jueves, 14 de septiembre de 2017

Lo tenebroso y lo exquisito en Solaris de Andrei Tarkovski.



El cine es un reflejo de las referencias de su autor, de sus miradas sobre la realidad pero sobre todo, acerca de su mundo interior. En una ocasión, el director Andrei Tarkovski comentó que una de las escenas que más le había impactado en el cine, era una de la película “Gritos y Susurros” de Ingmar Bergman. En la secuencia, las hermanas protagonistas del metraje intentan reconciliarse pero en lugar de diálogo, el director opta por sustituir la discusión por música: La espléndida Sarabande en D minor de Bach. De pronto, no se trata de la discusión en si misma, sino el poder de las emociones en estado puro. A palabras del propio Tarkovski un “espacio libre, en el que el espectador percibe la posibilidad de llenar un vacío interior, de sentir el aliento de un ideal”. Fue una lección que el director ruso asumió personal y cuya interpretación incluyó en cada una de sus películas. Esa precisión de la emoción, la belleza y la comprensión del bien y del mal aparente a través de recuerdos interpretativos de enorme valor emocional.

Por supuesto, se trató de una visión afortunada que encontró el mejor momento para manifestarse. La obra de Tarkovski le brindó rostro reconocible a una época en que el cine era un ritual hedonista o así se comprendía desde cierto punto de vista. Había el cine para el puro entretenimiento — con toda una industria construida en base a la noción de celebrar lo cinematográfico como una forma de diversión — y también, el que representaba cierta vocación artística con una profunda necesidad de trascendencia. Ambas ideas permanecen en la actualidad, pero a través de Tarkovski, el mundo del cine se dividió en un grieta cognoscitiva en que el mensaje — profundo, en ocasiones inquietante, siempre en extremo subjetivo — creo una percepción sobre lo cinematográfico más cercano al arte que a cualquier otra cosa. Un gran experimento para transformar el ideario visual y conceptual en algo más profundo, más duro y sobre todo, en constante transformación. Una forma de arte depurada y profundamente significativa que se sostiene sobre la pura alegoría.

A Tarkovski se le ha tachado con frecuencia de misterioso, extraño, inquietante. Por supuesto, no se trata de afirmaciones peregrinas: el director es de hecho, un hombre singular y complejo, cualidades que ha heredado a su obra cinematográfica por completo. Y es que Tarkovski es un gran observador. Un hombre obsesionado con las infinitas variaciones de la realidad, con la idea elocuente de la imagen. Pero también con lo simple. Con lo transparente, con lo elegancia visual que brinda una profundidad desconcertante a su trabajo cinematográfico. Porque Tarkovski no se prodiga, mucho menos se muestra con facilidad. Capa tras capa, parece ocultar una interpretación singular de la realidad, una de tan difícil comprensión que hace una labor de comprensión meticulosa el sentido más profundo de lo que desea mostrar. Tarkovski, artista y visionario, siempre procura que cada una de sus películas sean pequeños mecanismos de relojería, espléndidas estructuras que parecen sostenerse en algún punto de un cuidadoso diseño interior.

Sin embargo, para Tarkovski, sus obras son un tenor tan simple que siempre le resultó incomprensible ese subtexto que parecía atribuirse a su discurso. En una ocasión, durante una rueda de prensa, un periodista preguntó a Tarkovski sobre la recurrente presencia del agua en sus películas, asumiendo de inmediato y de manera directa que de hecho, se trataba de algún símbolo personal del autor. Tarkovski se enfureció: una reacción que sorprendió a los presentes y que hizo correr ríos de tinta sobre su posible motivo. Fue un arrebato de cólera genuina, que le costó contener ante el público presente y luego se resumió en una frase escueta, dura, asombrosamente banal: “amo el agua”. No obstante, más allá de esa simplicidad, de esa insistencia en mirar su propio trabajo como obra de la inspiración espontánea, de la angustia existencial que parece subyacer en cada una de sus piezas fílmicas, Tarkovski demostró que una vez superada la loza soviética sobre sus obras — una consecuencia directa de su monumental “Andrei Rublev” — su personalidad artistica sobrevivió intacta, profunda, sustanciosa. Y es que para el director, el cine era más que un mero vehículo de asombrosa expresividad. Era una idea en si misma, enorme y que podía contener todas las visiones reales e irreales del mundo que intentaba traducir en imágenes.

Tal vez por ese motivo, “Solaris” sea una de sus películas más intrigantes. No sólo porque se trató de un maravilloso acercamiento del director a la Ciencia Ficción, sino su visión sobre el conocimiento. Basada en la novela homónima de Stanislaw Lem, la película juega con los símbolos de su hermano en tinta, pero los amplía, en una ambiciosa propuesta que desborda las líneas argumentales del magnifico libro en que está basada. Tarkovski, estimulado por esa necesidad de recrear el origen de toda idea, de comprender la belleza de lo que se analiza a través del cine en metáforas muy precisas, intentó con “Solaris” abordar un tema controvertido: el conocimiento, pero desde una perspectiva filosófica. La película es de hecho un contraproyecto poético — la reacción inmediata — del cine altamente tecnificado y comercial muy en boga durante los años setenta y de cuyas líneas se aleja con un planteamiento mucho más duro y personal.
En realidad, a Tarkovski le interesaba muy poco la ciencia ficción ni las propuestas de cine fantástico. De hecho, ese es uno de los aspectos más evidentes de “Solaris”, aunque se muestra como una obra de Sci-fi, en realidad es una obra meditada y profunda sobre la naturaleza de la sabiduría, sobre las contradicciones espirituales y el dolor. Aún más, Tarkovski no logró, a pesar de intentarlo con una puesta en escena cuidadosa y una cámara subjetiva en ocasiones claustrofóbica, apartarse de lugares comunes y pequeños tópicos del género. Lo que si logró, fue plasmar sus obsesiones más profundas, como su durísima visión sobre el vacío existencial del hombre e incluso su relación con la Divinidad. Con una evidente necesidad de plasmar esa inusual visión del hombre perdido en su circunstancia, los primeros fotogramas recogen en planos largos y serenos, una naturaleza irreal, idealizada hasta límites inquietantes. Un anuncio del ritmo pausado y enigmático que creará un ambiente único en la película. Haciendo gala de su habilidad visual y sobre todo, explotando al máximo su premisa de la simplicidad, Tarkovski logra en Solaris un máximo de efecto emocional recurriendo a la mínima expresión visual, crea una mezcla de belleza y aridez desconcertante.

En ese escenario espartano, los personajes se mueven con una lentitud casi onírica, evolucionando en un viaje introspectivo de consecuencias imprevisibles. Los problemas de comunicación del ser humano, el miedo hacia lo desconocido, el miedo exacerbado hacia la realidad que no puede comprenderse de inmediato, hacen de los conflictos argumentales una vuelta de tuerca evidente a la mirada del Tarkovski sobre la naturaleza humana. Todo la historia parece girar alrededor de esa necesidad del director por comprender al individuo desde un viaje interior gradual hacia algo mucho más complejo e inquietante. Y es que todo ser subjetivo, en esta travesía que avanza despacio hacia el núcleo y razón del comportamiento de los personajes, su mirada tardía y angustiada sobre su propias vicisitudes. El proceso interno de reflexión parece hacerse cada vez más intrigado, con innumerables ramificaciones que crean un metamensaje sobre la historia que se muestra — este pequeño acercamiento del director a la Ciencia Ficción — a la que se sugiere, mucho más dura y rica en matices. La fuerza poética, la atmósfera melancólica, la soledad y el silencio parecen construir una idea extrañísima sobre la experiencia humana, su historia y lo que es aún más desconcertante, su propia y compleja visión sobre si mismo.

Más allá de lo evidente en la puesta en escena de “Solaris” Tarkovski construye una reflexión dolorosa y sistemática sobre lo que consideramos esencial e incluso, sobre lo que no lo es pero podría serlo en el escenario de nuestra imaginación. Tal vez, ese espacio infinito, ese territorio vacío del espacio silencioso, no sea más que una metáfora del conocimiento de sí mismo y la evolución del ser humano, pero también un símbolo de lo desconocido en nuestra mente y lo que existe al mismo límite de la razón.

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