martes, 15 de septiembre de 2015

Todos los rostros del temor: La justicia viste de rojo en Venezuela.




Apenas se hizo pública la sentencia contra el líder opositor Leopoldo Lopez, recibí una llamada de mi madre. Se encontraba muy nerviosa y ofuscada. La escuché gritar y quejarse en voz alta no sólo contra la actuación de la Jueza del tribunal que había llevado el caso de Lopez, sino contra todo el sistema judicial de mi país. Por último, insistió en que el país no podía soportar “un oprobio más”.

— ¡Pobre Hombre! ¿Y ahora que hacemos?- me preguntó — ¿Qué hacemos ahora que Leopoldo va a esta preso quien sabe hasta cuando? ¿Como nos enfrentamos a esto?

Miré por la ventana de mi estudio. La calle se encontraba vacía y oscura. Un automóvil la atravesó a toda velocidad, con un pequeño traqueteo metálico. A mi alrededor, la ciudad parecía sumida en un silencio estupefacto y angustiado.

— ¿Hacer qué mamá? — pregunté. No lo hacia como una provocación, mucho menos con verdadera malicia. Con toda sinceridad, me sentía tan confundida como hundida, como si la sentencia de Leopoldo Lopez fuera algo más que un hecho judicial, sino un símbolo de la Venezuela que me tocó vivir y sobre todo, a la que me enfrento desde hace diecisiete años. — ¡Sabes a que me refiero! — protestó — ¡A trancar una calle, quemar basura! ¡Cualquier cosa! ¡No nos podemos quedar así como estamos!

Me sobresaltó recordar que mi madre había dicho la misma frase, hacia exactamente un año. Lo había hecho, mientras la tensión callejera y la crisis económica llegaban a un límite inédito en nuestro país, presionando hacia alguna conclusión, algún tipo de alivio. Hace doce meses y un poco más, Leopoldo Lopez y varios líderes de oposición no sólo asumieron un liderazgo casi circunstancial e intentaron brindar alguna consistencia a esa necesidad que “algo” — cualquier cosa — sucediera. De aglutinar el descontento genérico en una propuesta general que pudiera provocar algún cambio. Hace un año, su perspectiva y sobre todo, esa visión de enfrentarse a la situación bajo el auspicio de la protesta, me pareció viable. Deseable. Incluso imprescindible. Después de todo, como creo que la mayoría de los ciudadanos de mi país, estaba convencida que habíamos llegado al “fondo”, a la frontera misma de un país viable y sobre todo, que debía reconstruido por un esfuerzo idílico a cuatro manos. Porque aún y a pesar de la evidencia, seguía convencida que había un orden lógico, estructurado y quizás medianamente coherente en la circunstancia Venezolana. Una caída inmediata en el desastre. Y que como ciudadanos, teníamos el deber — y el derecho, claro está — no sólo de rebelarlos contra esa secuencia de escenas caóticas, sino además de expresar nuestra opinión bajo el auspicio de la protesta.

Por supuesto, eso fue antes de comprobar — de nuevo — que el Gobierno Chavista no sólo no acepta la disidencia sino que intenta desarticularla por el método frontal de criminalizarla. No se trata sólo que la llamada “Revolución” asume el hecho país desde la óptica de un pensamiento único construido a base de una ideología brumosa y utilitaria, sino además, la percepción de la ley como arma de venganza. Las protestas que se desarrollaron en Venezuela durante los primeros meses del año 2014 demostraron que el poder establecido no teme utilizar la represión a costa de la ley sino además, enarbola un tipo de terrorismo de Estado amparado bajo el dogma y el pensamiento político. Para el Chavismo, cualquier contradicción a su idea sobre el orden y la aceptación del sistema político e ideológico que propone, no sólo se asume como delito sino que se penaliza como traición a cierta idea de país tangencial.

No se trata de una idea simple de asimilar. Como comentaba mi amigo Victor en su excelente artículo “Sobre Venezuela, la dictadura y la bailoterapia”, nadie nos dijo que hacer si el Gobierno no sólo tenía el poder absoluto sino que además, no temía usarlo en caso de verse amenazado. Ya Chavez lo había demostrado — aunque de manera más astuta y estratégica — durante su convulso primer gobierno, en el que tuvo que enfrentarse a una oposición recién nacida y entusiasta. Para Chavez, ordenar “gas del bueno” contra los miles de manifestantes que llenaron las calles para protestar contra su Gobierno, fue una decisión política pero a la vez, la construcción de un discurso que se repetiría año con año: la infalibilidad del poder. Una y otra vez, Chavez elaboró una visión ideológica basada en el atropello pero sobre todo, en el enfrentamiento contra ideales brumosos que su gobierno parecía encarnar. No se luchaba contra un método o decisión política, sino una concepción brumosa sobre el gentilicio. O lo que después, se llamaría “la patria”, una síntesis de las conclusiones del Gobierno chavista sobre lo que construía la identidad del ciudadano bajo su gobierno.

Por años, marché y protesté contra Chavez. Lo hice a la manera inocente y blanda de la oposición de entonces: participé en masiva marchas sin dirección objetiva, me responsabilicé por mi opinión política, voté y apoyé candidatos a pesar de mis objeciones personales contra ellos. Estaba convencida que Chavez, como presidente y sobre todo líder político, respetaría esa visión esencial sobre la Venezuela democrática que había sobrevivido durante cuarenta años. Que de alguna u otra forma, el Chavismo no capitalizaba aún suficiente poder como para subvertir el orden constitucional por contradicción y choque. Más de una vez, estuve convencida, que Chavez necesitaba negociar para mantener cierta estabilidad política y sobre todo, para construir un sistema ideológico viable.

— Ese fue tu error: Creer que Chavez necesitaba la anuencia de la oposición o de sus propios partidarios para construir el Chavismo populista y beligerante, una opción real al conservador Centro Izquierdismo que hasta entonces había sido parte de la visión política Venezolana — me dijo que una oportunidad uno de mis profesores más queridos, sociólogo y obsesionado con la interpretación del Venezolano sobre el poder — Chavez jamás se plateó necesitara del voto ni mucho menos de la popularidad para llevar a cabo las reformas de su proyecto político. Sólo necesitaba llegar al poder por vía democrática: la manera tradicional en que los líderes carismáticos suelen convalidar sus decisiones y desmanes. Los baños de multitudes y popularidad, construyen figuras políticas y culturales. Y Chavez lo adivinó luego de entrar a formar parte del imaginario popular con su “por ahora”.

Nos encontrábamos en su oficina de la Universidad donde aún impartía clases. En las paredes, mi profesor había colgado una profusa colección de imágenes de Chavez, no solamente como hombre fuerte de Venezuela durante casi quince años, sino también icono pop de una cultura recién nacida y confusa basada en los ideales del chavismo. De hecho, el profesor había dedicado buena parte de los últimos diez años de su vida académica, al análisis del Chavismo como fenómeno de masas y una reconstrucción del totalitarismo tradicional, reconstruida a la medida de la personalidad caribeña y caótica de Venezuela. Y había llegado a alarmante conclusión que el Chavismo no sólo era una consecuencia histórica sino que además una herencia perdurable para la identidad Venezolana, lo cual le convertía en un fenómeno inedito en nuestro país.

— Pero Chavez no hace otra cosa que imitar métodos de enfrentamiento y represión de otras experiencias de izquierda totalitarias alrededor del mundo — le insistí — no creo que se trate de una idea original. Ni que tampoco se haya asimilado con tanta facilidad como para pensar en un legado concreto.

— No te equivoques: Chavez puede no ser original, pero si, transformó toda una serie de elementos autóctonos de Venezuela en poder político. Refundo el concepto de la “pobreza digna”, para mezclarla con un peligroso caldo ideológico que enaltece la ignorancia y la vulgaridad. Incluyó toda una serie de ideas contraculturales y además, no duda en demostrar que esa combinación crea de origen el Chavismo. Imagina algo más redituable: Crea una ilusión de poder para los marginados tradicionales, los olvidados por una clase política clasista y racista. ¿Cual es el resultado?

Caminó hacia una de las imágenes de Chavez, de pie frente a una fila de soldados muy jóvenes uniformados. Faltaban unos dos años para que enfermara y muriera, pero ya por entonces, comenzaba a transformarse en un fenómeno de iconografía popular y social. El electoralmente invencible, el hombre que reconstruyó Venezuela a la medida de los pobres. En la fotografía en la oficina del Profesor, el Chavez rollizo y saludable, tenía un aspecto estoico y duro, llevaba la banda presidencial y un costoso traje cortado a la medida. Un hombre convencido del alcance de su poder y sin temor a usarlo.

— Chavez, como cualquier otro líder que aspira al totalitarismo, sabe cuando avanzar y cuando retroceder — dijo mi profesor — cuando usar la violencia y cuando no. O al menos no de manera directa. Es una combinación de olfato político y astucia instintiva. Una forma de enfrentarse a una oposición dúctil, hipócrita y simple. No necesita otra que provocar para avanzar.

Chavez, como político, había nacido al reconocer su responsabilidad en el fallido golpe de Estado del 4 de Febrero de 1992. Lo hizo frente a las cámaras, llevando uniforme militar y encarnando, quizás sin saber de inmediato sus alcances, al tradicional Hombre fuerte Venezolano. Hablamos sobre el hecho directo que Chavez pasó a engrosar la figura insistente del militar recio que el Venezolano venera sino además, al poder autoritario y soberbio al que nuestro país se habituó luego de un siglo de escaramuzas por el poder y un bipartidismo clientelar. De manera que Chavez, con boina roja y nariz sangrante, pronunciando su histórico “por ahora” no sólo se aseguró un lugar en el panorama político, sino que se transformó de inmediato y por intermedio de la percepción irreal del Venezolano sobre el poder, en la opción de un cambio político necesario.

— Chavez sólo necesitó llegar al poder para instrumentar su proceso político — insistió mi profesor — avanzar, retroceder para luego dar un salto longitudinal. Aprendió bien del libro verde de Gadafi y de otras tantas experiencias que implican destrozar a la disidencia y mantener encendida la esperanza de un pueblo resentido y después de resignado. Para Chavez, la creación de un estado basado en un proyecto ambiguo e ideológicamente inviable era un asunto de puntos de vista. Por ese motivo asumió el hecho de la disidencia como enemigo y además, como enfrentamiento a una idea concreta sobre su personalidad y percepción país.



Cuando Chavez enfermó, recordé esa conversación con mi profesor con frecuencia. No sólo porque el Chavez político pareció atravesar una rápida transformación al Chavez icono sino porque además, Chavez como figura se lanzó en una desconcertante carrera por conservar el poder, a pesar de su precaria salud. Recuerdo que en más de una ocasión, viéndole enfrentarse a una campaña electoral que exigía una enorme fortaleza física, me pregunté que animaba a Chavez a continuar. O mejor dicho, que no le permitía detenerse. La respuesta parecía encontrarse entre su necesidad de afianzar su proyecto político a futuro y esa comprensión de su entorno como débil y elemental. Tal vez por ese motivo, no resulte casual que los ataques a la oposición no sólo se multiplicaron, sino que sus intenciones de desarticular cualquier intento de organización política que le afrontara aumentó exponencialmente. Para Chavez, moribundo y sin sucesor visible, conservar el poder era imprescindible, pero también asegurarse que cualquier contrincante político pudiera ser destruido desde la base antes de erigirse como una verdadera opción.

Por entonces, Henrique Capriles Randoski, era el enemigo a vencer. Joven, con un discurso estructurado y que se negó a las primeras de cambio a la confrontación directa, logró aglutinar no sólo a la oposición tradicional sino también, a una considerable fracción del descontento genérico que el natural desgaste del Chavismo había producido. Con un discurso elocuente y sobre todo basado en una reflexión sobre el hecho de la Venezuela rentista enfrentada a la promesa Chavista, Capriles logró no sólo enfrentarse a Chavez sino también, a su posible legado político. A pesar de no lograr triunfar en las urnas electorales, Capriles se convirtió luego de la última elección en que partició Hugo Chavez, en un importante líder político para la oposición. Tal vez el primero en casi quince años de diatriba política.

No obstante, Capriles, con su estilo pausado y sobre todo, su discurso mesurado, no podía competir con la cultura de la Violencia verbal y política instaurada por Chavez durante quince años en el poder. Tal vez por ese motivo, su comportamiento luego de perder las elecciones contra Nicolas Maduro y sobre todo, su reacción con respecto a lo que llamó un resultado fraudulento electoral, decepcionó a buena parte de quienes le habían apoyado antes. Capriles, de lider de masa, de opción clara de la oposición política, se convirtió en un líder blanco, incapaz de enfrentarse al poder. De hacer “algo” para enfrentarse a lo que parecía ser un flagrante robo de las elecciones. Mientras tanto, el Chavismo liderado por Maduro, incapaz de conservar el capital político de Chavez, avanzaba con dificultar a través de un trecho complicado plagado de problemas económicos y sociales. La muerte de Chavez no sólo simbolizó el fin de la bonanza económica falsa y fragmentada de un chavismo populista sino una grieta entre el chavismo civil y el cuartelario. Una nueva noción de país, basada directamente en el hecho del enfrentamiento y lo que es aún peor, al control directo de la oposición como enemigo del sistema que intentaba estabilizarse en medio del sacudón animico, moral y político de la muerte de Chavez.

Por ese motivo, el hecho que Leopoldo Lopez se autoproclamara lider del descontento genérico opositor no sorprendió a nadie. Vocero político por derecho propio y sobre todo, enfrentado a la línea de construcción del discurso pacifico de Capriles, Leopoldo Lopez intentó canalizar las diversas aristas de la crisis en una respuesta concreta. En un tipo de protesta general que obligara al gobierno a negociar. Una situación de crisis elemental que no sólo provocara una transición política necesaria sino que además, lograra construir un piso político que pudiera sustentarle. Para Leopoldo Lopez, el Gobierno tenía las suficientes grietas como para desplomarse gracias a la presión. Y de hecho, buena parte de quienes le apoyaron, percibían la situación política como una estructura al borde del desplome.

No obstante, el chavismo no analiza el poder de una manera bilateral ni tampoco basado en el argumento político. El llamado legado de Chavez, es de hecho, una combinación de Autoritarismo con una concepción militarista del poder. Para el Chavismo encabezado por Maduro, la administración de poder no acepta enmiendas ni tampoco una confrontación de ideas. Basados en esa noción inmediata de la infalibilidad, el gobierno jamás se equivoca, el poder jamás sobrepasa sus propios límites, sólo se enfrenta a enemigos más o menos concluyentes. Y las protestas que se llevaron a cabo durante los primeros meses del año 2014 lo fueron: no sólo se trató de una confrontación callejera desordenada y espontánea, sino también un claro símbolo del descontento opositor incapaz de aglutinarse de manera estratégica. Y el gobierno contraatacó de la manera como suele hacerlo cualquier poder hegemónico y dictatorial: a través de la arremetida directa. Y no sólo a través de la represión por las armas de la nación, sino usando el brazo armado de una revolución política basada en la violencia callejera o en grupos de choque expresamente armados por el gobierno para el ataque. Una circunstancia que hasta entonces, la oposición ni había contemplado más allá que una idea abstracta y paranoica y de la que desconocía sus alcances.

La noche del 15 de Febrero del 2014: cientos de motorizados identificados con el Gobierno Chavista tomaron Caracas, usando armas de fuego para replegar a los manifestantes. Sobre todo, en las zonas sensibles en las que el gobierno no puede permitirse ningún tipo de protesta. Mientras el Este de Caracas y varias ciudades alrededor del país de mayoría opositora eran militarizadas, zonas del oeste de la capital eran atacadas con armas de fuego por grupos identificados con el Chavismo. Fue una noche que marcó una frontera obvia entre el Chavismo bajo el auspicio de Chavez y la ideología del Gobierno débil de Maduro. El asedio no sólo demostró que Maduro no estaba dispuesto — ni necesitaba — la negociación sino que además tampoco la aceptaría. Que de la misma manera que otras tantos regímenes con aspiraciones dictatoriales alrededor del mundo, estaba dispuesto a usar la agresión para destruir cualquier tentativa de interpelación y presión.

Esa noche, huí junto a un grupo de mis vecinos, de una decena de motorizados armados que dispararon al aire para obligarnos a abandonar los lugares donde protestábamos. Recuerdo con absoluta claridad la sensación de indefensión, el miedo absoluto a no comprender exactamente los alcances de lo que ocurría. Pero más allá de eso, la conciencia que podía ser herida e incluso asesinada sin que eso pudiera significar algo en medio de la contienda política. El hecho real de ser opositor a un gobierno empeñado y decidido a destruir la disidencia por cualquier medio a su alcance, incluso las armas.

Por supuesto, luego de esa larga noche de violencia, que dejó más de una docena de asesinatos y un cientos de detenciones fraudulentas, las relaciones del poder en Venezuela cambiaron de nuevo, pero esta vez, hacia un cariz definitivamente dictatorial. No sólo se trató de un punto de inflexión sobre el hecho de la violencia de Estado sino del hecho, de una destrucción de los límites legales que hasta entonces habían definido el enfrentamiento político. Lo demás, fue previsible: las detenciones a manifestantes aumentaron de manera exponencial, asi como las torturas y asesinatos cometidos no sólo por fuerzas del orden público, sino por grupos ideológicos amparados por el gobierno. Para entonces, el discurso de Leopoldo Lopez era poco menos que desalentador y sobre todo, sometido a una nueva realidad política: tardó muy poco en convertirse un chivo expiatorio ideal para un Gobierno que necesitaba un chivo expiatorio conveniente. Y lo fue, en la medida que no sólo encarnó los prejuicios chavistas sobre la oposición sino además, esa concepción básica y confusa sobre las leyes que sostiene el poder.

El día en que Leopoldo Lopez se entregó a funcionarios públicos en un acto de masas de dudosa efectividad, mi madre me telefoneó muy preocupada. La recuerdo, llorosa y preocupada, como si fuera incapaz de comprender la nueva comprensión del poder en Venezuela. Como si la imagen de Leopoldo Lopez encarcelado y aterrorizado, fuera para ella un símbolo de la perdida de cierta inocencia, de esa visión de la Venezuela que aún no comprende el poder — y la forma de ejercerlo — del chavismo y sus implicaciones.

— ¿Que vamos a hacer ahora? — me dijo con la voz temblorosa — ¿Que es lo que se puede hacer?

No supe responder, como explicarle de manera sencilla el hecho que nos enfrentamos a un gobierno que nos asume — a ella, a mi, a los líderes políticos que se disputan la escena pública, al ciudadano de a pie — como enemigos por el mero hecho de disentir, sino nuestro identidad rota en medio de una confrontación que nos discrimina de origen. No supe como hablarle de este país roto a fragmentos, de este paisaje desolado donde la violencia no sólo es un elemento común sino necesario para sostener al poder.

Tampoco lo sé ahora. La escucho hablar, confusa y ofuscada, insistiendo en que “algo debe suceder”, que “Venezuela no puede entregarse a la resignación”. Pero la calle frente al lugar donde vivo continúa vacía y silenciosa. Hay un aire de silenciosa resignación que me cuesta admitir y aceptar. Y me pregunto como tantas veces en el pasado, hacia donde avanzamos los ciudadanos, los rehenes de una situación insostenible, en medio de una confrontación con el poder establecido, con esa noción sobre la administración de justicia ideológica y sobre todo, contra ese país que apoya el atropello. Que construye una identidad política a través de la confrontación.

No lo sé, me digo con un escalofrío de angustia. Y quizás no saberlo sea la prueba más fehaciente de las implicaciones de la incertidumbre, de ese país a medio construir que se desploma a diario. De esa historia incompleta que avanza por medio de la violencia hacia su inevitable conclusión. Una idea que no sólo atemoriza sino que además, abruma, por la mera percepción de lo que podría ocurrir y de lo que ocurre, en medio de la destrucción esencial de la identidad del país. La Venezuela que no existe. El territorio arrasado por la desazón.

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