miércoles, 1 de abril de 2015

La eterna Dualidad. El prejuicio, el miedo y otras máscaras sociales.


Poster de la Campaña "No soy Tu chiste" del artista Daniel Arzola.



Hace unos días, una conocida me hizo el siguiente comentario “Me preocupa que mi hijo sea gay”. Lo dijo refiriéndose a su hijo de cuatro años, que en ese momento, jugaba con algunas piezas armables cerca de donde nos encontrábamos. La miré sin saber que pensar.

— ¿A que te refieres?
— Sólo le gusta jugar con niñas — se quejó — y además, está obsesionado con un programa de televisión donde solo aparecen ositos de color rosado y animalitos de peluche. No entiendo por qué lo hace. Lo he regañado varias veces por hacerlo.

Miré de nuevo al niño. Intentaba armar con sus manitas regordetas lo que al parecer era un castillo de bloques. Lo encontré tan adorable, inteligente y vivaz como siempre. Un niño sano e inteligente. No comprendí a qué comportamiento inusual podía referirse su madre y de hecho me escandalizó que considerara algo tan trivial como las preferencias de un niño tan pequeño indicativo de “algo grave”. O lo que ella parecía juzgar como grave, en todo caso.

— No tiene absolutamente nada de malo que un niño juegue con niñas — le respondí — a esa edad o a cualquier edad, jugar con quien quieras es un privilegio. Y sobre el programa, me parece un poco extravagante que llegues a conclusiones sobre la futura sexualidad de tu hijo por lo que lo hace reir o llama su atención.

Ella torció el gesto y me dedicó una mirada dura, levemente irritada. Supongo que le pareció insultante mis objecciones o quizás, concluyó que simplemente como soltera, no podía comprender lo que suele llamar “su mirada maternal”.

— Hay que cuidar a los niños de esas cosas. Si no le pones atención desde ya, seguro después te sale desviado o invertido — respondió por fin. Tomé una bocanada de aire. Sabía que no debía responder, que probablemente lo más saludable — y sensato — sería admitir que ambas teníamos posturas contrarias de lo que consideramos correcto. Pero no pude, claro está. O sencillamente no quise hacerlo. Y es que continuó pareciéndome desconcertante y sobre todo doloroso, esa visión de la sexualidad como una objección, como una pieza de normalidad y moralidad difusa que debe encajar en alguna visión ancestral y limitante sobre lo que considera bueno y correcto y lo que no lo es.

— ¿Qué son esas cosas? — pregunté — ¿A qué te refieres cuando hablas de torcido o invertido?

— Mira, yo sé eso de la homofobia y no es que odio a nadie — parecía incomoda, abrumada por aquella conversación que evidentemente no deseaba mantener — yo los respeto y eso. Pero odiaría que mi hijo…tienes que entender, nadie quiere que su hijo sea un…

No llegó a pronunciar la palabra. Pero pareció dibujada en su expresión. Maricón. El hombre de mirada afeminada, de gestos langidos. Maricón, el tipo de pantalones ajustados, las risas escandalosas. El hombre con maquillaje. Maricón. Mi amiga no llegó a pronunciar la palabra pero quizás no necesitó hacerlo: su expresión de incomodidad, las manos apretadas sobre las rodillas, el cuerpo rigido dejaron bien claro que para ella, la mera idea de que su hijo no encajara en esa visión de normalidad que consideramos habitual era poco menos que insoportable.

— En otras palabras, no eres homofóbica pero sólo porque sientes que la homosexualidad es una idea muy lejana a tu mundo — comenté. Se ruborizó, sacudió la cabeza. El niño levantó los ojos y nos miró. Me extendió uno de sus bloques de plastico y lo tomé con una sonrisa. Miré a ese niño hermoso que había visto crecer y me pregunté quien sería en el futuro. Como sería el mundo que viviría, cuales serían sus decisiones, su manera de comprenderse. Y de pronto, me pareció pequeño y frágil, expuesto a todas las pequeñas aristas de temor e ignorancia que llenan nuestra cultura, nuestra sociedad. Ahora, era un niño que jugaba con niñas, que disfrutaba gritando y corriendo con los brazos sobre la cabeza, que reía a carcajadas mirando un programa de caricaturas de colores chillones. Era un niño libre, lleno de posibilidad. Una esperanza.

Pero ¿Qué ocurriría cuando su madre le convenciera que todo eso era incorrecto? ¿Qué ocurría cuando finalmente las recriminaciones de mamá le enseñaran que el color rosado no es para niños, que jugar con niñas es de “débiles”, que reír a mandibula batiente no es de machos? ¿Estamos conscientes hasta que punto nuestros temores y pequeños prejuicios construyen el mundo a nuestro alrededor? ¿Entendemos a cabalidad el poder — nocivo y en ocasiones destructor — de la visión que tenemos sobre el mundo que nos rodea? ¿Qué ocurrirá con este niño, a quien he visto crecer poco a poco en un mundo brillante y tecnificado cuando comprenda que debe encajar? ¿Que necesita hacerlo? ¿Que debe cumplir expectativas muy específicas? ¿Qué necesita mirarse desde el reflejo de lo que su madre — como la voz de esa supra conciencia superior del yo social — le inculcó? ¿Qué ocurrirá con esa libertad enorme? ¿Con esa belleza lozana y vital de su risa? ¿De sus manitos extendidas para palpar el mundo con curiosidad? La idea me angustia, me abruma.

Y de pronto se hace más amplia. Porque comienzo a preguntarme — sin querer y quizás sin saber muy bien por qué lo hago — cuantas cosas debemos llevar a cuestas durante cada momento de nuestra vida. Cuantas ideas, pensamientos, racionales e irracionales, que parecen definir el mundo que deseamos vivir, al que aspiramos, pero al que muchas veces nos lleva esfuerzos construir. No lleves la rodillas descubiertas, serás una puta. No te toques allí, es sucio. Debes ser una mujer decente, no mires tu cuerpo de manera sexual. Eres un hombre, no debes tener sensibilidad. Las mujeres son torpes. Los hombres no lloran. Las mujeres son débiles. Los hombres no duda. ¿Cuantos cientos de conceptos pululan a nuestro alrededor, elaboran un concepto de la realidad limitado, restringido, doloroso? ¿Cuantas de esos pequeños y aterradores puntos de vista parecen sostener lo que será después los temores y la simple desazón de la vida adulta? Mientras sostengo el pequeño bloque de plastico entre los dedos y el niño me sonríe, todo mejillas sonrosadas y ojos brillantes, pienso entonces en la responsabilidad. En la visión que cada uno tenemos sobre la sociedad que nos educa, la cultura que nos integra y la sociedad que nos brinda un lugar concreto en la epoca que nos tocó vivir. ¿Quienes somos? ¿A donde vamos? ¿Comprendemos el peso real de las ideas que nos inculca la voz maternal, el abrazo del padre, la risa del hermano, la burla de la infancia? ¿Que tan conscientes somos — y sí, responsables — de esa interpretación del odio y la discriminación tan frugal como común que padecemos?

No lo sé. Y no saber la respuesta me abruma, me oprime el pecho. Cuando entrego el bloque de plastico al niño, le aprieto la pequeña mano entre las mias. Él me mira, extrañado y un poco inquieto.

— Eres perfecto — le digo, en un susurro — eres hermoso.

El niño me mira y rie. Cuando vuelve a sus juguetes, la madre me mira con una desagradable expresión de cansancio y frustración.

— No lo entiendes por qué aún no tienes hijos — me reprocha — no puedes entender el miedo que sufres que tu hijo sea discriminado y rechazado.

— Eso lo puedo entender — le respondo — lo que no entiendo es por qué no asumes que tu hijo se desenvolverá en un mundo que le pertenecerá, bajo sus propias ideas y sus percepciones. Y que ese mundo será a la medida de lo que le brindes, del amor que le inculques y la libertad que le muestres puede obtener.

— No todo es tan simple — me dice.

— No lo es, pero lo sencillo, no es siempre lo correcto.

Más tarde, a solas, sigo pensando en el rostro feliz del niño, en el futuro que representa. En el miedo de la madre, en su genuina angustia. ¿Que mundo construímos a diario? me pregunto otra vez. ¿Que deseamos interpretar de él al mirarlo a través de nuestros propias esperanzas y terrores? Sigo sin tener respuesta. Quizás no exista una. Pero seguiré pensando que cuestionarnos es una forma de rebeldía. Una forma elemental de oponenos a esa pared vacía y despótica de la normalidad.

C’est la vie.

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