martes, 26 de julio de 2016

De los demonios culturales y la presión sobre la figura de la mujer: Historia natural de la masturbación.





La sexualidad femenina es un secreto bien guardado. Lo fue al menos, durante buena parte de la historia occidental: se le ignoró, se le estigmatizó, demonizó. Se le consideró pecaminosa y finalmente inexistente. De manera que no resulta sorprendente que la masturbación femenina sea de esos temas de los que nadie habla, que parecen perdidos entre las páginas de la historia no escrita del mundo. Y sin embargo, la masturbación femenina existe, es real y una de esas pequeñas rebeldías y conquistas que la mujer ha sabido ganarse a fuerza de sabiduría, de enfrentarse al prejuicio y mirase con honestidad. Porque el placer es una manera de expresión — de eso ya nadie tiene duda — pero también es una visión a lo primitivo de nuestra identidad, esa búsqueda de lo que somos a través de lo que consideramos esencial. ¿Y qué es la masturbación si no la mayor muestra de sabiduría del cuerpo en busca de identidad? Una forma de libertad.

Pero, como decía, la masturbación es de esos temas que no se tocan con frecuencia. De hecho, casi nadie quiere admitir que hay un secreto entre la piel y la sábana tan privado que siempre pareció carecer de nombre. Ese placer provocador que no obedece a ningún otro impulso que no sea el de la necesidad primitiva. Ya por el siglo II A.C, el científico romano Sarano de Efeso proponía, como tratamiento “humedecer la parte del útero femenino con aceite, y dejar al sentimiento de placer liberarse”. Quizás eso era lo que molestaba a los patriarcas de la Iglesia medieval, que dejaron muy claro que la masturbación era un acto “contra natura”. Una forma de locura. Por supuesto, se referían a la masculina, al temido pecado del Onanismo. A ese acto de puro vicio al que se le adjudicaba síntoma de graves males del alma. Porque la mujer, la Santa, la Pura y la casta, no se masturbaba. De hecho, la mujer obediente, se la educaba desde niña para comprender una idea muy concreta: el cuerpo era el enemigo. Eva, la curiosa y detestable Eva, había condenado al género femenino a convertirse en tentación perpetua, en huella del mal en la tierra. La lujuria del deseo era una muestra evidente, de ese deseo malhadado, de ese destino trágico de la costilla del hombre de conducir la humanidad al pecado. El placer, la sensualidad, el goce carnal por lo tanto, no era para las mujeres. Era cosa de brujas y herejes, de esas que morían en la hoguera por atreverse a gemir. Las mujeres decentes, las hijas sumisas de la madre Iglesia, debían contener el impulso del demonio, ese que al cual se le atribuía todos los males de la tierra y pensar en el destino sublime de la maternidad. Porque por entonces, el sexo solo tenía un único objetivo, satisfacía una sola necesidad: la de procrear. Hombres y mujeres de la Oscura época medieval, yacían en santo Matrimonio solo para honrar el divino destino impuesto por su creador. Más allá, el pecado. Y con el pecado, el mal. Ese que hacia arder las llamas del secreto nupcial y contra el que la Iglesia advertía a la feligresía siempre que podía.

Pero aun así, el placer sobrevivió a la culpa. Se conservan miniaturas exquisitas de copistas anónimos, que muestran a mujeres desnudas en espléndido éxtasis. El cuerpo ondulando y tenso, el rostro vuelto hacia el Cielo inhóspito con el brillo del deseo. Ya por entonces la pornografía, tenía su público. El arte erótico es de hecho, el único testimonio que se conversa de esas primeras escenas donde la mujer se libera del lastre histórico para descubrir su poder sexual. Se habla de brujas poseídas por demonios nocturnos, de mujeres aterrorizadas por monstruos nocturnos, desgarradas por un placer infernal.

Más allá del mito, algo era muy claro: la mujer sexual intentaba abrirse paso entre el miedo y el oscurantismo de una época castradora. No era una batalla simple: La mujer era prisionera del prejuicio y de su género. A las insatisfechas, las que lamentaban la perdida de esa idea sí mismas que apenas comenzaban a vislumbrar, eran acusadas de histéricas, un término lo bastante amplio como para incluir a la mujer libre pensadora y a la rebelde, a la que puta y a la transgresora. Y a todas se les castiga de la misma manera: desde palizas que la ley recomendaba para “enmendar” el comportamiento pecaminoso hasta métodos mucho más crueles como extirpar el clítoris (Ablación) que según los médicos de la época, aliviaba los síntomas de convulsiones y fiebres, incluso de la epilepsia. Una brutal mutilación no solo física, sino además emocional de la mujer. Confinada al rincón de su propio cuerpo, incapaz de comprender ese silencio del cuerpo castrado, hubo suicidios y también, muertes inexplicables. Raptos de tristeza se les llamo, con más acierto del que nadie comprendió en su momento.

Pero la masturbación insistió en que se le llamara por su nombre. No lo logró de inmediato, claro. Se deslizó entre los sueños de las beatas, se abrió paso entre la leyenda y el arte, siguió inquietando los sueños de los incómodos. Provocando sonrisas misteriosas. Para el recuerdo, la extraña manera que tuvo Bernini de representar el Éxtasis de Santa Teresa: la religiosa yace en una postura casi sexual, mientras un ángel de “llama ardiente” la atraviesa una y otra vez. ¿Cuántas mujeres habrán sonreído ante la imagen? ¿Cuántas de las Damas respetables, del brazo del marido poderoso habrán mirado la espléndida obra de arte y habrán recordado su propio éxtasis, la experiencia casi religiosa en el secreto de su sonrisa vertical?

La mujer continuó por encontrar un lugar bajo la escena de la historia donde pudiera sentirse cómoda. la sexualidad siguió siendo el arma oculta. La masturbación un secreto que insistía en confundirse con la demencia siempre que podía. Y es que la mujer seguía siendo prisionera de si misma y su sexualidad, una idea incomprensible. Porque la mujer real, la mujer aceptada por la cultura, la mujer respetable, no sentía placer. O al menos no lo admita. Para eso estaban las mujeres de la vida, las meretrices quienes habían cometido el imperdonable pecado de disfrutar de su cuerpo a placer. Tal vez por ese motivo, en los siglos XVIII y XIX, manuales y libros médicos insistían en llamar al placer en solitario femenino, un mal “reincidente”, un vicio nocturno y un acto morboso. La férrea moral de la época intentaba controlar a sus histéricas, a la hijas del nuevo siglo que gozaban en secreto lo que las sociedad les negaba por terquedad. Se inventaron aparatos y las jóvenes que padecían el “trastorno del deseo” — como se le llamaba por entonces — eran condenadas a dormir con camisas de fuerza.

La locura de sonrisa maliciosa, prosperando en un mundo que intentaba ignorarla.
Porque la masturbación era el enemigo secreto de la cultura de lo correcto. Un enemigo al que la mujer se enfrentaba quizás sin saberlo. La histeria, ese padecimiento inclasificable que sobrevivía siglo con siglo, comenzó a rozar esa apacible calma marital, el rostro de la mujer ideal victoriana. Multitudes femeninas, acosadas del misterioso mal, acudían a consulta médica en busca de cura y sosiego. La medicina entonces, creó lo que sin saberlo, fue el primer paso para la liberación de la masturbación, para que recuperara su nombre y su lugar dentro de la historia femenina. Porque al paroxismo histérico — ese que aparentemente causaba el deseo sexual femenino reprimido — solo tenía una cura. El placer. Fue entonces en los consultorios médicos victorianos donde el acto de la masturbación del mito a la realidad, donde cruzo el breve velo entre lo supuesto y un secreto a media voz. Para el año 1900 ya existían media docena de vibradores médicos.

Se dice que la mujer aprende sola a masturbarse. Que la curiosidad que Eva le heredó, le hace reconocer bien pronto que su cuerpo posee un misterio. La lujuria como lenguaje, el deseo como respuesta. Quizás por ese motivo, el temor del Universo masculino hacia ese poder que se ejerce en solitario, a esa búsqueda de una libertad que por años fue inimaginable para la mujer. Porque es deseo, nada más. Hablamos de la mujer que reconoce su cuerpo, que lo acepta y lo disfruta. La emancipación de la carne. La liberación del prejuicio.

Fue en el año 1952 cuando finalmente el mundo pareció comprenderlo con claridad esa idea: solo entonces la asociación Americana de Psiquiatría retiró del canon de enfermedades al llamado paroxismo histérico. Y la masturbación se mostró en toda su gloria impía, la mujer sexual se liberó. El orgasmo femenino existía y no solo como una breve sombra del masculino, sino por derecho propio. Lo que por siglos había sido un susurro entre sábanas, tuvo nombre y un motivo. El placer existió. La Eva bíblica sonrío desde su mítico retablo olvidado.

La ciencia rápidamente lo dejó claro: desde la antropóloga Margaret Mead hasta los padres de la sexología Moderna Master y Johnson, celebraron la súbita existencia del orgasmo femenino. Fue toda una proclamación de intenciones. Se insistió que la masturbación femenina — ahora, sí, real y con nombre propio — beneficiaba al género humano. Se habló de liberación y de cifras que nadie escuchó realmente. Tal vez nadie las necesitaba: el enigma susurrado a media voz, ese que toda mujer descubrió muy pronto y que guardo muy bien, siempre estuvo allí, a la espera de ser descubierto y liberar, quizás para siempre, a la mujer sexual que por tanto tiempo estuvo cautiva.

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