sábado, 16 de abril de 2016

Fragmentos de alas rotas y otras historias de brujería.





Mi abuela - la sabia, la bruja - solía decir que cuando te enamoras del mar, el amor se hace tempestuoso, dulce y abrumador. Como el caribe, brillante y azul, una línea de espejo que refleja el mundo como un diorama imposible. O la sutileza del mar plateado y helado de Europa. Pero el mar siempre es el mar y el amor, siempre es el amor. Y ambas cosas, parecen mezclarse para las brujas en algún punto entre la belleza y el dolor.

Quizás por ese motivo, la primera vez me rompieron el corazón mi abuela me llevó a la casa familiar en la costa de Higuerote. Una construcción vieja y casi en ruinas cuyo mayor interés consistía en encontrarse a unos pasos de la orilla del mar. Según mi abuela, no había un lugar mejor para sobrellevar el mar de amores que ese brillo caliente, oloroso a verano perpetuo y  sol brillante del Caribe inmenso.

- No sé por qué me podría consolar algo así - le pregunté mientras avanzábanos dando tumbos en el automóvil por el camino vecinal que llevaba a la vieja casa - Lo único que quiero...

La verdad, no tenía mucha idea de cómo lidiar con la rabia, el dolor, la humillación y la tristeza que me había dejado mi primera experiencia amorosa. Con dieciséis años, no sabía cómo encontrar consuelo a la extraña sensación de perdida que me agobiaba, como si en lugar de romper una relación con alguien más, hubiera caído en una especie de silencio anónimo, bordeado de grietas como cicatrices. Pero abuela había insistido que lo que sea que necesitara - y ella tampoco sabía bien qué podía ser - seguramente tendría que incluir el mar.

- La verdad, no sé por qué amas tanto el mar - me quejé con cierta impertinencia. Abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- El espíritu de toda bruja es fuego. Pero su mente es un mar que fluye - me contestó. Puse los ojos en blanco.
- Tu y tu poesía.
- Tu y tu cinismo.

Sí, no había manera de negar aquello: había entrado en una etapa de franca rebeldía contra todas las creencias en las que había crecido y eso incluía por supuesto, a la brujería. Más de una vez, me encontré preguntándome que había de importante - significativo - en todo ese conjunto de creencias, más parecidas a una serie de ideas románticas que a otra cosa. Qué podía ofrecerme una tradición abstracta, basada en una línea de conocimiento tan vieja como en ocasiones críptica. Y la reacción a todas esas dudas, había sido comenzar a comportarme con una petulancia insoportable. Una especie de rechazo tristón y malcriado hacia todo lo que antes había amado.

Mi abuela no se lo tomaba a mal. Lidiaba con mi frecuente mal humor mejor que otros miembros de la familia y se enzarzaba en largas discusiones en las que ambas terminabamos enfrentando todo argumento posible, hasta concluir en un silencio extraño e incómodo. Pero mi abuela me tenía paciencia y parecía intrigada por todo mi cambio mental. Más de una vez, me pregunté si esa enorme capacidad suya para entender mis cambios de humor e impulsividad era su forma de construir algo nuevo en mi mente.

- Pero...tienes que aceptarlo - le dije con un suspiro - venir a "curar un corazón roto" al mar es la idea más cursi imaginable. Dime tu, ¿Qué puede hacer el salitre y las algas descompuestas por la tristeza?
- En brujería se dice que el dolor y el sufrimiento carcomen con la misma rapidez que el viento del océano - comentó como si tal cosa. Contuve la risotada grosera que se me vino a la cabeza - y más allá de eso, cualquier sufrimiento emocional necesita encontrarse a solas. Sin preguntas, sin miradas. Eso no podrías hacerlo en casa.

Era verdad. Mi primera decepción amorosa no había asombrado especialmente a una casa llena de mujeres de todas las edades. La mayoría consideró que mis lágrimas, mis desvelos y angustias eran "parte de la vida de cualquiera" y de hecho, en más de una ocasión, mi caústica tia E. había llegado a insinuar que estaba "exagerando" el sufrimiento que podía provocarme romper una relación con un adolescente torpe y medio tartamudo que nadie recordaba muy bien. Siendo así, había terminado peleándome con todo el mundo y pasando las tardes escuchando canciones melancólicas en mi habitación. Hasta que mi abuela pareció cansarse de aquello: me ordenó que tomara un poco de ropa, mis sandalias de cuero y que me subiera al automóvil familiar a primera hora del sábado. Y así lo hice, quejándome y refunfuñando todo el tiempo pero aliviada de las cortas horas de paz que seguramente disfrutaría en su compañía.

- No sé por qué me duele tanto - confesé avergonzada y enfurecida - la verdad...no fue gran cosa. No sé...

Me callé. Para mi sí había sido la gran cosa, pensé desconsolada aunque no lo admitiría por ningún motivo en voz alta. El muchacho torpe y tartamudo había sido muchas primeras cosas en una vida monótona y de pronto, encontré que había mucho que descubrir más allá de los libros y mi obsesión por las ideas abstractas. En ocasiones, pensaba que esa relación - exaltada, pasional, muy física como toda relación adolescente - había sido mi cable a Tierra en medio de una vida monótona. Mi primer contacto con la realidad.

Quizás por ese motivo, volvía a sentirme desarraigada y confusa, ahora que había terminado. De pronto, me encontré pensando que nunca serían suficientes ni mis libros, cámaras, ideas. Incluso Mi devoción por la escritura. Había descubierto que la vida era algo mucho más ardiente, fuerte y poderoso que el simple idea que tenía de ella y me dolía como pocas veces algo lo había hecho, reconocer que me encontraba a solas con un tipo de sufrimiento privado para el que no tenía respuesta.

Me pregunté si mi abuela comprendía eso. La miré por el rabillo del ojo conducir con su habitual gesto firme: ¿Alguna vez le habían asaltado las mismas dudas que a mí? ¿Esta sensación de no pertenecer y no estar en ningún sitio? ¿Qué ninguna parte del mundo podía acogerme y brindarme un lugar donde ser feliz? Eran pensamiento tremendistas, exagerados y dramáticos - hasta yo estaba consciente de eso - pero encerraban esa necesidad de ser reconocida y comprendida por alguien más. Algo de lo que había disfrutado por seis meses junto al tartamudo torpe y que no sabía si volvería a disfrutar alguna vez.

- Que te rompan el corazón equivale a un pequeño cataclismo - me dijo mi abuela un rato después, mientras tratábamos de ordenar el viejo salón de paredes húmedas y lleno de muebles rotos y carcomidos por el aire de mar - nunca seremos los mismos una vez que sucede.

No dije nada. Miré por el ventanuco de la pared medio hundida hacia la playa cercana. El mar era una visión de resplandores y centelleos exquisitos, pero su belleza no me hacía sentir precisamente mejor. Había algo irreal en la escena, en el traqueteo de las hojas de las palmeras contra el techo podrido de la casa. El chas chas de la arena debajo de las suelas de nuestros zapatos.

- ¿Siempre es así? - dije de pronto. Y lo hice con una sinceridad que incluso a mi misma me sorprendió - ¿Siempre que quiera a alguien...me sentiré de esta manera?

Unas semanas atrás, mi insoportable prima mayor se había burlado de mi al verme llorar. Me dijo que era una necia al creer que un romance entre adolescentes era realmente el amor. Me había herido muchísimo su insinuación sobre lo poco importante que en realidad había sido aquella relación callada y extraña que echaba de menos a todas horas. Prima se rió de mi cuando le grité a la cara lo poco caritativa que era.

- Eso no es amor. Es un espejismo. Y después te avergozará haberte puesto de esta manera por nada.

Recordé sus palabras en medio de la sala desvencijada de la vieja casa, quitándome a manotones los mosquitos que volaban directo a mi cara. De pronto me sentí muy cansada, torpe pero sobre todo, infinitamente decepcionada.

- Quisiera tener tanta convicción en la cosas como tu, abu - confesé, dejándome caer en una silla de madera rota, que crujió bajo mi peso - creer que de verdad, el espíritu de una bruja es pura luz y potencia creadora y que su mente, tan profunda y misteriosa como el mar. Pero soy sólo una muchacha cansada y necia, que llora una relación...con un sujeto que ni siquiera la recuerda.

Eso era lo que más me había costado afrontar. Dos semanas después de romper conmigo, el tartamudo torpe se había dejado ver con una chica alta y de cabello rubio de sorprendente belleza. Me dolió no sólo que pudiera parecer tan feliz tan pronto...sino que yo continuara sintiéndome tan infeliz. Y de pronto, me pregunté si todo mi idealismo, mi angustia existencial y mis temores no eran parte de una curiosidad mental incontrolable - como siempre había creído - sino de una insoportable inocencia. Eso había echado abajo también, claro está, el cimiento de todas mi creencias. Si el amor no era real, ¿Como podía serlo todo lo demás?

- Las metáforas del fuego y el mar, son formas de comprender que una mujer nacida y educada para ser libre siempre encontrará maneras de reconstruirse - comentó mi abuela sentandose a mi lado, con los ojos llenos de mar y del brillo del cielo interminable - No te pido que creas por las buenas ideas tan antiguas que te resultan incómodas e incluso, por momento inútiles, pero piensa siempre que eres mucho más de lo que temes. Hay una osadía enorme en amar, en abandonar el circulo de las cosas conocidas para entregar una parte de ti a alguien más.

- Lamento haberlo hecho - dije. Y la sola frase me pareció muy ridícula y patética, pero era la verdad - de haber sabido...

¿Era verdad eso? ¿De haber sospechado todo lo que ocurriría después - el asombro, la intensidad y finalmente el dolor y el sufrimiento - habría temido vivir la experiencia completa? Sentí un enorme cansancio, tan blanco y adulto que me desconcertó. No, no habría renunciado a nada de lo que viví a pesar de todo, me dije. Siempre lo habría preferido.

- Lo único que me desconcierta es que sea tan importante para mi todo lo que ocurrió, que me haga sufrir tanto y que sea... - abrí los brazos como para abarcar con un gesto el mundo entero - que pueda haber cambiado...todo. Es como dices, no soy la misma.

Abuela no respondió pero sabía que con toda seguridad estaba pensando detenidamente en lo que le había dicho. Era de las cosas que más me gustaban de ella: lo muy en serio que se tomaba todo lo que decías. La miré ordenar un poco y luego encender la viejísima cocina de hornillas, que soltó un chasquido peligroso cuando mi abuela colocó la antiquísima cafetera de hierro sobre el fuego. Cuando se volvió, me dedicó una larga mirada profunda.

- ¿Sabes por qué las brujas se enamoran todas las veces que pueden? - preguntó - ¿Por qué se enamoran de sus parejas, sus hijos, de cada cosa que hacen, incluso de sus terrores y dolores? ¿Sabes por qué para una bruja es tan necesario el amor?

Me quedé en silencio. La verdad, nunca había pensando en el tema. La brujería solía decir que "el amor era la magia más antigua de todas", pero jamás había analizado la frase más que una bonita celebración al romanticismo. Sin embargo, ahora mi abuela parecía referirse a algo muy distinto.

- El amor no es hermoso ni tampoco doloroso, es todo - dijo entonces mi abuela - es todo lo bueno, lo malo, lo angustioso, lo que te hace sufrir y te condena a la obsesión. Es el poder de crear y lograr cambios a tu alrededor, de conectarte con tu espíritu salvaje, con la audacia de arrojarte a lo desconocido. Una bruja ama porque no tiene más remedio, porque necesita hacerlo. Porque persigue la belleza y el poder personal e íntimo de elevarse sobre sus temores y luchar con ellos. Una bruja jamás se detendrá al amar, jamás amará a medias, a fragmentos. Una bruja siempre querrá quemarse en el amor, enfrentarse a los límites de querer. Una bruja sabe que se enfrenta a perderse, a morir para renacer. Una bruja ama porque su espíritu se lo exige, su mente no sabe hacer otra cosa y su naturaleza salvaje, lo celebra.

De pronto recordé muy vívidamente mis escasos seis meses de amor. Los besos, las caricias, los abrazos. El placer agudísimo, físico y espiritual, que había vivido. El haber descubierto, antes y después, que mi cuerpo y mi mente poseían una abrumadora sensibilidad. Pensé en todo lo que había aprendido, en todo lo que había nacido en mi y en todo lo que había perdido después. Y sentí dolor, furia. Tanta furia. Me puse en pie.

- No sé como me recuperaré de esto - balbuceé abrumada - no sé...
- ¡Enfurecete! - dijo mi abuela entonces, poniéndose en pie también - ¡Enfurecete todo lo que puedas!

La miré desconcertada. Fui muy consciente del aire cargado de mar y de luz entrando por la ventana, el poder de la furia que me llenaba. Y el amor y el dolor y todas las cosas pequeñas y grandes que había descubierto vivían en mí. El amor como una profunda ráfaga de belleza y color, de un sufrimiento duro y quemante que me dejaba sin voz. Apreté los puños. Tuve el deseo de golpear, morder, arañar.

- ¡Quiero volver a querer así! ¡Quiero volver a sentirme así! ¡Pero odio este dolor! - grité con toda la fuerza de mis pulmones. El sonido de mi voz flotó hacia afuera y el mar se lo tragó - ¡Quiero sentir de nuevo la piel caliente, la garganta seca de emoción! ¡Quiero siempre poder sentirme así!

Tomé un viejo jarrón de arcilla manchado de humedad y lo arrojé al suelo. Mi abuela sonrió y sacudió la cabeza.

- No hay nada más poderoso que una bruja que se enfurece, que siente el valor del amor y de los pequeños sufrimientos. Y los sobrevive.

Arrojé al suelo vasos y platos viejos, de plástico, de peltre, de cerámica rajada. Y los ví romperse en miles de pedazos, fascinada por el sonido que hacían al chocar contra el suelo. Mi abuela abrió la puerta de la casa y la voz del mar entró como una ráfaga abrumadora, caliente y dura que casi me arrojó al suelo.

- Liberate del dolor y piensa en todo lo que tienes que recorrer.

Me encontré corriendo descalza por la arena caliente antes de recordar que lo había hecho. Corrí hasta quedarme sin aliento, bajo el sol, con la piel de las plantas quemada. Y cuando el mar llegó y me abrazó. Me golpeó con fuerza, grité. Grité por el dolor joven y frágil que había sufrido. Por la angustia desesperada que me había consumido por semanas. Y por la esperanza de vivir aquello otra vez, de disfrutar del placer, el sexo, la vida, las manos llenas de sueños otra vez. Y grité hasta quedarme sin aliento, hundiéndome en el mar azul infinito, pensando que el cielo estaba en él. Que estaba fundido con el Universo desconocido que me rodeaba. Y en medio de ese silencio, ahogada y sofocada, lloré. Lloré en sollozos que nadie escuchó y mis lágrimas fueron mar. Y nada hubo más que dolor y angustia. Luego asombro por la belleza y finalmente, paz.


***

El sonido del fuego me provocaba pequeños sobresaltos. Tendida a unos cuantos metros de la fogata sobre la arena, tenía la impresión que el mundo entero vibraba de calor. Mi abuela me dedicó una mirada divertida.

- Una bruja nunca tiene miedo a quemarse, sino a no estar lo suficientemente cerca del fuego - me dijo con un guiño. Me volví sobre mi costado para mirarla a ella, al fuego y el mar que reflejaba las estrellas más allá.

- ¿Crees que siempre me dolerán tanto estas cosas? - pregunté, como si el largo día de llanto y mar me hubiesen curado a medias una herida que dejaría cicatriz. Mi abuela movió las sardinas que freía sobre las brasas ardientes.

- Espero que siempre te duelan. Es una manera magnífica de vivir.

Me moví en la arena. Miré el cielo brillando en púrpura y plata y me pregunté cuántas veces somos conscientes del peso del dolor y las pocas ocasiones en que nos abandona por las buenas. El mar más allá pareció suspirar, seguir el ritmo de mi respiración. Temer y construir una idea profunda de pura dulzura sobre el amor y el temor que me llevaría años comprender. Pero en ese momento, con dieciseis años, comprendí el valor de amar. De romper el corazón para encontrar una dimensión mucho más poderosa sobre el poder de los sentimientos justo debajo de la superficie calma de quienes somos. Un rostro entre cientos de rostros perdidos y encontrados en nuestra mente. Un espacio sin nombre que se construye y se reconstruye una y otra vez.


De vez en cuando, aún de adulta, recuerdo ese mar y esa noche. El olor del fuego y el mar, confundido y profundo como un único suspiro de paz. Y pienso que el corazón de una bruja es un laberinto grabado a fuego, a belleza y a pulso de profunda convicción y osadía. Somos espíritus salvajes, sin duda. Y también una mirada confiada hacia ese lugar extraño y en perpetúa transformación que con tanta inocencia, llámamos identidad.

Una forma de magia tan antigua como poderosa.
Una forma de soñar y crear.

1 comentarios:

Maria Jose Arbelaez dijo...

me llena de poesia, de sentimientos y suspiros como escribes.....

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