domingo, 19 de abril de 2015

El parpadeo de la mariposa y otras historias de brujería.



Cuando nació mi prima Gaby, no me gustó. Pero no me gustó para nada. Era arrugada, fea, gordita y con los ojos hinchados. Pero menos me gustó porque todos los miembros de mi familia parecieron enloquecer cuando tia M. y Tio C. se presentaron a la casa, llevando aquel bultito rosa entre los brazos. Hubo llanto, celebración, palmas extendidas hacia el cielo para agradecer su nacimiento. En cambio, yo me quedé de pie en un rincón, enfurruñada y furiosa. No se me olvidaban las palabras que mi prima M. me había dicho un rato antes que los tíos llegaran.

- Ya verás. Nadie te querrá ahora - se mofó - N a d i e. ¿Quién querría una niña como tu si acaba de nacer la bebé más bella del mundo?

Me enfurecí, la grité. Ella siguió riendo.

- Oye, ¿No lo sabes? Las familias olvidan a las niñitas fastidiosas cuando llega otra.

Ante aquello, me le abalancé encima y le tiré de sus lustrosos rizos. Y así nos encontró mi abuela, chillando y pateando cuando llegó para pedirnos ordenaráramos nuestras habitaciones.

- ¡Basta de gritos! - nos reprendió - ordenen sus cosas y vayan a recibir a la bebita.

M. me dedicó una mirada significativa y salió muy digna, poniendo los ojos en blanco. Yo permanecí de pie, con los puños apretados contra las caderas, furiosa y ofendida. Mi abuela me dedicó una de sus miradas perspiscaces.

- ¿Que bicho te pico?
- El bicho de las niñitas.

Corrí antes de explicarle nada. Me encerré en mi cuarto dando un portazo. De manera que ahora me ordenaban arreglar mi cuarto por ella, me dije enfurecida. Por una niña que nunca había visto y que al parecer, traía a todos de cabeza. Y que querrán más que tu, dijo una vocecita petulante en mi cabeza, muy parecida a la de mi prima. La querrán y la mimaran. ¿Quién querría una niña que ya conoce por una nuevecita y bella?

Resultó que Gaby no era tan linda. Y eso me reconfortó. Pero aún así, seguía siendo la niña más pequeña de la casa y sí, eso había enloquecido a toda la familia. Los tios se quedarían unos días en casa de mi abuela, antes de seguir el viaje a su ciudad y cada persona de la casa parecía encantado con la idea de ocuparse de aquel bultito rosa que no hacia otra cosa que comer y dar alaridos. O eso pensé, enfurecida y ofendida, cuando tia E. me dijo que cocinaría una riquísima fuente de galletas de vainilla rosa "para celebrar a la más pequeña de la familia".

- La más pequeña de la familia, soy yo - murmuré con los dientes apretados. Tia me dedicó una mirada enfadada por encima del mesón de la cocina.
- Tienes casi diez años. Ya no eres una bebé. Y tu primita si lo es. Deberías estar feliz de celebrar su nacimiento.

Pero no lo estaba. De hecho, procuré no encontrarme en ninguno de las interminables sucesiones desayunos, almuerzos y cenas que no parecían tener otro objetivo que seguir celebrando la llegada de Gaby, la bebé rosa. Todo el mundo reía, chocaba copa, deseaba cosas hermosas para la niña, le llevaba obsequios. Yo me limitaba a estar por allí, de un lado a otro, tomando sorbos de chocolate, hablando sin que nadie me escuchara y formando berrinches que no importaban. Flor opino que todo eso era muy triste.

- ¿Te ignoran?  - preguntó escandalizada.
- Más o menos - en realidad, eso no era del todo verdad. Abuela, tia e incluso la detestable prima M. habían tratado durante toda la semana que me uniera a las celebraciones. Pero la invitación terminaba conmigo corriendo a todo lo que me daban las piernas a mi habitación. Y ya podían tocar hasta cansarse las puertas, llamarme entre risitas y después, francamente disgustados. ¡No me importa! No quiero saber nada de la niñita y toda la alegría que provoca.
- Eso es terrible y muy grosero - opinó Flor, que invariablemente me apoyaría incluso en aquella oportunidad que sabía, estaba exagerando un poco - bueno...si quieres, puedes venir a casa. Cuando se les pase la alegría con Gaby...te vuelves a la tuya.

Eso parecía una buena solución. La mastiqué durante todo el camino de regreso a casa, caminando con paso rápido junto a Jacinta, la señora que solía ayudar a mi abuela en casa. Ella me dedicó algunas miradas preocupadas, sin duda desconcertada por mi silencio enfurruñado.

- ¿Y que es lo que te pasa?
- Todos me odian Jacinta - declaré muy digna y dolorida - porque quieren a Gaby. Eso pasa.

Jacinta no dijo nada. Se atusó su abundante cabello canoso detrás del turbante de tela que le despejaba la frente y siguió caminando. Pero noté que tenía las mejillas tensas, como si contuviera las ganas de reirse de mi. Ah bueno, sólo eso me faltaba, me dije muy angustiada.

- No es de risa.
- ¿No estás exagerando?
- No.
- ¿Qué te hace pensar que no te quieren?
- Prima M. dice que la gente deja de querer a las niñitas de la casa cuando llega otra - expliqué abrumada - que...bueno, la nueva niña ocupa su lugar.

Jacinta suspiró y supe que tenía algo que decir. De manera que esperé, muy impaciente por saber que podría ser. Pero ella siguió caminando, con su montón de collares de roca haciendo ruiditos y golpeando fuerte el pavimento con sus zandalias.  Era una mujer muy bella, con una piel oscura tersa como la seda y grandes ojos castaños. También era muy sabia. Después de mi abuela, Jacinta era la persona más inteligente del mundo o a mi me lo parecía. Siempre sabía que decir o que hacer. Era una especie de Don en ella, como sus amplias caderas de matrona y su talento para bailar.

- O sea que, sólo hay espacio para una niñita en el corazón de la casa - preguntó. Me encogí de hombros.
- Puede ser. Nadie me mira ni me presta atención desde que Gaby nació.
- ¿No será por qué Gaby es chiquitina?
- Yo también soy chiquita.
- Tu no eres chiquita. Ya casi tienes edad para ser una bruja.

Me dedicó una mirada resplandeciente. La miré boquiabierta. Jacinta no era bruja pero podría serlo. Y de hecho, pensaba que quizás lo era, aunque no llevara el cabello trenzado y le diera flojera copiar cosas en su libro de las Sombras. Pero Jacinta era muy sabia. ¡Vaya que lo era! Una sabiduría de viento de mar, de olor a fogones, de brazos cálidos. De saber cuando iba a llover o cuando haría un sol muy bello. Cuando te dolía el corazón por razones bonitas o cuando era hermoso reír. A veces tenía la impresión que Jacinta lo sabía todo. Y lo que no, lo imaginaba en su maravillosa cabeza coronada de apretados rizos. Era como si fuera tan grande como el mundo. Tan valiente y fuerte como nadie más que conocía.

- Pero..¿entonces que quiere decir eso? ¿Que nadie me va a cuidar más? - pregunté ansiosa. Jacinta soltó un suspiro.
- Como bruja, ya te toca cuidar mi amor.
- ¿Quién dice?
- Lo dice mi corazón, niñita loca - me dijo. Soltó una carcajada - y si no me crees, preguntaselo a Misia Celia. Ya vas a ver chica, que te va a decir.

Siguió caminando muy oronda, meneando las caderas. Me apresuré a seguirla.

- Se lo voy a preguntar.
- Hazlo. Y después te me vienes para la cocina y me dices que te dijo.

Así mismito lo hice. Nada más llegar a la casa, arrojé al suelo al morral y corrí por la casa, llamando a gritos a la abuela. La encontré en su cuarto.  Estaba sentada en su silla favorita, escuchando la música de Simón Diaz que tanto le gustaba, muy bajito. Las ventanas abiertas, la luz del Ávila entrando por las ventanas abiertas. Y para variar, tenía aquel irritante bulto rosado en brazos. Otra vez.

Una vez, me había dicho  que tio C. había sido un niño muy enfermito de bebé. Que siempre solía colicos y dolores y ella lo cargaba a toda hora para calmarlo de sus angustias. Me pregunté si Gaby le recordaba eso. O se trataba simplemente que le encantaba cargar a aquella niña cachetona y arrugada contra el pecho. Lo hacia con mucha delicadeza: un brazo rodeando el cuerpecito, la cabeza apoyada en el hombro contrario. La bebé dormía con la boca entreabierta, al parecer tan cómoda que resultaba incluso tierna. Pero no me dejé convencer. Me quedé de pie junto a la puerta, furiosa y ofendida. Ella me miró sobre sus anteojos de lectura.

- ¿Qué pasa mi niña?
- ¿La quieres más a ella?

Se lo solté así, sin disimulo. Me temblaban las manos de miedo por lo que pudiera contestarme. Mi abuela - la vieja, la sabia - sólo decía la verdad. Y si realmente era eso...Sí realmente...Aguardé, con la boca seca. La abuela siguió mirándome, con Gaby dormida entre los brazos.

- Las quiero a ambas. Tanto y tan fuerte que en ocasiones quiero gritar y reir al mismo tiempo. Quiero bailar como baila Jacinta. Apretarme la cara con las manos y llorar. Es un amor enorme - me explicó. Lo dijo con toda sencillez pero sus palabras me sacudieron. Me dejaron sin aliento. Porque eran palabras bellas. Un torrente de palabras que me consolaron y me acariciaron las mejillas como manos invisibles.

- Pero todos la miran a ella. Todos... - miré a Gaby, que ahora levantaba los puñitos en sueños - todos las quieren.
- Todos la amamos y celebramos que haya nacido, claro - dijo la abuela - una nueva generación. Una nueva vida para la familia. Esta viva y ahora, gracias a ella, también lo estaré yo por mucho tiempo. Mi madre que ya murió y todas las mujeres y hombres de la familia. Ella es otra historia pero que a la vez es nuestra historia. Eso es para celebrar.

Parpadeé. Ni en mil años, podría haber visto las cosas de esa forma. Sentí una calidez extraña, recorriendome la espalda. Una sensación dulcísima que no entendí de inmediato pero que después tuve la sensación formaba parte de mi espiritu y mi mente, desde mucho tiempo atrás. O quizás me lo imaginaba, me dije. Quizás me estaba imaginando esa alegría...esa...

- Cada vez que nace un bebé es esperanza - dijo entonces la abuela - la vida empieza de nuevo. El ciclo se hace nuevo y extraordinario. Y es el bebé y somos todos. Y es cada día y cada noche. Y todas las historias. En brujería, lo llamamos el eterno retorno.
- ¿Y eso por qué? - me acerqué un pasito a donde estaba sentada - ¿Como es que...?
- Todo vuelve, todo renace, todo despierta. Siempre hay un amanecer que soñar. Un día que esperar, un mundo que disfrutar. Siempre hay un nuevo mundo que construir. Para las brujas un bebé es el simbolo del infinito, del Siempre, del amor, de las emociones poderosas, de las grandes batallas y tristezas. Hace muchos siglos, cuando bebé nacia, la bruja de la aldea lo levantaba en brazos. Lo mostraba a la luna y entonces cantaba. Una canción compuesta para el bebé. Una canción que era suya y solo suya. Le llenaban las muñecas de tiras de platas, de  pequeños hojas de pino. Y La Luna sonreía o eso decían, mirando al nuevo bebé. A la nueva historia que comenzaba a escribirse.

Abuela suspiró. Se puso a Gaby sobre el hombro. La abrazó. Después me dedicó una mirada larga, cálida. Antigua. Una mirada más vieja que ella misma. Luego sonrío.

- Cada nacimiento es un portento. Cada día es para agradecer. La vida, mi amor, es una constante celebración.

Reí, aunque no sabía por qué. Quizás porque su voz fue tan dulce que no tuvo que decirme que me quería, porque sabía que lo hacia. Porque Gaby ya no me parecía tan fea - bueno, quizás un poquito -, porque de pronto, tuve la sensación que el amor era algo inmenso, sin nombre. Interminables lineas cruzando el mundo, creando algo más. Más allá de las luna y las estrellas, pensé. Más allá de mi misma.


***

Esa noche, mientras todos cenaban, entré a la habitación de los tios. Gaby dormía en su cuna, con los bracitos y piernitas abiertos. Una bebé de mejillas sonrojadas y una pelusa castaña cubriendole la cabeza redonda. La miré entre las barras de la cuna. Extendí la mano para rozar uno de sus diminutos deditos. Tan cálido, tan dulce. Tan vivo.

- Tu no me conoces - le dije - o bueno, sí. Alguien me debe haber nombrado ya. Soy Agla, y seré tu prima mayor. O ya lo soy.

Gaby siguió durmiendo. Agitó un pie chiquito. Esperé, en la oscuridad.

- Te voy a querer siempre. Porque eres mi historia. Y yo, soy la tuya - continué en un susurro - en unos años, tu me contarás como ves el mundo y yo te lo contaré a ti. Jugaremos las dos, con mis muñecas y las tuyas. Y después hablaremos. Te diré como se llaman las estrellas. No dejaré que te caigas en el jardin y te daré los libros que te dicen no puedes leer. Seré quien te cuide. Tu también me cuidarás a mi.

Esperé. Gaby siguió durmiendo, plácida en su sueño de bebé. Eterna en mi amor y en el de toda la familia. Y de pronto, lo comprendí: lo de la familia, lo de las cosas que se unen, lo que el tiempo entrecruza. Lo que las palabras curan y cuidan. Las lágrimas me escocieron en los ojos y me los sequé con el dorso de la mano.

- Ya sabes Gaby, tu eres mia. Yo soy tuya. Y esta familia, es mi casa y tu casa también.

Sonreí. La bebé en la cuna no lo hizo, pero imaginé, que allá en sus sueños de flores y campos radiantes, lo hizo también.

***

Cuando Jacinta entró en la cocina, me encontró inclinada sobre el cochecito de Gaby, que hacia gorgoritos y subia los puñitos mientras yo la miraba embelesada. Me aparté un poco, avergonzada, mientras Jacinta me pasaba por el lado como una ráfaga de color.

- ¿Le preguntaste a tu abuela? - me preguntó entonces. Me encogí de hombros. Gaby soltó un suspirito de bebé, como si se riera de una broma secreta. Solo suya y mía. Quizás era así.
- Sí.
- ¿Y que te dijo?
- Que caben más niñitas en su corazón.

Reímos juntas. Jacinta sacudió la cabeza, el turbante de tela bamboleándose de un lado a otro. El brillo del jardín reflejandose en sus ojos.

- ¿Y en el tuyo cabe una primita más?

Miré a Gaby, de nuevo dormida. Toda rosa y ternura. Toda belleza y delicadeza. Toda esperanza. Sentí que una magia muy vieja y sin nombre me subía a la garganta.

- Sí - dije entonces - hay lugar para ella. Y para todas las que seremos familia. Aquí, en casa.

Sonreí. Jacinta también. En el silencio dulce del sueño de un bebé, una puerta abierta a una historia nueva que comenzaba a contarse. Una de tantas historias, para recordar, para crear, para soñar.

C'est la vie.

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