martes, 28 de abril de 2015

El país a la Periferia.




Cabrujas solía decir que Venezuela a un país en tránsito, en eterna construcción. Una visión a medio camino entre lo que se aspira — y nunca se logra — y lo que se imagina y no llega a concretarse. De hecho, para el maestro, nuestro país era una visión fragmentada, sin forma. Un gran rompecabezas con piezas faltantes. Lo mismo pensaba sobre el poder. Preguntado al respecto en una ocasión comentó: “El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley.”

Pienso en esa reflexión mientras me alejo de Caracas por unas pocas horas. La Venezuela a la mitad, la que nunca terminó de construirse. Siempre con pequeñas estructuras tambaleantes que nadie se ocupó de finalizar. Edificios, casas, pequeños negocios en la periferia. Mientras me alejo de Caracas, el país real se descubre, se muestra crudo, evidente, sin nada que lo disimule. Transito por una autopista construída durante la demonizada “Cuarta República” o lo que es lo mismo, los cuarenta años de democracia previos al Socialismo Chavista que ahora mismo gobierna. El automóvil en que viajo se sacude de un lado a otro cada vez que logra esquivar un agujero en el pavimento, pero no siempre lo logra. Con más frecuencia, el pequeño vehículo tropieza con el asfalto desigual, se hunde en la superficie zigzagueante y la remonta con esfuerzo. Me parece escuchar con claridad el crujido del metal del automovil cuando se bambolea con un repiqueteo crudo, cuando salta y rebota sobre la interminable y descuidada vía.

Mi padrastro conduce. Se toma las cosas con calma, aunque yo comienzo a irritarme y a sentirme profundamente abrumada por el simple hecho de avanzar en aquellas condiciones. Cuando se lo digo, sonríe, sin mirarme. Aprieta un poco las manos sobre la rueda del volante, sacude la cabeza.

— Te lo tomas muy a pecho. — ¿Cómo me lo debo tomar? — Esa frustración es muy Venezolana. Pero también la pataleta y el berrinche. Así estamos. Y no desde hace quince años solamente.

Vuelvo a recordar a Cabrujas. El dramaturgo más de una vez, se remontó al pasado distante para recordar el origen de la distorsión Venezolana. Su afición por el caos, el desastre, el dilema mal resuelto. Una Capitania General, un deposito de las verdaderas ciudades del continente. Ese pensamiento siempre me abruma, me ofende, me humilla. Lo hace porque quiero a Venezuela — es mi país, después de todo — y me fastidia asumir que somos un reflejo de lo que pudo ser una nación a pleno derecho. Que somos una cultura resquebraja, mal compuesta. Pero es así. No puedo dejar de pensarlo mientras seguimos avanzando por la soledad inmensa de la otra Venezuela — la que queda más allá de la ficción de Caracas — y contemplo el país de las esquinas. El país de las casas de ladrillo desnudo, de los niños regordentes y desnudos. De los perros hambrientos. De las gallinas que corren cuando escuchan el sonido del automovil al pasar. Y eso que apenas me he alejado unos kilómetros de Caracas, pienso. Y eso que sigue siendo un poco el lugar que conozco, el paisaje que puedo asumir como mio. Aún así, ya dejo de reconocerlo. No encuentro nada familiar en las esquinas abiertas, en las puertas entreabiertas, en los Venezolanos de rostro cansado que me miran desde esos parajes desarraigados. El país en trayecto.

— Pero no puedes negar que durante todo este tiempo se agravó — comento en voz alta. Abro la ventanilla. El viento fuerte me golpea la cara y también el calor. Hay algo nítido y frondoso en ese aire caliente y con sabor a metal. Y me gusta sentirlo — que lo poco que había en pie se vino abajo. Que lo poquísimo que Venezuela logró avanzar retrocedió.

Mi padrastro no dice nada. Es un hombre calmado, reflexivo y silencioso. Pero también un gran observador. Un hombre que a pesar de su origen humilde, jamás se dejó engañar por las promesas de un Chavismo que parecía dirigirse directamente a él. Cuando con diecisés años le pregunté sobre Chavez, torció el gesto y sacudió la cabeza. “Otro caudillo. Hay que tener cuidado con esa sonrisa de hombre amable que esconde el puño cerrado” me recomendó. A quince años de distancia, recuerdo sus palabras con respecto e incluso, un poco de temor. Los sensatos serán los profetas, pienso en un sobresalto, con el sol del mediodía en la cara y la autopista abriendose directa y recta al frente. ¿Eso es lo que escasea en este país?

— Ojalá todo fuera tan sencillo como quitar al Chavismo y que tome el poder el contrario — me dice. Jamás habla de oposición. Para mi padrastro, la oposición no existe, no le inspira confianza. Una vez, si lo hizo. Atendió a llamados y manifestaciones. Cerró su pequeña empresa por seis o siete días atentiendo a un paro que no funcionó. Pero el desencanto llegó pronto. La confusión. Ahora para él, sólo existe “la gente”. Los que temen, las victimas, los que sufren. La oposición sólo es un titulo entre tantos otros forjados por el chavismo. — Lo sé, sé que me dirás que el problema es la gente…que… — No. El problema es el país. Como lo miras, como se entiende. El país como todo lo que ves.

Levanta la mano, me señala a los pequeños grupitos de cabizbajos que caminan por la autopista. Hemos tropezado con ellos varias veces. Un hombre con pantalones de jean viejos y muy sucios, el pecho al descubierto. Una mujer llevando dos niños en brazos. Una muchacha muy joven que avanza con paso rápido bajo el calor, bisqueando por el resplandor del pavimiento. Todos tienen un aspecto cansado, abrumado. Y también resignado. ¿Se refiere a eso?

— No se trata de resignación. Esa palabra supone que toda esta población espero alguna vez que algo mejorara. Que el adeco que se apareció por aquí y se subió al rancho, le iba a solucionar el problema del agua. O el copeyano. Incluso el chavista. Pero esta gente, no cree en nada. Ni sus padres, ni sus abuelos. Somos un país rural, lo fuimos por tanto tiempo que nadie recuerda como ser otra cosa.

De nuevo, las palabras de Cabrujas me repiquetean en algún lado de la memoria. Para el autor, ningún Venezolano tenía mucha idea real sobre su aspiración de país e incluso de su identidad. Lo presumen como una idea que se crea así misma, que se completa con dificultad. En una ocasión comentó que: “Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo.”

Observo las pequeñas construcciones a orilla de la carretera. ¿Que tiempo histórico puedo interpretar de ellas? Todas son pequeñas cuevas, sin identidad, sin cimientos. Pequeñas construcciones para satisfacer la necesidad inmediata de vivir. La nada muda de un país arraigado en sus pequeños espacios sin nombre. El restaurant polvoriento, el local indefinible con una pintura caricaturesca en una pared. Los quioskos quemados por el sol que se multiplican a la distancia. ¿Qué piensa el Venezolano sobre sí mismo? ¿Cómo se mira? ¿Cómo se comprende? ¿Como establece esas necesarias relaciones entre lo que es y el lugar que habita? ¿Lo hace alguna vez?

— A esta gente no le importa quien gobierne porque todo será siempre igual — me dice mi padrastro en voz baja — antes o ayer, el panorama es el mismo. Nada le pertenece, la nada es todo. Así somos.

La idea me produce un escalofrío. Una sensación rarísima en medio del calor que me sofoca. Y es que me produce real terror el pensamiento que Venezuela será incapaz de comprenderse así misma, ahora y después, porque en realidad nunca lo ha hecho. Nunca se ha mirado más allá del presente que se mueve muy rápido, que se sacude de un lado. No existimos y de hacerlo, lo hacemos en la marginación. En un sueño borroso sin verdadero significado.

— Mira todas las vallas políticas que hemos pasado — me dice mi padrastro. Señala una que vamos alcanzando con rapidez. Es muy vieja, con los bordes amarrillos. Muestra al difunto Chavez con un aspecto rechoncho, vestido de militar saludando al viajante con rostro hiperterrito — todas le hablan a la gente que no tiene nada y nunca ha esperado nada. Y entonces, le dan una migaja. Una pequeñita. Una lo suficientemente significativa como para que la promesa tenga algo de cierto. “Aquí se construirá una casa”, “Aquí el Presidente hizo tal cosa”. Todo pequeño con una promesa enorme… — Populismo. — Esperanza — dije mi padrastro — les venden esperanza. Manipuladora, falsa, irrealizable. Pero es esperanza. Cuando no tienes nada, entonces la esperanza real o ficticia, es algo. Incluso el resentimiento, ese que Chavez utilizó también, se basa en eso. En la esperanza de lograr algo, de oponerse a algo. De vengarte del “que te quitó” la riqueza del país.

Cabrujas también comentó sobre el tema. Más de una vez, insistió que el resentimiento era un arma temible y anónima, latente en un país desigual: “Algún político del siglo XIX en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des “de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.” Pienso en todas las veces que el Chavismo levanta el dedo y acusa. Que culpa, que convierte al disiente en el rostro de un gran chivo expiatorio responsable de cualquier error y enmienda. Y de pronto, no se trata de una infantil vuelta de tuerca, sino una estrategia completa. La de crear un enemigo que “te arrebató la riqueza”. Recuerdo con preocupante detalle, todas las campañas presidenciales donde Chavez habló de Oligarcas, burgueses, pitiyanquis. No sólo son epítetos. Son rostros a quien culpar. El que te arrebató “lo que por derecho te pertenece”. El que te destrozó la esperanza. Esa misma que el gobierno vuelve a conjugar.

Almorzamos en un restaurante de carretera. La cocinera, que también hace de mesera, nos explica que no hay pan y tampoco refrescos. “Sólo agua con hielito” y que el menú se resume a unas cuantas arepas rellenas y empanadas de la mañana. Mi padrastro la escucha con preocupación.

— El negocio está duro ¿No? — le pregunta. La mujer suspira, sacude la cabeza. Tiene un aspecto árido en su delantal blanquísimo y el rostro rodeado por un trozo de tela apretado. — No se imagina mijo. La cosa esta bien complicada. Nunca me esperé esto. La cosa después que el Comandante murió, se puso feísima.

Se regresa a la cocina. La miro con los labios apretados. Mi padrastro me dedica una mirada preocupada.

— ¿Qué piensas? ¿Que ella tiene la culpa? — “Nunca esperó esto” — repito en voz baja — vota en reiteradas ocasiones por una misma opción y…¿No se esperaba esto? — ¿Cual es la alternativa? — Si un gobierno no funciona…¿Por qué seguir votando por él?

Regresa la señora con las arepas. A la mía — de jamón y queso — le puso un poquito de salsa rosada. “Para las niñas” dice con una sonrisa, toda dientes blandos. Cuando regreso a la cocina, un nudo de remordimientos y angustia me cierra la garganta.

— No todo es tan sencillo — insiste mi padrastro, entre mordisco y mordisco de su arepa — De serlo, el problema sería cambiar de Presidente. Pero aquí, simplemente lo que pasó es que Chavez tomó toda la desigualdad, el miedo, el rencor y le puso nombre. “Política”, “Chavismo”. Lo llamó “poder para el pueblo”. Y la gente sintió que finalmente se podría enfrentar a ese “otro” que tanto daño le hizo. Llámale empresario, gringo. Llámale quien sea. — Le dio las razones para odiar. — Las razones ya estaban. — Entonces Chavez las utilizó. — Sí, y las utilizó bien — toma un trago de agua. La cocinera ahora baila sola en el pequeño espacio entre el patio donde estamos y la cocina. Sonríe, a pesar del calor, la soledad, la tristeza. Y de pronto, en mi mente, ella es Venezuela. Ella es todo a lo largo y ancho, todas las miradas crédulas, toda esa sencillez de la aspiración política. ¿Que desea ella de un gobierno? ¿Que aspira? ¿Que necesita?

Además que, quizás no le pida nada, pienso mordisqueando el último trozo de arepa. Cabrujas, al menos, lo creía así: “Hemos aprendido a vivir mintiéndole al Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos, etc., todo se habría paralizado (…) No se trataba de un robo. Se podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”, probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal.”

Pienso en este país sin ley, sin limites. En ocasiones sin moralidad. En el país del cuanto hay pa’ eso. De cuanto me lo dejas si te paso alguito. El no vale yo te ayudo, si me das algo por debajito. ¿Que aspira el Venezolano? ¿Cómo mira al Estado? ¿Como lo comprende? ¿Como lo asume?

Llego a Valencia casi a la una de la tarde. Llevo a cabo mi pequeño trámite comercial — una fallida reunión con un cliente a quien no le termino de simpatizar — y regreso a Caracas con la última hora de la tarde. En esta ocasión, mi padrastro y yo no conversamos. Sólo miramos al frente, a la belleza extraordinaria de un atardecer de mil colores, a la montaña radiante de matices de verdad. Y me abruma la belleza de este país de nadie, de esta tierra anónima. De este país siempre incompleto y a escombros. Y siento dolor, una angustia muy definida. Una necesidad de comprenderlo sin poder hacerlo, sin lograrlo apenas. Una Venezolana que no logra asumir la distancia emocional de la tierra donde nació. Una extranjera en su propia tierra.

¿Quienes somos? me pregunto de nuevo, cuando Caracas empieza a aparecer por los bordes, desdibujada y plateada. ¿Quién es el Venezolano actual? ¿El de hoy? ¿El de antes? No lo sé, me digo mientras el aire húmedo del Valle me golpea la cara y pienso en el atardecer florido que acabo de disfrutar. ¿Cual es el rostro que se refleja en el espejo de la historia? ¿Como asumimos su peso real? Ya lo decía Cabrujas, me digo, un poco aturdida por haber recordado al viejo maestro todo el día: “La gran pelea es asumir la democracia. Sincerarla. Hay que enseñarle al Presidente de la República a que sea realmente demócrata. Nadie, en esta tarea, tiene derecho a colocarse en la acera de enfrente. Es importante elevar la discusión. Es importante que los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y los demócrata-cristianos piensen y actúen como demócrata-cristianos. Un cierto cinismo se ha apoderado de nuestros partidos. A veces, el cinismo se disfraza de resignación.”

Un país con la identidad resquebrajada. Ignorante de su propia historia y circunstancia.

C’est la vie.

Para leer:

El Estado del disimulo según Cabrujas

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