miércoles, 8 de abril de 2015

Mitos y leyendas femeninas: del dolor al temor.





Nací por parto natural: casi trece horas de dolor y esfuerzo físico que mi madre suele llamar “El castigo bíblico”. Me cuenta que durante el día y un poco más en que estuvo en trabajo de parto, sintió tanto miedo como amargura y por última una intima sensación de desastre — físico y mental — que no pudo entender muy bien. Cuando finalmente nací, me cuenta que me tomó en brazos, exhausta y abrumada y le pidió a cualquier otra persona abandonara la habitación. Me explica que tenía la nítida sensación de estar a carne viva, expuesta, tan vulnerable como no lo había estado antes o lo estaría después en toda su vida. El tiempo parecía haberse detenido en mi llanto — o mejor dicho, con mi llanto — y para mi madre, mucho más joven de lo que yo puedo imaginarla ahora, esa idea era casi incomprensible. Dolorosa.

— Necesitaba un poco de paz — me explica — no te imaginas el estado mental que supone el momento del parto. No solamente se trata de dolor, que ya por si solo podría llevarte al límite de lo racional sino esa sensación que tu vida se acaba de transformar para siempre de una manera que no puedes imaginar realmente.
— ¿Te sentiste bendecida? — pregunté. Mi mamá me dedicó una mirada entre maliciosa y un poco triste.
— Ser madre es un privilegio y nadie lo duda. Pero el parto es un hecho físico y es devastador. No me sentí bendecida o con deseos de expresar mi felicidad a gritos. Sólo quería estar en silencio, tenerte en mis brazos. Sentía una cólera frágil que es difícil de explicar ahora, pero que de alguna manera describía no sólo el dolor sino la soledad que el sufrimiento extremo te brinda. Nadie puede entender un dolor semejante.

Recordé las palabras de mi madre mientras veía el vídeo casero de un parto, que uno de mis contactos virtuales incluyó en su FrontPage de Facebook. La madre, con el rostro tenso por el sufrimiento, gritaba hasta quedarse exhausta, sacudida por lo que parecía ser un dolor insoportable. La cámara enfocaba la escena, cada vez más cerca, intentando no perder detalle: Las manos apretadas de la mujer en la sábana, las piernas abiertas y temblorosas, sus lágrimas de angustia. Junto a ella, el padre la sostenía entre desconcertando y asustado. De hecho, toda la escena tenía un aire inquietante y desosegante, aún más cuando la madre, entre jadeos, suplicaba “¡No me grabes!¡No quiero que me grabes!”. Aún así, la cámara nunca se alejó de su rostro. Jamás dejó de mirarla con una atención fría e incluso directamente violenta.

La escena me desconcertó. Me dolió. No sólo porque considero el parto un hecho físico íntimo, crudo y de hecho traumático, sino porque también el momento más vulnerable de una mujer. Y hablo de un tipo de vulnerabilidad que muy pocas veces se analiza: esa que hace que su cuerpo — y su experiencia física como madre recién nacida — formen parte de una especie de ambigua curiosidad cultural. Me refiero al hecho que la maternidad — así, en general — se asume como un hecho que desborda a la madre, que la hace formar parte de esa mitología primitiva que hace que traer un hijo al mundo se considere no sólo un deber, sino un elemento casi simbólico. Y es que el parto se mira muchas veces desde la perspectiva elemental de la costumbre, de la idealización absurda de una serie de ideas femeninas muy poco realistas. O como diría mi madre “una mirada egoísta a un sufrimiento muy real”. Me dice esa frase luego de mirar el vídeo, con expresión incómoda.

— ¿A quién se le ocurre colgar esto en una red Social?
— A la misma persona que se le ocurre llamarlo “el milagro de la vida” — me burlo. Pero en realidad, la ironía parece contener algo más: el hecho de asumir es una idea idílica, que realza y enaltece la feminidad, que celebra la dulzura de la relación de madre e hijo. Por supuesto, nadie duda que la maternidad — es experiencia extraordinaria que transforma la vida de una mujer — es una oportunidad única, pero el parto — el hecho concreto — es algo mucho más real y pragmático.

Durante casi toda la historia, el parto se ha considerado tanto un misterio como una especie de visión elemental de la maternidad. Y es que todo el misterio de la concepción, del poder creativo de la mujer, parece residir justamente en ese capacidad de lo femenino para engendrar un nuevo ser humano. Claro está, que aunque para muchas culturas el nacimiento de un bebé era un hecho misterioso y hasta divino, para otras se trataba de un hecho natural y como tal, se concebía. De hecho, la idea idílica del parto rodeado de la familia, un evento conmovedor donde los parientes de la madre la rodeaban en celebración del nuevo bebé, es tan irreal como relativamente reciente. Porque la gran mayoría de las culturas que veneraron el parto como obra sagrada, también solían tener bastante claro, que el afanoso trabajo físico que supone, debía no sólo ser respetado sino también asumido como un momento profundamente íntimo y poderoso.

Para algunas tribus Africanas, el parto era no solamente el momento cumbre de la vida de una mujer, sino el más peligroso. Por lo tanto, se le aislaba en un lugar alejado de la tribu junto con la mujer más vieja — y sabía- para que pudiera enfrentarse al terror con sus propias armas. Se consideraba, además, un momento mágico: el nacimiento de un bebé se esperaba con cánticos y celebraciones, la apoteosis del misterio de la vida. La madre se miraba así misma como una héroe, una maga, una poderosa mujer al servicio de la Tierra y el poder creador.

Algo parecido ocurre durante el El Valaikappu, la ceremonia india que se celebra en el octavo o noveno mes de gestación en honor de la embarazada. Durante el ritual de celebración, las amigas de la futura madre cantan plegarias para pedir a los dioses por su bienestar y el del bebé. No obstante, el principal elemento de la celebración parece ser recordar el valor del espíritu de la madre, que deberá transitar a solas el dolor del parto. La patrona es la diosa Rika: la Diosa que protege el espíritu y el valor de las mujeres. Una manera de comprender el poder y el significado de un hecho tan poderoso como intimo como lo es traer al mundo un bebé.

De hecho, tal vez por los mismos motivos, en toda Europa la figura de la partera tiene un poderoso significado. Considerada siempre como un símbolo perdurable del conocimiento, la fuerza de la mujer y la sabiduría de la Tierra, la partera durante siglos sustituyó cualquier cuidado médico durante el parto. Y es que la partera parecía resumir esa idea de la lucha de la mujer con la naturaleza, de ese poder primitivo de engendrar y procrear. El conocimiento se transmitía de generación en generación y con frecuencia, se celebraba como parte del conocimiento religioso de la tribu o el pueblo al cual pertenecía. Muy probablemente debido a eso, es que La Inquisición tuvo entre sus principales victimas las parteras a lo largo y ancho del continente: se les acusó de contravenir el designio divino del parto doloroso — las parteras solían proporcionar hierbas y compuestos anestésicos a las parturientas — y además, de celebrar el parto como un secreto alejado de la mano de Dios. La saña de los tribunales inquisitoriales contra las parteras, parecía demostrar esa visión del parto como una idea “pecaminosa” y aún peor, contra la capacidad de la mujer para engendrar vida.

La etimología de la palabra “Obstetricia” proviene de la palabra latina “obstetrix” que deriva del verbo “obstare”: “estar al lado” o “delante de”, que sugiere el lugar donde solía estar la partera durante el parto. También describe con muchísima claridad el peso y la importancia de la partera o matrona durante los siglos donde el parto no se consideraba un padecimiento físico. De hecho, varios escritos traducen directamente la palabra como “mujer que está al lado de la parturienta y le ayuda” (Willians, Obstetricia 1974). Eso, a pesar que las Matronas no eran consideradas en modo alguno, algo más que mujeres sabias en la fisiología femenina, una idea que por entonces era cuando menos confusa y ambigua. Las curanderas ejercían el arte obstétrico siguiendo las normas empíricas recibidas por la tradición oral a través de las parteras más antiguas y a través de su propia experiencia.

— Indudablemente, un hecho impactante como el parto debió asustar e inquietar, sobre todo en épocas donde aún no se comprendía bien el proceso físico que lo producía — me explica Mayra, ginecóloga y que durante veinte años de ejercicio de su profesión trajo al mundo a casi cien bebés — desde la interpretación mágica a la que simple visión de la gestación como una época de “fragilidad” de la mujer, la concepción fue un tema incómodo para muchas culturas. Finalmente, se idealizó, se creó una mitología de dulzura que poco a nada tiene que ver con la realidad.

Mayra me muestra una serie de imágenes que ha coleccionado durante años: Grabados medievales mujeres ancianas inclinadas sobre los vientres abultados de jóvenes con rostros llorosos y angustiados. Dibujos de décadas más recientes de mujeres que sonríen con lágrimas en los ojos con bebés en brazos. Mujeres que miran con ternura a la cámara, con un bebé rollizo y hermoso dormido en brazos. Las extiende sobre su escritorio con una sonrisa.

— Todas falsas — me dice con una carcajada — el parto es un hecho físico dolorosísimo y traumático. Es un evento portentoso que requiere una considerable entereza física y mental de la mujer. Olvídate de la madre primeriza con una sonrisa tierna en los brazos o suspirando de ternura al ver a su bebé. Más probable es una imagen de una mujer enfurecida, agotada y empapada en sudor, gritando a todo pulmón.

La imagen me sobresalta. En una ocasión, una de mis tias me había asegurado que tener un bebé era lo más cercano al pánico que había sentido. “Pierdes el control de tu cuerpo, de ti misma. No hay nada que te consuele, solo necesitas que todo acabe, pero no sabes como. Es un espiral de dolor que enloquece, te aterra”. Eso, a pesar de haber contado con un grupo de apoyo durante su embarazo, de haberse convencido que el parto era una idea dulce que debía afrontar con una sonrisa. “Eso desaparecer a la primera contracción” me dijo riendo.

— Lo que ocurre es que hay muchas confusiones sobre términos bases: todos parecen saber algo sobre el parto, todos parecen conocer en que consiste, pero en realidad es un proceso durísimo que sólo puede comprenderlo quien lo ha vivido — me comenta Mayra — es simple: Se confunden ideas como la maternidad, la satisfacción de tener un hijo con el miedo de una circunstancia física totalmente desconocida. El parto es de hecho un proceso físico intimo, personalísimo y sobre todo, privado. Pensar cualquier otra cosa, es simplemente un poco de conmovedora ignorancia.

Hace unos días, luego de haber visto el inquietante video que comenté más arriba, me quejé vía Twitter del hecho que un acto natural y privado como dar a luz, fuera explotado y sobre todo, trivializado de forma semejante. También hablé sobre que nadie parece entender muy bien que el parto es un hecho físico dolorísimo y devastador para la mujer. Al parecer sorprendida por mi comentario, alguien me insistió que el parto es “natural” y que la “oxitocina” ( que según la inefable Wikipedia es una hormona relacionada con los patrones sexuales que actúa también como neurotransmisor en el cerebro) alivia los dolores para brindar una experiencia “casi poética” para la mujer y el bebé. Cuando se lo comento a Mayra, suelta una carcajada casi maliciosa.

— Es un error común: se asume que la mujer por el hecho de parir, está preparada física y mentalmente para aceptar no sólo el dolor físico sino el sacudón emocional que supone un parto natural — me explica — claro está, la consecuencia de eso es la altísima expectativa que se tiene sobre el comportamiento de la mujer y sobre todo, el hecho de asumir toda mujer está “preparada” para afrontar un parto de manera idéntica. Una peligrosa noción de un evento médico tan violento como el parto y el comportamiento de la parturienta.

Me cuenta que la mayoría de los padres y familiares se sorprenden por los gritos y estallidos de furia de las mujeres que optan por el parto natural, precisamente llevadas por la idea romántica e idilíca que pueden soportarlo. Para Mayra, la idea no deja de ser grave: cada organismo tiene procesos distintos y elementales lo suficientemente variados como para que cada experiencia física sea distinta. El parto no es una diferencia.

— El parto es doloroso, y es una idea que hay que asumir — concluye Mayra — lo que decidas más allá de eso, es algo extraordinario. Pero sí, es doloroso, es temible y es impactante. Creer que porque puedes soportar un dolor semejante serás peor o mejor madre, es una lamentable simplificación.

Mi madre rie cuando le comento lo que Mayra me comentó y también mi interlocutor en Twitter, que siguió insistiendo hasta el cansancio que el parto “podía ser un evento familiar y social”. Me muestra una fotografía del día siguiente de mi nacimiento, donde aparece sentada en una primorosa cama llena de cojines y almohadas. Tiene el rostro hinchado, grandes ojeras oscuras y las manos aún crispadas sobre la tela de la sábanas. Cuando me quedo mirando la fotografía con cierta preocupación, se inclina y me besa la frente.

— Valió la pena el esfuerzo, claro. Pero eso lo sabría después — me dice. Y sonríe, mirándose así misma, joven y desafiante, cansada y abrumada pero triunfante.

Y pienso que quizás, el secreto que envuelve todo parto es ese: un dolor extraordinario que abre la puerta a una una experiencia inolvidable. Una mirada elemental a nuestra natural necesidad de crear.

C’est la vie.

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