de regreso. Se contempla en un espejo torcido. Perdido, sin forma, distorsionado por el miedo.

— Hay que aguantar — murmuro. Para él, para mí, para los que no están — hay que aguantar.

Abuelo parece sonreír sólo para mí. Tan lejano en el tiempo. Un recuerdo fragmentado, un silencio de pura ausencia que no reconozco y que quizás no llegue a entender jamás.

lunes, 24 de diciembre de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: Las mejores películas de terror del 2018





El crítico Jürgen Müller escribió en una ocasión que el cine es una mezcla de nostalgia y referencia que crea un espectáculo familiar para el espectador. O lo que es lo mismo, el público preferirá — y disfrutará — de historias que sean muy similares a las que atesora o forman parte de su imaginario personal. Cualquiera sea el caso, el cine es un reflejo cultura y por supuesto, también una mirada persistente sobre la historia creativa y estética como parte de las referencias sociales más amplias y generales.

Con el cine de terror sucede otro tanto y mucho más, cuando se analiza lo que nos asusta — o en todo caso, simboliza el miedo — desde una presunción de la tradición, lo asombroso como símbolo tradicional e incluso, cultural. En el año 2018 el cine de género jugó con los símbolos imperecederos pero sobre todo, la visión sobre el miedo que parece interpretarse como un símbolo permanente. Algunas propuestas apostaron por revisar fórmulas antiguas y dotarlas de elementos novedosos pero la mayoría reflexiona sobre el rostro del terror sobre lo contemporáneo y lo que atemoriza a nuestra cultura. Una comprensión extrañamente nítida sobre la identidad de la época y su versión sobre la realidad.

¿Y cuáles serían las mejores películas del género en un año especialmente prolífico? Quizás las siguientes:

A Quiet Place’, de John Krasinski
En toda película de terror, el sonido — o mejor dicho, su capacidad para crear ambientes y atmósferas — suele ser un recurso efectivo al momento de crear una estructura narrativa. Por ese motivo A Quiet Place del director/actor John Krasinski avanza con sigilo, en medio de un ambiente opresivo y angustioso basado en lo que se anuncia, antes de lo que se muestra. La película es un ejercicio de tensión elaborada a través de una perspicaz idea sobre lo misterioso que aumenta escena a escena hasta crear un cenit profundamente simbólico y construye una versión sobre el miedo basado en algo más complejo que lo evidente. Desde esa primera línea que anuncia que han transcurrido 89 días desde una colosal tragedia apocalíptica (de la cual no tenemos idea o tampoco indicio) hasta esa extraña dinámica familiar que se entremezcla con pequeños golpes de efecto bien construidos, la película de Krasinski juega con la percepción sobre lo temible como una amenaza invisible. El resultado es una atmósfera malsana pero sobre todo, una experiencia sensorial por completo nueva.

La película no se prodiga demasiado y convierte la acción en pequeñas estratagemas para develar información: la primera secuencia establece que está en juego — la supervivencia de la familia entera — pero también, la forma deliberada en que el terror se manifiesta. El ritmo es rápido, eficaz y cargado de metáforas — esa escena del niño sosteniendo un juguete que parece simbolizar la normalidad perdida — pero sobre todo, la comprensión que el mundo tal y como lo conocemos, desapareció por completo hasta convertirse en algo mucho más agresivo y peligroso. Con ciertos paralelismos con La Niebla de Darabont del 2007, La trama funciona desde lo minimalista, pero también, desde la concepción del miedo como un evento incontrolable. Hay algo muy semejante a la percepción de lo terrorífico emparentado con lo doloroso, que el escritor Cormac McCarthy utilizó con gran tino en su novela The Road y que convierte a la manejo de la tensión en A Quiet Place en una búsqueda de argumentos sobre lo que se esconde en lo invisible.

Hereditary de Ari Aster
La estructura de la película del director Ari Aster es desde cierto punto de vista convencional y está directamente enfocada a mostrar la pérdida, el desarraigo y la soledad como un espectro que habita en medio de una familia disfuncional. La madre de Annie (Toni Collette) ha fallecido de cáncer, luego de una larga y dolorosa agonía, que afectó en mayor o en menor grado a todos los miembros de la familia. La armonía doméstica queda levemente trastocada y es esa ruptura, el comienzo de una serie de pequeñas correlaciones sobre lo sobrenatural que se manifiestan al principio con sutileza pero se esparcen con la rapidez de una infección venenosa. Hay un elemento uniforme en la manera en que el miedo se manifiesta en “Hereditary” y es que a diferencia de otras películas del género, su argumento no intenta reflejar lo sobrenatural como un hecho aislado o supeditado al contexto. En realidad, se trata interacción entre la versión del miedo como una experiencia íntima que crea y sostiene lo paranormal como una percepción helicoidal sobre lo que puede resultar aterrado. La película apela a la incertidumbre — al miedo convertido en caja de resonancia de la vulnerabilidad y la fragilidad espiritual — para convertir la historia en algo más complejo de lo que parece a primera vista.

Aniquilación de Alex Garland
Aunque no es una película de terror propiamente dicha, la obra de Alex Garland elaboró una nueva versión sobre lo terrorífico, que supera con holgura sus planteamientos sobre la Ciencia Ficción Pura. Garland tomó lo mejor y más intrincado de la novela de Jeff VanderMeer y lo convirtió en una insólita experiencia visual que transita con comodidad entre varios géneros a la vez. Una percepción del bien y del mal, lo que se asume posible y lo que no lo es, a través de una puesta en escena incómoda, dura y casi inquietante, sin llegar a ser del todo terrorífica. En “Aniquilación” todo el argumento parece basarse en el desconcierto. «No lo sé», repiten los personajes con cierta frecuencia y esa sensación de confusión («no sé dónde me encuentro, no sé quién soy, no sé a dónde me dirijo, no sé que ocurre») es lo que sostiene un guion profundamente extraño, que aunque no adapta de manera fiel la obra de VanderMeer sí logra captar de manera compleja las ruptura de las leyes tradicionales de la física, la biología, el tiempo y la memoria que la obra original recrea como una noción persistente sobre el horror. Aniquilación comienza y termina con una incógnita y es quizá esa aliteración del tiempo y el temor — lo que crea y subvierte el orden de las ideas — lo que dota a la película de su extrañísima atmósfera y noción sobre la realidad.

Tan ambigua como el primer libro de la saga Southern Reach — que compone una dura e insólita trilogía sobre el absurdo — , “Aniquilación” analiza el terror desde cierta perspectiva ambigua: Lo que resulta temible — y supone el miedo entretejido en el argumento — tiene una relación directa con lo imposible. Cada suceso se concatena con lo inexplicable hasta crear una percepción sofocante de la realidad. De la misma manera que la novela homónima, la película recurre a la incertidumbre para definir lo espeluznante. Una sabia combinación de elementos que muestran al terror como una presencia invisible y violenta bajo la aparente frugalidad del argumento central.

Mandy de Panos Cosmatos
Bajo su pátina de producto demencial e inclasificable, Mandy de Panos Cosmatos es un argumento sofisticado e inteligente que lleva el terror a una nueva percepción pero sobre todo, lo analiza desde un punto de vista visceral en la que basa su efectividad. Dividida en dos tramos bien diferenciados (una primera parte que se desliza bajo algunos clichés y parece destinada a la confusión y una segunda trepidante y perturbadora), “Mandy” tiene la capacidad de construir el miedo desde lo marginal. Resulta complicado describir un argumento basado en golpes de efecto pero sobre todo, en el análisis de lo terrorífico desde una perspectiva caótica y destructiva. En “Mandy” el miedo no es un elemento que se manifiesta de manera comprensible, sino un conjunto de ideas que se mezclan de manera confusa pero al final, por completo efectiva. La ultraviolencia — que el director explota hasta límites inauditos y que Nicolas Cage encarna con una actuación delirante — es un recurso entre tantos, para expresar una serie de planteamientos discordantes que convierten al guión en una combinación de temores paranoicos: desde las teorías conspirativas sobre cultos y terrores secretos hasta la noción de la realidad quebradiza y al límite de la cordura. Todo bajo el rojo incandescente de la sangre y la perenne sensación de angustia abrumadora que Cosmatos suele brindar a sus películas.

El ritual de David Bruckner.
Basada en la novela de Adam Neville del mismo nombre, la película de David Bruckner es una inusual reflexión sobre la pena y el trauma, usando el terror como inevitable metáfora. Por supuesto, no se trata de una propuesta novedosa, mucho menos original, pero aún así logra sostener un lenguaje visual y argumental sólido. Brucker (conocido por la excelente “Noche amateur” de V / H / S), maneja los códigos del género de manera inteligente y precisa, por lo que el terror psicológico tiene un alto ingrediente de poder emocional y una inusual capacidad para conmover. El guión avanza con buen ritmo, en medio de una puesta en escena sobria, minimalista y una línea argumental que resuelve con tino con los constantes flashbacks y el terror sugerido que sostiene el discurso. Hay escenas de enorme solidez — como el brutal robo que abre la película — hasta la persecusión del tramo final, enmarcado en una inteligente progresión de la tensión que sostiene el argumento entero. El guión es una inteligente mezcla de viejos tópicos, distribuidos y reelaborados con elegancia y sobre todo, una consciente percepción de la efectividad de los tradicionales trucos del cine de terror.

Nada es nuevo en “The Ritual” y por contradictorio que parezca, esa es su mayor fortaleza. Todo lo que propone, ha sido visto una y otra vez en el Cine de género actual, pero es quizás esa ambición moderada lo que hace a la película una concienzuda revisión no sólo del terror como lenguaje — la mayoría de sus escenas están sobriamente concebidas con una tensión insistente y basada en trucos de efecto condicionados bien planteados — sino también, de la forma como se asimila el miedo cinematográfico como una idea coherente. Tomando como referente obvio “ ‘El proyecto de la bruja de Blair’ (en especial, la primera parte) y ‘Posesión infernal’ crea una pequeña conjunción de buenas decisiones argumentales y visuales que brindan a la película un pulido acabado y una evidente necesidad de trascender lo obvio para crear una producción pulida y de impecable gusto. “The Ritual” es un horror británico eficiente y metódico, con buenos efectos visuales — maravillosa la forma en que contiene las sutilezas para aumentar la tensión — y una revelación monstruosa que cuida el trasfondo simbólico de la trama.

Suspiria de Luca Guadagnino
Aunque no se trata de una película de terror y el resultado en conjunto tiende a lo decepcionante, el remake de Luca Guadagnino de una de las obras emblemáticas de Dario Argento, tiene una poderosa perspectiva sobre el miedo que convierte a varias de sus escenas en espléndidas imágenes sobre el terror. Guadagnino tiene un innegable respeto por el ya clásico referente y no lo disimula: La compañía de Danza Alemana en el remake, toma los mejores elementos de la Escuela de Ballet de Argento y los sublima, convirtiendo la noción de la rivalidad, dolor, sospecha y misterio en algo más intangible y por tanto, enigmático. El horror oculto persiste pero para Guadagnino, tiene mucho más relación con el conjunto de los hechos que rodean a la compañía — y a cada uno de sus personajes — , que con una fuerza indirecta y sobrenatural que pesa sobre el grupo como un péndulo que oscila entre la provocación y el peligro. Además, Guadagnino toma algunas decisiones inteligentes para hacer más inquietante la sensación del peligro al acecho, que Argento recreó con una mirada claustrofóbica sobre la realidad. La danza Moderna — con todo su componente espiritual y visceral — crea una percepción de la fuerza y lo terrorífico, que además, está directamente relacionada con el desenfreno físico y la pasión. La película anuda la percepción del deseo — recurrente e impenitente — al terror que se esconde entre las sombras y de pronto, los bellas y magníficamente coreografías, tienen más semejanza con rituales paganos que con meras puestas en escenas. El movimiento sensual y preciso de cada personaje sobre el escenario, tiene un evidente sentido iniciático y no es difícil, comprender la forma en que se compenetra con el misterio al fondo de la trama. El baile en “Suspiria” es fuerza bruta, es una conexión con la tierra y lo invisible, e una necesidad irremediable de belleza emparentado con un elemento oscuro. Puro deseo intacto y fulgurante, que reluce en una película tenebrosa y cuyo poder de seducción está dirigido a una sombría tentación.

Halloween de David Gordon Green
A cuarenta años de su estreno, Halloween regresa convertida en objeto de culto y también, con todo el peso de una extraña historia fílmica: la película tiene más de dieciséis versiones y secuelas, lo que convierte regresar al origen de la historia en un camino repleto de obstáculos. La mayoría de las películas asociadas a la franquicia no sólo son de ínfima calidad, sino también, enrarecidas por una aparente incapacidad para revitalizar la idea original de Carpenter. Pero el director David Gordon Green lo intenta y logra no sólo una película con identidad propia sino algo mucho más sensorial y potente: Una versión de “Halloween” que responde a la pasión de su extensa fanaticada por la historia. El argumento de la película — que ignora de manera intencional la mayoría de las secuelas y decide volver al punto de partida de Michael Myers convertido en una especie de leyenda Urbana — se centra en Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), la única sobreviviente de la primera masacre, en la ya mítica “Halloween” de 1978. Para Strode el tiempo no transcurre en vano y en apariencia, tampoco las terribles experiencias que tuvo que soportar: el personaje regresa como una abuela traumatizada por un pasado terrorífico, pero también, armada y decidida a matar al asesino, esta vez de manera definitiva. La chica sobreviviente deja a un lado los terrores y dolores — y su bidimensionalidad — para transformarse en algo mucho más emblemático y competente. La Strode de Gordon Green está preparada para luchar y lo hace desde una seguridad analítica que transfiere el peso y el poder de la historia a su pasado, en especial a la herida emocional y física que su lucha por sobrevivir dejó en el personaje. Strode ya no es sólo una mujer afligida, sino un personaje convencido de su poder y de la necesidad de retomarlo como una noción inusitada sobre su vida. Para Gordon Green, Stroud es la superviviente en estado puro: una mujer que necesitó construir una versión de la realidad en la que pudiera asumir el peso de los dolores y convertirlos en cólera y control.

Terrified de Demián Rugna.
Quizás la más en apariencia convencional del grupo, la película de Demián Rugna es una sorpresa por su inteligente manejo de los cánones del género pero sobre todo, de la insinuación de los secretos subyacentes que engloban el miedo como parte de la naturaleza humana. La primera película de terror paranormal argentina, tiene un estupendo manejo del ritmo y se sostiene sobre el anuncio de lo que se esconde en la oscuridad: Voces que se esconde entre las paredes, mínimas insinuaciones que algo terrorífico se esconde entre la aparente cotidianidad de un vecindario común de la una ciudad latinoamericana. No obstante, el verdadero triunfo de Rugna radica en su sabiduría para convertir un argumento sencillo en algo mucho más tenebroso y que apela a la imaginación del espectador como principal elemento para crear un clima opresivo y claustrofóbico. Rugna no cede a los lugares comunes y aunque su película tiene notorios problemas de ritmo y algunos cuantos de continuidad, es lo suficientemente sólida como para remontarlos sin mayor dificultad. Con evidentes referencias al terror japonés, “Terrified” es un cuidadoso recorrido por el terror como parte de la vida cotidiana y es justo esa percepción su mayor fortaleza: en el momento en que todas las líneas cronológicas que el guion insinua a medida que avanza se unen, crean quizás uno de las escenas del genero más interesantes del año: tres investigadores de lo paranormal de la tercera edad, de pronto se enfrentan no sólo a lo desconocido sino también a la percepción de su mortalidad y la incertidumbre de la muerte. Con su discreta puesta en escena y contundente equilibrio argumental, Terrified es una de las grandes sorpresas del año.

The Witch in the Window de Andy Mitton
En un año lleno de películas que analizan las peculiares relaciones entre el dolor emocional y el miedo , The Witch in the Window de Andy Mitton, lleva la propuesta al terreno de lo analítico basado en un terror difuso y sustentado sobre el hecho de humanizar no sólo los lugares que habitamos, sino las huellas que dejamos en cada uno de ellos al morir. Una idea extravagante que la película explora con delicadeza y enorme buen gusto: La casa embrujada de Mitton no sólo alberga fantasmas (que lo hace) sino también, los dolores, pesares y horrores de una larga sucesión de pequeñas y grandes desgracias atrapadas entre las paredes de la en apariencia inofensiva construcción. Basada en la atípica y tibia relación entre un hombre y su hijo (casi desconocidos entre sí), The Witch in the Window recorre lo esencial del miedo a los lugares desconocidos desde una perspectiva inquietante: La vieja Granja en Vermont en que la transcurre la trama es si misma un personaje y son sus espacios siniestros y sombríos, los que brindan un sentido de extraña complejidad al mecanismo del miedo que se pone en marcha una vez que la pequeña familia intenta restaurarla. El terror es una combinación entre lo que se esconde entre las paredes a punto de venirse al suelo y la presencia que se manifiesta, como una parte indivisible de la casa como estructura. Escena tras escena, Mitton logra crear una sensación terrorífica sobre la casa como centro de todos los horrores que habitan en la oscuridad y a la vez, refugio de los dolores de quienes le habitan. Una combinación clásica que sin embargo en The Witch in the Window toma un cariz por completo inesperado.

Ghost Stories de Andy Nyman y Jeremy Dyson
¿Que es un fantasma? se preguntaba Guillermo del Toro en su ya antológica “El Espinazo del Diablo” sin dar una respuesta directa, sino la apariencia de un enigma a punto de resolverse. En “Ghost Stories” los directores Andy Nyman y Jeremy Dyson juegan con el mismo planteamiento — que ya habían manejado en la obra teatral del mismo nombre — y lo llevan a un nivel por completo nuevo, para abarcar una concepción del miedo elaborado a través de los pequeños detalles. Concebida como un juego de antologías (y también una mirada sobre la versión de lo paranormal y lo sobrenatural desde diferentes puntos de vista), “Ghost Stories” evade las explicaciones racionales sobre lo que produce el miedo y se atreve a cuestionar el arte de construir las historias terroríficas desde el origen. Poderosa, con un ritmo sólido y una maravillosa coherencia entre las historias que cuenta, “Ghost Stories” es quizás la mejor de todas las películas en las que el miedo atraviesa diferentes puntos de vista para concluir ideas idénticas. Lo desconocido y lo temible como parte de lo que intentamos comprender y más allá de eso, lo que hace cuestionar lo esencial de la naturaleza humana.

Cam de Daniel Goldhaber
Durante los últimos años, la productora Blumhouse se ha convertido en referencia de un nuevo tipo de terror, que recorre la delgada línea entre lo experimental y algo mucho más elaborado. Con “Cam” de Daniel Goldhaber, alcanza un nuevo nivel que se echó de menos en la fallida “Verdad o reto”. El sólido guión de Isa Mazzei utiliza el afán moderno por la fama y el reconocimiento como un nuevo filón para mostrar lo terrorífico: la cámara se convierte en un arma que se antepone y reconstruye la mirada sobre la identidad, pero además, es el hilo conductor hacia un tipo de horror tan contemporáneo que por momentos resulta imposible de clasificar. Frenética, con un ritmo inteligente y un uso de los símbolos y metáforas actuales sobre la comunidad y la comunicación, “Cam” demuestra que el terror moderno puede tener una perspectiva sofisticada sin perder un poderoso sentido de la amenaza.

¿Qué sostiene en la actualidad el género del terror? ¿Qué permite que todavía siga siendo una reflexión profundamente asimilada sobre nuestra cultura y nuestra visión sobre la identidad y la incertidumbre hacia lo desconocido? Tal vez sean las mismas razones que sustentaron la propuesta por décadas pero en nuestra época, se enfrenta además a la noción del cinismo de una cultura descreída y cínica a la que le lleva esfuerzos asumir el peso del miedo como parte del paisaje de su mente. Y es entonces cuando el género — como propuesta reflejo y sobre todo discurso — elabora una noción más profunda sobre su meta y objetivo. Se convierte en ese espejo deformado a través del cual podemos analizar la percepción cultural sobre la oscuridad íntima, los monstruos con rostro humano y la penumbra real que se oculta bajo la radiante superficie de nuestra percepción sobre la realidad.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Entre hojas y anaqueles: Los favoritos del año 2018.




No podría decir qué hace a un libro mejor que otro. Por supuesto, no me refiero sólo a lo que puede brindarle mayor o menor valor literario a un libro, sino al peso de su historia. A esa cualidad que no sólo lo hace más cercano, comprensible y sobre todo preciado, por encima de cualquier otro. Esa Capacidad misteriosa y significativa de cautivar al posible lector. Sí, se trata de una visión elemental y quizás muy simple, pero es la más sencilla sobre la que puedo ponderar. Y la razón para esa visión tan ingenua, con toda seguridad es una sola: Soy una lectora devota.

Soy de los lectores que siempre desean leer. Por cualquier excusa, motivo y en todos los momentos posibles. De los que siempre se encuentran en compañía de sus libros favoritos y los que aún debe descubrir. De los que lleva siempre un par de libros en el morral, o los deja en el escritorio de trabajo, para hojearlos a la menor oportunidad. De las que tienen una mesa de noche rodeada de libros a medio leer, llenos de anotaciones y hojas medio arrugadas con sus párrafos favoritos copiados a manos. De las que considera a las librerías un hogar. De las que despierta a mitad de la noche para continuar leyendo un libro que dejó a la mitad. O de las que sencillamente no van a dormir para poder terminarlo. De las que atesora los libros como pequeños fragmentos de historia personal.

De manera que hablar sobre “libros favoritos” siempre me parecerá una temeridad, sobre todo todo, porque estoy convencida que cada libro brinda un mensaje, una idea nueva, una dimensión del mundo inolvidable. Incluso los más sencillos, los aparentemente tópicos, siempre abrirán puertas desconocidas en nuestra imaginación. Así que al momento de redactar una pequeña lista sobre mis historias favoritas durante el año 2018, me encontré que no sólo se trata de escoger sobre la calidad narrativa, semántica e incluso de un libro sobre otro, sino de una visión sorprendió — quizás fascinó — mucho más que otras. ¿Qué tan válido resulta escoger un libro sólo por la capacidad que tuvo para cautivar mi imaginación? No lo sé. Pero es quizás la manera más sincera que tengo que hacerlo, la más cercana a la manera como percibo los libros y lo que pueden brindarme: Una lugar por descubrir en mi mente. Un paisaje por completo desconocido que descubro — y paladeo — gracias a las palabras.

Siendo así, ¿Cuáles podrían ser mis historias favoritas en un año lleno de extraordinarias propuestas? Quizás los siguientes:


Kentukis de Samanta Schweblin:
Esta es una distopía que no pretende serlo y aún así, lo es y además, una de las más poderosas de los últimos años. Eso, a pesar que Samanta Schweblin describe un mundo tan frío y distante que por momentos, tiene la apariencia no de un futuro reimaginado sino de una versión de la realidad aumentada y deconstruida a la medida de los temores actuales. Cual sea el caso, la sociedad que Schweblin elabora a través de un planteamiento único, es superficial, violenta e idiota, una combinación dolorosa que elabora una tensa percepción sobre el miedo y el desarraigo que se combina con algo más duro de comprender. Schweblin imagina lo cotidiano transformado en campo de lo tecnológico para la satisfacción de las masas, pero también, como un arma de control tan retorcida y sutil que resulta espeluznante por el mero hecho de sus implicaciones. Se trata de una historia que engloba la obsesión por la comunicación, la sociabilidad y la exposición de nuestra época, pero llevado a un extremo inquietante por su dureza. En el mundo de Schweblin, las mascotas han dejado de existir para ser sustituidas por inteligencia artificial: robots que no solamente sustituyen a los antaño animales de compañía, sino que además, tienen la desconcertante particularidad de ser controlados por usuarios anónimos. De manera que el propietario debe interactuar con un desconocido a quién no sólo no conocerá de inmediato — quizás nunca — sino que además, explorará en su vida e intimidad de una manera directa, invasiva y quizás peligrosa. La noción de Schweblin sobre el miedo a la soledad, la posverdad y la búsqueda de la identidad compartida, en una especie de enorme y sofisticada red social sin control y con una aterradora consistencia de su existencia. Con sus historias paralelas y sus dimensiones encontradas sobre la misma historia Samanta Schweblin elabora un retrato de nuestra cultura tan poco halagador como helado. Una mirada durísima sobre el bien y el mal moral convertidos en accesorios de moda.


Prestigio de Rachel Cusk
Tercera parte de la trilogía que incluye las novelas A contraluz y Tránsito, Rachel Cusk logra con Prestigio llevar la narrativa constante de lo cotidiano desmenuzado a niveles estremecedores con una maestría asombrosa. De la misma forma que en sus anteriores novelas, Faye (personaje principal, narradora y en ocasiones único punto focal de la narración), se esfuerza por construir una versión de lo cotidiano que se sostenga sobre los dolores y el ruido constante de la vida común, que Cusk logra recrear como un mapa de ruta a través de cierto caos existencial doloroso y pendenciero. En esta ocasión, Faye avanza en un camino empedrado de obstáculos emocionales pero también en medio de un dolor íntimo que define las fronteras de la mente del personaje y a la vez, lo de la novela misma. De súbito, hay cientos de conflictos que dirimir al mismo tiempo y Faye parece perdida entre docenas de situaciones en apariencia corriente que en realidad, no lo son en absoluto. La incesante conversación de un compañero de viaje se convierte en una disertación casi poética sobre el sufrimiento simple, que pone en perspectiva el mundo literario y sus mezquinos círculos concéntricos. Faye batalla con su propia mente, elabora espacios tan nítidos de imaginarias escenas que el lector tiene verdaderas dificultades para diferenciarlas de la historia principal. Al final, la novela es un paradigma sobre los secretos de los largos silencios, las penurias rotas y el temor que se contrapone como un fenómeno personal de implicaciones dispares. Un libro inquietante que oculta sus duras reflexiones en una aparente sencillez.


Una noche en el paraíso de Lucia Berlín:
Manual para mujeres de limpieza de Lucia Berlín se convirtió hace dos años en el libro debut — y trascendental — de una escritora desconocida que además, había muerto antes de disfrutar de las mieles del éxito. Esta celebración póstuma a la vida de una escritora casi desconocida, le brindó un poderoso lustre a la obra y además, la dotó de un rasgo trascendente que convirtió a la recopilación en un extraño suceso editorial. Una noche en el paraíso recupera los veintidós relatos que no formaron parte de la primera antología y muestra una dimensión desconocida y casi violenta, de la mujer de mirada cálida y misteriosa que sorprendió a la crítica y al público con su primera obra. Los relatos de la nueva recopilación — realizada por el hijo de Berlín — tienen el mismo peso denso y profundo de sus antecesores, pero también, la brillante concepción de la belleza fortuita con que la escritora hilvana sus pausados relatos sobre la realidad, el dolor, la pérdida y la naturaleza femenina. Con su humor a mitad de camino entre el cinismo y algo más agrio, Berlín habla sobre la oscuridad del espíritu humano con la franqueza llana de la decadencia. Lo hace además, sin puritanismos, dolores morales o sermones. Para la escritora, lo realmente importante pareció ser la necesidad de crear y construir un camino elaborado e intrigante hasta el centro mismo del corazón de nuestra cultura. Y en “Una noche en el paraíso”, lo logra.


Lincoln en el bardo de George Saunders.
La manera más sencilla de describir esta deslumbrante novela de George Saunders podría ser “una colección de citas”, pero en realidad es una combinación de una sensibilidad profunda y sabia, además de una férrea concepción sobre la narración como vehículo emocional. El resultado es un trasiego a través de las emociones, pensamientos e ideas de los personajes que reunidos (congregados, sostenidos) por la muerte de Willie (el hijo de once años de Abraham Lincoln) elaboran una profunda disertación sobre la existencia finita, la incertidumbre, la ruptura del tiempo en medio del luto y la naturaleza del miedo. Pero la novela es algo más que una narración por y para la muerte: De la misma manera que en Pedro Páramo de Juan Rulfo, la muerte es el camino para asumir la fortaleza, belleza y franqueza de la vida humana. El contraste crea una notoria y brillante mirada sobre la identidad colectiva, pero también, sobre esa convicción cultural sobre el hecho de la fugacidad de la vida como parámetro para su interpretación. La novela de Saunders tiene una profunda capacidad para asumir los errores y dolores de las voces de sus múltiples narradores a la vez que intenta meditar sobre ideas que se entrecruzan entre sí: la vida es parte de la muerte, el patriarcado, los dolores escondidos, la belleza del sufrimiento anónimo. Saunders construye una versión sobre la historia construida a retazos, inspirada, desconcertante y casi etérea, que evade la distancia del texto histórico para convertirse en una mirada potente y angustiosa sobre un oscuro suceso del que apenas guardan noticias y detalles los libros que narran la vida del presidente Estadounidense.



Cara de pan de Sara Mesa:
Sara Mesa tiene una facilidad deslumbrante para contar historias imposibles o al menos, lo suficientemente incómodas como para causar resquemor y desconfianza. Cara de Pan es una narración que comienza con la sensación que el mundo es un gran espacio vacío: Mesa asume la percepción de su argumento desde las carencias emocionales y lo hace desmenuzando — punto a punto y con prosa firme — la noción sobre lo que nuestra cultura absorbe y devora como una mirada hacia la tristeza, la pérdida y el dolor. Una adolescente se enamora de un hombre mayor, pero también, de la libertad que confiere y evade sentido en medio del crecimiento acelerado y disparejo de la juventud contemporánea. Para Mesa, la percepción sobre la pérdida es un golpe de efecto violento y toda la novela parece equilibrada sobre la percepción de encontrar — o temer — el amor, el deseo y la lujuria. Por momentos agobiantes y siempre hipnótica, la novela de Mesa construye un lugar para el pensamiento extravagante y también, para la reflexión sobre la sociedad que se esconde bajo el silencio del desarraigo con una elegancia de enorme sutileza.


What Belongs to you de Garth Greenwell
En un espacio intermedio entre la percepción de lo erótico como puente para el autodescubrimiento y la belleza voluptuosa se encuentra What Belongs to You, la extraordinaria novela debut del escritor Garth Greenwell. La novela es una magnífica exploración sobre la fenomenología de la lujuria y algo mucho más profundo que elabora una versión de la realidad extravagante y casi dolorosa. Ambientada en la Bulgaria de principios del siglo XXI, la novela utiliza el concepto del país que debe luchar contra su reciente pasado comunista — y sus prejuicios — para comprender la forma en que se comprende la sexualidad en una sociedad en la que el sexo sigue siendo considerado tabú y la homosexualidad una forma de pecado que puede convertirse en una idea fronteriza sobre el bien y el mal. En la novela de Greenwell, el deseo gay sigue siendo un prejuicio con el cual luchar y una forma de estigma, una concepción del yo mucho más profunda que la “autogratificación” y más cercana a la búsqueda de la identidad a través del cuerpo y el sexo. Para el autor, el sexo se convierte en un vehículo de expresión, de conocimiento pero sobre todo, una profunda percepción de la belleza que plasma a través de una prosa casi poética, elaborada sobre la ternura de cierta melancolía quebradiza.

Claro está, la novela también es una forma de provocación: la historia comienza con un hombre en busca de sexo anónimo y desinhibido. No obstante, el anónimo narrador recorre la ciudad de Sofía con un nerviosa mirada sobre su propia disyuntiva — ¿el deseo o la percepción de lo erótico? — hasta encontrar satisfacción al impulso primario a través de una meditada óptica sobre el absurdo de la insatisfacción y la búsqueda del placer. Cuando el personaje finalmente encuentra la gratificación, también comienza una relación misteriosa, tensa y llena de matices con un hombre que no sólo es su reflejo distorsionado sino el enigma, en medio del silencio de una ciudad extraña. Como un extranjero entre extranjeros, el personaje de Greenwell avanza hasta encontrar una percepción sobre el bien y el mal recóndito y amoral, pero también, los matices de algo mucho más vívido del sexo casual. Entre ambas cosas, Greenwell crea una atmósfera exquisita, una concepción de la ternura que resulta profundamente existencialista y sobre todo, una limpia crítica a los tabúes como elemento desigual que rige el norte y el secreto personal.



Gun Love de Jennifer Clement.
La escritora Jennifer Clement analiza a profundidad el hecho de la violencia y la percepción del arma como derecho adquirido en su novela Gun Love, una acertada combinación entre el horror que construye y elabora la violencia como parte de un estrato de la sociedad y también, como una forma de respuesta a las disyuntivas que la ley no puede resolver por sí sola. O esa parece ser la cuestión central de un libro, que analiza con minucioso cuidado el hecho de la agresión ciudadana — y el derecho a la defensa — como una expresión elemental de lo que puede ser una idea social a la periferia. Hay algo dramático y lóbrego, en la profusión de armas de fuego que llenan la novela: desde el primer capítulo, la capacidad para matar parece estar en todas partes, de manera simbólica o directa. Un gran número de armas que se definen con eficiencia clínica y que parecen además, definir la idea de la identidad como parte de algo más profundo, elemental y duro de comprender sobre la cultura norteamericana. Por supuesto, la frecuencia con que la autora describe, incluye y analiza la percepción de las armas como parte de la concepción del norteamericano sobre su seguridad personal, crea una percepción notoriamente cruda sobre como se asume el miedo y la autodefensa en un país donde la libertad pasa por una línea obvia de dolor. Sin embargo, Clement no sólo describe al país en guerra silenciosa, invisible y cruenta, sino también a las fuerzas que se oponen a la subcultura de la violencia de manera clara. Entre ambas cosas, el libro parece ser una noción espléndida sobre la búsqueda de un sentido claro de la supervivencia — de las ideas, de las percepciones colectivas sobre el yo locus o el como nos se mira la sociedad norteamericana — y algo más inquietante: la desesperanza de un país enloquecido por la disyuntiva de las armas. Entre todas estas cosas, la idea del bien y del mal se condiciona a la desesperanza de una humanidad melancólica que se abre paso en una noción más amplia sobre los emblemas morales de un país que se cuestiona a sí mismo: ¿Quienes somos como parte de una concepción de la violencia que atraviesa viejas heridas? parecen preguntarse los personajes y Clement no ofrece un respuesta fácil a la disyuntiva.



Ask Me About My Uterus de Abby Norman
Abby Norman crea en su novela Ask Me About My Uterus una percepción pormenorizada sobre la forma de ejercer la medicina en su país y además, reflexiona sobre el hecho que un tardío diagnóstico — basado en cierta sutil discriminación sobre su credibilidad como paciente — provocó que sufriera de espantosos dolores durante años sin encontrar una forma de diagnóstico que pudiera atenuarlos. Un sufrimiento que se acentuó por la incapacidad de Norman para convencer a sus diferentes médicos de cabecera sobre lo agudo de su padecimiento físico. En varios momentos del libro, Norman analiza la forma como el prejuicio hacia el sufrimiento — «En más de una ocasión los médicos me aseguraron que mi nivel de tolerancia al dolor era casi tan bajo como el de un niño», asegura — puede permear no solo la forma en que se comprende y se analiza el dolor como síntoma sino como influye una invisible discriminación en la percepción general de un cuadro médico. Norman tuvo que enfrentar médicos que insistieron en que «exageraba», que no «podía sentir tanto dolor» hasta la directa negativa de llevar a cabo todo tipo de exámenes que pudieran haberle permitido un diagnóstico más preciso. Toda una muestra de como la mezcla entre prejuicios y la conclusión médica pueden ser más peligrosos de lo que podría suponerse.

El libro alterna la historia de la niñez de la escritora niñez — y sobre todo, su precisa e inteligente visión sobre el mundo científico — y la historia de su recorrido hacia un diagnóstico general preciso, con una prosa elegante y un sentido del humor que sorprende por su inteligencia. Su historia parece entremezclar y entrecruzar la comprensión de la salud de la mujer como territorio desconocido y el hecho de la complicada relación entre el contexto histórico, cultural y tradicional que cuestiona y sostiene la relación entre la medicina tradicional y el cuerpo de las mujeres. El libro está lleno de datos preocupantes sobre el hecho que la mayoría de las veces, un cierto machismo soterrado suele sostener la dinámicas médicas y sobre todo pesar sobre el diagnóstico final que el paciente debe soportar. Por ejemplo, el dato que según el Wellcome Trust Sanger Institute de Gran Bretaña, las mujeres — desde autoras hasta análisis sobre cuadros de diagnóstico — todavía constituían el 41 por ciento de los ensayos clínicos publicados en 2006 y que la mayoría de las investigaciones, tenían una directa relación con relacionar el género con la forma de diagnóstico. Norman compara esa visión restringuida de lo femenino — la percepción de la salud de la mujer, tanto reproductiva como de otra índole — en la forma en que la medicina suele despachar síntomas que se consideran «típicamente femeninos». También cuenta anécdotas que resultan preocupantes a luz de semejantes datos: el 70 % de las mujeres aquejadas de endometriosis y otros trastornos asociados al dolor por ciclos menstruales, suelen ser diagnosticadas sin profundizar en sus síntomas. Un preocupante 30 % de mujeres que han padecido endometriosis recibieron diagnósticos equivocados que empeoraron o mantuvieron los síntomas y algunas tuvieron que abandonar empleos y rutinas personales debido al aumento del sufrimiento físico que padecían. Norman, que tuvo que atravesar desde un análisis erróneos de sus síntomas hasta comentarios que se trataba de un padecimiento «de índole y naturaleza sexual que no se relacionaba con problema médico alguno», lleva a cabo una investigación profunda sobre cuestiones de salud femenina que a pesar de reflexionarse bajo el marco de la médico en un país del primer mundo, podría aplicarse a casi cualquier lugar del planeta. La escritora descubrió que su lucha porque se tomara en serio su dolor extremo, era en realidad un reflejo de una percepción sanitaria que se remonta a 1800 y que suele trivializar el dolor femenino en una idea nebulosa sobre la tolerancia a la respuesta física a determinados síntomas. Norman cuenta la impotencia que le produjo comprobar que para la mayoría de los médicos que le atendieron, trastornos como el dolor vaginal menstrual, presión uterina, sexo doloroso e incluso problemas sexuales derivados problemas físicos específicos, no eran analizados como trastornos sino como parte de algo mucho más brumoso relacionado con la identidad de género. Las entrevistas con expertos, investigaciones privadas e incluso, documentación basada en métodos médicos análogos, le demostraron a la escritora que hay una evidente relación histórica y culturalmente tensa entre las mujeres y sus médicos. También deja claro que no se trata de un problema superado y que lo más probable es que aún la búsqueda de respuestas y de la buena salud de las mujeres deba atravesar el complicado terreno del cuestionamiento y el prejuicio.


An American Marriage de Tayari Jones
En Norteamérica, el debate sobre la etnia, la raza y la percepción sobre el racismo se ha hecho mucho más cercano y evidente desde que Donald Trump llegó al poder, no solo por su discurso reaccionario sino por el preocupante apoyo que ha logrado entre un considerable número de estadounidenses. Como si la noción sobre la discriminación fuera una herida aún abierta en el rostro social del país, el racismo y sus implicaciones, siguen siendo un tema no resuelto en el debate colectivo y, todavía, lleno de una peligrosa carga de confrontación que no deja de ser una invitación a la violencia y a la agresión cultural.

Algo de esta percepción sobre la dimensión más profunda del problema, ha sido el tema recurrente en las novelas de la escritora Tayari Jones, que desde hace más de una década ha dedicado buena parte de su obra a reflexionar sobre el sustrato del miedo irracional y el ataque al diferente en un país bajo constante tensión. El interés de la escritora no solo le ha brindado la oportunidad de crear una perspectiva novedosa sobre el tema sino de construir un discurso literario tan duro como alegórico sobre la realidad de las minorías en EE. UU. Durante una beca en Harvard, Jones pasó meses estudiando sobre el racismo y la forma en cómo influye en la percepción sobre lo legal y lo social en medio de una cultura que casi nunca reconoce la herida de la discriminación. Jones se esforzó no solo por aprender sobre el sistema judicial estadounidense — y la forma en que el racismo puede influir sobre la toma de decisiones judiciales — sino, también, el peso de la sombría estadística de la influencia del prejuicio al momento de la aplicación de la ley. El resultado es una visión amplia y detallada sobre la percepción de la ley como reflejo de la cultura y sus vicios pero, sobre todo, la evidencia que EE. UU. no ha logrado superar la percepción de la raza como elemento claro en la forma como se percibe el ciudadano. Una disparidad que arroja víctimas y además, una perversa noción sobre lo legal como pacto social.

La novela An American Marriage es una mirada inteligente sobre las consecuencias del racismo y la discriminación en el ámbito legal pero, además, extrapolado al nivel de debate moral y, sobre todo, una perspectiva de enorme dureza sobre la sociedad herida por el dilema del racismo. Y lo hace sin tomar los caminos comunes — ni tampoco los clichés del género — sino que crea toda una nueva acepción sobre el bien y el mal ético que sorprende por su sutileza. Sus personajes no son los habituales en novelas al estilo: ambos forman una pareja dorada, triunfadora y muy lejos de los estereotipos del afroamericano que se insisten en la literatura que analiza el racismo como dilema social. Él es un ejecutivo corporativo en ascenso, ella una artista con un futuro prometedor. Pero en medio de la prosperidad y las ambiciones, la realidad subyacente en un país hipócrita termina signado el futuro de ambos: Luego de una visita a Eloe, Louisiana, el espectro de una falsa acusación criminal no solo devasta la idílica felicidad de la pareja sino la imagen quebradiza de la igualdad y una falsa mentalidad progresista, que convierte a la historia en una durísima reflexión moderna sobre una historia muy antigua. Jones, con un pulso preciso e inteligente, transforma la odisea legal de la pareja en un recorrido por la injusticia, el temor y la presión del racismo en un ámbito desconocido para los personajes y quizás, para el lector. Se trata de un desafío a la convicción endeble que el racismo es un mal en remisión en el organismo cultural y, más allá de eso, la comprensión del miedo como ruptura y grieta en la cultura norteamericana.


Fractura de Andrés Neuman:
De Hiroshima se ha escrito casi todo, por lo que el reto de Andrés Neuman en Fractura era no sólo tocar un ángulo de la historia por completo nuevo sino además, analizar la historia como un bloque de información que ha sido manoseado, desmenuzado e interpretado en excesivas ocasiones. Pero Neuman lo logra y la novela crea una versión de profunda eficacia sobre el horror mínimo de los recuerdos: El superviviente de Hiroshima que describe Neuman engloba la concepción sobre el trauma y la tragedia que se esconde bajo décadas de silencio. No es un personaje simple ni pretende serlo: además de encarnar la culpabilidad del sobreviviente (que Neuman construye y elabora como una percepción atípica sobre el trauma residual) es un núcleo consistente en el que confluyen los terrores sociales y culturales sabiamente transformados en una percepción amplia sobre el bien y el mal. De Fukushima a París, el dolor es una línea que recorre el mundo y engloba el sufrimiento perenne en un único idioma. Con una potente versión del terror cultural que la historia lleva a cuestas, Neuman crea un espacio de asombro y dolor de infinita delicadeza.

Una lista corta, sin duda, que por supuesto no resume del todo mi trayecto por el mundo de la palabra este año. Aún así, se trata de un recorrido profundo, emocional y como siempre privado que me demostró de nuevo el poder de la literatura para crear, ennoblecer y sobre todo consolar como una forma de arte de infinita belleza. Una manera de soñar.