martes, 14 de febrero de 2017

Lo bueno, lo malo y lo feo de una secuela predecible: ¿Por qué resulta tan aburrida “Cincuenta sombras más oscuras” de James Foley?






Los fenómenos literarios son escasos, aunque su resonancia sea permanente. Por eso,la saga erótica de E.L James continúa desconcertando por su cualidad para su sorprender y desconcertar. Desde su publicación “50 sombras de Grey” provocó una inmediata curiosidad, no sólo por la forma casi casual en que la historia llegó a las librerías — ese fanfic de ama de casa de mediana edad apasionada y atribulada, descubierto por una astuta editorial — sino por su inexplicable éxito. Se trata de un fenómeno de ventas que demostró que hay un mercado cautivo para el Fast Food literario del Best Seller y que además, recordó al cine que aún las historias de amor venden. Y mucho. Porque la adaptación cinematográfica no se hizo esperar y mucho menos, desear. Una muy comentada reinterpretación de una obra menor con un pléyade de fieles seguidores que se esperaba pudiera engendrar un éxito resonante. Y lo fue, por supuesto: la película “50 Sombras de Grey” ( Sam Taylor-Wood — 2011) fue un taquillazo. Se convirtió en un clásico banal, a medio camino entre un engañoso erotismo y algo más superficial que la película abarca con facilidad.

Sin que resultara una sorpresa para nadie, de inmediato se anunció la inevitable secuela, basada en el segundo libro de la saga. La película “Cincuenta sombras más oscuras” comenzó su pre producción un mes después del estreno de su predecesora y se aseguró de dejar muy claro, que “rebasaría” todo lo que público había visto hasta entonces. Una promesa que sin duda, parecía responder a las críticas que habían acusado a la película de tímida e incluso, de infantil. No obstante, no todo es tan sencillo para un fenómeno que basa su éxito en el sexo descarnado y crudo que no puede mostrar. Libro y película intentar revisionar el conocido cuento de hadas en algo más carnal, más adulto y tan cercano a la pornografía que los límites parecen desdibujarse. Pero lo que parece tan fácil en el producto literario no lo es tanto en el cinematográfico: las explícitas escenas sexuales del primer libro se suavizaron para su contraparte en la pantalla grande y el resultado fue una versión descafeinada y confusa de un libro mediocre. De manera que el mero anuncio que su segunda parte se liberaría de las ataduras — y qué literal es el término en este caso — despertó el interés no sólo de sus fanáticos, sino del público seducir por una idea de sexo más adulta — o al menos, una versión menos puritana e infantil que el Hollywoodense — en la gran pantalla.

Porque “50 Sombras de Grey” es una historia romántica — el conocido cuento de la chica frágil enamorada de un hombre poderoso a quien debe salvar de sí mismo — pero también, es un planteamiento sexual. El elemento de sadomasoquismo, además, añade niveles por completos nuevos a una serie de libros dirigidos a un público usualmente ignorado por lo erótico. La “madre americana” — una visión tan elemental el ama de casa que resulta alarmante — nunca ha sido tomada por muy en serio por la literatura: la gran mayoría de los libros que la “madre americana” suele leer son en realidad, visiones sobre su rol como madre, esa profundización necesaria y en ocasiones insultantes de su identidad estandarizada. Con “50 Sombras de Grey”, esa percepción pareció no sólo convertirse en algo más más realistas, sino construir toda una nueva comprensión sobre lo que la literatura necesita ofrecer y sobre todo asumir para un cierto tipo de público discreto. Por ese motivo, el éxito de la saga (que alcanzó los cien millones de libros vendidos en el año 2014) no sólo es un recordatorio de ese cambio sutil en el mundo editorial con respecto al público lector sino un mensaje muy claro sobre la importancia de esa nueva percepción del libro como símbolo de un nuevo tipo de pensamiento y concepción del mercado lector.

Con la película homónima ocurrió otro tanto, aunque no obtuvo todo el éxito esperado y fue criticada por glorificar el maltrato y el acoso como una experiencia romántica. Hubo debates sobre las cacareadas escenas de sexo supuestamente rudo — que son mucho más inocentes y coreografiadas de lo que sugiere el escándalo — y sobre todo, la insistencia de los guionistas de convertir el personaje de Anastasia Steele en símbolo de la sumisión a través de cierto abuso emocional. La combinación de todo lo anterior hizo que el guión de “Cincuenta sombras más oscuras” sufriera todo tipo de revisiones para complacer no sólo a la polémica — o saber que límites tocar para lograr el necesario escándalo — sino también, ser lo suficientemente inofensiva como para ser un redituable éxito comercial. Una tarea que no resulta sencilla y en la que desde luego, no triunfa.

Porque hay mucho del efecto de esa presión mediática en “Cincuenta sombras más oscuras”, con sus escenas sexuales desabridas y sus aburridos escarceos eróticos de una pareja de protagonistas de escasa química. En esta ocasión, el guión se asegura de no erotizar la violencia contra las mujeres y lo hace con tanto encono, que termina afectando el tema central de la historia: la supuesta perversidad que añade calor y dolor al romance entre los personajes centrales. Lo hace además con tanta torpeza y deseos de agradar a la invisible audiencia, que termina convirtiendo el supuesto ingrediente BDSM en un juego sugerido y poco convincente. La trama se convierte entonces en una colección de despropósitos argumentales, sin solidez ni interés, que avanza a trompicones para mostrar desnudos sugeridos y escenas sexuales que rayan en cierta necedad adolescente. La lujuria — o la que se esperaría encontrar en una película basada en un superventas erótico — se disuelve en chistes de pésimo gustos y escenas a mayor gloria de la belleza insípida de sus protagonistas.

Lo que más decepciona de “Cincuenta sombras más oscuras” es el mismo elemento indefinible y mediocre que convierte a los libros en una mezcla de morbo adolescente y sexo mal descrito: la película es un quiero y no puedo por regodearse en una cualidad transgresora que no alcanza ni por asomo. Para ser un producto pensado y construido para la polémica, es inocente, tímida y banal, con pretensiones de obra erótica sin la emoción o ese elemento sucio y levemente humano de cualquier historia que involucre el sexo crudo. En “Cincuenta sombras más oscuras” el interés reside en justificar el dolor emocional de un personal plano y la devoción de su contraparte femenina, reducida a un mero espejo en el que se refleja. No hay conflicto ni tampoco la menor tensión entre ambos. Las escenas transcurren como una sucesión de pequeñas batallas de poder que jamás se resuelven en realidad — a veces triunfa Christian Grey, otras Anastasia Steele y siempre, la victoria es deslucida y poco importante — y en medio de todo, el sexo aflora raquítico y aburrido. Una mera sombra borrosa de algo que se anuncia potente y vital pero que nunca llega a mostrarse en realidad.

Se está insistiendo en que “Cincuenta sombras más oscuras” es la peor película erótica jamás hecha. En realidad, la película está pobremente escrita y carece de solidez, pero ese no es su principal problema. El verdadero meollo del asunto es que tanto saga como película no se enfocan en el sexo — a pesar de las detalladas tropelías sexuales descritas con mano torpe por la escritora y mostradas con verguenza en pantalla — sino en el poder. Tanto en lo literario como lo cinematográfico, la saga de la escritora E. L. James se concentra en la actitud de las mujeres hacia los hombres o mejor dicho, en la forma como la cultura edulcorada y muy conservadora asume el juego del romance entre hombres poderosos y mujeres en apariencia sumisa. Podría tratarse de un tema interesante, de un filón novedoso en un planteamiento ambiguo, pero el libro no tiene la profundidad de analizar la idea con agudeza y las películas tampoco lo intentan. Así que “Cincuenta Sombras más oscuras” se debate entre su falta completa de identidad y su espacio disonante como obra blanca y no satisface a nadie. Como un mal sexo de una noche, la película divaga sobre el amor desde una cierta necedad adolescente y sobre el sexo con una pacatería que sorprende por su corrección. Pero por sobre todo, se niega a analizar esa visión peligrosa del sexo y el poder que podría salvar a la película de la simplicidad y la banalidad absoluta. Lo hace además con un mal gusto que desagrada por su ramplonería: no hay el menor aliciente para la sugerencia del deseo en esta sucesión de primeros planos y desnudos borrosos.

Además, “Cincuenta sombras más oscuras” peca de evidente y sermoneadora. Con la misma brocha gorda de la saga literaria — y que se disculpa a medias por la torpeza general de la autora — el guión de la película trata las negociaciones de poder como grandes victorias de género, cuando no son otra cosa que concesiones a la corrección política. Todo es tibio, literal y evidente en “Cincuenta sombras más oscuras” y mientras en el libro, la acción se asume como una tránsito hacia la madurez de ambos personajes — que jamás se logra y resulta chocante en sus buenas intenciones lacrimógenas — la película insiste en edulcorar hasta el delirio una relación basada en la violencia. Renuncia a la posibilidad de analizar los alcances de esa violencia — y sobre todo, asumir sus implicaciones — y termina por insistir en los trillados caminos de un romance desigual que resulta tan absurdo como repetitivo.

Cuando se estrenó “Cincuenta sombras de Grey” el New York Magazine retó a sus lectores a que encontraran quince objetos inanimados con más química que los protagonistas de la adaptación cinematográfica de la saga. El chiste se esparció por redes con enorme facilidad pero dejó muy claro que la película carecía de quizás el único requisito imprescindible para sostenerla: verdadero morbo. La debutante Dakota Johnson, con su expresión confusa y aspecto aniñado parecía no lograr encontrar ese elemento de tensión sexual tan necesario con su contraparte, un Jamie Dornan de espléndido aspecto pero tan inexpresivo como distante. La joven pareja, a pesar que suele mostrarse tomada de la mano en espectáculos y entrevistas promocionales, era incapaz de disimular su incomodidad mutua y lo que es peor, la persistente frialdad que hizo que muchos se preguntaran si también sería evidente en una película que levantó tanta expectativa durante los meses de su filmación. Y lo fue: la mayoría de las escenas sexuales de “Cincuenta sombras de Grey” tienen un aire acartonado e infantil justo por esa ausencia de química entre dos personajes que dependen casi por completo de la lujuria. Al contraste Dornan y Johnson, parecen un poco hastiados de la mera posibilidad de estar uno cerca del otro.

Nada cambia demasiado en “Cincuenta sombras más oscuras”, aunque ambos actores se toleran un poco mejor y hay una clara camaradería entre ambos que hace más soportable las miraditas y los momentos fuera del ambiente controlado de las anunciadas escenas sexuales. El guión les brinda momentos humorísticos que distiende el ambiente y logran crear una cierta pátina de cercanía entre ambos, pero eso no es suficiente para los momentos más escabrosos. El guión entonces se decanta por largos primeros planos confusos y avanza con pie de plomo en medio de la pirotecnia sexual y frases subida de tono. Pero no hay nada realmente provocador o transgresor en la colección de piruetas levemente eróticas. En conjunto todo es predecible, obvio, agotador.

Con todo, hay buenas intenciones en el conjunto: James Foley y el guionista Niall Leonard intentan crear un melodrama romántico levemente lúgubre, divertido y con personalidad. Pero no lo logran justo por la timidez de Hollywood y el temor evidente de la producción de insulta a alguien. La película peca de limpia, intrascendente, purificada para una audiencia que juzga a priori anodina y que quizás, se basa en el público natural de la Saga original: La novela “50 sombras de Grey” despertó el interés de un tipo de público potencial hasta ahora poco explotado por el mundo editorial y fílmico: la mujer de mediana edad, casada y con hijos. La tradicional madre americana. La interpretación puede parecer irrisoria e incluso directamente insultante, pero todo se trata de una manera de comprender el mercado editorial y del cine en cuanto a planteamiento.

Por supuesto, se trata de una lección que el cine había aprendido hace décadas y que no sorprende a nadie en la industria: durante décadas Hollywood ha encontrado la fórmula para construir todo tipo de productos fílmicos dirigidos a un público devoto y consumidor. Un tipo de estratificación que permite que lo cinematográfico tenga la posibilidad de dirigir un mensaje específico hacia un público cautivo que invariablemente suele disfrutar — y responder — de manera entusiasta con propuestas creadas especialmente para su consumo. No sorprende a nadie que la franquicia de “Cincuenta sombras de Grey”, intente no solo cautivar a su público original sino imitar lo mejor posible las razones que provocaron que la saga se transformara en un éxito inmediato. Pero no lo logra: la trama cinematográfica intenta dosificar en pequeñas escenas pseudo escabrosas al alta carga de porno suave del libro. El resultado es plano y mustio.

La cultura popular lo es por una razón básica: incluso sus obras y manifestaciones más elementales reflejan urgencias psicológicas universales. Las distorsionan, falsifican y las convierten en algo más, pero al final de todo, continúan allí, para la reflexión y la comprensión de las grandes masas. Esta simplificación es una forma de lenguaje por sí mismo y quizás allí radica el inusitado éxito de la trilogía de E. L. James, que su gemelo cinematográfico no logra emular. Aunque la gran mayoría de los críticos coinciden en que se trata de “basura” literaria, una combinación de tópicos y clichés que encontró un momento comercial idóneo para triunfar, los defensores de la serie aseguran que E.L James creó una obra sencilla sobre un tema complejo, una invitación al lector hacia algo más perturbador. No obstante esa optimista interpretación no sostiene a la película, que debió mejorar o al menos reinterpretar el material mediocre del libro pero que se conforma con su tono indefinible entre híbrido comercial y adaptación floja de un material barato. El guión pierde ese elemento perverso que transformó una historia de amor tópica en una aproximación sexual al romance. Y esa es su mayor falla: después de todo, el escritor Bret Easton Ellis tuiteó que “no es un buen libro, no está bien escrito, pero qué buena historia tiene detrás” y posteriormente, se reunió con la escritora con la intención de convertir la por entonces posible adaptación en “película más escandalosa del mainstream americano”, lo cual podría haber sido cierto con un director más audaz o un estado de ánimo mundial menos conservador. No obstante, “Cincuenta sombras más oscuras” se resiste a cualquier audacia y termina siendo una historia tan transparente como sosa. Un lamentable error que quizás convierta a la versión cinematográfica de la saga en un símbolo de lo que nunca pretendió ser: una historia emocional disfrazada de mera lujuria.

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