domingo, 5 de abril de 2015

El Bosque de los silencios y otras historias de Brujería.





La noche parece curvarse sobre mi cabeza, de un azul añil  interminable. La Luna péndula en el medio de las estrellas púrpuras y tengo la sensación, que me encuentro a solas, en mitad de un silencio tan frágil como el cristal. Cuando levanto las manos para invocar al viento, tengo la sensación que el tiempo se enreda entre mis dedos, que cada palabra e idea, se entrecruza en algo más profundo, casi doloroso. El viento que sopla de desde la montaña tiene el sabor del mar, aunque no pueda verlo. Aunque sea sólo un eco en medio de los pequeños recuerdos que atesoro en las palmas de las manos.

La casa de la playa de la familia siempre me agradó, aunque no se trataba realmente de una casa. Era más bien, una especie de recuerdo de lo que había sido una pequeña construcción a orillas de uno de las decenas de rios que cruzaban el pueblo de Higuerote, en el Estado Miranda. El mar estaba cerca también, tanto como para escucharlo a toda hora, como el latido de un enorme corazón. A la derecha, se abría una enorme cordillera de montañas muy tupidas. Siempre tuve la sensación me encontraba en mitad de un sueño, a medio camino entre el olor de los árboles y el canto de las olas.

La última luna Llena que celebré en compañía de mi abuela, la celebré allí, en el jardín diminuto cargado del olor de Mango del gran árbol que se abría al fondo de la propiedad. Faltaban aún unos pocos meses para que mi abuela muriera apacible, mientras dormía y por supuesto, yo no podía sospechar que algo así podía ocurrir. Esa noche, sólo había el olor del mar, del fuego en la orilla de la casa, el sonido de las risas y las voces de la familia alrededor de la mesa familiar. Una placidez calma y dulce, una de esas noches que son inolvidables, aún sin saberlo.

Caminábamos juntas por la orilla del río. Acababa de llover - a la manera de Higuerote, días enteros de una lluvia copiosa y con olor a salitre - y el agua tenía un aspecto recio, fuerte, un grueso hilo de plata que se extendía en la oscuridad. Mi abuela se detuvo a mirarlo, muy erguida y silenciosa, como si le asombrara aquel espectáculo extraordinario de verde y espuma, de tierra rebosante de piedras blanca que se abría más allá.

- ¿Te conté por qué compramos esta casa? - me preguntó.
- Porque estás loca, por eso.

Reímos en voz baja. Se sentó sobre una piedra enorme y plana en la ribera. Me quedé de pie, arrojando pequeños guijarros rotos en la oscuridad.

- Cuando vi por primera vez, quise ver la luna en el agua del mar y de río - me contó mi abuela en un susurro - me la imaginé muy clara, aquí y allá. Resplandeciente. Como si fuera una imagen que siempre hubiese atesorado sin saber que estaba allí.
- ¿Y sólo por eso la compraste?
- ¿No es una buena razón hacer las cosas por mero impulso? - me preguntó. Me volví para mirarla.


Mi abuela - la sabia, la bruja - siempre me sorprendió por su espíritu salvaje, esa noción sobre el mundo tan exaltada e inocente que parecía provenir de alguna región de su mente que yo no podía comprender. Al contraste, yo era mucho más meditabunda, reflexiva y confusa. Solía pensar que ella era la medida de lo que yo podría ser sin miedo, de lo como sería sin atenerme a todos mis pequeños dolores y angustias. Una idea triste que muy pocas veces admitía en voz alta, mucho menos a mi abuela, que parecía nunca tener miedo a nada. Esa noche, me pregunté si me comprendía o si al menos, yo la comprendía a ella. Eramos como dos reflejos de una misma cosa, pero por completo distintos entre sí.

- Quizás para ti sí lo sea, pero yo sólo soy la nieta de la bruja, no la bruja - dije. Intenté sonreír cuando lo decía, pero en realidad, la frase me provocó una extraña tristeza. Abuela levantó los ojos del caudal plateado del río y me miró a los ojos.
- Eres una bruja, te crié para serlo.
- Pero sólo soy yo - dije. Las manos abiertas, con la ropa empapada de lodo y las manos abiertas. Dolorosamente pequeña, delgada. Una mujer anónima y un poco atormentada por sus pequeños pesares - a veces me pregunto quien soy o quien quiero ser. Y no es una pregunta retórica. Realmente no lo sé.

Mi abuela no contestó. De sobra sabía que atravesaba un período complicado en mi vida: acababa de recibirme en la Universidad y el mundo adulto parecía abrumarme, dejarme sin mis máscaras favoritas. Aún más, tenía la sensación que me encontraba a mitad de camino entre lo que había soñado para mi misma y lo que realmente haría de ahora en más. Una perspectiva distorsionada, triste. Incluso un poco desalentadora. Me pregunté si la entristecía mi indecisión. Quizás mi debilidad.

- A tu edad, es dificil saberlo.
- Tu lo sabrías.
- A tu edad, compré está casa.
- Y lo hiciste por un impulso. ¿Ves? Por algo tan abstracto y demoledor que no te importó las buenas razones que seguramente habían para no hacerlo. Yo...no sé que deseo ni que haría por pasión. Simplemente...continúo caminando.

Era una idea triste, pero no tenía otra forma de expresarla. Mi abuela me extendió la mano. La tomé. Su apretón de dedos fuertes y callosos me reconfortó.

- Ven conmigo.

Caminamos juntas en la oscuridad y la frondosa maleza. Me apoyé en ella, un poco atemorizada por el zumbar de los insectos y ese misterioso retumbar del manglar verde a nuestro alrededor. De pronto, dejaron de escucharse los sonidos familiares de la celebración familiar y me encontré en medio de las sombras, moviéndome a solas, como si el mundo hubiese dejado de existir. Y más allá el mar, retumbando como un corazón enorme, un monstruo somnoliento y feroz.

Mi abuela parecía saber exactamente a donde se dirigía, cosa que agradecí. Intenté seguir su paso a pesar de la extraña sensación de temor que me golpeaba el pecho. Ella siempre me sostuvo la mano, evitando que cayera. Cuidando que pudiera sostenerme por mi propio pie. Pensé en lo reconfortante que era ese pensamiento. En las muchas ocasiones que lo había tenido a través del tiempo. De las muchas veces que había agradecido el cariño y la crianza de mi abuela.

Finalmente llegamos a una especie de claro, a unos cuantos metros del mar. Estaba rodeado de Cujíes, enormes Seibas y Bucares  y me sentí un poco perdida, en medio de un silencio húmedo y caliente que me abrumó. Pero mi abuela parecía sentirse muy cómoda, allí de pie, en el pequeño circulo cortado a machete hacia mucho tiempo atrás, repleto de piedras y troncos de árboles cubiertos de musgo.

- ¿Tienes miedo? - me preguntó. Parpadeé, tratando de distinguirla en la oscuridad. Su cabello canoso tenía un aspecto espeso y grueso, cayéndole despeinado sobre los hombros. El vestido blanco, a pesar de encontrarse sucio y manchado de tierra y arena, era un mancha pálida entre las sombras.
- ¿Qué hacemos aquí?
- Te estoy preguntando si tienes miedo.
- Sí.

Lo admití con toda franqueza, con las manos apretadas contra las caderas, sintiendo que el viento con olor a sal me cortaba la respiración. Tenía los pies descalzos doloridos por la caminata. Y esta oscuridad, me dije, con la barbilla temblando. Esta nada silenciosa. Este hilo púrpura en medio de ninguna parte. Sentí el miedo más fuerte que nunca y también un hilo de furia, como si el miedo mismo lo alimentase.

- ¿Quién no lo tendría? - pregunté. Me enfureció más el temblorcillo humillante en mi voz - ¿Para qué estamos aquí?
- Yo no tengo miedo.
- Tu nunca tienes miedo, ya lo sé - dije. La respiración rasposa y angustiada - pero yo sí. Yo siempre lo tengo.
- ¿Quién te dijo que nunca tengo miedo?

Apreté los labios. Vi su cabello flotando en la oscuridad, cobre y plata, como una franja de colores en medio de las sombras movedizas. Su rostro era una colección de ángulos, medio ocultos entre las hojas, en ese silencio plomizo que yo no podía interpretar muy bien.

- No lo tienes. Siempre haces lo que quieres y como quieres. Vas y vienes. Dices lo que tienes que decir. Yo no lo hago. No sé si podré hacerlo.

Ella suspiró. La escuché moverse, con esa lentitud suya, el salpicar del barro sobre el suelo. La sentí entonces muy cerca de mí, su mano apoyada en mi hombre.

- Mi niña, todas esas cosas que hago y que he hecho siempre en mi vida, lo he hecho por miedo.

Se me escapó un jadeo de sorpresa. Sacudí la cabeza, sintiendo una rara e incomoda emoción cerrándome la garganta. Quise burlarme de aquella frase, contradecirla. Pero no supe como. Intenté contener las súbitas ganas de llorar que me cerraron la garganta. Me sentí pequeña y vulnerable.

- No entiendo eso.
- Todos tenemos miedo, mi niña - susurró ella - a toda hora, por todas las razones. Las evidentes, las sutiles, las pequeñas, las poderosas. Las reales y las que imaginamos. El truco está en vencerlo, todas las veces. En continuar a pesar de sentirlo.
- ¡Lo haces ver tan simple! - me quejé - ¡Vence el miedo! ¿Cómo? ¿Como lo logro?

Se me salieron las lágrimas. Las sentí calientes y humillantes en la mejilla. Me las saqué con el dorso de la mano. El olor del mar era tan cercano que resultaba doloroso. O a mi me conmovía. No entendía que sucedía.

- El miedo hija, es la medida de todas nuestras limitaciones, de todas las pequeñas cosas que no deseamos transgredir, que nos lastiman porque son nuestras. El miedo no existe más allá de nosotros. El miedo lo construimos por pura necesidad, por esa inocencia de creer que podemos protegernos del riesgo. El miedo es nuestro último recurso para buscar cierta estabilidad y tranquilidad. Hasta que descubres que eso no existe. No existe paz ni tranquilidad a través del miedo. Sí, a través de vencerlo.

La miré moverse por el claro. Comenzaba a acostumbrarme a la oscuridad y podía distinguirla mejor. Se sentó en uno de los troncos. La imité, escuchando los sonidos que nos rodeaban, el murmullo de las ramas de la Ceiba unos metros más allá.

- Tener miedo es natural. Pero tener siempre miedo te condena a vivir rodeado de tus pequeños muros. De todos los monstruos que creas en tu imaginación para contenerte, para evitar rozar lugares donde te haz hecho daño - comentó - En brujería, se llama concepción del eterno retorno. Siempre volvemos a lo incompleto. Siempre volvemos a lo que tememos si no logramos vencerlo.

Encendió un fósforo. La llamita brillo en la oscuridad. Le vi sacar un cabo de vela del pequeño bolso de plástico que llevaba en la cintura. Lo apoyó en una de las piedras. Mi abuela siempre me sorprendía, incluso en las pequeñas cosas.

- El miedo, es todas esas pequeñas ideas que no logras vencer. Que te atormentan. Esa necesidad de aceptar que algo puede ponerte límites porque es menos doloroso así. Pero de pronto, un día, descubres que el miedo es tuyo, que el miedo es sombras, que desaparecen con la luz.

Una vez había leído en un Libro de las Sombras de la casa, que las brujas siempre han sido mujeres salvajes. Indomables, espíritus de fuego que transgreden lugares en las que desean confinarlas. Mujeres capaces de rebelarse,  a pesar del temor. De luchar, a pesar de las pequeñas cosas que pueden detenerlas. De continuar a pesar de todos los enigmas y misterios. O a pesar de ellos. Que disfrutaban del poder de reír a pesar de los dolores y los sufrimientos. De llorar a lágrima viva. La bruja de fuego. Las manos abiertas hacia las estrellas. La mujer salvaje corriendo en la oscuridad. Con la libertad de gritar a todo pulmón. Una imagen poderosa, preciosa y que siempre me pregunté si era el símbolo de algo más profundo. Ahora, en la oscuridad de esta Luna llena silenciosa, comprendí que era la metáfora de quien lucha contra el miedo. Del que se enfrenta contra su propio temor.

- ¿Se puede triunfar contra el miedo? - pregunté. Con toda franqueza. Con inocencia. Mi abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Practicamente lo hacemos a diario.

La manos levantadas sobre nuestras cabezas, las palmas abiertas hacia las estrellas. Y esta oscuridad, bendita e impregnada de mar, de los pequeños zumbidos de los insectos, del suspiro de la naturaleza. De esta oscuridad fecunda, de esta belleza incomprensible, entre montaña y ola, entre dolor y sonrisa. Entre todos los pequeños secretos guardados y a punto de descubrir. La luna mirándonos en silencio, plateada y eterna, sobre el púrpura del cielo.

- El miedo es una línea que siempre hay que transgredir - murmuró mi abuela. La llama de la vela chisporroteó y nos quedamos a oscuras de nuevo. Tomé una bocanada de aire, el viento con olor a mar, a secretos y a misterio - triunfa cada vez que puedas. Siempre, al final, lo lograrás.

***


Me levanto, a la orilla del mar. Han transcurrido tantos años ya. Me convertí en la mujer que soñé ser, en la pequeña obra de arte que completo a diario. Y sonrío, a pesar del miedo - el de antes, el de ahora, el de siempre - y de esta sensación de vulnerabilidad, que me acompaña a todas partes.  Las manos abiertas hacia el cielo, los brazos alzados sobre la cabeza. Y es la convicción, es la creencia que el miedo es parte de mi vida y el valor también, que la línea entre ambos es muy fina pero que a través de ella, puedo comprenderme a mi misma. Que esta furiosa sensación de triunfo, de poder que me recorre ahora mismo es parte de mi manera de soñar y crear.

Corro, por la orilla de la playa, con el corazón latiendo muy rápido. Los ojos muy abiertos, el viento golpeándome el rostro. Viva, tan viva, a pesar de los pequeños dolores y miedos. Viva, tan viva a pesar de todo. Más allá de la oscuridad y el silencio, de esa frontera entre lo que temo y deseo lograr.

Una danza de estrellas.

C'est la vie.

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