jueves, 21 de julio de 2016

La nueva Guerra de los sexos se libra en la pantalla: La pornografia para mujeres.




La pornografía es una de esas palabras que se dicen en voz baja, pero todo el mundo escucha con bastante claridad. Porque el sexo vende. Eso nadie lo duda. Y la cultura — la provocadora, la marginal, la que complace los sentidos — lo descubrió bien pronto. Y es que sin duda, la sexualidad siempre será el secreto mejor guardado de una sociedad que está obsesionado justamente por descubrirlo. El sexo como necesidad, el sexo como búsqueda de esa frontera entre lo íntimo y lo privado, lo público y lo insatisfecho. Por ese motivo la pornografía siempre ha sido — y será — un floreciente negocio, incluso cuando carecía de nombre, cuando era solo una manera de paladear lo prohibido a una prudencial distancia.

De hecho, se ha dicho que la pornografía es un poco como la sexualidad femenina: se sabe que existe, se asume es parte de lo erótico, pero pocas veces se muestra con claridad. Una mezcolanza de tabúes a medio construir, de reflexiones sobre la naturaleza humana en estado crudo. Nos hace a todos un poco voyeristas, observadores de una gran orgía misteriosa que nadie acepta por las buenas disfruta. Somos moralistas, eso hay que aceptarlo y la mejor prueba de eso, es que aún la pornografía sea una palabra que provoque sobresaltos, que asuste e incomode. Nadie quiere admitir que observa, pero lo hacemos. La pornografía podría ser entonces esa descripción dura e inmediata de una sociedad castrada, que decidió asumirse como pura, pero sin alejarse demasiado de la puerta entreabierta de esa habitación llena de gemidos que tanto le tienta. ¡Y de que manera!

La pornografía actual nació con la fotografía. Muchos siglos antes, había sido un arte pecaminoso, prohibido pero definitivamente más artístico que solo sexual. Ya para el siglo XVII circulaban pequeñas laminas sexualmente explicitas que se vendían como tesoros a los afortunados que podían comprarlas. No obstante, esa mirada lujuriosa que define a la pornografía solo nació — se definió así misma — cuando pudo captar la realidad, el sexo por el sexo, la genitalidad demonizada que por siglos había sido cosa de secretos de alcoba. No es de sorprender a nadie por supuesto, que la pornografía se defina en ocasiones como arte, aunque su propósito no sea estético. Pero ¿No es el arte la definitiva rebelión contra lo impuesto? ¿No es la necesidad artística una mirada dura sobre la realidad y el hombre? ¿Y qué otra cosa es la pornografía sino abrir el último velo, descubrir la sencillez de la carne, del gemido y del deseo? Habrá quién pueda escandalizarse por la idea, pero la pornografía es capaz de sacudir las ideas más idealizadas de la lujuria, retorcer el rizo de lo que se asume es la naturaleza humana. Si, el sexo crudo vende, pero también es una moraleja, un metamensaje elemental sobre lo que somos. El instinto sin retórica, el cuerpo humano como herramienta de su propia filosofía.

Y quizás por ese motivo, la pornografía se reinventó para comprender a la mujer. La sexualidad femenina no es sencilla de comprender, mucho menos de desmenuzar. La sexualidad del hombre se asume como genital, la necesidad primitiva en busca de satisfacción. Pero la mujer, con toda su gloriosa búsqueda de matices, la interpreta de una manera distinta. Tal vez por eso la antigua frase que insiste que el hombre cuando sufre mata y la mujer se mata. Y en la pequeña muerte, la cosa no es distinta: el hombre asume lo esencial del sexo como frontal, evidente, sin secretos. Sexo por sexo. Pero para la mujer, el sexo es una disyuntiva, un matiz de carne, piel y emociones, donde se entrecruzan la idea con la sensibilidad, lo meramente erótico con algo mucho más sutil. De manera que la pornografía tuvo que mirarse así mismas, reorganizar piezas, reconstruir lo esencial de sí misma para asumir a ese nuevo público que el siglo XX le proporcionó. La ávida y recién descubierta sexualidad de la mujer.

La pornografía está pensada para hombres y creada por hombres, eso nadie lo duda. ¿Pero qué ocurre cuando se dirige hacia la mujer? ¿que pierde y que obtiene el replanteamiento de la visión más básica de la sexualidad? La respuesta parece tenerla Erika Lust, una sueca afianzada en Barcelona y que es una de las pioneras en el porno para mujeres. Pero lo que Lust muestra no es una visión idílica del sexo o que el romanticismo suavice el lenguaje frontal de la pornografía. La directora, confesa fanática del porno, asimiló lo esencial de la cultura del sexo crudo y reformuló la idea, a su conveniencia. Lust analiza la pornografía para mujeres no como una reconstrucción del mito erótico — tal vez no lo necesita — sino como una manera de satisfacer esa complejidad sexual femenina. En sus palabras, la búsqueda planteaba algo más profundo “Cuando vi porno por primera vez, Había algo en las imágenes que me excitaba, pero también muchas cosas que me molestaban. No me sentía identificada en esas películas: ni mi estilo de vida, ni mis valores, ni mi sexualidad aparecían por ninguna parte”. Y es que para Lust la idea solo tenía una manera de expresarse: la sexualidad femenina asume su frontalidad — el deseo en estado puro — pero también esa necesidad de mezclar todos los matices de ese mundo desigual de lo erótico pensado para la mujer.

Las películas de Lust por tanto, no son simples actos de voyerismo. Lo son por supuesto — es pornografía al fin y al cabo — pero también es un propuesta donde la historia posee la suficiente profundidad para que el sexo sea una parte del lenguaje y no solo, una muestra de lo evidente. Y es que la pornografía para mujeres engloba ese misterio de la lujuria femenina, de ese sentimiento que se confunde con algo más sustancioso pero que continúa siendo deseo. Además, Lust abrió la puerta para otorgar sentido a lo genital: lo porno que muestra el sexo, que disfruta haciéndolo pero que destruye la noción de la mujer como objeto de satisfacción del hombre.

La reivindicación de lo femenino llegó esta vez desde el ángulo más inesperado: una sexualidad agresiva y abierta. Quizás el cine porno para mujeres — hecho por mujeres para un público eminentemente femenino — sea una señal que la antigua guerra de los sexos dejó de enfrentar al hombre y a la mujer como antagonistas naturales. Ahora cómplices, el sexo crudo abrió el camino y elaboró un nuevo lenguaje de liberación de los géneros y los prejuicios. La batalla de los sexos llevando la lujuria como bandera y quizás, nueva forma de expresión.

“Cuando la pornografía se reinventó para la mujer” La fantasía sensorial.
El siempre provocador Andy Warhol insistía en que “El sexo es más excitante en la pantalla y entre las páginas, que entre las sábanas”. Una idea curiosa pero que parece definir el concepto de la pornografía actual. Porque la pornografía es la visión del sexo más allá de lo esencial y natural o eso parece sugerir su crudeza. El sexo pornográfico carece de matices, incluso de belleza: es sexo por sexo, para el placer y la satisfacción. Una fantasía donde el romanticismo tiene poco o ningún valor. El sexo como imagen que se comercializa, vende, invade. El sexo que se asume como egoísta: un lenguaje que está destinado a un consumo muy especifico y más allá, a una visión muy concreta sobre lo que ofrece. Y su público lo acepta de esa manera. Lo disfruta. Y muy probablemente asume esa cualidad cruda como inevitable.

Es la manera de sobrevivir de la pornografía en un mundo donde lo políticamente “correcto” parece ser casi tan destructor como lo tolerable. Claro que, la palabra “sobrevivir” no parece ser la apropiada para describir una industria millonaria, pero de alguna manera si lo es si asumimos que la pornografía es, en esencia, subversiva. Es de hecho, una visión de la cultura que muy poca gente asume como real: La descarnada, la consumista. El sexo ya no como expresión de lo erótico — o lo que asumimos filosóficamente sexual — sino de lo evidente: el deseo, la lujuria, la obsesión por lo genital. Y es que la sexualidad parece abarcarlo todo, en este mundo que ha perdido la afición por el misterio y encuentra necesario desmenuzar cada concepto lo mejor que puede. La imagen del yo pornográfico, la mujer como objeto y el falo masculino como símbolo, parece trascender lo marginal, para crear algo más. Un lenguaje coherente con esta época de abuso y uso desenfrenado del medio y el mensaje. Una desproporción del yo cultural.

Tal vez por ese motivo, la pornografía para mujeres sea, más que una reinvención de la pornografía como concepto, un replanteamiento de lo que se considera pornográfico. No es casual que la primera vez que se utilizó la palabra “pornografía” asociado al mundo femenino, no fue en imágenes, sino entre las páginas de un libro. En 1978, Snitow, critico literario, insistió en que los conocidos libros de Romance para mujeres de la serie “Arlequin” no eran otra cosa que pornografía para mujeres. A pesar del pánico que causó la idea entre feministas y conservadores, la idea estaba clara. La sexualidad femenina es a diferencia de la masculina, compleja y sensorial. La excitación proviene no solo de lo que se mira, sino además de lo que se siente, lo que conmueve, lo que se imagina. De manera que las novelas, con sus tórridas escenas descritas con una meticulosidad casi enfermiza, eran la puerta abierta hacia esa necesidad del sexo por sexo pero a través de una visión mucho más intricada que el simple porno de genital contra genital. Ya lo decía Peter Parisi, que incluso antes que Snitow analizó el romance literaria barato como una forma de porno exclusiva para las mujeres: Los Arlequines son “esencialmente la pornografía para personas avergonzadas para leer la pornografía “. En otras palabras, el sexo explicito — sea en palabras o imágenes — complace el morbo, pero también, la promesa de romance y quizás hasta de un burguesa conclusión anillo al dedo, la tradición. Todo cubierto entonces, con respecto al sexo por el sexo. La mujer lectora, la conservadora y la tímida sonríen desde las sábanas.

Pero para Snitow no solo se limita a pensar en la pornografía femenina como una interpretación del morbo y una satisfacción del erotismo, rodeado de una serie de elementos propios de lo que llama “la visión femenina”. Profundiza, penetra, asume que en la pornografía para mujeres, el sexo cumple otro rol, además de lo evidente: satisface esa necesidad de inmersión total de los sentidos, de pura necesidad sexual, por un concepto. Así que la pornografía para mujeres, no solo conquista esa visión de la mujer sobre el sexo llena de matices, sino que además, consuela esa culpa histórica de una cultura misoginia que asume que la gratificación inmediata femenina no existen. O no debería existir. El argumento da para todo: Más allá Snitow insiste en mirar a la mujer como una gran observadora de su sexualidad, una espectadora y constructora del mensaje erótico. Y es allí donde la pornografía para mujeres brinda un nuevo concepto, se admira así misma como un descubrimiento en una dura región social donde todo parecía estar dicho: el prejuicio de la mujer sexual y la visión del deseo por el deseo, sin otra cosa que lo disimule.

El planteamiento remueve ideas novedosas sobre esta nueva mujer sexual: adopta a pleno derecho la subversión de la pornografía masculina. Pero además, adopta algo más, ese destrucción de los limites históricos de lo que puede ser sexual o no para la mujer, de lo que de hecho, se considera erótico o no para el hombre o la mujer. Y todo esto ocurre finalizando esa década confusa de los años ’70, donde el despertar sexual del mundo está en pleno apogeo, el feminismo replantea el juego de roles y la mujer se hace preguntas sobre sí misma. Al mismo tiempo, la pornografía para hombres recorre su propio camino para dejar de ser una mera curiosidad cultural, una visión marginal, para lanzarse de lleno al triunfo comercial.
Era la época donde Playboy — fundada en 1953 por un jovencísimo Hugh Hefner — dio el salto de ser una publicación mínima a un icono comercial. Los mismos años donde la reaccionaria Hustler, de la mano de un campesino astuto como Larry Flint sacudió las bases de que hasta entonces se asumía como aceptable y crear algo nuevo. Ya no hablamos de panfletos de mala calidad con fotografías de mujeres desnudas. Hablamos de lujosas publicaciones en papel glassé y a todo color. La reinvención de la pornografía como negocio, y también como algo más, una confusa mezcla entre lo que se vende y lo que se asume como lenguaje. La pornografía ya no se esconde, ya no se teme. Los estanquillos del mundo se llenan de ediciones lujosas del sexo, del mensaje del sexo esta aquí, de la insistencia de que no se esconde el sexo como elemento del consumo. Al mismo tiempo, la fotografía sexual, la erótica, la pornografía, esa que parecía formar parte de un género vergonzoso dentro de un arte menor, parece incapaz de continuar escondiéndose de la mirada popular. El fenómeno aumenta de proporción cuando el vídeo casero sustituye las vergonzosas funciones de cine público. La pornografía se abrió pasó entonces a un nuevo mercado que pareció conjugar lo mejor y lo necesario: la privacidad de las puertas cerradas y la desmesurada necesidad del consumidor de pornografía promedio.

El mundo del porno había cambiado para siempre: ya no se reducía a un ámbito semi privado, escondido del ojo público. Se hizo virtualmente un emporio de proporciones incalculables. El sexo vende, no lo olvidemos y vende mucho. Es una industria por si misma y a través de las cientos de ramificaciones e implicaciones de su uso y comercio. El Otro Hollywood, como es conocido el negocio pornográfico en tierras americanas da empleo a unas 12.000 personas de manera directa o indirecta a través de casi un millón de empresas. Las productoras de cine porno producen al año 13.000 mil títulos catalogados para adultos y que no entran en el circuito de cine comercial. Pero eso no le importante a nadie: la sola cifra de producción en bruto supera 30 veces al Hollywood formal. A esa cifra descomunal hay que agregar — según el confiable FBI — 10.000 millones y 14.000 millones de dólares en posters, revistas, videocabinas, páginas web, descargas online, website dedicados exclusivamente al porno puro y duro. Para redondear estas extraordinarias ganancias, tengamos en cuenta que 20.000 millones proceden de los vídeos, unos 7.500 millones de la venta revistas — sobre todo el emporio Playboy, primero en diversificarse -, unos 5.000 millones de los teléfonos sexuales, 2.500 millones a través del pago por visión y otros 2.500 millones en Internet. “Sólo los vídeos porno generan más dinero que los ingresos combinados de las franquicias de fútbol profesional, béisbol y baloncesto” indica las investigaciones de Family Safe Media.

Una cifra espectacular por donde se le mire y que deja bien claro que el comercio sexual se expande a una mayor velocidad que la cultura considerada respetable: la pornografía crea un estado medio, semi oculto que sin embargo parece demasiado suculento para ignorarlo: Grandes nombres empresariales de respetable trayectoria como las cadenas hoteleras Marriott, Hyatt, Sheraton y Hilton, o os distribuidores de televisión por cable Time Warner, Comcast o News Corp, obtienen un considerable porcentaje de ganancia en la distribución. A manos limpias y bien disimulado, el mundo corporativo estadounidense también disfruta de su cuota de gemidos y sexo comercial.

En paralelo, recordemos que el mundo acaba de descubrir que la mujer se mastuba, que el deseo sexual femenino no es un elemento psicótico y mucho menos, una forma de locura. Existe, se manifiesta y es poderoso. Y la curiosidad, también. Y es allí quizás, el punto de inflexión donde la nueva mujer que nace entre la ruptura de la feminista acérrima — la que rechaza la sexualidad que la convierte en objeto — y la que se está descubriendo así misma. La que está en la búsqueda de descubrir lo que puede aspirar — desear — en esa sexualidad moderna, elemental y dura que hasta entonces le había resultado desconocida.

Porque la mujer comenzó a ver pornografía, de eso nadie lo duda. Quizás lo hizo a escondidas, robando escenas de entre las películas entrevistas, hojeando con ojos entrecerrados las revistas. Pero descubrió que aunque le atraía, la excitación de la mujer, de lo femenino es mucho más que lo genital en primer plano. Obviamente, la mujer es testigo de primera mano de como su sexualidad ha sido desensibilizada y ocultada: el nuevo descubrimiento la desconcertó. Pero no solo porque la sexualidad cruda niega la propia identidad cultural de la mujer — tal vez la agrede — sino porque además, no complace la necesidad esencial de la mujer sexual. Comunicación e imaginación. La fantasía erótica sensorial.

Es aquí quizás, donde se une ambas visiones de la pornografía, la masculina y la femenina: porque esta visión del sexo crudo, que complace a unos e incomoda a otras, parece sugerir — demostrar — que ambos se miran con mucha claridad a través de esa declaración de intenciones — vulgar, anónima y en ocasiones anodina — de la pornografía como producto de consumo. Porque la pornografía se hizo tema de debate al convertirse en algo innegable, que no se podía disimular: se habló que el auge de la pornografía podía deberse al progresivo aislamiento sensorial del hombre en una sociedad de consumo efectista. Se debatió larga y amargamente sobre su conducta desensibilizadora en adolescentes que tenían su primer contacto sexual a través del sexo grosero y evidente de la pornografía. Pero también, se habló de la liberación del tabú, del sexo como fenómeno accesible. Del sexo como vehículo de expresión. Una visión que pareció también meditarse en el arte y el producto tradicional: Inolvidable, ese asombro mediático que causó “El Imperio de los Sentidos” del director Nagisa Ōshimay después “El último Tango en París” de Bernardo Bertolucci. Más allá, películas como “Romance X” de la directora Catherine Breillat mostraron al gran público el sexo crudo, como fuente de ideas, como generalización de un concepto que pareció pertenecer exclusivamente a la periferia. Una propuesta que parecía combinar esa idea del sexo genital con la fantasía sensorial y optimista de Snitow.

Un híbrido entre ambas cosas es entonces la obra de Erika Lust, vanguardista y creadora: encontró la grieta entre las interpretaciones — el sexo que vende, el sexo que simboliza — y creó algo totalmente nuevo. Como mujer, se enfrentó al prejuicio de la industria porno y también a la mirada inquisitiva de la nueva feminidad crítica y consciente de su sexualidad. Y de alguna manera triunfó en ambos extremos. La obra de Erika Lust produce desconfianza, cuando no franca animadversión ¿Porno feminista? En un mundo acostumbrado que el sexo pornográfico tiene una sola visión, su frontal reinterpretación de la idea causó polémica. ¿Que aporta Lust a este Universo sin medidas tintas, donde la mujer y el hombre son solo objetos de la fantasía del que mira, el eterno voyeur? Tal vez que comprendió que la percepción del hombre y la mujer con respecto a sus cuerpos y al sexo, como placer y como satisfacción, son distintos, pero siempre coincidentes en la necesidad de búsqueda. A la mujer le gusta el porno, pero incluido en la idea sensorial. El hombre admira el misterio y busca el sexo. Y entre ambas visiones, Lust encontró una pieza perdida: esa que hace femenino y erótico el porno pero conservando esa genitalidad necesario del porno crudo. Encontró lo erótico en lo evidente y lo reinventó.

Se ha dicho que el porno es indivisible del actual hombre sexual. Pero también, que la fantasía erótica forma parte de la sexualidad femenina. Entre ambas cosas, desde el consumidor de porno puro y duro, a la lectora de novelas Harlequin y las más recientes fanáticas de la trilogía erótica “50 sombras de Grey” de la autora inglesa , hay un elemento en común. La búsqueda de la satisfacción, más allá del tabú y también ese poder que brinda el sexo como sonrisa vertical.

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