jueves, 26 de julio de 2018

De las pequeñas y retorcidas obligaciones modernas: ¿Por qué la obsesión contemporánea por la felicidad?




Hará un par de semanas, leí un artículo sobre alguien que se “resistía a ser feliz”. Una frase que al principio me pareció provocadora y socarrona, pero que después, a medida que comprendía su sólido argumento, tuvo un nuevo y extraño sentido. Para el autor, el hecho de la felicidad es una obligación moderna — una de las tantas — que supone una carga psiquiátrica que poca gente puede llevar a cuestas sin sentir que le aplasta un poco. La felicidad — como se comprende en la actualidad, la forma casi histérica como se convierte en una notoria forma de deber moral — es otro elemento sin sentido y explicación, que se sostiene a duras penas sobre una concepción de la realidad irreal y simplista.

Los planteamientos me desconcertaron y me cautivaron tanto, que me encontré escribiendo al correo del autor, para preguntar como había llegado a semejante conclusión y como separaba la noción de la felicidad real — el hecho que de alguna forma todos deseamos alcanzar cierto nivel de satisfacción emocional — con esa otra versión, la artificiosa y creada a la medida de lo que llamó en su artículo “consumismo y autoexplotación”. Para mi sorpresa, el autor no sólo contestó sino que lo hizo con un inteligente párrafo que me dejó asombrada por su lucidez: “La felicidad es la suma de todo lo que creemos necesarios, indispensable y deseable. La culminación de deseos y aspiraciones. Puede ser varios momentos a la vez o un único especialmente significativo, el hecho es que es por completo subjetivo. Nace de las necesidades del individuo, se adecúa a esa poderosa comprensión que cada uno de nosotros desarrolla sobre la búsqueda de lo que somos y la identidad como parte de las aspiraciones personalísimas. La felicidad actual está basada en metas irreales, inalcanzables. En fama y fortuna construida a la medida de un motor conceptual que no se atañe a lo individual, sino que por el contrario la colectiviza. Nadie es feliz por lo que a otro satisface, esa es la importante diferencia entre un concepto y otro”.

Por supuesto, el razonamiento me dejó aturdida pero más allá de eso, me hizo analizar el tema de la felicidad desde una óptica mucho más dura. ¿Qué deseamos como conclusión de todas nuestras aspiraciones? ¿Cómo elaboramos la idea de la satisfacción en un mundo estandarizado como el nuestro? ¿De qué manera construimos una versión de la realidad que se ajuste a los requerimientos de nuestra percepción de la realidad? Pareciera que las preguntas anteriores tienen poca relación con el hecho concreto de la felicidad, pero en realidad engloba la idea desde un punto de vista profundamente importante: ¿Que necesitamos para satisfacer esa concepción de la felicidad que parece entremezclarse con algo más elaborado y tangencial?

Mi buen amigo P. es un hombre triste. Jamás le he visto reír a carcajadas, ni tampoco bromear en voz alta. Mucho menos sonreír por simple justo. Y aún así, se considera un hombre “satisfecho”, que bajo su interpretación es mucho más válido y comprensible que “feliz”. Un “melancólico crepuscular”, como diría Unamuno. De hecho, el mismo se define de esa manera, lo cual siempre me ha hecho reír. Cuando le pregunto por qué, suele explicarme que se niega en redondo a sucumbir a lo que llama “La sonrisa congelada del nuevo Milenio”.

— Todos necesitan estar felices, como si debieran convencerse o mejor dicho, asumir que la tristeza es algo vergonzoso. No lo es. La tristeza es una manera de ver el mundo tan válida como cualquier otra.

Una idea curiosa, aún más en un mundo que insiste y presume de su optimismo. Seguramente una consecuencia directa de esa visión heredada de décadas anteriores que aspira a una evolución hacia lo bueno. Hijos de esa visión de la perfectibilidad y del progreso de los siglos XVIII y XIX, tendemos a creer que la sociedad donde vivimos siempre será mejor que la que la que le precedió y peor de la que nos espera. Y no obstante, la historia antes que lineal es circular y demuestra que la máxima no siempre se cumple. Porque en realidad la evolución social se encuentra signada no sólo por esa necesidad de mejorar sino por algo más turbio e impredecible: la visión humana sobre sí mismo. De manera que la felicidad, es sin duda, un objetivo difuso en medio de una lenta construcción de una certidumbre cultural. ¿Y la tristeza?

— La tristeza se ha comenzado tomar como un síntoma de algo grave que se debe de inmediato “curar” o “sanar” — me explica — en realidad, no estoy deprimido, tampoco angustiado. Mucho menos abrumado por algún dolor espiritual insospechado. Simplemente no necesito esa búsqueda maniaca de la felicidad y tampoco, me dedico a buscarla.

Muy válido por supuesto, aunque desconcertante para una época y una sociedad que se encuentra bastante obsesionada con la búsqueda de la felicidad y la satisfacción personal. Y mientras en épocas anteriores la tristeza y el pesimismo se consideraban estados del ser, incluso formas de comprender el mundo totalmente apropiado, lo contemporáneo parece insistir justo lo contrario. Desde una cultura que promueve el éxito profesional y de consumo como una forma de satisfacción personal, hasta una estereotipación de la tristeza como un esquema cultural, lo cierto es que la tristeza — la melancolía — parece no formar parte de esa novísima cultura que promueve la alegría como principal objetivo. Una interpretación del yo más intimo dentro de un gran esquema que insiste en cómo debemos mirarnos — y más aún, justificar esa mirada — dentro de las ideas que promueve. Todo eso a P. le parece inquietante, cuando no directamente incómodo.

— Lo encuentras en todas partes . Es una necesidad casi ciega de consolar ese vacío interior que es natural en cualquiera de nostros — me dice, mientras caminamos por los pasillos de una librería. Una buena parte de los libros en exhibición tienen títulos rebumbantes que indican que pueden casi de manera inmediata, consolar dolores, restañar heridas emocionales, construir nuevas expectativas espirituales. Todo tan cerca y tan al alcance de la mano. Un lectura y se garantiza un tipo de felicidad prefabricada que me resulta muy dudosa — Desde que somos concientes que la felicidad no s divina ni tampoco terrenal sino una interpretación de lo que somos y el lugar a donde pertenecemos, todo se hizo más obsesivo e insistente.

Es verdad. Desde el siglo XIX, con la muerte de ese Dios filósofico y el nacimiento del positivimos, la psique humana parece recorrer un camino tortuoso en la búsqueda de una creencia. Y es que probablemente, esa ausencia de la Divinidad que asuma la responsabilidad y otorgue sentido a lo que podría no tenerlo, resulta descorazonador para una buena parte de la población mundial. En una ocasión leí que durante el tercer Reitch, las masas anónimas y oprimidas por el totalitarismo necesitaron creer en la superioridad ária para justificar su sacrifio por una guerra incomprensible. Sostener el ídolo de barro de un enfrentamiento incomprensible. Por supuesto, esa convicción se derrumbó apenas el conflicto arrasó Europa entera bajo la represión, el hambre y el dolor. Y sin embargo, continúa siendo una buena muestra de esa necesidad de la creencia, de lo que asume necesario entender y más aún, predicar.

— ¿La felicidad como religión? — le pregunto a P., mientras compartimos una taza de café. Se encoge de hombros.

— Toda doctrina y dogma comienza por una necesidad que se asume irrevocable: necesitas creer para considerarte parte de un todo, de una idea que te supere, te rebase y te justifique — me dice — pero también una que te consuele. Sin un Dios que se asuma creador y redentor, el mundo puede ser un lugar muy solitario.

Es una inquietante: La mayoría de las crímenes de la historia se han cometido bajo el nombre de Dios o de sus proclamas. Ejercitos enarbolando simbolos Santos para Justificarse o más allá, para asumirse reivindicados. ¿Que nos reinvidica actualmente? ¿Que nos hace necesitar una divinidad que pueda metaforizar nuestras dudas, temores y visiones espirituales? Probablemente se trate de un rasgo biológica sin más, un comportamiento aprendido por una larga herencia intelectual. ¿O se trata de algo mucho más profundo y primitivo? Recuerdo los textos de Margaret Mead y otros antropólogos que insisten en que la necesidad de creer es un elemento natural que define al hombre y también, a su expresión cultural. Algo parecido señaló Robert Graves, quién por años buscó la Diosa Primigenia y encontró que la creencia en la Divinidad es parte de todo un esquema de valores espirituales que se repite de manera más o menos parecida. ¿Qué es la felicidad entonces? ¿La nueva búsqueda de creencia que indica ese gran vacío espiritual de una época sin Dioses ni Diosas? ¿Qué busca esta cultura obsesionada hasta límites irrisorios con la belleza, la felicidad, la plenitud sin que ninguno de esos conceptos parezca lo suficientemente claro? No lo sé y el mero hecho de cuestionarmelo, me hace preguntarme también sobre los motivos existencialistas que todos tenemos para aceptar u oponernos esa idea.

— De manera que actualmente, eres un ateo de felicidad — bromeo. Pero en realidad me sobresalta un poco el pensamiento. Y es que somos una sociedad que se oculta detrás de una imagen lozana y brillante, una sociedad tan niña como fútil, que está muy poco consciente de su propia fragilidad.

— Ya lo decía Orwell, la felicidad es una ilusión rota — me responde — Una dosis de felicidad y olvidas cualquier otra necesidad, incluso la inmediata.

¡Ah, que idea cruel es esa! Y sin embargo tan antigua. Después de todo, ya los Romanos insistían en el “Pan y el Circo” para entregar la República, Cleopatra atravesaba el Nilo envuelta en belleza para asombrar a sus súbditos y distraerlos de la derrota frente a Octavio. Los Nazis mostraron una bella propaganda alabando sus propio y férreo prejuicio. Cada siglo y época parece tener su propia deidad de la felicidad, ese que te hace sonreir a la fuerza, mirar a otro lado en medio del dolor.

— ¡Gol! — grita un grupo junto a nuestra mesa. Todos miran asombrados y maravillados al jugador que salta y vitorea. Por un momento, el país en crisis, la incertidumbre por el futuro e incluso el presente quebrantado dejan de existir ante esa satisfacción inmediata, pueril. Cuando miro a P., esta sonriendo. Yo no.

— Ateos de la felicidad, sin duda — insiste — y quizás ese es nuestro mayor pesar.

No sé como contradecirle. Y quizás no quiero hacerlo.

C’est la vie.

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