miércoles, 15 de febrero de 2017

Crónicas de la loca neurótica: Sí, está bien decir groserías, aunque no lo parezca.





Hace unas semanas, caminaba por una calle concurrida cuando me tropecé con no recuerdo exactamente que cosa. Lo que si recuerdo, fue que trastabillé, me lastimé el pie, estuve a punto de caer y finalmente, dejé escapar un muy sonoro: “COÑO” adolorido. Me incliné para masajear el lastimado tobillo, mientras una mujer a mi lado, me miraba muy ofendida. Le devolví el gesto, preguntándole si en algún momento de mi pequeño desastre torpe, había tropezado con ella o algo parecido.

— Las mujeres jóvenes no deben decir groserías — dijo entonces — eso es de machitos.
La escuché boquiabierta. El dolor del tobillo continuaba siendo lo bastante agudo como para agriar el humor y el comentario no contribuyó en nada a mejorar mi estado de ánimo.

- ¿Me puede explicar por qué? — pregunté.

Sabía que no debía hacerlo. Que lo más juicioso — y razonable — era ignorar la frase y seguir en lo mio. Pero no lo hice. Seguro se debió al calor metálico de ese mediodía cualquiera, el insistente dolor que me produjo el golpe en el tobillo…o simplemente que no me dio la gana, así de malcriado como fuera, asumir ese comentario por las buenas. Para ser de todo honesto, en realidad respondí por eso, más que por cualquier otra cosa.

- Porque eso no es de niñas educadas — me respondió. Se acercó a donde me encontraba y me dedicó una mirada petulante — uno debe ser siempre una dama decente.

Nos encontrábamos a mitad de una avenida repleta de gente, en un día especialmente caluroso. Dos desconocidas, que probablemente no volverían a coincidir de nuevo. Pero a mi me pareció de suma importancia entender esa idea ridícula del motivo por el cual una mujer no puede disponer del lenguaje como mejor le parezca, paladear la agresividad como le sea más satisfactorio.

- Yo soy lo bastante educada para entender que una mujer es un adulto responsable y coherente que puede utilizar groserías de vez en cuando — insistí. La mujer parpadeó. La miré de arriba abajo: con sus probablemente cuarenta años bien llevados — o quién sabe si hasta un poco más — es la típica dama remilgada con que te puedes tropezar en un lugar elegante. Que fuera de lugar luce en mitad de esta calle de rostros sudados, de tráfico escandaloso y con esta mujer de cabello despeinado que la cuestiona sobre su opinión de las groserías. Pero de verdad quiero entender el comentario. La cosa comienza a ponerse incómoda.

- Una mujer siempre debe mantener la clase — dijo. Ahora con los hombros erguidos, la cara muy maquillada tensa de la cólera — así te duela o te pase lo que te pase, no entiendo el motivo por el que hay que ser vulgar.

- Tampoco entiendo el motivo por el cual el lenguaje debe ser una especie de eufemismo barato — le respondí. Un transeúnte casual nos lanzó una mirada desconcertada — quiero decir lo que se me antoje, cuando se me antoje. Y lo haré siempre que pueda.

De pronto noto que la mujer alcanzó algún tipo de límite personal. La cólera le tensa las mejillas sonrosadas tanto que el gesto de su boca se tuerce. Los ojos entrecerrados. Y sé que está a punto de estallar, sé que esa furia discreta que intenta disimular, podría explotar de una manera muy sencilla: con un sencillo COÑO como el mio u otra palabra peor sonante. Pero que no ocurrirá. Esta mujer, se contendrá, hará honor a su cabello repeinado, al maquillaje muy elaborado, a los bonitos pantalones de seda y a la blusa de volantes, para callarse, para dejar bien claro ante un público invisible que ella es una dama, que para ella no está permitido expresar los sentimientos como le parezca, sino como debe. Me pregunto cuándo ocurrió esto, en que momento de la historia la mujer cerró los labios para sonreír forzadamente, dejó de considerar que podía tomar sus palabras y hacer con ellas lo que prefiriera. Me duele sobre todo a mi, que amo las palabras, las “decentes” y las “groseras” y creo que todas merecen la misma importancia, el mismo peso y libertad.

Finalmente, la Dama educada no dice nada. Me da la espalda y cruza la calle, con una habilidad tremenda sobre sus tacones vertiginosos. La miro, entre la multitud, altiva y bella, seguramente pensando en lo terrible de disgustarse así en plena calle, de escuchar groserías, de esa libertad de la emoción. No me mira de nuevo ni una sola vez. Y la veo alejarse, oronda y solitaria, hasta que desaparece entre la multitud. Y me quedo preguntándome, ¿ por qué no puedo decir COÑO cuando me plazca? ¿Que hace que la mujer deba reprimirse? ¿Por qué esa la cólera femenina, la capacidad para expresar la furia siempre está tan tergiversada?

Un pensamiento angustioso, me digo un poco desalentada. Y preocupante, también.

De la grosería al improperio: La señorita que mira al otro lado.
Hace unos seis años, vi un divertido programa de televisión donde un psicólogo reunió a un grupo de hombres y mujeres que no se conocían entre sí en una sala pequeña y les pidió se insultaran unos a otros de la manera más vulgar que se les ocurriera. Les dijo que expresaran lo que quisiera de la manera que quisiera y que utilizaran los peores insultos que conocieran. ¿Qué ocurrió? Que luego de una hora, el psicólogo comprobó que los hombres se reían y se insultaban a gritos entre carcajadas, mientras las mujeres, sonrosadas y preocupadas, prefirieron permanecer silenciosas en un rincón. Después dirían que el ejercicio les había parecido insoportable, tan difícil que les había resultado imposible de completar. Cuando se les preguntó el motivo, la respuesta fue simple: “no podía insultar” , “me sentí muy incómoda”, “preferí no hacerlo”. El psicólogo que llevó a cabo la experiencia después concluiría que el pequeño experimento había demostrado que la mujer tenía una percepción del lenguaje como una expresión de un deber social por encima del hombre. En castellano vulgar: La mujer intenta complacer una imagen estereotipada donde la ira, las emociones más violentas y el lenguaje no están permitidas.
Ese es un concepto extraño…dirá el hipotético lector de este, su blog de confianza. Las mujeres no son tan groseras como los hombres, será el razonamiento posterior. Es parte de lo culturalmente aceptable. Pero ¿Se pregunta usted de vez en cuando por qué lo es? Yo si lo hago. Me lo pregunto, mientras escucho a mujeres insistiendo que ciertas palabras son “inconvenientes”, mientras vivo la insistencia de la sociedad donde nací en esquematizar el uso del lenguaje a conveniencia. Pero es que en realidad, la grosería, con toda su carga histórica y social, es solo una interpretación del lenguaje. ¿Parece simple? Por supuesto que lo es, aunque no lo parezca. Tal vez por ese motivo, la grosería — como concepto — varía de país en país, y lo que usted y a mí nos pueda resultar grosero, en otras latitudes pueda resultar normal. Sin embargo, la grosería insiste en permanecer como una idea concreta sobre ciertos limites del lenguaje. Y más allá, la mujer, como siempre el eslabón más débil de una cadena de equívocos culturales. Porque el sesgo — así como suena de crudo y elemental — del deber ser social siempre parece rodear al que históricamente tiene menos posibilidades de defenderse. Y la mujer, con esa larga herencia que la invisibiliza y la disminuye, es la víctima perfecta para un largo engranaje de ideas levemente represivas.
A estas alturas, a usted que tan amablemente me lee, este artículo debe parecerle un alegato que defiende la mala educación y el desorden. Podría hacerlo, en tanto que estoy convencida que la educación es un pacto de honor entre los ciudadanos de determinada cultura para no molestarse entre sí. Pero en realidad, la gran pregunta que me hago y que no sé si podrá ser respondida, es hasta que punto la grosería y la mujer que la pronuncia — y lo que se piensa de ella — son sintomas de algo más profundo y revelador. ¿Qué se espera de la mujer? ¿Que se asume como necesario, evidente, congruente con la imagen que se tiene sobre lo femenino? Es una pregunta que inquieta, al menos a mi me inquieta claro. ¿Se pregunta, que es lo que hace que una mujer grosera sea tan mal vista? Sí, he escuchado todos los alegatos sobre la delicadeza del bello sexo, de esa aspiración a lo etéreo, a lo exquisito que es esencial en lo femenino. ¿Pero eso es suficiente? me pregunto de vez en cuando. Lo hago sobre todo, cuando escucho los encendidos alegatos que en ocasiones estallan insistiendo que la “educación” se ha perdido, que nuestra cultura carece de valores, que la elegancia se encuentra herida de muerte. Y recuerdo al Maestro Cabrujas, reivindicando la grosería como derecho elemental. Porque sí, no habrá nada más expresivo y satisfactorio que un COÑO bien esgrimido, y hasta un HIJO DE PUTA bien encajado en el lugar corriente. Porque hay una libertad inherente en el uso del lenguaje a discreción, de asumir la responsabilidad de lo que se expresa, de lo que se crea a través de la palabra. Y que libertad hay sin duda en esa satisfacción de la furia expresada con poder, de la idea concreta donde se ajusta la expresión más coherente. Decididamente, soy de las que cree que la palabra crea contradicciones, enumera razones invisibles y sobre todo, está hecha para gritar y sacudir. ¿La grosería forma parte de esa idea? sin duda. Aunque no sea muy aceptada y no se digiera bien. Pero existe, pero encaja perfectamente en esa definición.del pequeño límite que existe entre lo que debe ser y lo que no puede expresarse. De lo que somos como idea social y más allá, como lenguaje.
De manera que sea mujer u hombre, diga coño, diga hijo de puta, diga lo que prefiera, siempre que sepa el valor del lenguaje que se construye, el peso de la idea que expresa y más allá, lo que significa para usted esa capacidad de abrir espacios en su mente, de tentar el riesgo de salirse del deber ser e incluso algo tan simple, como disfrutar de un pequeño acto de rebeldía. ¿Y quién no disfruta del poder de asumir sus propios riesgos? No sé usted, pero para mi, la cosa está clara: Hay un poder evidente, concreto y satisfactorio en simplemente decidir hasta donde la cultura tiene la capacidad de limitarnos e incluso, restringir esa idea venial sobre la individualidad por la que todos alguna vez hemos luchado por llevar muy alto. Un espacio muy definido en nuestra mente, una manera de crear.
C’est la vie.

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