sábado, 16 de julio de 2016

Voces de primavera y otras historias de Brujería.





- ¿Crees en la magia?

La pregunta de mi prima me dejó desconcertada. Solté la pelota con la que estaba jugando y la miré, sin saber muy bien cómo responder a eso.

- ¿Que si...?
- Crees en la magia - repitió con cierta impaciencia. Ladeó la cabeza y me dedicó una larga mirada apreciativa, esperando respondiera. Comprendí que me lo preguntaba muy en serio. Eso, a pesar que sus palabras parecían muy extrañas allí, en mitad del ordenado jardín de la casa de su madre, bajo el sol del mediodía y el sonido cercano de las conversaciones de los adultos unos metros más allá. Había algo casi severo en su carita de expresión seria.

- No sé ¿Por qué me preguntas eso?

Me pregunté si prima me hacía alguna broma pesada o se trataba de algo más que no entendía con claridad. No la conocía lo suficiente como para saberlo. Con ocho años, conocía bastante poco a mi familia materna. Apenas un par de visitas en algunas fechas señaladas y un par de conversaciones telefónicas que no recordaba con claridad. Mi madre mantenía una prudencial distancia con buena parte de sus parientes y por ese motivo, había pasado buena parte de mi infancia un poco a la deriva, en medio de una soledad llana y un poco extraña que en ocasiones resultaba un poco triste.

- Porque creer en la magia es algo bueno y que te hace mejor persona - me respondió cruzando los brazos sobre el pecho. Me revolví incómoda sobre las puntas de los pies.
- Pero no existe ¿no? Mi mamá dice que...

Miré sobre su hombro. Entre el grupo de tías y primas que conversaban un poco más allá, mi madre destacaba por mantenerse unos pasos más allá, como si no se decidiera a unirse a las conversaciones ni mucho menos a la algarabía general. Sabía que estaba incómoda. Ella misma me había insistido que sólo acudíamos al cumpleaños de la bisabuela porque no podía zafarse de la invitación. Me lo había dicho mientras me enfundaba en el vestido amarillo que me gustaba tan poco y trataba de peinar mi rebelde cabello rizado.

- Pero ¿Por qué no quieres ir? - insistí. Le había preguntado lo mismo al menos en dos ocasiones anteriores. Y como lo había hecho antes, mi madre apretó los labios y se concentró en trenzar mi cabello con delicadeza, como si no me hubiese escuchado. Me quedé preocupada y tensa, sin saber qué pensar sobre esa insistencia de mi madre de mantenerse a bastante distancia de su familia.

- A tu mamá no le gusta la magia - dijo entonces mi prima en voz baja - pero la magia...

Se mordió los labios. La miré expectante y nerviosa pero ella de pronto pareció incómoda, como si no supiese explicar lo que deseaba decirme a continuación. Por último sacudió la cabeza y tomó la pelota que yo había dejado caer en el suelo.

- Mejor preguntale a ella.
- ¿Qué ibas a decir? - dije impaciente.

Pero ella no me escuchó  - o fingió que no lo hacía - y  corrió hacia donde su madre se refrescaba bajo la sombra de uno de los toldos de tela que llenaban el jardín. La miré boquiabierta sentarse a su lado y luego cuchichear algo al oído de su madre. Intenté hacerme la desentendida cuando ambas me miraron con una rara expresión de ternura que sólo logró hacerme sentir aún más incomoda. Comencé a pensar que mi madre quizás tenía razón en no desear venir aquella reunión de parientes desconocidos. Me pregunté si esa mirada de tía y prima era una especie de insulto que no entendía muy bien.

Seguía enfurruñada y rabiosa cuando volvimos a casa. Mi madre me dedicó una rápida mirada sorprendida mientra conducía entre la maraña de tráfico de la ciudad.

- ¿Estás bien? ¿Te hizo daño la comida de la fiesta? - preguntó.

Miré por la ventanilla antes de contestar. La ciudad tenía un aspecto brillante, con la luz de la tarde cayendo en vertical sobre los edificios y los bordes de la montaña muy verdes rodeándola. Pensé en la conversación con prima y lo extraña que me había hecho sentir el hecho de no comprender a qué se refería, ese secreto un poco movedizo que parecía llevar entre las manos y que yo no podía ver con claridad. ¿O será que me lo estaba imaginando todo?

- Mamá ¿crees en la magia?

Ella no respondió de inmediato. La vi apretar la rueda de plástico del volante con un gesto nervioso

- Magia no es una palabra sencilla - dijo por último. Maniobró con habilidad entre los coches que nos rodeaban - y define muchas cosas. ¿Por qué me preguntas algo así?
- Me lo dijo Prima - le conté la escena lo mejor que pude - No entendí por qué lo hizo.

Silencio otra vez. Mamá tomó una bocanada de aire y sólo entonces noté la tensión en su expresión, en la comisura de los labios y la forma como arrugaba levemente los ojos.

- Me dijo que la magia era algo bueno - insistí como para recalcar lo raro del asunto.
- Tu prima y su familia tienen creencias distintas a la tuya. - dijo entonces mamá con cierto esfuerzo - para ella, la magia es una idea real, en cierta forma.

Mi mamá siempre me hablaba como si no fuera una niña, sino de un adulto. Y aunque la mayoría de las veces me gustaba, en otras era un poco confuso. Tenía la impresión que hablaba consigo misma en lugar de conmigo y aunque no lo pensaba en términos tan complejos, la sensación era un poco desconcertante. Me quedé muy derecha en mi asiento, digiriendo la idea.

- ¿Y qué creencias son esas?

Mamá siguió conduciendo. La noté tan incómoda y casi furiosa que me arrepentí de haber preguntado. Pero ya que lo había hecho, me despertó curiosidad la respuesta. Me quedé mirándola con los ojos muy abiertos, como si esperara que las palabras salieran volando a su alrededor como esbeltos pájaros de tinta.

- No tiene importancia ahora.
- Pero mamá...
- ¡Basta! No quiero hablar más sobre el asunto.

Apreté los labios. Mamá tenía una forma muy seca de cortarme y aunque jamás perdía la calma, había cierta rigidez en su forma de educarme que siempre me producía una singular sensación de tristeza. Me quedé muy quieta en mi asiento, recordandome que debía contener las lágrimas como una niña grande. Ella tomó una bocanada de aire mientras maniobraba para entrar por la reja de seguridad del edificio residencial donde vivíamos. Cuando el auto se detuvo, nos quedamos sentadas una al lado de la otra, en un duro silencio.

- Lo lamento - dijo entonces - no es un tema fácil. Tu abuela y tu familia creen en...cosas que yo no. Y sé que aunque debería hablarte de eso, no sé si quiera hacerlo. Lo lamento.

Me abrazó. Apoyé la cabeza en su hombro, con una sensación torpe y un poco precavida. Nunca había entendido bien a mi madre - o todo lo que puede entenderla una niña de mi edad - pero me unía a ella una cierta complicidad silenciosa, un "estamos juntas en esto" que siempre me conmovía mucho. Aunque claro está, no supiera que era "esto" o por qué estabamos tan solas en nuestro pequeño mundo privado. Me acarició el rostro con sus dedos cálidos, dedicándome una de sus sonrisas tristes.

- Prometo explicarte como veo la magia después ¿si? - murmuró. Apretó su frente contra la mia - Después.

Acepté su promesa pero por supuesto, dudé que pudiera sujetar mi curiosidad por tanto tiempo. Pero no le dije nada. No creía que fuera el tipo de cosas que a mi madre le gustara escuchar.

***

En ocasiones, me sorprende un poco el raro pensamiento que a diferencia de mucha gente, conocí a mi abuela cuando tenía suficiente edad para notar su ausencia en mi vida. Por supuesto, la había visto una que otra vez en ocasiones esporádicas, pero jamás habíamos intercambiado más que sonrisas y en una ocasión, una memorable conversación sobre mi raro cabello rizado que crecía como la hierba. De manera que cuando mi madre me dijo que me iría a vivir con ella, me quedé boquiabierta.

- ¿Con abuela?
- Sí. Sólo durante la semana. No puedo cuidar de ti como quiero y además, trabajar lo que necesito - me explicó a su estilo conciso y calmado - la suya es una casa grande donde viven varias de tus tías y primas. Estarás bien allí. Pasaré por ti los fines de semana.

No supe que responder a eso. Era un pequeño cataclismo en mi vida que no sabía cómo afrontar. Intenté explicarle a mi madre que lo menos que quería era pasar los días de la semana con un grupo de parientes desconocidos, el miedo profundo que me producía esa idea,  pero no pude. Es difícil explicar la angustia infantil. Ese páramo inabarcable donde habitan monstruos invisibles de la imaginación. Así que me limité a quedarme muy quieta sentada en la orilla de la cama, viendo a mi madre llenar mi pequeña maleta azul con estrellas amarillas con mi ropa favorita. Cuando levantó la cabeza, me miró con cierto cansancio.

- Estarás bien - repitió - te va a gustar.

Me repetí esa frase hasta el cansancio dos días después, cuando me dejó en casa de abuela. Fue un momento extraño y extrañamente doloroso: mi mamá intercambió un rígido abrazo con mi abuela y después me dejó allí, de pie a su lado en aquel jardín inmenso y desordenado, lleno de hierba mal cortada y grillos. Abuela me dedicó una mirada curiosa desde su elegante altura. Llevaba el cabello cobrizo trenzado sobre el hombro y noté que como a mi, se le escapaban mechones rizados. Eso me tranquilizó.

- ¿Muy nerviosa? - preguntó en un tono confidencial. Me pregunté si debía decirle la verdad, que no deseaba otra cosa que salir corriendo a esconderme. Tragué saliva.
- Un poquito - dije a regañadientes. Ella sonrió y me dedicó uno de sus guiños traviesos.
- Yo también.

Parpadeé. ¿La gente grande se podía poner nerviosa? Aquello si que era nuevo. La seguí mientras caminábamos al interior de la casa.

- ¿Y tu por qué estas nerviosa abuela?
- Porque quiero que estés bien aquí y no sé cómo - dijo sin más. Ah, tenía el mismo estilo de responder preguntas que mi mamá, pensé aliviada. Eso me gustó - pero lo voy a intentar.

Lo intentó de verdad. Durante el resto del día, abuela me demostró que no sólo estaba dispuesta a cuidarme durante la semana sino también, darme un hogar, algo que yo no había pensado necesitaba hasta ese momento y cuya importancia no llegaría a comprender sino hasta muchos años después. Abuela me hizo sentir bienvenida pero también, querida, apreciada. De pronto, rodeada por su sonrisa y amabilidad, la algarabía de mis tías y primas riendo en voz alta, hablando a los gritos, comprendí lo sola que había estado siempre. Lo silenciosa que siempre había sido mi vida. Y no supe si sentir pena o alivio que eso hubiese terminado.

- ¿Te gusta la habitación?
- ¡Me encanta! - dije sin aliento - ¡Es el lugar más lindo del mundo!

O a mi me lo parecía al menos. Era pequeña, con vista al jardín desordenado, con piso de madera y muebles viejos, todo muy distinto a mi inmaculada habitación en la casa de mi madre. ¡Incluso tenía un anaquel para poner todos mis libros! acaricié la madera, asombrada que tuviera cicatrices y brillara de manera dispareja. Recorrí con los dedos los grabados de hojas y lineas que lo cubrían. Y estrellas, claro. Había estrellas por toda la casa, ahora que lo pensaba. Estrellas pintadas en las paredes, talladas en el yeso de la cocina o como en la biblioteca de mi habitación, grabadas en la madera. Me volví para mirar a la abuela, que colgaba mi ropa con cuidado en el pequeño armario junto a la pared.

- Abuela ¿Te gustan mucho las estrellas?
- Muchísimo - respondió sin mirarme - ¿y a ti?
- Mucho también - reconocí - ¿Te gustan tanto que por eso las hay por toda la casa?

Abuela tomó mi feo vestido amarillo - que no entendía por qué mi mamá había empacado - y lo colgó. Luego se volvió para mirarme, con una sonrisa amplia y cálida.

- Bueno, me gustan. Pero están por toda la casa porque representan la sabiduría de lo imposible. El poder de la voluntad y a la magia por supuesto.

Parpadeé, entre asombrada y un poco inquieta. De nuevo esa palabra. Y ya no me la decía una niña como yo en medio de una fiesta familiar. La decía abuela, alta y solemne, inteligente y muy franca. Me acerqué a ella.

- Hablas de la magia como si fuera de verdad - dije despacito. No quería pensara que le faltaba el respeto. Abuela se sentó en la cama y ladeó la cabeza. Me contempló con su amable mirada color miel.
- Es de verdad - dijo con sencillez.

Pensé en los cuentos y películas que había visto. La magia siempre era "algo" raro y poderoso, capaz de transformar y destruir todo lo que tocaba. Capaz tanto de dormir princesas por cien años cómo convertir brujas en dragones. Magia que encantaba castillos y convertía príncipes en bestias. Magia que envenaba manzanas y magia que hacia crecer el cabello de niñas atrapadas en torres temibles. ¿Magia de verdad? me dije nerviosa. ¿Magia como la imaginaba?

- Pero...¿por qué crees eso? - pregunté bajito. Abuela extendió su mano y tomó la mía. La suya era grande, llena de callos y cicatrices por una larga y bonita vida de experiencias, supuse. La escuché suspirar.
- Lo creo porque soy bruja.

Lo dijo como si tal cosa. Lo dijo de verdad, pensé intentando poner cara de nada y asimilar lo que acababa de escuchar.  Por primera y única vez en mi vida, me pregunté si mi abuela no estaba un poco loca.  Y eso me gustó, cual fuera la respuesta.

- Bruja...¿Cómo la mamá de Blancanieves?
- Bruja como mi madre, tu abuela. Y su madre y también, la tuya. Bruja como la curandera del bosque, la mujer que impone manos en la montaña, como la que sabe cuando va a llover y como curar dolores con sus dedos. Bruja como cada mujer que levanta los ojos al Infinito y se hace preguntas. Bruja como cada mujer sabia, voluntariosa, rebelde, salvaje. Bruja como cada mujer con espíritu de fuego, la audacia de saber cometer errores y recibir sabiduría de ellos. Bruja como cada una de las mujeres de esta casa. Bruja como tu, también.

Me quedé muy quieta, dejando que las palabras me rodearan y tomaran formas inusitadas en mi mente. ¿Bruja? Imaginé de inmediato una mujer de piel verde y nariz ganchuda, riendo de manera estridente alrededor de un caldero. Una criatura misteriosa y maligna arrojando rayos plateados por los dedos. Una mujer temible en mitad de la noche mirando amenazante un niño dormido. Cuando miré de nuevo a mi abuela, me pareció adorable y querida en comparación.

- Pero tu no eres una bruja - dije por último.
- Claro que lo soy. Por nacimiento, por decisión, por aprendizaje. Nací bruja y con toda probabilidad, moriré siéndolo - se puso en pie. Se sacudió el pantalón de pana con un gesto rápido - sé que parece extraño e incluso atemorizante...
- ¡No me da miedo! - me apresuré aclarar - sólo que...
- Muy bien. Las brujas nunca tienen miedo y si lo tienen, siguen a pesar del miedo - me explicó. Se inclinó y me besó en la frente - cenamos en un rato. Baja cuando quieras.

La miré alejarse caminando por el pasillo con su paso rápido y marcial. Abuela era una mujer grandota, alta y maciza pero se movía como una ligereza envidiable. ¿Parte de la magia? me pregunté mirándola.

Sólo entonces caí en cuenta que dos cosas que me dejaron sin aliento: Había llamado a mi madre bruja.
Y a mi también.
Un escalofrío me recorrió por completo.

***

La casa de mi abuela era un saludable caos. Siempre había alguien hablando en voz alta, riendo, comiendo, bailando, leyendo en alguna de las habitaciones. Parecía que la casa desbordaba de vitalidad por todos los costados y me llevó algunos días acostumbrarme a esa sensación casi eléctrica que llenaba todo a mi alrededor. Mi abuela parecía divertirse por mi asombro por cada cosa nueva que descubría a diario.

- La vida es caótica, compleja y casi siempre sin sentido - me dijo al final de esa semana, mientras tomábamos café juntas en el mesón de la cocina - vivir es un ejercicio de audacia. Vas por el mundo sin brújula pero lleno de maravilla. ¡Y eso es bueno! Toda bruja busca equivocarse y aprender de esa sabiduría, de la curiosidad que nunca se sacia. De la capacidad de buscar las respuestas a tus preguntas, aunque sólo sea para hacerte más preguntas.

Ya para entonces, sabía que cuando hablaba sobre brujas - de sí misma o de cualquier mujer - lo hacía de manera literal. Y eso me encantaba. Durante todos aquellos días había hecho un montón de preguntas sobre acerca de eso y me encontré con la sorpresa que en mi familia, las brujas y sobre todo la brujería, era un tema que se tomaba muy en serio y de manera casi reverencial. Y aunque yo no sabía esas palabras ni podría explicar en términos tan complejos eso, si comprendía que había un conocimiento muy viejo y profundo que mi abuela y mis parientes atesoraban.

- Como magia ¿No? - dije casi con timidez. Abuela levantó su taza y me dedicó una miradita curiosa.
- ¿Qué te parece a ti que es la magia?
- ¿A mi? - era raro que alguien me hiciera preguntas tan adultas. Me gustaba eso - que es...una fuerza. Un poder. Algo que te permite hacer cosas maravillosas.

Escogí muy bien las palabras para describir lo que había leído leído en mis cuentos favoritos. Mi abuela lo notó y sonrío con aprobación.

- Lo es - asintió - Pero ¿sabes de dónde viene?

Durante la semana, había visto todo tipo de objetos extraños y exóticos en casa de mi abuela. Estrellas, escobas, figuras de dioses y diosas que decoraban anaqueles y formaban parte de la decoración en la casa. Tapices con soles y lunas colgando de las paredes, montones de fotografías de parientes enmarcadas abarrotando los salones. Cada cosa parecía tener su origen, significado y sentido. Y en medio de aquella colosal colección, había una especie de belleza oculta, sosegada, una historia que contar.

¿Venía de allí la magia? pensé mientras miraba a mi alrededor. La cocina tenía muebles muy viejos, de madera muy recia y pulida. Del techo colgaban ramos de diferentes plantas y especias, puestos a secar al sol. Los platos de porcelana mellada y muy usados, colgaban entre los anaqueles.  Como el resto de la casa, todo tenía un aire muy usado, muy familiar y cálido. Pero...¿Mágico? En todas las películas y cuentos, la magia provenía de objetos increíbles, asombrosos. De cristales de especial brillo, de varitas de madera creadas por poderes impensables. Pero en casa de mi abuela, solo había objetos de la familia. Queridos y conservados tesoros que habían viajado de generación en generación hasta la actualidad.

- No lo sé. ¿Tienes...algunos...objetos mágicos guardados? - aventuré. Abuela soltó una de sus alegres y estruendosas carcajadas.
- Sí, se llaman libros - reímos juntas - la magia no proviene de grandes portentos, mi niña. La magia, la de verdad, es mucho más misteriosa, poderosa y significativa que eso. Y claro está, procede de algo mucho más enigmático que una varita, un caldero o una escoba.
- ¿Y que es eso? - pregunté, entusiasmada.  Para entonces, estaba convencida que había todo tipo de portentos que descubrir en aquella casa maravillosa y el lugar donde provenía la magia tenía que ser, sin duda, uno de ellos.
- La magia, mi niña es la capacidad para transformar lo que te rodea en lo que deseas - me explicó - es un tipo de visión sobre ti misma, el futuro, la belleza y todas las pequeñas cosas que hacen tu vida importante y  que se sustentan sobre el poder de crear y creer. La magia, la real, te permite hacer cosas que jamás pensaste hacer o crear. Que jamás creíste tendrías el valor de hacer. Te hace encontrar esperanzas donde no creías pudiera haber ninguna. La magia reverdece los bosques de tu mente y te hace consciente de tu capacidad para mirar el cielo de tu mente y encontrar respuestas en él.

Por supuesto, entendí muy poco de lo que la abuela me decía pero si lo suficiente para entender que la magia me permitiría hacer cosas que solo podía soñar. De inmediato, me imaginé volando por los tejados, nadando sin cansancio en el mar, corriendo montaña arriba, flotando a las estrellas. Batí palmas de emoción.

- ¿Y como hago eso?
- Primero tienes que descubrir de donde proviene.
- ¡Pero si ya te lo pregunté!
- Eso no te lo puedo decir yo - dijo mi abuela enarcando las cejas - la primera lección que aprende una bruja es a encontrar la magia donde sea que esté y allí, reside su primer gran conocimiento.

Me desinflé. ¿Como se supone que haría eso si ella no me decía gran cosa? Abuela soltó la carcajada otra vez cuando se lo dije.

- Espera aquí y te daré la primera pista.

Salió y la escuché ir hacia la biblioteca. Vaya que esto iba a estar bueno, pensé con el corazón latiendo muy rápido. ¿De verdad me iba a convertir en bruja? pensé casi sin aliento. ¿Esto está pasando? me pregunté y no primera vez durante aquella intensa semana. Me pregunté si la casa de mi abuela, en toda su belleza, desaparecería ese fin de semana cuando volviera a casa de mi madre. El pensamiento me entristeció y la miré con cierto aire contrito cuando volvió a entrar, sosteniendo un pequeño paquete entre las manos. Me lo extendió y lo tomé con dedos temblorosos. Era un objeto duro y plano, envuelto en papel de embalar. Y afuera decía: "Abrelo si lo necesitas".

- ¿Y esto?
- E primer principio de la magia. Si necesitas de verdad un poco de esperanza y magia, abrelo y sabrás de donde proviene toda.

Me quedé con el paquete entre las manos. Quise sacudirlo, quizás mirar por las esquinas para saber que contenía. Abuela se encogió de hombros.

- Puedes hacer lo que quieras. Pero la magia sólo será real si sabes cómo buscarla.

Suspiré, desanimada. Aquello no parecía sencillo. Como si hubiera leído lo que pensaba por algún método misterioso,  abuela me puso una mano en el hombro y se inclinó para mirarme a los ojos.

- No dije que sería fácil. Pero te gustará lo que encontrarás.

***

Pensé en el misterioso paquete la noche en que regresé al departamento que compartía con mi mamá. Era viernes y llovía. Mamá estaba impaciente, mal humorada e irritable luego de una larga semana de trabajo y no parecía muy dispuesta a escuchar todo lo que tenía que decir sobre la casa de mi abuela. Estaba más preocupada por revisar mis cuadernos escolares, asegurarse de lavar mi ropa y comprobar que me encontraba bien de salud.

- Mamá...pero...
- Después Agla. No tengo tiempo.
- La abuelita me dijo que era bruja. Y que tu también lo eras.

Se quedó muy quieta, inclinada sobre el pulido y moderno mesón de la cocina, tan distinto al viejo y gastado de casa de la abuela. Luego volvió la cabeza y me dedicó una mirada  de ojos entrecerrados.

- No repitas eso en la Escuela o nadie que conozcas.

Me quedé en una pieza. No lo había negado. Tampoco lo había dicho alguna otra cosa. No se trataba de algún juego de palabras de la abuela. En realidad...la palabra flotó frente a mis ojos, pareció tener peso propio. Eramos brujas. Mi abuela, mi madre y yo.

- Pero es...¿Verdad?
- Tu abuela cree en algunas cosas que no comparto - dijo en voz baja y tensa - no está mal, simplemente no es...
- ¿Somos brujas?
- Ella te llamará así. Y también a mi y a todas nuestras parientes. Pero es sólo una palabra.

Cada vez parecía más incómoda. Continuó cortando los trozos de verdura para la cena. Me acerqué un pasito al mesón.

- La abuela dijo que la magia existe.

Pasarían muchos años hasta que mi mamá me hablara de la razón por la cual rechazaba cualquier cosa relacionada con la brujería y el concepto de la bruja. Pero ese día, sólo noté como lo que acababa de decirle le enfureció tanto como para que las pálidas mejillas se le colorearan de carmesí. Los brazos se le pusieron rigidos y tomó una larga bocanada de aire casi dolorosa.

- Aglaia, ¡Basta de eso! - y esta vez sí que estaba enfadada. Enfadada de verdad, con los ojos muy brillantes y abiertos - la magia sólo es una idea fantasiosa para consolar el miedo. Y ya está. No importa lo que diga mi madre o lo que crean en su casa. ¡El mundo real es otra cosa!

Retrocedí. No sólo por sus durísimas palabras, sino su ira, su angustia. Sentí que el bienestar que había sentido en casa de mi abuela me abandonaba y me dejaba fría y en silencio. Contuve las lágrimas.

- Abuela dice que creer y crear es una forma...de elevarte - balbuceé - y yo le creo.

No sabía si le creía y menos, comprendía del todo esas palabras. Pero sentí debía decirlo, explicarle a mi mamá que no todo era ese terreno árido y blanco que acababa de describirme. Aún así, sentí el escozor de las lágrimas y no quería que me viera llorar, así que corrí a mi habitación. Y ella no me siguió.

Me quedé tendida en la cama, mirando el techo. Me dolía tanto lo que acababa de decir mi madre y no sólo porque rompía la delicada burbuja de esperanza que mi abuela había creado para mi durante la semana, sino también...porque le creía. ¿Como no creerle? Era mi madre. Aunque no lo deseara y me resistiera con todas mis fuerzas, no podía evitar creerle.  En mi pequeño mundo, ella lo era todo. Me cubrí la cabeza con la almohada y di rienda suelta al llanto.

La escuché llamarme a cenar pero no me moví y fingí que dormía cuando vino a verme. Me cubrió con las sábanas y apagó la luz. Me quedé otra vez a solas en esa oscuridad y en la tristeza. Pensando en sus palabras. Preguntándome si mi abuela me había mentido. O si simplemente, como había pensado antes, me estaba imaginando toda aquella luz y belleza.

Y de pronto, recordé el paquete. El paquete mágico, me corregí. En la oscuridad, me levanté a tientas. Tomé mi morralito escolar y lo encontré donde lo había dejado: bien sujeto con las trenzas de mi zapato para evitar la tentación de abrirlo. Si alguna vez había necesitado magia, era justo en ese momento.

Las manos me temblaban cuando desgarré el papel. Deslicé la mano sobre la superficie fría y lisa. Lo levanté. Mi rostro me miró entre las sombras sobre el pequeño espejo. Sacudí la cabeza. ¿Un espejo?

Una nota cayó de entre el papel. Había una pequeña nota escrita a mano. Aunque nunca lo hubiese visto antes, supe era la letra de mi abuela.

- La magia no es algo que haces, es algo que eres - leí en voz baja. La frase pareció flotar en las sombras de la habitación, elevarse a mi alrededor. Me miré de nuevo al espejo y me vi de nuevo, rodeada de las pequeñas estrellas de metal del marco. Sentí las lágrimas golpeándome la garganta.

Pensé en la casa de mi abuela, llena de preciosos y raros objetos, de la risa de mis tias y primas. De la presencia cálida de mi abuela en todas partes. Pensé en las escobas colgadas en la pared, señoriales y enormes. En la alegría que sentía al correr por el jardin que nadie cuidaba demasiado, del ladrido del enorme pastor Alemán de mi abuela. De las figuras extrañas que llenaban los anaqueles y la biblioteca. Y pensé en esa sensación de pertenecer a una historia. De ser parte de algo más grande que yo misma, unida a todo aquello, a mi familia, a la misteriosa palabra bruja. Una niña de ocho años no piensa así, pero si puede recordar la bondad, el poder del amor, la sensación inequívoca de haber llegado al lugar correcto y tener el nombre correcto. El poder de algo más viejo y poderoso que cualquier otra cosa.

Mi abuela me había dicho que las brujas son sobrevivientes. Luchadoras, guerreras, espíritus de aire y fuego. Que vuelan más allá de las fronteras que ella misma y quizás otros le imponen. Que deciden que es lo mejor para sí mismas. Que crean y construyen mundos. Que sueñan con la esperanza, que vuelan en alas interminables de pura osadía. Que son sabias por imperfectas y poderosas por comprenderlo.

Me miré de nuevo al espejo. El cabello rizado como el de mi abuela me caía sobre los hombros. Aún tenía una trenza sobre el hombro, muy parecida a la que ella solía usar. Juntas. Ella y yo, en ese espacio bonito y cálido que era esta nueva familia y creencia a descubrir. Esta magia. Y yo era esa magia también. Estaba dispuesta a descubrirla como fuera.

Seguí mirándome por horas. Recordando. Comprendiendo quizás por primera vez en mi vida, que cada espíritu es un misterio y que ese misterio forma parte de algo más profundo, más personal y más fuerte que cualquier otra cosa.

***

No sé cuando me dormí. Sólo recuerdo el brazo de mi mamá rodeándome y su cabeza apoyada en la mía. Desperté a medias.

- ¿Mami?
- No quise decirte todas esas cosas - murmuró. Me besó en la frente - tu abuela cree en cosas extraordinarias y yo no. Pero aún así, continúan siendo extraordinarias.

Le eché los brazos al cuello, me apreté contra su hombro. Ella me acunó con ternura.

- Cada quien tiene una forma de magia que creer y en la que tener fe - murmuró entonces - está bien creer. No importa que no sea en lo que yo creo ¿sí?

Nos quedamos juntas, apretadas la una contra la otra. La escuché suspirar.

- Después de todo, tu eres mi magia. La más fuerte que tengo. Y eso es tan real como el amor que te tengo.

Floté en la oscuridad, hacia el sueño. Cuando desperté otra vez, ella ya se había ido o quizás, nunca había estado. Pero sonreí por su mero recuerdo - real o imaginario - y lo que habíamos compartido.


***

Corrí para abrazar a mi abuela el domingo por la tarde. Me levantó en un abrazo fuerte y olor a canela. Solté una carcajada.

- ¡Te extrañé!
- ¿Hiciste café con leche?
- Como a ti te gusta.

Mi madre nos miró a la distancia, callada y frágil. Pero cuando ambas la miramos, ella sonrío. A su manera, un poco tímida y quizás fría. Todos tenemos distintas formas de magia, pensé. Y sonreí yo también.

***

De vez en cuando recuerdo esa primera semana en la casa de mi abuela - la sabia, la bruja - y cómo descubrí la magia. Y todavía sonrío, por ese misterio extraordinario en su belleza, tan pequeño que cabe en los dedos de las manos y tan íntimo que lo llevo a todas partes. Lo que nos hace soñar con el futuro y quizás perdonar al pasado. Un baile de estrellas en el espíritu.

Un vuelo alto hacia la memoria.

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