domingo, 5 de abril de 2015

El origen del mal o cuando el enemigo puede ser cualquiera: Venezuela a fragmentos.





Hace unos meses, uno de mis vecinos conducía a medianoche por una calle caraqueña cuando una patrulla de la Policía le detuvo. O al menos intentó hacerlo: mi vecino aumentó la velocidad y trató de escapar del vehículo, hasta que este le interceptó dos esquinas más allá. A la distancia, mi vecino admitiría que no se le ocurrió detenerse ni mucho menos obedecer el destello de luces de precaución que realizaron los agentes. Estaba muy asustado como para hacerlo. Convencido que corría un riesgo real.

Finalmente se detuvo. Cuenta que la patrulla le cerró el paso y los dos policías le apuntaron con armas. Le hicieron bajar del automóvil y mantenerse de rodillas con las manos en la cabeza. Fue golpeado y uno de los agentes, le exigió entregarle la billetera, teléfono celular y cualquier otro objeto de valor. Después, le hicieron subir en la patrulla. Nadie le explicó por qué motivo estaba siendo detenido ni mucho menos, que ocurriría a continuación. Mi vecino sólo recuerda los gritos e insultos, las amenazas — “pendejo de mierda, te vamos a dejar pega’o en una calle” — y el amedrentamiento a golpes. Por último, regresaron al lugar donde el vehículo de mi vecino había quedado abandonado y le dejaron libre. No le devolvieron sus pertenencias y cuando mi vecino subió al automóvil, uno de los agentes disparó al aire.

— Maneja rápido antes de me arrepienta de no coserte la cara a balazos — le gritó. Mi vecino condujo a toda velocidad, sin detenerse hasta llegar a casa. Por dos días, no se atrevió a cancelar el número telefónico del teléfono robado, las tarjetas bancarias o incluso, considerar denunciar lo que había vivido. De hecho, nunca llegó a hacerlo. Cuando le pregunto el motivo, me dedica una mirada sorprendida.

— ¿Para que voy a denunciar? ¿Para que me maten? Saben que pueden hacer lo que quieran. Saben que te pueden matar de un plomazo y no pasará nada.

Curiosamente, unos días antes había escuchado la misma frase. En esta ocasión de un amigo que fue secuestrado durante seis horas por dos asaltantes. Los hombres le sometieron en una calle concurrida de la ciudad y le obligaron a subir a un automóvil. Atravesaron Caracas de un lugar a otro, le hicieron retirar de varios cajeros automáticos bancarios fuertes sumas de dinero. Robaron joyas e incluso le llevaron al apartamento de sus padres, donde fue maniatado junto a la pareja de ancianos y amenazado de muerte. Cuando finalmente todo acabó, la madre se negó a presentar alguna denuncia.

— Aquí los policías y malandros son la misma cosa — insistió — denunciar es ponerte la soga al cuello.

Pienso en la idea que sugieren ambas historias, el caos de estructura legal que sufrimos en Venezuela y me pregunto hasta que punto, la impunidad y la ley utilizada como un arma de ideológica, ha creado las condiciones idóneas para el abuso de poder en Venezuela. Más allá, hasta donde puede llegar esa noción de la violencia y la agresión como parte de la cultura, como una idea que se sostiene sobre una visión del país — y del gentilicio- que parece contradecir cualquier idea de convivencia. Porque no sólo hablamos del hecho de la desconfianza hacia la ley — o los funcionarios que la ejercen — sino de algo más profundo: el hecho que el Venezolano dejó de confiar en las instituciones, en la legalidad y de hecho, en cualquier sistema que se afiance sobre lo moral y lo ético. ¿La consecuencia? Un país en medio de una lucha desigual contra lo que se considera una percepción concreta sobre la convivencia, empatía. La mera percepción de lo moral y lo ético. La comprensión de lo que se asume como legal y admisible dentro de una sociedad viable.

Es un pensamiento inquietante: Porque en Venezuela las leyes dejaron de ser la línea que sostiene la percepción del país como construcción social elemental. En Venezuela el gobierno no sólo se convirtió en una figura represiva, violenta y transgresora, sino el ciudadano en una victima de un sistema construido para minimizar el efecto de la disidencia y atacar la figura del opositor moral convirtiéndolo en un enemigo a vencer. El planteamiento parece extenderse en todas direcciones, tocar todos los registros, afectar cada aspecto de la vida del Venezolano. Porque más allá de la crisis económica y política, parece construirse una idea de Nación cuarteada y aplastada bajo esa percepción de la Ley que es una herramienta de venganza, que apoya la revancha de la justicia. Todo un entramado ideológico construido sobre la idea del ciudadano que se somete, que se resigna y forma parte de esa visión del país rehén.

— Es inevitable que un gobierno con pretensiones autocráticas se sostenga sobre ambición política y algo más tortuoso: el resentimiento social ha creado en Venezuela un terreno fértil para que el Gobierno disponga de un piso electoral vigoroso y una percepción de si mismo como sustentable. Hay una buena cantidad de Venezolanos que apoyan la represión, la censura y la violación a los derechos Humanos — me explica P., quién fue uno de mis profesores Universitarios y con quien de vez en cuando converso sobre la situación del país. Para él, lo que ocurre en Venezuela es un mecanismo cada vez más eficiente y preocupante, que convierte al ciudadano no sólo en la esencia de un sistema que se sostiene sobre el odio y el resentimiento sino que convierte al Estado en una maquinaria que destruye no sólo la disidencia sino también, censura cualquier tipo de contradicción al poder. — ¿Lo apoyan por necesidad o convicción? — pregunto inquieta. El profesor sacude la cabeza, preocupado. — No es tan sencillo de analizar. No se trata sólo de un conglomerado de ciudadanos obligados a actuar de determinada manera, sino que aprueban el abuso de poder y lo hacen, esencialmente porque lo consideran justo — me responde — Venezuela, durante mucho tiempo, fue una democracia exclusiva y marginadora. Creo un cinturón de pobreza y una idea sobre la revancha social que Chavez supo utilizar para sustentarse en el poder y alimentar su discurso de revancha. Una visión política que parece sustentarse sobre esa percepción del Venezolano que asume la segregación del otro, la idea del distinto como necesaria. Una consecuencia — retaliación quizás — de lo que sufrieron durante mucho tiempo.

En más de una ocasión, numerosos militantes chavistas me han insistido que la “Revolución Chavista” es un reflejo cultural del Venezolano. Que no se trata, como se suele concluir, de una ideología foránea reconstruida para Venezuela, sino una expresión de cierta formación ideológica nacional que por mucho tiempo se reprimió. Incluso, un antiguo compañero Universitario me insistió que el Chavismo nacía en los Cerros que rodean Caracas no por su pobreza — o no exclusivamente — sino por el hecho que la identidad social que comparten — la exclusión, la idea de la jerarquia social que aplasta — creo un tipo de Venezolano que Chavez supo reconocer. Incluso, he llegado a escuchar que el resentimiento que anima y alimenta el Chavismo, es parte de la noción del Venezolano de cualquier clase social, sólo que construída sobre una idea de enfrentamiento. Los ricos contra pobres. O mejor dicho: la diferencia como motivo de enfrentamiento directo.

— Es posible, aunque nadie puede negar que fue Chavez quien aprovechó politicamente ese resentimiento latente para un fin muy especifico — me dice el profesor cuando le digo lo anterior — lo que no quiere decir que antes no hubiesen sintomas de algo semejante. Venezuela siempre fue un país clasista y racista, pero no fue un fenómeno que repercutiera políticamente.

La idea la he escuchado varias veces y desde distintas perspectivas. Desde la oficialista, que insiste que por años, el “pueblo” — esa denominación asbtracta que parece abarcar desde el ciudadano politicamente apático hasta el que carecía de representación real — fue oprimido por un sistema político que discriminó y utilizó el poder para crear una compleja red de prejuicio hasta una mucho menos ideológica, que asume que Venezuela padeció la tragedia de un bipartidismo excluyente. Entre ambas interpretaciones, parece existir un concepto único: El Venezolano jamás fue del todo inocente pero tampoco víctima del resentimiento político, del odio de clases y mucho menos, el enfrentamiento cultural contra la diferencia. Que Hugo Chavez lo utilizara como arma electoral y discurso político, resulta novedoso pero no especialmente sorpresivo. La izquierda histórica del continente venía haciendolo durante décadas, con mauor o menos éxito, pero exacta visión del resentimiento del ciudadano común como una herramienta de reivindicación.

— De manera que ese odio Chavista, el constante “No volverán” no es un sentimiento exclusivo de los quince años de “revolución” -me dice el profesor — sino algo más viejo e informe que surge del Venezolano que padeció la democracia bipardista. Que se acostumbró a comprender la riqueza de las élites como un agravio a su pobreza, que asumió la culpabilización del “otro” — el rico, el burgués, el pudiente — como motivo de la gran distancia entre un lado de la sociedad y el otro. Chavez asumió esa idea sobre los “pobres” y “ricos” Venezolanos y construyó un planteamiento sobre eso. Le otorgó una figura social. Le dio un rostro. Creó al Chavista.

Hace seis o siete años, me atreví a participar en una manifestación callejera chavista. En realidad, sólo me limite a recorrer las cuatro o cinco calles donde se llevaba a cabo, intentando comprender el fenómeno de masas que Hugo Chavez representaba. Y lo que encontré es que la mayoría de los chavistas estaban profundamente agradecidos no sólo del verbo pugnaz y agresivo del Líder, sino además de la manera violenta como se enfrentaba a sus contricantes. Hombres y mujeres que nunca habian formado parte de la idea política nacional, se sentían representados por la virulencia de Chavez, del insulto, del odio hacia el contricante ideológico. Me sorprendió que la gran mayoría de los asistentes a la concentración aplaudían no sólo la manera de gobernar de Chavez sino que le animaban a una mayor radicalización. Para la militancia chavista, el opositor no sólo es el enemigo a vencer, sino la figura contra quien se dirige la retaliación, la venganza social. Ese lento resentimiento construído durante decadas de marginación y exclusión social.

Hombres y mujeres que no se diferenciaban demasiado de cualquier otro ciudadano, pensé en esa día con una ingenuidad que actualmente me desconcierta y me inquieta. El ciudadano común Venezolano, convertido en un instrumento de revancha política. Porque, a pesar de la insistencia de percibir al militante chavista como ideologizado y adoctrinado, en realidad, lo que encontré en esa manifiestación multitudinaria fue estudiantes, jovenes profesionales, comerciantes que apoyaban a Chavez e inmediatamente — y quizás por consecuencia directa — aborrecían y señalaban al opositor. La mayoría de las pancartas de la manifestación acusaban a “los escualidos” de sabotear al Gobierno Chavista, de erigirse como un obstáculo hacia la utopía. Una visión que parece sugerir que la Revolución de Hugo Chavez no sólo encontró un elemento a través del cual identificarse con el ciudadano, sino de asumir esa identidad única del Venezolano como un nuevo gentilicio basado en la política.

— Por los motivos que sea, el Chavismo es una idea que se basa en su militancia, en esa gran plataforma social que lo considera una única opción, que lo defiende y lo asume necesario — me dice el profesor. Me muestra algunas fotografías que tomó durante el funeral multitudinario de Hugo Chavez Frías. Los rostros llorosos. Las expresiones de duelo — el enfrentamiento no es entre dos cúpulas políticas, sino dos maneras de ver el país. Y en una de ellas, no sólo se apoya el poder, sino que prospera un proyecto Nacional, que inviable o no, una buena parte de los Venezolanos acepta como única. Celebra y se identifica.

Pienso otra vez en todas las historias sobre abuso de poder que he escuchado a lo largo de los años. De las agresiones y enfrentamientos entre funcionarios y opositores, donde el poder siempre triunfa. En el número creciente de presos políticos. En el uso del partidismo y el clientelismo como parte de la percepción del Gobierno y de la identidad nacional. Más allá, la satisfacción que parece producir esa noción del país a merced del personalismo. Pienso en la impunidad, en esa idea legal que beneficia a quien detenta el poder y a quien le apoya. ¿Por qué los Venezolanos asumen el poder como lo hacen? ¿Por qué buena parte de la militancia Chavista sigue sosteniendo un sistema político que ejerce un control casi totalitario de la producción y el consumo y cuyas consecuencias sufre de inmediato? ¿Por qué la militancia Chavista justifica una ideología que no sólo beneficia un clima de violencia sino que lo acentua? ¿Cual es la percepción sobre el país, la historia reciente y el planteamiento político que tiene el ciudadano que continúa apoyando un Gobierno represor?

Hace unos días, el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) reconoció En su informe de gestión 2014, el apoyo de lo que llama “el pueblo cooperante”, una figura que consagra la delación y la denuncia anónima como un legítimo elemento legal. En el informe, la institución no sólo agradece el apoyo de lo que llama “el pueblo activo” sino que puntualiza que las informaciones obtenidas a través de denuncias anónimas, ha sido un método fundamental para identificar y neutralizar las amenazas contra los interes de la nación. El documento, también reconoce el uso de las delaciones y denuncias contra usuarios de la Red Social Twitter, así como todo tipo detenciones logradas gracias a la información suministrada por “militantes leales a la Revolución”.

Pienso de nuevo en la idea de Gobierno de Hugo Chavez como el gobierno del Pueblo. En los cientos de militantes que se llaman así mismo chavistas con una especie de orgullo cultural que parece tener cientos de implicaciones distintas. Con esa percepción de la política no sólo como una manera de comprender la función administrativa del poder sino al país y las relaciones entre ciudadanos. Y después pienso en el odio, en el resentimiento sobre el cual se sostiene la ideología chavista. Esa capacidad del poder para construir un sistema basado en el revanchismo y la destrucción del contricante. En el ciudadano que lo apoya, en la percepción del país que sostiene esa idea social de la Venezuela Chavista.

— El poder es el reflejo del ciudadano mayoritario — dije mi profesor cuando le comento lo anterior. Parece abrumado, como yo, por la idea de lo que puede significar un sistema político basado en el odio. Pero ambos, él y yo, lo sufrimos desde hace más de quince años. Conocemos sus consecuencias — y en Venezuela, el chavista es lo que hace al chavismo ser lo que es. Esa noción del caos como necesario, aceptable e incluso bienvenido, parece ser una idea que se afianza como parte de la comprensión de quienes somos y el país proyecto. La Venezuela que se hereda, la mera cuestión social. Un pensamiento preocupante.

Hace meses, leí un libro titulado “el Efecto Lucifer” del psicólogo Philip Zimbardo, donde se analiza y se reflexiona sobre el hecho del mal — como decisión voluntaria e individual — como una manifestación de la identidad. Más allá, el libro cuestiona la idea sobre qué hace que una persona actúe por maldad, que lo haga aún sabiendo está ocasionando daño, que disfrute haciéndolo y más allá, lo asimile como necesario y comprensible. ¿Que provoca que un ciudadano común pueda matar y destruir? ¿Que hace que la línea entre lo ético y lo reprobable se haga difusa? ¿Que promueve esa percepción del mal como una visión consecuente y deseable? El psicológo analiza esa línea de pensamiento y le brinda un contexto histórico: desmenuza metodicamente lo ilegal, lo reprobable y lo moral para encontrar un motivo por el cual el ser humano puede de hecho, apoyar ideas que pueden resultar peligrosas incluso para sí mismo. Una y otra vez debate lo que puede impulsar a un hombre común a asumir la violencia como necesaria. E incluso algo más sutil: la idea de la moral cultural tan endeble como ambigua.

La idea me desconcertó, me abrumó. Pero sobre todo, me hizo analizar la situación de Venezuela — política y cultural — desde otra dimensión. ¿Qué hace que buena parte de los Venezolanos sostengan al Chavismo, lo reafirmen con el voto, justifiquen sus agresiones? ¿Que hace que ciudadanos comunes acusen y ataquen a quienes consideran sus enemigos ideológicos? ¿En que punto el resentimiento se convierte en una forma de expresión cultural? ¿Que tanto es responsable la política sobre eso? ¿Que tanto lo es el ciudadano?

Pienso otra vez en las anécdotas de un país impune, del ciudadano que lo admite. Del pensamiento político que se nutre en el revanchismo. Un país donde la ley se convierte en un arma, donde los recursos del Estado se utilizan para aplastar la disidencia. El país de la sospecha y la incertidumbre. La Venezuela creada a la medida de la venganza.

Un país de enemigos irreconciliables, quizás.

C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario