miércoles, 2 de septiembre de 2015

El paisaje de las imperfecciones: De la presión social al temor del error





Cuando era niña era muy delgada, pálida y de rodillas huesudas. Y estaba muy preocupada por verme como el resto de mis compañeras de clase, que me llevaban unos cuantos años y tenían ya curvas muy femeninas. Me angustiaba que con once años, seguía viendo muy infantil. Más de una vez, me pregunté si llegaría a verme tan exuberante y bonita como el resto de mis compañeras de clase. Si tendría no sólo el cuerpo de una mujer, sino esa actitud desenvuelta y provocativa que yo no podía imitar, aunque lo intentara.

Las niñas de mi salón de clases solían burlarse de mí. De la misma manera que lo hacían de la niña con sobrepeso, con cabello rizado, dientes torcidos, nariz puntiaguda. Era muy sencillo ser parte de esa presión social infantil, de ese empujón mal intencionado, de las risitas burlonas. No había forma de escapar de esa sensación de ser inadecuada, que algo en ti no era los suficientemente bello, bueno o asombroso como para ser ser apreciado. Es una sensación muy triste que por mucho tiempo me pareció insoportable. Después aprendí a luchar contra ella. Y finalmente, a liberarme a medias de todo lo que podía implicar.

A pesar de eso, atravesé la adolescencia preocupada por mi aspecto físico, como supongo cualquier otra muchacha de mi edad en cualquier país del mundo. Sólo que, nací en el “país de las mujeres más bellas”, lo que quiere decir que desde que eres muy pequeña “sabes” que ser atractiva es una obligación. Que no sólo debes verte como se supone lo hace “la mujer Venezolana” — así, en general — sino que además, debes competir con ese imaginario tan insistente de la Miss, ese gran curiosidad cultural que nuestro país atesora con tanto cuidado. Con doce o catorce años, aprendí bien pronto que la “mujer Venezolana” sabe desde que nace — o debe saberlo — como caminar en tacones altos, cual es la mejor manera de maquillarse, como llevar el cabello. Que la mitología de la “Más bella” se impone sobre la idea individual. Que la “Bella Venezolana” no sólo es una imagen perenne en la visión de la identidad nacional sino de algo más profundo, complicado y duro de manejar, muy relacionado no sólo con la estética sino la cultura donde vives. Esa sensación amarga de ser juzgada constantemente por cómo te ves y lo que llevas puesto, esa percepción sobre la mujer tan distorsionada como dolorosa que te acompaña a todas partes.

Cuando entré en la Universidad, por fin logré lo que por años había intentado sin éxito: de inmediato comencé a aumentar de peso y rápidamente, perdí el aspecto aniñado y frágil que por tantos años me había atormentado. Ya fuera por la nueva rutina, por la libertad que supuso el campus o sencillamente que afronté el cambio de un lugar y de tiempo personal brindándole una especial atención a lo que comía, el hecho es que en menos de tres meses había ganado más de diez kilos. Al principio, el bienestar fue inmediato: me miraba al espejo sin reconocerme. Luego de desearlo durante toda mi niñez, finalmente tenía pechos y caderas, el aspecto inequívoco de una mujer. Me sorprendió la sensación de bienestar, el profundo alivio que sentí, como si durante muchísimo tiempo, hubiese faltado una pieza en mi vida. Una connotación necesaria a la que no sabía brindaba tanta importancia, hasta que la disfruté. Confundida, aún en pleno período de cambios, me miraba en el espejo y me preguntaba por qué de pronto me resultaba tan importante el tamaño de mis senos o la circunferencia de mis caderas. Me asombró el hecho de que mi aspecto físico me hubiese atormentado de forma tan sutil por tanto tiempo y que ahora que era plenamente consciente de eso, me sintiera tan desconcertada por esa idea. Era como una contradicción, ideas opuestas que se presionaban una a la otra sin verdadera revolución.

Durante los cinco años de mi primera experiencia universitaria, continué aumentando de peso. Con enorme rapidez, no sólo perdí el saludable aspecto que tanto me agradaba, sino también el control sobre mi aspecto físico. Como en mi infancia, volví a sentir que mi cuerpo era mi enemigo y que luchaba contra él de todas las maneras posibles. Y es que mientras más ahínco e interés ponía en perder peso, más distorsionada y extraña se volvía mi relación con la comida, con mi apetito y sobre todo, con cómo me veía. De pronto, no se trataba sólo de verme hermosa sino de volver a comprender que ocurría que hacia me sintiera tan incómoda en mi propia piel, que hubiese dejado de reconocerme. Recuerdo pasar largo rato mirándome al espejo, apretando los pequeños rollitos de grasa de mi cintura, abrumada por el tamaño de mis muslos y mis senos. De nuevo, dejé de sentirme femenina. La mujer que se suponía debía ser. Pero en lugar de aspirar a serlo, me encontré preguntándome por qué deseaba serlo. Porque la figura de la “Miss”, esa figura etérea que parecía estar en todas partes y en todas las formas imaginables de la cultura de mi país, podía presionarme de esa manera invisible pero insistente como lo hacía. Era una sensación abrumadora, dolorosa. Y sobre todo, tristísima. No conozco un sentimiento más desgarrador que ese de sentir que tu cuerpo no te pertenece y que aún peor, debes luchar contra él.

A partir de entonces, mi relación con mi cuerpo y la manera como lo comprendía se hizo muy complicada y dura de sobrellevar. Después de llegar casi al borde de la obesidad clínica, me enfrenté por casi dos años a un trastorno alimenticio que de nuevo, me llevó al otro lado del péndulo. De rollizos ochenta y tanto kilos, llegué a pesar apenas cuarenta y cinco, luego de someterme a dietas absurdas y al tipo de maltrato emocional al que sólo puedes someterte tú mismo. Me sometí a durísimos ayunos, a rutinas demenciales de alimentación que finalmente me debilitaron tanto que terminé exhausta, al borde de la inanición. Por extraño que parezca, fue entonces que logré ese extravagante ideal estético que tanto se celebra en mi país: siendo tan delgada que mi salud parecía amenazada, comencé a recibir frases de admiración y de apoyo por “mi fuerza de voluntad”. Más de una vez, amigos y conocidos alabaron mi “transformación en una gran mujer” y hubo quien llegó a decirme que finalmente, había tomado “responsabilidad sobre mi cuerpo”. Recuerdo que la frase me la dijo un buen amigo, mientras almorzábamos juntos y luego de verme comer con esfuerzo apenas unos bocados de una ensalada y beber unos tragos de agua.

— Yo creo que todo el que es “gordo” es irresponsable y desordenado — me comentó — me encanta que seas ahora capaz de no sólo tener más conciencia de lo que te llevas a la boca sino de lo que haces para verte mejor.

No supe que responder. Recordé las largas noches de hambre a la que me sometía. Lo obsesionada que me encontraba por lo que comía y por como me ejercitaba. Las lucha contra mi apetito, mi decisión de no ceder a ningún impulso que implicara placer alimenticio. Me recordé, abrumada de angustia y miedo, mirándome al espejo, cada vez más pálida y ojerosa. Y la rara sensación de triunfo que sentía, al comprobar en la balanza cuanto peso había perdido en medio del maltrato físico al que me sometía. Porque no se le puede llamar de otra manera: no se trataba de salud, tampoco de comprensión alguna sobre mi cuerpo. Comer se había convertido en una forma de dolor, en una angustia silenciosa que es difícil de explicar a quien jamás lo ha padecido. Aterrorizada, débil y sin duda trastornada, me preguntaba sí así transcurría mi vida. Si durante toda mi vida, seguiría temiendo al placer de comer, a la curva natural de mi cuerpo. Si para siempre, sería una rehén en mi propia piel.

Me pregunté que pensaría mi amigo si me viera contar calorías obsesivamente. Si pudiera ver con que ahínco me negaba a comer a toda hora. Cómo me enorgullecía de los días que transcurría en ayuno. ¿Continuaría viéndome con ese singular orgullo si me viera entrenar y correr de un lado a otro hasta el cansancio? ¿Si me viera desplomarme pálida y asustada todos los días? ¿Si me pudiera conocer ese furioso debate interno al que me sometía cada vez que tenía apetito?

Lo más curioso, es que instintivamente supe que no le importaría. Imaginé que no sólo lo llamaría otra forma de “triunfo” sino que insistiría que mi necesidad de mantener a raya a la naturaleza era una forma de expresar mi madurez emocional. Por contradictorio que pareciera, estuve segura que reaccionaría como mis amigas que alababan mi cuerpo delgadísimo, mi piel pálida y seca. De los muchos conocidos que insistían en celebrar entre risas que mi “gordita interior” estuviera agazapada y controlada. De las miradas de admiración que recibía al deambular de un lado a otro con ropa diminuta que sólo las mujeres “privilegiadas” como yo podían usar. Y de pronto, entendí, como una especie de revelación casi abrumadora que a mi amigo y a mucha gente como él, no podía interesarle menos que yo estuviera asustada y débil, que pasara horas de dolor para luchar contra mi misma. Para la sociedad donde nací, ese trayecto a la locura era lo menos relevante. Lo que parecía ser absolutamente era importante, era de hecho, como me veía.

No podría decir que esa absurda conversación con mi amigo me sacudió la consciencia y desde entonces, comencé a mejorar. De hecho, me llevó meses de vencer mi propia resistencia y después, varios años de terapia, llegar a un pacto de no agresión silencioso contra mi cuerpo y como me veo. Fue una batalla sorda, que no sólo tuve que librar para recuperar mi salud sino para convencerme a mi misma que aumentar de peso o incluso, no verme como se suponía debía, era bueno y necesario. Acostumbrada por años a hacerme daño, a exigirme más de la cuenta, a confundir ideal estético con bienestar emocional, tuve la sensación que desandar el camino era una forma de locura. Un síntoma de debilidad. Recuerdo que mientras mi terapista me insistía en la necesidad de no comprender la comida — y el acto de alimentarme — como un enemigo, tenía la sensación que todo aquello era un juego sucio, una horrible broma cósmica. Y es que hablamos del hecho que mientras mejor me sentía, más parecía alejarse de esa necesidad de agradar, satisfacer, comprenderme a través del ideal estético de quien soy y como me veo. De esa percepción esencial y profunda sobre mi, que por mucho tiempo ignoré.

Dar marcha atrás no fue sencillo. Pero lo logré. No por un acto heroico, mucho menos por una forma de valor. Se trató de mera supervivencia. Así lo pienso mientras almuerzo con Gloria, una de mis amigas más antiguas, que conoce la historia y que siempre tiene algo que decir sobre ella. Es extraño cuando alguien te ha visto luchar tus batallas, enfrentarte al dolor y la angustia, herirte hasta el cansancio. Y finalmente, sanar. Con lentitud, no siempre por completo. Pero sanar lo suficiente para mirar atrás y poder comprender el motivo de la cicatriz y su profundidad.

— A veces creí que lo siguiente que sabría de ti es que ibas a morir — me comenta, con su habitual pragmatismo mientras me encojo de hombros.
— Bueno, quizás me habrían alabado el bonito cadáver.

Reímos en voz alta. Le doy un mordisco a la hamburguesa que pedí como almuerzo. La mastico, con una sensación de cierta vergüenza, como si estuviera cometiendo una falta imperdonable. Pienso en mi peso — creo que todos, en esta sociedad obsesiva por la estética lo hacemos al comer — pero después, decido con deliberada tranquilidad, disfrutar del momento. Lo hago. Me gusta masticar con lentitud, disfrutar del sabor y del placer que me produce comer. Hace diez años, esa sensación de plenitud habría sido impensable. Me habría irritado. Ahora sólo me hace plantearme las cosas a cierta distancia.

— Pasé mucho tiempo pensando que estar “gorda” era lo peor que podía ocurrirme — le explico a Gloria, aunque no sé por qué lo hago — que aumentar de peso otra vez, no sólo era una locura, sino volver al punto de dolor que me había hecho enfermar por primera vez. Y entonces me preguntaba ¿Por qué asumo que aumentar de peso es prohibitivo? ¿Es insultante? ¿Qué ocurre conmigo?

— En la cultura donde nacimos, “gorda” es un palabra ofensiva — me dice Gloria, madre de dos y con diez kilos de más, según me recuerda cada vez que puede — ser gorda es el equivalente a admitir que te descuidas, que no te importa como te ves. Que rechazas ese ideal tan claro que la cultura te indica. No se trata de las mujeres “reales” o la esbelta, sino que la “gorda” está en esa franja de lo desagradable. Somos una sociedad agresiva y grosera. Y esa noción se hace mucho más visible cuando ataca a los que no forman parte de esa percepción muy amplia de quien deberíamos ser. Es algo que se cuela en todas partes.

Gloria debe saber de lo que habla. Ha trabajado por más quince años en el mundo de la publicidad y ha sido parte de campañas donde la mujer se muestra como esa metáfora de lo bello y lo deseable de la que nuestra cultura está enamorada. Pero, ¿qué hay detrás de eso? Gloria lo sabe también. Más de una vez me ha contado de las modelos que llegan bebidas o drogadas al set, las que vomitan en los baños, las que se someten a agresivos procedimientos quirúrgicos para asegurarse de ser siempre bellas. De los ejecutivos de cuenta que insisten en cómo debe verse las mujeres que contratan, en la publicidad que sólo muestra un rostro de lo estético. De la manera como se manejan los códigos visuales y sociales. Del hecho que la delgadez es sinónimo de belleza y triunfo. Que incluso la “gordura” es la forma de recordarte lo que no debes ser. E incluso, lo repudiable. Son ideas que por supuesto, no provienen únicamente del mundo publicitario — y responsabilizarnos por su existencia carece de sentido — pero sí, la que cimientan mensajes culturales y visuales muy concretos, dolorosos e incluso peligrosos.

— Hay toda una visión sobre el peso del hombre y de la mujer que se asume imprescindible. Como si siempre tendrías que verte estupendo y sentirte maravillosamente bien, porque otra cosa es impensable — Gloria suspira, toma un sorbo del jugo de naranjas en su vaso — cuando me embaracé, pasé una buena parte del tiempo preocupadísima por sentirme horrenda, gorda, fofa. ¿No debería sentirme plena y hermosa? Me llevó tiempo comprender que no necesitaba sentirme de ninguna manera. Y que debía lidiar con mi propia forma de ver las cosas.

En la universidad y sobre todo cuando empecé a aumentar de peso sin control, pensaba mucho en la palabra “satisfacción”, pero sobre todo, en el hecho de sentirme extrañamente desvinculada de cualquier idea sobre mi misma. Era como si la insistencia de la cultura por la belleza, de alguna forma me hubiese desconectado de mi identidad personal. Me miraba y no reconocía a la mujer de brazos redondeados y piernas robustas. Como si no debiera verme de esa forma. Como si ser de aquella manera fuera por completo desconcertante e incluso, incorrecto.

— Nadie se queja de la renovada atención por la salud y el buen comer de la última década — dice Gloria entonces parpadeando. En un movimiento casi involuntario, se lleva la mano al vientre. Ya no es plano e incluso bajo su amplia falda elegante se ve un poco redondeado. El gesto tiene algo de tímido y me pregunto si es consciente que lo hace — pero lo que sí es un poco aterrorizante es como esa noción sobre lo saludable se transformó en otra cosa, en una tiranía sutil sobre nuestra identidad. Como si la exigencia de cómo debes ser y cómo debes verte, fuera incesante e inapelable. Un “así debe ser”.

En el grupo de terapia al que asistí para tratar mi trastorno de alimentación, había una chica que siempre llevaba al menos seis capas de ropa. Aunque no era particularmente obesa, se aseguraba de cubrir cada parte de su cuerpo, lo suficiente como para ocultar lo que ella juzgaba como “imperfecciones”. Cuando el terapista le preguntó por qué lo hacia, ella pareció muy sorprendida que no lo comprendiera a primera vista.

— Prefiero no llamar la atención sobre mi gordura — explicó con voz temblorosa y avergonzada que pareció estar confesando un acto terrible y reprobable — me visto para no molestar a nadie.

En esa época, yo pesaba cuarenta y seis kilos y un poco más y hacia exactamente lo mismo, aunque por otras razones. Llevaba suéteres y camisetas muy anchos, para disimular los huesos visibles y las manos esqueléticas, que ya habían dejado de parecerme atractivo y comenzaban a asustarme. En esa ocasión, pensé que de alguna forma, nuestra sociedad nos obliga a ocultarnos en la diferencia. A temer mostrar lo que nos hace únicos. Un pensamiento muy poético que por supuesto, no parecía encajar en la angustia emocional y mental que todos los que formábamos parte del grupo sentía pero que podía, en cierta forma, explicar su comportamiento.

Recuerdo esa escena mientras Gloria se acaricia el vientre redondeado y se inclina, quizás para hacerlo menos visible. Pienso también en las vitrinas llenas de maniquíes esbeltísimos, con ropa mínima que llenan las tiendas de Centros Comerciales de mi ciudad. La multitud de autoproclamadas “gurú de la salud” que recomiendan dietas y rutinas de ejercicios a través de las redes sociales. Idolas de 140 caracteres que parecen resumir la ansiedad universal que provoca el culto a la belleza. Cuando miro a mi alrededor, descubro mujeres escondidas en sus suéteres y faldas, que se ocultan como pueden de la mirada acusadora. ¿Qué nos estamos haciendo?

— A veces, siento que le debo algo a la sociedad por no verme como me debería de ver — dijo una vez otra de las muchachas de la terapia. Sufría de un grave caso de dismorfia, lo que venía a significar que no importa cuanto peso perdiera o cuantos ejercicios hiciera, siempre se sentiría poco atractiva y claro está, gorda — que debo complacer no sólo lo que se me exige sino que hay buenas razones para hacerlo. Que necesito hacerlo por todas una serie de razones que de pronto me parecen muy válidas y lógicas.

— Pero es tu cuerpo no necesitas que nadie opine sobre él o soportar que alguien se burle de cómo es — le respondió nuestro terapista. No fui la única que suspiró con cierto cansancio, que sacudió la cabeza abrumada y cansada — Lo sé, no es tan sencillo.

— En realidad no es tan sencillo, es que en esencia es mucho más complicado que simplemente desentenderse de las opiniones — dije — es una idea que te acompaña a todas partes, que te presiona. No es sencillo huir de ella.

Si lo sabré yo, pensé en esa ocasión. Si lo sabré yo, fotógrafa y autorretratista, obsesionada con mi imagen, tratando de comprenderla, de asumirla, de expresarla en imágenes. De luchar contra estereotipos y tópicos, de tropezarme una y otra vez, con ideas tan duras como inevitables. De exponerte, vulnerable y frágil, a la visión de quienes te rodean, a la opinión, a la crítica. Y no es sencillo. Mucho menos algo habitual.

— Se trata del hecho de asumir que nuestra imagen y nuestro cuerpo debe responder a nuestros patrones y opiniones, no del resto. Pero, ¿cómo haces eso? — me dice Gloria, trayéndome al presente, haciéndome parpadear para recordar quien soy ahora mismo — ¿Cómo luchas cuando toda la sociedad se siente en el derecho y la capacidad de criticarte y lastimarte? ¿De luchar contra ideas y percepciones muy claras sobre un deber ser muy poco realista? No se trata sólo de la palabra “gorda” o “gordo” sino de lo que implica, de lo que se asume real, de lo que se construye como una idea sobre ese insulto blanco, pero doloroso.

Hace unos meses, una amiga bromeó conmigo preguntándome si “me comía los libros”. De inmediato, un desconocido en Twitter respondió: “buena pregunta” y mostrando una de mis fotografías donde destaco las imperfecciones de mi cuerpo. Fue un momento extraño, porque no sólo de pronto comprendí el alcance del insulto y sobre todo la agresión, sino que además, el hecho que sea tan común que en ocasiones pasa inadvertida. Una insistente idea sobre la agresión, la violencia sutil que todos debemos soportar antes o después.

Pienso en esa escena mientras veo alejarse a Gloria luego de despedirnos con un abrazo cariñoso. En la escuela, siempre fue una niña popular, la más bella de todas mis compañeras. La recuerdo sonriendo, siempre segura y rodeada de niñas que le admiraban. Muchos años después, me confesaría que siempre temió lo que ocurriría cuando lo hicieran. Que por las noches, se despertaba en la oscuridad, temiendo no ser siempre atractiva. Que ese compás que apuntaba a la diferencia, algún día la apuntara a ella.

— De mayor, tuve la sensación que todos estamos engañados sobre quienes somos y quienes podemos ser, gracias a esa percepción tan superficial que te vende la cultura donde naces — me dijo en una oportunidad — y el desengaño es duro pero necesario. Pero también inevitable. Antes o después, la sociedad insiste en exigirte cuando no puedes dar más.

Pienso en todas las mujeres que se aterrorizan de su propio cuerpo. De las que lloran porque no tienen el aspecto que deberían tener, las que luchan por obtenerlo. Las que como yo, tuvieron que superar la idea de lo que se espera de ellas. De esa noción de quienes somos y quienes podemos ser. Y siento miedo, por lo que esconde esa lucha, por lo que puede provocar. Por la idea simple que parece esconder en ella. Esa necesidad de comprender que nuestra identidad es mucho más que una imposición social.

C’est la vie.

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