jueves, 2 de abril de 2015

El país de los silencios: La Venezuela censurada.




Hace unos días, escribí un artículo sobre la situación de los empleados públicos, donde además de describir la circunstancia personal que atravesó una amiga durante los últimos quince años, hice algunas críticas muy directas a la administración pública del país. De inmediato, alguien a quien conozco desde hace varios meses y que también es empleado de una institución gubernamental, me envió un correo, muy preocupado por los puntos que toco en el artículo:

“No sé si sabes que el Gobierno perdió la paciencia con la gente de internet (sic) pero estás corriendo un riesgo tremendo por escribir esas cosas. Tu crees que nadie te lee, pero si te leen. Y hay listas donde están los nombres de gente que consideran está criticando mucho. Borra ese artículo y no te ganes una situación”.

El comentario me preocupó, como es lógico. No sólo vivo en un país donde la ley se utiliza como un arma ideológica, sino que además, se asume como una forma de aplicar castigos ejemplarizantes a cualquier disidente. Sobre todo, los delitos de opinión se han hecho parte del paisaje legal Venezolano y la estadísticas de sanciones por el mero hecho de transgredir lo que el Gobierno considera admisible, aumentó exponencialmente durante los últimos años. Con todo, no me pareció que mi artículo — que reproduce una conversación sobre la situación de los empleados públicos durante los últimos años y que incluye datos públicos — pudiera ser especialmente irritante, significativa o revelante como para llamar la atención legal real de algún militante chavista. Así que decidí no borrar el artículo — de hecho, nunca consideré lo contrario — e intenté no obsesionarme con el asunto.

No obstante, no pude evitarlo. Es difícil aceptar que ya no dispones de la libertad e independencia de pensamiento suficiente para publicar en espacios personales lo que deseas. Más aún, lo que consideras pertinente y necesario. De pronto, me encontré pensando en todos los artículos en los que he suprimido información que consideré “peligrosa” o de los otros tantos, que he considerado seriamente que tanto riesgo podría correr al publicarlo en cualquier plataforma virtual. De improviso, me encontré que durante los últimos cuatro o cinco años he tomado decisiones sobre que información, opiniones e incluso imágenes compartir en consideración a las consecuencias legales que podría acarrearme. No es sencillo, cuando comprendes — asumes — que sientes un temor real sobre lo que pueda ocurrirte, sobre las consecuencias directas que pueda tener sobre tu vida y seguridad personal el hecho de expresar las ideas en que crees de la manera más conveniente.

Comienzo a cuestionarme cuando comencé a tomar decisiones sobre lo que escribo, publico o divulgo basadas en el miedo. ¿Cuando la situación política se hizo más crítica o turbia con la muerte de Hugo Chavez? ¿O antes, cuando el mismo difunto Presidente comenzó a lanzar amenazas directas contra cualquier detractor, incluso los de índole privada? ¿O incluso cuando la opinión en Venezuela comenzó a parecer sospechosa, legalmente inadmisible e incluso directamente peligrosa? No lo sé. No recuerdo detalles de ese lento proceso. O quizás de eso justamente se trate el poder de la censura: del hecho que te habitúes a comprender que la libertad de la que crees disfrutar es por completo artificial, un panorama borroso sin verdadera definición. Abrumada por la idea, analizo mis actuaciones, mis decisiones, la manera como interpreto la presión externa sobre cómo comparto mis ideas políticas, sociales y culturales. ¿Cuando me convertí en el censor más directo contra el que me he enfrentado? ¿Cuando cerré mis propios espacios para limitarme a una especie de brecha circunstancial que en ocasiones resulta tan infranqueable como las amenazas de gobierno?

Porque hablamos de autocensura. Hasta ahora no he recibido amenaza o he corrido un riesgo real por lo que publico, en mi blog personal o en cualquiera de las páginas en que colaboro. Por supuesto, me he tenido que enfrentar a los insultos robotizados y dogmáticos de la militancia chavista via redes Sociales e incluso, a cierto sectarismo del sector opositor con respecto a mis ideas. Pero nada tan grave, ni tampoco tan amenazante como para que comience a replantearme sobre lo que hago como escritora en formación y sobre todo, como testigo de lo que actualmente ocurre en el país. Pero lo hago y esa idea me atormenta, me hiere, me humilla.



Durante quince años, además, he formado parte de esa mayoría silenciosa del descontento genérico y me he enfrentado al hecho de no existir para el ojo Gubernamental, de ser ignorada, invisibilizada y menospreciada por el mero hecho de disentir de la postura del poder. Ha sido un camino torturoso, ese de comprender que tu derecho ciudadano termina justo donde comienza las aspiraciones ideológicas y los intereses partidistas. Pero mucho más allá de eso, me eduqué en una sociedad aterrorizada y paranoica. Me hice adulta en un país que se acostumbró a la sospecha, al enfrentamiento. Donde nada es lo que parece, donde cada pequeño hecho cotidiano está sometido a una violenta discusión, donde ninguna pieza social o cultural parece encajar por si misma en un panorama de país que me incluya como parte del paisaje. Y crecer en un ambiente semejante, termina haciéndote daño, en cientos de maneras que no descubres hasta que tropiezas con un límite, con una frontera, con una evidente línea, que tu mismo creaste a partir de la presión y el terror.

Así que, lo admito siento miedo. No lo puedo negar. Tampoco puedo explicarlo o justificarlo. Simplemente está allí, como un elemento sustancial que se mueve en todas direcciones y que parece afectar y crear una visión propia que pesa sobre la mía, que la distorsiona y la transforma en algo más, Lo siento cuando leo sobre la persecusión, asedio y gravísima situación legal que atraviesan venezolanos por el delito de compartir su opinión. Lo leo cuando conozco las historias de tortura, de opresión, de esa represión minima de todos los días. Del militar armado hasta los dientes en mitad de la calle concurrida. Del insulto directo y cada vez más especifico que convierte al mundo virtual en una gran hoguera del pensamiento. Lo vivo en todas las ocasiones en que me pregunto si expresar, compartir y difundir un tipo de pensamiento que contradice directamente al poder, podría acarrearme algo más que una grosería mal sonante o incluso, una advertencia. ¿Que ocurrirá cuando a fuerza de insistir me convierta en objetivo de esa guerra sin disimulo que el gobierno declaró a cualquiera que se le oponga? ¿Ya lo soy acaso? ¿Qué ocurre cuando aceptas que eres parte de una población rehén, aterrorizada y lo que es aún peor, que se acostumbró a los límites exactos que delimitan lo que puedes o no hacer?

No puedo dejar de analizar la idea desde todos los puntos de vista. Lo hago mientras me encuentro en un supermercado de anaqueles vacío y alguien me exige, de manera brusca que no tome fotografías de los pasillos repletos de clientes preocupados. La recuerdo cuando un militar de Uniforme y con el arma bien visible, me ordena guarde mi cámara y no fotografie la calle repleta de basura “porque me puede traer un problema”. No la olvido, ni por un momento, cuando escucho una discusión política en un transporte público en que el que soy pasajera y alguien susurra “Callense que puede haber aquí un sapo cooperante”. El miedo en todas partes. El terror silencioso y que no puedo comprender bien, presionando desde incontables lugares que te sorprenden por lo impreciso que resultan, por los sutiles. Por lo que significa esa red de intricados temores que recorre el país punta a punta.

Pero vayamos más allá. Al Tuit que escribes a diario, a la línea de opinión de 140 caracteres que compartes por mera ocio, necesidad, desesperación. Esa válvula de escape en que intentas plasmar esa noción que no eres libre, que de alguna forma tu libertad se encuentra restringida a ciertos valores incomprensibles que el poder insiste en imponer, que de hecho apoya bajo el puño de la ley viciada. ¿Qué ocurrirá si trasgredo la línea? ¿Si voy más allá de lo que se supone debería? ¿Cuantas decisiones ya he tomado pensando en esa posibilidad?

Reviso el archivo de mis articulos en mi blog y en otras páginas, mis apuntes, incluso mi FrontPage de Facebook y el TL de mi cuenta Twitter. Aún me mantengo crítica o eso creo. Aún me mantengo medianamente incólume. Pero en realidad, no corro un riesgo concreto. ¿O sí? ¿Lo hago cuando acuso al gobierno de hipócrita, represor, sexista, homofóbico? En más de un artículo he recibido respuestas ambiguas, violentas. Con frecuencia recibo correos furiosos, de lectores que no sólo me consideran provocadora sino que además, están convencidos que mis opiniones son sesgadas, retóricas, malcriadas, subjetivas. ¿Y por qué no podrían serlo? me digo con cierto sobresalto. ¿Por qué mis opiniones deberían apoyar algo más que mi principios y mi manera de pensar? ¿Por qué la critica al gobierno — no a su militancia, que al fin al cabo tiene el derecho de expresar su opinión, como yo expreso la mia — puede tomarse como un acto de ataque personal?¿Cuando cruzamos la línea de la política como circunstancia para convertirse en un terreno movedizo, peligroso y sobre todo, al borde de un agresivo ataque?

— ¿Cuando sentiste por primera vez temor de opinar o publicar alguna información en redes sociales que pueda acarrearte un conflicto? — le pregunto a un amigo, asiduo bloggero y que como yo, suele publicar con frecuencia artículos sobre sus criticas al gobierno. Sonríe desde la pantalla borrosa del Skype. — Desde que alguien me envió un correo con mis datos personales, dejándome saber que tenía acceso a ellos y por tanto, mi participación en la web podía significar un riesgo concreto.

Me sorprendo de la anécdota. Me la cuenta: Hace unos dos años, escribió un artículo pormenorizado sobre las reacciones de sus vecinos y conocidos sobre la muerte de Chavez. Un mosaico de opiniones que dejaron bien claro que el dolor y el luto que embargó a buena parte de los Venezolanos, no solo resultó incomprensible para otros, sino motivo de crítica e incluso burla. Mi amigo agregó nombres, fotografías y una pequeña crónica personalizada sobre “lo que estabas haciendo” cuando se anunció la muerte del Presidente Hugo Chavez. ¿El resultado? Una amarga visión sobre la Venezuela dividida, sobre esa frontera invisible que divide al gentilicio como una fractura.

No se trató de un texto denigrante, insultante o irrespetuoso. Sólo reflejó lo que ocurría a su alrededor. Pero de inmediato, comenzó a recibir todo tipo de comentarios donde se le acusaba a de “propiciar el odio público” y sobre todo, de instigar “el irrespeto” a la memoria de Hugo Chavez Frías. Al principio, mi amigo los ignoró todos. Respondió algunos. Continuó publicando la mayoría hasta que recibió el correo que le demostró que la censura silenciosa que padecemos en Venezuela es más preocupante y agresiva de lo que nos imaginamos.

— El correo me dejaba claro que no sólo sabían donde vivía (me incluyeron dirección exacta) sino además mis rutinas. Cuando salía al trabajo, cuando regresaba. Que automovil tenía por la época. En seis líneas, el remitente me dibujo un panorama muy concreto: No eres libre.

Mi amigo borró el artículo de inmediato. Pero continuó recibiendo correos amenazantes durante casi tres o cuatro semanas. Entonces cambió de dirección de correo electrónico, también de teléfono — donde recibió algunos mensajes agresivos — . Finalmente, aumentó al máximo la privacidad de todas sus cuentas en redes Sociales y deshabilitó otras. También borró su blog y varios articulos en varias plataformas distintas. Ahora, dos años después del suceso, cuida muy bien cada una de sus palabras en el mundo virtual y por supuesto, decidió no volver a expresar en voz alta su opinión política.

— Te asombra todo lo que el miedo te transforma — me cuenta. Mi amigo ahora vive en Bogotá y a pesar de eso, aún continúa sintiendose amedrentado por una amenaza real — te hace capcioso, obsesivo con los detalles. Comienzas a sopesar lo que compartes, pero más aún, por qué lo haces o por qué no. Al final, decides que no vale la pena correr el riesgo. Menos en un país sin garantías legales que puedan protegerte.

Lo misma piensa J., un amigo que sufrió el acoso de la llamada “Tropa” chavista vía Twitter. Durante años, la militancia afecta al gobierno se ha organizado en una especie de red virtual con un único objetivo: encabezar una “ofensiva” vía redes sociales de apoyo al gobierno. El grupo, que se identifica bajo el nombre de “Tropa” actúa de forma organizada y respondiendo a indicaciones que emanan de distintos entes gubernamentales. Sus actividades incluyen desde posicionar Hastang de promoción a diversas iniciativas gubernamentales hasta el ataque directo de diversos usuarios identificados con la oposición política. Mi amigo fue uno de ellos.

— Comencé a criticar la postura de determinada ministra y de pronto, tenía cincuenta o sesenta menciones vía Twitter . Una hora después, se habían multiplicado al triple. Continuaron acosandome también por todas mis redes sociales. Recibí comentarios obscenos sobre mi familia en Facebool correos insultantes — me explica. Me muestra las impresiones que realizó de los diferentes comentarios. Insultos, acusaciones directa. Alguien de hecho, comenzó a sugerir a un alto funcionario que mi amigo debería estar “preso” por lo que llamó “Su falta de respeto a la investidura” — cuando aumenté en la privacidad en todas partes, recibí al menos veinte mensajes al celular de números de correo insultándome.

La agresión continuó casi por dos días. Finalmente mi amigo cambió de user y decidió mantener sus tweets protegidos por un período de tiempo indefinido. Por último, el ataque disminuyó hasta desaparecer pero desde entonces, me asegura que tiene enorme cuidado con cada cosa que comparte u opina vía redes sociales.

— ¿Te sientes amenazado? — le pregunto. No me responde de inmediato: coloca sobre al escritorio frente al que nos encontramos sentados, las impresiones de correos electrónicos, mensajes directos vía Facebook y Tuis que recibió durante los días más complicados del ataque. En uno de ellos, le indican que “si vas preso porque te denuncie, no sales. O sales con las patas por delante”. En otro de los correos incluyen varias fotografías suyas que incluyó en distintas plataformas virtuales. “Estas pillao”. — ¿Tu no te sentirías?

No se que responder a eso. O mejor dicho, si lo sé pero asumirlo es profundmente doloroso.

***

Hace dos semanas, el padre de mi amiga Lissette Gonzalez murió en una de las Celdas del SEBIN. Un año atrás, fue detenido debido a una delación de un “patriota cooperante” y debido a esa delación anónima, acusado de crímenes gravísimos contra el Estado Venezolano. El señor Rodolfo Gonzalez nunca llegó a tener un juicio por los delitos que se le imputaban: su audiencia fue aplazada en numerosas ocasiones. La única prueba de la que disponía la fiscalia era de hecho, la delación de un testigo anónimo que la acusaba de organizar las protestas opositoras que se llevaron a cabo en Venezuela durante los primeros meses del 2014.

La figura del “Patriota Cooperante” es parte de la insistencia del gobierno Chavista en utilizar el poder para castigar la opinión. Se trata de una red de informantes — la mayoría anónimos — que el Gobierno utiliza para recabar información sobre lo que llama “actividades subversivas”. En el caso del Señor Rodolfo Gonzalez, el testimonio anónimo suministrado en su contra no sólo tuvo el peso de una prueba sino además, fue asumido como evidencia legal en su contra.

Lo ocurrido con el Señor Gonzalez es quizás el caso más evidente sobre la cultura de la delación pero no el único en un país donde el enfrentamiento político se nutre del sectarismo. Una buena cantidad de bloggeros, tuiteros e incluso articulistas reconocidos, han sido acusados de una serie de delitos por una red invisible de detractores apoyados en el poder. Los casos más notorios: el grupo de usuarios de Twitter detenidos luego de emitir opiniones sobre la muerte del diputado Chavista Robert Serra.

Inés Margarita González Árraga (Inesitaterrible, en Twitter) de cuarenta y un año y oriunda de Maracaibo, fue detenida luego de recibir una citación del SEBIN, que según sus propias palabras, la conminaba “a rendir entrevista con relación a diligencias de investigación que adelanta el despacho”, con conocimiento de la Fiscalía Superior del Zulia. La citación fue la consecuencia de una denuncia pública realizada vía Twitter, donde un usuario le acusó de “burlarse” de la muerte del recientemente fallecido diputado Serra. Al consultar el TimeLine de González, puede leerse varios comentarios en los cuales se burlaba de la muerte del político, los cuales fueron asumidos como “desestabilizadores” por funcionarios de Inteligencia. Desde el ocho de Octubre, Gonzalez se encuentra detenida en el SEBIN en Caracas, incomunicada y sin recibir luz natural.

Otro caso emblemático es el tuitero Leonel Sánchez Camero(@anonymuswar en Twitter) detenido por “instigación al odio, conspiración, ultraje y acceso indebido” el 22 de agosto del 2014, lo que le convierte en el detenido por opinión que lleva más tiempo detrás de las rejas. Además de acusarsele de fomentar el desorden y el caos a través de su cuenta Twitter, Sánchez fue acusado de estar involucrado en un supuesto plan de fuga que involucraba al lider opositor detenido en Ramo Verde, Leopoldo López y de haber hackeado las cuentas de Twitter de Jacqueline Faría , Gabriela del Mar Ramírez y Eduardo Lima. Aún permanece detenido.

Los casos más allá del ojo público se multiplican: usuarios de Redes Sociales amenazados de manera directa por su participación u opiniones personales en diferentes plataformas. Usuarios sometidos al escarnio público, así como también al acoso y a la agresión virtual debido a si postura política. Una estadística silente que demuestra que en Venezuela la censura va más allá de las presiones oficiales y evidentes. Y sobre todo, que afecta de una manera crítica la forma como el ciudadano opina o comparte la opinión.

El día 23 de marzo de este año, una nutrida manifestación de motorizados, cerró algunas arterias viales de Caracas, exigiendo justicia por lo que al parecer se trataban de una serie de casos de secuestro infantil. De inmediato, las redes se hicieron eco de las declaraciones de los participantes de la protesta callejera. De inmediato, varios periodistas de la fuente de sucesos se apresuraron a declarar via Twitter que hasta ese momento, no había una sola denuncia del caso. Aún así, los grupos de manifestantes continuaron llenando las calles hasta bien avanzado el día. Posteriormente, el grupo se disolvió y la noticia llegó a los medios de Comunicación oficiales, que contraviniendo su política de cuidado silencio sobre hechos de naturaleza parecida, reseñaron lo ocurrido. Incluso, el Presidente Maduro reconoció la existencia de la protesta y prometió “Una investigación”.

Poco después, la Fiscalia de la República desmintió el posible secuestro de Niños en Caracas y acusó a la oposición de “manipular la información” vía Redes Sociales y anunció que propondría “una posible regulación” para los medios y plataformas virtuales. Ortega Díaz explicó que el objetivo de esta decisión es tomar control para evitar que se generen situaciones de agitación similares, pero sin coartar los derechos de libertad de expresión. “Este tema de las redes sociales hay que regularlo (…) La conducta del hombre en sociedad tiene que ser regulada”, advirtió la funcionaria durante la transmisión de su programa En Sintonía con el Ministerio Público. Una vez más, la funcionaria dejó claro que el Gobierno tiene especial interés en controlar el único medio de opinión libre que aún sobrevive en Venezuela. Hasta ahora, no hay información real sobre el posible instrumento legal de control, pero resulta evidente que para el Chavismo es imprescindible limitar las opciones de la manera como hasta ahora, se expresa la opinión en la plataforma virtual.

Mientras escribo este artículo, el autor del correo que menciono al comienzo de este artículo, me escribe otra vez. Le preocupó mi respuesta, donde me niego no sólo a borrar el artículo, sino también a disimular mi postura política.

“Te lo digo como tu amigo. No sé hasta donde te tendrán paciencia”.

La frase me preocupa, me inquieta. Pero no lo suficiente como para dejar a un lado esta pequeña reflexión. De hecho, pienso con cierta irritación, la hace más valiosa. Quizás yo también estoy perdiendo la paciencia con esa insistencia de asumir la censura como parte de la vida cotidiana en un país que se acostumbró al silencio.

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