sábado, 4 de febrero de 2017

Pequeños misterios en el jardín de los secretos y otras historias de brujería.



El colegio donde estudié siendo una niña era muy católico y respetable, dirigido por un grupo de monjas francesas. No las recuerdo con cariño, por supuesto: eran estrictas, sin sentido del humor y carentes de imaginación. Y no lo eran solo por llevar el hábito: había en ellas un afán de amputar cualquier muestra de individualidad que resultaba inquietante. Nunca he sabido muy bien el motivo, pero para las religiosas con las cuales me eduqué, el pensamiento independiente era muy peligroso. Supongo que resultaba inquietante mirarse en el espejo de la opinión ajena. Pero ese es otro tema, que creo tocaré más adelante.

Como decía, las monjas de mi colegio eran muy estrictas. Castigaban la desobediencia con vergüenza y estaban convencidas que el éxito educativo residía en homogeneizar la identidad personal. Algo que me produjo escalofríos desde la primera vez que entré de los luminosos salones de la institución. Recuerdo haber sentido un poco de miedo por aquel grupo de niñas tan bien portadas, con el uniforme impecable y sentadas tan derechas en su pupitre, como un ejercito idéntico y silencioso. Por entonces, yo tenía diez años y era bastante desaliñada, con mi cabello crespo sin peinar, mi cara llena de pecas y mi renuencia a las medias largas. Cuando me senté en mi lugar, junto a niña de largo y repeinado cabello castaño y precioso uniforme azul marido, me sentí tan fuera de lugar que quise gritar. Pero no lo hice. Preferí quedarme muy quieta y tratando de calmarme. Apreté las manos heladas sobre el pupitre y esperé.

La primera clase del día era biología y la impartía una monja joven y pálida llamada María,  que parecía tan incómoda con yo, con su hábito apretado y su voz quebradiza. Luego comprobé que su aparente fragilidad escondía una inteligencia muy despierta y una original forma de ver el mundo. Me agradó de inmediato, tal vez porque ambas éramos naufragas en medio de todo el orden puntilloso del colegio, elementos que parecían amenazar la simetría de los largos pasillos luminosos y los salones silenciosos. Pero la profesora de Biología parecía resistirse a todo aquello con tanta energía como buen tino. Tenía una idea muy clara que la educación era una manera de crear y soñar. Sus clases eran la más divertidas a las que asistía y aunque yo  no era especialmente buena en las ciencias exactas, si disfrutaba de esa otra visión de lo que consideraba aburrido y tedioso.

Pero para María, la ciencia tenía su chiste y su truco. Le gustaba lo nuevo, lo extraño y novedoso. Quizás por ese motivo, le gustaba hacerme preguntas que ninguna otra persona en el colegio me hacia jamás.

- ¿De verdad tu familia es de brujas? - me preguntó en una ocasión, con mucho interés. Pronunció la palabra "brujas" en un susurro, como si los venerables jardines del colegio pudieran sobresaltarse si lo decía en voz alta. Sonreí.

- Sí, lo somos. Pero nadie vuela en escoba, ni come bebés ni tampoco baila con el diablo - le expliqué. María rio entre dientes.

- Lo supongo. Nunca creí eso, de todas formas. Me gusta la idea de la bruja - confeso en voz baja. Y que extraño resultó escucharle decir aquello: la recuerdo de pie, con su habito bien planchado y el anillo plateado de su compromiso con Cristo brillando en su dedo. No entendía a María y quizás por eso me simpatizaba tanto. Debía tener por entonces veinte años o un poco menos y me asombraba justamente su juventud, me preguntaba por qué alguien querría consagrar su vida a algo tan abstracto como "el amor a Dios".

Caminamos juntas por el jardín, en silencio. Una de las cosas que me gustaba del viejo colegio era que tenía un aire venerable, reminiscencias de su pasado como convento, supongo. Aunque me sentía incómoda la mayor parte del tiempo, ofuscada por la disciplina constante e irritada por la insistencia de las monjas en educar a partir del grito y la amenaza, el edificio tenía su encanto. Así que me gustaba recorrerlo a solas, fotografiando a escondidas, llenándolo con los brillantes colores de su imaginación. A María me la tropezaba con frecuencia en aquellos recorridos y llegué a la conclusión que ella también se sentía extranjera en aquellos muros silenciosos, en medio de los recreos pesarosos y las largas clases tediosas.

- La bruja es la más antigua rebelde - dijo entonces - me encanta pensar que ni la muerte, ni el miedo ni la historia pudieron doblegarla. Ese es un pensamiento bonito, una idea que enaltece.

- Pero la Iglesia temía a las brujas - dije - les temía tanto que las proclamó "herejes", "pecadoras". Tu eres parte de la Iglesia. ¿Por qué no piensas así?

Recordé todas las ocasiones en que la directora del Colegio me había recriminado llamarme bruja, la inquietud que le provocaba el mero hecho que insistiera en hablar sobre el tema. Incluso mis compañeras de clase, me miraban de reojo con mucha desconfianza y supongo que por la misma razón que las religiosas: para la cultura occidental, esa que tenía tan presente la moral católica, la brujería - la bruja - era poco menos que una insulto a lo que se consideraba "bueno". Comprendí eso muy pronto y siempre me produjo profunda desazón asumir como se juzgaba mis creencias, como me veía el resto del mundo. Por supuesto, con diez años no lo pensaba en términos tan complejos. Solo sabía que había algo en mi que ofendía a aquel pequeño mundo católico en el que estudiaba.

- Porque no quiero pensarlo así - comentó María, con toda naturalidad - no quiero que me digan que pensar o que creer. Antes de conocerte a ti, solo tenía la opinión de los demás para saber de las brujas. Y eso no es suficiente. Por ese motivo te lo pregunto. Quiero conocer la versión de las brujas...por las brujas.

La idea me fascinó. Me dejó muda de asombro de hecho. ¡Era sorprendente!. Nunca, hasta entonces, alguien me había dicho algo semejante, aunque ahora que lo analizo era una postura valiente e inteligente. Me quedé un minuto mirando a Maria, con su severo crucifijo de metal al cuello y su cuentas de rosario en la muñeca. Y se me ocurrió una idea.

- ¿Quieres venir a mi casa?

María no me respondió de inmediato, sorprendida. Ni yo misma entendía muy bien como me había atrevido a decir algo semejante. Las monjas del colegio siempre insistían en que había una frontera muy definida entre alumnos y maestros, una brecha no solo generacional sino intelectual. Además, ¿Qué sentido tenía invitarla a casa de mi abuela? Por mucho que María insistiera en que su opinión sobre las brujas era mucho más benévola que la del resto de las monjas de la Escuela, sospechaba que se trataba de una idea bastante superficial, una especie de interrogante general que no estaba muy segura si deseaba responder. Me mordí los labios incómodas, deseando no haberle preguntado semejante cosa.

Tal vez por ese motivo me sorprendió mucho cuando ella sonrío. Una sonrisa franca, muy abierta, de esas que se veían muy poco en el colegio.

- Claro que quisiera. ¿Realmente quieres que vaya?

Ahora fui yo la que no respondió de inmediato. Me pregunté que diría mi abuela sobre aquella invitación espontánea, si lo consideraría una de mis locuras o un mero acto de impulsividad. Imaginé a mi abuela mirándome, con sus inteligentes ojos color miel, quizás intentando comprender por qué lo había hecho y yo misma me lo pregunté. Bueno, la respuesta era simple ¿No? la misma María lo había dicho: Quería que escuchara hablar de brujas con brujas. Y eso me parecía estupendo.

Creo que nunca olvidaré la escena de María, con su habito blanco y azul, sentada con timidez en el salón singular y repleto de objetos extraños de mi abuela. Era un sábado despejado, con el cielo de un azul Caracas muy brillante, y la luz del sol lo impregnaba todo. Me gusta recordar la escena casi como si se tratara de algo que soñé: la joven Monja mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos, quizás sorprendida por las estatuillas de Diosas y Dioses que decoraban los anaqueles, la mesa llena de libros y papeles desordenados, el pentáculo en la pared. Y mi abuela mirándola con una sonrisa, con su delantal de retazos y sus anteojos de cristal un poco doblados, divertida.

- Nos gusta mucho que hayas querido venir, María - dijo - mi nieta habla muy bien de ti.

María me dedicó una mirada agradecida, pero no dijo nada. Me pregunté si estaba arrepentida de haber venido a la casa de mi abuela finalmente. Pero luego ella misma me diría que solo estaba nerviosa e incluso un poco impaciente de hacer preguntas, sin saber cómo. Claro que, pronto encontró la manera de hacerlo. Señaló con mucho interés una de las estatuillas que mi abuela conservaba en lugar de honor en uno de los muebles de la casa: Una figura femenina vestida de blanco, con los brazos extendidos hacia lo alto.

- ¿Pero ustedes son devotas de la Santísima Virgen María? - preguntó con entusiasmo.
- Esa no es la Virgen - respondí de inmediato. Mi abuela sonrío ante la mirada asombrada y confusa que me dedicó María.
- Rendimos culto a la Diosa - le explicó - La Gran Diosa blanca o Gran Diosa se ha identificado con todas las diosas de la Luna en todo el mundo. Es el símbolo Universal del  aspecto femenino de Dios, El Espíritu Santo, Diosa Madre, conocida en la cábala hebrea como la Shekina. Y por supuesto, también la Virgen María, la Madre del Salvador católico.

Mi amiga miró a mi abuela confusa y las mejillas enrojecidas de alguna emoción incómoda. Me pregunté que estaría pensando. ¿Le parecería insultante que comparara a su querida Virgen María con otras deidades remotas que le debían sonar tan desconocidas como inquietantes? Quizás sí, me dije, preocupada, observando la manera como apretaba las cuentas de su rosario y la expresión casi dura de su rostro.

- Mi querida Señora, comparar a nuestra Madre con Diosas paganas es casi sacrílego - comentó en voz baja, tensa. Miré a mi abuela inquieta, preguntándome si le disgustaría el sutil reclamo. Pero mi abuela solo sonreía, con todo aplomo.

- Lo mismo podría decir yo, querida - respondió -la Diosa muda, la Diosa del bosque, fue durante mucho tiempo considerada la madre de todo lo creado. La dadora de vida y muerte. Por milenios y en numerosas civilizaciones, la Diosa era quien ofrendaba la vida, el origen de toda idea creativa. La virgen María es solo otra manera de llamar a esa fuerza hermosa, poderosa y sutil que está en todas partes.

María frunció el ceño. Comencé a preguntarme si había sido buena idea invitarla a casa. Me sentí avergonzada, no por las palabras de mi abuela, sino por la situación que había provocado sin querer. Y es que sabía que debía ser muy incómodo para mi abuela responder aquellas preguntas y más aún, enfrentar los mismos argumentos sobre divinidad y otras ideas religiosas  que tanto le molestaban bajo su propio techo. Pero entonces pensé que tal vez, ella sabía que eso podía suceder y no le había molestado invitar a María, recibirla con una sonrisa y escuchar sus palabras. Esa idea me pareció curiosa y desconcertante.

- La Santísima Virgen es la madre de nuestro Señor Jesucristo - explico María en tono amable, como si quisiera distender la tensión - más allá de una idea abstracta sobre la identidad de la divinidad, La Virgen es quien gestó y llevó al Salvador en su vientre puro.

- De la misma manera que tantas otras Diosas en el pasado gestaron y parieron a sus hijos Dioses - respondió mi abuela - La Diosa Blanca se manifiesta generalmente en una trinidad compuesta en tres entidades: la Virgen o Doncella, La Madre o Matrona y la Anciana, símbolo de la sabiduría femenina y la muerte. La triple Diosa representa las tres fases de la luna: creciente, llena y menguante, además de las tres dases de la vida humana: juventud, madurez y vejez. También simboliza el cuerpo, la mente y el espíritu. Y siempre, la Diosa parió a su propio hijo, el Dios.

Por supuesto, mi abuela no agregó lo que seguramente habría horrorizado a María: Ese Dios, hijo de la Diosa, era a la vez su consorte. Me imaginé la expresión angustiada y muy probablemente angustiada de María por aquella idea y comprendí porque mi abuela había decidido omitirla de su explicación. Me pregunté cuantos católicos sabían esas viejas historias mitológicas y a cuantos le importaban.

- Pero usted habla de una especie de Santísima trinidad...femenina - dijo María. Tenía las manos muy apretadas sobre las rodillas muy juntas. Los ojos muy abiertos y brillantes. ¿Estaba asustada? - ¿Eso no le parece un poco impío?

- ¿Por qué sea femenina? ¿O por qué se asemeja a su concepción de Dios? - preguntó mi abuela. María se encogió de hombros.

- La mujer tiene su lugar bajo la visión de lo Divino, y es de dar el ejemplo de fuerza espiritual y humildad - dijo María. La frase se escuchó mecánica, como repetida muchas veces y me pregunté si María la creía en realidad. Imaginé a la joven novicia, a la misma que le encantaba hacer juegos de memoria ingeniosisimos en clases y trabajos escolares tan divertidos, tratando de aceptar que la Iglesia a la que había entregado su vida daba un papel secundario a la mujer. Me imaginé su incomodidad, quizás su angustia. Al menos, yo la sentiría, me dije.

- La mujer y el hombre son creaciones Divinidad exactamente iguales - dijo mi abuela - si hablamos de un plano esencialmente filosófico, la mujer y el hombre se complementan, se miran así mismo el uno al otro. Se comprenden como parte de una sola manera de comprender el mundo. Lo contrario, es prejuicio.

María se revolvió incómoda. Pero no dijo nada. Y siguió mirando a mi abuela, atenta. Comprendí algo entonces: a pesar de lo que le pudiera preocupar o escandalizar lo extraña conversación, le gustaba hacerse preguntas. Estaba intrigada por lo que mi abuela decía. Me simpatizó más que nunca entonces, esa extraña monja, con el hábito apretado bajo el mentón pero con la mente muy abierta y despierta.

- El tres ha sido un número sagrado desde el tiempo de los antiguos babilónicos. De acuerdo a Pitágoras, el Orden Universal se manifiesta en Triplicidades, al igual que los signos zodiacales. Los antiguos Chinos creían que el número tres engendró todo lo que existe. En la numerología moderna el tres representa actividad, creatividad, sabiduría y talento. De manera que no es casual que el Catolicismo también lo incluyera en sus creencias.

Se levantó, tomó otra de las estatuillas de la biblioteca. La Curva de la Luna se abría hacia un cielo imaginario tachonado de estrellas de metal. Se la puso entre las manos a María, que sostuvo la pieza casi con reverencia.

- Entre las trinidades de la Luna o la Diosa Blanca está la de la Diosa Hécate como triple Diosa: Selene ( cielo), Artemis / Tierra ) y Persefone ( inferno o mundo inferior ). En otras trinidades tenemos a la Diosa Blanca identificada como Hebe ( virgen o doncella ). Rhea ( madre o Matrona ) y Hecate ( anciana ). En muchos lugares la Diosa de la Luna recibe el título de Reina del cielo, la cual abraza el firmamento nocturno con sus estrellas y planetas. Mozart la inmortalizó en la famosa aria La reina del Cielo que es la parte central de su maravillosa ópera La flauta Mágica.

María sonrío, asombrada por toda aquella información, supongo y me miró. Quizás recordaba las muchas veces en que me había escuchado tararear aquella pieza al estudiar, o leer a solas en los rincones de los salones vacíos. Ahora sabía por qué lo hacia.

- ¿Usted dice entonces que la Santísima Virgen...?

- Es otra forma de contar la misma historia. Por supuesto, no dudo de su existencia histórica como la Madre de un hombre extraordinario y milagroso. Pero muchos de sus atributos son parte de los que se les daba a la Madre de todo lo creado, la Diosa Celestial -  explicó mi abuela -  Todas las Diosas lunares de la Antiguedad se identificaron con la Diosa Blanca. La más antigua de todas es Ishtar, la Diosa principal de los Babilonios y los asirios. En otra versión se conoce como Astarté, la Diosa de la Luna entre los Fenicios. El nombre de Ishtar aparece en diferentes formas a través del antiguo mundo semítico: En Arabia se la conocía como Athtar; en Abysinia ( Etiopía) como  Astar; entre los israelitas como Ashtart, Ishtar, en sus varias versiones, era la Diosa Blanca o la Gran Madre, la diosa de la Fertilidad y Reina del Cielo. Los Babilonios la representaban desnuda, con senos prominenteso amamtando a un niño. Pero también poseía cualidades destructivas y entre los asirios era considerada la Diosa de la caza y de la Guerra, armada con espada, arco y un carcaj, repleto de flechas.

La monja acarició con cuidado la escultura que aún sostenía, con una rara expresión en el rostro. ¿En que pensaba? no me atreví a preguntarle. Miré a mi abuela y ella me hizo una seña firme que no interrumpiera a María en sus ensoñaciones. De manera que la dejé sentada allí, mientras ambas ibamos a la cocina para preparar café y servir galletas. Cuando regresamos al Salón, María estaba de pie, sonriendo. Me pareció se encontraba un poco pálida y cansada.

- Creo que debo irme - dijo. No aceptó la taza de café que le ofrecimos ni tampoco las galletas. Parecía tener verdadera prisa por volver a su mundo y a sus ideas. Mi abuela no insistió - decía siempre que era irrespetuoso hacerlo - y la acompañamos a la puerta. Cuando María se despidió de nosotras, mi abuela tuvo uno de esos gestos suyos inesperados que siempre me sorprendían: le extendió la escultura de la Luna Curvada con su cielo de cristal azul. María la sostuvo entre las manos, atónita.

- No puedo aceptarla, tenemos un voto de pobreza - explicó. Pero no la soltó. De hecho, parecía incapaz de dejar de apretarla entre los dedos. Mi abuela sonrío, casi con ternura.

- Bueno, tenla como pisapapeles un tiempo y después, me la regresas - dijo con uno de sus guiños traviesos - pero siempre es bueno disfrutar de la belleza. Y lo que te hace pensar.

María no respondió. Pero la note abrumada y confusa. Cuando se despidió de mi, me pregunté si volvería a dirigirme la palabra en la Escuela. Mi abuela soltó una carcajada cuando le comenté mis temores.

- Claro que sí. Las personas inteligentes siempre te van a sorprender.

Y María lo hizo. Cuando regresé el lunes al colegio, no solo me saludó con su habitual calidez sino que de inmediato, advertí un objeto nuevo en su escritorio de maestra. Una bonita escultura de una Luna creciente rodeada de estrellas brillantes. La miré allí asombrada y María me devolvió la sonrisa. Era como un pequeño secreto entre ambas. Me preguntaba que podía significar.

Al año siguiente, María no fue mi maestra de Biología. De hecho, comencé a verla cada vez menos en el colegio y alguien comentó, que probablemente se iría del colegio para viajar a la Casa Central de las congregación de monjas a la cual pertenecía. Lo lamenté: realmente me agradaba María y era una de las pocas cosas que recordaría de esos tumultuosos años de escolares mucho después. Cuando finalmente abandonó el colegio, no se despidió de mi. Tampoco me devolvió la escultura de la Luna Creciente. La idea me pareció singular.

Transcurrieron unos cuantos años hasta que volví a encontrarme con María. Por entonces, yo era una joven universitaria un poco atolondrada y no reconocí a la mujer de rostro pálido y ojos vivaces que me saludó en el campus.

- Agla, me voy a ofender - dijo y soltó una carcajada. Y fue su risa lo que reconocí entonces. Me quedé mirándola aturdida: Era María, con el cabello largo y suelto, llevando unos modernos jeans y una camiseta. No reconocí a la joven monja que había conocido en esta mujer vivaz que me miraba divertida. Y me alegré que así fuera. Un pequeño prodigio inesperado.

Conversamos por horas. Así me enteré que tres o cuatro años antes había abandonado la orden y había comenzado a estudiar filosofía en la Universidad en la que yo acababa de ser admitida. Lo escuché todo asombrada, sin saber como comprender aquello.

- Pero ¿Por qué? - pregunté asombrada - Te veías muy convencida, te gustaba ser monja,

María soltó otra carcajada. Y recordé que ahora no se llamaba Hermana María, sino Antonietta. Tuve la sensación que de nuevo era la niña que se asombraba por el buen humor de aquella extraña monja, que me sorprendía por su singular manera de ver la vida. Un pequeño prodigio cotidiano.

- Sí, me gustaba muchísimo - respondió - pero con el correr del tiempo, descubrí que me gustaba muchísimo más ser mujer, libre y pensante.

No supe que responder a eso. La idea me asombró, me intrigó. Pero sobre todo me fascinó. ¿Cuanto habría tenido que luchar María para convertirse en Antonietta? ¿Cuanto tiempo y dolor le habría llevado encontrar esa determinación en su mente que le hizo tomar una decisión semejante? No lo sabía. Pero me asombró el valor que sugería la idea y más allá, su belleza. Cuando nos despedimos, Antonietta me apretó la mano afectuosamente.

- Dile a tu abuela, que aún miro la Luna Creciente - dijo. Y volvió a reír - y que recuerdo que alguna vez, Dios era mujer.

La vi alejarse por el campus, una mujer fuerte y joven, quizás más fuerte de lo que cualquiera podría adivinar. Cuando le repetí a mi abuela lo que me había dicho, sonrío. Una sonrisa muy amplia y satisfecha.

- Te lo dije - me recordó - las personas inteligentes siempre te sorprenden.


De vez en cuando, miro las estatuillas de María, la Madre de Jesús y recuerdo la conversación entre la monja joven y asustada y mi abuela. Recuerdo lo que me hizo sentir el pensamiento que la naturaleza de la divinidad femenina sobrevive a la cultura que intentó menospreciarla, al tiempo que intentó olvidarla. Y me gusta pensar que de vez en cuando, la Luna creciente, el poder del renacimiento brinda sentido a una nueva historia, cuenta una nueva manera de entender lo femenino. Es un pensamiento hermoso y también una manera de imaginar un mundo que se crea así mismo cada vez, que es nuevo siempre. Sonrío, ante la idea y sobre todo, siento ese poder diminuto y sutil de creer y confiar. Una manera de soñar.

C'est la vie.

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