domingo, 20 de julio de 2014

Más allá del tiempo: Historias de brujería.




El olor del mar me acarició el cabello. Una sensación dulcísima, tan intima que me conmovió. Entre dormida y despierta, miré el primer rayo del sol del día reflejandose sobre el mar, zizzagueando entre las olas hasta elevarse en un gran estallido de luz. Me senté sobre la arena para mirar el pequeño prodigio. Porque cada amanecer es un regalo, pensé con cierta inocencia. Una nueva oportunidad.

Había venido a nuestra vieja casa de la Playa sin un motivo concreto. Mejor dicho, no necesité de uno para conducir hasta la vieja propiedad de mi abuela en Higuerote, la zona costera del estado Miranda. Quizás se trató de impulso, me dije mientras conducía por el viejo camino vecinal, con mi pequeño automóvil dando saltos y sacudones mientras avanzaba. Pero no era tan simple: Durante los últimos meses había pensando mucho en aquel lugar olvidado, al que no había vuelto desde su muerte. Una especie de recuerdo quebradizo en medio de tantos otros a medio recordar.

La casa de mis abuelos en Higuerote no era un lugar hermoso, mucho menos moderno. La primera vez que fui, me atemorizó: era una casa vacía sin electricidad con techo de zinc. Pero estaba cerca del mar, tan cerca que el olor flotaba en las ráfagas de viento, impregnandolo todo, como un suave aliento del que nada podía escapar. El mar parecía estar en todas partes: en la viejas paredes cubiertas de humedad, en los árboles retorcidos del jardín que se extendía hacia la orilla misma de la cercana linea de arena. El mar que reverberaba en todas partes. El eco de las olas acunando cada pensamiento, cada pequeña sensación.

- Todo huele feo - me quejé. Tenía ocho años, era melindrosa e impaciente, y realmente no me gustaba nada esa casa que no era en realidad una casa, sino una especie de pequeño refugio silencioso repleto de sillas viejas, mesas y grandes ventanas. Mi abuelo soltó una carcajada.
- Es el salitre y la humedad. El mar está muy cerquita.
- ¿Huele feo el mar entonces?
- No. Huele a vida.

Mi abuelo amaba el océano por cierto. Había nacido en las Islas Canarias y desde su niñez, había aprendido a encontrar en el azul interminable del mar consuelo, alegría, satisfacción e incluso algo tan intimo como una especie de paz muy personal. En una ocasión me contó que al abandonar su isla, se había despedido del mar mirando el atardecer. El sol morir lentamente en el horizonte, brillando intensamente sobre las olas inquietas, hasta desaparecer. El mar nunca se olvida, me insistió en esa ocasión. Lo llevas en la piel.

Pues yo no lo llevaba en ninguna parte, me dije con esa petulancia insoportable de la niñez. Me sentía incómoda, cansada y acalorada. Deambulé en el pequeño bosque de Árboles petrificados y manglares en flor detrás de la casa, jugué en la arena blanca hasta que me aburrí y después, me quedé para mirar el atardecer. El mar, paciente y amable, tomó la luz y la convirtió en cientos de reflejos en la superficie ondulante. Un gesto amistoso, pensé.

Desconfiada, me acerqué a la orilla. El agua era cálida y espumosa. Me asombró eso. Me la había imaginado fría, pequeñas astillas desagradables que se clavarian en la piel. Pero en lugar de eso, el mar me acarició los dedos con una ternura infinita, su olor me acarició los cabellos. Y me encontré allí, de rodillas, con el vestido blanco de playa manchado de arena mojada, mirando boquiabierta la larga estela llameante de luz y mar que se elevaba hacia el poniente. Sentí un asombro desconcertado, como si la belleza de aquel paisaje interminable y de inesperaba belleza me enseñara cosas, algunas de las cuales, aún no podía comprender. Cuando finalmente la noche se alzó, radiante y tachonada de estrellas, me pregunté si me había imaginado todo eso. Si la sensación del mar vivo, amoroso, radiante, era solo un sueño.

La idea me intrigó. Al día siguiente y durante todo ese fin de semanas, me senté siempre a la orilla del mar para despedir el día. ¿A eso se refería mi abuelo cuando me habló de esa última mirada al mar de su infancia? No lo sabía. Era un pensamiento triste, ese, me dije. Lo imaginé, joven y buenmozo, de pie con su gorra de fieltro y sus viejos pantalones de trabajo, en el barco enorme y cochambroso que lo trajo a Venezuela. Lo vi muy claro, tomando largas bocanadas de aire para no olvidar la belleza - lentas, profundas - como si quisiera impregnarse ese silencio lleno de olor a recuerdos llevarlo en su cuerpo y en su mente para siempre. ¿Eso era el obsequio de las Olas? Las escuché gemir y suspirar, golpear el pequeño rompeolas de piedra. Era una idea preciosa pero no la entendía. Y quería entenderlo.

La siguiente vez que visité la casa de Higuerote corrí de inmediato a la orilla del mar, riendo. ¡He vuelto! ¡Me recuerdas! grité en mi mente. ¡Soy yo! la niñita malcriada y fastidiosa de la otra ocasión. Me detuve a la orilla, mirando la sombra del agua en la arena, diáfana, cristalina. ¿Estas allí? Me incliné, tendí la mano. Una ola pequeña me acarició los dedos, los envolvió en un cálido beso. ¡Si me recuerdas!

- El mar nunca olvida - me comentó mi abuela cuando se lo comenté. Estábamos sentadas juntas en la terraza de la casa, llena de rocas y plantas demasiado crecidas. Mi abuelo fumaba su tabaco en la oscuridad, mirando el cielo estrellado y el mar más allá - Las brujas lo sabemos desde siempre.

- ¿Por qué no olvida el mar abuela? - pregunté impresionada. Miré aquella extraordinaria superficie radiante que se extendia en todas direcciones, reflejando La Luna y las estrellas y me asombró todo lo que podría haber visto. Lo que podría recordar. Los cientos de años de historias y pequeños secretos que esconderia. ¿Me recordaría a mi también? ¿Después? ¿Cuando ya no fuera una niña, sino una mujer adulta? Esa idea me parecía tan lejana como inalcanzable, y tal vez por eso me desconcertó. Un recuerdo que valga cien noches, que tenga el sabor de las estrellas.

- Porque el mar es el pensamiento de la Tierra. En eso creían los antiguos pueblos de Europa, que trataron de comprender el mar como origen y fuente de toda la vida - me explicó - debió parecerles asombroso ¿No? Un mundo completamente desconocido, incontrolable, cruel y a la vez muy hermoso. No es de extrañar que cautviara la imaginación de muchos pueblos de la Tierra.

Lo imaginé muy claro: Ese mar tranquilo y amable del  Caribe que yo conocía, convertido en otro totalmente distinto, violento y embravecido, con olas enormes y oscuras, la espuma covertida en una mueca de ferocidad. Me sobresalté la idea. Miré hacia la orilla sinuosa tan cercana, donde nuestro mar batia olas apacible y silencioso.

- Muchas leyendas hablan del mar como el fundamento de la vida. Es lógico claro: no sólo te brindaba alimento, sino que te podía conducir a lugares fabulosos, más allá de lo que conocías. El mar como dador de vida, el mar como fuente de toda inspiración.

¡Ah que bonito eso! Esa noche cuando fui a mirar el atardecer, le pregunté en silencio al mar si recordaba todas esas cosas: los navíos Vikingos cruzando raudos hacia la batalla, las Grandes naves Turcas de velas hinchadas por el viento, cruzando con gran Pompa hacia tierras misteriosas. ¿Había sido así? ¿Escenas tan bellas y exquisitas? ¿o quizás algo más dulce, humilde, como los pequeños botes que de vez en cuando cruzaban el mar bajo la luna, con su pequeño farol, pescando en la Oscuridad? Que recuerdos tan extraordinario debían guardar las olas. Que hermosa visión del mundo contenia el viento con sabor a mar.

Durante toda mi adolescencia, volví a la vieja casa para mirar el atardecer junto al mar, incluso cuando taché de ridiculas mis fantasias de infancia y me senté, arrogante y burlona, a mirar el atardecer a la orilla del mar. Apreté los labios para no sonreír cuando las olas me acariciaron los tobillos con ternura, saludándome. No quise mirar los destellos de bienvenida de la linea de fuego que conducía al sol. Pero siempre terminaba rindiendo, a pesar de mi petulancia. Hundiendo las manos en la arena fresca, canturreando en voz baja viejas canciones para agradecer al mar su compañía. Esos atardeceres mágicos, perlados, interminables. Y el olor de lo misterioso, rodéandome. Tan brillante. Un lento susurro de paz.

Luego que mis abuelos murieron, no volví a la casa. De hecho, nadie de la familia lo hizo, aunque mi madre no se animó a venderla. De vez en cuando, alguno de mis primos volvían para asegurarse continuara en pie, y todos me aseguraron que continuaba idéntica: las Paredes humedas llenas de pequeñas grietas, el piso de lozas opacas, los árboles petrificados de hojas marrones y más allá, el mar. Siempre radiante, quizás aguardando. ¿Aguardando qué? Me pregunté irritada, mirando una de las fotografías que mi prima M. me envió luego de pasar unos cuantos días en la vieja propiedad. El mar sólo era mar. ¿De donde salian esas fantasias infantiles? ¿Por qué me importaban tanto?

No lo admití, pero yo sabía por qué las conservaba aún con tanto cuidado, por qué las recordaba de vez en cuando en los momentos más inesperados. El olor nítido del mar cruzando la distancia, llamándome. Ese aroma cristalino, de cientos de años de sueños y voces, esperando por mi. ¿Vendrás mi querida niña? ¿Vendrás para que te cuente historia? Yo no te olvido. ¿Cómo me olvidaste a mi?

Yo no te olvido.

Llegué casi a medianoche, inquieta por la oscuridad, por el camino vecinal desigual, por el silencio. La vieja casa se alzaba como siempre, medio derruida, un poco inclinada a la derecha. Con sus ventanas vacías mirando a ninguna parte. Y tuve temor. Un temor muy real de enfrentarme a lo desconocido, a los temores. A la simple realidad. Sólo se trataba de una casa, vieja y destrozada por el tiempo. ¿Qué esperabas de ella? ¿Que esperabas encontrar...?

De pie, en la oscuridad aguardé. Y entonces lo escuché con claridad. Las olas del mar, susurrando y ¡El olor! ¡Era su olor! alzándose desde la copa de los árboles petrificados, ondeando en la oscuridad estrellada hasta alcanzarme. ¡Era el mar! Retrocedí, con los puños apretados. ¿Qué esperas encontrar? Seguí preguntnadome lo mismo mientras caminaba en la oscuridad. El olor, el sonido, tan vivo. Palpitando, tan cerca de mis dedos que casi pude percibirlo. El olor, entre la tierra húmeda, el aroma salvaje de los Manglares, el zumbido de los insectos. ¿Me llamas? ¿Me recuerdas? ¿Me esperaste?

Me detuve con el corazón palpitando muy rápido junto al viejo altar de piedra, diminuto y hermoso, que mi abuela había construído alguna vez. Eran una estructura pequeña, de lajas de piedra amontonadas entre sí que se elevaban para sostener un pequeña pieza de mármol lisa. La maleza lo había rodeado: las piedras se habían roto en algunas partes y el mármol se habia roto a la mitad. Lo acaricié todo con la punta de los dedos, sin distinguirlo bien en la oscuridad pero percibiendo su silencio. ¿A donde vamos cuando nos olvidan? pensé de pronto. ¿Qué ocurre con todas las sonrisas y todos los momentos que dejamos de recordar?

Cuando llegué a la orilla del mar, la Luna Llena brillaba sobre las Olas. Escuché más allá, el griterío alborozado de un grupo de pescadores. Los distinguí a la distancia, en sus pequeños botes de madera, levantando faroles de luz en la oscuridad. Y pensé en ese pequeño misterio que el mar atesora, el de las despedidas y las bienvenidas. ¿Qué había dicho mi abuelo? "Me despedí de cada momento al atardecer". Me senté a la orilla del mar con los puños apretados, sin saber muy bien que hacer.

Y esperé. Mirando las olas, elevarse, danzar. La belleza de la Luna cada vez más brillante. El sabor del mar acunándome. Cuando me dormí, arrebujada en mi viejo sueter de lana, el olor del mar siempre estuvo allí, para acunarme y guarecerme. Más allá, el mundo.

Me despertó su caricia. La vieja caricia de agua tibia entre los dedos. La suavidad del agua rozandome las mejillas. Parpadeé. El amanecer comenzaba a clarear, iluminando el mundo como si los colores renacieran. Me senté en la arena, aturdida y alborozada, y de pronto, fui niña. O mejor dicho no tuve edad. Con las manos extendidas, recibí el mar entre mis dedos, reí a carcajadas, le dejé contarme todos mis recuerdos, bañarlos con la primera luz del día. Y reí, con la cabeza echada hacia atrás, las manos extendidas, mientras la luz me llenó, me colmó y el mar me recordé el motivo diminuto de cada pensamiento, esa profunda belleza de creer.

Una niña, me dije con las manos recibiendo el cálido abrazo del mar. Tal vez esos somos, antes y después.


La sonrisa de la luz y la sombra: Los Recuerdos y la danza de la creación.

Para la Tradición de brujería que practica mi familia, el mar representa la memoria de la Tierra. De hecho, el elemento agua se considera la representación de todos los pensamientos, emociones y buenos deseos que deseamos consagrar y que deseamos sean bendecidos cada día. Con frecuencia se llevan a cabo rituales para bendecir el agua o mejor dicho, para que sea el simbolo de nuestra visión de cambio y transformación. Uno de ellos es el siguiente:

Necesitarás:

* Un cuenco de agua.
* Incienso de Azahar.

Disposición:

Toma el cuenco de agua y colócalo frente a ti. Introduce los dedos en él mientras invocas:

"En nombre de todos mis recuerdos
y los deseos que aspiro obtener
Invoco el poder del Infinito
para limpiar, purificar y consagrar
Mis pensamientos
Mis deseos y mi espiritu
A la Luna y cada estrella
En nombre de la Diosa y el Dios
Así sea".

Ahora lava tu cara y tus manos con el agua consagrada e imagina, que cada pensamiento y sentimiento significativo en tu vida, se llena de renovada energía gracias al gesto. Cuando hayas terminado, deja caer el agua sobrante en la Tierra e invoca:

"Que sea en mi y en mis pensamientos
El comienzo y el final de cada ciclo
Así sea".



De pie, en medio del resplandor del primero rayo de luz de la mañana, sonrío. La luz me rodea y el olor del mar me recuerda ese pequeño prodigio - diario y misterioso - de vivir.

Así sea.

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