miércoles, 27 de abril de 2016

Del mundo del arte y la expresión Individual: ¿Por qué como manzanas azules?





Uno de mis amigos más queridos es también, uno de los fotógrafos que más admiro: y es que A. con su enorme capacidad para traducir el mundo en belleza y arte, siempre me ha asombrado. Me gusta su trabajo fotográfico no solo por nítido, sino también por consistente: durante las últimas dos décadas de su vida se ha encargado de hablar cámara en mano, sobre su visión de la mujer, el simbolismo y lo que considera hermoso. Y es que para A. la fotografía es un vehículo de expresión, una manera de crear, una idea que se construye así misma y que va más allá de lo meramente comercial.

Pero, en un país como Venezuela, el arte por el arte no existe. De hecho, me pregunto si en algún lugar del mundo te puedes llamar artista sin tener que pensar en que una parte debe ser comercial, más prosaica, el arte útil, como he leído en ocasiones. Menciono lo anterior, porque el domingo, tuve una larga conversación con A. sobre el tema que me dejó reflexionando sobre la disyuntiva y más aún, cuestionándome sobre lo que me hace desear fotografiar o escribir. O lo que es lo mismo, ¿la pasión en estado puro existe?

—Yo tomo fotografías porque amo hacerlo y es un privilegio que pueda vivir de ese amor —me comentó, con esa serenidad suya que nunca he comprendido muy bien—, pero el hecho es saber donde empieza tu trabajo, el valioso, el que muestra quien eres y donde termina el otro, el que usas, el superficial.
—¿No siempre es tu trabajo? ¿Comercial o personal?
—Siempre será tu visión, pero es poco frecuente que el trabajo más intimo rompa la barrera de lo consumible.

Me quedé pensando un buen rato en la idea. He fotografiado durante gran parte de mi vida. De hecho, no recuerdo un momento de mi vida que no esté directamente relacionado con la fotografía. Trabajo, construyo mi idea del mundo a través de las imágenes. Pero en mi país, no se me considera profesional —a pesar de los largos años que he dedicado a educarme y mi aprecio por la imagen— porque mi trabajo fotográfico no es un hecho comercial. En otras palabras, la fotografía no me hace ganar dinero. ¿Qué tanto afecta la percepción de mi trabajo esa visión sobre lo rentable que pueda ser? Es una idea curiosa, porque la mayor parte del tiempo, conozco fotógrafos que se cuestionan fuertemente sobre la calidad del trabajo visual más popular y aún así, insisten que la profesionalidad pasa por tu capacidad para producir dinero a través de la fotografía. De manera que usualmente me pregunto: ¿La fotografía, el arte visual puede considerarse integro sin un lado comercial?

Sí y no. Como dije más arriba, dudo que el arte por el arte exista. Todo creativo, todo artista, todo aquel que se reconoce talentoso, desea mostrarlo, comercializarlo y más allá, ser reconocido por eso que hace también. Algo completamente válido, por supuesto, pero que te hace preguntarte hasta que punto esa necesidad se convierte en obligación. Y es que se hace difícil asumir que tu pasión, esa a la que dedicas tanto tiempo y consideras tan intima, pueda ser no solo un producto de venta sino que además, deba serlo. Como diría mi sabia bisabuela, quién era una apasionada de la pintura pero nunca vendió un cuadro: “Hay que asumir que quizás solo crees arte para disfrutarlo tu sola”.

Una idea inquietante. Porque todo artista y creador intenta comunicarse, expresar ideas a través de lo que hace. Y no obstante, esa necesidad se tropieza —choca de frente, diría yo— con el mundo real, lo que sea que ese término quiere decir. Más allá de la privacidad, del placer de crear está la gran disyuntiva: ¿Ahora qué? ¿Qué hago con mis palabras, mis imágenes, mis versiones de la realidad, mis formas de crear? ¿Existe un límite que defina la calidad del arte a través de lo muy visible y reconocido que pueda ser? Es una pregunta que todo artista se ha formulado en su momento y que más allá, le ha producido inquietud. Todo artista desea que su obra sea apreciada, pero en una cultura de consumo, en una sociedad en donde el éxito se traduce en una manera de comprobar cual es el valor neto de casa cosa, el limite entre lo que se muestra —como expresión— y lo que se vende —como visión— es difuso, cuando no inexistente. Una manera de mirar la propia obra como una pieza de valor, cuantificable y redituable. Lo cual es válido claro, pero no siempre coherente con la idea más pura, que cualquier creador piensa sobre si mismo y lo crea.
Del arte crudo al valor real: Entre lo cuestionable y lo visible.

Modigliani fue un artista atormentado y muy pobre la mayor parte de su vida. Tuvo que morir —en la miseria— para que poco después, sus obras comenzaran a venderse por precios extraordinarios. Lo mismo ocurrió con Van Gogh. Para ambos, el mundo artístico fue tan estéril como sin sentido, un monstruo de cien cabezas contra el que tuvieron que luchar durante toda su vida para sobrevivir en el mundo hostil del comercio artístico. Es un pensamiento inquietante ese: el artista crea y construye y de pronto, debe comprender que más allá del hecho artístico crudo, el que lo inspira, el que nace como un instinto esencial en su mente, debe lidiar con un mundo mucho más simple pero cientos de veces más duro: el de mostrar su obra como un producto. Y es que hay un largo trecho entre el arte —el que nace de las manos del autor— al que comerciable, al que gana dinero, al que atrae multitudes. Ya lo decía más arriba: Modigliani pintó cada día de su vida por más de quince o veinte años y su obra fue masacrada por la crítica de su época, ignorada por el público. Murió pobre y tuberculoso, rodeado de sus pinturas y solo después, alcanzó el éxito comercial que lo convirtió en historia. ¿Por qué? ¿Qué hizo sus obras atractivas al comprador luego de su muerte? Puede haber montones de razones, pero la evidente es una sola: El arte sobrevive a su autor y solo si se convierte en objeto de valor.

Pero volvamos a Venezuela, a esta realidad tropical que todos intentamos sobrevivir. Mi amigo A. es un gran fotógrafo con un extraordinario trabajo pero con toda probabilidad, la mayoría solo lo conoce por su trabajo comercial en revistas de moda y de tendencias. ¿Qué tan válido es eso? El primer razonamiento que surge, es que el arte puede vender. Y por supuesto, con A. es evidente que la calidad de su visión trasciende lo meramente comercial. Es un buen trabajo, lo cuelgue en la pared de su casa o esté en la portada de alguna revista. No obstante, la pregunta que surge de inmediato es… ¿Para ser considerado de calidad todo arte debe ser comerciable? Es un cuestionamiento preocupante, porque en un país como el nuestro, con un mercado artístico desigual, duro de acceder y con normas complicadas de comercialización, el arte que llega a venderse debe pasar unos cuantos filtros hasta de hacerse visible. ¿Qué ocurre con el que no llega a vencer las dificultades, con el autor que no logra superar los obstáculos de mercado? La pregunta y sobre todo su posible respuesta preocupa, cuando no desconcierta. ¿Puedo vivir de lo que amo? ¿Es menos válido mi amor y propuesta artística si no puedo hacerlo?

—Por supuesto que no —me respondió A. cuando se lo pregunté— el arte es arte, a pesar de que solo sea una expresión del yo. Lo comerciable es una expresión cultural, que no es menos válido, pero que no empaña lo que es el arte en esencia, una manera de expresión.

Medite en sus palabras. No sé exactamente el motivo, pero lo que me decía me hizo recordar la vieja admonición filosófica: “¿Si un árbol cae donde nadie puede escucharlo, el estruendo que hace al cae aún es sonido?” Una idea curiosa. Recordé a la extraordinaria fotógrafa Vivian Maier, que durante más de 30 años fotografió casi a diario pero jamás mostró su trabajo a nadie más. Solo después de su muerte, su espléndido trabajo fue encontrado por un coleccionista que mostró al mundo su talento. ¿Es menos válido, menos real, menos fuerte, el trabajo de Maier por no pensar en su pasión por la fotografía como una trascendencia en si misma? A veces la puedo imaginar, recorriendo las calles cámara en mano, fotografiando por placer, por al mera necesidad de hacerlo. A diario, todas las que veces que pudo. No tuvo mayor importancia para ella mostrar el resultado, incluso, disfrutarlo de ella misma. ¿Qué motivaba a Vivian? ¿Qué la hacía persistir? ¿Se llamó a sí misma fotógrafa? ¡Quizás ni le importaba llamarse así! Algo muy parecido a lo ocurrido con el trabajo del magnifico Franz Kafka: el escritor escribió durante casi toda su vida pero nunca se lo mostró a nadie. De hecho, cuando supo que moriría, pidió a uno de sus amigos quemara su obra. ¿Una pasión anónima? ¿Una necesidad jamás satisfecha? ¿Por qué pintamos? ¿Por qué escribimos? ¿Por qué fotografiamos? ¿Por qué soñamos? Esos cuestionamientos me hacen recordar uno de mis poemas favoritos de Bukowski, que al parecer también se preguntó el motivo por el cual tomaba un lápiz y una hoja para escribir:

[…]
No seas como tantos escritores, 
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores, 
no seas soso y aburrido y pretencioso. 
no te consumas en tu amor propio. 
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente. 
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete, 
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura, 
al suicidio o al asesinato, 
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento, 
y si has sido elegido, 
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que te mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.

(Fragmento de Así que quieres ser escritor de Charles Bukoswki)

Al filo de mi conversación con A. recordé también todos los libros anónimos que leí durante mis años de trabajar en editoriales. Historias simples, otras poderosas, muchas olvidables. Pero también encontré algunas furiosas, exquisitas, duras, dolorosas. Que nadie leerá porque un editor cansado lo arrojó al infame cajón de los olvidados. Porque la primera linea no fue lo suficientemente fuerte, porque el texto tenía algunos errores de principiantes. Como la romántica que soy, suelo robarme alguno de esos textos e intento rescatarlos… pero esa es otra historia que prometo contar en su oportunidad.

El caso es que todos creamos por una razón: trascender. Y quizás otras tantas que no tienen nombre. Porque lo que te hace tomar una cámara y buscar una imagen que atesorar, no es tangible. Tampoco lo que te hace llorar sobre una hoja de papel o de un lienzo a medio pintar. Lo que te hace crear proviene de alguna fibra pasional, sensible, iracunda, que te hace desear mirarte más allá de ti mismo, morir y renacer en tu propia capacidad para construir mundos. Como el músico que tiembla de placer mientras toca un instrumento o canta, o la bailarina que levanta los brazos y baila a solas, disfrutando del leve vértigo de esa inmortalidad de a trozos que nos regala el arte. Todos queremos ser escuchados, desde luego, todos queremos mirarnos a través de un espejo profundamente significativo y mostrar esa mundo interior que nos pertenece, nos agobia, nos define, nos crea. Pero, ¿de qué depende el impulso creativo? ¿De la idea de que esa trascendencia se logre? ¿De esa necesidad innata de encontrar un momento de pura belleza y comunión para y por el arte?

Mi profesor de morfolingüística se reiría por un discurso tan florido como mi anterior párrafo. De hecho, tomaría su lápiz rojo de las correcciones y lo tacharía. Para él, cualquier consideración con respecto al arte, era dura y cruda.

—Escribes porque quieres que te lean, fotografías para todos miran el mundo como lo haces tú —me dijo una vez, en una de esas tardes de debate, café en mano, que disfrutamos en mis años universitarios—. Nadie es tan puro o tan ingenuo para creer que el arte solo es una idea que nace y se manifiesta. Esa necesidad debe crear alguna cosa, construir algo más.

—No lo dudo, ¿pero debe ser la única razón para crear?
—Claro que no —recuerdo que me dedicó una de sus sonrisas cínicas— pero es de indudable valor que lo que haces de manera individual se reconozca como valioso. Esta es una sociedad arrogante, una sociedad de vanidosos muy concentrados en mirarse, en intentar demostrar su cuantificable valor siempre que pueden. El arte es un gran vehículo.
—O sea, escribimos por egocentrismo.
—¡Pero por supuesto! —exclamó; ambos reímos, asombrados por el cinismo de aquella conversación, en medio del jardín de una Universidad que insistía en inculcar un ideal difuso— El arte es un ejercicio de profunda arrogancia y egocentrismo. Pequeños mundos distantes. Es como el asesinato, la muerte. El último acto de vanidad. Por eso en el medioevo se llamaba a pintar o escribir el arte de morir lentamente. Es un acto único de reafirmación.
Una idea interesante. Reflexioné mucho sobre el tema en los años siguientes, mientras mi aprecio por el arte aumentaba y mi opinión por lo comercial fluctuaba entre la preocupación y el desconcierto. Pero ¿cómo separar una cosa de la otra? ¿Qué ocurre con los soñadores? ¿Los que crean y los que desean por el mero placer, por ese momento cristalino de reafirmación que te proporciona el arte?
—Manzanas azules —dijo A, con su acostumbrada sonrisa maliciosa—. ¿Te conté eso verdad?
—No.
—Cuando era niño, me pidieron dibujar manzanas y colorearlas. Y yo las dibujé irregulares y las añadí un vibrante color azul, del primario y muy evidente. Mi maestra trató de convencerme que las manzanas jamás serían azules: que las pintara de rojo, de verde, de amarillo. Pero me empeciné e insistí y seguí pintando las manzanas azules. Con cinco años era un rebelde. Pero como a ninguna maestra le agrada un niño rebelde, llamaron a mi madre.
Reímos juntos. Casi podía imaginar a mi querido A. como un niño rollizo y extravagante, con las manos manchadas de color azul. ¡Qué imagen tan hermosa!
—¿Y que ocurrió?
—La maestra le explicó que probablemente yo sufría de algún problema de daltonismo. O quién sabe que me ocurría para mirar las manzanas azules. Mi madre lo escuchó todo y por último respondió: “Sueña con manzanas azules”, es suficiente.
Me encantó la respuesta. Comencé a comprender, de donde provenía ese desparpajo artístico, extraordinario de A., esa capacidad para crear símbolos propios y mirar el mundo de una manera casi dolorosamente bella, a pesar de su malicia y cinismo. Una combinación curiosa.
—Los creadores ven las manzanas azules. O quizás incluso, ni siquiera las llaman manzanas. Crean sus propias frutas —dijo entonces A.—. Todos vemos el mundo de manera distinta, pero pocos tenemos el valor de admitirlo, de disfrutar de eso. El arte te lo permite, el arte te construye, te permite comprenderte a través de una manera de crear profundamente personal. De manera que, las manzanas azules, el apetito por ella, es una idea en si misma.
—Existe, así nadie las vea.
—El arte no nació para ser el útil. El arte nació por la necesidad del hombre de comprender su propia individualidad.

Una idea maravillosa. La pienso, mientras levanto la cámara y fotografío el rostro de un desconocido en plena calle. Lo hago inclinándome, captando su oreja en ángulo extraño, el resplandor de su ojo en medio de las sombras de la arte. El desconocido se detiene, me observa y después deja de prestarme atención. Pero yo obtuve tu imagen, la robé. La eternicé entre mis propios símbolos. Es mi manera de ver el mundo. Una totalmente nueva, desconocida. Única. Más tarde, cuando imprimo la imagen en papel, sonrío otra vez. La incluyo con cuidado en mi colección de rostros e historias en mi cuaderno de historias, ese que llevo a todas partes y al que nadie muestro. Repleto de manzanas azules, de ideas creándose y mirándose así mismas nacer, una y otra vez.

Una manera de soñar.

C’est la vie.

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