jueves, 2 de febrero de 2017

Una perfecta y enigmática ilusión: El cine como alegoría.





En una ocasión, Alfred Hitchcock insistió que sus películas eran “un mecanismo de pequeños enigmas desordenados” y que le preocupaba mucho más el mensaje visual de cualquiera de ellas, que el argumento. Una declaración extraña para un hombre que filmó varias de las mejores películas de la historia del cine, pero que coincide sin duda con esa perspectiva suya del cine como un arte tramposo. Para el director británico, el cine es un mensaje elaborado que se asimila desde la forma. Un paisaje enigmático que se crea a partir de piezas sueltas y quizás desiguales en medio de un discurso visual de enorme solidez.

La huella del cine de Hitchcock está en todas partes. Desde la visión artistica que sustento en las películas de las vanguardias europeas que devoraba en la London Film Society (y cuyo estilo plasmó y redimensiona en la mayoría de sus obras) hasta los trucos visuales que revolucionaron el cine y sobre todo, la forma de construir un discurso poderoso a partir de pequeños trucos de efecto. Para el director, cada metraje — cada escena, cada pequeño giro argumental — era una estructura que debía elaborarse desde la presunción de la sorpresa del espectador. Y para eso, Hitchcock utilizaba todo tipo de trucos y métodos elaborados, convencido que el principal objetivo de toda obra de arte — y sobre todo, de toda película — era la de crear una misteriosa relación entre el público y lo que sucedía en pantalla. Una premisa que le llevó a experimentar y elaborar todo tipo de técnicas y visiones sobre el cine que aún continúan siendo novedosas.

Para el director nada era excesivo ni tampoco demasiado complejo, en la medida que pudiera complacer su curioso concepto sobre el cine como vehículo de emociones complejas. Necesitaba no sólo despertar emociones, sino también manipularlas. Y aprendió a hacerlo tan pronto como descubrió que la tecnología rudimentaria de su época podía permitirle elaborar una percepción desconocida no sólo sobre el cine sino en la forma como el público se relacionaba con la experiencia en la sala. Como las treinta y dos capas superpuestas de imágenes en el tramo final de la película “Los Pájaros” (1963) que combina fotografías reales, dibujos y planos de aves en distinto tamaño para crear lo que Hitchcock solía llamar “el punto de vista de Dios”. O cómo logró importantes y trascendentales colaboraciones con artistas de la talla de Len Lye, Julio Le Parc, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Christian Dior o Balenciaga, para crear tendencias y especulaciones a partir de diseños artísticos novedosos.

No obstante, Hitchcock no estuvo solo al momento de crear este particular universo sensorial: siempre le acompañó un talentoso equipo de trabajo que la mayoría de las veces se mantuvo en un discreto segundo plano y que en algunas ocasiones, incluso llegó a escamotear el crédito: buena parte del éxito de sus obras se lo debió al trabajo silencioso y discreto del diseñador Saul Bass, el guionista John Michael Hayes, el músico Bernard Herrmann, el director de fotografía Robert Burks, la figurinista Edith Head y su esposa, la montadora y ayudante de dirección Alma Reville. Pero para el público, sólo existía Hitchcock y el mito de su genialidad. Una imagen movediza y perturbadora en medio de un complicado escenario visual.
Cuando el misterio lo es todo: Un mundo nuevo para el suspenso.

Cuando la Película “Psicosis” se estrenó en la gran pantalla, Alfred Hitchcock insistió en que todos los espectadores debían llegar “a tiempo”. Se colgaron carteles en todas las salas de cine en lo que se les recomendaba al público que no se retrasara “ni un minuto” porque podría entorpecer lo que Hitchcock llamó “el enigma real de la película”. Era la primera vez que un realizador cinematográfico interactuaba de una manera semejante con la escena de cine, con esa otra dimensión más allá de la pantalla. La intriga que suscitó la recomendación de Hitchcock convirtió a Psicosis en un éxito incluso antes de su estreno. El día en que finalmente se proyectó por primera vez, fue evidente que el pequeño truco publicitario fue un golpe de efecto que funcionó muy bien: multitudes de curiosos se agolparon en las salas del cine de todo Estados Unidos para comprobar por sí mismos, el anunciado misterio de la trama. La película se convirtió en un instantáneo éxito comercial y aunque recibió críticas mixtas, fue nominada a cuatro premios de La Academia. Para Hitchcock representó construir un mito donde el principal protagonista parecía ser su propia personalidad. Una nueva visión del arte y la cinematografía, donde el creador visual era no sólo parte del proceso de elaboración de la historia que se mostraba en pantalla, sino un rostro reconocible que podía brindar personalidad — y quizás identidad — a la pieza visual.

Hitchcock siempre fue un personaje en sí mismo, casi tan singular e inquietante como a cualquiera de los que dio vida en el fotograma. Sus críticos más acérrimos le acusaron de despótico, obsesivo e irracional y sus devotos admiradores, de genio y reconstructor del lenguaje cinematográfico. En lo que todos parecían estar de acuerdo es que Hitchcock era cuando menos, un hombre que estaba decidido a concebir el cine como espectáculo pero también como enigma, en una extravagante combinación de factores que no siempre fue bien comprendida. Y es que Hitchcock quizás era hombre muy extraño — le llegaron a llamar desconcertante y peligroso — pero más allá de eso, era un artista muy consciente de su capacidades y sobre todo, de su necesidad de brindar un nuevo sentido a la imagen que narra la historia. En una entrevista llegó a decir que “El cine (lo que podía mostrar) no le obsesionaba tanto como lo que ocultaban bajo las imágenes”.

El director ejercía un férreo control sobre todos los aspectos — técnicos y artísticos — de sus obras. Se obsesionaba hasta con los mínimos detalles, en un intento de recrear su visión de la manera más exacta posible. Sobre todo, sus películas eran elaboradísimas mezclas de simbología y una comprensión sobre el uso de la estética y lo visual totalmente nueva en el mundo del cine. Porque para Hitchcock nada era casual, mucho menos evidente. O intentaba que no lo fuera: Hitchcock estaba convencido que el cine era una herramienta de enorme valor conceptual pero también, de profundo contenido simbólico. Y entre ambas cosas, encontró una manera de asumir el valor del riesgo y de la comprensión de la originalidad en un medio relativamente nuevo y sobre todo, que aún era menospreciado a nivel artístico. Y es que Hitchcock jamás dudó del poder constructor de la visual como objeto artístico a la vez que experiencia comercial. Una visión que brindó a su propuesta una dimensión singularisima y lo encumbró como un pionero por derecho propio. Más allá de eso, Hitchcock también era un artista que estaba convencido del valor de su planteamiento y no dudo, en arriesgar lo necesario para obtener lo deseable, combinación en la que casi siempre tuvo éxito.

De hecho, “Psicosis” fue uno de esos grandes riesgos. La trama, basada en el libro de Robert Bloch del mismo nombre, fue considerada por Paramount como una historia “repugnante y totalmente carente de atractivo real”, por lo que se negó a producirla. No obstante, Hitchcock no se dio por vencido: decidió financiar la película de su propio bolsillo a través de la creación de la productora productora Shamley Productions (que había producido “Alfred Hitchcock Presenta”). Además, el director se ocupó personalmente de administrar el escaso presupuesto: la mayor del parte del equipo provenía de su equipo de producción, así como los escenarios y utilería. Pero más allá de lo meramente estructural, Hitchcock convirtió la filmación de “Psicosis” en un suceso: en un intento por proteger el importantísimo giro de la trama que brinda sentido a toda la historia, no sólo compró la mayor parte de las ediciones del Libro en que se encontraba basada la película sino que además, obligó a todo el personal técnico a firmar una cláusula de absoluta confidencialidad que debían respetar hasta la proyección de la película. Los actores fueron advertidos de manera tajante por el propio director que serían despedidos en caso de revelar cualquier detalle del metraje y de hecho, el ambiente en el set era lo bastante tenso como para provocar malestar en los miembros del equipo.

Dado al secretismo y a peculiares técnicas de filmación, Hitchcock convirtió a “Psicosis” en un ejercicio estilístico que marcaría profundamente su carrera. Y quizás la historia del cine. Porque quizás por primera vez, un director tomó decisiones específicas dentro de la trama, debido a toda una serie de motivos estéticos y visuales que convirtieron la obra en una pieza de arte por valor propio. Desde su extraña estructura narrativa hasta la manera en que Hitchcock supo lograr un ambiente malsano y opresivo, la película triunfó reinventando el género desde sus cimientos. La ambigüedad y la visión del miedo como una serie de símbolos sutiles, brindó a “Psicosis” una inusitada profundidad, una retorcida interpretación del Mal más allá de la simplicidad de lo absoluto. Hitchcock concibió el mal como parte de la naturaleza del hombre, una interpretación de la naturaleza dual y confusa del espíritu racional. Su Norman Bates (interpretado por un espléndido Anthony Perkins) resulta conmovedor en su quebradiza cordura, su fragilidad engañosa y sobre todo, en su inquietante capacidad para la violencia. El director bordó con asombroso pulso esa veleidad entre la bondad y la maldad, la razón y la cordura, hasta lograr un híbrido de inquietante penetración psicológica.

Todo lo anterior además, construido bajo una cuidada puesta en escena, una propuesta estética impecable y una banda sonora que para la época, resultó todo un experimento desconcertante. El compositor Bernard Hermann creó para la película una banda sonora que permitió acentuar el ambiente de tensión y suspenso que acompaña toda la cinta. De hecho, tan efectivo resultó la composición de Hermann — basado en altísimas notas repetitivas y combinadas con acordes graves — que años después , el mismo Hitchcock declaraba que “33% del efecto de la cinta se debe a la banda sonora”.

Rodada en un brillante blanco y negro, la película basa su mayor peso visual en una espectacular combinación de luces y sombra que brinda una extraña sensación de dualidad a cada escena. Ninguno de los personajes está bajo la luz ni tampoco completamente bajo las sombras. Y sin duda, es esa transposición en sombras, ese lenta trayecto entre grises, lo que simboliza mejor el clima completo de la película. Una interpretación de las infinitas graduaciones del bien y del mal — de la belleza y lo terrible — que sostienen una visión sustancial de esa voluble y desconcertante naturaleza del hombre e incluso, esa diminuta grieta que parece separar la cordura de la locura.

Sin duda, un triunfo de ese Hitchcock obsesivo e inquietante y también el visionario creador. Dos caras de la misma visión de la expresión artística y sin duda de algo más íntimo — sin duda desasosegante — que brinda a su propuesta cinematográfica un extraño brillo y esa singular noción sobre el poder de la expresión visual. Un misterio entre misterios, quizás.

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