miércoles, 25 de julio de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país anónimo. Fragmentos de pequeñas historias sin rostro.




La vida en dos maletas. Es una frase que durante los últimos años, que he escuchado con dolorosa frecuencia. La repiten amigos, familiares, parientes en una letanía que no parece terminar y que se extiende más allá de lo que asumimos evidente. Porque la emigración en Venezuela no es una decisión, sino más bien una urgencia dolorosa, una respuesta inevitable a la incertidumbre. La emigración en Venezuela se ha convertido en una ventana abierta hacia lo desconocido, pero también, en una instantánea del país que se desploma a diario, que lentamente se oculta en un no ser — no existir — donde la identidad y el gentilicio carecen de nombre. Una sensación trágica, abrumadora, inaudita.

La vida en dos maletas. El país desmoronándose entre los dedos.

Mi tio L. jamás pensó en emigrar. Eso y a pesar de ser un reconocido científico con múltiples ofertas de trabajo internacionales. Con frecuencia, me insistió que Venezuela es “la tierra que aspiro a futuro” y que cualquier “espejismo” de prosperidad más allá de la frontera, era sólo eso: una manera de evadir la responsabilidad histórica. Escuchándole, siempre tuve la impresión que mi tío guardaba un idealismo soterrano, ese tenor casi ambiguo. El que aspira y sueña con un país posible, que tarde o temprano terminará por construirse sobre las cenizas de la mala administración, la burocracia y la diatriba política. Ahora lo hace por temor. Lo resume así, mientras conversamos en voz baja en la pequeña reunión de despedida que celebra en su casa. Cuando miro a mi alrededor — las puertas cerradas, las paredes desnudas — su viejo apartamento es la mejor imagen que resume la tierra arrasada del futuro en suelo patrio.

- Emigrar a mi edad, no sólo implica comenzar otra vez en cualquier parte, sino asumir que perdí parte de mi historia — me dice — es una soledad enorme. Un aislamiento intelectual y emocional que es muy díficil de entender. Dejó en Venezuela mi identidad. La niñez, el primer trabajo, todos los pequeños trozos de identidad que se quedan para siempre perdidos porque no sobreviven a la realidad.

Me muestra un pequeño álbum de fotografía que rellenó durante los últimos meses. Fotografías de la vieja calle donde creció, de la la playa favorita. De la Caracas que se recuerda y también la real, con sus calles rotas y sucias. La línea verde del Ávila radiante en el paisaje. Los rostros de amigos, vecinos, familiares, desperdigados entre las hojas de cartón como pequeños testimonios de la vida antes de una decisión inevitable. Lo ojeo con una sensación de tristeza amarga, como si ese pequeño testimonio de soledad resumiera al país con mayor exactitud que cualquier otra cosa.

- A tu edad, incluso, esa generación más joven que está abandonando el país por todas las excusas y medios a su alcance, reconstruir lo que se pierde no es tan complicado. Nada te ata, nada te detiene. Volver a empezar consiste en una decisión de fe. Pero a mi edad es construir una nueva vida a medias, siempre pensando en la que abandonaste, en lo que tuviste — dice. Nos encontramos en su vieja biblioteca, el lugar donde pasé tantas tardes de mi infancia, en el que de alguna manera crecí. Pero ahora es sólo una habitación arrasada: las ventanas cerradas, los anaqueles vacíos. Las cajas de lo que se abandona amontonadas en cualquier esquina. Tio suspira, con el álbum de fotografía apretado bajo el brazo y de pronto me parece tan cansado, con la barba rubia llena de canas, el cuerpo encorvado — no es justo para nadie.

Cuando lo abrazo, trato de no llorar. Lo intento de verdad, pensando en que tendrá un futuro extraordinario en un país donde su talento sea reconocido, donde su trabajo y esfuerzo tengan valor. Pero al final lloro, claro, como una niña. Como la niña que jugaba en esa misma habitación y leía en voz alta los libros favoritos. Pero ahora, sólo somos dos adultos, perdidos y tan solos. Las grietas del país, bajo los pies.

Pienso en esa imagen con frecuencia. Lo hago mientras sonrío sin alegría en las pequeñas reuniones donde se celebra las frecuentes despedidas. Casi nunca hay alegría en esos pequeños encuentros: aturdida y cansada, tengo la sensación que todos somos expatriados del mismo país borroso, a pesar que algunos continuémos aquí, de pie, afrontando la realidad lo mejor que podemos. La sensación de desconcierto es profundamente árida, porque de pronto, comienzas a preguntarte cuando te tocará el turno. Cuando serás tu, el que promete mantendrá el contacto, que nunca olvidará los viejos afectos, sin saber si podrá hacerlo. Una última noche, para recordar como era y no mirar lo que inmediatamente ocurrirá. Ese silencio donde todos asumimos que la cuenta regresiva avanza, hacia tus cuestionamientos, las razones que te aún te permiten sobrevivir en el País. Y es que las despedida frecuente te deja todo muy claro, una visión frontal de la realidad: pronto también tendrás que decidir.

- Bueno, siempre se mantendrá el contacto ¿No? — me dice Fernanda, mi amiga de la niñez, que abandona el país en dos semanas. La vida en dos maletas. De hecho, veo el pequeño equipaje — el suyo y el de su esposo — en una esquina de la sala donde nos encontramos. Bien visibles, como para que no quede duda del desarraigo. Las miro, como si me parecieran irreales. Las miro y pienso en Fernanda de niña, cuando la conocí en el bachillerato. Su habitación estaba repleta de muñecas, libros y discos. La recuerdo riendo a carcajadas, bailando en medio de su pequeño mundo. También recuerdo a la adulta, la que me decía que cada objeto tenía un significado. La pequeña oficina en el Este de Caracas, decorada con un gusto volátil: objetos extraños llenando cada lugar, brindándole personalidad. Ahora, sólo son dos maletas. ¿A donde fueron los recuerdos?

- Vendí casi todo — me explica en voz baja. Más allá de la ventana, Caracas brilla, tiene un aspecto casi inocente, con su parpadeo nocturno hermoso — fue…un dolor dentro de un dolor. Vender, regalar, cosas que por años atesoré, cuidé, consideré parte de mi misma. Es como perder pequeños trozos de quien eres. Y al principio duele tanto que te preguntas si podrás hacerlo. Pero lo haces, y después descubres que sí, duele pero más allá, es necesario. Capa tras capa. Al final, te quedas con lo que puedes llevar. Y a veces sin eso.

La diaspora Venezolana es una especie de secreto a media voz en el continente. Ese lento goteo de venezolanos que huyen del país que se desmorona, parece sorprender a los vecinos territoriales. Fernanda sonríe cuando me cuenta su experiencia.

- Mi hermana me dijo ¿Vienes a México? ¡Pero aqui te estamos esperando! ¡Las fiestas de bienvenida están de moda! El hermano, el primo, el amigo. De pronto te encuentras que hay una especie de lugar Venezolano, mínimo pero reconocible. Y como se disfruta. Todas las semanas hay por quién celebrar: ¡Ya escapaste! ¡Pudiste hacerlo!

No respondo. Fernanda me toma de la mano y de pronto, ese pequeño gesto parece resumir tantas cosas. “Pero te quedas, tu y todo el resto de mis amigos. Y mi madre, que es muy anciana para intentar algo así. Y mis primas, que aún creen que este país tiene algo que dar. Y todos los días de Caracas de sol, los diciembres de cielos azules, el agosto radiante, la parranda, la risa. Se queda todo”.

- Y yo me voy — dice Fernanda entonces. Sacude la cabeza — me voy porque no tengo más remedio. No porque….

No lo dice, pero yo la entiendo. Me explico. Actualmente todos somos emigrantes. Antes o después, hemos considerado la idea de abandonar el país pero cada una de nuestras circunstancias hacen que la decisión, sea una mezcla de elementos que parece pesar en exceso. Lastimar, en realidad. Nadie lo admite en voz alta, pero el país nos abandonó hace tanto tiempo que está súbita oleada de Venezolanos que decidieron continuar su camino extra frontera, no es una reacción inmediata. Como Fernanda, muchos de nosotros miramos el futuro como un gran salto al vacío. Y hay una cierta soledad, un aislamiento inevitable, desgarrador. Al menos yo siento que tránsito sola por un largo camino de obstáculos que no sé exactamente a donde me conduce, pero que debo recorrer, por mi salud mental, física y quien sabe si algo tan abstracto como emocional.

Hace poco, comentaba a través de Twitter que Venezuela se parece cada vez más a una casa abandonada. Una que tuvo una época extraordinaria y memorable, cuando las paredes aún relucian de la pintura recién aplicada y los jardines muy verdes y cortados con mimo. Ahora, sólo es un paraje vacío, cubierto de escombros, a medio derrumbarse. Sus habitantes huyeron uno a uno de la destrucción y finalmente, solo quedan unos pocos, que miran el deterioro a la distancia, sin decidir si mirar la última columna caer o continuar recordando la propiedad maravillosa que fue.

Nos quedamos. El último que apague la luz. Es un chiste amargo que se repite cada día entre los que aún no tomamos la decisión, pero que sin duda la tomaremos pronto. Yo aún no lo hago, pero el pequeño mecanismo de dolor y preguntas ya comenzó. No sé exactamente cuando pero supongo que fue la tercera vez en que use la palabra “sobreviviente” para definirme, o cuando se hizo muy frecuente caminar por las calles de la ciudad abrumada por un tipo claustrofobia muy especifica. Porque de pronto, este no es el país, no tengo ninguna identidad, no comprendo a la tierra que me vio nacer. No la reconozco, la pierdo a trozos, no encuentro una disculpa al dolor que me produce y a la angustia que me agobia. Y es que poco a poco, las preguntas — y las razones se acumulan -, se hacen evidentes. No hay justificación para la insistencia de permanecer en un país donde el futuro está formado por una serie de piezas agrietadas, donde la expectativa se parece mucho más a la incertidumbre. Donde perdiste, capa a capa, la esperanza.

Que doloroso es perderla, por cierto. No sé cuando me sucedió, tampoco. A veces me recuerdo, joven y entusiasta, convencida que esta Tierra de gracia, sería mi hogar no sólo para mi manera de ver el mundo sino para mi individualidad. Por mucho tiempo, no tuve dudas que Venezuela era mi hogar, que podría ser parte de esa expectativa sobre mi misma que es parte de mi historia. Pero ya no lo es. No lo ha sido durante mucho tiempo, sólo que me llevó un esfuerzo enorme, dolorísimo admitir que está roto algún mecanismo misterioso que me unía a esta país y a mi gentilicio. Sin saber cómo me encontré en medio de la nada, perdida y abrumada, con las manos vacías de país y de historia. Una pequeña tragedia que no puedo explicar a quien no la haya vivido, que produce un tipo de dolor sofocante a quien la enfrenta.

Y es que de pronto, asumes que probablemente abandonarás el país, incluso a pesar de lo irreal que te parece la idea, del hecho que te preguntas que ocurrirá después. Te vas porque el país te agobia, te hiere, te aplasta, te limita, te restringe. Lo pienso mirando este azul Caracas que tanto duele, coño, mirar este país que tanto llegaste a necesitar, como una traición. Y quizás no solamente eso: como una herida abierta. Todos estamos heridos, lastimados, tan cansados. Agotados de bregar y luchar contra esta colisión entre lo viejo y lo nuevo, que no deja otra cosa que escombros. Somos un país de victimas pero peor aún, de sobrevivientes. Nadie quiere mirarse como ninguna de las dos cosas.

Soy una huerfana de gentilicio. En algún rescoldo del desencanto, perdí a Venezuela.

Tal vez por eso ya no lloro en las despedidas, aunque continúo sentiendo unos enormes deseos de llorar. Pero no lo hago ya. Escucho la noticia — siempre ese breve anuncio, casi renuente “Nos vamos”, “No podemos quedarnos” — con una rarísima sensación de resignación muy amarga, a la que paulatinamente me he acostumbrado durante los últimos meses. Y es que durante el último año, al menos la mitad de mis amigos más cercanos han decidido emigrar. También lo han hecho varios miembros de mi familia. En un plazo de tres o cuatro meses, continuaré despidiéndome, una y otra vez, en un ciclo tan doloroso como agotador. Probablemente en lo que resta que año, dejaré de contar cuantas veces ha ocurrido ya.

Quién sabe si sólo lo haga en la que espera por mi, en esa decisión que aún no tomo pero que sin duda tomaré a no tardar. La que finalmente comienza a tener forma, la que con toda probabilidad me haga comprender que el país donde nací, no es el mismo que me verá construir mi vida.

Sí, es probable que guarde mis lágrimas para ese último adiós.

0 comentarios:

Publicar un comentario