jueves, 16 de abril de 2015

La Jungla emocional: La Galería de la amistad canibal.



Cuando era una niña. una de mis maestras solía decir que la amistad, más que un tesoro, es una reflejo en el espejo. Que cada amigo que tienes, muestra una parte de ti con enorme claridad. Con diez años, no comprendí la idea en absoluto, pero a medida que crecí, no sólo se hizo muy evidente que mi maestra tenía una visión un tanto cínica sobre la amistad sino muy acertada. Porque al hacerme adulta, asumí el hecho que toda amistad es una manera de mirarte a ti mismo y sobre todo, de reflexionar sobre la forma como analizas la realidad. La amistad, sobre todo, es un lenguaje privado. Una serie de pequeñas piezas intercaladas de información, visiones sobre el mundo que coinciden para crear algo más amplio y sustancioso. Un pensamiento cómplice que se construye a cuatro manos a diario.

Por ese motivo, aprendí que cómo interpretas ese lenguaje personal — de la amistad y lo que la sustenta — es también una manera de reflexionar sobre quienes somos. Un reflejo, como bien diría mi vieja maestra o más allá, una relación en paralelo con nuestras dudas, temores, preocupaciones y esperanzas. Y es que la amistad traduce quizás la manera como manejamos el resto de nuestras relaciones emocionales. Una idea que pocas veces analizamos directamente pero que resulta imprescindible para mirarnos como adultos o mejor dicho, analizar nuestra salud emocional.

De manera que la pregunta que surge de inmediato es ¿Cuales podrían ser esas ideas sobre la amistad que pueden resultar tanto beneficiosas como nocivas en nuestra vida cotidiana? ¿Cuales son esas interpretaciones sobre la amistad que pueden demostrar — o mostrar — lo que pensamos sobre nuestra propia vida? Quizás las siguientes:

* La amistad hipercrítica, la que acusa, la que juzga:
En una ocasión, tuve una amiga que insistía en criticarme muy duramente. Lo hacia de manera grosera y peyorativa y en todos los aspectos posibles: con respecto a mi vida, mi apariencia personal pero sobre todo, en lo relacionado a mi trabajo fotográfico. Para ella, la idea de la crítica tenía un necesario ingrediente hiriente — en su opinión “la letra entraba con sangre” — y eso incluía, claro está, el hecho de interpretar y juzgar la vida, el trabajo e incluso el aspecto físico de quienes le rodeaban con enorme rudeza. Solía explicar que era necesario que la critica ofendiera e incluso, resultara hiriente para producir un cambio real. Llegué a creérmelo: por años, acepté su agresiva manera de opinar sobre mi trabajo fotográfico y creí, que esa era simplemente su forma de expresar las ideas. Me inquietaba por supuesto, su manera durísima y ofensiva de juzgar pero llegué a creer que en realidad, era un planteamiento coherente dentro de su manera de comportarse en general. Una y otra vez, insistía en que esa mezcla de grosería, honestidad y también, de cierta crueldad era una parte esencial de su carácter.

No obstante, con el tiempo, sus ataques llegaron a ser tan incómodos que comencé a preguntarme directamente si su crítica — o lo que ella asumía como crítica — no se trataban en realidad de una expresión muy concisa de una serie de ideas y pensamientos muy confusos y sobre todo, disimulados en esa crueldad muy directa e hiriente. Finalmente, ocurrió lo inevitable: en medio de una discusión, admitió que en realidad no tenía una opinión objetivo sobre la manera como fotografiaba, sino que consideraba que disponía de todo tipo de oportunidades que no “me merecía” en realidad. Una declaración de intenciones que describió muy claramente lo que pensaba y sobre todo, cómo asumía mi trabajo.

La crítica es necesaria y personalizarla, casi siempre un error. También es natural que la mayoría de los amigos brinden consejos y puntos de vista muy subjetivos sobre lo que ocurre en tu vida, la manera como te planteas ciertas situaciones e incluso, tu profesión. No obstante, cuando la crítica, la opinión moralizante y el hábito de juzgar se convierten en armas para mostrar toda una serie de ideas más o menos brumosas sobre ti y que intentan herirte, en lugar de brindar una perspectiva fresca sobre lo que vives o haces, es momento de dar un paso atrás. La amistad se basa en gran medida en el respeto hacia el estilo de vida del otro, y cuando esa línea se cruza o se hace difusa, se transforma en algo pernicioso y la mayoría de las veces poco saludable.

¿Qué mostró de mi misma sostener una amistad semejante?
Que tenía problemas de autoestima y autovaloración con respecto a mi trabajo, lo que hacia que aceptara criticas virtualmente insultantes y sin la menor objetividad. Un llamamiento de atención sobre la manera como me comprendo y sobre todo, asumo el valor de mi trabajo.

* Del melodrama a otras formas de atención nociva:
Por años, estuve convencida que las amistades suelen ser una estrafalaria mezcla entre emociones, extrañas situaciones y algo más confuso que solía definir como “idea esencial” de lo que me unía emocionalmente a otra persona. Así que parecía natural, escuchar por horas largas y enrevesadas narraciones sobre la vida personal de mis amigas, intentar ayudarles en resolver sus diferentes problemas, ser la mano derecha y hombro amable en cualquier circunstancia conflictiva. Desde mi punto de vista, no se podía ser una buena amiga sin estar involucrada en los tormentos emocionales de mis amigas más cercanas o procurándoles apoyo de la mejor manera que podía. Eso, a pesar de lo que cómo podía sentirme — o incluso, los límites de mi paciencia — y lo que es aún más preocupante, sobre la forma como esa necesidad voraz de atención podría afectarme.

Finalmente ocurrió lo inevitable: me topé con alguien que no sólo reclamaba atención constante sino que la consideraba indispensable para mantener nuestra amistad. No sólo necesitaba que le consolara, le reconfortara y escuchara todos sus variados y múltiples problemas, sino que necesitaba mi apoyo — moral, emocional e incluso financiero — en todo tipo de situaciones disparatadas. Luego de meses de lidiar con una situación tan desgastante, la amistad terminó en medio de un enfrentamiento muy incómodo que sin embargo, interiormente agradecí por razones obvias. Y es que sostener una relación basada íntegramente en la necesidad de atención de alguien más siempre es incómodo e incluso, literalmente agotador.

Una vez leí, que casi todos necesitamos una corta dosis de atención diaria sobre lo que hacemos. Quizás una reinterpretación de los célebres quince minutos de fama popularizados por el Warhol o algo más sutil, esa percepción del entorno social y emocional que nos rodean como una forma de comprendernos mejor. Cualquiera sea el caso, todos necesitamos y disfrutamos de la atención de quien nos rodea pero sobre todo, la consideramos como una serie de ideas muy privadas acerca de nuestra identidad.

No obstante, cuando esa atención rebasa el límite de lo que podría considerarse saludable — o razonable — cualquier relación puede verse afectada. Y es que la atención — o las maneras de obtenerla — siempre puede parecer una especie de presión sobre esa sensible y sobre todo frágil equilibrio que sostiene una relación emocional realmente gratificante.



¿Qué mostró de mi misma sostener una amistad semejante?
Que necesitaba aprender a poner límites en lo que relaciones emocionales se refiere y además, a la manera como comprendo la amistad. Para mi alivio, una amistad tan abrumadora fue el mejor remedio para obligarme a replantear algunas ideas que hasta entonces había sostenido sobre la amistad.



* La Madre de todos: De la asfixia mecánica a la huida desesperada.
Supe que mi amistad con P. había terminado cuando me telefoneó a la seis de la mañana para reclamarme sobre el hecho de no haber asistido a una celebración de cumpleaños la noche anterior. Lo hizo en el mismo tono severo que podría haberlo hecho mi madre. Escuchándola, me pregunté cuantas veces le había permitido hacer semejante cosa — y era más veces de la que quería admitir — y me pregunté porque le permitía un comportamiento semejante. Con una enorme incomodidad, le recordé que sólo era mi amiga, no la responsable de mi conducta ni mucho menos, con algún derecho a juzgarla. Su reacción fue previsible: no sólo me acusó de no agradecer sus buenas intenciones sino de insultarle con lo que llamó “ mi dureza”. En las semanas siguientes, tuvimos discusiones semejantes y finalmente, la amistad se enfrío y terminamos por distanciarnos por completo.

Lo admito: en ocasiones puedo ser celosa con mis amigos. Una reacción infantil que los años he logrado analizar a la distancia y sobre todo controlar. Además, supongo se trata de una reacción natural en relaciones con un alto ingrediente emocional. No obstante, siempre he analizado mis relaciones personales desde la óptica de un completo respeto a cómo cada quien puede asumir su propia vida y sus decisiones. Y he aprendido — luego de situaciones como la describo más arriba y otras semejantes — lo complicado puede ser cuando una errónea idea sobre control y sobre todo “protección” contamina una relación en ocasiones tan imprecisa e abierta a interpretación como la amistad. Sobre todo, la forma como esa necesidad de asumir un rol maternal puede dañar irremediablemente lo que considero — al menos en mi caso — el pilar fundamental de cualquier relación: la independencia.

¿Qué mostró de mi misma sostener una amistad semejante?
Que, como mucha otra gente, solía confundir familiaridad y cariño con algo más confuso y ambiguo. Finalmente, asumir que la amistad no incluye un comportamiento autoritario ni tampoco protector de una de las partes, logré encontrar un punto de saludable equilibrio entre lo que asumo como amistad y como la demuestro.

* Corriendo hacia la meta: Te empujo, te veo tropezar, continúo.
Soy competitiva por naturaleza y no lo niego: no obstante, mi necesidad de competir se resume al ámbito de hacerlo contra mis propios logros y perspectivas. Siempre necesito construir y avanzar con respecto a lo que aspiro para mi misma o para lo que deseo lograr en el ámbito personal o profesional. De manera que mi competencia es más una estructura de hechos y situaciones de carácter intimo, antes que una carrera de obstáculos contra cualquier otra persona.

Por ese motivo, me sorprendió y me preocupó la actitud de H. cuando comenzamos a trabajar a la vez en un proyecto muy semejante. Ambas parecíamos muy preocupadas por alcanzar un mismo objetivo pero desde perspectivas semejantes. Mientras yo intentaba mejorar en lo posible mi desempeño laboral con respecto hasta lo que hasta entonces había hecho, mi amiga parecía obsesionada con ponerme zancadillas u opaca cualquiera de mis intentos por avanzar en el proyecto que ambas compartíamos. Finalmente la situación se hizo tan insoportable, que decidí apartarme no sólo del proyecto sino de H., que continuó teniendo el mismo comportamiento con quien me sustituyó y que por último, sufrió un complicado revés profesional debido justamente a su manera de manejar la presión y la idea de la competencia. La situación en general — el proceso, la experiencia y sobre todo, el incómodo enfrentamiento disimulado entre ambas — me demostró que ninguna relación puede sobrevivir a una presión semejante.

Y es que aunque la competencia entre amigos puede considerarse normal — la mayoría comparte intereses, lugares de trabajo e incluso el mismo círculo social — cuando el planteamiento sobrepasa una línea específica de respeto y comprensión del otro, la amistad se transforma en contra cosa mucho más turbia e incómoda. Con toda probabilidad en una especie de relación nociva que parece sostenerse exclusivamente en esa competencia enrevesada y la mayoría de las veces, absurda.

¿Qué mostró de mi misma sostener una amistad semejante?
Que necesitaba comprender que la competencia puede ser saludable siempre y cuando, se sustente sobre una manera sincera de comprender la actuación del otro y su relación con nuestro punto de vista.

* Esa semejanza peligrosa:
Cuando conocí a mi amigo J., ambos nos sorprendimos de la buena cantidad de cosas que teníamos en común…hasta que fue muy obvio que o se trataba de una casualidad asombrosa o de algo más confuso e incómodo. Resultó lo segundo: J. parecía decidido a demostrar que eramos almas gemelas fraternas y jamás se atrevió a llevarme la contraria, a comenzar una discusión sobre opiniones que no coincidian o cualquier otra cosa propia de una amistad saludable, al menos como yo las comprendo. Muy pronto, se hizo obvio que J. deseaba agradarme antes de ser mi amigo y esa necesidad se hizo cada vez más ofuscada, insistente y por último sin sentido. Porque toda amistad es una combinación de factores y sin duda las diferencias — esa deliciosa sensación de comprender un mundo nuevo a través de un buen amigo — es una de las que más aprecio. De manera que con el transcurrir del tiempo y a pesar de nuestra aparente — y totalmente artificial — afinidad, tomé distancia hasta que simplemente la amistad desapareció. Y sentí alivio. Un extraño e inexplicable alivio que me llevó años comprender a cabalidad.

Finalmente descubrí que la amistad de J. me había resultado incómoda y un poco abrumadora no por el hecho que intentara complacerme — lo cual, de entrada, podría haber sido un poco desconcertante — sino por el hecho, que se sintiera obligado a hacerlo. Una especie de deber ser que desdibujó su personalidad y la transformó en una especie de copia un poco elemental de la mía. En más de una ocasión, he pensado que quizás debí sentirme halagada y que lo contrario podría resultar arrogante, pero luego, me pregunto que es lo que hace que dos personas se conviertan en verdaderos amigos. ¿Cual es el elemento que une las líneas, que entrecruza esa intricada red de ideas y pensamientos que construye el amor fraternal entre dos desconocidos? La respuesta es simple: la sorpresa y la autenticidad. ¿Parece un poco sencillo o incluso absurdo? Quizás lo sea, pero el caso es que al menos en mi caso, el debate constante de ideas, la complicidad de poder debatir y analizar ideas contrastantes, de mirar juntos en direcciones opuestas y a pesar de eso, coincidir siempre en algún punto, es la esencia de cualquier afinidad y cariño mutuo. Y lo aprendí durante esa extraña experiencia de una especie de silencio mutuo sin mayor relevancia, a mitad de camino entre la resignación y una cierta cuota de hipocresía.



¿Qué mostró de mi misma sostener una amistad semejante?
Que estoy convencida, somos la suma de nuestras diferencias y también, del contraste espiritual y emocional. Y que el arte de comprender al otro — sea tu pariente, amigo, tu amante — es un delicado proporción entre lo que nos diferencia y lo que nos une. Un espacio mínimo y sustancioso entre quienes somos y como nos percibimos a través de los demás.

En ocasiones, me pregunto si la amistad, como la concebimos en el mundo moderno — entrecruzada por la tecnología, la gran conversación de Redes Sociales y sobre todo, ese gran egocentrismo de una época obsesionada con el yo — tiene el mismo significado casi ideal que tuvo décadas atrás. Y mi gran conclusión es que puede seguirlo siendo: no sólo por el hecho que la amistad siempre será la manera más sincera de comunicación, sino también, la más profunda y emocional. Más allá de eso, me digo mientras sonrío por un correo especialmente amable que me envía uno de mis amigos más cercanos, el ser humano siempre aspirará a comprenderse en los ojos del otro. En la mirada amable de quien no sólo forma parte de tu vida sino de esa idea tan compleja y personal que con tanta ingenuidad llamamos vida emocional.

C’est la vie.

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