jueves, 9 de abril de 2015

La cultura Pop política: El poder de la fe y el oportunismo ideológico.





Imagen de la tienda de Ecommerce "Revolución"
La imagen sorprende e incomoda, aunque a primera vista, no pareciera haber nada especialmente sorprendente en ella: una chica de anteojos lleva un suéter de manga larga. De hecho, lo modela: con la mano en la cintura y la cadera ligeramente ladeada, muestra la pieza de ropa al posible observador. No obstante, lo realmente desconcierta es el diseño impreso en la tela: Una fotografía del difunto Hugo Chavez. Y no se trata de cualquier imagen, sino de que tomó el periodista Jorge Silva durante la última manifestación multitudinaria en la que participó el fallecido líder. En otras palabras, no es una de las cientos de imágenes que forman parte de la iconografía Chavista, sino la que parece representar un hecho casi místico alrededor de la figura de Chavez. En la imagen, el líder se encuentra bajo la lluvia, con el rostro hinchado y deformado por la enfermedad levantado hacia el cielo encapotado. El fotógrafo logró captar un cierto aire martir, que luego sería utilizado por el Chavismo para asegurar que la muerte de Chavez había sido el máximo sacrificio no sólo del político, sino el símbolo de la Revolución Venezolana. Una y otra vez, la imagen ha sido multiplicada en afiches, murales callejeros y panfletos. En páginas web y propaganda oficial. En suma, se trata de una imagen icónica a toda regla.


Fotografía de Jorge Silva. 
El suéter la muestra a detalle, en un amplio primer plano que cubre por completo la prenda, lo cual resulta entre intrigante y también un poco ridículo. Porque la fotografía de Jorge Silva — precisamente esa, entre tantas otras — parece representar la transición entre el hombre político, el Presidente de enorme encanto personal hacia algo más, una figura de estatura mitológica que la propaganda gubernamental parece encumbrar siempre que puede. Lo hace, con el slogan que pudo leerse junto a la imagen las semanas siguientes a la muerte de Chavez “De tus manos brota agua de vida” y en otras tantas, que insinúan no sólo una cierta divinidad inexplicable en la figura de Chavez, sino su directo lugar en los altares seudo religiosos del país. Una idea que puede parecer inquietante — de hecho, lo es — sino fuera porque corresponde a esa intuición nacional de comprender el poder como sacro o mejor dicho, de encumbrar en alturas semidivinas al hombre fuerte de turno. Por ese motivo, tanto Bolívar como Sucre acompañan en los Altares religiosos de muchos altares venezolanos a diversas vírgenes y además, se asumen como parte de un devoción siempre creciente por la figura que detenta el poder. Un santo a la medida de un país que admira y que de retrueque construye su propia santidad y que incluso, analiza la idea de lo divino a través de esa mirada muy concreta de lo poderoso, lo retador.

Ya lo decía la profesa Michaelle Ascencio, en su magnifica obra “De que vuelan, vuelan”, lo religioso en Venezuela no sólo muestra la creencia de buena parte de la población, sino también algo mucho más esencial y complicado de comprender. Porque Venezuela ha sido la mayor parte de su historia un país de excluidos y como tal, una sociedad de clases y de clasistas, por lo que no resulta extraño que esa gran multitud de marginados o mejor dicho, de alienados por el discurso de poder, cree su propia forma de entender el poder, la fe y como le afecta. Para Ascencio, la idea es clara: En Venezuela el Santo es poderoso, y no importa su origen. El Santo provee en la marginación: “Este discurso revela, sin ambages, cuánto se ha desatendido y excluido a la mayoría de la población, y revela también la influencia que esa desatención y exclusión han tenido en la expansión de la religiosidad popular, sobre todo en el caso de la religión de María Lionza. Cuando las instituciones sociales y los gobernantes no ofrecen respuestas a los problemas y a las frustraciones personales de los grupos sociales desfavorecidos, los espíritus hablan por ellos” dice la investigadora, dejando muy claro que en nuestro país creer es un asunto de conveniencia. De la mirada hacia lo que puede obtenerse por la fe, de la deuda de la devoción.

Venezuela no es un país inocente, aunque sí, es muy adolescente. Ambos términos definen a una sociedad en constante transformación, que avanza y tropieza hacia una concepción de si misma defectuosa y la mayoría de las veces construida a medias. Desde la Venezuela de Cabrujas — siempre en tránsito — hasta la Ascencio — la del interés de la creencia — nuestro país siempre parece tener la necesidad de creer y ofrendas la fe por una idea consecuente sobre lo que obtendrá. O mejor dicho, de lo que exige al poder, de lo que espera recibir. De lo que mira como forma de expresión de esa fe ciega en algo intangible, que puede llamarse tanto poder como fe.

Con Chavez no podía ser distinto. De líder de una asonada militar fallida — y convertirse por tanto, en símbolo de esa Venezuela obsesionada con la cultura castrense — hasta el político audaz, animal comunicacional que creó su propia forma de ejercer la política, Chavez fue la encarnación de muchas ideas del imaginario Venezolano en relativamente poco tiempo. Fue la figura paterna de un país de hogares abandonados, el hombre que asumió el rostro de la exclusión y le brindó un peso político. El combatiente, el aguerrido, el osado. El Venezolano de a pie, el hombre común con el que cualquier ciudadano del país podía — y en muchos casos, quería — identificarse. ¿Una idea brumosa sobre el gentilicio y la idiosincrasia Venezolana? ¿Una sublimación de los peores defectos, temores y rasgos de la idea esencial de lo que es la identidad de un país joven como Venezuela? con toda seguridad lo es. Pero también, un punto de inflexión en la manera como hasta entonces se había creado un ambiente político y como se comprendían las relaciones de poder. Porque Chavez destrozó la idea del Estado como hasta entonces se había conocido para construir otra, a su medida, bajo el auspicio de sus aspiraciones. Para construir una idea política útil, sustentada bajo ese viejísimo planteamiento tan criollo del poder que se enfrenta, que aplasta, que apabulla. De pronto, Chavez no sólo era el Presidente de una nación en conflicto, sino el líder de una imaginaria batalla por la identidad.

Lo del icono pop, fue la inmediata consecuencia. Lo fue en vida, mucho más en su muerte. De hecho, fue su abrupto fallecimiento — la muerte del líder a quien se asumía como eterno, en esa concepción corta y convencional del “siempre” político — lo que lo catapultó hacia esa zona radiante y amplia de la credulidad cultural. Sino es Santo, entonces es símbolo. ¿Y por qué no ser ambas cosas? ¿Por qué no encarnar tanto el símbolo que llena paredes y hojas sueltas, que se dibuja, se copia, se colorea, se esboza, se garabatea y también objeto de devoción? La figura de Chavez — no su obra, que se desploma a pedazos víctima de su propia superficialidad — pareció trascender incluso esa percepción obvia de la metáfora de una aspiración política. Murió presidente, por tanto, continúa siéndolo. Desde el más allá, encumbrado en su iconografía, en la fe de sus militantes emocionales y viscerales, los descreídos, los asombrados, los desconcertados. Chavez, que jamás se equivocó — a pesar de ser el ideario de la crisis monumental de un país en Ruinas, Chavez que jamás haría esto o aquello. Chavez protegido como un tesoro coloquial por un Gobierno que subsiste gracias a la propaganda, que aprovecha la memoria emocional de un país infantil para construir una solida idea de represión con tintes democráticos. Y medio de la hecatombe de la muerte de Chavez, de esa perdida de la figura Central de una revolución que no ofrece otra cosa que Chavez, ahora el difunto Líder no es otra cosa que el recuerdo de un tiempo mejor que no existió, de una fe irrestricta en una Revolución que sólo fue el mayor acto personalista.

Se dice que la fe es la cualidad de creer sin ver. Y en el caso de Chavez — la figura — es la de asumir a pesar de las consecuencias. Porque el Chavista de a pie, ese que se identificó con Chavez, ese que lo admira y le llora, que lo considera Santo e insustituible, continúa mirándose así mismo desde la distancia, desde lo que Chavez fue — o cree que fue — y la forma como lo concibe. Esa predilección por creer — confiar, pura fe — en lo que de la gana y no realmente en lo que ocurrió. Por ese motivo, la figura de Chavez persiste, sobrevive y continuará haciéndolo quizás por buena parte de la historia futura Venezolana.

Pero volvamos al sueter con la fotografía de Chavez impresa. Supongamos que alguien se siente inexplicable y definitivamente decidido a gastar 4000 bs (45% más del sueldo mínimo y que es el precio de la prenda de ropa) para llevar al Comandante supremo sobre el pecho y exhibirlo como elemento pop. ¿Por qué lo hace? ¿Que le hace creer y asumir el valor del símbolo que desea mostrar? La psicología moderna insiste en que nos identificamos profundamente hasta con la última cosa que lucimos o mostramos como propia. ¿Que significa entonces que ya Chavez no se asuma como parte del ideario, del orgullo nacional, que sea un fragmento de cultura? Ya no se trata del monograma con sus ojos convertidos en una especie de metáfora de la eterna vigilancia del poder que agrede. O de la omnipresencia del Líder muerto, que a pesar de la desaparición física, continúa estando presente. ¿No resulta mucho más preocupante que la iconografía revolucionaria se haya normalizado a tal punto de transforme en un objeto de adoración Pop? Como el Che Guevara, que es parte de una especie de publicidad barata y tan conveniente para la izquierda de Caviar, pero también con el añadido de la fe, es elemento inevitable de la cultura Venezuela ¿Que significa realmente que haya alguien capaz de comprar la prenda de ropa con la fotografía del Chavez martir y llevarla?¿Lo hace por identificación, adoración o cualquier otro motivo que a mi se me escapa? ¿Lo hace por costumbre, por moda, por ese elemento narcisista que tanto peso tiene en una sociedad vanidosa como la nuestra? ¿Por contracultura? ¿Por declarar un principio de contradicción que nadie sabe muy bien donde comienza o donde termina? ¿Que indica eso sobre el país? ¿Que refleja sobre lo que somos? Se habló por meses, en tono de sorpresa y cierto cinismo sobre el Chavez que llegó a los altares, sobre el busto de Yeso que comenzó a venderse en locales de artículos religiosos. Pero ahora, se trata de un fenómeno mucho más sutil. Chavez que como el Che, dejó de ser el mismo para convertirse en una idea abstracta, en una confusa mezcla de elementos y formas que construyen una idea esencial sobre el país que lo asume como lo inevitable. No hablamos de la prenda en sí, que puede ser un producto de oportunismo o cualquier otra idea comercial concreta, sino de quien la lleva, de quien quiere llevarla, de quien le gusta hacerlo. De la circunstancia que en este país depauperado y sobre todo, profundamente deprimido, confuso y roto, alguien desee llevar sobre el pecho la imagen de un político carismático, de la perpetuación de esa hórrida idea sobre personalismo que tanto daño nos ha hecho.

La imagen que se perpetúa. La imagen que implica y mezcla dos aspectos tan importantes de la vida en Venezuela como lo son la religión y el poder. Y Chavez, este nueva imagen renacida a mitad de camino entre mercancía utilitaria y objeto de culto, parece representar ambas cosas. Más allá, también es propaganda, también se trata de un discurso elemental, que se insiste, se mira, se asume, se vende. Porque, admitamoslo, para el Gobierno chavista, que gobierna sobre escombros y se aferra a las cenizas de la adoración del Líder Carísmatico, la imagen de Chavez vende algo que son incapaces de ofrecer. Vende esperanza, vende posibilidad y fe. Y lo hace a la manera rudimentaria de la autocracia, con esa simplicidad de conocer que Venezuela no es inocente sino primitiva en sus creencias y que desde ese punto de vista, construye un paisaje sobre la incertidumbre. Como bien dijo Michealle Ascencio: “La importancia que el discurso religioso ha tomado en la actualidad: los fundamentalismos, los revivals, las guerras inspiradas en la religión, las alianzas entre el poder político y el poder religioso, que amenazan con reencantar al mundo y poner en peligro la supremacía de los derechos humanos; el renacimiento de utopías del Estado con el florecimiento de mitologías totalitarias, la utilización de la dimensión persecutoria del mal para atemorizar y someter a las sociedades, el valor del resentimiento social que alimenta los movimientos mesiánicos y de salvación no puede dejarnos indiferentes; mucho menos ahora, cuando el discurso político actual se tiñe de alusiones religiosas, a veces en forma demasiado explícita, que justifican acciones violentas contra los fieles o los lugares de culto y contra las instituciones y los ciudadanos todos”. Toda una expresión fronteriza sobre las ideas que el Venezolano apoya y sobre todo promueve. Y en conclusión, eterniza.



Para leer:
* De que vuelan, vuelan (Fragmento); por Michaelle Ascencio

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