sábado, 30 de abril de 2016

Soñar con la voz de las estrellas y otras historias de brujería.





Nunca supe que deseaba escribir sobre brujería hasta que comencé a hacerlo. Claro, ya sabía que toda bruja es esencia una contadora de historias, una curandera junto al fuego que canta viejas glorias y recuerdos. Eso me lo enseñaron desde muy pequeña pero jamás lo comprendí en realidad hasta que decidí poner mis recuerdos en limpio y comenzar escribir sobre esa forma de expresión del espíritu que llamamos creencias. Las mías, las que me heredaron, las que recibí en herencia de la manera más amorosa y complicada de todas. Las que escuché, asimilé y amé desde niña y con las que crecí, convencida que la magia — la antigua, la incomprensible y la poderosa — es algo real. O al menos, con tanto poder como para aún inspirar belleza, sueños, una manera de mirar el mundo.

Un libro.

No recuerdo en que punto supe que escribía una historia - personal, vívida, privada -  sobre brujería. De esas viejas tradiciones con las que crecí y las que nunca creí tuvieran otro valor que el que privado. En realidad, se trató más de un experimento creativo que de otra cosa. Un método para recordar, para coleccionar no sólo fragmentos de mis historias más queridas sino también, para brindarles un nuevo lugar en mi vida. Escribir sobre mi familia y mi infancia, se convirtió no sólo en un hábito, sino en la manera más sencilla como pude construir una mirada profunda hacia mi propia identidad. Y que complejo resulta, cuando ese deambular hacia el pasado, lleno de ideas que creíste perdidas y encontraste de nuevo, se reconstruyen a través de escenas, de pequeñas anécdotas. En una historia que de pronto, toma forma y sentido más allá de ti misma.

Dicen que todo escritor escribe sobre lo que sabe. De pronto, me encontré que recordaba y sabía más sobre brujería — esa vieja creencia doméstica que por años pareció no encajar parte de ninguna parte de mi vida — más de lo que deseaba admitir. A mi tia E., curtida veterana en ese peligroso hábito de recordar, no le extrañó en absoluto cuando le hablé sobre el laborioso y espontáneo proyecto  que llevaba a cabo.

 — Toda bruja comienza a construirse así misma a través de recuerdos y viejas lecciones — dijo, sirviendo un poco de su delicioso té de especias — supuse que no podrías escapar a eso.

Tenía veinticinco años y no estaba muy segura sobre lo que mi tía quería decir. Después de todo, estaba escribiendo sobre una serie de recuerdos infantiles, idealizados por los años transcurridos y protegidos por la melancolía,  que no parecían tener verdadero valor más allá de mi imaginación. Mi tia sacudió la cabeza y luego me dedicó una mirada maliciosa.

 — Cuando escribimos, siempre recordamos. Incluso cuando creemos que no lo hacemos — me explicó — escribimos para sobrevivir, para atravesar nuestros dolores y angustias. Para asumir el peso de la vida que llevamos a cuestas. La brujería es una forma de elaborar una idea profunda sobre lo que aspiras, temes y te enfrentas. Un recorrido emocional y espiritual hacia tus límites y tus dolores, tus triunfos y tu valor. Imagino que llegó tu hora de hacerlo.

No supe que responder a eso. La década de los veinte había sido años de cambios dolorosos en mi vida:  perder a mi abuela — quien me había educado, la figura más importante de mi vida  — y poco después,  abandonar la licenciatura Universitaria que había culminado por pura insatisfacción, me demostró que el mundo adulto era una serie de fragmentos incompletos de algo más grande y doloroso. De una serie de percepciones e ideas sobre la verdad y la identidad que no comprendía bien. O que al menos, me estaba llevando esfuerzos comprender. Me encogí de hombros.

 — No se trata de un algún tipo de ejercicio de nostalgia— le aseguré — estoy escribiendo sobre Brujería porque no tengo otro remedio.

Así de simple: se trataba de una especie de impulso intelectual incontenible. Escribía no sólo para desentrañar y ordenar las imágenes de mi infancia sino también, para entender que tanto encajaban en el presente. De pronto, la palabra bruja avanzó del laberinto de mi memoria y dejó de ser una anécdota, una curiosidad familiar y se convirtió en una paradoja. Una forma de describir — me — y a la vez, de contemplar mi vida en cierta perspectiva. Me pareció una idea interesante. Pero también, una de un inestimable valor personal. Una forma de asumir los límites de mi mundo y mi manera de pensar.

 — Escucha, todos creamos porque necesitamos decir algo — me insistió mi tía cuando me escuchó — parece una idea obvia pero no lo es. Parece una percepción inmediata pero en realidad hablamos del hecho que necesitas reconstruir algunos espacios de tu mente y tu espíritu que están en escombros. Todo artista reproduce lo que mira. Y estás escribiendo los trozos de tu personalidad que estás encontrando a medida que avanzas hacia el interior de quien eres.

No me gustó esa conversación. Supongo que a nadie le agrada demasiado que alguien logre adivinar — o al menos, analizar con tanta claridad — lo que temes y construyes a través de ese temor. Esa noche al volver de casa mi tía, me quedé sentada en la oscuridad de mi pequeño apartamento escuchando el tiempo pasar. Y pensando. Meditando una por una el conjunto de ideas que me hacían escribir sobre un tema que creía — deseaba estuviera — olvidado en algún rincón de mi memoria.

Para empezar, se trataba de un asunto peligroso. Y no exagero cuando hablo utilizo la palabra: Escribir sobre brujería no es algo sencillo ni tampoco fácil. Mucho menos si debes enfrentarte al prejuicio que supone hablar  sobre hechos y creencias abstractas sobre las que la cultura en que naciste tiene una opinión muy definida. De manera que se trataba de un riesgo calculado. Una amenaza a mi futuro como escritora — o al menos, así lo vi — que no sabía si estaba preparada para afrontar. ¿Quién podría tomarme en serio si empezaba a contar viejas historias sobre extravagantes costumbres familiares? ¿Cómo podría enfrentar no sólo esa crítica que suele acarrear escribir sobre temas denominados “esotéricos” — una generalidad absurda pero tan recurrente que termina siendo un rasante para asimilar ciertos puntos de vista — al comienzo de lo que esperaba fuera una larga experiencia en las palabras? Me asusté. Tanto como para mirar el proyecto desde la incredulidad. Tanto como para ocultarlo, disimular mi interés por él y por último menospreciarlo como una serie de ideas básicas que no encajaban en ningún lugar de mi vida. A la distancia, me hace reír mi propia hipocresía, como la llamó mi prima M.

 — ¿Hipocresía? — la palabra me sobresaltó y me disgustó. Supongo que por cierta — sólo estoy muy consciente que no tiene mucho sentido contar una historia que el cine y la televisión ha exagerado y dramatizado desde un punto de vista doméstico. Eso es todo. Todos imaginan a las brujas volando en escobas, arrojando rayos de luz desde las palmas de las manos. ¿Quién quiere saber como es la cocina de una bruja? ¿Cómo es su jardín? ¿Por qué llora?

Mi prima rió a todo pulmón. Una risa franca, honesta y casi insultante. Ladeó la cabeza y miró a sus dos hijos que jugaban juntos en la tierra seca y cuarteada del parque a unas cuantas cuadras de su casa. La niña, más alta que el varón y mucho menos tímida, llevaba el cabello trenzado en la base de la cabeza. Una vieja costumbre en un rostro muy joven.

 — Es Hipócrita fingir desinterés cuando el tema te obsesiona tanto no sólo para escribirlo sino para preocuparte por él — respondió — es absurdo como tratas de ocultar cuanto te importa, cuando te duele. Cuanto interés te despierta preguntarte en voz alta por qué eres bruja.

Sacudí la cabeza. La cosa no era tan sencilla. O al menos, para mi no lo era, me dije con los dientes apretados y las sienes palpitando doloridas. Y no lo era por la simple razón que en medio de todas esas historias que estaba recopilando, que en cada una de esas miradas que intentaba reflejar en palabras  — personales y de otros, descriptivas o sólo emocionales — había mucho de mi misma. De esa transición de la niña a la mujer que estaba sufriendo. Que me estaba dotando de una nueva identidad y de una mirada renovada sobre quién era y sobre todo, quien quería ser.

 — Sólo se trata de historias en un blog cualquiera — susurré como si tuviera miedo de admitirlo en voz alta — ¿A quién le importan? ¿A quién le preocupan? ¿A quién le puede interesar algo semejante?

Me refería a la publicación semanal que incluía en un blog personal para hablar sobre brujería. Al principio, todo había sido un pasatiempo: escribir viejos rituales, aderezarlos con alguna que otra historia privada. Pero de pronto, el hábito se había convertido en algo más. En una idea dolorosa y de enorme importancia para mirarme. En una línea de tiempo para reconstruir no sólo mi infancia — el ejercicio predilecto de cualquier escritor en formación — sino una parte de mi misma que creí no podría recuperar de nuevo. De manera que las historias comenzaron a hacerse más profundas y complejas. A reflejar muchas ideas que había creído simples pero que resultaron ser parte de una maraña de historias y pensamientos tan duros como dolorosos. De esa educación emocional e intelectual que recibí y que me permitieron crecer como una mujer libre, autónoma, osada, impenitente. Salvaje. No se trataba ya de contar sobre pequeños retazos de mi infancia, sino de escribir sobre mi vida y mi forma de comprender. ¿Y quién era yo?

 — No es fácil llamarse bruja en esta época — dije de mal humor — no es fácil hacerlo y que tengas que enfrentarte a los prejuicios. Al hecho que te menosprecien y con toda probabilidad, desvirtúen lo que es parte de tu vida y de lo que amas. ¿Quién es una bruja en esta época?

Mi prima no me respondió. Se quedó sentada muy quieta, mirando a sus hijos gritarse entre sí entre risas. Y de pronto, nos recordé a ambas siendo niñas en el jardín de mi abuela, riendo a carcajadas. Ella llevaba el cabello trenzado como su hija y levantaba los brazos para alcanzar las cintas de colores que habíamos atado en la ramas de los árboles. El recuerdo se volvió muy nítido. Tanto como para hacerme sonreír con los ojos llenos de lágrimas. Me las sequé con un gesto nervioso.

 — Tu eres una bruja — dijo mi prima entonces. Se volvió y me dedicó una mirada dura y limpia — Como yo lo soy. Como lo fue mi abuela, como lo es tu madre y la mía. Si te averguenzas de eso, es hipocresía. Y no sólo eso, es también con toda seguridad la idea más triste que pueda imaginar.

Se levantó del banco de metal donde estábamos sentadas y llamó a su hija en voz alta. La niña irguió la cabeza desde el suelo donde jugaba y sonrío. Las mejillas sonrojadas, los ojos muy abiertos y brillantes. Levantó la mano para soltarse el cabello. La gruesa trenza le cayó sobre el hombro derecho. Me desconcertó que me recordara tanto a mi misma como para provocarme un sobresalto. Corrió hacia donde nos encontrábamos. Su hermano la siguió, sacudiéndose el polvo de las rodillas.

 — ¡No es justo lo que acabas de decir! — protesté — no es justo que creas que aprecio o valoro menos las creencias en las que crecimos sólo porque…

Tragué saliva, avergonzada sin saber con exactitud el motivo. Mi prima extendió el brazo para recibir a sus hijos con un gesto cariñoso.

 — No sé si es justo o no, pero es cierto — respondió — y me preocupa el hecho que estés tan preocupada por disimular lo mucho que te importa todo esto. En lo que creemos, en cómo vemos el mundo.

La vi alejarse con su paso lento y desgarbado de siempre. Me quedé sentada a solas en el parque vacío, intentando ordenar mis ideas. Enfurecida por no comprender que me ocurría, abrumada por la sensación de no encajar en ninguna parte, de no asumir el peso exacto de mis ideas.

Me llevó meses enteros comprender el proceso que atravesaba. Tener el suficiente valor no sólo para aceptar que escribía sobre Brujería porque formaba parte de mi vida y mis creencias, sino porque la bruja en mi interior era más fuerte que nunca, más vital y llena de significado. Comencé a encontrar fragmentos de las historias de brujería — como llamé a la colección de relatos que comencé a recopilar — en todas partes. En las cajas abiertas de viejas fotografías que no recordaba conservaba, en las conversaciones familiares, en todos los pequeños fragmentos de recuerdos y melancolía que compartía con las mujeres de mi casa. De pronto no se trataba sólo de hablar sobre quien había sido — la niña educada para ser bruja — sino de quien era: una bruja que estaba convencida del valor y el poder de su herencia y que estaba dispuesta a recuperarlo. Aunque no fuera tan sencillo.

 — Así que ahora si te llamas bruja — mi tía se quedó en la puerta de su pequeña casa en las afueras de la ciudad mirándome con atención — ¿Ya no te avergüenza?

Tía P. había sido uno de los miembros de la familia que me había recriminado el haber olvidado mis raíces, mi educación y sobre todo, esa raíz esencial de conocimientos que compartiamos. Durante años, sostuvimos largas discusiones, nos dedicamos dolorosas recriminaciones mutuas. Por último, tía dejó de hablarme. Una especie de castigo elemental y sobre todo muy directo por mi ambigüedad e incertidumbre con respecto al tema. Me pareció un mensaje muy directo no sólo con respecto a mi comportamiento sino algo mucho más hiriente: mi punto de vista sobre una Tradición que por tanto tiempo nos había unido y que ahora, nos separaba.

 — Nunca me avergonzó — balbuceé incómoda — se trató de…
 — ¿Cobardía?
 — Con toda seguridad.

Tía no se movió del dintel de la puerta. Parecía todo lo disgustada que podía estar alguien tan bondadoso y risueño como ella. Esperé con cierto nerviosismo, preguntándome si tia me perdonaría alguna vez por todas nuestras discusiones, malos entendidos y desencuentros.

 — Sabía que tendrías el valor de regresar — dijo por último. Se dió la vuelta y caminó hacia el interior de la casa. Me quedé tan sorprendida y aliviada que seguí allí de pie, mirándola boquiabierta — ¿Vas a venir o qué?

Me apresuré a seguirla. Sentí que las manos y las mejillas se me calentaba de pura felicidad. Tia me dedicó una de sus sonrisas amables, que tanto había extrañado a lo largo de los años.

 — Así que estás escribiendo sobre Brujería — comenzó. Nos sentamos juntas en su pequeño jardín. El olor de las bromelias y la albahaca fresca me rodeó como una efluvio vivo y radiante.

 — Lo estoy.
— ¿Estás consciente a dónde te llevará eso?

La verdad es que no lo estaba. Comencé a escribir sobre brujas y brujería por nostalgia y después, por una profunda necesidad de crear y construir mi propia versión sobre el tema que sobrepasó toda mi incertidumbre para convertirse en algo más. Porque se trataba de hablar sobre la bruja desde la óptica de la bruja — es decir, desde mi perspectiva — , de humanizar el concepto, brindarle un cariz cotidiano que pudiera, de alguna manera, crear un nuevo rostro de una creencia muy vieja y sobre la cual, casi todos parecen tener una opinión. Pero luego, decidí que debía hacerlo justo por esos motivos. Que si había una buena razón para arriesgar mi credibilidad como escritora en formación, era precisamente esa visión de la brujería, la bruja y la Divinidad femenina tan deliberadamente minimizada y desvirtuada por la cultura popular. Una manera de interpretar lo espiritual que pudiera analizar no sólo a la brujería como una forma de creencia y fe por derecho propio sino a la bruja — la hija de la Luna, la curandera, la vieja sabía — como una idea más allá del estereotipo.

 — A donde sea que me lleve será un buen lugar — respondí — quiero escribir sobre lo que soy y lo que creo. Quiero escribir sobre lo bueno y lo antiguo que hay en mi vida.

Nunca sabré en qué momento me alejé de la brujería. Tal vez todo empezó cuando murió mi abuela — la sabia, la bruja — y me quedé a la deriva en medio de un caos existencial que no pude superar. O quizás sólo se trató de esa rebeldía del adulto cínico, la incertidumbre de madurar sin norte ni sentido sobre su individualidad. Del que lucha y se enfrenta a ciertas ideas originarias en su vida. Cual sea el caso, me encontré en medio de un silencio emocional y espiritual sin forma ni confín que parecía extenderse en todas direcciones desde la soledad. Un temor insistente sobre cómo comprender mi pasado y sobre todo mi futuro. Un punto intermedio entre el temor y la esperanza que no lograba reconciliar del todo con mi forma de comprenderme a mi misma.

 — Para eso, tienes que dejar de sentir tanto miedo por lo que te rodea y recordar que toda bruja es osada por naturaleza y necesidad — dijo mi tía — ¿Hasta que punto eres consciente que el miedo te detiene?
 — No es tan sencillo.
 — Claro que sí lo es. Una bruja es una mujer educada para el enfrentamiento, para la batalla de ideas. Para asumir el riesgo, para atreverse incluso cuando el viento sople en contra. Para encontrar el punto medio entre el dolor y el descubrimiento. Para luchar contra la incertidumbre y encontrar una forma de encontrar sabiduría en la duda. Eso es lo que debes hacer.

Suspiré. Durante los últimos meses, me había enfrentado a todo tipo de críticas y comentarios mal sonantes por atreverme a llamarme bruja y hablar sobre la brujería como algo más que superstición y oscurantismo. Eso, a pesar que crecí en las décadas del New Age, del Revival de las viejas artes mágicas — en esta ocasión, reinventadas para el consumo masivo — de la Wicca y de Harry Potter. Me hice adulta en una cultura que asumía a la bruja y a la brujería de manera mucho más benevolente de lo que lo había hecho por siglos. Además, la bruja de la nueva era, no era sólo una mujer relacionada con artes y conocimientos mágicos. Para las nuevas interpretaciones del estereotipo, la bruja era una pionera, un espíritu audaz, salvaje, creativo, indomable. La bruja se creó así misma como una nueva visión de la mujer. Una reinterpretación de lo bueno y lo sabio de lo sagrado Femenino.


Aún así y a pesar de esta nueva oleada de aceptación y admiración hacia la bruja — y a la brujería como concepto — escribir sobre ambas continuaba siendo complicado. Y justo precisamente por esa nueva imagen: la bruja había dejado de ser la figura malvada, demoníaca y caricaturizada de otras épocas para convertirse en una heroína de la imaginación popular. Un nuevo personaje de esa cultura de lo superficial, lo fantasioso y lo simplificado. ¿Como encajaba allí mi visión sencilla y cotidiana sobre la bruja? ¿Como podía explicar mi vida entre brujas, esa sencillez del conocimiento que nace de la tierra, de la herencia de creencias domésticas tan naturales y caóticas como cualquier tradición oral?

Durante meses, me documenté sobre la brujería histórica. Leí, revisé, documenté todas las fuentes a mi disposición, diversificadas no sólo a través de Internet, sino de la accesibilidad del planteamiento mismo. Fue una labor enorme y cada vez más amplia: comencé a solicitar ayuda a Universidades, profesores, expertos, articulistas, autores. Casi siempre la obtuve y con enorme generosidad: Consulté y recibí interesantes correos de profesores, antropólogos, sociólogos de diferentes lugares del mundo. Recopilé la suficiente información como para comenzar a mirar la brujería como un fenómeno sociológico antes que religioso. E incluso, una reflexión muy concreta sobre el género, la forma de expresión cultural y la interpretación de la mujer a través de los siglos. Durante casi un año, catalogué todo tipo de libros, reseñas, poemas, textos, largas crónicas. Fue una manera de re descubrir mis propias creencias a través de la historia.

 — Quiero hablar de quienes somos. De la brujería como una forma de comprender nuestra vida, nuestra aspiración a la bondad, nuestra capacidad de creación. Quiero hacer algo realmente valioso, asumir el hecho que la bruja es una metáfora de ese poder primitivo y poderoso que hace a cada mujer mágica, a cada idea sobre la creación femenina trascendental. Quiero hablar de la bruja desde el punto de vista de la bruja.

Me quedé un poco perpleja. Hasta entonces, no sabía muy bien a dónde me conducía toda la serie de ideas sobre las que estaba escribiendo y que muy pronto, tuvieron una sustancia y vida propia. Comencé a hablar no sólo de mi infancia sino también de la intimidad de esa tradición antiquísima que formaba parte de mi vida desde que tenía memoria. Esa visión amorosa y profunda sobre mi identidad, mis sueños y capacidad de esperanza. Ese aprendizaje lento y sostenido sobre el valor de la voluntad y la capacidad extraordinaria que la brujería era capaz de brindar. ¿Era sencillo? Por supuesto que no. ¿Necesitaba hacerlo? Mi tía me miró con una sonrisa cariñosa cuando me sequé las lágrimas que intentaba ocultarle.

 — Quieres hablar de lo que amas. Y esa es una razón extraordinaria para crear — dijo. Extendió las manos para tomar las mías — habla no sólo sobre la familia en que naciste. Habla sobre todo lo bueno, lo profundo y lo hermoso que forma parte de tu mirada espiritual. Habla sobre esa mujer salvaje, de corazón de fuego que sobrevivió al prejuicio. De esa fe en la voluntad indómita, en la osadía de creer. En ese preciado legado que es comprender que no hay límites ni fronteras para la necesidad de crear, de aspirar a la belleza. Que somos una vieja estirpe de mujeres que curan, que protegen, que recuerdan el valor de la esperanza. Que la llevan a todas partes como un tesoro preciado y misterioso. Que conocen no sólo la voz del tiempo en su mente, sino también, en la huella del conocimiento de la Tierra en su espíritu. Eso somos.

Sonreí y de pronto, las largas horas de recuerdos, de cariñosa recopilación de escenas, momentos y palabras cobró sentido. Encajó, como una pieza elemental en el mecanismo de mi mente. Y lloré por la alegría de ese reencuentro con todas las ideas antiguas, a medio recordar que formaba parte de mi mente y de mi espíritu. Por la sensación de pertenencia que de pronto me embargó como una ráfaga de emociones sin nombre. Una voz en la distancia de ese páramo de fuego donde la bruja en que me había convertido corría riendo, libre y poderosa para recordarme el valor de las grandes y pequeñas aspiraciones. De la necesidad de la esperanza. De la necesidad de soñar.

***

Pienso en esas palabras mientras me miro al espejo. En una hora o un poco más, llevaré mi libro “Bruja Urbana” a un público desconocido que leerá la historia que deseo contar. Esa larga colección de memorias que construyen a la bruja desde la belleza, la ternura, la sabiduría y la convicción. A esa figura misteriosa, que forma parte de la imaginación popular pero también de cada una de las mujeres del mundo. De la que trabaja y se fortalece en la pasión, de la impulsiva, la valiente, la convencida del valor de sus ideas. Una forma de comprender no sólo mi propia historia sino que la que heredé, esa mirada profunda sobre la mujer sabia, la poderosa, la impenitente, la furiosa. La mujer que construye su propio camino.

La bruja que sueña con las estrellas.

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